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El Pensamiento Lógico de Sherlock Holmes



Partes: 1, 2, 3

  1. Introducción
  2. El
    pensamiento lógico de Sherlock
    Holmes
  3. Conclusión

Introducción

Esquilo he tenido como el creador de la tragedia griega,
siendo anterior a Sófocles y Eurípides,
siendo los tres los máximos representante de este
género. Fue la calidad de su producción, que
después de haber alcanzado la corona de la victoria en el
año 484 A.C. su representaciones fueron premiadas
año tras año, hasta que fue vencido por
Sófocles en el año 468.

Se dice que escribió unas 82 obras, y por la
calidad de las mismas, de haber vivido en nuestros tiempos, pudo
haber sido galardonado con un Premio Nobel, de Literatura. Su
trilogía de la Orestíada, compuesta por:
AgamenónLas coéforas,
Las Euménides, es suficiente para alcanzar
la inmortalidad en el mundo de las letras. Pero lo más
importa, y es lo que deseo resaltar en esta introducción,
es que cuando Esquilo murió, él no quiso ser
recordado por su vasta y laureada obra, sino que quería se
recordara que fue uno de los Diez mil atenienses, que se
presentaron descalzos, con los pechos desnudos, y
empuñando una lanza o una espada. Este fue su
epitafio:

"Esta tumba esconde el polvo de
Esquilo,hijo de Euforio y orgullo de la fértil GelaDe su
valor Maratón fue testigo,y los Medos de larga cabellera,
que tuvieron demasiado de él."

Sir Arthur Conan Doyle, no quería que le
recordara por ser el padre del famoso de todos los detectives que
han conocido los anales del crimen, a Míster Sheldock
Holmes. Pero ha sido tanta la gloria y la fama del hijo, que ha
opacado el nombre del padre. En literatura conocemos a Doyle por
ser el autor de Sheldock Holmes, teniendo la creación
más fama que el creador.

Doyle escribió cincuenta y seis relatos, los
cuales se reunieron en cinco tomos, y cuatro novelas, en los
cuales el famoso detective es el protagonista. Antes de iniciar
con los relatos cortos, escribió las novelas: Estudio en
Escarlata, en noviembre de 1887, y el Signo de los Cuatro, en
1890; luego en julio de 1891 hasta junio de 1892, publica doce
relatos, que se reúnen con el título de Las
Aventuras de Sheldock Holmes.

De diciembre de 1892 hasta diciembre de 1893, salen a la
luz otro once relatos, con son agrupados con el título de
Las Memorias de Sheldock Holmes. Estas memorias tienen como
colofón un relato titulado: "El problema final", en el
cual, el detective muera en Suiza, tras una lucha sostenido con
su archienemigo, el Profesor Moriarty, y caer ambos en las
Cataratas de Reichenbach, Meiringen es
una comuna suiza del cantón de Berna.
Con esta aventura, el padre piensa deshacerse del hijo, pero es
tanta la insistencia, que nueve años más tarde de
su desaparición, sale a la luz, en 1902, la novela: El
Sabueso d los Baskerville, teniendo a Holmes como
protagonista.

Cuando se ha producido un hiato de diez años, se
inicia en septiembre del 1903, la publicación de trece
relatos, han de finalizar en diciembre de 1904, y con son
recopilados con el título de: El Regreso de Sheldock
Holmes.

Pero Holmes vuelve a salir de escena, cuando el silencio
dura cuatro años, en 1908, se publican dos relatos, entre
agosto y diciembre, otro relato en diciembre de 1910; luego en
1911 se publican dos relatos más. En 1913 se publica un
relato, y un último relato en el año de 1917. Estas
ocho aventuras, se reúnen con el título de: Su
Último Saludo.

Al mismo tiempo que se publican estas aventuras, de 1908
al 1917, Arthur Conan Doyle publica la novela: El Valle del
Terror, que aparece entre septiembre del 1914 y mayo de
1915.

Los doce relatos que forman: El Archivo de Sheldock
Holmes, se publican entre octubre de 1921 y marzo de 1927, siendo
en el año de 1925, donde no se dio a la estampo ninguna
aventura del mundialmente conocido investigador. Durante este
período, la pluma de Doyle no estuvo ociosa, ya que
salieron publicadas siete obras suyas, las cuales van, desde una
historia del espiritismo, unas memorias y aventuras, relatos de
terror, y una sobre el misterio de las hadas.

Doyle tenía cifrada su esperanza en ser
reconocido por ser el autor de las novelas protagonizadas por el
Profesor Challenger, unas seis novelas, que inician con el Mundo
perdido.

