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Teoría materialista de la evolución de Juan M. O. Alberdi (página 4)



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La genética demuestra la unidad dialéctica de la igualdad y la diferencia, por más que unas veces se recurra a un aspecto y otras al otro por separado de manera oportunista, según lo que se pretenda "demostrar" en cada momento. Así, se alude al genoma humano como si todos los hombres tuvieran el mismo, mientras que en otras ocasiones se recurre a determinado gen como elemento diferencial de un determinado rasgo. Está más que comprobado que el genoma de todos los hombres es casi idéntico, e incluso que también coincide hasta extremos sorprendentes con el genoma de algunas especies muy alejadas del ser humano. Esto demuestra que las diferencias más importantes entre las especies y entre los individuos de una misma especie no se agotan con el análisis de su genoma. Los seres humanos se pueden clasificar de muchas maneras diferentes; no obstante, todas ellas serán siempre internas a una única especie. Siguiendo a Aristóteles, Linneo clasificó al hombre entre la materia viva como Homo sapiens, confirmando que en el hombre no hay especies sino que él es en sí mismo una única especie. En consecuencia, todos los hombres son iguales porque todos forman parte de la especie Homo sapiens. Pero también es igualmente posible establecer diferencias entre la especie y valorar que algunas de esas diferencias (rapidez, fortaleza, inteligencia) son mejores o más favorables que otras. Ahora bien, clasificar a los seres humanos es bastante distinto de clasificar a los artrópodos y no cabe duda de que en la especie humana los criterios más importantes a tener en cuenta son las de carácter social y cultural, al menos a determinados efectos.

El concepto de raza tiene un origen biológico que se inicia en los animales y no se aplica a los seres humanos hasta finales del siglo XVII como una manera de estudiar la diversidad y las diferencias entre ellos. Se empezó a poner el acento en la diversidad y no en la unidad de tipo de la que luego hablaría Darwin. Después esa diversidad de razas había que reclasificarla de alguna manera, la más conocida de las cuales es la que elaboró John F.Blumenbach (1752-1840). Existían cinco razas humanas diferentes, que Blumenbach relacionaba con el color de la piel. Se pueden resumir las clasificaciones raciales elaboradas afirmando que ninguna de ellas tenía ningún sentido evolutivo (531), lo cual en biología debe ser suficientemente concluyente del alcance de las mismas. En el siglo siguiente esas diferencias entre razas humanas se habían jerarquizado, se habían convertido en superioridades e inferioridades. Al mismo tiempo que Linneo, el filósofo británico Hume fue uno de los primeros que reconvierte las diferencias en jerarquías, seguido luego por el francés Cuvier, bajo la forma de superioridad de unas razas sobre otras, es decir, adoptando un nuevo significado colectivo. Los hombres no sólo son diferentes sino que, colectivamente, los pertenecientes a una determinada raza son superiores a los de otra. Así, unos pueblos son mejores, más fuertes y más inteligentes que otros.

A finales del siglo XIX el concepto biológico de raza adquiere ya la pretensión de explicar la evolución de la cultura y la historia humanas. Las razas dominantes son las que han promovido las formas culturales más brillantes. La decadencia de las naciones dominantes se ha producido a causa de la degeneración biológica de la raza, por el mestizaje. La historia no es otra cosa que el campo de batalla donde se libran las contiendas entre las razas. Las diferencias entre ellas se preservan porque no son sociales sino naturales, es decir, genéticas o congénitas. El trasiego ideológico de la naturaleza a la sociedad, un recorrido de ida y vuelta, es permanente y concierne a todos los ámbitos de la biología. Se transvasa el malthusianismo que había nacido para las sociedades, pasa luego a todos los seres vivos y retorna de nuevo a la sociedad en forma de superpoblación, de lucha por la subsistencia, colonización, expansión, emigración e imperialismo, en definitiva. Se transvasa también en forma de selección natural, de guerra, concebida como la continuación de la biología por otros medios, la lucha de todos contra todos. Según Paul Rohrbach, la historia no es más que una "selección duradera de los pueblos más capaces que llegarán a realizar una porción de progreso humano imprimiendo al universo el sello de su idea nacional" (532). Si algunas religiones consideran que dios tenía su "pueblo elegido", la biología tenía el suyo propio.

