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Teoría materialista de la evolución de Juan M. O. Alberdi



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

  1. Caza de brujas en la biología
  2. Un campesino humilde en la Academia
  3. La técnica de vernalización
  4. Cuando los faraones practicaban el incesto
  5. La revolución verde contra la revolución roja
  6. El milagro de los almendros que producen melocotones
  7. Los genes se sirven a la carta
  8. El ocaso del dictador benévolo
  9. Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag
  10. El linchamiento de un científico descalzo
  11. Los niños mimados del Kremlin
  12. Dawkins acabará comiéndose su sombrero
  13. La prehistoria de una ciencia

«El hombre está condenado a agotar todos los errores posibles antes de reconocer una verdad»

Lamarck, Filosofía zoológica

Caza de brujas en la biología

En el verano de 1948 el presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de la URSS, Trofim

D. Lysenko (1898-1976), leía un informe ante más de 700
científicos soviéticos de varias especialidades que desencadenó
una de las más formidables campañas de linchamiento propagandístico
de la guerra fría, lo cual no dejaba de resultar extraño, tratándose
de un acto científico y de que nadie conocía a Lysenko
fuera de su país. Sin embargo, aquellos mismos fariseos que en 1948 trasladaron
el decorado del escenario desde la ciencia a la política fueron -y siguen
siendo- los mismos que se rasgan las vestiduras a causa de la "politización
de la ciencia", es decir, de la conversión de la ciencia en algo
que juzgan como esencialmente contrario a su propia naturaleza.

Lysenko fue extraído de un contexto científico en el que
había surgido de manera polémica para sentarlo junto
al Plan Marshall, Bretton Woods, la OTAN y la bomba atómica. Después
de la obra de Francés S.Saunders (1) hoy tenemos la certeza
de lo que siempre habíamos sospechado: hasta qué punto la cultura
fue manipulada en la posguerra por los servicios militares de inteligencia de
Estados Unidos. Pero no sólo la cultura. Si en sus expediciones militares
Alejandro Magno llevaba consigo a los filósofos, Napoleón hizo
lo propio con los científicos durante su viaje a Egipto, y aún
hoy no somos plenamente conscientes de las consecuencias irreversibles que el
"Proyecto

Manhattan" ha tenido para la ciencia desde la segunda mitad del siglo pasado. Ha nacido la big

science, las gigantescas industrias científicas, la megaciencia. Como consecuencia de esa situación, una parte cada vez más importante de lo que se considera como "ciencia" tiene poco que ver con ella y, en cualquier caso, tiene que ver también con intereses espurios, que la mayor parte de las veces son bastante turbios, empezando por la campaña de linchamiento contra Lysenko, el

transplante de médula o la creación del Centro de Control
de Enfermedades de Atlanta. Cuando en la posguerra el propio Eisenhower
denunció los peligros del complejo militar-industrial, también

puso a la ciencia en el mismo punto de mira, en un apartado de su discurso que a los partidarios de la ciencia "pura" no les gustará recordar:

Durante las décadas recientes la revolución tecnológica ha sido, en gran medida, responsable de los profundos cambios de nuestra situación industrial y militar. En esta revolución, la investigación ha tenido un papel central; también se vuelve más formalizada, compleja, y cara. Una proporción creciente de la misma se lleva a cabo bajo la dirección, o para los fines, del Gobierno Federal.

Hoy el inventor solitario trasteando en su taller, ha sido desplazado
por ejércitos de científicos en laboratorios y campos de pruebas.
De la misma manera, la universidad libre, que es fuente histórica de
ideas libres y descubrimientos científicos, ha sufrido una revolución
en la dirección de las investigaciones. En parte por los grandes costos
que la investigación involucra, los contratos del gobierno se han convertido
en un sustituto de la curiosidad intelectual. Por cada antigua pizarra hay ahora
cientos de nuevos ordenadores electrónicos […] La perspectiva de que
los intelectuales de la nación sean sometidos mediante el empleo federal,
la asignación de proyectos y con el poder del dinero siempre
presente, es algo que hay que contemplar con preocupación […] Igualmente
también debemos estar alerta ante el peligro opuesto de que las políticas
públicas sean secuestradas por una élite científico-tecnológica
(2).

Presidente de una potencia mundial hegemónica, a la vez que general
del ejército que la sostenía, Eisenhower era un perfecto
conocedor de lo que estaba hablando, y no se refería a la URSS precisamente,
sino a dos riesgos simultáneos que concernían a su propio país:
primero, la sumisión de los científicos "con el poder del
dinero" y, segundo, que la democracia se convierta en un rehén de
los tecnócratas, de quienes pretenden acaparar para sí el monopolio
del conocimiento y que los demás adapten a ellos sus decisiones. Los
políticos se entrometen en la ciencia tanto, por lo menos, como los científicos
en la política. En plena guerra mundial, en 1915, Paul Painlevé,
un matemático y ministro francés de educación, pasó
a dirigir el departamento de la guerra. Su tarea fue la de movilizar recursos
de la manera más rápida y eficaz, es decir, científica,
para lo cual creó una "dirección general de invenciones"
dentro del departamento de armamento. Hace ya décadas que los científicos
vienen sustituyendo a los abogados en los más altos cargos gubernativos.