Se debe apuntar que Arthur Conan Doyle publico unos cien
títulos, pero este trabajo está dirigido
únicamente a mostrar el Pensamiento Lógico de
Sheldock Holmes, y por esa razón vamos hacer la siguiente
presentación taxonómica, en el cual la
deducción es vista con antelación, lo que para otro
es un proceso adivinatorio.

1. En las Aventuras de Sherlock Holmes, tres, de las
doce aventuras no tienen el pensamiento lógico deductivo,
este es el adivinatorio, lo que nos da un 25 % de los
casos.

2. En las Memorias de Sherlock Holmes, cinco de las once
aventuras a la que se enfrenta el detective no lo tienen, por lo
cual nos da un 45% de todos los casos resueltos.

3. En El Retorno de Sherlock Holmes, compuesto por trece
relatos, en siete de ellos no se encuentra esta forma de
deducción, lo cual nos da 53 %.

4. En El Último Saludo, Sherlock Holmes tiene
ocho casos, de los cuales tres no presentan el pensamiento
lógico buscado por nosotros, lo cual arroja el 37.5 % de
los casos.

5. El Archivo de Sherlock Holmes, manojo de aventuras
que se escribieron con el cuenta gotas, entre 1921 y 1927, en
nueve aventuras de las doce, no se encuentra lo buscado, por lo
cual, el 75% no está provisto de esta manera de
razonamiento. Y de las tres aventuras que lo tienen, en La melena
de león, apena está presente por una pregunta, que
Holmes le hace a Harold Stackhurst.

De lo ante dicho, se nos permite colegir, que de los
cincuenta y seis relatos, veintisiete no tiene lo buscado por
nosotros, lo cual nos dice que el 48% está desprovisto de
esa forma silogística tan característica del
pensador deductivo. También es este el momento de decir
que en solo cuatro aventuras, el doctor Watson no es el narrador,
pero que interviene en dos de ellos, y estos son: El
último saludo y La piedra de Mazarino. En ambos casos, el
narrador es una tercera persona e omnisciente. En las otras dos
aventuras: El soldado de la piel descolorida y La melena de
león, el narrador es Holmes, y Watson no se
encuentra.

Como dato curioso, y a manera de acotación, he de
consignar, que la más breve de todas las aventuras, es el
titulado: La inquilina del velo, en el cual Holmes no hace
ninguna investigación, sino que se limita a escuchar la
confesión hecha por Eugenia Ronder.

Este trabajo está dirigido única y
exclusivamente a mostrar el Pensamiento Lógico Deductivo
de Sherlock Holmes a partir del estudio de un objeto o de una
situación, y en la cual, en la mayoría de los casos
está presente su coinquilino, amigo y biógrafo, el
doctor John H. Watson. Con esto no estoy diciendo que en los
casos que no se encuentran citado aquí el razonamiento se
ha aplicado con rigor, no, sino en todas las aventuras, el
detective aplicar en la practica la deducción. Nuestra
atención se encamina a la verbosidad, a la
teorización nacida de la observación, y que
encandila, y asombra, hasta el extremo de dejar estupefacto a
cualquier oyente. Aunque esta antología no comprende las
cuatro novelas, me he servido generalmente de ellas en esta
introducción, de las cuales única y exclusivamente
he tomado las presentaciones, ya que en ellas, como un
relámpago en medio de una noche oscura, encontramos el
luminoso pensamiento deductivo.

De aquí en adelante, amable lector, te invito a
que sea testigo de una línea de pensamiento, que desde ya,
han de formar parte del instrumento, del órgano, que al
entender de Aristóteles, es una herramienta que nos ha de
conducir al conocimiento de la verdad. Las citas que he tomado se
encuentran en orden cronológico, y atienden más al
tiempo de su aparición, su orden es secuencial.

"-De ninguna manera -le contesté con viveza-. Es
del mayor interés para mí, en especial
después de haber tenido la oportunidad de observar la
aplicación práctica que usted realiza de ello. Pero
hace un instante habló usted de observar y deducir. Claro
que, hasta cierto punto, lo uno comprende lo otro.
[1]

-En absoluto -contestó Holmes,
reclinándose cómodamente en su sillón y
arrojando de su pipa hacia lo alto espesas volutas de humo
azulado-. Por ejemplo, la observación me hace ver que
usted estuvo esta mañana en la oficina de correos de la
calle Wigmore; pero la deducción me dice que, una vez
allí, despachó un telegrama.

-¡Exacto! -exclamé-. ¡Acertó
en ambas cosas! Pero confieso que no me explico de qué
manera ha llegado usted a saberlo. Fue un súbito impulso,
y no he hablado del asunto con nadie.

