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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Cuando llegó, acompañado de su Estado
Mayor, a aquella villa hermosísima, tendida al pie de una
montaña eternamente cubierta de nubes plateadas, vio
repetirse las mismas escenas de entusiasmo popular que
había ya presenciado en todo su trayecto por las
poblaciones del Cibao. Todos los habitantes de la ciudad
embanderaron aquel día sus hogares y aclamaron con fervor
a su paso por las calles al joven general de brigada. Los
notables se reunieron pocas horas después en la sala del
Ayuntamiento y rogaron al apóstol en nombre de la
ciudadanía y del ejército del Norte, que aceptara
la presidencia que se le había ya ofrecido en la ciudad de
Santiago. Duarte los contempló como un padre que se
dispone a sentar sobre sus rodillas a sus hijos para dirigirles
con gravedad la palabra: «Me habéis dado -les
respondió- una prueba inequívoca de vuestro amor, y
mi corazón reconocido debe dárosla de gratitud.
Ella es ardiente como los votos que formulo por vuestra
felicidad. Sed felices, hijos de Puerto Plata, y mi
corazón estará satisfecho, aun exonerado del mando
que queréis que obtenga; pero sed justos lo primero, si
queréis ser felices, pues ése es el primer deber
del hombre; y sed unidos, y así apagaréis la tea de
la discordia, y venceréis a vuestros enemigos, y la patria
será libre y salva, y vuestros votos serán
cumplidos y yo obtendré la mayor recompensa, la
única a que aspiro: la de veros libres, felices,
independientes y tranquilos.» El 12 de julio, al siguiente
día del pronunciamiento de Puerto Plata en favor de la
presidencia de Duarte, entró Santana a la cabeza de sus
tropas en la capital de la República. El motín del
9 de junio y la expulsión, por medio de una maniobra
audaz, de los miembros de la Junta Central Gubernativa que se
habían significado por sus sentimientos de adhesión
a Santana, puso en guardia al héroe del 19 de marzo, que
sólo esperaba un pretexto para asumir el poder y organizar
sobre su cabeza el Estado. El ejército, compuesto en su
mayoría de seibanos que se habían llenado de gloria
en los campos de Azua, aclamó a Pedro Santana jefe supremo
de la República y en nombre de sus armas victoriosas lo
invistió de facultades dictatoriales. Muchos ciudadanos de
relieve, aun entre aquellos que sentían veneración
por Duarte y a quienes más había conmovido su
sacrificio, acudieron a besar la mano de Santana, quien desde
aquel día quedó consagrado en el país como
el hombre de garra política más firme y de mayores
prestigios caudillescos. Pero el Cibao respondió con
aprestos revolucionarios al desafío de Santana. La guerra
civil parecía inminente. En Santiago se reunió una
asamblea de generales y hubo opiniones favorables a un
rompimiento inmediato. Ramón Mella, principal instigador
del movimiento en favor del Padre de la Patria, se dio a
última hora cuenta del desastre a que su maniobra
podía conducir al país, y aconsejó
prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compenetrado
con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración
entrañable, el héroe de la Puerta del Conde se
asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero
Manuel González Regalado Muñoz, que propuso el
envío a Santo Domingo de una comisión encargada de
gestionar una solución pacífica. La base del
acuerdo consistiría en la celebración de unas
elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana
figurarían como candidatos para la presidencia y la
vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas
debía ser aceptado de antemano con carácter
irrevocable. La voz de la conciliación halló
acogida en los ánimos exaltados, y al día siguiente
partió hacia la capital de la República, asiento
del gobierno cuartelario constituido por Santana, una
comisión presidida por el propio Ramón Mella, y
compuesta, entre otros hombres de armas, por el general
José Maria Imbert, el más modesto y al propio
tiempo el más brillante, si se exceptúa a
Duvergé, de los militares improvisados que se opusieron
victoriosamente en aquel periodo a las acometidas de las hordas
haitianas. Santana, instruido por Domingo de la Rocha y
José Ramón Delorve de todos los movimientos que
ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente
tranquilo la llegada de los comisionados. Tan pronto Mella, quien
aún desconocía de cuánto era capaz aquella
voluntad indomable y excesivamente celosa, traspuso los
límites del Cibao y entró en lugar donde
podía atraparlo sin peligro la garra del dictador, fue
reducido a prisión y vejado por orden de Santana. El
déspota consideraba con razón a Mella como el
promotor de la corriente de opinión que tendía a
premiar el sacrificio de Duarte con la primera presidencia del
Estado constituido gracias a su patriotismo y a su esfuerzo, y
contra él reservó la mayor parte de su saña.
El héroe que anunció el nacimiento de la
República en la madrugada del 27 de febrero, fue ultrajado
en plena vía pública y se le arrancaron las
presillas sin respeto a su gloria militar, ya consagrada con la
proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido de
la presidencia de la Junta Central Gubernativa y con Juan Isidro
Pérez y otros próceres adictos al Padre de la
Patria fue internado en la Torre del Homenaje. Duarte, ajeno a lo
que ocurría maduraba sus planes de patriota en la ciudad
de Puerto Plata. Aquí fue sorprendido por los conmilitones
de Santana, que lo redujeron a prisión sin que fuera
suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la grandeza de
su obra ni la inocencia con que había intervenido en los
sucesos recién pasados. El prócer no opuso ninguna
resistencia a esta felonía y el pueblo presenció
con indignación el hecho. Cuando Duarte fue sacado de la
fortaleza «San Felipe» para ser conducido bajo
escolta a la goleta «Separación Dominicana»,
la ciudadanía de Puerto Plata se agrupó silenciosa
en el trayecto y vio pasar a los soldados de la escolta con el
estupor de quien asiste a un sacrilegio.

Otra vez el
destierro

En la goleta «Separación Dominicana»
salió Duarte, fuertemente escoltado, hacia la capital de
la República. Santana no se atrevió a hacerlo
conducir por "tierra, temeroso de que su paso por Santiago y
otras ciudades del Cibao, donde su presencia había
provocado hacía poco entusiasmo delirante, diera lugar a
nuevas reacciones populares. La resignación con que el
apóstol soportaba aquella prueba traía maravillados
al capitán y a la tripulación del pequeño
barco de guerra. Durante la travesía, mientras el
bergantín bordea la línea de la costa, el
prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las
olas con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas
cuatro meses que la ciudad de Santo Domingo lo había
recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las
muchedumbres por las calles embanderadas. Dentro de algunas
horas, probablemente antes de que el sol desapareciera tras las
últimas nubes crepusculares, entraría esta vez
custodiado como un vulgar malhechor en la ciudad nativa. Pero
Duarte no pensó jamás en sí mismo. El
ultraje que en su persona se infería a la patria, a la que
había servido con toda la pureza de su juventud y a la que
había ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento
cargaba su mente de sombras y de preocupaciones. Si algún
pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera podido
caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes
suponía expuestos a la ira de Santana. En medio de la
ingratitud de que era objeto, se hubiera sentido feliz si todo el
peso de la venganza del dictador se descargara sobre su cabeza.
Su angustia era todavía más vasta y se
extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría
obtenido si una opresión doméstica sustituía
a la de los antiguos dominadores. Si en vez de Charles
Hérard o de otro descendiente cualquiera de la raza
maldita de Dessalines, el opresor debía llevar el nombre
de Santana o de otro sátrapa de turno, no se habría
logrado sino cambiar un despotismo por otro menos cruel, pero sin
duda más odioso. Sumido en esas reflexiones
sombrías, llegó Duarte el 2 de septiembre al puerto
de Santo Domingo de Guzmán. El gobierno había
tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier
manifestación de desagravio por parte del núcleo
que en la ciudad se mantenía adicto al prisionero.
Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de
«Santa Bárbara» impedía el
tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta,
reforzada con dos filas de soldados, pasó silenciosamente
con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a
lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje.
Apenas algunos espectadores indiferentes, diseminados en la calle
de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a la
llegada del bergantín «Separación
Dominicana», y muy pocos identificaron al preso. La noticia
se difundió, no  obstante, sobre la ciudad
consternada. El presbítero José Antonio Bonilla,
visitante asiduo del viejo hogar de la calle «Isabel la
Católica», fue el primero en llevar la infausta
nueva a la madre de Duarte: « Señora
-exclamó al verla el sacerdote-, la mano de Dios
está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan
Pablo está preso y desembarcará esta tarde.
¡Bienaventurados los que lloran! » Una noticia que
causó todavía mayor sorpresa que la de la
prisión de Duarte, hecho al fin y al cabo explicable en un
déspota de las condiciones morales de Santana, fue la del
arribo en la misma nave de Juan Isidro Pérez, quien el 22
de agosto había salido para el destierro en el
bergantín «Capricornio».

