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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

El apóstol comprende que es indispensable
proceder en lo adelante con un tacto exquisito. Los agentes de
España en Venezuela espían todos sus pasos y el
elemento oficial no desea autorizar acto alguno que pueda hacer
su conducta sospechosa. Duarte encuentra, sin embargo, el modo de
entrevistarse con el presidente Frías y le expone la
situación reinante en la República, en  donde
la guerra se desenvuelve con perspectivas cada vez más
favorables para las armas dominicanas. El mandatario venezolano,
aunque se muestra convencido por las razones que Duarte invoca y
no oculta las impresiones dejadas en su animo por aquella
elocuencia llena de efusividad insinuante, aconseja prudencia al
apóstol y advierte que la ayuda prometida deberá
aplazarse tanto en vista de la crisis interna de Venezuela,
amenazada a la sazón por amagos revolucionarios, como por
la actitud recelosa en que se hallan las autoridades
españolas -Frías, por otra parte, ejerce el poder
provisionalmente y su misma situación personal le obliga a
proceder con extrema prudencia para que no se le pueda acusar de
haber creado al gobierno complicaciones internacionales. El medio
que se ofrece por el momento más expedito, es el de abrir
en Caracas una  suscripción para recoger fondos en
favor de la causa dominicana. Duarte, quien tiene por costumbre
no recibir ni administrar el dinero que se recolecta para la
labor patriótica, encarga de esa misión al
señor Melitón Valverde. Mientras su
compañero de gestión diplomática se ocupa en
esos menesteres, el apóstol no desmaya un momento en su,
tarea de promover una ayuda verdaderamente eficaz por parte del
gobierno venezolano, el único que puede facilitarle los
medios para organizar una expedición que se dirija con
pertrechos abundantes a los puertos de la República
controlados por las fuerzas revolucionarias. El 25 de noviembre
visita con ese fin al general Falcón, presidente titular
de Venezuela, quien tantea desde Coro la situación
política. Más de un mes permanece Duarte
allí en espera de la ayuda que le promete de nuevo el
mariscal venezolano. Por fin, el 3 de enero de 1865,
Falcón despide al prócer, en presencia del
vicepresidente de la República, con las siguientes
palabras: «Vaya usted con el general, y le aseguro que
quedará complacido, pues él lleva mis
órdenes.» Ya en Caracas, para donde Duarte sale ese
mismo día, el vicepresidente se limita a poner a
disposición del prócer dominicano la suma de
trescientos pesos sencillos, limosna irritante con que se quiso
dar un corte definitivo a las conversaciones del apóstol
con las autoridades venezolanas .

El fracaso de las gestiones diplomáticas
confiadas al Padre de la Patria se debió en gran medida a
la falta de tacto con que actuó el Gobierno Provisorio. El
deseo de obtener un reconocimiento precipitado, con el
propósito de que el Gobierno de Isabel II se decidiera a
ordenar la desocupación de Santo Domingo, objeto desde
fines de 1864 de negociaciones encaminadas por conducto de
Haití, indujo a los directores del movimiento restaurador
a enviar a Venezuela, con el carácter también de
Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial, al general
Candelario Oquendo, hombre de escasa inteligencia que
cumplió su misión sin la delicadeza necesaria. Las
torpezas cometidas por Melitón Valverde, quien desde que
llegó a Caracas en los primeros meses de 1864
procedió en forma que desagradó al Gobierno de
Venezuela y que atrajo la atención de los representantes
oficiosos de la monarquía, se agravaron con las que a su
vez hizo el comandante Oquendo, persona que además
resultaba poco simpática al presidente Falcón por
haber figurado hasta hacía poco en el bando de sus
opositores. El de enero> recién
llegado a la capital venezolana des-pués de su viaje a
Coro, Duarte se dirige en los siguientes términos al
Gobernador Provisorio: «Me parece conveniente advertir al
Gobierno que no se empeñe en mandar nuevos comisionados
para este asunto, puesto que, sin presunción puedo
decirlo, yo me basto para el caso. No hay necesidad de hacer
gastos inútiles, sobre entorpecer las negociaciones que de
antemano tenía yo tan bien preparadas.» Los agentes
de la monarquía conspiraban sin descanso, por otro lado,
contra las negociaciones dirigidas por Duarte. Casi toda la
prensa extranjera, influida por la propaganda de los
representantes españoles, difundía la especie de
que en Santo Domingo, antes que una verdadera lucha en favor de
la independencia nacional, lo que existía era una
discordia de carácter civil entre una parte del pueblo,
adicta al ideal utópico de los trinitarios que abogaban
por el restablecimiento de la soberanía en una forma
absoluta, y una gran mayoría de anexionistas que militaban
en diversos partidos: mientras los unos apoyaban la
reincorporación a España, otros se decidían
por un pacto con los Estados Unidos o por un concierto con
Francia.

Dentro de esta atmósfera trabaja Duarte sin
descanso para lograr el reconocimiento de la República por
parte del Gobierno de Venezuela, o para obtener en dinero y en
pertrechos de guerra la ayuda que hace -falta a sus compatriotas
para decidir en favor de la libertad la lucha iniciada en
Capotillo- Con el comandante Oquendo, a quien el 8 de marzo
despide para Santo Domingo, envía al Gobierno Provisorio
una larga exposición en que le da cuenta, con honda
amargura, de la actitud final del presidente Falcón y de
la situación de Venezuela, desgarrada entonces por sordas
disensiones internas. «El general instruirá a usted
-dice al Ministro de Relaciones del gobierno presidido por Gaspar
Polanco- de los pormenores de esta farsa y de los personajes que
juegan en ella el principal papel. El dirá a usted que
Venezuela no tiene nada que envidiarle a Santo Domingo en cuanto
a intervenciones, a anexionismo, a traiciones, a divisiones, a
ansiedades, a dudas, a vacilaciones, y en cuanto a malestar, en
fin, de todo género.» Mientras desempeña con
celosa actividad sus funciones de agente diplomático,
Duarte vigila desde el exterior los acontecimientos que se
desarrollan en su país nativo. Sus comunicaciones
oficiales están llenas de enérgicas advertencias
dirigidas al Gobierno Provisorio. Al dar respuesta al oficio en
que se le participa el nombramiento de Gaspar Polanco como
Presidente Provisional, asiente al criterio de las nuevas
autoridades sobre la conveniencia de que se escarmiente con
energía a los traidores, pero inmediatamente le hace al
nuevo mandatario esta admonición generosa: «El
gobierno debe mostrarse justo en las presentes circunstancias, o
no tendremos patria.»

