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Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre



Partes: 1, 2

  1. Personajes
  2. Parte
    primera
  3. Parte
    segunda

Este drama fue estrenado por el Teatro Popular
Universitario, el 18 de marzo de 1953, en el teatro María
Guerrero, de Madrid,

Personajes:[1]

  • Soldado Adolfo Lavín.

  • Soldado Pedro Recke.

  • Soldado Luis Foz.

  • Cabo Goban.

  • Soldado Javier Gadda.

  • Soldado Andrés Jacob.

La acción, en la casa de un guardabosques.
Tercera guerra mundial.

Parte
primera

CUADRO PRIMERO

Interior de la casa de un guardabosques, visible por un
corte vertical. Denso fondo de árboles. Explanada en
primer término. Es la única habitación de la
casa. Chimenea encendida. En los alrededores de la chimenea, en
desorden, los petates de seis soldados. En un rincón,
ordenados en su soporte, cinco fusiles y un fusil ametrallador.
Cajas de municiones. Una barrica de agua. Un teléfono de
campaña. Una batería eléctrica. Un gran
montón de leña. Una caja de botiquín, con
una cruz roja. Puerta al foro y ventana grande en muro oblicuo a
la boca del escenario.

(Es la hora del crepúsculo. Alrededor de la
lumbre, Luis, Adolfo y Pedro, sentados en sus colchonetas
dobladas, juegan a los dados. Javier, tumbado en su colchoneta
extendida, dormita. Aparte, el Cabo Goban limpia cuidadosamente
su fusil. Empieza la acción.)

Adolfo. (Echa los dados.) Dos ases.

Pedro. (Lo mismo.) Uno. Eh, tú, Luis, te
toca a ti.

Luis. (Que parece distraído.)
¿Eh?

Pedro. Que te toca a ti.

(Luis no dice nada. Echa los dados, uno a uno, en el
cubilete y juega. No mira la jugada.)

Adolfo. Has perdido. Y llevas dos. Tira. (Luis juega
de nuevo.)
Dos damas. Tira. (Luis echa tres dados en el
cubilete y juega.)
Cuatro. Está bien. (Luis no
suelta el cubilete.)
¿Me das el cubilete?

Luis. Ah, sí…, perdona.

(Se lo da, y Adolfo echa los dados.)

Pedro. ¿Qué te pasa? ¿Es que no te
encuentras bien?

Luis. Es que… debo tener un poco de fiebre. Siento
(Por la frente.) calor aquí.

Pedro. Échate un poco a ver si se te
pasa.

Luis. No. Prefiero… Si me acuesto es peor… Prefiero
no acostarme. Ya se me pasará ¿Quién
tira?

Adolfo. Yo. (Tira. Contrariado, vuelve a echar los
cinco dados y juega.)
Tres reyes.

Pedro. (Juega.) Dos… (Vuelve a
tirar.)
y cuatro. Apúntate otra.

(Se lo dice a Adolfo.)

Adolfo. Ya lo sé. (Bosteza. Juega y
ríe.)
Cinco rojos. Me basta.

Pedro. (Juega.) Menos. (A Luis.) Tú.
(Pero Luis no le escucha. Tiene la cabeza inclinada y se
aprieta las sienes con los puños. Está
sudando.)
Luis, pero ¿qué te
ocurre?

Luis. (Gime.) Me duele mucho la cabeza.
(Levanta la vista. Tiene lágrimas en los ojos.)
Debió ser ayer, durante la guardia… Cogí
frío… El frío no me hace bien… desde
pequeño. (Gime.) Me duele mucho.

Pedro. Espera.

(Se levanta y va al fondo. Abre una caja de
botiquín y saca un tubo. Extrae una pastilla. Saca un vaso
del bolsillo y coge agua. Echa la pastilla.)

Cabo. (Sin volverse.) ¿Qué haces?
Pedro. Es una tableta… para Luis. No se encuentra
bien.

Cabo. (Sin levantar la cabeza.)
¿Qué le pasa?

Pedro. Le duele la cabeza. Está malo.

Cabo. Esa caja no se abre sin mi permiso. No podemos
malgastar los medicamentos. ¿Entendido? Pero aunque los
tuviéramos de sobra.

Pedro. Sí, cabo.

Cabo. (Sonríe duramente.) Estoy hablando
en general; ¿comprendes? Si a ése le duele tanto la
cabeza le das el calmante y no hay más que hablar. Yo
también soy compasivo, aunque a veces no lo parezca.
Bueno, ya sabéis que esta situación puede
prolongarse mucho tiempo y que no estamos autorizados para pedir
ayuda a la Intendencia. El mando nos ha dado víveres y
medicinas para dos meses. Durante estos dos meses no existimos
para nadie. Está anotada la fecha en que empezamos a
contar otra vez… En febrero… Mientras tanto, los que saben
que estamos aquí piensan en otras cosas. Pero,
además…, es que soy el jefe de la escuadra.
¿Sabéis lo que es eso? (Levanta la
cabeza.)
Bien, ¿qué esperas?

(Pedro da un taconazo y vuelve con los otros. El
Cabo continúa en su tarea.)

Pedro. (Le da el vaso a Luis.) Tómate
esto. Luis. (Lo toma.) Gracias.

(Se recuesta en la pared y queda en
silencio.)

Pedro. (A Adolfo.) ¿Quieres un pitillo?
Adolfo. Bueno. (Encienden. El Cabo ha empezado a canturrear
una canción.)
Ya está ése cantando.
Pedro. Sí. Se ve que le gusta… esa canción.
Adolfo. Me crispa los nervios oírle. Pedro. ¿Por
qué? Adolfo. Eso no se sabe. No le gusta a uno y
basta.