-Es elemental -dijo él, riéndose al ver mi
sorpresa-. Tan absurdamente sencillo es, que toda
explicación resulta superflua; sin embargo, puede servir
para definir los límites de la observación y la
deducción. La observación me hace descubrir que
lleva usted adherido a su calzado un poco de barro rojizo.
Delante de la oficina de correos de la calle Wigmore Street
acaban de levantar, precisamente, el pavimento y sacado tierra,
de un modo que resulta difícil no pisarla al entrar. Hasta
donde llegan mis conocimientos, esa tierra es de un tono rojizo
característico que no se encuentra en ningún otro
lugar de los alrededores. Hasta ahí es observación.
El resto es deducción.

-¿Cómo dedujo lo del telegrama?

-Veamos. Yo sabía que usted no había
escrito ninguna carta, porque estuve toda la mañana
sentado frente de usted. Observo también ahí, en su
pupitre abierto, que tiene usted una hoja de sellos y un buen
paquete de postales. ¿A qué, pues, podía
usted entrar en las oficinas de correos sino a expedir un
telegrama? Eliminados todos los demás factores, el
único que aún resta tiene que ser el
verdadero.

-En este caso, ciertamente lo es -contesté tras
una breve meditación-. Como usted dice, es de lo
más sencillo. ¿Consideraría impertinente que
sometiese a una prueba más severa sus
teorías?

-Todo lo contrario -me contestó-; con ello me
evitaría una segunda dosis de cocaína. Me
encantaría ahondar en cualquier problema que usted pudiera
someter a mi consideración.

-Le he oído decir que es difícil que un
hombre use todos los días un objeto cualquiera sin dejar
impresa en el mismo su personalidad, hasta el punto de que un
observador avanzado sería capaz de leerla. Pues bien:
aquí tengo un reloj que ha pasado a mi posesión
hace poco tiempo. ¿Tendría usted la amabilidad de
exponerme su opinión sobre el carácter y costumbre
de su anterior dueño?

Le entregué el reloj con cierta alegría en
mi interior, porque, en mi opinión, era imposible
semejante comprobación, y me proponía que
constituyese un correctivo para el tono algo dogmático que
de cuando en cuando solía adoptar Holmes. Este hizo
oscilar el reloj en su mano, observó con fijeza la esfera,
abrió la tapa posterior y examinó la maquinaria,
primero a simple vista y luego con una potente lupa. Yo tuve que
hacer un esfuerzo para no sonreírme viendo la cara
alicaída que puso cuando cerró de golpe la tapa y
me devolvió el reloj.

-Apenas si hay dato alguno -me dijo-. El reloj ha sido
limpiado no hace mucho, y esto me priva de los hechos más
sugerentes.

-Tiene usted razón -le contesté-. Fue
limpiado antes que me lo enviaran.

Acusé para mis adentros a mi compañero por
utilizar una disculpa débil e insuficiente con que tapar
su fracaso. Pero, ¿qué datos esperaría sacar
del reloj si hubiese estado sucio?

-Pero el examen del reloj, aunque insatisfactorio, no ha
sido del todo estéril -comentó, mirando al techo
fijamente, con ojos soñadores y apagados-. Salvo
corrección de su parte, yo diría que el reloj
pertenecía a su hermano mayor y que éste lo
heredó del padre de ustedes.

-Lo ha deducido, sin duda, de las iniciales H. W. que
tiene en la tapa posterior, ¿verdad?

-En efecto. La W recuerda el apellido de usted. La fecha
del reloj es de unos cincuenta años atrás, y las
iniciales son tan viejas como el reloj. De modo, pues, que fue
fabricado para la generación anterior a la actual. Lo
corriente suele ser que las joyas pasen al hijo mayor; suele ser
muy probable, además, que lleven el nombre del padre. Creo
recordar que el padre de usted falleció hace muchos
años; de modo, pues, que el reloj ha estado en manos de su
hermano mayor.

-Hasta ahí va usted bien -le dije-. ¿Algo
más?

-Este era hombre muy poco limpio y descuidado.
Tenía muy buenas perspectivas en la vida, pero
desperdició sus posibilidades, vivió durante
algún tiempo en la pobreza, con cortos intervalos aislados
de prosperidad y, por último, se dio a la bebida y
falleció. Es todo lo que puedo deducir.

Me puse en pie de un salto y cojeé con
impaciencia por la habitación, lleno de amargura en mi
interior.

-Holmes, eso es indigno de usted -le dije-. No le
hubiera creído capaz de relajarse hasta ese punto. Usted
ha realizado investigaciones sobre la vida de mi desgraciado
hermano, y ahora pretende haber deducido de alguna manera
fantástica esos conocimientos que ya tenía.
¡No esperará que yo vaya a creer que usted ha
leído todo eso en el viejo reloj de mi hermano! Lo que ha
hecho usted es poco amable y, para hablarle sin rodeos, tiene
algo de charlatanismo.