Finalmente, la raza superior se puede y se debe preservar en su pureza
y, si es posible, mejorarla mediante una cuidadosa crianza. Si el hombre se
puede considerar como una maquinaria bioquímica, con más razón
se puede también equiparar al ganado. La mejora de la raza es imprescindible
para ganar la guerra -biológica y militar- de todos contra todos. En
el antiguo Egipto los faraones practicaban el incesto para que su descendencia
se pareciera lo más posible a su propia persona, para mantener la identidad
y la pureza de su estirpe, descendiente de dioses. No es que el poder político
de los reyes derive de dios sino que el rey -como los papas romanos- es la encarnación
de dios en la tierra. Según una reiterativa fórmula de las constituciones
monárquicas, la persona del rey es sagrada. Por eso la realeza europea
ha practicado la endogamia durante siglos; los príncipes, los nobles,
los aristócratas pretendían sobrevivir a sí mismos, perpetuarse
en su descendencia. El cuento de la Cenicienta nace entre los plebeyos que aspiran
a convertir a sus hijas en princesas, porque los príncipes nunca a aspiraron
a otra cosa que a preservar su condición (biológica
y social). Al fin y a la postre la palabra "bastardo" es un insulto
en casi todos los idiomas; las mezclas siguen sin gustar. En biología
las hibridaciones del siglo XIX se transformaron en su contrario, en la búsqueda
de la pureza, del homozigoto. Los conceptos fundamentales se volvieron del revés.
Hibridación pasó a convertirse en sinónimo de degeneración,
mientras que la consanguinidad permitía la regeneración, el reencuentro
con la pureza perdida. Pero la pureza es difícil de encontrar, por lo
que hubo que obtenerla de manera antinatural a través de los cruces consanguíneos.
Los criadores de animales de pedigrí practican habitualmente el incesto
con ellos para obtener razas puras. Antes de Weismann la biología coincidía
en defender que los híbridos se caracterizan por su vigor renovado (heterosis)
y por una mayor capacidad de adaptación pero, a partir de entonces, se
comenzó a abrir una via opuesta, favorable a la pureza génica.
En alemán existen dos vocablos distintos para aludir al incesto: junto
a la coloquial inzest existe otra más técnica (inzuchi) cuyo empleo
se ha extendido a otros idiomas como una técnica de cultivo consanguíneo
especialmente utilizado en las plantas, a las que también se puede forzar
a la autofecundación, aunque se trate de especies alógamas, a
fin de lograr su pureza.

Una de las discusiones que se entabló en la URSS en torno a Lysenko y el mendelismo concernía precisamente a la técnica de inzucht y la mayor o menor vitalidad que presentaban las plantas híbridas con respecto a las puras. Por lo tanto, la discusión también tenía un aspecto práctico: si había que sembrar variedades puras o era mejor hacerlo con híbridos. Los mendelistas como Vavilov defendían las variedades puras, preferían el inzucht, en definitiva, mientras Lysenko era partidario de las hibridaciones. Según Lysenko "cuanto más homozigoto es el patrimonio hereditario menos se adapta el organismo a los cambios en las condiciones". Por el contrario, el inzucht de una planta alógama empobrece el patrimonio hereditario y, por consiguiente, disminuye su capacidad de adaptación biológica.

La mayor parte de las críticas vertidas contra Lysenko conciernen precisamente a su falta de consideración sobre la pureza génica de los ejemplares con los que experimentaba, que no se trataba de variedades puras y que esta circunstancia alteraba los resultados. Esta objeción es cierta: Lysenko no sólo no atiende a la pureza génica sino que sus experimentos no se practicaron in vitro sino en condiciones silvestres, lo cual acentúa ese condicionamiento. No sólo los postulados teóricos de Lysenko son distintos sino que también las condiciones en las que realiza los experimentos son diferentes. A Lysenko le interesa la hibridación en condiciones naturales y no de laboratorio. Por lo tanto, sus concepciones botánicas adolecen de esa servidumbre que, indudablemente, debe tomarse en consideración. Pero también deben tomarse en consideración las servidumbres de los experimentos mendelistas, que se realizan con variedades supuestamente puras y en las condiciones asépticas de una laboratorio. Porque estamos tratando de la vida en la naturaleza, no de la vida in vitro (si a eso se le puede llamar vida). ¿Se pueden extrapolar los resultados mendelistas desde el laboratorio a la naturaleza? ¿Acaso existe en la naturaleza algún ser vivo génicamente puro? La conclusión de Mae Wan Ho es que no existen los linajes puros: "Todas las poblaciones humanas son genéticamente diversas y tienen varios alelos comunes en la mayoría de los genes. Para la mayor parte de los organismos que se reproducen sexualmente es imposible obtener líneas puras, las que por definición tendrían que ser homocigotos en todos sus genes.