Uno de los errores más comunes en torno a la ciencia es la de
aquellos que la reducen a su dimensión cognoscitiva y de ella sólo
tienen en cuenta los conocimientos. Saber es poder y a la inversa.
La ciencia es un instrumento de hegemonía. La burguesía supone
que puede perpetuar su dominación transformando los problemas
políticos en problemas técnicos, que eso asegura su gobernabilidad.
Hoy en día, dice Latour, ningún ejército es capaz de vencer
sin los científicos. La ciencia (y la tecnología)
han pasado a formar parte de una maquinaria militar y, por consiguiente, "debe
ser estudiada como tal". Entre un 20 y un 30 por ciento de los científicos
trabajan en proyectos militares, porcentaje que sube al 40 por ciento en Estados
Unidos. El 70 de la inversión en ciencia se destina a la
defensa. La militarización de la ciencia asegura una provisión
de científicos a su imagen y semejanza: disciplinados y amaestrados.
Además, la milicia asegura la movilización de los
recursos que la big science necesita en la actualidad (3).

Cuando insultaban a Lysenko, los científicos que se prestaron
a colaborar en la campaña de la guerra fría estaban
sublimando su propio miserable estado, y el deterioro parece imparable. Desde

1961, fecha en la que Eisenhower pronuncia el discurso, se han confirmado
las peores premoniciones. La ciencia que no está militarizada
forma parte de la industria. El 75 por ciento de la investigación
se lleva a cabo en empresas privadas con dinero público. Los científicos
son funcionarios públicos y empleados privados. Como en
el ejército o en cualquier sector económico, no cabe
ninguna posibilidad de crítica. Como cualquier peón fabril, el
científico tiene que ser sometido y, además, debe
aceptar e interiorizar su propia condición servil como un estado natural.

Ha pasado del complejo militar-industrial a un complejo militar-industrial sin complejos.

La ciencia padece el abrazo del oso; se asfixia en medio de tan generoso derroche de subvenciones. Como consecuencia de ello, atraviesa un profundo declive, sólo comparable al de la Edad Media. Se investiga, se publica y se lee aquello que se financia y subvenciona a golpe de talonario. Lo demás no existe, no es ciencia. No es necesario recordar que quien paga manda, ni tampoco que quien paga y manda nada tiene que ver con la ciencia, es decir, que quien la dirige es ajeno a ella. Pero eso ha existido siempre; lo que cambió en la posguerra es que se tornó mucho más sórdido y gris. A diferencia del medievo, los mecenas que en la posguerra empezaron a guiar el curso de la ciencia ni siquiera eran aquellos aficionados paternalistas y entusiastas, "filósofos", es decir, no aquellos que sabían sino los que querían saber. Los que redactan decretos y firman cheques no conocen barreras; están convencidos de que nada es imposible, y mucho menos en materia científica. Si en la posguerra pudieron reconducir la evolución de un arte milenario, como la pintura, una ciencia reciente como la genética se prestaba más fácilmente para acoger los mensajes crípticos de la Casa Blanca, Wall Street o el Pentágono. Lysenko no era conocido fuera de la URSS hasta que la guerra sicológica desató una leyenda fantástica que aún no ha terminado y que se alimenta a sí misma, reproduciendo sus mismos términos de un autor a otro, porque no hay nada nuevo que decir: "historia terminada" concluye Althusser (3b). Es el ansiado fin de la historia y, por supuesto, es una vía muerta para la ciencia porque la ciencia y Lysenko se dan la espalda. No hay nada más que aportar a este asunto.

O quizá sí; quizá haya que recordar periódicamente
las malas influencias que ejerce "la política" sobre
la ciencia, y el mejor ejemplo de eso es Lysenko: "La palabra lysenkismo
ha acabado simbolizando las consecuencias desastrosas de poner
la ciencia al servicio de la ideología política", aseguran
los diccionarios especializados (4), lo que sentencia con rotundidad el genetista
James Watson: "El lysenkismo representa la incursión más
atroz de la política en la ciencia desde la Inquisición"
(5). Pretenden aparentar que lo suyo es ciencia "pura" y que todo
lo demás, todo lo que no sea ciencia "pura", conduce al desastre.
En consecuencia, hay que dejar la ciencia en manos de los científicos.
En este juego oportunista a unos efectos "la política" nada
tiene que ver con la ciencia y a otros interesa confundir de plano; depende
del asunto y, en consecuencia, la dicotomía se presta a la manipulación.
Así sigue la cuestión, como si se tratara de un asunto "político",
y sólo puede ser polémico si es político porque sobre ciencia
no se discute. Por eso hoy buena parte de los científicos se asemeja
-más que nada- a una disciplinada tropa de reclutas, a la que un prolongado
régimen cuartelado ha privado de su capacidad crítica. Jean Rostand,
redactor francés de libros de bolsillo sobre biología que participó
en la controversia sobre Lysenko, escribió entonces al respecto: "Expresiones
apasionadas no se habían dado nunca hasta entonces en las discusiones
intelectuales"