-Mi querido doctor, le ruego que acepte mis disculpas
-me contestó con amabilidad-. Yo, considerando el asunto
como un problema abstracto, olvidé que podía
resultar para usted algo personal y doloroso. Sin embargo, le
aseguro que jamás supe que usted tuviera un hermano hasta
el momento de entregarme su reloj.

-¿Cómo entonces, y en nombre de todo lo
más sagrado, llegó usted a esos hechos? Porque son
exactos en todos sus detalles.

-Pues, ha sido una cuestión de buena suerte,
porque yo sólo podía hablar de lo que
constituía un mayor porcentaje de probabilidades. En modo
alguno esperaba ser tan exacto.

-Pero ¿no fueron simples suposiciones?

-No, no; yo nunca hago suposiciones. Es ese un
hábito repugnante, que destruye la facultad de razonar.
Eso que a usted le resulta sorprendente, lo es tan sólo
porque no sigue el curso de mis pensamientos, ni observa los
hechos pequeños de los que se pueden hacer deducciones
importantes. Por ejemplo, empecé afirmando que su hermano
era descuidado. Si se fija en la parte inferior de la tapa del
reloj, observará que no sólo tiene dos abolladuras,
si no que muestra, también, cortes y marcas por todas
partes, debido a la costumbre de guardar en el mismo bolsillo
otros objetos duros, como llaves y monedas. Desde luego, no es
una gran hazaña dar por supuesto que un hombre que
trató así tan magnífico reloj de cincuenta
guineas tiene que ser un descuidado. Ni es tampoco una
deducción traída por los cabellos la de que una
persona que hereda una joya de semejante valor haya recibido
también otros bienes.

Asentí con la cabeza para dar a entender que
seguía su razonamiento con atención.

-Es cosa muy corriente, entre los prestamistas ingleses,
cuando toman en prenda un reloj, grabar en el interior de la
tapa, valiéndose de un punzón, el número de
la papeleta. Resulta más seguro que una etiqueta, y no hay
peligro de extravío o trastrueque del número. En el
interior de esta tapa, mi lupa ha descubierto no menos de cuatro
de estos números. De esto se deduce que su hermano se
veía con frecuencia en apuros. Otra deducción
secundaria: gozaba de momentos de prosperidad, pues de lo
contrario no habría podido desempeñar la prenda.
Por último, le ruego que se fije en la chapa posterior, la
de la llave. Observe los millares de rasguños que hay
alrededor del agujero, es decir, las señales de los
resbalones de la llave de la cuerda. ¿Puede un hombre
sobrio hacer todas estas marcas? Jamás encontrará
usted reloj de un beodo que no las tenga. Le dan cuerda por la
noche y hacen estos arañazos por la inseguridad de su
mano. ¿Ve usted ningún misterio en todo
esto?

-Está claro como la luz del día
-contesté-. Lamento haber sido injusto con usted.
Debí tener una fe mayor en sus maravillosas facultades.
¿Puedo preguntarle si tiene actualmente en marcha alguna
investigación profesional?"[2]

Estudio en escarlata, es el primer escrito de Arthur
Canan Doyle, en el que interviene el detective Sherlo Holmes. En
el primer capítulo de esta novela, que data de noviembre
de 1887, encontramos que cuando Stamford, amigo del doctor
Watson, se encuentra con este, después del regreso de
Watson de Afganistán, Stamford le presenta al
médico amigo, Holmes, en el departamento de
química, donde el investigador realiza algunos
experimentos. Al momento de la presentación, Holmes le
dice:

"-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes
-anunció Stamford a modo de
presentación.

-Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la
mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo
que veo, ha estado usted en tierras afganas.

-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo?
-pregunté, lleno de asombro.

-No tiene importancia -repuso él riendo por lo
bajo-. Volvamos a la hemoglobina.

……

"Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos
y juntos fuimos caminando hacia el hotel.

-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la
marcha y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo
demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de
Afganistán?

Sobre el rostro de mi compañero se insinuó
una enigmática sonrisa.

-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre
-dijo-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de
adivinar las cosas."[3]

En el segundo capítulo de la misma obra, cuando
ya ambos amigos se encuentra instalados en sus habitaciones del
221B de Baker Street, surge esta conversación entre los
dos coinquilinos:

"-¿Pretende usted decirme -atajé- que sin
salir de esta habitación se las compone para poner en
claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e
impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a
medias?

-Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de
intuición. De cuando en cuando surge un caso más
complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar
alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad
respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento
facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por
mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su
desdén me prestan además un inestimable servicio.
La capacidad de observación constituye en mi caso una
segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada
más conocerlo, observé que había estado en
Afganistán.

-Alguien se lo dijo, sin duda.