(Pedro echa un tronco en la
chimenea.)

Pedro. Se está bien aquí, ¿eh?
Alrededor del fuego. (Fuma. Atiza el fuego.) Me recuerda
mi pueblo. A estas horas nos reuníamos toda la familia
junto a la lumbre.

Adolfo. Yo también soy de pueblo. Pero he vivido
toda mi vida en la capital.

Pedro. Yo salí de la aldea a los dieciocho
años y no he vuelto nunca. Tengo veintinueve.

Adolfo. ¿A qué te dedicabas?

Pedro. Trabajaba en una fábrica. ¿Y
tú?

Adolfo. Negocios.[2] (Pausa. Fuman.
Baja la voz.)
Oye, ¿es que ése no pasa
frío?

Pedro. (Pone el dedo en la boca.) Cállate. Te va
a oír y tiene muy malas pulgas.

Adolfo. Ya lo sé. ¿Y a mí
qué me importa? ¿Por qué no se sienta a la
lumbre con nosotros? Es un tipo que no me hace gracia. Nos trata
a patadas el muy bestia. (El Cabo sigue canturreando.)
Seguramente se cree que es alguien, y no tiene más que un
cochino galón de cabo. Este es uno de esos "primera" que
se creen generales.

Pedro. ¿Te vas a callar o no?

(Pausa.)

Adolfo. (Con un ademán brusco arroja el
pitillo.)
Tres días que estamos aquí y ya
parece una eternidad.

Pedro. Yo pienso que si a los cinco días de
conocernos ya empezamos así…, mala cosa.

Adolfo. Ya empezamos, ¿a qué?

Pedro. A no soportarnos.

Adolfo. ¡Bah!

Pedro. La verdad es que esto de no hacer nada… tan
sólo esperar…, no es muy agradable.

Adolfo. No; no es muy agradable. Sobre todo sabiendo lo
que nos espera… si no hay alguien que lo remedie.

Pedro. ¿Qué quieres decir?

Adolfo. Nada.

Pedro. Bueno. Yo creo que lo mejor es no amargarse la
vida con lo que nos espera o no nos espera. Porque no se sabe
nada de lo que va a pasar…

Adolfo. Yo he pensado que es posible que la ofensiva no
se produzca.

Pedro. Es posible. En cuanto a mí,
preferiría lo contrario.

Adolfo. ¡Ah! ¿Prefieres…?

Pedro. Sí. Lo que no me gusta es que no pase
nada. Hace tres meses que no pego un tiro y esto no me sienta
bien.

Adolfo. Ahora va a resultar que eres un
patriota.

Pedro. No. No soy un patriota. Es que… bueno, es una
historia muy larga de contar.

Adolfo. ¿Por qué te han metido en esta
escuadra? Todos sabemos que estamos aquí por algo. Esto
es… creo que lo llaman una "escuadra de castigo". Un puesto de
peligro y… muy pocas posibilidades de contarlo. Bien,
¿por qué ha sido? No será porque eres un
hombre virtuoso, ¿eh?, un angelito.

Pedro. No, claro… Es que maltraté a unos
prisioneros, según dicen.

Adolfo. ¿Qué les hiciste?
¿Arrancarles la piel a tiras? ¿O extraerles
cuidadosamente los ojos?

Pedro. Nada. ¿Qué te importa?
Déjame tranquilo.

Adolfo. Odias a esa gente, ¿no?, al enemigo… al
misterioso enemigo. Almas orientales… Refinados y
crueles.[3] ¿Los odias?

Pedro. Con toda mi alma.

Adolfo. Tendrás… motivos
particulares.

Pedro. (Con esfuerzo.) Sí, muy
particulares. Verdaderamente… particulares. (Se levanta y,
nervioso, da unos paseos con las manos en los bolsillos. Va a la
ventana y queda mirando hacia afuera.)
Buen frío debe
hacer fuera, ¿eh, cabo? Vaya tiempo.

(El Cabo se encoge de hombros. Mete el cerrojo en el
fusil y se levanta. Deja el arma en un rincón. Se estira.
Adolfo le observa en silencio. El Cabo se acerca adonde duerme
Javier y le da con el pie.)

Cabo. Eh, tú. Ya está bien de dormir.
(Javier se remueve débilmente.) ¿Lo oyes?
¡Levántate ya!

(Le da de nuevo con el pie. Javier se incorpora y
queda sentado. Saca de un bolsillo unas gafas montadas al aire y
se las pone.)

Javier. ¿Qué hay?

Cabo. Que ya está bien de dormir. ¿Te has
creído que estás de vacaciones?

Javier. (Se ha levantado y está en una
actitud parecida a "firmes".)
No… no tenía nada que
hacer.

Cabo. Estar atento y dispuesto. ¿Te parece poco?
Coge el ametrallador. (Javier va por él y lo coge.
Vuelve junto al Cabo.)
Está sucio.
Límpialo.

Javier. A sus órdenes.

(Se sienta y trata de limpiarlo,
desganadamente.)

Cabo. Y a ése, ¿qué le pasa?
¿Sigue malo? (Adolfo se encoge de hombros.)
Tú. Basta ya de cuento.

(Luis no abre los ojos. El Cabo le da en la cara con
el revés de la mano.)

Luis. (Entreabriendo los ojos, penosamente.) Me… me
sigue doliendo mucho. Como si tuviera algo aquí. (Por
un lado de la cabeza.)
Es… un fuerte dolor.

Cabo. No te preocupes. Se te quitará en la
guardia. Es tu hora.

Luis. (Consulta su reloj.) ¿Mi
hora?

(Trata de levantarse.)