(6). Uno no puede dejar de mostrar su estupor ante tamañas afirmaciones,
que expresan una errónea concepción de la ciencia que oculta los
datos más elementales de la historia de su avance, desde Tales de Mileto
hasta el día de hoy. Un breve recorrido por el pasado de cualquier ciencia
le mostraría preñado de acerbas polémicas,
muchas de las cuales acabaron en la hoguera. La verdad no está sujeta
a ninguna clase de monopolio; las ciencias son esencialmente dialécticas,
Platón, Galileo, Giordano Bruno y Leibniz, para quien la
lógica era "el arte de disputar" (7). El saber científico
no está integrado por conocimientos falsables sino por conocimientos
discutibles. Darwin no podía discutir sobre la santísima trinidad
porque es una cuestión religiosa, indiscutible, pero el obispo Wilberforce
sí pudo hacerlo sobre la teoría de la evolución porque
es una cuestión científica, discutible.

La negación de la controversia conduce a estas periódicas
cruzadas contemporáneas contra algo que se presenta como diferente y
se califica de seudociencia, superstición, un conocimiento falso. Han
vuelto los malleus malefwarum de las más oscuras entrañas de la
Edad Media, lo que en el siglo XVII Francis Bacon calificó como "policía
de la ciencia" (8), cuyos agentes desempeñan dos importantes
tareas, que identifican con la esencia misma del proceder epistemológico.
La primera consiste en prevenir a la humanidad ignorante contra
la equivocación y el desvarío, algo de lo que nunca
seríamos capaces por nosotros mismos. No se trata de criticar (una de
las tareas científicas) sino de erradicar y silenciar (una
tarea policial). Hay que impedir el error lo mismo que hay que impedir
el delito: antes de que se produzca. De ese modo la policía científica
ahorra la engorrosa tarea de criticar y de polemizar que tanta
confusión engendran. Más vale poco pero de calidad; el minimalismo
se introduce en la metodología científica moderna, aparece la
ley del mínimo esfuerzo y una navaja que erróneamente
atribuyen a Occam (9). Economizan ciencia, la presentan brillantemente pulida
en acabados textos doxográficos que han superado la implacable prueba
del nihil obstat contemporáneo {peer review): la policía
científica da el visto bueno para que un determinado artículo
se publique; el resto acaba en la papelera. Ha vuelto la censura con las correspondientes
bendiciones del sínodo de sabios, incoporado a la cotidianeidad y a los
automatismos inconscientes de la tarea investigadora, como si se tratara de
la bata blanca en el

laboratorio, el fonendoscopio en la consulta médica o el ordenador en la oficina.

La segunda tarea de los "martillos de herejes" es propia de un cierto tipo de escolástica moderna.

Consiste en equiparar la crítica de la seudociencia con la controversia
dentro de la misma ciencia, como ya advirtió Hegel en relación
con la filosofía y que puede extenderse a cualquier clase de conocimiento:
"Lo que esencialmente interesa es llegar a ver con mayor claridad y de
un modo más profundo qué es lo que realmente significa esta diversidad
de los sistemas filosóficos. El conocimiento filosófico
de lo que es la verdad y la filosofía nos ayuda a enfocar esta diversidad
en cuanto tal, en un sentido completamente distinto que el que
entraña la antítesis abstracta entre la verdad y
el error. El esclarecimiento de esto nos dará la clave para comprender
el significado de toda la historia de la filosofía. Es menester
que comprendamos que esta variedad entre las muchas filosofías
no sólo no perjudica a la filosofía misma -a la posibilidad de
tal filosofía- sino que, por el contrario, es y ha sido
siempre algo sencillamente necesario para la existencia de la propia filosofía,
algo esencial a ella" (10).

No hay avance científico sin disputatio (11). La controversia
es el medio por el cual una teoría científica extrae
lo mejor de sí misma. En cualquier país y en cualquier disciplina
los intentos de imponer un canon de pensamiento, acaban en la parálisis,
tanto más grave cuanto que a algunos neoescolásticos
les otorgan la mayoría, gracias al apoyo del complejo militar-industrial,
y pasan a intervenir en nombre de una supuesta comunidad científica,
que a veces interesa confundir con la unanimidad de los científicos
e incluso con la ciencia misma. En nombre de la unidad (que equiparan a la unanimidad)
de la ciencia, la Inquisición sigue acechando hoy, especialmente en el

terreno de la biología. Disponemos, pues, de los ingredientes tópicos de un auto sacramental: por un lado la ciencia y por el otro la Inquisición; sólo necesitamos saber el reparto de los papeles.