Cuando se llevan a cabo experimentos de laboratorio para producir líneas que sean homocigotos en la mayor cantidad de genes posibles por cruce interno, es decir, cruzando individuos genéticamente relacionados, como hermanos o medio hermanos entre sí o los padres con sus descendendientes, estos tienden a morir rápidamente debido a los efectos adversos denominados en conjunto 'depresión endogámica'" (533). Los experimentos biológicos en laboratorio y con cobayas de laboratorio también pueden dar lugar a conclusiones erróneas. Los animales criados in vitro se han obtenido por procedimientos incestuosos y han llevado una vida artificial, por lo que disponen de un sistema inmunitario muy débil y son propensos a contraer toda clase de patologías. La inoculación de virus que en animales de laboratorio les causa graves tumores e incluso la muerte, resulta inocua cuando el mismo experimento se lleva a cabo con animales silvestres.

Entre los mendelistas la búsqueda de la pureza es la persecución de lo inmaculado y virginal.

También los alquimistas propagaron la existencia de unos metales
"nobles", el oro y la plata, y en la tabla periódica de los
elementos aún se denominan gases "nobles" a aquellos que se
mezclan con dificultad. Subyacen aquí dos cosmovisiones radicalmente
enfrentadas en los más variados terrenos, incluido el biológico,
de las que ya hemos enumerado algunas (las células no se fusionan, las
hibridaciones vegetativas no existen) pero podríamos exponer otras parecidas
que podrían entrar dentro de la corriente del pedigrí, el homozigoto
y demás formas de pureza génica. Así, en la paleontología
está muy difundida la tesis (que no es más que una hipótesis
harto dudosa) de que los neandertales no se mezclaron con los cromañones,
los primeros Homo sapiens, a pesar de que ambos convivieron durante al menos
10.000 años compartiendo el mismo territorio. El legado que la paleontología
nos ha transmitido de los neandertales procede del estudio que realizó
Marcellin Boule entre 1909 y 1912 de los restos hallados en La Chapelle-aux-Saints,
en Francia: había aparecido el hombre de las cavernas. El tamaño
de los fósiles neandertales sugiere una baja estatura (1'60 metros),
físico corpulento (84 kilos), grandes músculos y una ancha caja
torácica, una estampa bestial de seres primitivos, anteriores en la escala
evolutiva al hombre moderno, el auténtico Homo sapiens sapiens.
Según nos aseguran, los humanos actuales no podemos descender de seres
tan primitivos. Esa falsa imagen tradicional ha conducido a afirmar que el neandertal
no es un Homo sapiens sino una especie distinta; los análisis genéticos
"demuestran" que no tenemos ni rastro de los genes de neandertal.
Esta hipótesis (que aparece como tesis) ha creado otro gran misterio
de la evolución, la desaparición de los neandertales sin dejar
rastro. Como los cromañones no se mezclaron con ellos, la desaparición
de los neandertales es una incógnita que a veces se resuelve con el recurso
fácil a la lucha por la vida: la comptentecia entre cromañones
y neandertales acabó con la extinción de estos porque los primeros
eran superiores, mejores, más aptos, más inteligentes.

