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El enigma de José Bianco (1908-1986) (una nota sobre sus ensayos).




Enviado por Modesto Milanés



    Uno de los posibles temas que propone la figura de
    cualquier escritor es verificar la relación entre su vida
    y su obra, entre persona literaria y persona biográfica, y
    cómo esta obra, que puede ser breve o extensa, valiosa o
    insignificante, expresa cabalmente una personalidad. En este
    sentido, la vida de José Bianco (1908-1986) -uno de los
    escritores argentinos más singulares del siglo xx- parece
    justificar la naturaleza de su obra, intensa y lúcida pero
    al mismo tiempo carente de énfasis, moderada,
    discreta.

    Hacia 1948, Borges razonaba la extraña gloria
    parcial que le había tocado en suerte a Quevedo:
    «Para la gloria -nos dice- no es indispensable que un
    escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su
    obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el
    patetismo», y más adelante: «Virtualmente,
    Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un
    símbolo que se apodere de la imaginación de la
    gente».[1] Las palabras de Borges,
    válidas para tantas vidas de escritores, se ajustan
    perfectamente al destino literario de Bianco.

    Si seguimos las ideas de Edmund Wilson en El arco y
    la herida
    , ideas que basan una teoría de la
    literatura en la desdicha personal de los autores, veremos
    cuán difícil es encontrar una
    «razón» para la obra de Bianco; este no
    sufrió crueles ni largas enfermedades, no vivió a
    la sombra de la desesperación, no fue -por muchas razones-
    un hombre desdichado. Tampoco estamos en presencia del
    «artista como sufridor ejemplar», tal como lo fueron
    Góngora y Flaubert para Borges; Valéry,
    Mallarmé y Fitzgerald para Cioran, o Cesare Pavese para
    Susan Sontag. ¿A qué atribuir entonces el enigma de
    Bianco, un escritor cuya vida no estuvo marcada por el aura
    trágica y patética de las enfermedades, el
    alcoholismo o el suicidio; un autor cuya obra permanece en la
    relativa ignorancia de los grandes circuitos comerciales, pero
    que produce un fuerte sentimiento de amistad y admiración
    en quienes lo frecuentan?

    El autor de Sombras suele vestir fue, como Juan
    Rulfo y María Luisa Bombal, creador de una obra breve pero
    al mismo tiempo de las más personales de
    Hispanoamérica. Sin embargo, este «escritor de
    escritores», este «notable y noble estilista»
    -elogiado por Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes y Octavio Paz
    resulta poco menos que un desconocido para el gran
    público. Recordando su encuentro con Albert Camus en 1946,
    Bianco diría irónicamente: «Yo era entonces
    lo que en cierta forma continúo siendo ahora: un escritor
    sudamericano que algunas personas conocen en su propio
    país». Años después, en una
    página de 1985, Borges afirmaba: «José Bianco
    es uno de nuestros primeros escritores y uno de los menos
    famosos»; en esa misma página, Borges trata de
    resolver el enigma:

    La explicación es fácil: Bianco no
    cuidó nunca su fama, esa ruidosa cosa que Shakespeare
    equiparó a una burbuja y que ahora comparten las marcas de
    cigarrillos y los políticos. Prefirió la lectura,
    la escritura de buenos libros, la reflexión, el ejercicio
    íntegro de la vida y la generosa
    amistad.[2]

    Desde mucho antes, Bianco se había encargado de
    relacionar la naturaleza de su carácter con la
    condición de su obra: «Hay casos en los que el
    hombre es superior o inferior a la obra, pero no veo que sea mi
    caso. Lo que escribo se parece a mí, da una idea bastante
    exacta de mi carácter.»[3] Esa
    peculiar unidad entre vida y obra, esa total
    identificación entre el «mito literario» de
    José Bianco -singular narrador, editor cuidadoso y
    sensible (jefe de redacción de Sur durante
    veintitrés años), traductor
    «clásico»,[4] excelente
    ensayista- y su carismática personalidad, es uno de los
    encantos adicionales que proporciona la lectura de sus libros.
    Sobre esta unidad de sentido ha señalado Francisco
    Rivera:

    Hay autores que causan la impresión de estar
    divididos: de este lado el poeta o el narrador; de este otro, el
    crítico o el académico. Pues bien, José
    Bianco, por el contrario, es uno de esos casos milagrosos en que
    el pensador y el artista cohabitan dentro del mismo individuo
    armoniosamente. Leer a Bianco y conversar con él
    constituyen operaciones idénticas. No parece haber
    ningún décalage entre el hombre que vive
    intensamente y el escritor que escribe en ese tono tan personal,
    tan «hablado».[5]

    Acerca de esta prosa conversada -que es una marca
    estilística de la obra de Bianco- y sobre los vasos
    comunicantes que existen entre la ficción y
    reflexión del autor argentino, abunda el ensayista
    venezolano:

    […] la breve obra narrativa de nuestro autor forma
    una unidad indisoluble con su rica labor de ensayista, es decir,
    de observador y comentarista irónico y melancólico
    del mundo que lo rodea. Cierta nostalgia de un universo caduco y
    una visión cáustica, pero al mismo tiempo
    comprensiva de los oropeles de una cultura cada día menos
    humana, más tecnológica, se dan la mano tanto en
    esos ensayos tan bien logrados como en esos textos narrativos
    escritos por un verdadero maestro de lo que, en un libro de los
    años veinte, Percy Lubbock llamó the craft of
    fiction
    .[6]

    Esa prosa de sobremesa, ese estilo transparente y de
    engañosa facilidad, unido a cierta ambigüedad en los
    puntos de vista, son algunos de los rasgos más
    señalados en los textos narrativos de Bianco, desde
    «El límite» (1929) -incluido después en
    La pequeña Gyaros (1932)- hasta Sombras suele
    vestir
    (1941) y Las ratas (1943), que fueron
    elogiados calurosamente en el momento de su aparición y
    hoy son considerados clásicos del relato hispanoamericano
    del siglo xx. La publicación de La pérdida del
    reino
    en 1972 no hizo más que confirmar esos
    juicios.

    Pero más que al hecho de haber ganado celebridad
    por sus relatos y su novela, el desconocimiento relativo en que
    permanecen los ensayos de Bianco quizás se deba al poco
    interés demostrado por su autor para recogerlos en libro,
    a su tardía publicación. (En una página
    llena de humor y simpatía, Héctor Libertella cuenta
    las maniobras laberínticas y por momentos desesperadas a
    las que tuvo que recurrir para publicar varios libros de Bianco,
    entre ellos, tres recopilaciones de ensayos.)
    [7]

    Otra causa de esa ambivalente condición que
    distingue a los ensayos de Bianco (ser objeto de culto y al mismo
    tiempo estar revestidos de una extraña invisibilidad)
    podrían ser las coordenadas de lectura, ya que leer esos
    textos según el canon establecido por Borges,
    Martínez Estrada, Ernesto Sábato, Julio
    Cortázar, Héctor A. Murena, Enrique Pezzoni,
    Noé Jitrik, David Viñas, Oscar Masotta, Juan
    José Saer o Ricardo Piglia en las antologías del
    ensayo argentino, equivale -probablemente- a leerlos mal. Fuera
    del aire de familia que lo unió con algunos escritores de
    la revista Sur y fuera de cierta concepción del
    trabajo literario, poco hay de común entre Bianco y los
    ensayistas argentinos de su momento, salvo una curiosa
    cercanía con los trabajos de Bioy Casares recopilados en
    La otra aventura (1968).

