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Resumen de los doce Cuentos Peregrinos, de Gabriel García Márquez (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida», dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo. Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a reabastecerse. A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose del mundo en la baranda de un barco.

Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.

– Me voy sola y con el hábito de San Francisco – les advirtió-. Es una manda.

Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella, se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que había encontrado para llorar a gusto desde que salió de Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la fonda se quedaría sin comer.

El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con flores de papel. Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por el hábito Pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy mal en Italia después de la guerra si una muchacha como esa tenía que servir en una fonda. Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo no tenía deseos de llorar.

Sin embargo, no pudo comer a gusto. En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia, a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la única carne que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que hubiera al menos pajaritos de monte para comer. Pero ella los rechazó.

– Para mí – dijo- sería como comerme un hijo.

Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había sido misionero en Bolivia, y hablaba un castellano difícil y expresivo. A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando tan lejos de casa.

Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar a los ahogados a la deriva.

El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra sagrada a los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de Nápoles.

– Desde hace siglos – concluyó el cura- los italianos tomaron conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles, pero también los ha curado de la crueldad.

– Ni siquiera pararon el barco – dijo ella.

– Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto – dijo el cura- Ya a esta hora deben haberlo recogido y enterrado en el nombre de Dios.

La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas, comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una razón para estar en aquel país indeseable.

– ¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? – preguntó.

El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo entero. La entrada era muy barata: veinte liras.

– ¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? – preguntó ella.

– El Santo Padre no confiesa a nadie – dijo el cura, un poco escandalizado-, salvo a los reyes, por supuesto.

– No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que viene de tan lejos – dijo ella.

– Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando – dijo el cura-. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo al Santo Padre.

La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la vio sonreír por primera vez.

– ¡Ave María Purísima! – dijo-. Me bastaría con verlo. – Y agregó con un suspiro que pareció salirle del alma-: ¡Ha sido el sueño de mi vida!

En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad que le pagaran un café.

Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía vivir con los petardos de tantas vespas enloquecidas. Las conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de sandías.

El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia Linero le pareció de catástrofe. Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta Postal de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.

Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con su vida. Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas abiertas frente al edificio de su hotel.

Empinada por encima del hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela, corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho. Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de sirenas de guerra.

Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado, pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba el desastre en una excitación sin control.

– Todos están muertos – le dijo a la señora Prudencia Linero en castellano-. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena. ¡Ostras en agosto, imagínese!

Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención, mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!» Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo. Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las almas de los diecisiete ingleses envenenados.

Abril 1980.

Tramontana

Lo vi una sola vez en Boceado, el cabaret de moda en Barcelona, pocas horas antes de su mala muerte. Estaba acosado por una pandilla de jóvenes suecos que trataban de llevárselo a las dos de la madrugada para terminar la fiesta en Cadaqués. Eran once, y costaba trabajo distinguirlos, porque los hombres y las mujeres parecían iguales: bellos, de caderas estrechas y largas cabelleras doradas. Él no debía ser mayor de veinte años. Tenía la cabeza cubierta de rizos empavonados, el cutis cetrino y terso de los caribes acostumbrados por sus mamas a caminar por la sombra, y una mirada árabe como para trastornar a las suecas, y tal vez a varios de los suecos. Lo habían sentado en el mostrador como a un muñeco de ventrílocuo, y le cantaban canciones de moda acompañándose con las palmas, para convencerlo de que se fuera con ellos. Él, aterrorizado, les explicaba sus motivos. Alguien intervino a gritos para exigir que lo dejaran en paz, y uno de los suecos se le enfrentó muerto de risa.

– Es nuestro – gritó-. Nos lo encontramos en el cajón de la basura.

Yo había entrado poco antes con un grupo de amigos después del último concierto que dio David Oistrakh en el Palau de la Música, y se me erizó la piel con la incredulidad de los suecos. Pues los motivos del chico eran sagrados. Había vivido en Cadaqués hasta el verano anterior, donde lo contrataron para cantar canciones de las Antillas en una cantina de moda, hasta que lo derrotó la tramontana. Logró escapar al segundo día con la decisión de no volver nunca, con tramontana o sin ella, seguro de que si volvía alguna vez lo esperaba la muerte. Era una certidumbre caribe que no podía ser entendida por una banda de nórdicos racionalistas, enardecidos por el verano y por los duros vinos catalanes de aquel tiempo, que sembraban ideas desaforadas en el corazón.