Otro componente más del peyorativo estereotipo neandertal es la
hipótesis lanzada en 1971 por el lingüista Philip Lieberman y el
anatomista Edmund Crelin de que, por su desarrollo anatómico, los neandertales
no tenían capacidad para hablar. Sin embargo, en Oriente Medio se han
descubierto recientemente restos de un neandertal entre los que sobresalía
un hueso hioides de la garganta, similar al del Homo sapiens. Quizá aún
no podían emitir una gama de sonidos tan amplia como la actual, pero
reunían todas las condiciones fisiológicas del habla y, por lo
tanto, hablaron. Por otro lado, la exploración realizada en 2007 en la
Cova Gran de Santa Linya (Lleida) demuestra que el yacimiento estuvo ocupado
tanto por los neandertales como por el Homo sapiens. Es más, la industria
lítica fabricada por ambas especies está estratigráficamente
separada por sólo 10 centímetros. La paleontología soviética,
aunque se fundamentó en el estudio de un escaso número de fósiles,
defendió las tesis expuesta por Gabriel de Mortillet en 1883 y Ales Hridlicka
en 1927, según la cual los neandertales "fueron los antepasados
del hombre actual. Cuesta suponer -añade Niesturj- que una
población tan numerosa de neandertalenses se hubiera extinguido absolutamente,
sin dejar huellas" (534). Hasta abril de 2010 los análisis
genómicos realizados a los restos neandertales se habían basado
en el ADN mitocondrial. No obstante, cuando Richard E.Green pudo realizar una
reconstrucción del genoma cromosómico, demostró que los
humanos actuales y los neandertales compartimos un 99,7 por ciento del genoma,
por lo que los neandertales nos han legado entre el 1 y el 4 por ciento de nuestro
genoma, como consecuencia de un apareamiento que ocurrió hace 60.000
años (535). Esto confirma la tesis que ha venido sosteniendo el paleontólogo
estadounidense Erik Trinkaus, según la cual los neandertales no desaparecieron
sino que se cruzaron con el Homo sapiens. Por consiguiente, neandertales y cromañones
estuvieron en contacto, se comunicaron y, posiblemente, incluso intercambiaron
entre sí herramientas y conocimientos. A pesar del legado transmitido
por la paleontología desde hace un siglo, se ha ido descubriendo que
los neandertales conocían el luego, tallaban sus herramientas, enterraban
a sus muertos y fabricaban adornos rudimentarios, indicios de un modo de vida
social muy avanzado y, por lo tanto, de un intelecto muy desarrollado. Apenas
es posible imaginar dos tesis más contradictorias que la del exterminio
y la del apareamiento de dos especies, en donde la primera naufraga, una vez
más, porque no tiene otro fundamento que los prejuicios raciales.

Los gráficos con los cuales los paleontólogos ilustran
la evolución de los homínidos son, ciertamente, muy curiosos y
podrían ilustrar también la "ley" de las series homologas
que Vavilov estableció para las plantas cultivadas. Se trata del nacimiento
y posterior extinción, una tras otra, de varios tipos diferentes de homínidos
que evolucionan en paralelo a lo largo de cientos de miles de años y,
aunque algunas de ellas coincidan en el tiempo, se dibujan como las líneas
paralelas de Euclides, que jamás se cruzan entre sí. También
aquí los paleontólogos lo que buscan son las diferencias de unos
homínidos con otros, así como remarcar la importancia del descubrimiento
que cada uno de ellos realiza. Está desapareciendo la vieja imagen de
la evolución como un "árbol" cuyas ramas son líneas
divergentes, lo mismo que la teoría de los eslabones de Darwin: no se
trata ya de que los eslabones perdidos no aparezcan sino que nunca los hubo.
Al ser especies muy distintas entre sí, no son posibles los cruces entre
esos homínidos, no aparece ninguna forma de interacción entre
ellos, excepto una, el exterminio, porque en ocasiones se sostiene que los homínidos
superiores exterminaron a los inferiores. Algunos paleontólogos pretenden
recuperar las peores y más sospechosas versiones del malthusianismo y
el neodarwinismo y, en lugar de hibridación, lo que prevalecen son otros
conceptos: la extinción seguida de la sustitución o reemplazamiento
de una especie por otra. Que numerosas especies de seres vivos se han extiguido
y que otras se siguen extinguiendo en la actualidad, es algo difícilmente
discutible, y los homínidos no tienen por qué ser una excepción
a dicha norma. Pero la evolución es incompatible con la generalización
de ese fenómeno. La discontinuidad observada hasta la fecha tiene que
conducir a alguna forma de continuidad, es decir, de contacto, tanto en cuanto
a un origen común de algunas de las diferentes líneas, como a
la no desaparición de otras que, bajo una morfología distinta,
llegan hasta la actualidad, hasta el Homo sapiens.