Cabo. Sí, tu hora. ¿Le extraña al
"señorito"? (Cambia de tono.) Hay que estar
atento al reloj, ya lo sabes. Espero que no vuelva a ocurrir…,
ibas a llevarte un disgusto. Ni yo soy un bedel ni tú un
gracioso colegial. Estás vistiendo un traje militar,
pequeño. Si no te has dado cuenta, vas a pasarlo muy mal
conmigo. (Luis se ha levantado. Se pone con mucho trabajo el
capote y el correaje. Coge el fusil y, al tratar de
colgárselo, vacila. El fusil cae al suelo. Con un
rugido:)
¿En qué estás pensando,
idiota? El fusil no se puede caer. (Entre dientes.) Eso
no puede suceder nunca.

Pedro. Cabo, me atrevo a decirle que Luis está
realmente enfermo. Yo haré su guardia.

Cabo. Cállate tú.

Pedro. Es que…

Cabo. ¡Silencio! Y no vuelvas a meterte en lo que
no te importa. Tú vete ya. Yo no puedo admitir que un
soldado se ponga enfermo, como una pálida muchachita. Es
la hora del relevo y eso es sagrado. (Luis, vacilante, sale.
Hay una ráfaga de aire al abrir la puerta. Un silencio.
Pedro está mirando fijamente al Cabo. Éste se
sienta junto a la lumbre y enciende un pitillo. Observa el
trabajo de Javier.)
Ese cierre no está limpio.
(Javier coge la pieza y la mira.) Puede quedar mejor,
¿no crees? (Javier no responde. Se limita, con
encogimiento de hombros, a limpiarla de nuevo.)
Pedro, trae
la barrica.

(Pedro coge un barrilito y se lo lleva al Cabo.
Adolfo se acerca y Javier deja el ametrallador para sacar un vaso
aplastado del bolsillo. Todos esperan algo. El Cabo extrae con un
cazo y reparte una pequeña ración del
líquido a cada uno. Adolfo lo saborea. Pedro lo bebe en
dos veces. Javier, de un trago.)

Adolfo. (Cuando ha saboreado la última gota
voluptuosamente.)
Cabo, no creo que un poco más de
coñac nos hiciera daño. Sólo… un poco. Con
este frío…

Cabo. (Bebiendo lo suyo, que acaba de echarse.)
Lo poco que bebemos es porque hace frío. Hay que tener
cuidado con el alcohol. He visto a magníficos soldados
perder el respeto al uniforme… por el alcohol.

Pedro. ¿Usted… ha sido soldado toda su
vida?

Cabo. (Apura el coñac.)
Sí.

Pedro. (Tratando de conversar con él.)
¿Cuánto tiempo hace que viste el uniforme, cabo? Es
una forma de preguntarle cuántos años
tiene.

Cabo. Tengo treinta y nueve… A los diecisiete
ingresé en la Legión, pero desde pequeño era
ya soldado… Me gustaba…

Pedro. (Ríe.) ¡Es usted un hombre
que no ha llevado corbata nunca, cabo!

(Una pausa. Pedro deja de reír. Un
silencio.)

Cabo. Este es mi verdadero traje. Y vuestro "verdadero
traje" ya para siempre. El traje con el que vais a morir.
(Ante el gesto de los otros se ríe él. Ellos se
miran con inquietud. El gesto del Cabo se endurece, y
añade:)
Este es el traje de los hombres: un uniforme
de soldado. Los hombres hemos vestido siempre así,
ásperas camisas y ropas que dan frío en el invierno
y calor en el verano… Correajes… El fusil al hombro… Lo
demás son ropas afeminadas…, la vergüenza de la
especie. (Mira a Javier detenidamente. Éste finge que
se le han empañado las gafas y las limpia.)
Pero no
basta con vestir este traje…, hay que merecerlo… Esto es lo
que yo voy a conseguir de vosotros…, que alcancéis el
grado de soldados, para que seáis capaces de morir como
hombres. Un soldado no es más que un hombre que sabe
morir, y vosotros vais a aprenderlo conmigo. Es lo único
que os queda, morir como hombres. Y a eso enseñamos en el
Ejército.

Pedro. Cabo, había oído decir que en el
Ejército se enseñaba a luchar… y a vencer, a
pesar de todo.

Cabo. Para luchar y vencer, antes es preciso renunciar a
esta perra vida. Vosotros no habéis renunciado aún,
¿verdad? Todavía os queda un cochino resquicio de
esperanza. No sois soldados. Sois el desecho, la basura, ya lo
sé…, hombres que sólo quieren vivir y no se
someten a una disciplina. ¡Indisciplinados y cobardes!
Bien. Vais a tragar la disciplina del cabo Goban, la disciplina
de un viejo legionario. Necesito una escuadra de soldados para la
muerte. Los tendré. Los haré de vosotros. Los
superiores saben lo que han hecho poniendo esta escuadra bajo mi
mando. Voy a ir con vosotros hasta el final. Voy a morir con
vosotros. Pero vais a llegar a la muerte limpios, en perfecto
estado de revista. Y lo último que vais a oír en
esta tierra es mi voz de mando. ¿Qué os parece la
perspectiva?

Adolfo. (Con voz ronca.) Cabo.

Cabo. ¿Qué?

Adolfo. (Con una sonrisa burlona.) Ya sé
qué clase de tipo es usted. Usted es de los que creen que
la guerra es hermosa, ¿a que sí?

Cabo. (Mira a Adolfo fijamente.) Si a ti no te
gusta trata de marcharte. A ver qué ocurre. (Javier
murmura algo entre dientes.)
¿Dices algo
tú?

Javier. No, es que… me he hecho daño en un dedo
al meter el cierre.