El rasgo de este adolescente impetuoso, especie de
Caballero Templario en quien el entusiasmo por la libertad
empezaba ya a traducirse en destellos de locura, conmovió
hasta tal punto a la población, que una verdadera fiebre
patriótica se apoderó de los ánimos
excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a
las costas de Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba
Duarte prisionero. Juan Isidro Pérez amenazó con
echar-se al mar si no le permitían descender en aquellas
riberas para compartir la suerte del Padre de la Patria. El
capitán del buque, un noble marino inglés de nombre
Lewelling, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el
suicidio del intrépido patriota, e impresionado por la
decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio
orden de cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y
allí entregó a las autoridades al fiel amigo de
Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la
cárcel, Juan Isidro Pérez se echó en brazos
del Fundador de la República, y le dijo con emoción
mal reprimida: «Sé que vas a morir, y cumpliendo mi
juramento vengo a morir contigo.» La actitud de su ciudad
nativa, devorada hasta lo más íntimo por un dolor
silencioso, llevó una sensación de alivio al
ánimo de Duarte. «Por eso os amo -escribirá
un día el Padre de la Patria en su diario, recordando en
su soledad estos instantes-, por eso os he amado siempre, porque
vosotros no tan sólo me acompañasteis en la Calle
de la Amargura, sino que también sufristeis conmigo hasta
llegar al Calvario.»

Ya en la fortaleza, donde encontró algunas caras
conocidas, pudo enterarse el fundador de «La
Trinitaria» de que aún vivían Ramón
Mella y sus demás compañeros. Esta noticia era por
sí sola un consuelo para su mente cargada de inquietudes,
y al recibirla entró sereno en la mazmorra que se le
destinó por orden de Santana. Algunos oficiales y
soldados, quienes habían sido testigos de su actitud y
habían presenciado su desprendimiento durante los
días en que permaneció con el ejército del
Sur, le dieron desde su llegada a la fortaleza demostraciones de
simpatía. De no haber existido órdenes tan
rigurosas de incomunicarlo y de hacerle sentir en la
prisión el enojo del déspota, muchos de aquellos
héroes curtidos por el sol de la victoria le
rendirían armas cada vez que su semblante venerable
asomaba al través de los hierros impíos para pasear
por los alrededores de la torre que le servía de
cárcel la mirada distraída. Mientras Duarte
esperaba tranquilo en la Torre del Homenaje la decisión de
Santana, árbitro de su vida y de las de sus
discípulos, los amos de la nueva situación,
instigados principalmente por don Tomás Bobadilla,
trataban de ganarse al pueblo mostrándole a los
prisioneros como a una jauría de ambiciosos. Todas las
influencias del poder se utilizaron entonces para convencer a la
ciudadanía de que aquellos hombres eran acreedores de la
horca por haber levantado la bandera de la sedición contra
la autoridad constituida. Su crimen consistía en haberse
apoderado por la fuerza de la Junta Central Gubernativa y en
haber promovido en el Cibao una poderosa corriente de
opinión destinada a poner en manos de Duarte las riendas
del Estado. No se había limitado a eso la osadía de
estos locos. Algunos generales y algunos ciudadanos de notoriedad
del Cibao, aconsejados por Ramón Mella, se habían
permitido menospreciar los títulos que Santana
había conquistado en la lucha contra los invasores,
proponiéndole la celebración de unas elecciones en
que Duarte debía figurar como candidato al lado del propio
héroe del 19 de marzo. El pueblo, sin embargo, no hizo
coro a. la farsa. Las incitaciones de Santana y de sus secuaces
fueron recibidas con frialdad por todas las clases sociales. Las
familias, encerradas en sus hogares, mostraron con su actitud
hostil la repugnancia que les inspiraba aquella comedia tan
burdamente urdida. El sacrificio de Duarte y su familia, la
poderosa labor de captación desarrollada en los
conciliábulos de «La Trinitaria», la
propaganda inteligente y tenaz hecha desde los escenarios
levantados por «La Filantrópica», la
inagotable energía del espíritu que alentó
el movimiento llamado «La Reforma», y los
múltiples trabajos revolucionarios a los cuales el joven
patricio se había entregado desde su regreso de
España, cuando nadie soñaba con el ideal
todavía remoto de la independencia, se hallaban demasiado
vivos en la memoria de todos para que el propio pueblo que
había servido de teatro a todo aquel despliegue de
heroísmo, diera crédito a las versiones inventadas
por el dictador y sus parciales. Pero en vista de que la
población civil se hizo sorda a la maniobra y de que
sólo cuatro ciudadanos, uno de ellos de nacionalidad
extranjera, se prestaron a suscribir el documento en que se
pedía la pena de muerte para el Padre de la Patria, se
recurrió al ejército para que respaldara el ardid
con el prestigio de sus armas victoriosas. Las tropas que
habían intervenido en la campaña del Sur se
hallaban principalmente constituidas por seibanos adictos al
antiguo hatero de «El Prado». Santana, hombre
calculador y ferozmente realista, había infundido a
aquellas montoneras un tremendo sentimiento de lealtad a su
persona. Tanto los oficiales como los soldados bajo su mando
habían convertido el saqueo, bajo la mirada complaciente
de su jefe, en ocupación cotidiana. La soldadesca del
hatero, abusando de los laureles obtenidos en Azua y exhibiendo
como única excusa las cicatrices aún abiertas de la
campaña contra los haitianos, pasó por todas partes
como una nube de langostas que diezmó las plantaciones y
devoró el ganado. A la cabeza de estos hombres
entró el caudillo en la ciudad de Santo Domingo con el
propósito de adueñarse de la parte que se
había reservado en el botín: la presidencia de la
República.