-En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de
Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los
pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me
vi abocado a la conclusión sin que llegaran a
hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios.
Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos
aquí puestos en orden: «Hay delante de mí un
individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo.
Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del
trópico, porque la tez de su cara es oscura y ése
no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus
muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha
experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el
brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada…
¿en qué lugar del trópico es posible que
haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades,
recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente,
en Afganistán». Esta concatenación de
pensamientos no duró el espacio de un segundo.
Observé entonces que venía de la región
afgana, y usted se quedó con la boca abierta."

…….

"Persistía en mí el enfado ante la
presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que
juzgué conveniente cambiar de tercio.

-¿Qué tripa se le habrá roto al
tipo aquél? -pregunté señalando a cierto
individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento
recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar
unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta.
Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista
la de un mensajero.

-¿Se refiere usted seguramente al sargento
retirado de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.

«¡Fanfarrón!», pensé
para mí. «Sabe que no puedo verificar su
conjetura.»

Apenas si este pensamiento había cruzado mi
mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el
número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar
la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz
que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo
largo de la escalera.

-¡Para el señor Sherlock Holmes!
-exclamó el extraño, y, entrando en la
habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era
el momento de bajarle a éste los humos!
¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada
en el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de
hacerla buena!

Pregunté entonces con mi más acariciadora
voz:

-¿Buen hombre, tendría usted la bondad de
decirme cuál es su profesión?

-Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-.
Me están arreglando el uniforme.

-¿Qué era usted antes? -inquirí
mientras miraba maliciosamente a Sherlock

Holmes con el rabillo del ojo. -Sargento, señor,
sargento de infantería ligera de la Marina Real.
¿No hay contestación? Perfectamente,
señor.

Y juntando los talones, saludó militarmente y
desapareció de nuestra
vista."[4]

En el primer caso que se le presenta a Holmes, y en el
cual pide a Watson que le acompañe, al momento de dejar la
escena del crimen, Holmes dice:

"-Venga, doctor -añadió-; vayamos a echar
un vistazo a nuestro hombre… En cuanto a ustedes -dijo
volviéndose hacia los policías-, les haré
saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato,
cometido, para más señas, por un hombre. Mide
más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene
pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas
botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro
tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima
en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres
cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha;
probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la
mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos
los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.

Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de
incredulidad.

-Suponiendo que se haya producido un asesinato,
¿cómo llegó a ser ejecutado?
-preguntó el primero.

-Veneno -repuso cortante Sherlock Holmes, y se
dirigió hacia la puerta-. Otra cosa, Lestrade
-añadió antes de salir-. «Rache» es
palabra alemana que significa «Venganza», de modo que
no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre."
[5]

Acto seguido salen ambos amigos en busca del
policía que había encontrado el cadáver, y
en el trayecto se desarrolla este dialogo:

"-La mejor evidencia es la que se obtiene de primera
mano -observó mi amigo-; yo tengo hecha ya una
composición de lugar, y aun así no desdeño
ningún nuevo dato, por menudo que parezca.

-Me asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado, no
está usted tan seguro como parece de los particulares que
enumeró hace un rato.

-No existe posibilidad de error -contestó-. Nada
más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje
había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como
desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una
gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se
hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido.
También aprecié pisadas de caballo, las
correspondientes a uno de los cascos más nítidas
que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal
había sido herrado recientemente. En fin, si el coche
estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya
no estaba -al menos tal asegura Gregson- por la mañana, se
sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por
tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.

-De momento, sea… -repuse-; ¿pero cómo
se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro
hombre?

-Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un
individuo está en consonancia con el largor de su zancada.
El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es
cuestión de que le aburra ahora a usted dándole
pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el
polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente
entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para
poner a prueba esta primera conjetura… Cuando un hombre escribe
sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus
ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más
de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de
niños.

-¿Y la edad?

-Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y
medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el
sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con
dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo
habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada,
que habían pasado por encima. Aquí no hay
misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos
sobre observación y deducción que usted pudo leer
en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra
curiosidad?

-La longitud de las uñas y la marca del tabaco
-dije.

-La inscripción de la pared fue efectuada con la
uña del dedo índice, untada en sangre. A
través de la lupa acerté a observar que el estuco
se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no
había sido recortada. Recogí una muestra de la
ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando
escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo
Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del
tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico.
Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o
cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos
quemados. En detalles como éste se diferencia el detective
hábil de los practicones al estilo de Lestrade o
Gregson.

-¿Y la faz rubicunda?
-pregunté.

-Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada,
aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar
semejante punto.

