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Hombre y Naturaleza




Enviado por Pablo Turmero



  1. Introducción: El Sentido del tema Hombre
    – Naturaleza
  2. La
    crisis del concepto de naturaleza. Necesidad de un acceso
    histórico al concepto actual de
    naturaleza
  3. La
    Concepción Mecánica de la
    naturaleza

Introducción: El Sentido del tema
Hombre – Naturaleza

Vamos a enfrentarnos, una vez más, llamados por
una vocación típica de nuestro tiempo, con el
azorante misterio de nuestra propia realidad. Vamos a tratar de
acercarnos al fondo de este enigmático animal llamado
hombre. El "bípedo implume", que dijeron las
clásicos y gustaba de repetir Unamuno, que fabrica y
utiliza instrumentos, habla, ríe, entierra a sus muertos,
y hoy se lanza a los espacios para acusar sus rasgos de
volátil desplumado. El viviente ensimismado, absorto y
soñador de mundos fantásticos, desde los cuales
regresa con redoblada energía para irlos haciendo
realidad. Son múltiples, evidentemente, las vías de
acceso que podemos proponernos hacia este interior
enigmático, cobijado por la corteza humana. La propia
experiencia de nuestro ser, convertida en lectura
fenomenológica. El testimonio histórico de nuestros
productos culturales. Las leyes científicas de nuestra
conducta. Y variadas las categorías desde las cuales es
situable la problemática humana. Su religación a un
fundamento absoluto, su relación con las categorías
de lo espiritual, la razón o los valores. Pero un modo
fundamental de acometida viene determinado por la
problemática relación en que el hombre se encuentra
con la naturaleza. Es decir, con la realidad inerte y viviente
que le circunda, y, al menos parcialmente, le
constituye.

Al llegar al hombre, en efecto, arrancando desde la
existencia más elemental de la materia física,
parecen abrírsenos zonas nuevas de lo real. En el
espectáculo que se nos ofrece, el ser humano se balancea
funambúlico entre el polo inferior de la realidad, la
puramente física, y la vislumbre problemático del
modo de ser inmaterial. Un esfuerzo de modestia rigurosa,
entonces exige algo elemental: empezar la construcción por
los cimientos. La radicalidad, tan invocada como alma del
quehacer filosófico, nos obliga literalmente a desenterrar
las raíces de lo humano, presas en el humus de la
existencia física y biológica, para poder fijar la
peculiaridad de lo antropológico. Su absorción en
tales realidades o su emergencia; su modo preciso de
vinculación, en todo caso,

Ningún espiritualismo, por muy extremoso que sea,
ha llegado a negar esta esencial inserción del hombre en
la materialidad. Podrá a lo sumo categorizarla
negativamente, anatematizarla cual órficos y
pitagóricos, convirtiéndola en cárcel de
nuestras posibilidades. Pero el hombre está
ineluctablemente en el escenario de este mundo.
Noéticamente volcado hacia él: las quididades
sensibles son el objeto primario del conocimiento humano para los
tomistas. Vitalmente en lucha con la naturaleza, en una tensa
relación en que salta la técnica como
respuesta.

Estos grandes temas resultan cargados de actualidad en
cierta medida dramática. Con inquietud nos preguntamos hoy
qué significa nuestro conocimiento entero de la
naturaleza. Inmenso de contenidos v potencia, pero más
azorante que nunca en la precisión de su alcance.
¿Es un estrellarse contra muros que desafían
nuestros asaltos, como pretende
Camus? ¿Es la
naturaleza un reino hostil al imperio de la razón?
¿Y la ciencia una imposición tantálica del
hombre que salta las irracionalidades de la realidad,
según proclamaba
Meyerson ya sobre el
análisis de la ciencia clásica? ¿Es
entonces, el saber científico una revelación de la
realidad que nos rodea, o un puro auto-descubrimiento? Como se
pregunta
Heisenberg, ¿somos los viajeros de un
navío que gira en círculo, atraída su
brújula por la masa de la propia embarcación,
incapaz de marcar un rumbo trascendente
?. La relación
cognoscitiva del hombre con la naturaleza trasparece tremenda
problematicidad.