¿Quiénes son los verdugos y quiénes las víctimas?
Pero la duda ofende; a determinado tipo de científicos sólo
les gusta asumir el papel de víctimas. Cualquier otra asignación
les parecería un insulto.

Si la ciencia es lo discutible, la crítica empieza por sí
misma. La polémica de la ciencia es interna, consigo misma.
Lo que demuestra la naturaleza científica de un determinado tipo de saber
es su debate interno. Cuando ocurre como en la actualidad, que
la ciencia busca contrarios fuera de sí misma, es con el
único fin de apuntalar la falta de fundamento de sus propios postulados,
trata de encubrir su debilidad interna para cerrar filas, para
crear una impresión falsa de solidez. Entonces no lucha
contra la seudociencia sino que se ha convertido a sí misma en seudociencia.

La escolástica biológica está muy lejos de comprender
las consecuencias de su tardía aparición, materializadas
en una incapacidad para digerir las prácticas botánicas, médicas
y veterinarias preexistentes. Hace más de 2.000 años
que Euclides formalizó en un sorprendente sistema axiomático
los conocimientos empíricos seculares que sobre geometría habían
ido acumulando babilonios y egipcios (11b). Lo mismo lograron la
astronomía y la química, que demostraron su capacidad
para destilar conocimiento científico del cúmulo abigarrado de
concepciones mágicas y míticas. Esos procesos de
creación científica se prolongaron durante varios siglos, algo
que las ciencias relacionadas con la vida no han tenido tiempo
de llevar a cabo y, lo que es peor, ni siquiera parecen dispuestas a ello. Un
absurdo artículo publicado en 2003 por la revista "Investigación
y Ciencia" sobre las propiedades terapéuticas de la planta Ginkgo
biloba es buena prueba de ello cuando se esfuerza por depurar la auténtica
ciencia de lo que despectivamente califica como los "consejos de botica
de la abuela" (12). Es seguro que desde hace 10.000 años las abuelas
y los monjes budistas de las montañas de China vienen demostrando pertinazmente
la validez de sus remedios. Para demostrarlo ni siquiera es necesario invocar
las 20 patentes que había registradas en 1995 sobre derivados del Ginkgo
biloba (13). Si la neurociencia no es capaz de confirmar los efectos positivos
de la ingesta de Ginkgo biloba sobre la cognición, la memoria o el Alzheimer,
quien tiene un serio problema es la neurociencia, no las abuelas. Por consiguiente,
son cierto tipo de neurólogos y siquiatras quienes están haciendo
gala de la seudociencia que dicen combatir.

En biología abundan los debates que giran en torno a lo que está
demostrado y lo que no lo está, pese a lo cual algunos biólogos
y los planes de estudio de la disciplina no quieren entrar en un terreno
que les parece filosófico y no científico. En cualquier caso,
no es sólo la teoría de la demostración lo
que aquí se discute, sino la propia concepción de la ciencia,
que hoy interesa desvincular de sus orígenes. Pero es claro
que una ciencia que está en sus orígenes no se puede

desvincular de esos mismos orígenes en los que está naciendo. Hoy desvincular a la biología de su cuna supone desvincularla de la práctica. Pero la biología no puede ignorar (y menos reprimir) sino superar esas prácticas y conocimientos empíricos, en donde el verbo superar (Aufheben en alemán) tiene el significado contradictorio (pero exacto) de conservar y depurar a la vez. Más que el manido experimento, el juez de la ciencia es la experiencia, que tiene un contenido temporal en el que es imprescindible estudiar su evolución, la acumulación progresiva de observaciones fácticas junto con las teorías (conceptos, definiciones e inferencias) que las explican. Por eso es imposible separar la ciencia de la historia de la ciencia (y la historia de la ciencia no es la historia de los conocimientos científicos). Desde Francis Bacon sabemos que la esencia de la ciencia, lo mismo que su historia y su método, se resumen en un recorrido que empieza en una práctica y acaba en otra:

Práctica -> Teoría -> Práctica

El conocimiento es un hacer o, en expresión de Sócrates, lo que mejor conoce el hombre es aquello que sabe hacer. El Homo sapiens empieza y acaba en el Homo faber. De este recorrido se pueden poner numerosos ejemplos, especialmente en biología. El Ginkgo biloba no es más que una de esas acrisoladas prácticas tradicionales, a la que se pueden sumar otras igualmente antiquísimas. Es falso que en 1796 Edward Jenner descubriera las vacunas; lo que hizo fue poner por escrito lo que los ganaderos ingleses venían practicando desde tiempo atrás. Los hechiceros de las tribus africanas, especialmente las mujeres, y los curanderos chinos e hindúes inmunizaban a la población muchos siglos antes que Jenner. Cuando en África padecían viruela, envolvían las pústulas del brazo enfermo con un ligamento hasta que se quedaba adherida. Con él aplicaban una cataplasma en el brazo de los niños sanos para inmunizarles. Los primeros documentos sobre variolización aparecen en el siglo XVI en China. Sin embargo, la mención más antigua de esta práctica en los círculos intelectuales europeos no aparece hasta 1671, cuando el médico alemán Heinrich Voolgnad menciona el tratamiento con "viruelas de buena especie" por parte de un "empírico" chino en zonas rurales de Europa central. Luego los científicos turcos, que lo observaron en la India, tendieron un puente para que la terapia se conociera en occidente. Además de describir una práctica, como buen científico, Jenner hizo algo más: experimentó por sí mismo. No obstante, la seudociencia contemporánea procede de manera bien diferente: trata de contraponer el experimento a la experiencia.

La fermentación tampoco se descubrió en 1860; los pioneros
de la bioquímica, como Berthelot, se limitaron a explicar
cómo era posible ese fenómeno, ya conocido por los sumerios, que
fabricaban

cerveza y queso desde los remotos orígenes de la agricultura.
A ningún científico se le hubiera ocurrido escribir
entonces un artículo titulado "La verdad sobre la cerveza"
para concluir que no habían logrado demostrar concluyentcmente
que la cebada se transforma en cerveza y que, a su vez, la cerveza embriaga
a sus consumidores. Es evidente que en este punto lo que destaca es una profunda
hipocresía, porque hoy los laboratorios de las multinacionales farmacéuticas
envían espías para piratear los remedios terapéuticos tradicionales
de las poblaciones aborígenes de África, Asia y Latinoamérica.
Por ejemplo, la cúrcuma (conocida como la sal de oriente) se ha venido
usando tradicionalmente en la medicina ayurvédica hindú y la referencia
escrita más antigua consta en un herbario redactado hace 2.600 años,
pese a lo cual fue robada en 1995, es decir, patentada por dos profesores de
una universidad estadounidense. Es el doble juego que vienen poniendo en práctica:
mientras en sus escritos se burlan de los curanderos, en los registros mercantiles
se aprovechan de sus conocimientos ancestrales.

La biología es uno de los ejemplos de ese tipo de proceder epistemológico
solipsista que sólo sabe mirarse el ombligo, que va de Atenas
a Harvard cerrando un círculo -esencialmente racista- en el que
la verdadera ciencia empieza y acaba en occidente. No hay verdadera racionalidad
antes de la antigua Grecia, ni fuera de la cultura occidental.
Debemos cerrar los ojos ante evidencias como que la brújula se inventó
en oriente, que el saber empezó mirando hacia el oriente hasta el punto
de quedar gratamente fosilizado en el verbo "orientarse". Más
adelante tendré ocasión de exponer la larga polémica sobre
las hibridaciones vegetativas defendidas por Michurin, Lysenko y la biología
soviética (también de origen oriental) en medio del sarcasmo de
la moderna Inquisición, que desprecia aquello que ignora. Una frase de
Lysenko resume acertadamente esta concepción científica: "En
nuestras investigaciones agronómicas, en las que participan las masas,
los koljosianos aprenden menos de nosotros de lo que nosotros aprendemos de
ellos". Es el imprescindible recuerdo de la "docta ignorancia"
de Nicolás de Cusa y Descartes: los verdaderos maestros y los verdaderos
científicos son aquellos conscientes de que les queda mucho por aprender.
La situación se reproduce hoy igual que hace cinco siglos. Margulis ha
contado cómo en sus comienzos tropezó con quienes desembarcaron
en la genética con tanta presunción "que ni siquiera sabían
que no sabían" (14).

El relato de Lysenko, como tantos otros de la biología, está
vuelto del revés porque quienes disponen de los medios para
"recrear" eficazmente la historia acaban siempre atrapados en su propia
trampa: Lysenko aparece como el linchador cuando es el único linchado.
La manipulación del "asunto Lysenko" se utilizó
durante la guerra fría como un ejemplo del atraso de las ciencias en
la URSS, contundentemente desmentido -por si hacía falta-
al año siguiente con el lanzamiento de la primera bomba
atómica, lo cual dio una vuelta de tuerca al significado último
de la propaganda: a partir de entonces había que hablar
de cómo los comunistas imponen un modo de pensar incluso a los
mismos científicos con teorías supuestamente aberrantes. Como
los jueces, los científicos también aspiran a que
nadie se entrometa en sus asuntos, que son materia reservada contra los intrusos,
máxime si éstos son ajenos a la disciplina de que se trata. Cuando
en 1948 George Bernard Shaw publicó un artículo en el Saturday
Review ofLiterature apoyando a Lysenko, le respondió inmediatamente el
genetista Hermann J.Muller quien, aparte de subrayar que Shaw no sabía
de genética, decía que tampoco convenía fatigar al público
con explicaciones propias de especialistas (15). Dejemos la salud en manos de
los médicos, el dinero en manos de los contables, la conciencia en manos
de los sicólogos… y la vida en manos de los biólogos. Ellos
saben lo que los demás ignoran y nunca serán capaces de comprender.
La ciencia es un arcano, tiene un método misterioso, reservado sólo
para iniciados.