Yo lo entendía como nadie. Cadaqués era uno de los pueblos más bellos de la Costa Brava, y también el mejor conservado. Esto se debía en parte a que la carretera de acceso era una cornisa estrecha y retorcida al borde de un abismo sin fondo, donde había que tener el alma muy bien puesta para conducir a más de cincuenta kilómetros por hora. Las casas de siempre eran blancas y bajas, con el estilo tradicional de las aldeas de pescadores del Mediterráneo. Las nuevas eran construidas por arquitectos de renombre que habían respetado la armonía original. En verano, cuando el calor parecía venir de los desiertos africanos de la acera de enfrente, Cadaqués se convertía en una Babel infernal, con turistas de toda Europa que durante tres meses les disputaban su paraíso a los nativos y a los forasteros que habían tenido la suerte de comprar una casa a buen precio cuando todavía era posible. Sin embargo, en primavera y otoño, que eran las épocas en que Cadaqués resultaba más deseable, nadie dejaba de pensar con temor en la tramontana, un viento de tierra inclemente y tenaz, que según piensan los nativos y algunos escritores escarmentados, lleva consigo los gérmenes de la locura.

Hace unos quince años yo era uno de sus visitantes asiduos, hasta que se atravesó la tramontana en nuestras vidas. La sentí antes de que llegara, un domingo a la hora de la siesta, con el presagio inexplicable de que algo iba a pasar. Se me bajó el ánimo, me sentí triste sin causa, y tuve la impresión de que mis hijos, entonces menores de diez años, me seguían por la casa con miradas hostiles. El portero entró poco después con una caja de herramientas y unas sogas marinas para asegurar puertas y ventanas, y no se sorprendió de mi postración.

– Es la tramontana – me dijo-. Antes de una hora estará aquí.

Era un antiguo hombre de mar, muy viejo, que conservaba del oficio el chaquetón impermeable, la gorra y la cachimba, y la piel achicharrada por las sales del mundo. En sus horas libres jugaba a la petanca en la plaza con veteranos de varias guerras perdidas, y tomaba aperitivos con los turistas en las tabernas de la playa, pues tenía la virtud de hacerse entender en cualquier lengua con su catalán de artillero. Se preciaba de conocer todos los puertos del

planeta, pero ninguna ciudad de tierra adentro. «Ni París de Francia con ser lo que es», decía. Pues no le daba crédito a ningún vehículo que no fuera de mar.

En los últimos años había envejecido de golpe, y no había vuelto a la calle. Pasaba la mayor parte del tiempo en su cubil de portero, solo en alma, como vivió siempre. Cocinaba su propia comida en una lata y un fogoncillo de alcohol, pero con eso le bastaba para deleitarnos a todos con las exquisiteces de la cocina gótica. Desde el amanecer se ocupaba de los inquilinos, piso por piso, y era uno de los hombres más serviciales que conocí nunca, con la generosidad involuntaria y la ternura áspera de los catalanes. Hablaba poco, pero su estilo era directo y certero. Cuando no tenía nada más que hacer pasaba horas llenando formularios de pronósticos para el fútbol que muy pocas veces hacía sellar.

Aquel día, mientras aseguraba puertas y ventanas en previsión del desastre, nos habló de la tramontana como si fuera una mujer abominable pero sin la cual su vida carecería de sentido. Me sorprendió que un hombre de mar rindiera semejante tributo a un viento de tierra.

– Es que éste es más antiguo – dijo.

Daba la impresión de que no tenía su año dividido en días y meses, sino en el número de veces que venía la tramontana. «El año pasado, como tres días después de la segunda tramontana, tuve una crisis de cólicos», me dijo alguna vez. Quizás eso explicaba su creencia de que después de cada tramontana uno quedaba varios años más viejo. Era tal su obsesión, que nos infundió la ansiedad de conocerla como una visita mortal y apetecible.

No hubo que esperar mucho. Apenas salió el portero se escuchó un silbido que poco a poco se fue haciendo más agudo e intenso, y se disolvió en un estruendo de temblor de tierra. Entonces empezó el viento. Primero en ráfagas espaciadas cada vez más frecuentes, hasta que una se quedó inmóvil, sin una pausa, sin un alivio, con una intensidad y una sevicia que tenía algo de sobrenatural. Nuestro apartamento, al contrario de lo usual en el Caribe, estaba de frente a la montaña, debido quizás a ese raro gusto de los catalanes rancios que aman el mar pero sin verlo. De modo que el viento nos daba de frente y amenazaba con reventar las amarras de las ventanas.

Lo que más me llamó la atención era que el tiempo seguía siendo de una belleza irrepetible, con un sol de oro y el cielo impávido. Tanto, que decidí salir a la calle con los niños para ver el estado del mar. Ellos, al fin y al cabo, se habían criado entre los terremotos de México y los huracanes del Caribe, y un viento de más o de menos no nos pareció nada para inquietar a nadie. Pasamos en puntillas por el cubil del portero, y lo vimos estático frente a un plato de frijoles con chorizo, contemplando el viento por la ventana. No nos vio salir.