Cuando contesta la comunicación del 10 de
diciembre, en la cual el gobierno provisorio le anuncia que el
general Geffrard, a la sazón presidente de Haití,
interviene como mediador en las negociaciones relativas a la paz
con España, no oculta su asombro por la clase de
intermediario escogido para misión tan delicada: «
¡ Quiera Dios que estas paces y estas intervenciones no
terminen (cual lo temo, y tengo más de un motivo para
ello) en guerras y en desastres para nosotros, o mejor
diré, para todos!» En la carta dirigida a Teodoro
Heneken, Ministro de Relaciones Exteriores del nuevo Gobierno, el
día 7 de marzo de 1865, subraya con singular
energía las ideas que sostuvo durante toda su vida contra
cualquier cesión total o parcial del territorio
dominicano: «Si me pronuncié dominicano
independiente, desde el 16 de julio de 1838..-, si
después, en el año 44, me pronuncié contra
el protectorado francés…; y si después de veinte
años de ausencia he vuelto espontáneamente a mi
patria para protestar con las armas en la mano contra la
anexión a España, llevada a cabo a despecho del
voto nacional…, no es de esperarse que yo deje de protestar (y
conmigo todo buen dominicano), cual protesto ahora y
protestaré siempre, no digo sólo contra la
anexión de mi patria a los Estados Unidos, sino a
cualquier otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra
cualquier tratado que pueda menoscabar en lo más
mínimo nuestra independencia nacional, y cercenar nuestro
territorio o cualquiera de los derechos del pueblo
dominicano.» En esta misma comunicación, especie de
testamento político del Padre de la Patria, advierte al
Gobierno Provisorio sobre cuál sería su actitud en
caso de que las negociaciones en curso lesionaran en alguna forma
la independencia dominicana: «Por desesperada que sea la
causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y
siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi
sangre.» En la respuesta a la nota del Gobierno Provisorio
distinguida con el número 37, intercala
estas palabras que resumen su historia y su programa:
«Usted desengáñese, señor Ministro,
nuestra patria ha de ser libre e independiente de toda potencia
extranjera, o se hundirá la isla.» La última
gestión diplomática de Duarte parece haber
consistido en la labor que realizó para obtener que el
segundo Congreso Interamericano de Lima, convocado para reunirse
en la capital del Perú en 1864, adoptara alguna medida en
favor de la República Dominicana. El apóstol
visitó varias veces, con este propósito, al agente
consular del Perú en la ciudad de Caracas . La
circunstancia de no habérsele provisto a tiempo de los
poderes indispensables para negociar como Agente
Diplomático del Gobierno Provisorio, ya que con la
destitución de Salcedo perdieron todo valor las
credenciales expedidas en Santiago en abril de 1864, no le
permitió actuar en este caso con la eficacia y la rapidez
necesarias. Aunque uno de los motivos que sirvieron de pretexto a
su convocación fue precisamente la actitud de
España en Santo Domingo y la ocupación de las islas
Chinchas en perjuicio de la soberanía peruana, el Congreso
de Lima se limitó a votar dos proyectos de acuerdo sobre
«unión y alianza» y sobre «mantenimiento
de la paz», expresiones todavía platónicas de
la conciencia jurídica y del sentimiento ya naciente de la
solidaridad de las naciones latinoamericanas. Del reconocimiento
de la República Dominicana se habló menos en aquel
torneo oratorio que de la política expansionista de los
Estados Unidos y de la intervención francesa en
México para establecer en tierra azteca el imperio de
Maximiliano de Hasburgo.

Muerte del
justo

Las últimas cartas que Duarte recibe del
Gobierno Provisorio respiran mucho optimismo con
respecto a las negociaciones para el abandono del
territorio nacional por los ejércitos de España.
Pero las noticias le llegan con un retraso de varios meses, y a
menudo sus respuestas a los oficios que se le dirigen contienen
largas reflexiones sobre hechos que ya han sufrido, cuando
él escribe, modificaciones de no poca significación
bajo el imperio de circunstancias esencialmente cambiantes.
Cuando envía la carta del 7 de marzo de 1865, ignora
aún la nueva política iniciada hacia Santo Domingo
por el proyecto de ley que el 7 de enero de ese mismo año
fue presentado a las Cortes sobre el abandono de la isla por la
monarquía española. Convencido de que España
no soltaría voluntariamente su presa, previene
todavía al Gobierno Provisorio contra los rumores de
desocupación, aparentemente difundidos con el
propósito de «adormecer a los dominicanos», y
excita a sus compatriotas a mantener sin desmayo la guerra y a
prepararse para hacer frente a un nuevo ejército
expedicionario que se organiza en la Península, de acuerdo
con los consejos de La Gándara y del general Dulce, para
caer repentinamente por tres sitios distintos sobre el territorio
dominado por las fuerzas restauradoras. La evacuación del
territorio nacional el 12 de julio de 1865 sorprende a Duarte,
que ignora hasta qué punto han influido en esa
decisión circunstancias de orden económico
más bien que consideraciones de carácter
político o moral: la guerra de Santo Domingo se
había convertido en una fuente de erogaciones para la
monarquía y el propio general Narváez había
aconsejado la desocupación porque esa lucha innecesaria
«consumía los pingües rendimientos de todas las
posesiones ultramarinas». Con la reincorporación de
Santo Domingo, los monárquicos españoles creyeron
levantar en América el prestigio de la Madre Patria como
potencia colonial. Pero como el movimiento contra la
anexión había cobrado en pocos días una
fuerza inusitada, y como para debelar esa reacción
patriótica hubiera sido necesario el envío de un
ejército numeroso, capaz de consumir por sí solo
todas las rentas que España extraía de sus
colonias, se juzgó prudente abandonar a su suerte al
pueblo dominicano, recogido en 1861 en la agonía, pero
resuelto a no permanecer bajo la dominación
española, según lo expresaron las propias Cortes,
por ser adicto con exceso a su independencia y a «los
hábitos engendrados por muchos años de existencia
aventurera».

Tardíamente llegó también al
conocimiento de Duarte la noticia de la muerte casi súbita
del general Pedro Santana, Abrumado por el fracaso de su obra, y
objeto de incontenible aversión tanto para los
dominicanos, a quienes había reducido de nuevo a la
servidumbre, como para los propios españoles, a los cuales
disgustó con su altanería, impropia de un esclavo
que había solicitado para sí mismo los hierros de
la esclavitud, el sedicente Marqués de las Carreras
bajó a la tumba víctima de un malestar desconocido,
el día 14 de junio de 1864. Cuando cerró los ojos,
acosado por los remordimientos, la victoria de la Patria,
triunfante en todos los campos de batalla, parecía ya
asegurada. La Providencia, cuyos castigos tardan a veces pero no
dejan nunca de cumplirse con el rigor de una sentencia infalible,
cobró con creces al déspota las injusticias de que
hizo víctima a Duarte; perseguido por los mismos
españoles, a quienes vendió la República, el
verdugo del Padre de la Patria murió como Diómedes,
devorado por los mismos caballos a los cuales
enseñó a comer carne humana Pero juntamente con el
eco de los triunfos de las armas de la Restauración, y con
los detalles sobre el fin desastroso y dramático del
general Santana, llegaron a Caracas otras noticias poco
tranquilizadoras . Primero que de las versiones relativas a un
posible abandono del territorio dominicano por las tropas del
general La Gándara, se enteró Duarte de las
discordias que, mucho tiempo antes de que volviera a conquistar
plenamente su autonomía, desgarraban al país,
dividido ya en numerosas banderías que se disputaban el
privilegio de mandar sobre un suelo todavía en gran parte
dominado por un ejército extranjero. Gaspar Polanco,
caudillo de un motín contra el jefe del primer Gobierno
Provisorio, había manchado el ideal democrático de
la Restauración con la sangre de Salcedo.