Más de medio siglo después lo que concierne a Lysenko es
un arquetipo de pensamiento único y unificador. No admite
controversia posible, de modo que sólo cabe reproducir, generación
tras generación, las mismas instrucciones de la guerra fría.
Así, lo que empezó como polémica ha acabado como consigna
monocorde. Aún hoy en toda buena campaña anticomunista nunca puede

faltar una alusión tópica al agrónomo soviético
(16). En todo lo que concierne a la URSS se siguen presentando
las cosas de una manera uniforme, fruto de un supuesto "monolitismo"
que allá habría

imperado, impuesto de una manera artificial y arbitraria. Expresiones
como "dogmática" y "ortodoxia" tienen que ir asociadas
a cualquier exposición canónica del estado del saber en la URSS.
Sin embargo, el informe de Lysenko a la Academia resumía más de
20 años de áspera lucha ideológica acerca de la biología,
lucha que no se circunscribía al campo científico sino también
al ideológico, económico y político y que se entabló
también en el interior del Partido bolchevique.

El radio de acción de aquella polémica tampoco se limitaba
a la genética, sino a otras ciencias igualmente "prohibidas"
como la cibernética. Desbordó las fronteras soviéticas
y tuvo su reflejo en Francia, dentro de la ofensiva del imperialismo
propio de la guerra fría, muy poco tiempo después de
que los comunistas fueran expulsados del gobierno de coalición de la
posguerra. Aunque Rostand -y otros como él- quisieran olvidarse
de ellas, la biología es una especialidad científica que en todo
el mundo conoce posiciones encontradas desde las publicaciones de Darwin a mediados
del siglo XIX. Un repaso superficial de los debates suscitados por el darwinismo
en España demostraría, además, que no se trataba de una
discusión científica, sino política y religiosa. En los
discursos de apertura de los cursos académicos, los rectores de las universidades
españolas nunca dejaron de arremeter contra la teoría de la evolución
(17) y alguno se vanagloriaba públicamente de que en la biblioteca de
su universidad no había ni un solo libro evolucionista. Es buena prueba
de las dificultades que ha experimentado la ciencia para entrar en las aulas
españolas y de las fuerzas sociales, políticas y religiosas empeñadas
en impedirlo. Lo había advertido Pasteur: "Los rectores van a convertirse
en los criados de los prefectos" (18). El darwinismo no llegó a
España a través de la universidad sino a través de la prensa
y en guerra contra la universidad, un fortín del más negro oscurantismo.
Se pudo empezar a conocer a Darwin gracias a la "gloriosa" revolución
de 1868, es decir, gracias a "la política", y se volvió
a sumir en las tinieblas gracias a otra "política", a la contrarrevolución
desatada en 1875, fecha en la que desde su ministerio el marqués de Orovio
fulminó la libertad de cátedra para evitar la difusión
de nociones ajenas al evangelio católico (19). Los evolucionistas fueron
a la cárcel y 37 catedráticos fueron despedidos de la universidad
y convenientemente reemplazados por otros; el evolucionismo pasó a la
clandestinidad, al periódico, la octavilla y el folleto apócrifo
que circulaba de mano en mano, pregonado por las fuerzas políticas más
avanzadas de la sociedad: republicanos, socialistas, anarquistas…

La ciencia forma parte de la conciencia. Como consecuencia de ello, en todas las ciencias existe un flujo de subjetividad y de ideología que circula en ambas direcciones: de la conciencia hacia la

ciencia, y a la inversa. Los científicos no son sólo víctimas
pasivas de las ideologías sino activos fabricantes e impulsores
de ellas. Una parte creciente de las más absurdas supersticiones contemporáneas
las están creando y propagando los científicos. Así, uno
de los megaproyectos de investigación con los que se ha
abierto este siglo ha sido la puesta en marcha en 2008 del acelerador de partículas
de Ginebra, cuyo objetivo -según afirmaron sus responsables a los cuatro
vientos- era descubrir la "partícula de dios" y simular "los
primeros días del universo". Este tipo de afirmaciones
forman parte de la moderna escolástica, de los mitos y leyendas que adornan
la big science.