Logramos caminar mientras nos mantuvimos al socaire de la casa, pero al salir a la esquina desamparada tuvimos que abrazarnos a un poste para no Ser arrastrados por la potencia del viento. Estuvimos así, admirando el mar inmóvil y diáfano en medio del cataclismo, hasta que el portero, ayudado por algunos vecinos, llegó a rescatarnos. Sólo entonces nos convencimos de que lo único racional era permanecer encerrados en casa hasta que Dios quisiera Y nadie tenía entonces la menor idea de cuándo lo iba a querer.

Al cabo de dos días teníamos la impresión de que aquel viento pavoroso no era un fenómeno telúrico, sino un agravio personal que alguien estaba haciendo contra uno, y sólo contra uno. El portero nos visitaba varias veces al día, preocupado por nuestro estado de ánimo, y nos llevaba frutas de la estación y alfajores para los niños. Al almuerzo del martes nos regaló con la pieza maestra de la huerta catalana, preparada en su lata de cocina: conejo con caracoles. Fue una fiesta en medio del horror.

El miércoles, cuando no sucedió nada más que el viento, fue el día más largo de mi vida. Pero debió ser algo como la oscuridad del amanecer, porque después de la media noche despertamos todos al mismo tiempo, abrumados por un silencio absoluto que sólo podía ser el de la muerte. No se movía una hoja de los árboles por el lado de la montaña. De modo que salimos a la calle cuando aún no había luz en el cuarto del portero, y gozamos del cielo de la madrugada con todas sus estrellas encendidas, y del mar fosforescente. A pesar de que eran menos de las cinco, muchos turistas gozaban del alivio en las piedras de la playa, y empezaban a aparejar los veleros después de tres días de penitencia.

Al salir no nos había llamado la atención que estuviera a oscuras el cuarto del portero. Pero cuando regresamos a casa el aire tenía ya la misma fosforescencia del mar, y aún seguía apagado su cubil. Extrañado, toqué dos veces, y en vista de que no respondía, empujé la puerta. Creo que los niños lo vieron primero que yo, y soltaron un grito de espanto. El viejo portero, con sus insignias de navegante distinguido prendidas en la solapa de su chaqueta de mar, estaba colgado del cuello en la viga central, balanceándose todavía por el último soplo de la tramontana.

En plena convalecencia, y con un sentimiento de nostalgia anticipada, nos fuimos del pueblo antes de lo previsto, con la determinación irrevocable de no volver jamás. Los turistas estaban otra vez en la calle, y había música en la plaza de los veteranos, que apenas sí tenían ánimos para golpear los boliches de la petanca. A través de los cristales polvorientos del bar Marítimo alcanzamos a ver algunos amigos sobrevivientes, que empezaban la vida otra vez en la primavera radiante de la tramontana. Pero ya todo aquello pertenecía al pasado.

Por eso, en la madrugada triste del Boceado, nadie entendía como yo el terror de alguien que se negara a volver a Cadaqués porque estaba seguro de morir. Sin embargo, no hubo modo de disuadir a los suecos, que terminaron llevándose al chico por la fuerza con la pretensión europea de aplicarle una cura de burro a sus supercherías africanas. Lo metieron pataleando en una camioneta de borrachos, en medio de los aplausos y las rechiflas de la clientela dividida, y emprendieron a esa hora el largo viaje hacia Cadaqués.

La mañana siguiente me despertó el teléfono. Había olvidado cerrar las cortinas al regreso de la fiesta y no tenía la menor idea de la hora, pero la alcoba estaba rebozada por el esplendor del verano. La voz ansiosa en el teléfono, que no alcancé a reconocer de inmediato, acabó por despertarme.

– ¿Te acuerdas del chico que se llevaron anoche para Cadaqués?

No tuve que oír más. Sólo que no fue como me lo había imaginado, sino aún más dramático. El chico, despavorido por la inminencia del regreso, aprovechó un descuido de los suecos venáticos y se lanzó al abismo desde la camioneta en marcha, tratando de escapar de una muerte ineluctable.

Enero 1982

El verano feliz de la señora Forbes

Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta para comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos niños están juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recriminando nuestra falta de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo. Pero tan pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.

– Es una murena helena – nos dijo-, así llamada porque fue un animal sagrado para los griegos antiguos.

Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora Forbes ordenó que la desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestirnos para la cena.

Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque al cabo de dos semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para acompañarlo.

– Todavía es de día – le dije.

Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.