Linneo convirtió al animal "racional" de Aristóteles en el Homo sapiens que coronaba la clasificación de las especies vivas, poniendo al intelecto en un primer plano de la evolución. Pero si en biología la noción de vida es un verdadero laberinto, lo mismo sucede a la hora de concebir el pensamiento. Para introducirlo en la evolución el reduccionismo positivista viene identificando la capacidad intelectual con el tamaño cerebral según una ecuación simplista: a mayor cerebro (o una versión un poco más sofisticada, como el denominado coeficiente de cefalización), mayor inteligencia. De ese modo da la impresión de que el cerebro segrega pensamientos del mismo modo que el riñon segrega orina. En ocasiones ni siquiera es todo el cerebro lo que se toma en consideración sino sólo una parte del mismo. Otra versión reduccionista de esta misma concepción consiste en afirmar que un desarrollo tecnológico mayor, materializado en la fabricación de herramientas, acredita una inteligencia superior. Estas concepciones son unilaterales e incluso claramente erróneas algunas de ellas. Los hombres actuales no somos más inteligentes que Tales de Mileto porque seamos capaces de construir aceleradores de partículas. Por otro lado, un comportamiento humano más complejo no es consecuencia de una mayor masa cerebral sino de una reorganización más compleja de la misma. El cerebro del Homo sapiens no se diferencia -principalmente- del de una especie progenitora por su mayor tamaño sino por una mayor densidad neuronal y una reestructuración interna del sistema nervioso. Las diferencias, decía Ramón y Cajal, no son cuantitativas sino cualitativas (537). Después de afirmar que el hombre tiene cuatro veces más neuronas que un chimpancé, Chauchard explica la especificidad del cerebro humano de la forma siguiente: "No es el número de neuronas lo que cuenta en sí, sino la riqueza de interconexiones y la densidad de la red […] La diferencia no es de volumen ni de peso sino de estructura íntima. Hay zonas esenciales a las que no podríamos tocar sin perturbar el psiquismo, pero aparte de éstas, podrían hacerse amplias ablaciones sin causar demasiados perjuicios […] La ablación total del cerebro opuesto, si bien causa trastornos motores y sensitivos, no altera la inteligencia" (538). La evolución de los mamíferos no ha desarrollado todas las áreas del cerebro de manera simultánea. Un 90 por ciento de la corteza cerebral humana es neocorteza (isocorteza), en su mayor parte de carácter asociativo, que es la parte que más se ha desarrollado (539). El índice de cefalización, por consiguiente, es sólo una medida muy grosera de la evolución del pensamiento.

Pero la cuestión primordial es que tanto el aumento de tamaño
como la reestructuración interna del cerebro no fue la causa sino la
consecuencia del pensamiento. El pensamiento no es consecuencia del incremento
de la masa cerebral sino del uso, esto es, de la comunicación entre los
hombres. Las facultades cognitivas están íntimamente vinculadas
al lenguaje y el lenguaje es consecuencia de la naturaleza social del hombre
y, por consiguiente, de la continua comunicación entre ellos: "El
lenguaje mismo es tan producto de una comunidad como en otro sentido, lo es
la existencia de la comunidad misma. Es, por así decirlo, el ser comunal
que habla por sí mismo" (540). El hombre es un animal racional porque
es esencialmente social. Es la comunicación entre los seres humanos y
su posterior desarrollo en forma de lenguaje articulado lo que transformó
cuantitativa y cualitativamente el cerebro. También aquí, como
decía Lamarck, la función precedió al órgano: los
idiomas se aprenden hablando, con el uso, como lo demuestra el temprano aprendizaje
infantil del idioma materno. Las primeras formas de comunicación verbal
no concernían al intelecto sino a la actividad y a los estados de ánimo;
las primeras formas lingüísticas son los verbos y, más concretamente,
los tiempos verbales imperativos (541).

La sociabilidad humana significa también que el intelecto es universal,
como sabemos desde los estoicos. Todos los hombres son capaces de pensar y,
por ello mismo, de comunicarse entre sí, de recibir y transmitir información
por medio del lenguaje. Descartes identificaba la razón con el sentido
común. La universalidad de la razón diferencia al hombre del animal
e iguala a todos los hombres entre sí (542). Las preocupaciones han cambiado
bastante desde entonces. Hoy se habla más del famoso "cociente intelectual"
que del intelecto mismo. Algunas corrientes evolucionistas están llenas
de prejuicios de la más variada especie, y el pensamiento tampoco podía
escapar a ellos. Los prejuicios se acarrean del pasado y se extrapolan al presente:
del mismo modo que los brutos neandertales no pudieron mezclarse con los Homo
sapiens porque éstos son el hombre moderno, tampoco este hombre moderno
podía mezclarse con los salvajes, que son los supervivientes actuales
de las especies primitivas, etnias inferiores destinadas también -inexorablemente-
a la extinción. Así, para destacar el arcaísmo morfológico
de los neandertales, las ilustraciones de las enciclopedias los comparan con
un prototipo humano extraído de las calles de Londres, Berlín
o Nueva York, como si los yanomani amazónicos, los bosquimanos africanos
o los maoríes polinésicos no fueran perfectos ejemplares del Homo
sapiens actual. Lo lamentable es que no hay paleontólogos entre los yanomani,
bosquimanos o maoríes (o al menos sus enciclopedias no llegan a nuestras
librerías). Esa circunstancia ha favorecido que determinados evolucionistas
no sólo hayan marginado la existencia de tales Homo sapiens sino que
hayan construido sus teorías en su contra.