…………

" -Otra cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota
acharolada, y su acompañante, el de las botas de puntera
cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el
sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del
brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la
habitación -mejor dicho, las botas de charol permanecieron
fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente
la estancia-. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude
apreciar también que el individuo en movimiento fue
dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente
de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó
de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento.
Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos
los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de
la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala.
¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de
asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda!
"[6]

El doctor Watson, que en todas las aventuras se
encuentra completamente despistados, y cuyo pensamiento
lógico no presenta ninguna coherencia, en El Sabueso de
Baskeville ya empieza a dar unos atisbos de poder elucubrar en
forma ordenada y ordenada. En el primer capítulo de esta
novela, acicateado por el perspicaz amigo, es capaz de hacer
algunas brillantes conjeturas, la cuales como se verán,
están diametralmente en oposición a la
realidad:

"El señor Sherlock Holmes, que de ordinario se
levantaba muy tarde, excepto en las ocasiones nada infrecuentes
en que no se acostaba en toda la noche, estaba desayunando. Yo,
que me hallaba de pie junto a la chimenea, me agaché para
recoger el bastón olvidado por nuestro visitante de la
noche anterior. Sólido, de madera de buena calidad y con
un abultamiento a modo de empuñadura, era del tipo que se
conoce como «abogado de Penang»[7].
Inmediatamente debajo de la protuberancia el bastón
llevaba una ancha tira de plata, de más de dos
centímetros, en la que estaba grabado «A James
Mortimer, M.R.C.S.[8], de sus amigos de
C.C.H.», y el año,« 1884». Era
exactamente la clase de bastón que solían llevar
los médicos de cabecera a la antigua usanza: digno,
sólido y que inspiraba confianza.

-Veamos, Watson, ¿a qué conclusiones
llega?

-¿Cómo sabe lo que estoy haciendo? Voy a
creer que tiene usted ojos en el cogote.

-Lo que tengo, más bien, es una reluciente
cafetera con baño de plata delante de mí -me
respondió-. Vamos, Watson, dígame qué opina
del bastón de nuestro visitante. Puesto que hemos tenido
la desgracia de no coincidir con él e ignoramos qué
era lo que quería, este recuerdo fortuito adquiere
importancia. Descríbame al propietario con los datos que
le haya proporcionado el examen del bastón.

-Me parece -dije, siguiendo hasta donde me era posible
los métodos de mi compañero- que el doctor Mortimer
es un médico entrado en años y prestigioso que
disfruta de general estimación, puesto que quienes lo
conocen le han dado esta muestra de su aprecio.

-¡Bien! -dijo Holmes-.
¡Excelente!

-También me parece muy probable que sea
médico rural y que haga a pie muchas de sus
visitas.

-¿Por qué dice eso?

-Porque este bastón, pese a su excelente calidad,
está tan baqueteado que difícilmente imagino a un
médico de ciudad llevándolo. El grueso
regatón de hierro está muy gastado, por lo que es
evidente que su propietario ha caminado mucho con
él.

-¡Un razonamiento perfecto! -dijo
Holmes.

-Y además no hay que olvidarse de los
«amigos de C.C.H.». Imagino que se trata de una
asociación local de cazadores[9]a cuyos
miembros es posible que haya atendido profesionalmente y que le
han ofrecido en recompensa este pequeño
obsequio.

-A decir verdad se ha superado usted a sí mismo
-dijo Holmes, apartando la silla de la mesa del desayuno y
encendiendo un cigarrillo-. Me veo obligado a confesar que, de
ordinario, en los relatos con los que ha tenido usted a bien
recoger mis modestos éxitos, siempre ha subestimado su
habilidad personal. Cabe que usted mismo no sea luminoso, pero
sin duda es un buen conductor de la luz. Hay personas que sin ser
genios poseen un notable poder de estímulo. He de
reconocer, mi querido amigo, que estoy muy en deuda con
usted.

Hasta entonces Holmes no se había mostrado nunca
tan elogioso, y debo reconocer que sus palabras me produjeron una
satisfacción muy intensa, porque la indiferencia con que
recibía mi admiración y mis intentos de dar
publicidad a sus métodos me había herido en muchas
ocasiones. También me enorgullecía pensar que
había llegado a dominar su sistema lo bastante como para
aplicarlo de una forma capaz de merecer su aprobación.
Acto seguido Holmes se apoderó del bastón y lo
examinó durante unos minutos. Luego, como si algo hubiera
despertado especialmente su interés, dejó el
cigarrillo y se trasladó con el bastón junto a la
ventana, para examinarlo de nuevo con una lente
convexa.

-Interesante, aunque elemental -dijo, mientras regresaba
a su sitio preferido en el sofá-. Hay sin duda una o dos
indicaciones en el bastón que sirven de base para varias
deducciones.