Y, por otra parte, vivimos con gravedad máxima
nuestro alejamiento de la naturaleza en la técnica actual.
Ya no podemos detenernos en el camino emprendido y cada avance
levanta nuevos problemas. Las materias primas, las relaciones
humanas, nuestra misma corporalidad y nuestro íntimo
psiquismo, todo este mundo dado, está enmarcado en sus
posibilidades y exigencias de uso por una larga herencia
transformadora, determinante de urgencias y facilidades
inéditas. Más, a las incógnitas que la
naturaleza como objeto de conocimiento y como antagonista de
nuestro esfuerzo plantea, subyace la más radical:
¿qué tiene que ver el ser humano con el modo de
existencia natural?; ¿en qué medida somos
naturaleza y ultranaturaleza
?

Sistemáticamente, podemos decir que el tema
hombre-naturaleza ofrece tres grandes perspectivas. Una
dimensión noética. La naturaleza como objeto de
conocimiento. Se trata de aclarar él sentido y alcance de
nuestros saberes sobre el mundo físico y biológico.
Una técnico-activa, la naturaleza como ámbito de
nuestras necesidades y posibilidades vitales. Una
ontológica, el ser humano y el ser natural o
físico.

Y aquí suena la llamada al filósofo. La
misión de la Filosofía no es flotar en un cielo de
problemas arbitrarios, continuando disquisiciones de gabinete
alejadas de la vida, sino ir al cuerpo de las grandes cuestiones
básicas que cada época encuentra planteadas. Y ante
las cuales el no filósofo retrocede; se recluye en lo que
cree el sentido común, en el tópico, en la
opinión precipitada. Y así, frecuentemente,
creyendo eludir la filosofía, vive sobre versiones
elementales de categorías filosóficas pasadas, que
por inercia acepta acrítica, dogmáticamente, sin
calar su significado y problematismo.

Nos encontramos, pues, ante esta gran incógnita,
la de nuestro ser y la naturaleza, y de los tres horizontes
meditativos indicados vamos a detenernos ante el último.
Ya que sólo desde él los primeros pueden adquirir
su más adecuada fundamentación y rigor. Por otra
parte, en esta última dimensión el tema ofrece
peculiares incitaciones. Hemos asistido a una profunda
transformación en el concepto de naturaleza. El imponente
cúmulo de datos propios de las ciencias físicas y
biológicas encuentra su último sentido en el
resplandecer sobre nuestro horizonte de una nueva
concepción de la naturaleza. Las ciencias del hombre, a su
vez, no han sido menos ricas en descubrimientos de posibilidades
amplísimas. Su inmediata consecuencia ha sido
problematizar la imagen demasiado simplista de lo
antropológico en nuestros anteriores cuadros. La
relación, el engarce de ambos conceptos, hombre y
naturaleza resulta directísimamente afectado. El
evolucionismo, el hecho intelectual gigantesco al cual
ningún pensador auténtico puede considerarse ajeno
en su tarea muerde incisivamente sobre el enraizamiento del
hombre en la naturaleza hecha vida.

La crisis del
concepto de naturaleza. Necesidad de un acceso histórico
al concepto actual de naturaleza

El camino que debemos recorrer en nuestra
meditación se impone claramente. Lo primero ha de ser
fijar mínimamente el concepto de naturaleza. Desde esta
precisión inicial podremos avanzar hacia la idea de
hombre. Lo que puede parecer elemental exigencia de orden
lógico, contiene hoy valores muy genuinos. Es peculiar
que, cuando reflexionamos actualmente sobre la naturaleza, la
idea de lo humano se levanta espontáneamente. Ocurre ello
tanto desde el ángulo epistemológico como desde el
ontológico. El conocimiento de lo físico lleva la
marca humana para la ciencia actual. Se ha podido decir por
zubiri y ortega que la naturaleza en el sentido actual implica el
hombre. Es la pareja [proceso físico-aparato de
medición] en microfísica, es la alusión al
sistema de coordenadas del observador y su estado dinámico
en la relatividad. Es más genéricamente el concepto
mismo de fenómeno .y de abstracción
científica.