A finales del siglo XIX Europa se había lanzado a la conquista
del mundo. Sus naciones se estaban apoderando de las regiones más remotas
de los cinco continentes, practicando una política de exterminio poblacional
y saqueo material. A pesar de las invocaciones acerca de su superioridad, las
formulaciones ideológicas que justificaban esa política imperialista
constituían una degeneración total del intelecto. En su decadencia
la burguesía ya no creía en el progreso y sus creaciones son una
lamentación pesimista y reaccionaria (543). Apenas quedaba nada del racionalismo
y las luces de 1800. La burguesía había entrado en su pesadilla
más oscura, de la que el racismo es sólo un pálido exponente
con numerosas ramificaciones en la filosofía, la historia, la sociología
y, naturalmente, la genética. La pretensión de extraer el vuelco
teórico de Weismann de ese ambiente ideológico oprobioso es una
manipulación de la historia de la ciencia, lo mismo que el "redescubrimiento"
de Mendel, las tesis de Bateson o las de Morgan. La introducción de esas
concepciones seudobiológicas -y no otras- en las ciencias sociales no
es ninguna casualidad. En 1900 la biología y la sociología se
retroalimentan. El director del diario The Economist Walter Bagehot (1826-1877)
fue el primero que aplicó la selección natural a
las sociedades. La diferencia entre el salvaje y el hombre civilizado es igual
a la que existe entre los neandertales y los cromañones, los animales
silvestres y los domesticados. El proceso de domesticación es el mismo
para los hombres y para los animales.

La obra del sociólogo austríaco Ludwig Gumplowicz (1838-1909) prueba, además, los vínculos entre el racismo y el positivismo. Fue un precursor de lo que hoy llamaríamos el "choque de civilizaciones". Según Gumplowicz, la ley suprema de la evolución social es el instinto de conservación, que tiene como consecuencia la lucha de las razas por su supremacía, una lucha despiadada en la que el más fuerte se impone al más débil. Éste es el fundamento de la historia de los pueblos. El motor de la evolución social es la guerra de las diferentes razas por conquistar o preservar el poder político, lucha en la cual la raza más fuerte subyuga a la más débil. El derecho perpetúa la desigualdad política, social y económica, lo mismo que el Estado, que expresa el dominio del más fuerte sobre el más débil. Las nociones ilustradas acerca de la igualdad no tienen para Gumplowicz ningún significado. Por razones naturales, o sea, biológicas, el derecho es lo contrario de la libertad y la igualdad: expresa el dominio de los fuertes y los pocos sobre los débiles y los muchos.

La estadística es otra ciencia de la clasificación: establece una "media" y las "desviaciones" y "regresiones" que aparecen a partir de ella. Siempre ha sido un instrumento de poder y de control sobre las sociedades (544). Su confusión con la genética (biometría) tampoco es ninguna casualidad. La biología está repleta de "monstruos" que rompen la norma de la especie, como la medicina de enfermos y la sociedad de "desviados", de modo que unos son llevados a los laboratorios, otros a los hospitales y otros a los siquiátricos, a las cárceles o a los campos de concentración, lugares en los que se puede experimentar con ellos, practicar lobotomías, electrochoques o drogas. En unos casos la justificación es la enfermedad y la delincuencia, pero en otros es suficiente con la "peligrosidad social". Entonces ni siquiera es necesario un juicio previo para encerrarles porque el Estado actúa con el benéfico fin de curarles.

El planteamiento eugenista de Morgan, por ejemplo, sigue el siguiente discurso "científico": antes de empezar a utilizar métodos genéticos para "regular las características de la raza humana" hay que determinar un canon de lo que es un ser humano, un prototipo del hombre que queremos alcanzar.

Estamos de acuerdo en que no queremos imbéciles, pero ¿quiénes son imbéciles? No existen ese tipo de definiciones biológicas. En el denominado "cociente intelectual" o en la "mayoría de edad" no hay más que recursos políticos y, por tanto, ideológicos, instrumentos de poder. Los ejemplos se pueden multiplicar. No queremos enfermos, pero ¿quiénes están enfermos? ¿A quién corresponde tomar esas decisiones "científicas"? Morgan no lo aclara. ¿Serán personajes cualificados como el propio Morgan, que obtuvo el premio Nobel de Medicina? Pero prosigamos con los argumentos de Morgan: "No cabe duda alguna" de que las personas defectuosas son una carga "perpetua" para la sociedad "que se ve en la obligación de confinarlos en asilos y penitenciarías". Así ha sucedido "desde largo tiempo atrás", por lo que la eugenesia no es ninguna novedad. El dilema es el siguiente: si es más conveniente el confinamiento o que queden en libertad previa esterilización.