– No es por eso – dijo mi hermano-. Es que tengo miedo de tener miedo.

Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a una doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más deliciosos que los de la señora Forbes.

Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes no era católica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres, reprimiendo la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita. Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel verano aborrecible.

Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta. Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, masticando diez veces con un carrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.

El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin probarlo.

– No me gusta – dijo.-. La señora Forbes interrumpió la lección.

– No puedes saberlo – le dijo-, ni siquiera lo has probado.

Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.

– La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío – le dijo Fulvia Flamínea-. Pruébalo y verás.

La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente, que la murena era un manjar de reyes en la antigüedad, y que los guerreros se disputaban su hiel porque infundía un coraje sobrenatural. Luego nos repitió, como tantas veces en tan poco tiempo, que el buen gusto no es una facultad congénita, pero que tampoco se enseña a ninguna edad, sino que se impone desde la infancia. De manera que no había ninguna razón válida para no comer. Yo, que había probado la murena antes de saber lo que era, me quedé para siempre con la contradicción: tenía un sabor terso, aunque un poco melancólico, pero la imagen de la serpiente clavada en el dintel era más apremiante que mi apetito. Mi hermano hizo un esfuerzo supremo con el primer bocado, pero no pudo soportarlo: vomitó.

– Vas al baño – le dijo la señora Forbes sin alterarse-, te lavas bien y vuelves a comer.

Sentí una gran angustia por él, pues sabía cuánto 'e costaba atravesar la casa entera con las primeras sombras y permanecer solo en el baño el tiempo necesario para lavarse. Pero volvió muy pronto, con otra camisa limpia, pálido y apenas sacudido por un temblor recóndito, y resistió muy bien el examen severo de su limpieza. Entonces la señora Forbes trinchó un pedazo de la murena, y dio la orden de seguir. Yo pasé un segundo bocado a duras penas. Mi hermano, en cambio, ni siquiera cogió los cubiertos.

– No lo voy a comer – dijo. Su determinación era tan evidente, que la señora Forbes la esquivó.

– Está bien – dijo-, pero no comerás postre.

El alivio de mi hermano me infundió su valor. Crucé los cubiertos sobre el plato, tal cómo la señora Forbes nos enseñó que debía hacerse al terminar, y dije:

– Yo tampoco comeré postre.

– Ni verán la televisión – replicó ella.

– Ni veremos la televisión – dije.

La señora Forbes puso la servilleta sobre la mesa, y los tres nos levantamos para rezar. Luego nos mandó al dormitorio, con la advertencia de que debíamos dormirnos en el mismo tiempo que ella necesitaba para acabar de comer. Todos nuestros puntos buenos quedaron anulados, y sólo a partir de veinte volveríamos a disfrutar de sus pasteles de crema, sus tartas de vainilla, sus exquisitos bizcochos de ciruelas, como no habíamos de conocer otros en el resto de nuestras vidas.

Tarde o temprano teníamos que llegar a esa ruptura. Durante un año entero habíamos esperado con ansiedad aquel verano libre en la isla de Pantelana, en el extremo meridional de Sicilia, y lo había sido en realidad durante el primer mes, en que nuestros padres estuvieron con nosotros. Todavía recuerdo como un sueño la llanura solar de rocas volcánicas, el mar eterno, la casa pintada de cal viva hasta los sardineles, desde cuyas ventanas se veían en las noches sin viento las aspas luminosas de los faros de África. Explorando con mi padre los fondos dormidos alrededor de la isla habíamos descubierto una ristra de torpedos amarillos, encallados desde la última guerra; habíamos rescatado un ánfora griega de casi un metro de altura, con guirnaldas petrificadas, en cuyo fondo yacían los rescoldos de un vino inmemorial y venenoso, y nos habíamos bañado en un remanso humeante, cuyas aguas eran tan densas que casi se podía caminar sobre ellas. Pero la revelación más deslumbrante para nosotros había sido Fulvia Flamínea. Parecía un obispo feliz, y siempre andaba con una ronda de gatos soñolientos que le estorbaban para caminar, pero ella decía que no los soportaba por amor, sino para impedir que se la comieran las ratas. De noche, mientras nuestros padres veían en la televisión los programas para adultos, Fulvia Flamínea nos llevaba con ella a su casa, a menos de cien metros de la nuestra, y nos enseñaba a distinguir las algarabías remotas, las canciones, las ráfagas de llanto de los vientos de Túnez. Su marido era un nombre demasiado joven para ella, que trabajaba durante el verano en los hoteles de turismo, al otro extremo de la isla, y sólo volvía a casa para dormir. Oreste vivía con sus padres un poco más lejos, y aparecía siempre por la noche con ristras de pescados y canastas de langostas acabadas de pescar, y las colgaba en la cocina para que el marido de Fulvia Flamínea las vendiera al día siguiente en los hoteles. Después se ponía otra vez la linterna de buzo en la frente y nos llevaba a cazar las ratas de monte, grandes como conejos, que acechaban los residuos de las cocinas. A veces volvíamos a casa cuando nuestros padres se habían acostado, y apenas si podíamos dormir con el estruendo de las ratas disputándose las sobras en los patios. Pero aun aquel estorbo era un ingrediente mágico de nuestro verano feliz.