De los cuarteles dominados por esas manadas de
héroes, previsoramente transformados después de la
victoria en azote de la propiedad rural, salió el
documento en que se solicitaba de Santana, erigido ya en
árbitro de la situación, la pena de muerte para
Duarte y para quienes habían participado en los sucesos
recientemente acaecidos en las principales ciudades del Cibao.
Amparado en la petición suscrita por las grandes figuras
del ejército, Santana pudo haber hecho fusilar a Duarte y
al grupo de insurrectos que el 9 de julio se apoderó de la
Junta Central Gubernativa. Pero el sanguinario caudillo no se
atrevió a llevar tan lejos su venganza. Tal vez si Duarte
no hubiese figurado como protagonista principal de aquel drama,
la voz de los cuarteles hubiera sido ciegamente acatada. Pero
herir aquella cabeza pulquérrima e inmolar a aquel
inocente que carecía totalmente de ambiciones, le
pareció al déspota un crimen superior a su codicia.
Lo que había en el dictador de hombre recto, se
amotinó en su conciencia ante aquella monstruosidad
aterradora. El tirano optó, pues, por acogerse a la
iniciativa del ciudadano español Juan Abril, autorizada
con las firmas de sesenta y ocho padres de familia, en la que se
pedía que la pena capital se conmutara por la de
extrañamiento perpetuo: la inocencia de Duarte
sirvió probablemente en esta ocasión de escudo a
sus demás compañeros. El 22 de agosto hizo dictar
Santana la sentencia de expulsión. En el cuerpo de ese
documento se declara que, «aunque las leyes en vigor y las
de todas las naciones han previsto la pena de muerte en iguales
casos», el gobierno había preferido a ese recurso
extremo el de extrañamiento perpetuo, tanto por razones
«paternales» como por «otros motivos de equidad
y consideración». En estas palabras, parte esencial
de la sentencia ominosa, aparece reflejada la simpatía
que, a pesar suyo, sintió por Duarte el general Santana.
Hombre de pocos escrúpulos, cuando su interés se
hallaba en causa, el hatero tenía necesidad de librarse
del apóstol, el único personaje que podía,
gracias a la autoridad de su pureza, entorpecer en el futuro la
ejecución de su programa reaccionario. Era indispensable
sacrificar esa víctima para que todo quedase en el
país rebajado al nivel moral que el déspota
necesitaba para su obra de captación y de dominio. Pero la
medida no desmiente los sentimientos que el Padre de la Patria
inspiró durante su primer encuentro en marzo de 1844 al
estanciero de «El Prado». Santana, en efecto, es
hombre frío que obedece a sus cálculos y no a
impulsos sentimentales. Egoísta hasta la
exageración y dotado desde la infancia de una voluntad
implacable y codiciosa, no vaciló un momento entre el
respeto que pudo merecerle Duarte y la necesidad en que se vio de
hacer pasar sobre la juventud y el porvenir del gran
repúblico el carro ya incontenible de su ambición
triunfante. El día 10 de septiembre fue Duarte conducido
nuevamente al muelle entre dos filas de soldados. Su
constitución se había alterado seriamente con la
humedad del calabozo, donde se le mantuvo desde que llegó
de Puerto Plata. Las fiebres contraídas en el Cibao
habían vuelto a hacer presa en su organismo gastado por
las vigilias y las persecuciones. Para hacer el trayecto entre la
fortaleza y el embarcadero del Ozama le fue necesario apoyarse en
los brazos de su hermano Vicente y de su sobrino Enrique. Cuando
abordó el bote que debía conducirlo a la nave que
se le destinaba para el viaje a Hamburgo, se despidió de
Vicente Celestino y del hijo de éste, ambos condenados a
sufrir la sentencia de extrañamiento en los Estados
Unidos. El último pensamiento del proscrito al dejar las
riberas nativas fue para su madre y para sus hermanas, quienes
quedaban en la indigencia y acaso expuestas a vivir de la caridad
pública por culpa de la locura patriótica del joven
repúblico, que a la edad de 31 años iba a recorrer
por segunda vez las playas del destierro.

La
renuncia

Por segunda vez realizaba Duarte aquella
travesía. La primera vez abandonó el suelo nativo,
todavía casi adolescente, para ampliar sus estudios de
humanidades en Europa. Entonces había dejado una bandera
intrusa flotando sobre la heredad de sus mayores, y juró
volver pronto para arriarla y poner en su lugar otra que ya
empezaba a tomar cuerpo en sus sueños. Ahora,
emprendía esa misma ruta y atravesaba nuevamente el
Océano dejando atrás la bandera que se había
propuesto crear para la patria aún en esperanza.
Había cumplido su promesa y podía sentirse
satisfecho de sí mismo. Cuando la embarcación que
lo conduce a Alemania, bajo partida de registro, abandona el
Ozama y sale al mar abierto, el proscrito contempla con ojos
húmedos la enseña que ondea sobre la Torre del
Homenaje y piensa, con melancólico orgullo, que la cruz
que él mismo hizo poner, por quién sabe qué
inspiración misteriosa, en el centro de ese
pabellón hermosísimo, fue puesta allí para
que sirviera un día de símbolo a su vida
crucificada. El pensamiento ¿leí sacrificio, que
nunca dejó de acompañarle, ni siquiera en las horas
brevísimas en que sus compatriotas le dieron a paladear el
triunfo, se convertía bajo el imperio de estas reflexiones
en una sensación de dulzura. ¡ Qué
podía importarle que lo arrojaran como a un malhechor de
la tierra por él emancipada; qué podía
importarle, si atrás quedaría su bandera, la
bandera de la cruz, ondeando libremente sobre la cabeza de los
mismos que habían dictado contra él la orden de
extrañamiento perpetuo! ¿No era esa una
compensación que excedía a cuanto hizo por la
libertad y por el bien de sus conciudadanos? Mientras el barco
avanzaba, y la bandera era un punto apenas en el horizonte,
Duarte miró por última vez aquella mancha de color
que casi se esfumaba en lontananza, y se sintió superior
al odio, superior al resentimiento, superior al pecado.
Más de cuarenta días y de cuarenta noches
navegó la nave antes de entrar en el puerto de Hamburgo
con los proscritos. La larga travesía sirvió al
apóstol para entregarse con toda libertad a sus
meditaciones. Cuando la tripulación dormía y un
silencio grandioso bajaba hasta el Océano desde el cielo
estrellado, el viajero gustaba de sentirse solo entre las dos
inmensidades. En una de esas noches de soledad, todavía
envuelto por la tibia atmósfera de los mares del
trópico, trasladó a su cuaderno de viaje los
mejores versos que de él se conservan, pobres de
entonación y tan débiles como el gemido de un
pájaro o como la caída de una hoja en un
jardín de otoño, pero llenos de una vaga nostalgia
y como escritos a la luz de la más pálida de las
estrellas que en el momento de componerlos brillaban sobre su
cabeza:

Era la noche sombríay de
silencio y" de calma; era una noche de oprobio para la
gente de Ozama;

noche de mengua y quebrantopara la
patria adorada, y el recordarla tan sólo el
corazón apesara

Ocho los míseros eranque mano
aviesa lanzaba en pos de sus compañeros hacia la
extranjera playa.

Ellos que al nombre de Dios,Patria y
Libertad, se alzaran;Ellos que al pueblo le dieron la
independencia anhelada, lanzados fueron del suelopor cuya
dicha lucharan;proscritos, sí por traidores los que
de lealtad sobraban:se les miró descender a la ribera
callada, se les oyó despedirse, y de su voz
apagada yo recogí los acentos que por el aire
vagaban.

Estos versos, que nunca fueron publicados en vida del
mártir, contienen la única recriminación
dirigida por Duarte a sus verdugos; y, como se advierte de su
simple lectura, la protesta, si se puede dar ese nombre a los
renglones citados, tiene un dejo de melancolía y le
salió bañada en lágrimas. Nótese
aún el carácter impersonal que predomina en la
poesía y que se acentúa sobre todo en los
últimos versos de esta meditación
quejumbrosa:

Se les miró descender a
la ribera calladase les oyó despedirse, y de su voz
apagada yo recogí los acentosque por el aire
vagaban.