La biología también es una fábrica de las más
variadas suertes de ideologías. Como reconoció Russell,
"ha sido más difícil para la humanidad adoptar una actitud
científica ante la vida que ante los cuerpos celestes"
(20). Afortunadamente para los astrónomos, tienen a las nebulosas tan
alejadas que deben observarlas a través de lentes que se las aproximan.
Pero no necesitamos acercar la vida porque nosotros formamos parte de ella,
la tenemos siempre presente, hasta tal punto que cuando leemos los estudios
de los primatólogos, la impresión de que están hablando
de seres humanos, el discurso indirecto y la comparación se tornan irresistibles.
Contemplamos el universo desde la vida y, a su vez, la vida desde la sociedad
humana en la que vivimos. La ideología está en ese vínculo
íntimo, subjetivo, que mantenemos con nuestra realidad concreta, en donde
los árboles no nos dejan ver el bosque. La ciencia empieza en ese cúmulo
abigarrado de relaciones próximas sobre las que introduce la abstracción,
la racionalidad y la objetividad, de tal forma que el diagrama anterior también
se puede dibujar mediante el siguiente ciclo que describe el progreso de cualquier
ciencia a lo largo de su historia:

Concreto -> Abstracto -> Concreto

La ciencia no puede prescindir ni de lo concreto, que le asegura su conexión
con la realidad y su Habilidad, ni con el pensamiento abstracto,
que le permite progresar, profundizar en la realidad de la que procede, superar
el cúmulo de apariencias superficiales que atan el pensamiento a los
mitos, tanto a los antiguos como a los modernos. El avance de la humanidad logra
que hoy seamos capaces de apreciar las supersticiones del pasado pero no nos
hace conscientes de las del presente, de tal forma que unas formas ideológicas
son sustituidas por otras. El componente racional de nuestra conciencia es cada
vez mayor pero nunca será el único (21).

Las ideologías biológicas o bien nacen en "la política"
y se extienden luego a la naturaleza, o bien nacen en la naturaleza
y se extienden luego a "la política". El mismo darwinismo no
es, en parte, más que la extensión a la naturaleza
de unas leyes inventadas por Malthus para ser aplicadas a las sociedades humanas.
La patraña que se autodenomina a sí misma como "sociobiología"
es más de lo mismo, buena prueba de que hay disciplinas científicas
con licencia para fantasear y detectar las mutaciones genéticas que propiciaron
la caída del imperio romano. Es lo que tiene la sobreabundancia
de "información", en donde lo más frecuente es confundir
un libro sobre ciencia con la ciencia misma, lo que los científicos
hacen, con lo que dicen. Es como confundir a un músico con
un crítico musical. Desde su aparición en 1967, el libro de Desmond
Morris "El mono desnudo" ha vendido más de doce
millones de ejemplares. En todo el mundo, para muchas personas es su única
fuente de "información" sobre la evolución, hoy sustituida
por otras de parecido nivel, como "El gen egoísta".
Hay un subgénero literario biológico como hay otro cinematográfico,
empezando por "King Kong" o "Hace un millón
de años" y acabando por "Blade Runner", "Parque Jurásico"
o "Avatar". En muchas ciudades hay zoológicos,
jardines botánicos y museos de historia natural que forman
parte habitual de las excursiones de los escolares. Gran parte de los documentales
televisivos versan sobre la fauna, la flora y la evolución, y en los
hogares pueden fallar los libros de física o de filosofía,
pero son mucho más frecuentes los relativos a la naturaleza, las mascotas,
los champiñones o los bosques. Asuntos como la vida, la
muerte o la salud convocan a un auditorio mucho más amplio
que los agujeros negros del espacio cósmico. Cuando hablamos de biología
es imposible dejar de pensar que es de nosotros mismos de lo que
estamos hablando, y somos los máximos interesados en nuestros
propios asuntos. El evolucionismo tiene poderosas resistencias y enfrentamientos
provenientes del cristianismo. En 1893 la encíclica Providentissimus
Deus prohibió la teoría de la evolución a los católicos.
Un siglo después, en 2000, Francis Collins y los demás secuenciadores
del genoma humano se hicieron la foto con Bill Clinton, presidente de Estados
Unidos a la sazón, para celebrar el que ha sido calificado como el mayor
descubrimiento científico de la historia de la humanidad. Era una de
las tantas mentiras científicas que encontramos, porque el genoma humano
aún no se ha secuenciado íntegramente (22), pero no importaba:
las imágenes del fraude mediático recorrieron el mundo entero
en la portada de todos los medios de comunicación. Aquello nada tenía
que ver con la maldita política, o al menos los genetistas no protestaron
por ello. Presentarse en la foto con Clinton no es "política"
y hacer lo mismo con Stalin sí lo es. En 2001 le otorgaron a Collins
el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica.
El título de un reciente libro suyo en inglés es "El lenguaje
de Dios", en castellano "¿Cómo habla Dios?" y el
subtítulo es aún más claro: "La evidencia científica
de la fe" (23). Este científico confiesa que el genoma humano no
es más que el lenguaje de dios, que tras descifrarlo, por fin, somos
capaces de comprender por vez primera. En una entrevista añadía
lo siguiente: "Creo que Dios tuvo un plan para crear unas criaturas con
las que pudiera relacionarse […] Utilizó el mecanismo de la evolución
para conseguir su objetivo. Y aunque a nosotros, que estamos limitados por el
tiempo, nos puede parecer que es un proceso muy largo, no fue así para
Dios. Y para Dios tampoco fue un proceso al azar. Dios había planificado
cómo resultaría todo al final. No había ambigüedades
[…] El poder estudiar, por primera vez en la historia de la humanidad, los
3 mil millones de letras del ADN humano -que considero el lenguaje de Dios-
nos permite vislumbrar el inmenso poder creador de su mente. Cada descubrimiento
que hacemos es para mí una oportunidad de adorar a Dios en un sentido
amplio, de apreciar un poco la impresionante grandeza de su creación.
También me ayuda a apreciar que los tipos de preguntas que la ciencia
puede contestar tienen límites" (24). Esto sí es auténtica
ciencia, no tiene nada que ver con "la política", o al menos
los genetistas tampoco alzaron la voz para protestar por tamaña instrumentalización
de su disciplina. También callan cuando las multinacionales de los genes
privatizan el genoma (y la naturaleza viva), patentan la vida y la llevan a
un registro mercantil, es decir, la roban en provecho propio. Al fin y a la
postre muchos genetistas de renombre internacional son los únicos científicos
que, a la vez, son grandes capitalistas, no siendo fácil dictaminar en
ellos dónde acaba el amor a la verdad y empieza el amor al dividendo.