    De cualquier modo, y como bien ha hecho notar Juan
    Gustavo Cobo Borda (compilador de dos excelentes
    dossiers con textos «rescatados» del autor
    argentino),[8] si la ficción de Bianco -esa
    ficción que lo «identifica», que es lo
    más visible de su obra- exige siempre una segunda
    lectura, «sus notas, conferencias y ensayos, en cambio,
    atraen desde el primer momento».[9] Sobre
    este carácter agradable, seductor, perfectamente legible
    de los ensayos de Bianco, apunta el crítico Alberto
    Giordano:

    Lo primero, y acaso también lo último, que
    llama la atención al leer los ensayos de Bianco es la
    agradable persistencia en su escritura de procedimientos
    característicos de la crítica decimonónica a
    la manera de Sainte-Beuve (la forma en que la reflexión
    literaria se articula con el recuerdo de anécdotas) y del
    estilo sobrio y elegante de la mejor tradición de los
    ensayistas ingleses.[10]

    Los mejores ensayos de Bianco tienen un método
    deliberadamente ambiguo -como indeciso entre la
    observación pertinente y el juicio de valor– que mezcla
    con sutileza la noticia biográfica, el contexto
    histórico y el análisis literario. Esta
    práctica lo convierte, además del agudo ensayista
    que siempre fue, en un retratista insuperable. Para notar este
    rasgo tan atractivo de su obra basta leer las páginas
    conmovedoras sobre Victoria Ocampo, María Rosa Oliver y
    Pedro Henríquez Ureña.

    Si el universo narrativo de Bianco puede catalogarse
    como personal y único dentro de las letras de
    Hispanoamérica, un tanto igual puede afirmarse de sus
    crónicas, artículos y ensayos; pues ya sean
    Stendhal o Julien Green, Moravia o Tolstoi, Sartre o Camus sus
    puntos de partida, Bianco se halla siempre instalado
    cómodamente en los asuntos que aborda, distinción
    que le viene del trato familiar y continuo con sus temas. Estos,
    reflejo de una «vasta y viva curiosidad literaria que
    abarca las más diversas y dispares épocas de la
    historia y la geografía»,[11]
    encuentran su mayor felicidad en obras y autores de la literatura
    europea, y dentro de ella, la francesa. No es difícil
    comprobar, entonces, que si Bianco tradujo magistralmente a Henry
    James y Ambrose Bierce (al cual dedicó un excelente
    prólogo) y dedicó su atención a otros
    autores (rusos, italianos, norteamericanos o ingleses), los
    nombres más repetidos en sus ensayos son los de Proust,
    Benda, Voltaire y Gide, autores y obras que abordó con
    gran sutileza y perspicacia crítica. Y así, aunque
    no esté de más señalar que se ocupó
    también de Ortega y Gasset, Borges y Cortázar, cabe
    decir que los textos sobre estos últimos no tienen ni el
    encanto ni la brillantez que podemos observar en los primeros.
    Mención aparte merecen los excelentes ensayos dedicados a
    Virgilio Piñera, María Luisa Bombal y Paul
    Groussac, escritor por el que Bianco sintió una temprana y
    constante admiración.

    Por el afán memorialista (gusto que comparte con
    Alfonso Reyes), por la calidad biográfica de sus textos,
    Bianco podría ser llamado como se definió Groussac
    a sí mismo en cierta ocasión: «un
    panegirista»; pero el rigor lógico, la mordacidad y
    el carácter arbitrario alejan a este último del
    espíritu de Bianco, dado más a la reserva
    irónica y a la placidez del detalle, que a la lucha y la
    confrontación polémica.

    Lejos de Groussac y también de Borges, temibles
    polemistas, ensayistas de estéticas combativas, los
    ensayos de Bianco son verdaderos «ejercicios de
    admiración»;[12] sin embargo, la
    puesta en marcha de tal estrategia discursiva produce a veces un
    efecto de extrañamiento; da como resultado la
    percepción inédita, rara, de hechos, personas y
    obras. Tal, por ejemplo: las páginas tan emotivas
    dedicadas a Ezequiel Martínez Estrada en el momento de su
    muerte, y que ofrecen una visión (la de un ángel
    perdido en el frío universo del egoísmo literario)
    tan diferente a la dejada por Manuel Pedro González, Jorge
    Luis Borges o Enrique Anderson Imbert (un Martínez Estrada
    consciente de su valer, pero receloso, amargo, poco menos que
    intratable); o aquellas otras donde reúne a Groussac y
    Sarmiento en un contrapunto imposible para un escritor menos
    hábil: escribir un ensayo elogioso («Así es
    Sarmiento») tomando como punto de partida un
    artículo de Groussac donde es evidente su poco entusiasmo
    por el autor de Facundo.