Tomando como pretexto la inmolación de este
soldado, otros capitanes gloriosos, con las carnes todavía
cruzadas por las heridas de la guerra contra España,
depusieron a Polanco y formaron un triunvirato que intentó
inútilmente borrar con la elección de Pimentel el
origen espurio que tuvo esa reacción en los campos de
«El Duro» y de «La Magdalena». Cuando las
fuerzas españolas abandonaron al fin, el 11 de julio de
1865, el territorio dominicano, la violencia revolucionaria se
desató sobre el país con energía salvaje.
Los soldados que se agruparon en torno a los pabellones de la
Restauración para formar, gracias al patriotismo que
obró sobre ellos como una poderosa fuerza de
cohesión, una especie de familia guerrera, desunida
sólo por discordias transitorias, se transformaron al
día siguiente de restablecida la soberanía en
mesnadas sanguinarias que se combatieron con saña bajo la
autoridad de caudillos ignorantes y ambiciosos.

Duarte espera en vano en el ostracismo que el
país, escarmentado por la anexión, inicie una era
de normalidad civil y de convivencia democrática. Como en
1844, se promete a sí mismo no retornar a la
República mientras en ella subsista el imperio de la
violencia fratricida. Nada le apartará de su
decisión, sostenida con aquella portentosa cantidad de
energía moral que puso siempre en sus resoluciones.
Terminada su misión diplomática con el triunfo de
la Restauración, el apóstol se refugia en la
soledad, y otra vez vuelve a caer el olvido sobre su nombre y
sobre su memoria. Pocos son los que en el país, entregado
a la orgía revolucionaria, recuerdan a este mártir
condenado a devorar en suelo extraño las amarguras de su
proscripción voluntaria. Sólo el 19 de febrero de
1875, el presidente González, ilusionado con el minuto de
paz que el país disfruta después del azaroso
período de «los seis años», concibe la
idea de llamar al ausente al seno de la Patria. «La
situación del país -escribe en esa ocasión
el general Ignacio María González al
apóstol- es por demás satisfactoria.  Debemos
confiar en que esa situación se consolidará cada
día más y en que ha sonado ya la hora del progreso
para este pueblo tan heroico como desgraciado. Mi deseo
-concluye- es que usted vuelva a la Patria, al seno de las
numerosas afecciones que tiene en ella, a prestarle el
contingente de sus importantes conocimientos y el sello honroso
de su presencia» La carta del presidente González no
despertó sino una débil esperanza en el
espíritu de Duarte. Como la anexión fue en gran
parte una consecuencia de las divergencias provocadas por la
ambición de mando y como muchos de los partidarios
más acérrimos de esa medida antipatriótica
la aceptaron sólo con el propósito de poner fin a
tantas discordias y de brindar al pueblo la oportunidad de
reemprender una nueva etapa en su existencia convulsiva, por un
instante creyó el proscrito en la enmienda de sus
conciudadanos y en la cordura de sus directores políticos.
La duda, sin embargo, se interpuso entonces como en 1844, en el
camino del apóstol, y lo obligó a contener sus
deseos de retornar a la Patria y de prepararse a morir
tranquilamente en su seno. Duarte había visto, en efecto,
a la ambición asomar en las filas de los restauradores,
más preocupados muchas veces de su propia hegemonía
que del bien del país y de su suerte futura. Muy pocos de
aquellos hombres, formados en el heroísmo salvaje de los
cantones, eran capaces de un sacrificio de carácter
civil> aunque todos morirían por la libertad de la
patria y serían capaces del mayor de los holocaustos en el
campo de la acción libertadora. El apóstol
decidió, pues, continuar en Caracas, lejos de la feria
política en que otros empequeñecían los
laureles conquistados en la lucha reciente contra los
dominadores. No transcurrió un año antes de que se
realizaran sus temores. González, caudillo de la
revolución del 25 de noviembre, fue acusado el 31 de enero
de 1876 por la Liga de la Paz de ineptitud en el ejercicio de sus
funciones, y la guerra civil fue esgrimida como una razón
suprema por aquel bando amenazante.

Si Duarte hubiese sobrevivido mucho tiempo a aquel nuevo
desastre, hubiera presenciado también, desde el
ostracismo, la caída de Espaillat, sucesor de
González, cuyo ensayo de gobierno democrático
demostró que el país debía pasar fatalmente
por un largo proceso de descomposición y de
anarquía antes de que le fuera posible entrar en el
régimen de las instituciones. Los últimos
años de su vida los pasa Duarte agobiado por las
privaciones materiales. Su salud, minada primero por el clima de
las zonas húmedas en que residió a orillas del
Orinoco, y luego por la escasez en que se ve obligado a vivir en
la ciudad de Caracas, decae rápidamente y todo su
organismo se abate debilitado por una vejez prematura. Su
constitución había sido siempre delicada y su vida,
hasta muy entrada la adolescencia se había mantenido
gracias a los cuidados de sus progenitores – Pero ahora su salud
es más precaria que nunca y todo anuncia en él un
fin cercano. A esas condiciones físicas deplorables se
suman, a lo largo de estos últimos años, los
sufrimientos morales: en primer término, las noticias cada
vez más desconsoladoras que recibe de la Patria y el temor
de que su obra sea destruida o malograda; y luego, la tragedia
que le acompaña en su vida íntima, donde ni
siquiera disfruta del placer puramente espiritual de poder
entregarse a escribir la historia de la creación de la
República y de los sucesos en que le tocó
intervenir en forma decisiva. Todos sus papeles, reunidos al
través de muchos años, en donde narró los
acontecimientos que precedieron a su destierro en 1844, fueron
entregados al fuego por su tío Mariano Díez,
temeroso de que cayeran en poder de los enemigos del proscrito, y
aun sus impresiones de viajero que erró durante doce
años por los parajes más intrincados de Venezuela,
desaparecieron a manos de personas inescrupulosas. Los
días transcurren, pues, para el apóstol en medio de
una tristeza agotadora.