La decisión de contratar una institutriz alemana sólo podía ocurrírsele a mi padre, que era un escritor del Caribe con más ínfulas que talento. Deslumbrado por las cenizas de las glorias de Europa, siempre pareció demasiado ansioso por hacerse perdonar su origen, tanto en los libros como en la vida real, y se había impuesto la fantasía de que no quedara en sus hijos ningún vestigio de su propio pasado. Mi madre siguió siendo siempre tan humilde como lo había sido de maestra errante en la alta Guajira, y nunca se imaginó que su marido pudiera concebir una idea que no fuera providencial. De modo que ninguno de los dos debió preguntarse con el corazón cómo iba a ser nuestra vida con una sargenta de Dortmund, empeñada en inculcarnos a la fuerza los hábitos más rancios de la sociedad europea, mientras ellos participaban con cuarenta escritores de moda en un crucero cultural de cinco semanas por las islas del mar Egeo.

La señora Forbes llegó el último sábado de julio en el barquito regular de Palermo, y desde que la vimos por primera vez nos dimos cuenta de que la fiesta había terminado. Llegó con unas botas de miliciano y un vestido de solapas cruzadas en aquel calor meridional, y con el pelo cortado como el de un hombre bajo el sombrero de fieltro. Olía a orines de mico. «Así huelen todos los europeos, sobre todo en verano», nos dijo mi padre. «Es el olor de la civilización». Pero, a despecho de su atuendo marcial, la señora Forbes era una criatura escuálida, que tal vez nos habría suscitado una cierta compasión si hubiéramos sido mayores o si ella hubiera tenido algún vestigio de ternura. El mundo se volvió distinto. Las seis horas de mar, que desde el principio del verano habían sido un continuo ejercicio de imaginación, se convirtieron en una sola hora igual, muchas veces repetida. Cuando estábamos con nuestros padres disponíamos de todo el tiempo para nadar con Oreste, asombrados del arte y la audacia con que se enfrentaba a los pulpos en su propio ámbito turbio de tinta y de sangre, sin más armas que sus cuchillos de pelea. Después siguió llegando a las once en el botecito de motor fuera borda, como lo hacía siempre, pero la señora Forbes no le permitía quedarse con nosotros ni un minuto más del indispensable para la clase de natación submarina. Nos prohibió volver de noche a la casa de Fulvia Flamínea, porque lo consideraba como una familiaridad excesiva con la servidumbre, y tuvimos que dedicar a la lectura analítica de Shakespeare el tiempo de que antes disfrutábamos cazando ratas. Acostumbrados a robar mangos en los patios y a matar perros a ladrillazos en las calles ardientes de Guacamayal, Para nosotros era imposible concebir un tormento cruel que aquella vida de príncipes.

Sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta de que la señora Forbes no era tan estricta consigo misma como lo era con nosotros, y esa fue la primera grieta de su autoridad. Al principio se quedaba en la playa bajo el parasol de colores, vestida de guerra, leyendo baladas de Schiller mientras Oreste nos enseñaba a bucear, y luego nos daba clases teóricas de buen comportamiento en sociedad, horas tras horas, hasta la pausa del almuerzo.

Un día pidió a Oreste que la llevara en el botecito de motor a las tiendas de turistas de los hoteles, y regresó con un vestido de baño enterizo, negro y tornasolado, como un pellejo de foca, pero nunca se metió en el agua. Se asoleaba en la playa mientras nosotros nadábamos, y se secaba el sudor con la toalla, sin pasar por la regadera, de modo que a los tres días parecía una langosta en carne viva y el olor de su civilización se había vuelto irrespirable.