Y, en el orden ontológico. Si en anteriores
épocas un entendimiento rígido de lo natural y lo
humano permitía tratar cual un dominio sustantivo el de la
naturaleza, y su relación al hombre como un tema ulterior,
la actual comprensión dinámíco-evolutiva de
ambos términos hace aparecer un íntimo nexo. Hasta
poderse pretender por algunos pensadores, que el destino de la
naturaleza se cifra en la conquista de lo humano, y la realidad
antropológica significa una etapa de arcaicas
raíces y de impensado futuro en el devenir total del
universo.

Pero es imposible estudiar los grandes rasgos del
concepto actual de naturaleza sin situarlos bajo una luz
histórica, sin contemplar su génesis, que no es,
por otra parte, un fácil despliegue, sino, en fuerte
medida, una enérgica contraposición a la
representación que había dominado los siglos
modernos. Y es que los grandes procesos culturales se
realizan en parcial, pero inevitable medida, por una
dialéctica de antítesis. Las conquistas del
pensamiento viven también de la guerra. Dicho sea esto sin
énfasis belicista, pero sí cual comprobación
de una evidente realidad. Todo crecimiento, y más
aún toda generación, es una destrucción
parcial de anteriores logros. Así en el mismo generante se
nos revela el impulso tanático.

En el fondo del destino histórico hay,
ciertamente, una reasunción, una puesta a punto más
perfecta y plena de las precedentes realidades. Pero el vuelo
creador es imposible sin una previa actividad asesina y
necrófaga. Sin liquidar lo que parece
momentáneamente plenitud, sin reñir con el presente
y devorarlo, no es posible crear el futuro. Después,
generaciones venideras establecerán la paz entre los que
fueron contendientes, alumbrarán, calando el hondón
de la historia, la savia de una continuidad cierta.
Encontrarán el equilibrio entre lo que fueron oscilaciones
polares, de la afirmación a la negación extremosa.
Más aquellos que se levantaron poseídos por
demonios creadores, tuvieron que pisotear la tierra tendida ante
ellos para saltar hacia los mundos nuevos.

Así, si queremos comprender en su exacto alcance
los grandes descubrimientos conceptuales, tenemos que contemplar
no sólo sus propios contenidos definidores, sino
también el mundo precedente en cuya descomposición
se forjaron. En nuestro caso, al enfrentarnos con el concepto de
naturaleza, tal exigencia se impone con espontánea
facilidad. Es un tópico, en efecto, hablar de las crisis
del pensamiento científico que han marcado la
transición de la etapa que hoy llamamos clásica a
la actual. La crisis de fundamentos de la matemática, las
grandes y llamativas crisis de la macro y de la
microfísica, ligada a las revoluciones relativista y
cuántica.

Ahora bien, en última instancia se trata del
colapso de la imagen general de la naturaleza que había
dominado la época moderna, su concepción
mecánica, y, en el orden del pensamiento
matemático, de la crisis del racionalismo clásico.
Convulsión, pues, del mecanicismo y racionalismo que, en
intima unión significan el basamento conceptual del
desarrollo científico moderno. Y, consecuentemente, en
medida más considerable de toda la problemática
espiritual de la época que dejamos inmediatamente tras
nosotros.

No se trata, en efecto, de un fenómeno
restringido al dominio científico positivo, sino de uno de
los soportes sobre los cuales descansan los siglos posteriores al
Renacimiento. Ortega habló de la fe en la razón
físico-matemática como creencia fundamental de los
tiempos que apellidamos modernos. Ella nos daría la clave
del pensamiento filosófico, de la política
revolucionaria, de la espiritualidad, de las angustias y clamores
de la modernidad. Mas esta razón está gobernada por
el sentido de la explicación mecánica, como
Meyerson supo desvelar certeramente. Tomando como forma absoluta,
única de lo racional, aquella que encontró en su
trabajo de historiador de la ciencia moderna.

Situar en esta función básica el
racionalismo mecanicista no quiere decir, por supuesto, que sea
placenteramente acogido por el alma moderna, de un modo
conformista y acrítico. Sino que constituye el suelo de
combate; el punto de partida de construcciones acabadas y
optimistas, pero también el horizonte de protestas y de
insatisfacciones. Puede ser vivido, en este discurrir de los
tiempos post-renacentistas, como solución, o por el
contrario cual prisión, como coraza opresora de anhelos
humanos más amplios, incapaces de encontrar frecuentemente
expresión racional acabada o rastreantes, en ocasiones, de
otros modos de racionalidad superadores.