La resignación de Duarte llega hasta el extremo
de no verter su dolor en alusiones contra personas
determinadas:

Ocho los míseros eranque mano
aviesa lanzabaen pos de sus compañeros…

Lo que caracteriza al Padre de la Patria es precisamente
la elevación de su alma, que no abrigó nunca
sentimiento de venganza alguno. La historia no conserva una sola
carta suya en que el resentimiento asome su cara descompuesta y
rencorosa. Sobre la altura moral en que respira esta conciencia,
una de las más limpias que el mundo ha conocido, los
sentimientos nacen purificados por una especie de aire celestial
como las flores que crecen en la cima de los picachos. La
historia dominicana, en la que ha habido santos irascibles como
el Padre Billini y santos vengadores como Monseñor de
Meriño, no ofrece otro ejemplo de un hombre que haya
tenido semejante imperio sobre sí y sobre sus pasiones.
Desde la cumbre de su inmensa serenidad, de su resignación
increíble y de su mansedumbre ilimitada, Duarte contempla
a los hombres con un inagotable sentido de indulgencia. Santana,
severo como un familiar del Santo Oficio y sanguinario como un
tártaro, sólo le resulta abominable cuando trabaja
para menoscabar la independencia de la patria o cuando de pie
sobre su trono de despotismo vierte sangre, sangre inocente o
culpable, pero sangre dominicana.

Muchas noches después de haber sentido en su alma
el frío de la ausencia, pero antes de que las primeras
ráfagas heladas le anunciaran la proximidad de Hamburgo,
Duarte llega con una resolución heroica al final de sus
meditaciones. El barco que lo conduce no ha caminado sobre el mar
con tanta prisa como esa otra nave interior que navega sobre su
alma y que lo lleva hacia el puerto donde sus inquietudes
lograrán el reposo definitivo y donde nunca más
verá encresparse a sus pies el oleaje de las pasiones
amotinadas. Su decisión está ya definitivamente
adoptada: plantará su tienda, su pobre tienda de peregrino
arruinado, bajo cielos remotos, adonde no llegue el eco de las
disputas de los hombres y adonde nadie pueda ir en su busca para
lanzarlo otra vez como una manzana de discordia en medio de sus
conciudadanos. Si Hamburgo pudiera ser sitio apropiado para
sepultar su vida, se quedaría allí como una cifra
destinada a borrarse entre las muchedumbres de la ciudad
populosa. Con ese pensamiento desembarca en la urbe teutona. En
compañía de Juan Isidro Pérez y de los 
hermanos Félix y Monblanc Richiez, dirige sus pasos hacia
la modesta «casa de marineros» que servirá de
albergue en aquel suelo extraño a los proscritos. Duarte
se ve pronto obligado a desechar la idea de permanecer en Europa.
El invierno se anuncia con crudeza y los viajeros disponen apenas
de algunas prendas de Vestir impropias para el clima. No es
fácil, por otra parte, obtener trabajo en aquella ciudad
llena de movimiento en que los desterrados echan de menos la
cálida acogida de las poblaciones latinas con su
hospitalidad generosa. Ninguno de ellos posee la lengua, lo que
dificulta aún más sus movimientos y lo que los
obliga a permanecer aislados en medio de la Babel helada.
Mientras se pasean diariamente por el puerto, en busca de una
embarcación que los conduzca de nuevo a tierra americana,
Duarte ve transcurrir con horror los días grises del mes
de noviembre, muy frío ya para los cuatro hijos del
trópico, y para el apóstol más que para
nadie, demasiado triste con los árboles desnudos y con las
hojas caídas como las alas de su esperanza.
El 30 de octubre, apenas cuatro días
después de su llegada a Alemania, Juan Isidro Pérez
y los hermanos Félix y Monblanc Richiez emprenden el viaje
de regreso a América. Duarte, víctima otra vez de
las fiebres pertinaces que ha traído de las regiones
tropicales, se ve constreñido a permanecer solo en la
pensión que ha escogido en plena zona portuaria. Ya
el de noviembre, sin embargo, abandona el
lecho y se dirige, como invitado de honor, a un banquete que
aquel día ofrece en la «Logia Oriente» la
masonería hamburguesa. La hermandad masónica le
franquea la simpatía de los asistentes, y algunos,
condolidos de la situación del desterrado, se ofrecen a
hacerle amable su estancia en la urbe tudesca. Uno de los amigos
que ha ganado en la «Logia Oriente», el señor
Chatt, lo instruye en las nociones más indispensables de
la lengua alemana. Sus conocimientos en latín y en varios
idiomas vivos, le facilitan el nuevo aprendizaje. Con otro de los
amigos que ha logrado gracias a la masonería, recorre de
un extremo a otro la ciudad y visita sus monumentos
artísticos y sus plazas ornamentales. Todavía
emplea el tiempo que le sobra en ampliar los estudios de
Geografía Universal que había comenzado algunos
años antes en los Estados Unidos. El 15 de noviembre se le
presenta la oportunidad de salir también con rumbo a
América. El proscrito abandona a 11am-burgo
acompañado, como él mismo ha dicho, «del
recuerdo de los que lo honraron con su amistad». En las
tierras hacia donde se dirige espera hallar, por lo menos, fuera
de un clima más benigno y de un cielo semejante al de su
país nativo, aquel calor de humanidad sin el cual se le
haría insoportable el destierro. El día 24 de
diciembre desembarca en Saint Thomas, y allí se
reúne con algunos de sus antiguos compañeros,
conde- nados como él a vivir en suelo extraño, y
recibe informes sobre los últimos acontecimientos del
país y sobre las tropelías que en menos de un
año de gobierno ha cometido el general Santana. En esta
colonia inglesa leyó el discurso en que Bobadilía
lo describe como «un joven inexperto», cuyos
servicios a la patria podían tildarse de ignorados.
Allí recibió también la primera noticia
sobre el destierro de su anciana madre y de toda su familia,
decretado con increíble saña por el dictador, que a
la sazón ejercía apenas el noviciado del
despotismo, pero muchos de cuyos actos anunciaban ya. la crueldad
que desplegaría para mantener su preeminencia por
más de veinte años en el orden de las
jerarquías oficiales. Los expulsos que rodean a Duarte en
Saint Thomas tratan de despertar en el corazón del
apóstol sentimientos de odio y de venganza contra Santana
y Bobadilla. Algunos le aconsejan que pacte con una potencia
extranjera y vuelva al país al amparo del pabellón
de Francia o con la ayuda de España. Duarte oye tales
insinuaciones con amargura, y adquiere la impresión de que
todos los expulsos, aun los que más alardean de su
patriotismo, «sólo tratan de favorecer sus
intereses», y de que en realidad nadie piensa en la patria.
La noticia que recibe, en los primeros días de marzo, en
la Guaira, sobre el fusilamiento de María Trinidad
Sánchez, inmolada el mismo día en que se
conmemoraba el primer aniversario de la independencia, acaba por
inspirarle hacia la política una repugnancia invencible:
«Mientras yo rendía gracias .a la Divina Providencia
en mi inicuo destierro -escribe aludiendo a la inmolación
de la heroína-, porque me había permitido ver
transcurrir un año sin menoscabo de esa libertad tan
anhelada, en mi ciudad natal santificaban los galos ese memorable
día arrastrando cuatro víctimas al patíbulo
y cubriendo de sangre y de luto los amados
lares.»

Para el apóstol ha llegado, pues, la hora de las
grandes renunciaciones. Con el propósito de apartarse
definitivamente de toda actividad política, y de evitar
que su nombre fuese escogido como enseña por una de las
facciones en que en lo sucesivo se presentaría dividida la
opinión de sus conciudadanos, resuelve retirarse al
desierto de Río Negro, en lo más áspero y
escarpado de la cordillera andina, donde le fuera imposible todo
comercio con el mundo. Durante casi veinte años
vivirá allí tremendamente solo, sepultado en plena
juventud bajo la losa del olvido. Esta es la hora suprema de la
vida de Duarte. Por medio de un ascenso gradual en la escala de
las abnegaciones, ha llegado a la santidad casi absoluta y
renuncia definitivamente a todo: no sólo a toda
ilusión de poder, a todo sueño de grandeza y a toda
esperanza de gloria o de fortuna, sino también hasta al
derecho de vivir en medio de los hombres.