Morgan tampoco aclara para quién es más conveniente una
u otra opción. Lo que sí recomienda, sobre la base
de criterios genéticos estrictos, es el confinamiento, aunque reconoce
que un gobierno puede hacerlo de forma arbitraria. La conclusión "científica"
a la que llega es la siguiente: la democracia garantiza que todos los individuos
tengan las mismas oportunidades pero "el conocimiento más elemental
de la especie humana sabe que semejante conclusión no es sino una ilusión";
luego la democracia contradice la genética (545). Por tanto, lo mejor
es que las sociedades se organicen no en torno a la democracia sino en torno
a este tipo de argumentos "científicos", que son tan "elementales"
según Morgan.

El malthusianismo es un ingrediente fundamental del racismo, presentándose bajo la forma de control de la natalidad con todos los avales seudocientíficos necesarios, incluso en los tratados actuales de inmunología. Así, Janeway escribe sin rubor: "La inmunología puede contribuir al control de la población vacunando contra la fertilidad. Esperemos que todas estas cosas y muchos otros beneficios todavía inimaginables puedan entusiasmar y estimular a los estudiantes del futuro" (546). Por mi parte espero que no sea así. No sólo no queda claro quién va a ser el beneficiario de ese "beneficio" sino que tampoco es posible imaginar qué relación tiene la inmunología con las vacunas contra la fertilidad, que nunca ha sido considerada como enfermedad contagiosa, salvo que se trate de un reconocimiento implícito de una práctica aberrante que se ha venido imponiendo desde mediados del siglo pasado: la esterilización de las mujeres del Tercer Mundo encubierta como vacunas contra plagas e infecciones.

Pocas dudas pueden caber de que la eugenesia es una política brutal predispuesta contra los sectores más oprimidos de una sociedad clasista que pretende perpetuarse a sí misma. Aunque es muy conocido que la realeza y la aristocracia europea arrastran taras genéticas, físicas y sicológicas desde hace muchísimas generaciones, la eugenesia no se ha planteado exterminar o esterilizar a estos sectores sociales privilegiados; no son su clientela porque el racismo y la eugenesia no se fundamentan en la condición genética sino en la clase social. No menos revelador es el hecho de fundamentar una intervención física sobre el cuerpo humano, como la esterilización, a causa del árbol genealógico, de una supuesta malformación genética de los ancestros, una reminiscencia seudocientífica del pecado original de la Biblia. Lo mismo cabe decir del intento de proceder de esa manera por razones de probabilidad, de posible riesgo, de peligro o de circunstancias cuya concurrencia es sólo probable, pero en ningún caso comprobada (547). Entre las numerosas leyendas que está aportando la genética a la mitología contemporánea está la creación de "grupos de riesgo", esto es, personas normales aparentemente pero que portan genes defectuosos que los hacen propensos a enfermedades o comportamientos fuera de la norma. Ya hay pólizas de seguros, licencias de matrimonio y profesiones para las que se exigen pruebas genéticas previas.

En su conocido manual de genética, escrito con otros dos autores, Dobzhansky plantea una pertinente pregunta: ¿se hereda la criminalidad? ¿Hay criminales natos, o sea, de nacimiento? ¿Se forjan los criminales en el útero materno? ¿Son también criminales los padres de los criminales? Un apasionante dilema para incluir en los planes de estudio de biología. La respuesta de los mendelistas es empírica o estadística y consiste en comprobarlo acudiendo a la cárcel a estudiar el genoma de los reclusos. Quizá entonces comprueben que cuando alguien entra en ella es a causa de una mutación génica, reversible cuando sale de ella. Pero, ¿por qué realizar la encuesta en una cárcel y no en el consejo de administración de un banco? En los países católicos la usura es un delito y los bancos pasan de propiedad de los padres a la de los hijos, que siguen cobrando intereses astronómicos y apropiándose de las viviendas de quienes no pagan sus hipotecas. ¿Tienen genes criminales los banqueros? La carrera militar también suele ser hereditaria, pasa de padres a hijos, quienes heredan una propensión profesional a acabar con la vida de sus semejantes de manera impune. ¿Se han realizado investigaciones genéticas en los acuartelamientos? ¿Han estudiado los mendelistas el genoma de los evasores de impuestos? ¿O no se refieren a este tipo de criminalidad?