Cabo. Parece ser que eres "profesor". Tendrás
teorías sobre este asunto y sobre todos, supongo.
Explícanos tus delicadas teorías. Es hora de que
oigamos algo divertido. ¡Vamos! ¡Habla!

Javier. (Con nervios.) Oiga usted, cabo, no
tengo interés en hablar de nada, ¿me oye? Estoy
aquí y le obedezco. ¿Qué más
quiere?

Cabo. (Le corta.) Eh, eh, cuidado. Menos humos.
No tolero ese tono…, "profesor".

Javier. Perdóneme… Es que… estoy
nervioso.

Cabo. En efecto. El "profesor" es un hombre muy nervioso
y, además, un perfecto miserable. Me parece que ya es hora
de que vayamos conociéndonos.

(En este momento se abre la puerta y aparece
Andrés: capote con el cuello subido, guantes y fusil. Se
acerca al Cabo.)

Andrés. A sus órdenes, cabo.

Cabo. Siéntate.

Andrés. Cabo, quería decirle que me ha
parecido encontrar a Luis… en malas condiciones para hacer el
relevo. Me temo que no se encuentre bien.

Cabo. Deja eso. Ya lo he reconocido yo antes y no tiene
nada. Ahí tienes tu coñac. (Andrés se
quita el correaje y el capote. Se sienta y bebe ávidamente
su coñac hasta la última gota.)
Has llegado a
tiempo de oír una bonita historia. Estamos hablando del
"profesor".

Javier. Cállese de una vez. Déjeme en
paz.

Cabo. (Mira fijamente a Javier.) Desde el
primer momento comprendí que no me iba a llevar muy bien
contigo. No somos de la misma especie. Te odiaba desde antes de
conocerte, desde que, hace una semana, me llamaron y tuve tu
expediente en mis manos. Es curioso pensar que hace una semana no
os conocíais ninguno. Pero yo os conocía ya a
todos. Y vosotros ni siquiera podíais suponer mi
existencia, ¿verdad? Sin embargo, ahora nada hay para
vosotros más real que yo.
(Ríe.)

Andrés. ¿Que… le dieron nuestros
expedientes?

Cabo. Sí, vuestras agradables biografías.
(Hay miradas de inquietud.) Soldado Javier Gadda.
Procedente del Regimiento de Infantería número 15.
Operaciones al sur del lago Negro, ¿no es
verdad?

Javier. (Asiente.) Sí, de allí vengo. Era
un infierno de metralla, algo… horrible.

(Se tapa los oídos.)

Cabo. No te preocupes. Esto es otro infierno. Soldado
Adolfo Lavín, 2.ª Compañía de
Anticarros… En el Sur. ¿Te acuerdas?

Adolfo. (Sombrío.) No lo he
olvidado.

Cabo. Andrés Jacob. Un bisoño. Del campo
de instrucción de Lemberg a una escuadra de castigo.
¿Eres tú?

Andrés. Sí, yo.

Cabo. Soldado Pedro Recke. El río Kar… La
ofensiva de invierno… Muchos prisioneros,
¿verdad?

Pedro. Sí.

Cabo. Tú sí eres soldado, Pedro… y te
felicito. Si saliéramos de ésta, me gustaría
volver a verte.

Pedro. (Serio.) Gracias.

Cabo. Si queréis saberlo, yo no estoy aquí
para castigaros. Yo no soy otra cosa que un castigado más.
No soy un santo. Si lo fuera, no estaría con
vosotros.

(Alguna risa fría.)

Pedro. (Audazmente.) Me dijeron que usted…
había llegado a algo más en el Ejército.
Quiero decir… que lo degradaron. Era sargento,
¿no?

Cabo. ¿Quién te ha dicho eso?
¿Qué sabes tú de mí? Vamos,
dilo.

Pedro. Poca cosa.

Cabo. Espero que no me dé vergüenza.
Habla.

Pedro. Me han dicho que tiene tres cruces
negras.

Andrés. ¿Cómo "tres cruces negras"?
¿Qué es eso?

Pedro. Está claro. Que se ha cargado a tres.
¿Es cierto, cabo? (El Cabo le mira fijamente.)
Cuando era sargento. Dos muertos en acciones de guerra y uno
durante un período de instrucción. ¿Es
cierto?

Cabo. (Después de un silencio.)
Sí. Maté a dos cobardes. A uno porque
intentó huir. Esto fue en la guerra pasada. Ya en
ésta se repitió la historia… Se negaba a saltar
de la trinchera…

(Javier baja la vista.)

Pedro. ¿Y el tercero?

Cabo. (Sombrío.) Lo del tercero… fue un
accidente.

Pedro. ¿Un accidente?

Cabo. ¡Sí!

(Se levanta. Sombrío, recorre la
habitación.)

Pedro. ¿Qué clase de accidente?

Cabo. (Se pasea.) En instrucción,
explicando el cuerpo a cuerpo, haciendo asalto a la bayoneta…
Tuvo él la culpa… Era torpe, se puso nervioso…, no
sabía ponerse en guardia…

Pedro. ¿Lo mató? ¿Allí
mismo… quedó muerto?

Cabo. No me di cuenta de lo que hacía. El chico
temblaba y estaba pálido. Me dio rabia. Lo tiré al
suelo de un golpe; y ya no sé lo que me pasó. Tuve
un ataque. Lo rematé yo mismo… allí. Lo
cosí a bayonetazos. Me había enfurecido. Era
torpe…, un muchacho pálido, con pecas… (Cambia de
tono
.), y ahora que lo recuerdo me parece que
tenía… (Tuerce la boca.) una mirada
triste…

(Ha ido oscureciendo. Oscuro total.)

CUADRO SEGUNDO

Vuelve la luz poco a poco. Es por la
mañana.