    Al hacer el elogio de las novelas de Alberto Moravia,
    Bianco nos dice que sus héroes, en el esfuerzo de buscarse
    y encontrarse a sí mismos, transforman «la bondad
    visceral, fisiológica, propia de todos los hombres e
    incluso de los animales más feroces, en esa bondad humana
    que no se distingue de la inteligencia».[13]
    Esa común predisposición y al mismo tiempo esa rara
    virtud fueron señaladas por Unamuno en el autor de
    Grata compañía, cuando dijo que la
    inteligencia de Alfonso Reyes era sólo una parte de su
    bondad. De igual manera, con los necesarios y obligados matices,
    esto se cumple para Bianco, donde el ejercicio crítico se
    muestra, en cualquiera de sus modos y formas, como el ejercicio
    de esa peculiar «inteligencia sensible»; como un
    diálogo entre amigos. En los ensayos de Bianco, escritos
    con una prosa que quiere ser lo más tersa posible,
    «el lector presupuesto es un camarada con el que se
    comparten preferencias o al que hay que guiar para que no se
    extravíe por caminos que lo alejarían de la
    auténtica belleza».[14]

    Sin embargo, y a pesar de la comunión feliz que
    ello permite suponer, esa crítica como «amistad
    literaria», como ejercicio de simpatía hacia los
    temas tratados y hacia el futuro lector, parece tener sus
    peligros. Sobre el que podría ser el principal de ellos,
    nos dice Alberto Giordano:

    Los retratos que Bianco escribió para conmemorar
    a sus amigos o a otros escritores con los que mantuvo un trato
    personal suelen ser muy entretenidos, por el recurso constante a
    las anécdotas, y muy eficaces en cuanto a la
    definición de una imagen personal del homenajeado a
    través de la que se lo reconoce como un espíritu
    atractivo y virtuoso, pero nos terminan decepcionando porque
    advertimos que la proximidad sentimental con el autor sustituye
    en ellos la intimidad con su obra.[15]

    El crítico rosarino -en principio- no confunde
    los «retratos» escritos por Bianco con los
    «ensayos» propiamente dichos; pero tampoco (todo hay
    que decirlo) se detiene con suficiente lucidez (con la misma
    lucidez que lo hace en los retratos) en la brillante
    retórica argumentativa de esos ensayos ni en su
    extraordinaria capacidad persuasiva. Así, más
    allá de la reticencia y el prurito académico, de
    esa lábil frontera entre «ensayos
    biográficos» y «ensayos
    analíticos», cabe preguntar si no habrá
    cierta incomprensión, cierta injusticia, al valorar de esa
    manera los ensayos de Bianco; ensayos en los que la eficacia
    artística no es «explicable» por la mera
    tipología y que son precisamente tan valiosos por su
    «tono conversado» y su «proximidad
    sentimental». En uno de esos memorables textos, José
    Bianco se detiene un instante y nos dice: «Pero volvamos a
    María Luisa Bombal. Se dirá que no cuento sobre
    ella sino minucias. Es cierto. Sin embargo, ¿por
    qué desdeñar las
    minucias?»[16] Palabras que nos recuerdan
    aquellas tan hermosas colocadas por Alfonso Reyes como
    epígrafe a Reloj de sol: «Hay que
    interesarse por las anécdotas. Lo menos que hacen es
    divertirnos. Nos ayudan a vivir, a olvidar por unos instantes:
    ¿hay mayor piedad?»