Proscripción de Doña Manuela y
sus hijos

El destierro de Duarte y de su hermano Vicente
quebrantó la salud de doña Manuela. La pobre madre,
mujer extraordinariamente sensitiva, se sentía incapaz de
soportar aquella separación inesperada. Siempre
había alimentado la esperanza de que con la
liberación del país retornaría-a su hogar la
tranquilidad que perdió desde la vuelta de su segundo hijo
de la ciudad de Barcelona. Pero su esperanza se desvaneció
cuando el presbítero José Antonio Bonilla le
anunció, el día 2 de septiembre de 1844, que Duarte
se hallaba en la cárcel y que el ejército del Sur
pedía con encarnizamiento su cabeza. La
constitución física, ya muy decaída, de la
anciana se rindió ante aquel golpe que echaba por tierra
sus más dulces ilusiones. Desde aquel día
quedó reducida al lecho, y fue necesario que sus hijas le
prodigaran los cuidados más tiernos para impedir que su
postración fuese definitiva. Cuando se levantó, con
la frente más pálida y los ojos más tristes,
ya sus hijos habían salido para el exterior bajo partida
dé registro. Pasaron entonces largos meses sin que se
recibieran noticias de los desterrados. Las primeras cartas
llegadas al hogar eran de Vicente Celestino., quien apenas
refería que Juan Pablo debía probablemente
encontrarse en Saint Thomas y que no parecía abrigar
intenciones de volver por mucho tiempo al territorio nativo.
Hablaba de los besos enviados a la madre y a las hermanas cuando
se despidieron en el puerto del Ozama, pero no aludía a
proyectos políticos de ningún género a los
cuales pudiese hallarse vinculado el nombre del proscrito. Los
amigos del apóstol, desterrados también por la
sentencia del 22 de agosto, habían a su vez retornado a
América, y desde Curazao y otras islas vecinas
dirigían clandestinamente al país proclamas
revolucionarias. Para la realización de sus planes
utilizaban todos los medios a su alcance. Sus exhortaciones
patrióticas se dirigían a cuantas familias pudieran
prestar algún apoyo a los proyectos sediciosos que
alimentaban contra la tiranía de Santana. Algunas de esas
misivas políticas fueron enviadas a doña Manuela
Diez y a sus hijas, a quienes suponían naturalmente
interesadas en el retorno del libertador al suelo por él
emancipado. Las autoridades se incautaron de algunos de aquellos
papeles comprometedores, y el déspota, temeroso de que el
nombre de Duarte fuera empleado para promover una rebelión
contra su dictadura, dio orden de expulsar también a
doña Manuela y a todos los demás miembros de la
familia del Padre de la Patria.

La inicua resolución fue cursada por vía
policial y transmitida a las víctimas con sequedad
draconiana: «Siéndole al Gobierno notorio
-decía a doña Manuela el señor Cabral
Bernal, Secretario del Despacho de Interior y Policía en
carta de fecha de marzo de 1845-, por
documentos fehacientes, que es a su familia de usted una de
aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de
contrarrevolución e instrucciones para mantener el
país intranquilo, ha determinado enviar a usted un
pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que
a la mayor brevedad realice su salida con todos los miembros de
su familia, evitándose el gobierno de este modo de emplear
medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública
en el país.» La orden de expulsión
desconcertó a toda la familia. Nadie esperaba que Santana,
hombre sin caridad y más severo que un inquisidor, llevara
hasta ese extremo la antipatía que cobró a la madre
del apóstol.

La pobre viuda, familiarizada desde hacía tiempo
con el sufrimiento, tuvo la impresión de que le
faltarían fuerzas para resistir un viaje de varios
días en una de las embarcaciones que se utilizaban para el
poco comercio a la sazón existente entre Santo Domingo y
las costas venezolanas. Pero las mujeres eran al fin y al cabo en
aquella casa quienes parecían dotadas de fibras más
heroicas y más extraordinarias. Filomena, Rosa y Francisca
Duarte se sobrepusieron al nuevo infortunio con rara entereza de
ánimo. Sólo don Manuel, el menor de los hijos
varones habidos en el matrimonio de Juan José Duarte con
doña Manuela Diez, sintió su razón amenazada
por el conflicto en que se colocaba a la familia. La carta del
ministro Cabral sacudió hasta lo más intimo su
sensibilidad enfermiza. Todo aquel día lo pasó
poseído por una extraña excitación nerviosa
y a sus ojos asomaron los primeros destellos de la locura que
debía sumergir en lo sucesivo su vida en una noche
anticipada. Ante la situación de salud de don Manuel, la
madre y las hermanas del apóstol intentaron tocar en vano
a las puertas del corazón de Santana. El Arzobispo, don
Tomás de Portes e Infante, acompañado del
presbítero don José Antonio Bonilla, fiel amigo de
la familia Duarte, y de don Francisco Pou y otros distinguidos
ciudadanos, se dirigió a la Junta Central Gubernativa en
solicitud de clemencia. Tomás Bobadilla, mano derecha del
déspota hasta ese momento, recibió con
desdeñosa frialdad al ilustre prelado y a sus
acompañantes. «La orden -dijo el antiguo colaborador
de Boyer- no puede ser revocada porque al gobierno le consta que
las hermanas de Duarte fabricaron balas para la independencia de
la patria y quienes entonces fueron capaces de tal empresa, con
más razón no dejarán ahora de arbitrar
medios para la vuelta del hermano que lloran ausente.» Esta
respuesta de Bobadilla, digna de su corazón y de su
cabeza, puso fin a la entrevista. La residencia de doña
Manuela Diez fue sometida desde aquel día a una vigilancia
más severa. El coronel Matías Moreno, quien
había sido miembro del Estado Mayor de Duarte cuando
éste fue nombrado por la Junta Central Gubernativa jefe de
uno de los ejércitos expedicionarios del Sur,
recibió el encargo de rondar la casa y de mantenerla a
toda hora custodiada. Todo un batallón se destinó a
este servicio de espionaje.

El encargado de esta ingratísima tarea,
desobedeciendo las órdenes de Bobadilla y del ministro
Cabral Bernal, hizo cuanto estuvo a su alcance para suavizar la
odiosa medida de la policía de Santana. Matías
Moreno había sentido por Duarte, desde los días en
que ambos convivieron en el campamento de Sabanabuey, una
admiración respetuosa. Conservaba con orgullo una de las
charreteras del Padre de la Patria, y en lo más profundo
de su corazón sentía una invencible repugnancia en
servir de instrumento para la persecución de la inocencia.
Fingiendo hallarse interesado en adquirir parte de los muebles de
las desterradas, Matías Moreno se acercó a
doña Manuela y le hizo saber que había aceptado la
misión de vigilarla para constituir-se en guardián
de su vida durante el tiempo en que aún permaneciera en
suelo dominicano. La puso en guardia contra uno de los vecinos,
espía comprado por el gobierno, y recomendó a la
ilustre anciana y a sus hijas que abandonaran todo temor y
permanecieran tranquilas en sus habitaciones. Conmovida por esta
prueba de amistad, la única que recibió durante su
amargo cautiverio, la familia de Duarte se mantuvo recluida en su
hogar hasta que se le ofreció la ocasión de salir
con rumbo a Venezuela. En compañía de sus hijas
Filomena, Rosa y Francisca, y de su hijo Manuel, quien ya
había perdido del todo el uso de la razón,
emprendió la anciana el viaje, el último que
debía hacer en el resto de su vida, la tarde del 19 de
marzo de 1845.