(Luis está acostado. Javier, sentado junto a
él. Pedro barre el suelo. Andrés se está
afeitando frente a un espejito, junto a la
ventana.)

Javier. No te preocupes, muchacho. Eso no será
nada. Seguramente un poco de frío que has cogido… Te ha
bajado la fiebre…, es buena señal…

Pedro. (Barriendo.) Déjalo ahora. A ver
si se duerme.

Javier. (Se levanta.) ¿Has oído
cómo deliraba esta noche?

Pedro. Sí. Pobre chico… Seguro que ha tenido
cuarenta de fiebre… Qué cosas decía…
(Barre.) Buen susto me llevé cuando fui a
relevarle. Tumbado en el suelo… sin sentido.

Andrés. (Que está acabando de
afeitarse.)
Ese hombre es un bruto. ¿Por qué
le obligó a hacer la guardia si estaba malo? Y vosotros,
¿por qué le dejasteis ir?

Pedro. Y tú, ¿por qué te viniste,
viendo que no podía tenerse en pie? Habértelo
traído.

Andrés. Y dejar el puesto de guardia solo. Ese
hombre hubiera sido capaz de matarme. Está loco. No conoce
otra norma de conducta que las Ordenanzas militares. Vete
tú a hablarle de compasión y de amor al
prójimo.

Javier. (Que habla débilmente.) Tiene
razón Andrés. Toda su moral está escrita en
los capítulos de las Ordenanzas del Ejército. Y si
sólo fuera eso…, pero además es agresivo,
hiriente. Anoche trató de burlarse de mí, contando
lo que a nadie le importa. ¿Qué tiene él que
decir de nosotros? ¿No os disteis cuenta? Parecía
que nos amenazaba con contar lo que sabe de cada uno. Yo creo que
a nadie le importa la vida de los demás.

(El enfermo dice algo que no llega a
oírse.)

Pedro. (Se acerca.) ¿Qué
dices?

Luis. (Hace un esfuerzo.) A mí no me
importa decir por qué me trajeron a esta escuadra. Me
negué a formar en un piquete de ejecución. Eso es
todo. Yo no sirvo para matar a sangre fría. Lo llaman
"insubordinación" o no sé qué. Me da igual.
Volvería a negarme…

Pedro. Bien, cállate. No te conviene hablar
ahora. Te subiría la fiebre. Lo que tienes que hacer es
descansar.

Luis. Yo… he querido decir…

Pedro. Te hemos entendido. Calla.

(Javier se ha levantado y está en pie, un
poco apartado. Enciende un pitillo. Fuma. En pie.
Inmóvil.)

Andrés. (Ha guardado los cacharros de
afeitarse. Queda sentado en su petate.)
Mirándolo
bien, es horrible lo que nos ha ocurrido a nosotros, por una cosa
o por otra.

Javier. Sí.

Andrés. Esto es una ratonera. No hay salida. No
tenemos salvación.

Javier. Esa es (Con una mueca.) la verdad.
Somos una escuadra de condenados a muerte.

Andrés. No, es algo peor…, de condenados a
esperar la muerte. A los condenados a muerte los matan.
Nosotros… estamos viviendo…

Pedro. Os advierto que hay muchas escuadras como
ésta a lo largo del frente. No vayáis a creeros que
estamos en una situación especial. Lo que nos pasa no
tiene ninguna importancia. No hay nada de qué envanecerse.
Esto es lo que llaman una "escuadra de seguridad"…, un cabo y
cinco hombres como otros…

(Andrés no le oye.)

Andrés. Estamos (Con un
escalofrío.)
a cinco kilómetros de nuestra
vanguardia, solos en este bosque. No creo que sea para tomarlo a
broma. A mí me parece un castigo terrible. No tenemos otra
misión que hacer estallar un campo de minas y morir, para
que los buenos chicos de la primera línea se enteren y se
dispongan a la defensa. Pero a nosotros, ¿qué nos
importará ya esa defensa? Nosotros ya estaremos
muertos.

Pedro. Ya está bien, ¿no? Pareces un
pájaro de mal agüero.

Andrés. Si es la verdad, Pedro… Es la verdad…
¿Qué quieres que haga? ¿Que me ponga a
cantar? Es imposible cerrar los ojos. Yo… yo tengo miedo… Ten
en cuenta que… yo no he entrado en fuego aún… Va a ser
la primera vez… y la última. No me puedo figurar lo que
es un combate. Y… ¡es horrible!

Pedro. Un combate no es nada. Lo peor ya lo has
pasado.

Andrés. ¿Qué es… lo
peor?

Pedro. El campamento. La instrucción. Seis, siete
horas marchando bajo el sol, cuando el sargento no tiene
compasión de ti, ¡un! ¡dos!, ¡un!
¡dos!, y tú sólo pides tumbarte boca arriba
como una bestia reventada. Pero no hay piedad. Izquierda,
derecha, desplegarse, ¡un! ¡dos! Paso ligero,
¡un! ¡dos!, ¡un! ¡dos! Lo peor es eso.
Largas marchas sin sentido. Caminos que no van a ninguna
parte.

Andrés. (Lentamente.) Para mí lo
peor es esta larga espera.

Pedro. Cuatro días no es una larga espera, y ya
no puedes soportarlo… Figúrate si esto dura días
y días… A mí me parece que hay que reservarse,
tener ánimo… por ahora… Ya veremos…

Andrés. (Nervioso.) ¿No
decían que la ofensiva era inminente? Yo ya me
había hecho a la idea de morir, y no me importaba. "Nos
liquidan y se acabó". Pero aquí parece que no hay
guerra… El silencio… Sabemos que enfrente, detrás de
los árboles, hay miles de soldados armados hasta los
dientes y dispuestos a saltar sobre nosotros.
¿Quién sabe si ya nos han localizado y nos
están perdonando la vida? Nos tienen bien seguros y se
ríen de nosotros. Eso es lo que pasa, ¡cazados en la
ratonera! Y queremos escuchar algo… y sólo hay el
silencio… Es posible que meses y meses. ¿Quién
podrá resistirlo?