El mal estado de su salud lo obliga a compartir el
escasísimo pan que obtienen sus hermanas a costa de
conmovedores sacrificios Los achaques físicos y los
eclipses que a veces oscurecen su inteligencia lo han convertido
poco a poco, con dolor de su dignidad humillada, en una carga
agobiante para los seres a quienes más desearía
auxiliar en las estrecheces del extrañamiento prolongado.
Su vida enteramente inútil se consume en una
larguísima agonía. Durante estos años en que
la miseria le aprieta cada vez con más violencia, y en que
le abandona toda esperanza, excepto aquella que recibe de Dios,
sólo le sostienen su fe y su educación
profundamente religiosa. En 1875, pocos días
después de recibir la carta en que el presidente
González lo llama al país para que lo honre
«con el sello de su presencia», sus dolencias se
recrudecen y lo reducen al lecho durante meses enteros. Su pudor
no le permite recurrir en este trance definitivo al gobierno de
su Patria en solicitud de ayuda para su ancianidad desvalida.
Sólo un oscuro amigo residente en Caracas, el señor
Marcos A. Guzmán, acude de cuando en cuando en auxilio de
las hermanas de Duarte, materialmente imposibilitadas para
adquirir las medicinas que exigen los padecimientos del
apóstol, llegado ya a los peores extremos de la
indigencia. Rosa y Francisca, para quienes el hermano
superviviente representa la única ilusión que les
acompaña en el destierro, reciben hasta seiscientos pesos
sencillos que a titulo de préstamo les suministra poco a
poco aquella mano caritativa. Pero la enfermedad sigue su curso y
continúa haciendo progresos en el organismo ya gastado. En
los primeros días del mes de julio de 1876, el
médico que visita casi diariamente al enfermo transmite a
las hermanas impresiones poco alentadoras.

La vida de Duarte está ya próxima a
extinguirse. -Su cuerpo envejecido desaparece casi en el lecho.
La frente ancha y pálida, golpeada por la fiebre, es lo
único que surge de entre las sábanas raídas
con su antiguo sello de dignidad ceremoniosa. Por fin, el 15 de
julio, el prócer entrega su alma a Dios en una
humildísima casa de la calle donde nació el
libertador Simón Bolívar, después de haber
recibido los auxilios espirituales de manos del cura de la vecina
parroquia de Santa Rosalía. Su muerte fue como su vida: un
acto de sublime resignación y de mansedumbre cristiana. En
tierra extraña descansaron sus huesos hasta el año
1884, en que fueron trasladados por disposición del
Ayuntamiento de Santo Domingo al suelo de. donde un día le
echaron sin consideración alguna ni a su proceridad ni a
su inocencia. Cuando cerró los ojos, la muerte sólo
debió de hallar un gesto de dulzura en aquellos labios,
donde el acíbar y el despecho hubieran podido manifestarse
con las crueles, pero justas palabras de Escipión:
«Ingrata patria: no poseerás mis
huesos.»

El Cristo de la
Libertad

Padre de la Patria fue una conciencia seducida por la
figura de Cristo y hecha a imagen de la de aquel sublime redentor
de la familia humana. Duarte fue, como Jesús, eternamente
niño, y conservó la pureza de su alma
cubriéndola con una virginidad sagrada. Tuvo en su
juventud una novia, a la que quiso con ternura, pero que
murió soñando con su noche de bodas y suspirando
por su guirnalda de azahares. Rico y de figura varonilmente
hermosa, pudo haber sido amado de las mujeres y haber vivido
feliz y adulado en medio de los hombres; pero como Jesús,
hijo de Dios, que nunca llevó mantos de púrpura ni
se cortó la cabellera, que no sentó a los poderosos
a su mesa ni conoció a mujer alguna, Duarte huyó de
los lugares donde la vida es alegría y festín para
ofrecer a la" Patria su fortuna y para morir como el
último de los mortales en medio de la desnudez y la
pobreza. Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte,
sería menester recurrir a la historia de los santos y de
otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser
virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los
honores, en ser superior al odio y superior a la maldad, en
elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de
la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni
más digno que él de la corona de los predestinados.
Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal y su pulcritud
sobrehumana. Entre los que codiciaron el mando, entre los que
sostuvieron impávidos en sus manos los hierros de la
venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar
únicamente en sí mismos, el fundador de la
República pasa como una columna señera,
empequeñeciendo a sus verdugos y desarmando a sus
adversarios con la autoridad propia de la pureza. Lo que es
grande en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor
abnegado de la República, sino también el hombre; y
acaso es más digno de admiración que como
prócer, como ser excepcional, como criatura de Dios, como
figura humana.

No fue un personaje común, no fue un varón
cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como
un santo, que murió con la dignidad de un patriarca, y que
entró en la política y salió de ella como un
copo de nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos
santos acartonados y secos que se retiraban al desierto para
aislarse de todo comercio con el mundo, Duarte huye durante
más de diecisiete años a las soledades del
Río Negro, a un sitio casi inaccesible en donde se
interponían entre él y el resto de los hombres las
fieras con sus aullidos y las selvas de Venezuela y del Brasil
con sus impenetrables pirámides de verdura. Pero hasta
allí llegó aquel hombre inocente precedido por la
fama de sus virtudes como llegaba Jesús a las aldeas de
los pescadores precedido por la fama de sus milagros. Duarte
hablaba algunas veces como Jesús y muchas de sus
sentencias parecen pronunciadas desde una montaña de la
Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas
veces de conceptos poco originales, surge de improviso alguna
frase con sabor a parábola, o asoma uno de aquellos
pensamientos que sólo suelen brotar de los labios de esos
hombres purísimos que llevan a Dios en las entrañas
iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina,
todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el
alma una impresión de albura y de limpieza. Así
como Jesús había dicho a todos los hombres, a los
pescadores humildes y a los escribas mercenarios, «amaos
los unos a los otros», el Padre de la Patria se dirige a
sus conciudadanos para hacerles esta exhortación
angustiosa: «Sed unidos, y así apagaréis la
tea de la discordia.» Cuando habla a sus compatriotas para
pedirles que lo exoneren del mando que quieren ofrecerle, les
dice: «Sed justos lo primero, si queréis ser
felices», y a sus discípulos los envía a
repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con
que Jesús encarecía a sus apóstoles que
fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas por
los infieles: «Os envío como ovejas en medio de los
lobos.» A sus hermanos y a su madre valetudinana los invita
con voz inexorable al sacrificio: «Entregad a la patria
todo lo que habéis heredado. » Y a los que quieren
seguir su causa, a sus discípulos más amados les
habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna:
«Juro por mi honor y mi conciencia… cooperar con mis
bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y
a implantar una república libre.» Jesús
también había pedido esa suprema
renunciación a los hombres: «Porque hay más
dicha en dar que en recibir.» Después de haberlo
entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega,
el pan de los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte
no abrió siquiera los labios para afear a quienes lo
inmolaron su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de
morir en la patria y de recoger en su suelo una piedra donde
reposar la cabeza. Su único consuelo, si acaso hubo alguno
para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas
leídas por él en las Escrituras, su libro de
cabecera:

«Mas se te retribuirá en la
resurrección de los justos.» Si Duarte es grande
como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz
de todas las purezas, todavía es más grande como
«varón de dolores». Ninguna crueldad fue
omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la
inmolación de este inocente. Nadie lo oyó, sin
embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los
fríos que padeció como desterrado en Hamburgo, y
las amarguras que devoró como proscrito en las soledades
de Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza
para el sufrimiento ni de hacer brotar el rencor o la
cizaña en su conciencia abnegada. Nada faltó, sin
embargo, a su viacrucis, ni siquiera la befa de sus enemigos que
lo tildaron de «filorio», esto es, de tonto, de
cándido, de iluso. Aunque ese calificativo lo honra como
honró a Jesús el cartel que mandó poner
Pilatos sobre el madero de la crucifixión (Jesús
Nazareno, Rey de los Judíos, J. 19-19), prueba por
sí solo lo puro que era aquel visionario cuando su
idealismo fue considerado por sus detractores como el
único inri que podía estamparse sobre su frente sin
pecado. Si los verdugos de Duarte hubieran asistido a sus
últimos instantes, cuando el justo se tendió en el
lecho para dormir al lado de la muerte, esos verdugos sin
entrañas hubieran podido escuchar en sus labios las mismas
palabras que un día oyeron aterrados los que pusieron a su
Señor en un leño de ignominia y después se
repartieron sus vestidos: «Padre,
perdónalos.»