La estructura de la realidad «cultura de una
épocas es, en efecto, polimorfa y cruzada de
antítesis y dificultades interiores. Es una realidad
vital, y como tal, no puede ser entendida con categorías
muertas, fosilizadas. Así los «supuestos» de
que se suele hablar en la arquitectónica de un momento
cultural no significan el cimiento de un edificio aplomado, sino
el escenario común de dinamismos, muchas veces de combates
espirituales, sometidos, por otra parte, como el cauce de un
río, a constante transformación. Tal es,
claramente, el caso del mecanicismo en la compleja realidad
histórica, «cultura moderna».

La
Concepción Mecánica de la
naturaleza

Pasemos, pues, al estudio de dicha concepción
mecanicista. Es, hemos dicho, suelo, escenario, de la vida
espiritual moderna. Pero, naturalmente, tiene también sus
raíces; caminos peculiares han conducido a su
descubrimiento y posición en un papel tan fundamental.
Algunos de ellos se refieren a la actitud espiritual con que el
hombre ingresa en la modernidad, saliendo de los tiempos
medievales. Afán de reorganización, de
búsqueda de firmezas claras, sistemáticas.
Hastío de la complicación del "goticismo" y
confianza en la simplicidad, tan típica desde Vives a
descartes. En esta actitud espiritual se integra la
revalorización de antiguos pensadores griegos, en la
vuelta a la antigüedad soñada durante el
renacimiento, los atomistas y Arquímedes especialmente en
relación con nuestro tema. Pero no todo es discontinuidad
y ruptura; en el seno de los siglos medievales, en contrapunto
con la tópica desvaloración del mundo, se
había ido preparando, desde nuevos supuestos, este
reencuentro con la naturaleza, reducida a ley unitaria, liberada
por el dogma creacionista de su viejo sentido caliginoso, de
fuerte mordiente en la religiosidad griega. Así,
paradójicamente, pueden unirse los impulsos racionalistas
provenientes del descreimiento griego y del creacionismo
cristiano, coincidentes en la fe en una naturaleza despojada de
negatividad, dominable por la razón.

En otro orden de fenómenos, debemos subrayar la
importancia de la nueva técnica de precisión,
hermanada a los desarrollos de la navegación, la
astronomía y la óptica. Que encontrará su
expresión más llamativa en el artefacto cuya imagen
va a ser típica para la comprensión de la
naturaleza: el reloj. Y, por supuesto, los éxitos
crecientes de la investigación científica imbuida
de mecanicismo. La concepción mecánica la vez
impulsa el progreso científico y se ve confirmada por
éste. Expresando así, en su envergadura
máxima, el nuevo método hipotético
experimental. En que el despliegue puro del intelecto se aboca a
la prueba, al control del hecho.

Es, pues, una larga marcha la que emprende la nueva
concepción mecánica, desde los filósofos
propugnadores del atomismo hasta newton. Repleta, claro de, de
matices, de contra-ofensivas, de reducciones de su alcance.
Pensemos en el pragmatismo epistemológico de un pascal.
Más fundamentalmente, en un vigoroso desarrollo y
enriquecimiento. ¿Cuáles son los grandes rasgos
de este mundo conceptual que el mecanicismo
significa
?

En primer lugar, la simplificación de la
realidad. Esta se concreta en el expolio de las cualidades
secundarias, y en la reducción del dinamismo al movimiento
local. A la infinitamente rica y variada imagen que la
naturaleza nos ofrece, sin más que abrir los ojos sobre
ella, suplanta un universo de formas geométricas y
cantidades rigurosas. Al espectáculo incesante del nacer y
del perecer, de la transformación cualitativa, del fluir
variadísimo, el mero movimiento local. Hemos perdido
riqueza y variedad, belleza y aparentemente matiz, pero hemos
ganado la posibilidad del rigor estricto, convirtiendo en
subjetividad este gozoso espectáculo cósmico de
nuestra retina y de nuestra sensibilidad en general. Al HOMO
AESTHETICUS
sustituye el HOMO
MATHEMATICUS.