Sus noches eran de desahogo. Desde el principio de su mandato sentíamos que alguien caminaba por la oscuridad de la casa, braceando en la oscuridad, y mi hermano llegó a inquietarse con la idea de que fueran los ahogados errantes de que tanto nos había hablado Fulvia Flamínea. Muy pronto descubrimos que era la señora Forbes, que se pasaba la noche viviendo la vida real de mujer solitaria que ella misma se hubiera reprobado durante el día. Una madrugada la sorprendimos en la cocina, con el camisón de dormir de colegiala, preparando sus postres espléndidos, con todo el cuerpo embadurnado de harina hasta la cara y tomándose un vaso de oporto con un desorden mental que habría causado el escándalo de la otra señora Forbes. Ya para entonces sabíamos que después de acostarnos no se iba a su dormitorio, sino que bajaba a nadar a escondidas, o se quedaba hasta muy tarde en la sala, viendo sin sonido en la televisión las películas prohibidas para menores, mientras comía tartas enteras y se bebía hasta una botella del vino especial que mi padre guardaba con tanto celo para las ocasiones memorables. Contra sus propias prédicas de austeridad y compostura, se atragantaba sin sosiego, con una especie de pasión desmandada. Después la oíamos hablando sola en su cuarto, la oíamos recitando en su alemán melodioso fragmentos completos de Die Jungfrau von Orleans, la oíamos cantar, la oíamos sollozando en la cama hasta el amanecer, y luego aparecía en el desayuno con los ojos hinchados de lágrimas, cada vez más lúgubre y autoritaria. Ni mi hermano ni yo volvimos a ser tan desdichados como entonces, pero yo estaba dispuesto a soportarla hasta el final, pues sabía que de todos modos su razón había de prevalecer contra la nuestra. Mi hermano, en cambio, se le enfrentó con todo el ímpetu de su carácter, y el verano feliz se nos volvió infernal. El episodio de la murena fue el último límite. Aquella misma noche, mientras oíamos desde la cama el trajín incesante de la señora Forbes en la casa dormida, mi hermano soltó de golpe toda la carga del rencor que se le estaba pudriendo en el alma. – La voy a matar – dijo.

Me sorprendió, no tanto por su decisión, como por la casualidad de que yo estuviera pensando lo mismo desde la cena. No obstante, traté de disuadirlo.

– Te cortarán la cabeza – le dije.

– En Sicilia no hay guillotina – dijo él-. Además, nadie va a saber quién fue.

Pensaba en el ánfora rescatada de las aguas, donde estaba todavía el sedimento del vino mortal. Mi padre lo guardaba porque quería hacerlo someter a un análisis más profundo para averiguar la naturaleza de su veneno, pues no podía ser el resultado del simple transcurso del tiempo. Usarlo contra la señora Forbes era algo tan fácil, que nadie iba a pensar que no fuera accidente o suicidio. De modo que al amanecer, cuando la sentimos caer extenuada por la fragorosa vigilia, echamos vino del ánfora en la botella del vino especial de mi padre. Según habíamos oído decir, aquella dosis era bastante para matar un caballo.

El desayuno lo tomábamos en la cocina a las nueve en punto, servido por la propia señora Forbes con los panecillos de dulce que Fulvia Flamínea dejaba muy temprano sobre la hornilla. Dos días después de la sustitución del vino, mientras desayunábamos, mi hermano me hizo caer en la cuenta con una mirada de desencanto que la botella envenenada estaba intacta en el aparador. Eso fue un viernes, y la botella siguió intacta durante el fin de semana. Pero la noche del martes, la señora Forbes se bebió la mitad mientras veía las películas libertinas de la televisión.

Sin embargo, llegó tan puntual como siempre al desayuno del miércoles. Tenía su cara habitual de mala noche, y los ojos estaban tan ansiosos como siempre detrás de los vidrios macizos, y se le volvieron aún más ansiosos cuando encontró en la canasta de los panecillos una carta con sellos de Alemania. La leyó mientras tomaba el café, como tantas veces nos había dicho que no se debía hacer, y en el curso de la lectura le pasaban por la cara las ráfagas de claridad que irradiaban las palabras escritas. Luego arrancó las estampillas del sobre y las puso en la canasta con los panecillos sobrantes para la colección del marido de Fulvia Flamínea. A pesar de su mala experiencia inicial, aquel día nos acompañó en la exploración de los fondos marinos, y estuvimos divagando por un mar de aguas delgadas hasta que se nos empezó a agotar el aire de los tanques y volvimos a casa sin tomar la lección de buenas costumbres. La señora Forbes no sólo estuvo de un ánimo floral durante todo el día, sino que a la hora de la cena parecía más viva que nunca. Mi hermano, por su parte, no podía soportar el desaliento. Tan pronto como recibimos la orden de empezar apartó el plato de sopa de fideos con un gesto provocador.

– Estoy hasta los cojones de esta agua de lombrices – dijo.

Fue como si hubiera tirado en la mesa una granada de guerra. La señora Forbes se puso pálida, sus labios se endurecieron hasta que empezó a disiparse el humo de la explosión, y los vidrios de sus lentes se empañaron de lágrimas. Luego se los quitó, los secó con la servilleta, y antes de levantarse la puso sobre la mesa con la amargura de una capitulación sin gloria.