Desde la goleta que debía conducir a la Guaira a
las infelices desterradas, doña Manuela y sus hijas
oyeron, no sin cierto júbilo que en otras almas menos
puras hubiera parecido un sarcasmo, los ecos de la
algarabía con que en esa misma fecha celebraba la ciudad
el triunfo de la patria en los campos de Azua. Manuel, el pobre
idiota que pagó con la pérdida de su razón
la injusticia que se consumaba aquel día,
acompañó también los vítores a
Santana con una risa enigmática, como suele serlo la de
todos los seres a quienes ha envuelto el misterio de la locura.
El 6 de abril de 1845 abrazó Duarte, en el muelle de la
Guaira, a su madre y a sus demás parientes. Al sentir en
su rostro los labios de la anciana percibió en aquel beso
el frío de la muerte, que ya tenía señalada
aquella cabeza predilecta del infortunio, y por la primera vez en
su vida dirigió la cara al cielo para pedir «a ese
Dios de justicia» el castigo de los autores de «tanta
villanía». Doña Manuela y sus hijos se
establecieron en la ciudad de Caracas. Duarte prefirió ir
a probar fortuna en el interior de Venezuela. Ejerció
durante algún tiempo el comercio en distintas poblaciones
de la costa del Caribe y luego se internó por el Orinoco
en las zonas más apartadas del territorio venezolano.
Vagó errante por espacio de muchos meses. Una
extraña sed de peregrinación se apodera de
él en este tiempo. Camina sin rumbo fijo y parece
arrastrado por el deseo de substraer-se de toda
comunicación humana. Cuando llega a Río Negro,
aldea enclavada en plena selva, se resuelve a plantar su tienda
en medio del desierto, donde nadie sea capaz de descubrir sus
rastros ni de intentar ponerlo de nuevo en contacto con el mundo.
Para él ha llegado la hora de la soledad, la hora de la
expiación, y se dispone a apurar tranquilamente su
cáliz viviendo encerrado dentro de si mismo como un monje
en su celda.

Veinte
años en el destierro

Negro es una pobre aldea de indígenas situada en
la raya que por la parte del Orinoco divide al Brasil de
Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con
sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes
el valle escondido sobre la altiplanicie y aíslan
prácticamente a los pocos seres que allí viven de
todo contacto con la civilización humana. El
caserío paupérrimo> compuesto de construcciones
primitivas que se amontonan en desorden en el recodo donde el
terreno ofrece menos dificultades para el tránsito,
permanece durante las noches .expuesto a las incursiones de las
fieras y en el día tiene el aspecto de un oasis montaraz
convertido en una aldea de pescadores. La mayoría de la
gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para
vivir miserablemente y los que no se dedican a la cacería
o al pastoreo en los sitios que no han sido arropados por la
selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales
salvajes como ocupación cotidiana. El villorrio carece de
escuelas y su única comunicación con el resto del
país se realiza a través del río en
embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos
más industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de
mulo un correo que trae algún periódico para la
autoridad del lugar y que constituye el único contacto que
una o dos veces en el año tienen con el mundo los humildes
habitantes de este caserío olvidado. El paisaje
circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la
cercanía de la selva le imprime a todo cierto encanto de
naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse
algunos pasos en el mar de árboles entrecruzados que a
poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre la
tierra con un manto de verdor, para arrobarse en la
contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los
más extraños matices, arbustos de todas las formas
y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones
a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por
dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante
al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando
todavía la tierra, de reciente hechura, no había
sido manchada por las pasiones de los hombres.

En este codo de los Andes se reclutó Duarte
en 1845. Durante doce años
permanecerá en ese desierto casi sin comunicación
alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo
durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y
olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios
sobre las actividades del apóstol en este período
de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su
diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida
tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual
monotonía. La población de Rio Negro, durante la
época en que allí se recluye el desterrado,
está constituida por gente rústica que carece de
toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva
envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La
vida no es" difícil en este rincón remoto, y a ello
contribuye no sólo la extrema simplicidad de las
costumbres, sin más exigencias que las estrictamente
primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza
del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que
permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos comunes.
Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su
espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor
pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción
que el apóstol suministra a la niñez de la aldea,
le permiten compartir sus escuálidos medios de
subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto. La
estancia en Río Negro constituye por sí sola una
prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el
sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el
apóstol, quien había sido rico y había
disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida
civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del
placer espiritual de la conversación con personas de la
misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta
temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio
de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria,
llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de
perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes
penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida
entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la
carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia
y en resignación al solitario de Río Negro. Si la
verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer
completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano
alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación
resulta todavía más grande cuando se piensa que el
aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un
sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera
quedado en su alma, cuando tomó esa resolución
heroica, algún rezago de ambición o algún
resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el
exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna
vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera
salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez
llamó en 1848 a los próceres desterrados por
Santana y garantizó su retorno con un decreto de
amnistía. Otros caudillos de la causa separatista,
"más impacientes o de corazón menos austero,
volvieron al país tan pronto desapareció Santana
del poder y participaron con voracidad en el reparto de las
jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del
departamento de Santo Domingo en la administración que
sucedió a la del déspota que hizo dictar la
sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse
activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por
largo tiempo sumieron al país en la anarquía.
Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro.
Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en
las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la
división y a la discordia tomando partido en la pugna de
los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso
es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura
que ha existido en la República; por eso es él el
idealista integérrimo, el varón de vida inculpable
que llevó con más dignidad su martirio y que
más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre
está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía,
a las concupiscencias humanas.

Duarte y San
Gervi

En una de sus peregrinaciones por el Orinoco,
conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví,
misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio
solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi
inhabitadas. El prócer dominicano impresionó
favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas
casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad
profunda, sellada por una simpatía recíproca, que
se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos. San
Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue
acaso el único hombre que penetró en el fondo de
esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama
patriótico de Duarte enterneció al misionero
portugués, que se propuso> desde el primer día,
atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al
seno de la religión. El misticismo del prócer
dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a
su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu
elevadísimo de San Gerví, quien poseía una
vasta ilustración y era, además, una inteligencia
asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote
al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un
sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano.
Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y
aquí reanuda sus pláticas con San Gerví,
quien le enseña el portugués y lo familiariza con
los misterios de la Teología y de la historia sagrada.
Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi
irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento
de que todavía podía ser útil a su
país le aparta en esta ocasión del camino de la
Iglesia. La muerte de San Gerví, acaecida en las
postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón
del proscrito. Durante estos últimos años, se
había habituado Duarte a la comunión diaria con el
virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral,
único alivio de su ya largo destierro, se despierta en
él súbitamente el deseo de regresar a la
civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso
imprevisto, el cual coincide de modo providencial "con su nuevo
estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a
establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes,
enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben
desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la
entrega de Santo Domingo a España», así como
la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El
Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se
levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció
el decreto de amnistía dictado por el presidente
Jiménez a raíz de la primera caída de
Santana.