    Cosa difícil y misteriosa es razonar en materia
    de gustos literarios (una preferencia, decía Borges, bien
    puede ser una superstición). Tal vez la atracción
    irresistible que ejercen los ensayos de Bianco no haya que
    buscarla únicamente en la calidad de su prosa -resultado
    de una inteligencia vigilante y la apropiación
    íntima de los temas, del delicado ajuste entre esos temas
    y la perfección de un estilo- o en el carisma de su
    personalidad, sino también en una «ética de
    la escritura», en una cierta «belleza moral»
    que el autor de «El ángel de las tinieblas»
    reconocía en escritores como Julien Benda, Marcel Proust y
    Albert Camus. (Una ética que suscribe el compromiso del
    artista sólo con la verdad de su arte; una belleza, si
    cabe, más deudora de las ideas que de la escritura, de la
    persona como ser moral que del escritor como actor
    público.) Reconocimiento que es siempre, en Bianco o en
    nosotros, un signo de empatía; primer paso, quizás,
    de esa vida vicaria tantas veces mencionada en su obra, de esa
    amistad deseada con los escritores que nos interesan.

     

     

    Autor:

    Modesto Milanés

    [1] Jorge Luis Borges: «Quevedo»,
    en Otras inquisiciones, Madrid, Alianza Editorial, 1998, pp. 61
    y 62.

    [2] Jorge Luis Borges: «Página
    sobre José Bianco», en El País, Madrid,
    miércoles 18 de septiembre de 1985, p. 9.

    [3] José Bianco: «Entrevista con
    Danubio Torres Fierro», en Ficción y realidad,
    Caracas, Monte Ávila, 1977, pp. 237-238.

    [4] Como lo llama Patricia Willson en:
    «José Bianco, el traductor clásico»,
    La constelación del Sur: traductores y traducciones en
    la literatura argentina del siglo xx, Buenos Aires, Siglo XXI,
    2004, pp. 183-227.

    [5] Francisco Rivera:
    «Aproximación a José Bianco», en La
    búsqueda sin fin, Caracas, Monte Ávila, 1993, p.
    170.

    [6] Ibidem: p. 171.

    [7] Héctor Libertella: «J. B. en
    letras de molde», en Daniel Balderston (comp.): Las
    lecciones del maestro: Homenaje a José Bianco, Rosario,
    Beatriz Viterbo Editora, 2006, pp. 139-141.

    [8] «Páginas dispersas de
    José Bianco» en Cuadernos Hispanoamericanos no.
    516, Madrid, junio de 1993, pp.7-37 y «Dossier
    José Bianco», en Cuadernos Hispanoamericanos no.
    555-556, Madrid, julio-agosto de 1997, pp. 9-74.

    [9] Juan Gustavo Cobo Borda:
    «José Bianco, argentino universal», en
    Desocupado lector, Santa Fe de Bogotá, Ediciones Temas
    de Hoy, 1996, p. 228.

    [10] Alberto Giordano: «Imágenes
    de José Bianco ensayista», en Modos del ensayo. De
    Borges a Piglia, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2005, pp.
    103-130 (la cita en la p. 104).

    [11] Jorge Luis Borges: Op. cit., p. 9.

    [12] La única excepción en esa
    «norma de conducta literaria» fue, quizás,
    «En torno a Roberto Arlt», ensayo publicado en el
    número 5 de 1961 de la revista Casa de las
    Américas; aquí, el repaso sobre la vida y obra de
    Arlt —lleno de atinadas y sagaces observaciones—
    aparece lastrado por un inusual tono punzante y agresivo.
    Además, la percepción del contexto
    histórico se convierte en una larga digresión que
    no logra un buen empaste con el resto del análisis. Un
    año después, gran parte de ese material
    —con un tono más atemperado y una mejor estrategia
    discursiva— pasó a convertirse en uno de los
    más conocidos y citados ensayos de Bianco: «La
    Argentina y su imagen literaria».

    [13] José Bianco:
    «Crítica literaria y literatura de
    imaginación: Alberto Moravia», en Diarios de
    escritores y otros ensayos, La Habana, Fondo Editorial Casa de
    las Américas, 2006, p. 48.

    [14] Alberto Giordano: Op. cit., p. 105.

    [15] Ibidem: pp. 114-115.

    [16] José Bianco: «Sobre
    María Luisa Bombal», en Diarios de escritores y
    otros ensayos, La Habana, Fondo Editorial Casa de las
    Américas, 2006, p. 257.

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