El misticismo de
Duarte

Todos los hijos de doña Manuela Diez y de
Juan José Duarte se hallan dotados de una emotividad que
enternece. Casi todos nacen con una marcada inclinación al
misticismo, y sus sentimientos, en las distintas esferas donde
actúan, son generalmente extremados. Cierta sensibilidad
enfermiza, muy pronunciada en todos los miembros de esta 
familia, preside sus actos y rodea a veces sus acciones
más sencillas de un sentido impenetrable. La
reacción espiritual de cada uno de los Duarte frente a los
acontecimientos que se registran en su vida, se produce sin
violencia, pero de manera que espanta y conmueve al propio
tiempo, por el grado de intensidad que alcanzan en sus
temperamentos esas crisis afectivas. Sandalia, la menor de las
hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena adolescencia
por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan
tremendo el estupor que el hecho engendra en aquella sensibilidad
virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir al ultraje
que recibe y muere poco después consumida por indomable
tristeza. Manuel, el más joven de los hermanos,
profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que lo
condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro,
pierde la razón y queda desde el mismo día en que
se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una
especie de locura ensimismada. Cuando Tomás de la Concha
es conducido al patíbulo juntamente con Antonio
Duvergé y las demás victimas del 11 de abril, Rosa
Duarte, quien ama desde la niñez al joven trinitario, hace
voto de castidad y continúa queriendo hasta más
allá de la muerte al prometido, cuyo recuerdo vive desde
entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor
inolvidable. En la vida del fundador de la República, tal
vez el más sano y varonil de estos seres de naturaleza
apasionada, abundan también las actitudes que se llevan
hasta los últimos límites de la abnegación
con energía aterradora. Los veinte años que pasa
sepultado en el Apure o errante por las selvas del Orinoco,
bastan por sí solos para poner de manifiesto hasta
qué punto llevó este visionario su desdén
del mundo y su desprecio de las glorias humanas. No es de seres
comunes esta emotividad caudalosa. Algo extraordinario
debió de haber puesto la naturaleza en esos temperamentos
virginalmente sensibles.

Los mismos amigos que conocieron íntimamente a
Juan Pablo Duarte y a sus hermanos, se sintieron muchas veces
temerosos de que la sensibilidad que cada uno de ellos
poseía como un don del cielo, los pudiese arrastrar a
decisiones desesperadas. El día 25 de diciembre de 1845,
el Padre de la Patria recibe desde Cumaná una carta donde
Juan Isidro Pérez le ruega, con acento patético,
que no se deje matar en el destierro por la inanición y la
melancolía: «Vive, Juan Pablo, y gloríate
en tu ostracismo y que se
gloríe tu santa madre y
toda tu honorable familia… Mándame a decir,
por Dios, que no se morirán ustedes de inanición-
mándamelo a asegurar porque esa idea me destruye…
» Sabía Juan Isidro Pérez, amigo del fundador
de «La Trinitaria» desde los días de la
infancia, que Duarte era capaz de adoptar toda clase de
resoluciones extremas: la de no probar alimento como protesta
contra la vejación que en su persona se hacía a la
virtud y a la inocencia, la de dejarse invadir en tierra
extraña por una tribulación excesiva, o la de
entregarse poco a poco a la muerte como quien pierde la voluntad
de vivir sea por horror a la maldad de los hombres, o sea por
deseo de sustraerse a la abyección cotidiana. La
sensibilidad excesiva se encuentra en Duarte y en sus hermanos
combinada con una incontenible tendencia al
misticismo.

El Padre de la Patria nació con vocación
para santo. Los veinte años que pasó recluido en el
desierto como un monje en su celda, el calor apostólico
que puso en sus palabras y en sus actos, su imperio sobre
sí y sobre sus apetitos más naturales; su desprecio
por el poder, pasión de demagogo vulgar o de
político ambicioso; su sentido abnegado del patriotismo,
fuerza que actúa sobre él como una especie de
exaltación religiosa; sus concepciones políticas,
influidas por el Cristianismo hasta el extremo de que la cruz,
símbolo de amor y emblema de concordia, preside los
colores de la bandera con que dota a la República; la fe
con que sostiene sus ideas y otras muchas circunstancias de la
misma índole, manifiestas tanto en su obra como en su
propia vida, demuestran que hubo en el alma de Duarte algo que
identifica al hombre de acción con San Francisco de
Asís o con cualquiera otra de esas  criaturas
bienaventuradas que la Iglesia ofrece a nuestra veneración
en los altares. Es indudable que el santo convertido por el
patriotismo en un héroe capaz no sólo de acciones
abnegadas, sino también de actitudes sublimes y de lances
intrépidos, dispuso de la energía necesaria para
organizar y dirigir sus milicias con el sentido épico y
con el entusiasmo férreo con que formó las suyas
San Ignacio de Loyola. «La Trinitaria» fue en
realidad una especie de «Compañía de
Jesús», donde los admitidos debían actuar
como soldados, prestos a morir por su idea y a participar con un
invencible espíritu de sacrificio en las controversias
humanas. Pero por debajo del combatiente, del soldado de una
causa sagrada, capaz de entrar con corazón indómito
en la arena de los combates, existió en Duarte el
ángel incorruptible, el ser infinitamente diáfano
en quien el estiércol humano se convierte en algo tan puro
como el éter ligero. Si Duarte no ingresó al
sacerdocio fue, sin duda, porque se lo impidió su
obsesión patriótica.