– Hagan lo que les dé la gana – dijo-. Yo no existo.

Se encerró en su cuarto desde las siete. Pero antes de la media noche, cuando ya nos suponía dormidos, la vimos pasar con el camisón de colegiala y llevando para el dormitorio medio pastel de chocolate y la botella con más de cuatro dedos del vino envenenado. Sentí un temblor de lástima.

– Pobre señora Forbes – dije. Mi hermano no respiraba en paz.

– Pobres nosotros si no se muere esta noche – dijo.

Aquella madrugada volvió a hablar sola por un largo rato, declamó a Schiller a grandes voces, inspirada por una locura frenética, y culminó con un grito final que ocupó todo el ámbito de la casa. Luego suspiró muchas veces hasta el fondo del alma y sucumbió con un silbido triste y continuo como el de una barca a la deriva. Cuando despertamos, todavía agotados por la tensión de la vigilia, el sol se metía a cuchilladas por las persianas, pero la casa parecía sumergida en un estanque. Entonces caímos en la cuenta de que iban a ser las diez y no habíamos sido despertados por la rutina matinal de la señora Forbes. No oímos el desagüe del retrete a las ocho, ni el grifo del lavabo, ni el ruido de las persianas, ni las herraduras de las botas y los tres golpes mortales en la puerta con la palma de su mano de negrero. Mi hermano puso la oreja contra el muro, retuvo el aliento para percibir la mínima señal de vida en el cuarto contiguo, y al final exhaló un suspiro de liberación.

– ¡Ya está! – dijo-. Lo único que se oye es el mar.

Preparamos nuestro desayuno poco antes de las once, y luego bajamos a la playa con dos cilindros para cada uno y otros dos de repuesto, antes de que Fulvia Flamínea llegara con su ronda de gatos a hacer la limpieza de la casa. Oreste estaba ya en el embarcadero destripando una dorada de seis libras que acababa de cazar. Le dijimos que habíamos esperado a la señora Forbes hasta las once, y en vista de que continuaba dormida decidimos bajar solos al mar. Le contamos además que la noche anterior había sufrido una crisis de llanto en la mesa, y tal vez había dormido mal y prefirió quedarse en la cama. A Oreste no le interesó demasiado la explicación, tal como nosotros lo esperábamos, y nos acompañó a merodear poco más de una hora por los fondos marinos. Después nos indicó que subiéramos a almorzar, y se fue en el botecito de motor a vender la dorada en los hoteles de los turistas. Desde la escalera de piedra le dijimos adiós con la mano, haciéndole creer que nos disponíamos a subir a la casa, hasta que desapareció en la vuelta de los acantilados. Entonces nos pusimos los tanques de oxígeno y seguimos nadando sin permiso de nadie.

El día estaba nublado y había un clamor de truenos oscuros en el horizonte, pero el mar era liso y diáfano y se bastaba de su propia luz. Nadamos en la superficie hasta la línea del faro de Pantelaria, doblamos luego unos cien metros a la derecha y nos sumergimos donde calculábamos que habíamos visto los torpedos de guerra en el principio del verano.

Allí estaban: eran seis, pintados de amarillo solar y con sus números de serie intactos, y acostados en el fondo volcánico en un orden perfecto que no podía ser casual. Luego seguimos girando alrededor del faro, en busca de la ciudad sumergida de que tanto y con tanto asombro nos había hablado Fulvia Flamínea, pero no pudimos encontrarla. Al cabo de dos horas, convencidos de que no había nuevos misterios por descubrir, salimos a la superficie con el último sorbo de oxígeno.

Se había precipitado una tormenta de verano mientras nadábamos, el mar estaba revuelto, y una muchedumbre de pájaros carniceros revoloteaba con chillidos feroces sobre el reguero de pescados moribundos en la playa. Pero la luz de la tarde parecía acabada de hacer, y la vida era buena sin la señora Forbes. Sin embargo, cuando acabamos de subir a duras penas por la escalera de los acantilados, vimos mucha gente en la casa y dos automóviles de la policía frente a la puerta, y entonces tuvimos conciencia por primera vez de lo que habíamos hecho. Mi hermano se puso trémulo y trató de regresar.

– Yo no entro- dijo.

Yo, en cambio, tuve la inspiración confusa de que con sólo ver el cadáver estaríamos a salvo de toda sospecha.

– Tate tranquilo- le dije-. Respira hondo, y piensa sólo una cosa: nosotros no sabemos nada.