Javier. (Con voz grave.) Dicen que son feroces
y crueles…, pero no sabemos hasta qué punto… se nos
escapa… Y eso que se nos escapa es lo que da más miedo.
Sabemos que su mente está dispuesta de otra forma… y eso
nos inquieta, porque no podemos medirlos, reducirlos a objetos,
dominarlos en nuestra imaginación… sabemos que creen
fanáticamente en su fuerza y en su verdad… Sabemos que
nos creen corrompidos, enfermos, incapaces del más
pequeño movimiento de fe y de esperanza. Vienen a
extirparnos, a quemar nuestras raíces… Son capaces de
todo. Pero, ¿de qué son capaces? ¿De
qué? Si lo supiéramos puede que tuviéramos
miedo…, pero es que yo no tengo miedo… es como angustia. No
es lo peor morir en el combate… Lo que me aterra ahora es
sobrevivir…, caer prisionero…, porque no puedo imaginarme
cómo me matarían…

Andrés. Sí, es verdad. Comprendo lo que
quieres decir. Si tuviéramos enfrente soldados
franceses… o alemanes… todo sería muy distinto. Los
conocemos. Hemos visto sus películas. Hemos leído
sus libros. Sabemos un poco de su idioma. Es distinto.

Javier. Es terrible esta gente…, este país…
Estamos muy lejos…

Pedro. Lejos, ¿de qué? Javier. No
sé… Lejos…

(Un silencio. Pedro, que ha mirado su reloj, se
está poniendo el capote y el correaje. Coge el
fusil.)

Pedro. Hasta luego.

Andrés. Hasta luego. (Sale Pedro. Un
silencio.)
¿Qué hará el
cabo?

Javier. Un largo paseo por el bosque… Vigilancia… O
estará inspeccionando el campo de minas. No puede estarse
quieto.

(Andrés saca cigarrillos. Ofrece a Javier.
Fuman.)

Andrés. (Después de un silencio.)
Cuando anoche el cabo habló de nosotros, me di cuenta de
que estabas muy pálido. (Javier no se mueve.) A
mí tampoco me hizo mucha gracia. Es que… a nadie le
importa, ¿verdad?, lo que uno ha hecho.

Javier. No. A nadie le importa.

Andrés. Yo prefiero no meterme en la vida de los
demás y que nadie se meta en la mía.

Javier. Yo también.

Andrés. A un amigo se le puede contar todo, hasta
un secreto, pero tiene que ser eso, un amigo.

Javier. Claro.

Andrés. En la guerra, a mí me parece que
es muy difícil hacer amigos. Nos volvemos demasiado
egoístas, ¿verdad? Sólo pensamos en nosotros
mismos, en salvar el pellejo, aunque sea a costa de los
demás. Me refiero a la gente normal, quitando a los
héroes.

Javier. (Sonríe.) Eso debíamos
hacer, quitar a los héroes y no habría
guerras.

(Andrés ríe.)

Andrés. Los otros dicen que tú eres
antipático y que te crees superior, pero yo no estoy de
acuerdo. ¿Es cierto que has sido profesor de la
Universidad?

Javier. Sí.

Andrés. Profesor, ¿de
qué?

Javier. De Metafísica. (Andrés
ríe.)
¿De qué te
ríes?

Andrés. De eso. Me hace gracia. Profesor de
Metafísica. Y ahora eres una porquería como yo, que
no pasé del segundo curso. El hoyo común… para
todos.

Javier. Sí, tiene mucha gracia.

Andrés. No me gustaba estudiar, es decir, creo
que me emborrachaba demasiado. Llegué a tener delirios. Yo
no servía para estar en las aulas, ni para contestar
seriamente a las estúpidas preguntas de los profesores.
Hasta que mis padres se cansaron y entonces me fui de casa.
Tenía veintiséis años y todavía iba
por el segundo curso.

(Ríe.)

Javier. ¿Te fuiste de casa? ¿Y
adonde?

Andrés. (Ríe.) Fundé un
hogar. Quiero decir que me junté con una chica. Yo no era
capaz de ganar ni para comer, pero, naturalmente, seguí
emborrachándome con los amigos. Riñas de madrugada,
palos de los serenos, comisarías…, caídas,
sangre…, lo normal… Me separé de mi mujer… y me
quedé solo… Pude, por fin, beber sin dar cuentas a
nadie…, sin que nadie sufriera por mí… (Parece que
se le han humedecido los ojos.)
Una historia vulgar, como
ves. Lo único que me consuela es pensar que el trabajo que
no hice, no hubiera servido de nada… Me hace gracia verte
aquí, en esta horrible casa, con tu brillante carrera
universitaria, siempre de codos sobre los libros, ¿no?,
¡y oposiciones! Una ejemplar historia que termina como la
del golfo, la del borracho incorregible… incapaz de ganar su
vida honesta y sencillamente. ¿Eh? Me parece que no ha
merecido la pena, amigo.

Javier. Puede…, puede que no haya merecido la pena. Yo
estudiaba porque tenía que sostener a mi madre y los
estudios de mi hermano. Quería ver despejado el porvenir.
Quería ganar dinero "honesta y sencillamente", como
tú dices. Se habían sacrificado por mí y yo
tenía la obligación de no defraudar a mi padre…
ni el cariño y la confianza de mi madre…

Andrés. ¿Qué era tu
padre?