Otra vez en medio
de los hombres

El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la
capital venezolana. Venía prematuramente. envejecido por
su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los
cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto
venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso
extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la
soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que
hacia la cara de los hombres. Monseñor Arturo de
Meriño, quien lo conoció en esta época,
habla de la impresión que le causó la figura del
apóstol, transformada por veintiún años de
soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se
abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los
males «que había sufrido y sufría entonces
con mayor intensidad la patria de sus sueños». En
Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino.
Pasadas las primeras efusiones, provocadas por más de
cuatro lustros de separación, hablaron extensamente de
cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia
del fundador de La Trinitaria, entre las tribus todavía
semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se
cierra con la narración de los acontecimientos que se
registraron en la República a raíz de la
anexión a España, y con patéticas
referencias a la tragedia de «El Cercado». Dentro del
dolor que le causa la destrucción de su obra, Duarte
siente renacer su optimismo y confía en el desquite,
anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del
coronel Juan Contreras y la sangre vertida inexorablemente en San
Juan, prueban que el país no ha perdido el amor a sus
libertades y que la anexión, lejos de responder a un
verdadero estado de conciencia nacional, procede de los mismos
grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la
independencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la
traición, ¿ no había pertenecido a la
falange de los afrancesados? Los amigos que haya Duarte en la
ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas
patrióticas le aconsejan moderación en sus planes y
lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida
privada.

El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de
ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a
Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración,
le ofreció un destino público en el Ministerio del
Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de
que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para
adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece
acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad
patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en
favor de los proyectos que abriga el apóstol para:
promover en su propio país un nuevo movimiento de
opinión contra el dominio extranjero.

El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece
el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan
Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no
morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus
vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales
figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que
había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo. Otros
consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosfa, le
instan a que acepte la dominación española y a que
ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente
consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como
fundador de la República Dominicana. El ex presidente
Buenaventura Báez, quien se había plegado a la
realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía,
había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de
Campo español, distinción que también
podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste
renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el
hecho ya consumado. «Y no faltó -dice el propio
Duarte- quien se atreviera a decirme que mis hermanos
saldrían entonces del estado de privaciones en que me
encontraba yo mismo.»

Tales insinuaciones no podían hallar cabida,
desde luego, en el corazón de un hombre que acababa de
llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores
años de su juventud para no incurrir en un acto indigno de
su obra ni en una apostasía. «En lugar de la
opulencia que podía degradarme -escribe el apóstol
refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se
hicieron para atraerlo al bando de los anexionistas-,
acepté con júbilo la amarga decepción que
sabía me aguardaba el día en que no se creyeran ya
útiles mis cortos servicios.» Mientras estos
consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de
la monarquía española en Caracas, redoblan sus
maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de
Duarte, tratando de explotar inicuamente su miseria y de
apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil y
tan arruinada como su organismo físico, el apóstol
permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla nativa. El 20 de
enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un tío del
Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega
al prócer una carta en que Juan Isidro Pérez de la
Paz, uno de los fundadores de «La Trinitaria», le
dirige el siguiente reclamo: «Santo Domingo desea saber de
ti.» La carta del viejo trinitario, tal vez el más
amado de sus discípulos, renueva en el espíritu de
Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone
vivamente ante su imaginación el cuadro de las luchas
pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes
autobiográficos, el Padre de la Patria evocará con
las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: «Mi
amigo tan querido como desgraciado.» Pocos días
después el apóstol visita en su residencia al
doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón,
presidente de los Estados Unidos de Venezuela.

Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en
la conversación oportunas referencias a su país,
sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia
con que su patria necesita de la ayuda de los hombres que en
otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales. El doctor
Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones
hábilmente intercaladas entre  palabras de sentido
vulgar y frases de cortesía. Cuando al día
siguiente se traslada a la modesta casa en que reside el
apóstol, con el propósito aparente de corresponder
a su visita, el médico venezolano le reitera sus
simpatías por la causa de la libertad dominicana, y
espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el
presidente Juan Crisóstomo Fakón, descendiente de
uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea
fácil convencer para que secunde con armas y dinero los
proyectos de Duarte encaminados a redimir por segunda vez su
patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el
mes de enero, Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer
es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista hizo
concebir al, apóstol las esperanzas más
halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de mano
recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias
de un gobernante de pensamiento democrático, no hizo
promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor
a la independencia de los pueblos de América con cierta
rimbombancia calurosa. Los meses pasan, sin embargo, con lentitud
desesperante; y Duarte, mientras tanto, «permanece en la
expectativa y devorado de impaciencia».

El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le
envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las
primeras líneas aluden al «Decano de los
libertadores de Santo Domingo» y al «primer general
en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta
comunicación trae las últimas noticias de la isla
nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo,
tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el
brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente
contra la dominación española; los ánimos,
particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid,
apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la
Línea Noroeste, en donde parece que se está
gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las
siguientes palabras: «No sé de qué manera
honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a
contribuir a la salvación de nuestro heroico
país.» Entre el mes de marzo y el mes de octubre,
Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes
al general Falcón para que le haga efectivas las promesas
que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas
halagüeñas» que le acompañaron entonces
al salir del «Palacio de Miraflores» empiezan a
enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más
oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del
prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume
en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro
Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros
días del mes de octubre. Desde Coro, el viejo trinitario
le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el
16 de agosto una rebelión que parece contar con más
fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito
Monción, debida a instigaciones del propio brigadier
Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la
revolución cuenta con ramificaciones en todo el
país y que avanza en todas las provincias del Cibao con
fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a
Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el
patriotismo de la nueva generación: Manuel
Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de
Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a
Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser
presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío,
aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante
los veinte años en que el nombre de Santana llenó
el país como un clamor guerrero, se aproximó al
apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina
venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer
encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro
Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con
el  general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la
influencia política de que dispone este caballeroso
soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de
Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente
Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que,
merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió
Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de
mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en
manos del coronel Manuel Rodríguez
Objío.

Con este dinero intentó el apóstol enviar
a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano
Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno
revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición
de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las
armas restauradoras, durante los primeros meses del año
1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve
trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para
luchar al lado de sus compatriotas". El 16 de febrero emprende
viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su
hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel
Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario
venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta
«Goid Munster», contratada en el puerto
curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos,
condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas,
donde el buque arribó el 10 de marzo, después de
haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la
pericia de su capitán, el señor José S.
Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra
español que intentó darle caza. El cónsul de
España en Caracas, informado de la salida del Padre de la
Patria, trató de que el «África»,
bergantín perteneciente a la escuadra española de
las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se
temía, con razón, que la influencia moral del
caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los
destinos de la revolución y entorpeciera, además,
las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de
concertar un acuerdo para la solución del conflicto con
los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano
español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a
conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de
las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al
prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de
Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de
marzo. El general Benito Monción, jefe militar de la zona,
festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte. Manuel
Rodríguez Objío consigna en sus
«Relaciones», al referirse a este suceso, que el
pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de
aquel momento mayor confianza en el triunfo de la
restauración, porque el arribo del fundador de la
República significaba «el primer concurso moral que
la patria recibía del extranjero».

En tierra
dominicana

Después de más de veinte años de
ausencia pisó Duarte, al fin, tierra dominicana. Le
tocó, por una nueva burla del destino> desembarcar en
las playas del norte del país, lejos de su pueblo nativo,
donde estaban la casa de su niñez y el parque
mañanero en que distrajo las horas de la Infancia. Pero
para su patriotismo sin límites, para su corazón
sin estrecheces, todo aquel suelo era igualmente querido. Su
emoción subió de punto cuando el 26 de marzo de
1864, un día después de su llegada a Montecristi,
emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de
los sitios históricos desde donde fueron repelidas las
invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el
torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos
días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta.
Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban
aún el paso del ejército peninsular en retirada.
Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras
secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta
años parecía el de un sexagenario; pero la vista de
aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma
del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su
cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue
así como el mismo día de su partida pudo llegar a
uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la
villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha.
En compañía del general Benito Monción,
quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta
al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje,
visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella,
reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por
fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra
al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes
de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo
de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios
días. Es ésta la primera impresión dolorosa
que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril,
todavía débil y consumido por la fiebre, sale de
Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del
gobierno provisional, y tres días después se
presenta ante las autoridades revolucionarias en
compañía del comandante Oquendo y de los
próceres que han compartido su odisea desde territorio
venezolano. El repúblico Ulises Espaillat, quien a la
sazón reemplazaba a Ramón Mella en la
vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de
recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras
llenas de efusión patriótica.