Nadie nos puso atención. Dejamos los tanques, las máscaras y las aletas en el portal, y entramos por la galería lateral, donde estaban dos hombres fumando sentados en el suelo junto a una camilla de campaña. Entonces nos dimos cuenta de que había una ambulancia en la puerta posterior y varios militares armados de rifles. En la sala, las mujeres del vecindario rezaban en dialecto sentadas en las sillas que habían sido puestas contra la pared, y sus hombres estaban amontonados en el patio hablando de cualquier cosa que no tenía nada que ver con la muerte. Apreté con más fuerza la mano de mi hermano, que estaba dura y helada, y entramos en la casa por la puerta posterior. Nuestro dormitorio estaba abierto y en el mismo estado en que lo dejamos por la mañana. En el de la señora Forbes, que era el siguiente, había un carabinero armado controlando la entrada, pero la puerta estaba abierta. Nos asomamos al interior con el corazón oprimido, y apenas tuvimos tiempo de hacerlo cuando Fulvia Flamínea salió de la cocina como una ráfaga y cerró la puerta con un grito de espanto:

– ¡Por el amor de Dios, figlioli, no la vean! Ya era tarde. Nunca, en el resto de nuestras vidas, habíamos de olvidar lo que vimos en aquel instante fugaz. Dos hombres de civil estaban midiendo la distancia de la cama a la pared con una cinta métrica, mientras otro tomaba fotografías con una cámara de manta negra como las de los fotógrafos de los parques. La señora Forbes no estaba sobre la cama revuelta. Estaba tirada de medio lado en el suelo, desnuda en un charco de sangre seca que había teñido por completo el piso de la habitación, y tenía el cuerpo cribado a puñaladas. Eran veintisiete heridas de muerte, y por la cantidad y la sevicia se notaba que habían sido asestadas con la furia de un amor sin sosiego, y que la señora Forbes las había recibido con la misma pasión, sin gritar siquiera, sin llorar, recitando a Schiller con su hermosa voz de soldado, consciente de que era el precio inexorable de su verano feliz.

La luz es como el agua

En Navidad los niños volvieron a pedir un botó de remos.

– De acuerdo – dijo el papá-, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

– No – dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

– Para empezar – dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretujados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

– El bote está en el garaje – reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

– Felicitaciones – les dijo el papá- ¿Y ahora qué?

– Ahora nada – dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al eme. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

– La luz es como el agua – le contesté-: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.

– Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada – dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.

– ¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? – dijo Joel.

– No – dijo la madre, asustada-. Ya no más. El padre le reprochó su intransigencia.

– Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber – dijo ella- pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

– Es una prueba de madurez – dijo.

– Dios te oiga – dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.

Diciembre 1978.

El rastro de tu sangre en la nieve

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un gran esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.

Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podían encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra el viento que preguntaran en Hendaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:

– Merde! Allez vous en!

Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo, y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla.

Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.

– ¿Es algo grave? – preguntó.

– Nada – sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.

Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la medianoche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera, pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.

Se habían casado tres días antes, a diez mil kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Chátellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parada frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.

– Los he visto más grandes y más firmes – dijo, dominando el terror-. De modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.

En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen, sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de procrees de la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. «Suena como un buque», había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. «No me importa qué instrumento toques», le decía, «con tal de que lo toques con las piernas cerradas». Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cascara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, y oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.

Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que lo hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy Sánchez trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, veinticuatro horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses. De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.

La misión diplomática de su país lo recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.

– Lo hice adrede – dijo-, para que se fijaran en mi anillo.

En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, que debía costar una fortuna, no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego, el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.

Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo lo iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se había precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo, para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.

Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique del Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de hadas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.

– Eres un salvaje – le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.

Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.

– Todavía me dura el almuerzo de la embajada – dijo. Y agregó sin ninguna lógica-. Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.

Con todo, Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.

– Los machos no comen dulces – dijo.

Poco antes de Orléans se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque él le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. «No hay paisajes más bellos en el mundo», decía, «pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua». Tan convencida estaba que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadraditos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.

– Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve – dijo-. Aquí mismo, si quieres.

Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.

– Ya será mejor esperar hasta París – dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.

– Es la primera vez que me fallas – dijo él.

– Claro – replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.

Poco antes del amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano, pero todavía no se alarmó. «Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil», dijo con su encanto natural. «Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve.» Luego pensó mejor en lo que había dicho, y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.

– Imagínate – dijo-: un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?

No tuvo tiempo de volver a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras de papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco, pero de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.

– Estamos casi en la puerta de Orléans – dijo-. Sigue de frente, por la avenida del General Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.

Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y motocicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.

Sólo para salir de la glorieta de León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la medianoche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios, y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfert-Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.

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