Javier. Empleado de un Banco. Soñaba para
mí un porvenir digno y brillante. El pobre no llegó
a verlo. Murió antes de que yo cobrara mi primer sueldo en
la Universidad.

Andrés. ¿Pero tú no veías
que estabas trabajando para nada? ¿No te dabas cuenta de
que "esto" tenía que llegar? Si se mascaba en el ambiente
esta guerra…, la tercera gran guerra del siglo XX…, puede que
la última guerra. Tantos libros y no te dabas cuenta de lo
más importante.

Javier. No. No me daba cuenta. Yo estaba en la
biblioteca. Allí no había tiempo. Las alarmas de
los periódicos me parecían eso, periodismo. En el
fondo, estaba convencido de que el mundo estaba
sólidamente organizado, de que no iba a ocurrir nada y de
que había que luchar por la vida.

Andrés. Yo no tenía esa impresión
de solidez. A mí me parecía que vivíamos en
un mundo que podía desvanecerse a cada instante. Me daba
cuenta de que estábamos en un barco que se iba a pique. No
merecía la pena trabajar, y a mí me venía
muy bien.

Javier. ¿Te dabas cuenta de todo,
Andrés?

Andrés. Por lo menos eso digo ahora. Me parece
que, pensándolo, quedo justificado. A estas alturas uno
siente la necesidad de justificarse. (Se abre la puerta.
Entra Adolfo. Viene renegando. Se quita el capote.)

¿Qué te pasa?

Adolfo. Estoy harto.

Andrés. Alguna amable indicación del cabo,
¿no?

Adolfo. Me ha doblado la imaginaria de esta
noche.

Andrés. ¿Por qué?

Adolfo. Dice que me ha visto sentado en el puesto de
guardia.

Andrés. ¿Y no es verdad?

Adolfo. Sí, ¿y qué? (Se
sienta.)
Además, es asqueroso… Nos espía…
Vigila hasta nuestros más pequeños movimientos.
Así no se puede vivir. Estoy harto. Ahora, mientras se
alejaba, me han dado ganas de pegarle un tiro.

Andrés. No creo que sea para tanto.

Adolfo. Sí; pegarle un tiro…, acabar con
él… Nos quedaríamos en paz. El poco tiempo que
nos queda de vida podríamos pasarlo tranquilamente…
Nadie se iba a enterar nunca… Y aunque llegaran a enterarse, a
nosotros ya no nos importaba.

Andrés. ¿Pero qué estás
diciendo? ¿Te has vuelto loco?

Adolfo. No. No estoy loco. Lo he pensado de verdad. A
mí no me importa… he hecho cosas peores… Quiero vivir
en paz, hacer lo que me dé la gana… Es…
(Ríe desagradablemente.) mi última
voluntad.

(Al ver la cara de los otros vuelve a reír. En
este momento entra el Cabo. Hay en ellos un movimiento de
inquietud. Rehúyen la mirada del Cabo.)

Cabo. ¿Qué os pasa? ¿De qué
estabais hablando?

Andrés. (Después de una pausa.)
Adolfo nos ha contado una historia divertida…, pero a mí
no me ha hecho mucha gracia. ¿Y a ti, Javier?

Javier. (Mirando a Adolfo.) No. A mí
tampoco.

Oscuro

CUADRO TERCERO

(Sobre el oscuro, Javier enciende una cerilla y con
ella una vela. Está inquieto. Se sienta en un petate. Se
ve confusamente, durmiendo, al Cabo, a Luis, a Adolfo y a
Andrés. Javier saca un cuadernito, lo pone en las piernas
y escribe con un lápiz.)

Javier. "Yo, Javier Gadda, soldado de infantería,
pido a quien encuentre mi cadáver haga llegar a mi madre,
cuyo nombre y dirección escribo al pie de esta
declaración, las circunstancias que sepa de mi muerte,
dulcificándolas a ser posible en tal medida que, sin
faltarse a la verdad, sea la noticia lo menos dura para ella;
así como el lugar en que mis restos reposen. Han pasado ya
quince días desde que ocupamos este puesto. La
situación se está haciendo, de momento en momento,
insoportable. La ofensiva no se produce y los nervios
están a punto de saltar. Solamente el cabo permanece
inalterable. Mantiene el horario de guardia y la disciplina. Nos
levantamos a las seis de la mañana, no sé para
qué. Seguimos un horario rígido de comidas y de
servicio. Nos obliga a limpiar los equipos y la casa. Tenemos que
afeitarnos diariamente y sacarle brillo a las armas y a las
botas. Todo esto es estúpido en cualquier caso y
más en el nuestro. Estos días me he dado cuenta de
la verdad. Parece que estamos quietos, encerrados en una casa;
pero, en realidad, marchamos, andamos día tras día.
Somos una escuadra hacia la muerte. Marchamos disciplinadamente,
obedeciendo a la voz de un loco, el cabo Goban.

(Se remueve Andrés. Enciende una cerilla y
mira la hora en su reloj. Javier deja de escribir. Andrés
bosteza. Se levanta penosamente, renegando. Ve a
Javier.)

Andrés. ¿Qué haces
ahí?

Javier. Me he desvelado. Estoy escribiendo una
carta.

Andrés. ¿Una carta? ¿Para
qué? Aquí no hay Correo. (Acaba de ponerse el
capote. Coge el fusil.)
La deliciosa hora del
relevo…

(Sale tambaleándose. Javier se pasa la mano
por la frente. Vuelve a escribir.)