Perdido en las selvas de Río Negro e incomunicado
en el Apure de toda relación con el mundo, piensa noche y
día en su país y se resiste a incorporarse a una
orden religiosa, no obstante el atractivo que sobre él
ejerce la vocación sacerdotal, porque lo detiene el
presentimiento de que la República seria nuevamente
víctima de la codicia extranjera. Pero la actitud que
adopta en el momento decisivo de su existencia es la única
que hasta cierto punto concilia las dos tendencias poderosas que
obran sobre su espíritu: la que lo inclina al apostolado
patriótico y la que lo llama insistentemente a los
altares. El aislamiento a que se condena en el desierto le
permite sustraerse a las vanidades de la vida y disfrutar en la
soledad de los placeres de la meditación religiosa; y el
destierro prolongado que se impone a sí mismo lo preserva
del contagio político y le ofrece a la vez la oportunidad
de contemplar, desde playas distantes y serenas, el desconsolador
espectáculo de sus conciudadanos que viven en la discordia
y contribuyen con sus rencillas a retardar la entrada del
país en el régimen de las instituciones. Dos
actitudes más pueden aún señalarse como
testimonio de que el Padre de la Patria fue un místico en
quien el sentimiento de algo superior se manifiesta de un modo
extraordinario: su espíritu de resignación y la
fuerza que puso en sus resoluciones. Perseguido por la fatalidad,
echado como un vulgar malhechor de su país, errante en las
selvas o solitario en medio de los hombres, pobre hasta carecer
de lo más indispensable; privado del abrigo de un hogar y
de los afectos más ele-mentales, como el de la mujer o el
del hijo, no doblega la cabeza ante el infortunio ni se le ve
adoptar jamás una actitud destemplada. La
resignación, una resignación verdaderamente
heroica, es lo que caracteriza a este Job del patriotismo, para
quien el destino parece haber cambiado el orden de sus leyes,
pero quien en medio de su estercolero mantuvo intacta la
niñez de su espíritu y conservó la
virginidad de su ilusión que poseyó la virtud de
ser interminable como la vida y eterna como la esperanza. No
menos grande fue la energía moral con que Duarte mantuvo
sus propósitos. Proscrito por Santana en 1844, se propuso
permanecer alejado del país mientras las furias del odio y
de la discordia imperaran sobre su tierra nativa. Durante veinte
años mantuvo sin flaquear esa consigna y ni la pobreza ni
la necesidad de reposo físico que experimentó en el
desierto, donde la salud empezó a abandonarlo, fueron
parte para reducirlo a quebrantar esa resolución que
hubiera arredrado a cualquier otro hombre de naturaleza
más débil o de voluntad menos aguerrida.
Agréguese aún, si se quiere completar la
fisonomía de esta personalidad extraordinaria, el don
profético que acompañó desde la juventud al
Padre de la Patria. Los hombres que creen con exaltación
en sus ideas, aquellos a quienes acompaña una fe ilimitada
y profesan sus ideales con una especie de idolatría
supersticiosa, son precisamente los que suelen poseer un sentido
de adivinación más certero.

El misticismo de estos seres extraños, dotados de
una facultad de videncia de que carece el común de los
mortales, se manifiesta muchas veces por un don de segunda vista
que les permite adelantarse a las realidades inmediatas. Llamados
por la naturaleza a participar, gracias a su instinto
adivinatorio o a su fe desorbitada, de uno de los privilegios
característicos de los dioses, tales hombres creen cuando
en torno suyo la esperanza ajena vacila o se desploma; afirman,
cuando los demás se desconciertan en un laberinto de dudas
y de contradicciones; se anticipan, en fin, a los
acontecimientos, y presienten que la utopía de hoy
será la realidad de mañana. Duarte poseyó en
gran medida esa facultad extraordinaria. Creyó en la
Patria, y el día en que era mayor la incertidumbre
reinante sobre su porvenir, todavía incierto y oscuro,
hizo alarde de su fe en una nacionalidad imperecedera y
mostró hecho carne a sus conciudadanos atónitos el
sueño de la independencia absoluta. Pero Duarte fue un
espíritu lleno de madurez y de equilibrio no obstante
haber poseído una sensibilidad desmesurada. Los actos que
realiza, en los momentos críticos de su existencia, no son
en él indicios de excentricidad ni testimonios de locura.
Los veinte años que pasó en la selva, perdido para
su familia y para el mundo, hasta el extremo de que se le
juzgó muerto hasta el día de su reaparición
en 1864, se explican por las cualidades excepcionales de su
carácter más bien que por un acceso de
misantropía morbosa. Ese enterramiento en vida acto
inconcebible por la cantidad de paciencia y de resignación
que revela, es una evidencia inequívoca de la intrepidez
del ánimo de Duarte y del imperio abrumador que el hombre
ejerció sobre sí y sobre sus pasiones. Son pocas
las figuras del santoral católico que pueden exhibir una
abnegación semejante. Entre los hombres comunes, entre
aquellos que conservan algo de la bestia primitiva y a
propósito de los cuales se puede hablar del «animal
humano», no hay uno solo que haya sido capaz de tanto
sacrificio ni de tanta entereza. La persecución implacable
de que fue objeto se explica en gran parte por la diferencia que
reinó entre su nivel moral y el de sus
contemporáneos. Santana, Bobadilla, Caminero, Ricardo
Miura, Báez, Santiago Díaz de Peña, hombres
llenos de orgullo y de ambición, pobres pecadores que
hociquean sin pudor en el cieno de la política, no
podían tolerar la presencia entre ellos de un ciudadano
tan insultantemente probo; y de ahí que, sin razón
alguna que lo explique, hayan hecho desde el primer día a
esa probidad insólita una guerra sin cuartel, como si
todos, sin poder evitarlo, se sintieran ofendidos por su
pulcritud y escandalizados por su pureza. ¡Singular familia
la del fundador de la República! Sus condiciones
espirituales de excepción pueden hacernos creer a veces
que algunos de los hijos de Juan José Duarte y de Manuela
Diez, fueron seres enfermos en quienes el mismo amor a la patria
cobra con frecuencia el sesgo aterrador que suelen adquirir las
reacciones del sentimiento en todas las personas de sensibilidad
extraviada. Pero lo que en los miembros de aquel hogar
podría acaso atribuirse a excentricismos o a posibles
enfermedades de la razón o del espíritu, no es sino
el fruto de un exceso de vida y de salud moral que unas veces se
manifiesta, como en el caso del Cristo errante que deambula por
espacio de veinte años al través de las selvas del
Orinoco, por medio de actos de abnegación casi
aterradores, y que otras veces se desborda en llanto y en
melancolía, como en el de la virgen raptada que no quiso
sobrevivir a su deshonra e inclinó para siempre la cabeza
como la flor doblegada por la lluvia.