-¿Se me ha escapado algo? -pregunté con
cierta presunción-. Confío en no haber olvidado
nada importante. -Mucho me temo, mi querido Watson, que casi
todas sus conclusiones son falsas. Cuando he dicho que me ha
servido usted de estímulo me refería, si he de ser
sincero, a que sus equivocaciones me han llevado en ocasiones a
la verdad. Aunque tampoco es cierto que se haya equivocado usted
por completo en este caso. Se trata sin duda de un médico
rural que camina mucho.

-Entonces tenía yo razón. -Hasta
ahí, sí.

-Pero sólo hasta ahí.

-Sólo hasta ahí, mi querido Watson; porque
eso no es todo, ni mucho menos. Yo consideraría más
probable, por ejemplo, que un regalo a un médico proceda
de un hospital y no de una asociación de cazadores, y que
cuando las iniciales CC van unidas a la palabra hospital, se nos
ocurra enseguida que se trata de Charing Cross.

-Quizá tenga usted razón.

-Las probabilidades se orientan en ese
sentido.

Y si adoptamos esto como hipótesis de trabajo,
disponemos de un nuevo punto de partida desde donde dar forma a
nuestro desconocido visitante.

-De acuerdo; supongamos que «CCH» significa
«Hospital de Charing Cross»; ¿qué otras
conclusiones se pueden sacar de ahí?

-¿No se le ocurre alguna de inmediato? Usted
conoce mis métodos. ¡Aplíquelos!

-Sólo se me ocurre la conclusión evidente
de que nuestro hombre ha ejercido su profesión
en

Londres antes de marchar al campo.

-Creo que podemos aventurarnos un poco
más.

Véalo desde esta perspectiva. ¿En
qué ocasión es más probable que se hiciera
un regalo de esas características? ¿Cuándo
se habrán puesto de acuerdo sus amigos para darle esa
prueba de afecto? Evidentemente en el momento en que el doctor
Mortimer dejó de trabajar en el hospital para abrir su
propia consulta. Sabemos que se le hizo un regalo. Creemos que se
ha producido un cambio y que el doctor Mortimer ha pasado del
hospital de la ciudad a una consulta en el campo. ¿Piensa
que estamos llevando demasiado lejos nuestras deducciones si
decimos que el regalo se hizo con motivo de ese
cambio?

-Parece probable, desde luego.

-Observará usted, además, que no
podía formar parte del personal permanente del hospital,
ya que tan sólo se nombra para esos puestos a
profesionales experimentados, con una buena clientela en Londres,
y un médico de esas características no se
marcharía después a un pueblo. ¿Qué
era, en ese caso? Si trabajaba en el hospital sin haberse
incorporado al personal permanente, sólo podía ser
cirujano o médico interno: poco más que estudiante
posgraduado. Y se marchó hace cinco años; la fecha
está en el bastón. De manera que su médico
de cabecera, persona seria y de mediana edad, se esfuma, mi
querido Watson, y aparece en su lugar un joven que no ha cumplido
aún la treintena, afable, poco ambicioso,
distraído, y dueño de un perro por el que siente
gran afecto y que describiré aproximadamente como
más grande que un terrier pero más pequeño
que un mastín.

Yo me eché a reír con incredulidad
mientras Sherlock Holmes se recostaba en el sofá y enviaba
hacia el techo temblorosos anillos de humo.

-En cuanto a sus últimas afirmaciones, carezco de
medios para rebatirlas -dije-, pero al menos no nos será
difícil encontrar algunos datos sobre la edad y
trayectoria profesional de nuestro hombre.

Del modesto estante donde guardaba los libros
relacionados con la medicina saqué el directorio
médico y, al buscar por el apellido, encontré
varios Mortimer, pero tan sólo uno que coincidiera con
nuestro visitante, por lo que procedí a leer en voz alta
la nota biográfica. «Mortimer, James, MRCS, 1882,
Grimpen, Dartmoor, Devonshire. De 1882 a 1884 cirujano interno en
el hospital de Charing Cross. En posesión del premio
Jackson de patología comparada, gracias al trabajo
titulado "¿Es la enfermedad una regresión?".
Miembro correspondiente de la Sociedad Sueca de Patología.
Autor de "Algunos fenómenos de atavismo" (Lancet, 1882),
"¿Estamos progresando?" (Journal of Psychology, marzo de
1883). Médico de los municipios de Grimpen, Thorsley y
High Barrow».

-No se menciona ninguna asociación de cazadores
-comentó Holmes con una sonrisa maliciosa-; pero sí
que nuestro visitante es médico rural, como usted dedujo
atinadamente. Creo que mis deducciones están justificadas.
Por lo que se refiere a los adjetivos, dije, si no recuerdo mal,
afable, poco ambicioso y distraído. Según mi
experiencia, sólo un hombre afable recibe regalos de sus
colegas, sólo un hombre sin ambiciones abandona una
carrera en Londres para irse a un pueblo y sólo una
persona distraída deja el bastón en lugar de la
tarjeta de visita después de esperar una hora.