Duarte reiteró al representante del Gobierno
Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo
envió desde Guayubín a los directores de la
revolución, en la cual expresaba que su regreso al
país, después de haber «arrostrado durante
veinte años la vida nómada del proscrito»,
obedecía al propósito de correr «todos los
azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la
grande obra de la Restauración Dominicana».
Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en
la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba
así los sentimientos del gobierno provisional hacia el
recién llegado: «El gobierno provisorio de la
República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de
usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a
continuación de las gestiones realizadas en Caracas para
obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al
movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos
justificativos de la inversión de la suma de mil pesos
recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y
sugirió que se designase al señor Melitón
Valverde como agente diplomático del gobierno de la
Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las
referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y
sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban
las autoridades de aquel país con respecto ala causa
dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la
conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una
misión diplomática confidencial ante los gobiernos
de varios países sudamericanos. Nueve días
después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte
recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido
por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión
secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que
se le proveerá rápidamente de las credenciales de
rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren
necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud
irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones
recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los
males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una
nueva travesía en tales condiciones, tendrá que
exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos
que se pusieran a su disposición para el
viático».

En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo
Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones
Exteriores, se declara, pues, incapacitado física-mente
para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece
poner a disposición de la persona que en su lugar se
designe, todos los informes y recomendaciones susceptibles de
facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo
que invoca en esa carta, su «falta de salud», lo que
late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar por
algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas
veinte días que pisó tierra dominicana, gracias a
que «el Señor allanó sus caminos»; y ya
se le quiere lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus
servicios podrían "ser más útiles fuera del
país que en el teatro donde éste está
labrando su segunda independencia, a las playas siempre
áridas del extrañamiento forzado. Más le
valdría caer, como el más oscuro de los soldados,
en los campos donde se está rehaciendo la patria.
Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre
la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo
la sombra del pabellón cruzado. Pero el calvario de Duarte
no había aún concluido. Dos días
después de haber escrito aquella carta llega a sus manos
un ejemplar del «Diario de la Marina»,
periódico que sirve desde La Habana los intereses de la
monarquía española. En esta edición del
viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de
supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes
del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente
urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del
ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no
obedecía únicamente al interés explicable de
los agentes de la monarquía de introducir la discordia en
las filas restauradoras. Mucho había de tendencioso en el
artículo del «Diario de la Marina», pero
también iba envuelto en el pasquín fabricado en
Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La
Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno
provisional encabezado por Salcedo.

Los jefes de la Restauración, hombres salidos de
las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero
incomparablemente más heroico que el de la lucha contra
Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia
entre ellos de un hombre en quien se personificaban los ideales
civiles de la República y en cuya fisonomía moral
aparecían tan enérgicamente simbolizadas las
instituciones. Este prócer, a quien se creyó muerto
y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte
años la losa del olvido, no sería probablemente un
rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo
pintaban como un hombre de vocación civil que
carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el
presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido
del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia
avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y
se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con
reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie
sabe si el día en que sea una realidad la victoria
conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y
no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y
profética, las multitudes vayan en busca de algún
santón civil para confiarle la dirección de la
República o se desvíen atemorizadas del
señorío militar para echarse en brazos de otro
señorío menos temible o menos arbitrario. En el
fondo de todas las luchas patrióticas, en el ambiente
subterráneo de todas las revoluciones, suele haber un
sentimiento democrático que sale a flote en el momento
oportuno. Cuando se consumó la independencia de 1844, los
promotores de ese ideal político, decididamente adversos
al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una
tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista que
en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido
bárbaro y ferozmente caudillesco en que degeneró
con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de
la especie difundida por la prensa de la monarquía
española. El libelo llenó su alma de amargura, y
despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44,
cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una
dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para
precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su
primera intención fue rasgar aquel pasquín
insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el
móvil de las acciones humanas, acertó a palpar
desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a
hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes
restauradores.

Sin vacilar un minuto más, tomó una de
aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su
entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de
abril, esto es, un día después de haber
leído el artículo del «Diario de la
Marina», dirige a Espaillat una carta en que le participa
su nueva decisión de aceptar la misión
diplomática que había resuelto confiarle el
Gobierno provisorio. Para que no se atribuyera un fin menguado a
su nueva actitud, ni pudiera ser utilizada para especulaciones
perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta
afirmación categórica: «No tomo esta
resolución porque tema que el falaz articulista logre el
objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y
aprecio me han dado y están dando el Gobierno y cuantos
jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es
necesario parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el
enemigo y neutralizar sus efectos.» Espaillat, vocero del
gobierno provisional, se apresura a dirigir al Padre de la
Patria, el 22 de abril, una nueva comunicación donde
confirma, a vueltas de muchas reticencias y de sospechosas
protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El
vicepresidente interino, como temeroso de que el apóstol
pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le
informa que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el
Gobierno había mandado «redactar los poderes
necesarios para que mañana quede usted enteramente
despachado y pueda salir el mismo día». La
Administración General de Hacienda del Gobierno
provisional puso a disposición de Duarte la suma de
quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se
cotizaba «al veinte por uno», y en el mes de junio
siguiente, salió el apóstol, investido con el
carácter de Ministro Plenipotenciario, para la
República de Haití, desde donde emprendió
viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la
travesía le acompañó el presentimiento de
que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos
no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la
patria tornara a ser libre, para él permanecería
vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida
le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya
muerto la seguiría amando desde la altura de su
iluminación: visionaria.

Ministro
Plenipotenciario del Gobierno de la
Restauración

El 28 de junio se reunió Duarte en Curazao con el
señor Melitón Valverde, investido también
con la calidad de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial
de la República Dominicana cerca de los gobiernos de
Venezuela, Perú y la Nueva Granada. Saint Thomas era
entonces punto de escala casi ineludible para los viajeros que
retornaban de Europa. y el apóstol consideró
necesario dirigirse a aquel puerto con el fin de interesar en sus
trabajos revolucionarios a algunos personajes que debían,
según sus noticias, detenerse en la isla, antes de
continuar viaje al continente. El señor Melitón
Valverde, provisto con cartas .de Duarte para el presidente
interino de Venezuela, general Desiderio Frias, y para el general
Manuel E. Bruzual, se dirigió mientras tanto a Caracas.
Pero la situación de Venezuela, donde los golpes de
cuartel hacen parte de la actividad casi diaria y donde en el
escenario. político cambian continuamente los actores, ha
sufrido modificaciones importantes cuando Duarte llega algunas
semanas después a la ciudad del Ávila. El general
Bruzual, «el soldado sin miedo», ha sido encarcelado,
y muchos de los simpatizantes de la causa dominicana han perdido
su anterior ascendiente en las esferas oficiales. La torpeza del
señor Melitón Valverde, quien ha hecho demasiado
públicas sus funciones de agente confidencial, ha
contribuido, por su parte, a enrarecer el ambiente favorable que
hasta hacía algún tiempo prevalecía hacia
los ideales de la Restauración en el gobierno
venezolano.

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