Y este rigor se concreta en la posibilidad de
cálculo riguroso del pasado y del futuro, a partir de la
situación presente. Las ecuaciones diferenciales, en que
se expresará la mecánica clásica en su
madurez, son el talismán que nos descubre la historia del
universo. Dominada exhaustivamente por el
«espíritu universal» de laplace. El
determinismo, en efecto, se yergue como característica
decisiva de la concepción mecánica de la
realidad.

Aún debemos añadir la reversibilidad de
los procesos físicos, característica de su
concepción puramente mecánica. El tiempo lejos de
morder en la entraña de la realidad, para convertirse en
sustancia de ésta, juega como coordenada
extrínseca. Nada se opone a la eterna repetición
-que había soñado la mentalidad helénica- de
la historia cósmica. No hay pérdida de
energía, ni conquista de estados esencialmente nuevos,
sino mera modificación de posiciones espaciales en el seno
del tiempo cósmico. Así hemos conseguido una
rigurosa racionalidad en nuestra imagen del mundo físico.
El universo reloj, justo, exacto, preciso, simple, dominable por
la razón mecánica.

Simplificación de lo real, por eliminación
de las cualidades y de todo movimiento que no sea el puramente
local, determinismo, reversibilidad, racionalidad estricta,
así podríamos sintetizar en sus líneas
maestras la gran concepción que el desarrollo de la
física moderna va imponiendo. Los conceptos fundamentales
a los cuales la realidad natural se reduce, son los de espacio y
tiempo, como marcos del acontecer natural. De masa como sujeto de
dicho dinamismo. Y de movimiento local como consistencia estricta
de tal acaecer. La imagen, absolutizadora de la que el sistema
solar representa -o en un orden lúdico de la constituida
por el juego de billar-, resulta meridianamente diáfana y
sugestiva. Ello no excluye sus problemas de precisa
definición; así ocurre con la axiomática de
la mecánica newtoniana, cuyos defectos bien pronto fueron
notados. El circularismo de su definición de masa. El
apriorismo, nada consecuente con el pro-grama de su
«filosofía experimental» en su
concepción del espacio y del tiempo
absoluto.

Pero la imaginación es la que triunfa sobre la
razón y la absorbe. Paradójicamente el racionalismo
mecánico clásico -hoy lo vemos con meridiana
claridad- es imaginativismo. Como la Geometría
eucíídea -equivocadamente considerada cual canon de
la racionalidad-, es un triunfo de la imaginación
sensible. Así la crisis del racionalismo en nuestro
tiempo, frente a lo que superficialmente sugiere, representa
auténticamente la liberación de un
pseudorracionalismo teñido de sensibilidad, y el buceo
hacia el fondo más propio de lo racional. Dentro de los
supuestos generales que hemos expuesto, conviven aún
variedad de orientaciones. Se ha podido hablar -por A.
Mécier- de una física del espacio y de una
física de la materia. La primera representada por el
cartesianismo, continuadora del ideal pitagórico
-platónico, culminante hoy en la teoría general de
la relatividad. Su meta es la reducción de la realidad a
la unidad del espacio, y el dominio, así, de la
razón geométrica más pura, devoradora de lo
real. La negación del vacío y la divisibilidad
infinita de los átomos en el pensamiento cartesiano
expresan elocuentemente este afán espacialista. En este
ideal racional nos aproximamos al máximo al monismo
parmenídíco, convertido, no obstante no en
impugnación de lo físico, sino en dominio
intelectivo del cosmos.

En parcial discordancia, la física de la materia,
en Galileo o en Dalton, proseguirá la vocación
espiritual del atomismo griego. La admisión de un dualismo
inicial de lo lleno y lo vacío y la fragmentación
de la realidad plena en la infinitud de los átomos, acusan
una aminoración del racionalismo eleático. Una
mayor concesión a las exigencias pluralistas salvadoras de
la realidad, inmolando el rígido afán monista en
que la razón ha parecido complacerse en su primitiva
revelación occidental.