-¿Y el perro?

-Está acostumbrado a llevarle el bastón a
su amo. Como es un objeto pesado, tiene que sujetarlo con fuerza
por el centro, y las señales de sus dientes son
perfectamente visibles. La mandíbula del animal, como pone
de manifiesto la distancia entre las marcas, es, en mi
opinión, demasiado ancha para un terrier y no lo bastante
para un mastín. Podría ser…, sí, claro que
sí: se trata de un spaniel de pelo rizado.

Holmes se había puesto en pie y paseaba por la
habitación mientras hablaba. Finalmente se detuvo junto al
hueco de la ventana. Había un tono tal de
convicción en su voz que levanté la vista
sorprendido.

-¿Cómo puede estar tan seguro de
eso?

-Por la sencilla razón de que estoy viendo al
perro delante de nuestra casa, y acabamos de oír
cómo su dueño ha llamado a la puerta. No se mueva,
se lo ruego. Se trata de uno de sus hermanos de profesión,
y la presencia de usted puede serme de ayuda. Éste es el
momento dramático del destino, Watson: se oyen en la
escalera los pasos de alguien que se dispone a entrar en nuestra
vida y no sabemos si será para bien o para mal.
¿Qué es lo que el doctor James Mortimer, el
científico, desea de Sherlock Holmes, el detective?
¡Adelante!

El aspecto de nuestro visitante fue una sorpresa para
mí, dado que esperaba al típico médico rural
y me encontré a un hombre muy alto y delgado, de nariz
larga y ganchuda, disparada hacia adelante entre unos ojos grises
y penetrantes, muy juntos, que centelleaban desde detrás
de unos lentes de montura dorada. Vestía de acuerdo con su
profesión, pero de manera un tanto descuidada, porque su
levita estaba sucia y los pantalones, raídos. Cargado de
espaldas, aunque todavía joven, caminaba echando la cabeza
hacia adelante y ofrecía un aire general de benevolencia
corta de vista. Al entrar, sus ojos tropezaron con el
bastón que Holmes tenía entre las manos, por lo que
se precipitó hacia él lanzando una
exclamación de alegría.

-¡Cuánto me alegro! -dijo-. No sabía
si lo había dejado aquí o en la agencia
marítima. Sentiría mucho perder ese
bastón.

-Un regalo, por lo que veo -dijo Holmes.

-Así es.

-¿Del hospital de Charing Cross?

-De uno o dos amigos que tenía allí, con
ocasión de mi matrimonio.

-¡Vaya, vaya! ¡Qué contrariedad!
-dijo Holmes, agitando la cabeza.

-¿Cuál es la contrariedad?

-Tan sólo que ha echado usted por tierra nuestras
modestas deducciones. ¿Su matrimonio, ha dicho?

-Sí, señor. Al casarme dejé el
hospital, y con ello toda esperanza de abrir una consulta.
Necesitaba un hogar. -Bien, bien; no estábamos tan
equivocados, después de todo -dijo Holmes-. Y ahora,
doctor James Mortimer…

-No soy doctor; tan sólo un modesto
MRCS.

-Y persona amante de la exactitud, por lo que se
ve."[10]

La cuarta y última novela de Doyle, es El Valle
del Terror, escrita entre 1914 y 1915, y ambientada a principio
de la década de 1880. En el primer capítulo, el
pensamiento deductivo no están encaminado a prever los
acontecimientos, ya que lo que tienen por delante es un mensaje
criptográfico, y la deducción se encamina a un
análisis de las circunstancia, teniendo en mente cual
sería el razonamiento del autor del mismo.

"Otra vez Holmes aplastó el papel contra su plato
intacto. Yo me levanté e, inclinándome hacia
él, observé detenidamente la curiosa
inscripción, que decía lo siguiente:

534 C2 13 127 36 31 4 17 21 41

DOUGLAS 109 293 5 37 BIRLSTONE

26 BIRLSTONE 9 47 171

– ¿Qué saca de esto Holmes?

– Es obviamente un intento de transmitir
información secreta.

– ¿Pero cuál es el sentido de un mensaje
en cifras sin la clave?

– En este momento, no del todo.

– ¿Qué quiere decir con "en este
momento"?

– Porque hay muchos números que yo leeré
tan fácil como la apócrifa al final de una columna
de avisos: Medios tan crudos entretienen a la inteligencia sin
siquiera fatigarla. Pero esto es diferente. Es claramente una
referencia a las palabras de la página de algún
libro. Hasta que me diga qué página y qué
libro no puedo hacer nada.

Partes: 1, 2, 3

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