A mediados del siglo XIX no sólo se publica "El origen de
las especies" sino también "La desigualdad de
las razas" de Gobineau y las teorías del superhombre de Nietzche.
Junto a la ciencia aparece la ideología, ésta pretende aparecer
con el aval de aquella y no es fácil deslindar a una de otra porque ambas
emanan de la misma clase social, la burguesía, en el mismo momento histórico.
Los racistas siempre dijeron que quienes se oponían a sus propuestas,
se oponían también al progreso de la ciencia, que se dejaban arrastrar
por sus prejuicios políticos. Ellos, incluidos los nazis, eran los científicos
puros. En el siglo siguiente la entrada del capitalismo en su fase imperialista
aceleró el progreso de dos ciencias de manera vertiginosa. Una de ellas
fue la mecánica cuántica por la necesidad de obtener un arma mortífera
capaz de imponer en todo el mundo la hegemonía de su poseedor; la otra
fue la genética, que debía justificar esa hegemonía por
la superioridad "natural" de una nación sobre las demás.
La "sociobiología" alega que, además del "cociente
intelectual" también existe el "cociente de dominación",
tan congénito como el anterior (25). El Premio Nobel de
Medicina Alexis Carrel ya lo explicaba de una manera muy clara en 1936:

La separación de la población de un país libre en
clases diferentes no se debe al azar ni a las convenciones sociales. Descansa
sobre una sólida base biológica y sobre peculiaridades mentales
de los individuos. Durante el último siglo, en los países democráticos,
como los Estados Unidos y Francia, por ejemplo, cualquier hombre tenía
la posibilidad de elevarse a la posición que sus capacidades le permitían
ocupar. Hoy, la mayor parte de los miembros del proletariado deben su situación
a la debilidad hereditaria de sus órganos y de su espíritu. Del
mismo modo, los campesinos han permanecido atados a la tierra desde la Edad
Media, porque poseen el valor, el juicio, la resistencia física y la
falta de imaginación y de audacia que les hacen aptos para este género
de vida. Estos labradores desconocidos, soldados anónimos, amantes apasionados
del terruño, columna vertebral de las naciones europeas, eran, a pesar
de sus magníficas cualidades, de una constitución orgánica
y psicológica más débil que los barones medievales que
conquistaron la tierra y la defendieron vigorosamente contra los invasores.
Ya desde su origen, los siervos y los señores habían nacido siervos
y señores.

Hoy, los débiles no deberían ser mantenidos en la riqueza y el poder. Es imperativo que las clases sociales sean sinónimo de clases biológicas. Todo individuo debe elevarse o descender al nivel a que se ajusta la calidad de sus tejidos y de su alma. Debe ayudarse a la ascensión social de aquellos que poseen los mejores órganos y los mejores espíritus.

Cada uno debe ocupar su lugar natural. Las naciones modernas se salvarán desarrollando a los fuertes. No protegiendo a los débiles (26).

Hoy hablan del cociente de dominación con la misma frialdad que los nazis de las naciones esclavas. En el universo cada cual ocupa el sitio que le corresponde. ¿De qué sirve rebelarse contra lo que viene determinado por la naturaleza? Sin embargo, la rebeliones se suceden. Siempre hay una minoría ruidosa que no acepta -ni en la teoría ni en la práctica- el cociente de dominación que le viene impuesto por la madre naturaleza, que no se resigna ante lo que el destino les depara.

Entonces los vulgares jardineros se sublevan contra los botánicos académicos y deben ser reconducidos a su escalafón por todos los medios.

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