Javier. "El que encuentre este cuaderno sepa que he sido
un cobarde. Esta es una historia que no me atrevo a contar a los
otros. Cuando me llamaron de filas traté de emboscarme.
Desde entonces tengo ficha de desertor en el Ejército.
Luego he sabido ilustrar esa ficha con varios actos vergonzosos.
En la instrucción no me atrevía a lanzar las bombas
de mano. Luego, en acciones de guerra, he palidecido y he llorado
cuando tenía que saltar de la trinchera. Pero lo que no
puedo olvidar es que, un día, en una retirada, cuando
hirieron a mi compañero y cayó a mi lado, oí
que me decía: "Vete, vete, déjame"… ¡Como
si yo hubiera pensado en quedarme…! ¡No! ¡Yo no
había pensado en detenerme a su lado, en decirle:
¿Quieres algo para tu madre? ¿Qué digo a tu
novia? ¡Yo huía, huía como un loco,
frenético… y apenas volví un momento la cabeza
para ver a mi compañero caído de bruces, herido de
muerte!"

(Alguien se remueve. Javier levanta la cabeza. Es el
Cabo.)

Cabo. (Entre sueños,
agitadísimo.)
¡Ha sido un accidente! ¡Ha
sido un accidente! ¡Yo no he querido hacerlo! ¡Ha
sido un accidente!

(Gime y da vueltas.)

Javier. (Vuelve a escribir.) "El demonio del
cabo también tiene algo que olvidar. En realidad, todos
estamos aquí con una culpa en el corazón y un
remordimiento en la conciencia. Puede que éste sea el
castigo que nos merezcamos y que, en el momento de morir, seamos
una escuadra de hombres purificados y dignos."

Luis. (Desde su colchoneta.) ¡Javier!
¡Javier!

Javier. (Levanta la vista del cuaderno.)
¿Qué hay?

Luis. (Se queja.) Me encuentro muy
mal.

Javier. ¿Quieres algo?

Luis. No…

Javier. Pues trata de dormir.

Luis. Es que… no puedo…

(Da una vuelta y queda inmóvil. Javier vuelve
a fijar la vista en el cuaderno.)

Javier. "A la hora del resumen me extraña el
infame egoísmo que me hizo pensar en sobrevivir cuando
estalló la guerra. Si esta lucha es, como creo, un
conflicto infame, yo también lo he sido tratando de
evadirme, aferrándome grotescamente a la vida, como si yo
fuera el único digno de vivir, mientras los demás
están dando su sangre, dando generosa y resignadamente su
sangre, limitándose a morir, sin pedir explicaciones, con
generosidad y desinterés. Esta es mi culpa. Este es mi
castigo. Ahora sólo deseo que haya una lucha, que yo me
extinga en ella y que mi espíritu se salve. (Deja de
escribir un momento. Por fin.)
En el momento en que voy a
firmar esta declaración, pienso en mi madre. Sé que
ella estará despierta y llorando… De eso sí que
nadie puede consolarme en el mundo… Nadie puede enjugar de mis
ojos… el llanto de mi madre…"

(Se abre la puerta. Aparece Pedro. Viene de la
guardia.)

Pedro. ¡El maldito Andrés! Creí que
no llegaba. Me estaba helando de frío. (Se sienta y se
frota ¡as manos.)
¿Qué haces?

(Javier cierra el cuaderno.)

Javier. (Con voz insegura.) Estaba…
escribiendo una carta.

Oscuro

CUADRO CUARTO

Empieza a amanecer.

(El Cabo está en pie. Pedro, Andrés y
Adolfo se levantan de dormir. Luis se remueve. Javier no
está.)

Cabo. (Sacude a Luis.) ¡Arriba! ¡Ya
está bien de enfermedad!

Adolfo. (Calzándose las botas.) Tiene
razón el cabo. Ayer no tenía fiebre.

Pedro. (Bosteza.) Anímate, muchacho. Es
mejor para ir haciendo fuerzas.

Adolfo. (Echando agua en una palangana.)
¿Cuántas horas de guardia nos debes, Luis?
Podías haberte guardado la enfermedad para otra
ocasión. ¡Nos has fastidiado! Tengo un sueño
espantoso. (Luis se está levantando en silencio. El
Cabo, mientras se lava, canturrea.)
Maldita sea. Esto es lo
que peor aguanto. Levantarme a estas horas… y con este
frío… y con este fondo musical…

(El Cabo no le oye. Luis se ha puesto,
trabajosamente, las botas y se pone en pie.
Vacila.)

Pedro. ¿Qué tal?

Luis. Parece que… bien… (Echa a andar con
ligeras vacilaciones. Llega hasta el Cabo. Se pone en
firmes.)
A sus órdenes, cabo.

Cabo. (Le mira de arriba a abajo.) Eso
está mejor. Lávate y te incorporas al servicio.
Rige el horario anterior a tu enfermedad.

(Pedro está echando leña en la
chimenea y Adolfo prepara el café.)

Pedro. ¡Uf! Vaya día. Me parece que para
Navidad tendremos nieve.

Andrés. (Que se ha levantado en silencio,
malhumorado y en este momento se chapuza la cara.)
Hace
mucho frío por las mañanas. Este frío me
hace mucho mal. Luego voy entrando en reacción, pero a
estas horas… ¡oh! (Con un escalofrío.), a
estas horas… me parece que estoy enfermo. (Pedro
ríe.)
No es cosa de risa.

(Pedro vuelve a reír.)

Pedro. (Enciende una cerilla y la aplica a la
chimenea.)
Es cierto que hoy hace más frío.
Adolfo, trae el café. Las galletas…

(Adolfo y Pedro se han sentado junto a la chimenea.
Luis se acerca a ellos.)

Luis. Me encuentro muy bien. Un poco débil, pero
bien.

Partes: 1, 2

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