Hasta ahora hemos hablado del mecanicismo como mera
filosofía natural. Pero su presencia imperiosa en el
dominio de lo cosmológico ha propuesto un peculiar
problema a la metafísica moderna. ¿Hasta
dónde llega la vigencia de las categorías y modos
mentales triunfantes en el mundo de la física
? El
mecanicismo desde su principio tendió a absorber el reino
de lo vital, así ocurre en el cartesianismo.
¿Y el hombre? ¿Y el mundo del
espíritu? ¿Y la idea de Dios
?

Una fácil, sugestión, un espontáneo
hábito, tenderá a absolutizar estas
categorías. A convertirlas en conceptos
metafísicos, expresivos no ya de la realidad física
meramente, sino de la realidad última, sin más. El
mundo de la vida consciente, como el de la orgánica, es
epifenómeno. Inmediata apariencia de una complejidad que
un análisis riguroso reducirá antes o
después a infraestructuras mecánicas. La idea de
Dios se hace innecesaria en este universo que la mecánica
racional desentraña exhaustivamente. Pura ilusión,
basada en el terror o el asombro irracional emanantes de un mundo
misterioso, anterior a la aurora de la razón.

Más, otras veces, se tratará de mantener
la consistencia independiente de los órdenes superiores de
la realidad. Descartes superpone a su concepción
mecánica una visión de la vida superior humana
ultraespiritualista. Angélica, dirá
gráficamente Maritain. y el teísmo moderno
hará pie precisamente en la luminosidad racional del
cosmos para concluir la existencia de un intelecto creador.
Será la figura del "Dios relojero", a que se levanta este
universo acompasado. Las argumentaciones finalísticas,
apoyadas en un optimismo a que no se sustrae el mismo Kant de la
Historia General Natural y Teoría del Cielo,
adquirirán en su ingenuidad extremos grotescos. Incluso en
ocasiones, la vindicación del espíritu se
desenvuelve en términos más apasionados y
concluyentes, negadores de los derechos de la concepción
mecánica. Así ocurre en la polémica de
Goethe frente a la teoría newtoniana de los colores. En la
protesta que representan los poetas metafísicos ingleses,
tan lúcidamente comentada y explotada por Whitehead en
nuestro siglo. Y, con máxima ambición especulativa,
encaminándose hacia una nueva imagen de la realidad, en el
romanticismo y el idealismo.

En su pórtico, Kant realiza intrépidos
esfuerzos por salvar, y al par reducir, la imagen mecánica
dentro de sus justos límites, los de la razón
especulativa, deletreadora de fenómenos, compatible con un
más profundo mundo nouménico, en que los afanes del
espíritu se salvan. Al impulso de esta idea Fichte
tratará de convertir en criatura del espíritu la
naturaleza mecánica, sierva y no señora. Y Hegel
desarrollará ya una nueva visión vital e
histórica de lo racional.

Por otra parte, la concepción mecánica no
deja de cobijar graves dificultades internas. Kant en sus
antinomias explota parcialmente algunas de ellas,-así la
aporía ante el dilema finitud o infinitud cósmica.
Y Meyerson, al apretar en sus férreos análisis el
espíritu de la ciencia clásica, hace saltar la
más tremenda contradicción interior entre el
esfuerzo de explicación y el impulso ontológico.
Ambos en íntimo maridaje constituyen el motor impelente
del desarrollo científico. El descubrimiento de una
realidad crecientemente racional. Sin embargo, existe entre ambas
tendencias radical contradicción. La explicación
perfecta entraña la negación de la realidad en la
pura nada. Cada paso hacia la razón es una traición
a lo real. Sólo se consigue racionalizar el cosmos,
franqueando barreras de irracionalidades. La marcha de la ciencia
es imposible sin la inclusión de tales irracionalidades,
que subrepticiamente la mente científica trata de
ocultarse a sí misma.

En un orden muy concreto y decisivo para la trayectoria
ulterior de la ciencia, el concepto de éter en la
física del siglo xix representa uno de los testimonios
más flagrantes y clásicos de entidades forzadas
hasta características incompaginables.

Por otra parte, ya hemos apuntado el equívoco
entre el afán de racionalidad y la intromisión de
lo imaginativo en los saberes, mecánica y geometría
euclídea, que aspiraban -así los entendió
Kant- a erigirse en expresión culminante y definitiva de
lo racional.

 

 

Autor:

Pablo Turmero

 

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