Duarte y
Santana

Pedro Santana es la antítesis de Duarte. Las
respectivas fisonomías de estos dos hombres se hallan
formadas por rasgos contradictorios. El desdén de los
bienes de fortuna es el rasgo que más sobresale en la
personalidad del Padre de la Patria. Entregó a la
República no sólo su propio porvenir, sino
también el pan de su madre y el techo de sus hermanas. En
pago de ese sacrificio, realizado con heroica sencillez, no
obtuvo ni reclamó jamás galardones
honoríficos ni compensaciones materiales. Santana, en
cambio, fue un hombre sórdido que amó el dinero y
se hizo pagar con largueza los servicios que prestó al
país como guerrero y como estadista improvisado.
Condueño, no por obra de su esfuerzo personal, sino por
los azares de la herencia, de uno de los hatos más
pingües del país, impulsó a su hermano
Ramón a contraer nupcias con la hija del propietario de la
mitad de «El Prado», don Miguel Febles, y
aguardó con fría indiferencia la
desaparición de ese terrateniente para desposar a su
viuda, doña Micaela Rivera. Hombre que madura planes de
esa especie y que convierte en un negocio uno de los actos que
aun los seres más humildes sólo realizan por amor,
tiene que llevar a la vida pública la mentalidad de un
avaro, incapaz de todo impulso altruista y de todo pensamiento
generoso. Por eso se hizo pagar en 1853 por el Estado, con
pretexto de haber sufrido daños en sus bienes personales,
una cuantiosa suma que engrosó su patrimonio y que
representaba para la época una cantidad considerable; y
por eso, cuando estalla la guerra contra la anexión,
establece su campamento en Guanuma, en sitio inhospitalario,
donde las tropas son implacablemente diezmadas por las
enfermedades, con el único propósito visible de
impedir que los ejércitos de la Restauración
atraviesen la cordillera central y se apoderen del ganado que el
sedicente Marqués de las Carreras conserva en sus
haciendas de El Seybo.

La codicia pesa más sobre su conciencia que todo
otro sentimiento, y es el único déspota dominicano
de la época que saca indemne del caos político su
fortuna privada. La patria llegó a reducirse en el
corazón de Santana, precisamente en el momento más
dramático de su vida, hasta adquirir en él las
dimensiones de las sabanas de «El Prado». Otro de los
rasgos capitales de la figura de Duarte es el don de segunda
vista que le permitió adivinar con asombrosa perspicacia
el futuro. El prócer predicó la «pura y
simple» y fue el abanderado de la independencia absoluta.
Sostuvo que el país disponía de recursos
suficientes para conquistar su libertad por sí solo y para
sostenerla luego sin ayuda extranjera. Santana, por su parte, no
creyó en la viabilidad de la República, y se hizo
el portavoz de los que aspiraban a mantener bajo la sombra de una
bandera extraña la separación establecida entre las
dos partes de la isla por la ley de la raza y por el fuero de la
lengua y de las tradiciones.

La realidad, una realidad que tiene actualmente una
duración de más de un siglo, y que se puede reputar
ya como definitiva, le dio la razón a Duarte, el
idealista, sobre Santana, el hombre que todo lo confió al
interés y que juzgó infalibles los cálculos
humanos. Rasgo también sobresaliente de la personalidad de
Duarte es su noción global y no fragmentaria del
patriotismo. El Padre de la Patria aspiró a que sus
conciudadanos vivieran libres en la heredad natal, y para
él era tan inicua la esclavitud bajo Haití como la
esclavitud bajo España o bajo cualquier otra
soberanía extranjera. Santana, a su vez, no
concibió la independencia sino frente a Haití, y
vivió de rodillas, como dominicano y como gobernante, ante
el gobierno de España y ante los cónsules de las
naciones que a la sazón se consideraban ultra-poderosas –
Los agentes consulares de todos los países hicieron
temblar siempre como a un niño al león de las
Carreras.

El déspota que tiranizó a sus compatriotas
y erigió el patíbulo en altar de Moloth para
alzarse con el señorío de los débiles, no
fue capaz de un solo gesto de hombría ante José
María Segovia y ante dos gobiernos extranjeros que
impusieron al país, con la complicidad muchas veces del
elemento nativo, las más grandes humillaciones. Pero
Santana fue un guerrero al parecer invencible, y Duarte fue
únicamente un apóstol y un proveedor de ideales.
Las campañas que realizó el soldado han servido a
sus admiradores para insinuar que sin él no hubiera habido
independencia. La tesis es a todas luces aviesa y no resiste el
análisis de los hombres imparciales. Lo que la historia
enseña a quien no se deje sugestionar por los subterfugios
de los historiadores, es que la separación de Haití
fue una idea que creó Duarte, que
calentó Duarte con su sacrificio, y que
después se abrió paso casi por sí sola. Las
batallas del período de la independencia se redujeron a
una serie de escaramuzas en que no hubo ni de la una ni de la
otra parte ningún alarde de heroísmo guerrero.
¿Qué clase de adversarios eran aquellos que
entregaron la capital de la República sin hacer un
disparo? ¿Qué moral era la de esa tropa que
capituló con Desgrotte ante un grupo de jóvenes
armados con trabucos y con unas cuantas lanzas del tiempo de la
colonia? ¿Qué batalla fue esa del 19 de marzo donde
un puñado de monteros provistos de armas blancas pone en
fuga a un ejército flamante que apenas ofrece resistencia
y donde algunos nativos de Azua combaten blandiendo en campo raso
tizones encendidos? ¿ Qué hazaña fue esa de
«El Número», donde los haitianos fueron
arremetidos con piedras y desalojados de sus posiciones con el
humo del pajonal de la sabana? Y ¿qué batalla fue,
por último, esa del 30 de marzo en que se dice que no hubo
más que un contuso por parte de los defensores de Santiago
a pesar de haberse hecho uso en esa acción de las cargas
al machete?

Las famosas batallas de la independencia fueron un juego
de niños si se las compara con las acciones a que dio
lugar la guerra de la Restauración. Compárese la
batalla del 19 de marzo con una cualquiera de las hazañas
de Luperón, y se tendrá la evidencia de haber
pasado del escenario de un cuento de hadas al de una lucha
verdaderamente épica. Hágase el cotejo de la
batalla del 30 de marzo con la que tuvo efecto en la misma ciudad
de Santiago el día 6 de septiembre, y se tendrá la
sensación de que la primera fue un lance de teatro y la
segunda un verdadero encuentro de titanes. El ejército
haitiano de los días en que se realizaron las jornadas de
la independencia, o fue un coloso de cartón, que se
deshizo tan pronto recibió la primera lluvia de balas, o
fue una jauría de bandoleros que se movió impulsada
por el estímulo del botín y que se aprovechó
de la sorpresa para invadir la parte oriental de la isla en el
momento propicio. Haití, desgarrado unas veces por dentro,
y herido de muerte en otras ocasiones por el coraje moral que
sobraba a su adversario, no logró ser nunca un verdadero
peligro para la libertad dominicana. Bastó que, un
visionario, un hombre dulce pero interiormente dotado de
energías descomunales, diera calor con su sacrificio
ejemplar a la idea de la independencia, para que el
ejército invasor desapareciera vencido por su propio
espíritu de indisciplina o por su propia cobardía.
La prueba es que no existió por parte de los haitianos
ningún rasgo de heroísmo. El caso de Luis Michel,
el oficial haitiano que luchó con un sable hasta morir
sobre la cureña de un cañón en las Carreras,
es un ejemplo aislado que nada prueba en favor del
heroísmo con que los invasores lucharon en tierra
dominicana. El hecho de haber salido triunfador frente a los
haitianos, no constituye, pues, una recomendación digna de
confianza para erigir a nadie en soldado invencible ni en
verdadero hombre de armas. Cuando Santana tuvo que medir sus
fuerzas con las de los grandes caudillos de la
Restauración, la supuesta superioridad militar de que hizo
gala, según se afirma, en las Carreras y en los campos de
Azua, se reduce a algo tan ínfimo que no alcanza a hacerse
visible. Cuando salió a campaña al frente de uno de
los ejércitos más poderosos que se movilizaron
nunca en suelo dominicano, la avaricia o el terror lo paralizaron
en Guanuma y esquivó siempre el medir la fuerza de su
brazo con la de los jefes restauradores, entre los cuales
había algunos que, como Luperón, eran tan
jóvenes que habían crecido bajo los soles de la
independencia. Si Santana tuvo verdadera personalidad militar
fue, sin duda, porque le acompañaron algunas cualidades
superiores como conductor de tropas y como organizador de
victorias: don de mando, sentido de oportunismo, puño
capaz de imponer la disciplina con providencias draconianas, y
cierta sensibilidad patriótica que sólo se
manifestó en la lucha contra las invasiones haitianas .
Fue innegablemente el hombre que organizó la victoria y
precipitó la huida de los invasores, y el único que
supo capitalizar en su propio provecho la gloria siempre
discutible de haber vencido a un coloso de papel y haber
garantizado a sus compatriotas la tranquilidad que ansiaban para
vivir sin la angustia constante de los saqueos y de las
incursiones a mano armada. Uno de los hombres que militaron bajo
las órdenes de Santana, don Domingo Mallol, nos ha dejado
la siguiente radiografía del ejército haitiano de
los tiempos de la independencia: «Después de haber
visto el triste talante de esta gente, puedo decir a usted que no
son hombres para batirse con nosotros.» Eso no se
podía decir, en cambio, de los soldados peninsulares y de
los soldados nativos que midieron sus armas con los héroes
de la Restauración. Lo demás o hizo en favor del
vencedor de tales tropas, esa especie de sugestión
colectiva que anula el instinto crítico de los pueblos y
transforma a veces a agentes enteramente mediocres en figuras
sobrehumanas.

Hay todavía un hecho que prueba la superioridad
del alma de Duarte sobre la de Santana. El Padre de la Patria
permanece veinte años en un desierto, aislado entre las
fieras y sin más compañía que una docena de
libros, y domina hasta tal punto sus pasiones que ni una sola vez
acierta a salir de sus labios una palabra ruin o una solicitud de
clemencia. Santana, en cambio, desterrado por el presidente
Báez, es incapaz de afrontar las durezas del exilio, y
algunos meses después pasa por la humillación de
prosternarse ante el Senado para pedirle en tono
humildísimo que le permita reintegrarse a la heredad
nativa. El dato basta por sí solo para demostrar la
diferencia de las fibras con que estaban tejidas esas dos
naturalezas antagónicas: la una hecha para la
abnegación y el sacrificio, y más grande en el
infortunio que en los días del triunfo fácil y de
la adulación interesada; y la otra, seca como un erial y
más dura que una piedra cuando se halla de pie sobre el
trono del despotismo, pero floja y débil cuando el dolor
la hiere e cuando la adversidad la combate. Nada hay más
triste ni más deplorable que la conducta de Santana cuando
se ve frente al fracaso de la anexión, repudiado por los
suyos y escarnecido por los mismos españoles. Su actitud
es la de un vencido que desahoga su rabia en gritos de
impotencia, y que, incapaz de reconocer su error, se resigna a
morir doblando la frente sobre las cadenas por él mismo
forjadas con cierta soberbia desdeñosa. Nunca un gran
dolor halló naturaleza más flaca donde hincar sus
tentáculos, ni voluntad más miserable para
sostenerse en la desgracia. ¡Qué grande, en cambio,
el Padre de la Patria olvidado allá en Río Negro,
pero tranquilo en su patriotismo bravío y acusador en
medio de su limpia inocencia y de su, grandeza resignada! Duarte
se lleva al destierro el consuelo de su inocencia y el
convencimiento de su grandeza; Santana, por el contrario, cuando
se refugia, en plena guerra de la Restauración, en las
soledades de «El Prado», lleva a ese asilo de
ignominia la amargura del fracaso y el sentimiento de su gloria
afrentada. En la obra de Duarte no asoma ningún
interés personal que la rebaje o la mancille. En la de
Santana, en cambio, existe siempre algo ruin, propio de un
mercenario o propio de un ambicioso. Aun si se admitiera que
negoció la anexión para salvar al país de
las invasiones haitianas, queda siempre al descubierto en su
conducta el pago que exige el mercader o el que recibe quien
realiza una operación onerosa: un hombre de más
altura hubiera desechado el título de marqués que
se le ofreció por la venta y la investidura de
Capitán General con que se premió su servilismo.
Siempre existirá la duda de si Santana obedeció a
un móvil patriótico o si lo que quiso fue
permanecer, hasta el fin de sus días, gobernando el
país con el apoyo de España. El autor de la
anexión tenía, en efecto, cuando se consumó
esa perfidia, más de sesenta años, y frente a su
poderío declinante se alzaba el de otro político de
garra más segura y de inteligencia más fina:
Buenaventura Báez – No es cierto, por otra parte, que el
país deseaba la anexión, puesto que desde 1843 lo
que los dominicanos persiguieron fue un protectorado y no una
reincorporación pura y simple a otra potencia extranjera.
La experiencia de la Reconquista, con la cual quedaron
escarmentados hasta los más acérrimos partidarios
de la metrópoli, desde el propio Juan Sánchez
Ramírez hasta el último de los lanceros que se
batieron en Sabanamula y en Palo Hincado, determinó un
cambio radical en la opinión del elemento nativo. La
reincorporación de 1809, realizada voluntariamente por los
mismos dominicanos, demostró que bajo la tutela de la
Madre Patria no podía salir el país de su
abatimiento ni sobrellevar siquiera con relativa seguridad las
vicisitudes de su existencia azarosa. De ahí en adelante,
no se pensó en otra solución que la de la
independencia bajo la protección de una comunidad
extranjera. La obra de Núñez de Cáceres en
1821 fue una simple reacción contra el abandono en que
España mantenía la colonia, y el Plan Levasseur
fue, veintidós años más tarde, un
resurgimiento del propósito del antiguo rector de la
Universidad de Santo Domingo bajo la única forma entonces
compatible con las circunstancias reinantes – Santana incurre en
el error de apartarse de esa vía y de imponer a sus
compatriotas, contra las lecciones de la historia, la misma
solución de 1809: tremenda falta de sentido
político al mismo tiempo que testimonio irrecusable de
insensibilidad patriótica.

Bibliografía

Resumen del libro el "Cristo de la libertad (vida de
Juan Pablo Duarte)" del Dr. Joaquín Balaguer, Santo
Domingo, República Dominicana, 2000

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD
DE INFORMACION"®

Monografias.com

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH -POR
SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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