¿O no la consideran criminal sino todo lo contrario, legal? Y su criterio de discriminación sobre lo que es legal y lo que es criminal, ¿acaso es científico? ¿Por qué robar 10 es un crimen y robar 10 millones es un negocio? Las respuestas que se obtuvieran a estas preguntas confirmarían que la criminalidad, como muchas de las acciones humanas son sociales, no biológicas ni genéticas. Por su parte, la de Dobzhansky es que la criminalidad "como tal" no se hereda; lo que se hereda es "una tendencia" hacia un condicionamiento similar de la conducta (548), es decir, casi sí, se hereda un poquito.

Uno de los detractores de Lysenko fue Julián Huxley, nieto del conocido defensor de Darwin y vicepresidente de la Sociedad Eugenésica Británica entre 1937 y 1944, lo que no le impidió llegar a ser el primer Secretario General de la UNESCO en 1946. Escribió un libro contra Lysenko, y también cosas como ésta:

Por grupo social problemático entiendo a esa gente de las grandes ciudades, demasiado conocida por los trabajadores sociales, que parece desinteresarse de todo y continuar simplemente su existencia desnuda en medio de una extrema pobreza y suciedad. Con demasiada frecuencia deben ser asistidos por fondos públicos, y se vuelven una carga para la comunidad. Desgraciadamente, tales condiciones de existencia no les impiden seguir reproduciéndose, y sus familias son en promedio muy grandes, mucho más grandes que las del país en su conjunto.

Diversos tests, de inteligencia y de otro tipo, revelaron que tienen un C.I. [cociente intelectual] muy bajo, y que están genéticamente por debajo de lo normal en muchas otras cualidades, como la iniciativa, el interés y afán general exploratorio, la energía, la intensidad emocional y el poder de la voluntad. Esencialmente, no son culpables de su miseria e imprevisión. Pero tienen la mala suerte de que nuestro sistema social abona el suelo que les permite crecer y multiplicarse, sin otra expectativa que la pobreza y la suciedad.

Como muestran estas afirmaciones, el racismo no era un problema étnico sino social. Las políticas racistas van dirigidas contra los trabajadores y los sectores sociales oprimidos y marginados en su conjunto.

Los positivistas imaginan que ideologías, como el racismo, son ajenas a la ciencia y a los científicos, que llegan de fuera de ella o que son extrapolaciones (manipulaciones) posteriores a ella. La historia demuestra, por el contrario, que la ideología empieza y acaba junto con la ciencia.

Por ejemplo, a lo largo de la historia la lepra ha sido una enfermedad
que causó estragos entre las poblaciones, adquiriendo un aura mítica
y mística, una especie de castigo divino. Antes de conocer sus causas,
ya en el siglo XVII la lepra había sido erradicada, gracias a una dilatada
experiencia empírica. Pero el pánico estaba arraigado tanto entre
la población como entre los científicos, de manera que, pese a
desaparecer la enfermedad, los tratados de medicina empezaron a hablar de que
existían dos tipos: los leprosos auténticos y los semileprosos.
Los primeros habían desaparecido pero subsistían los segundos.
Se sabía además que la enfermedad no era contagiosa pero los manuales
divulgaron que era hereditaria. De ahí que a partir del siglo XVII empiece
a aparecer un supuesto colectivo de semienfermos cuyo mal se transmitía
de padres a hijos como la maldición del pecado original: se denominaron
agotes y fueron confinados en los Pirineos. Un avance científico abría
el camino a una deformación ideológica, con sus lamentables secuelas
de marginación, legal y social, seguidas durante siglos (549). Al igual
que los leprosos, los agotes fueron internados, se les marcó con distintivos
en sus ropas para que la población los marginara, se decía que
olían mal (fetidez, halitosis), lo mismo que los gitanos, los moros y
los judíos, etc. Como a cualquier otro monstruo, los médicos les
extraían sangre e hicieron toda clase de experimentos con ellos, lanzándose
las más absurdas teorías acerca de su origen porque -no cabían
dudas- tales personas no podían tener el mismo origen que
el resto de las personas "normales": eran una raza distinta y las
razas distintas siempre llegan hasta aquí desde algún lugar bien
remoto. Por consiguiente, había que adoptar precauciones: sólo
podían casarse entre ellos porque -una vez más- la mezcla volvía
a presentarse como arriesgada. Lo que se había iniciado como un problema
médico, ya resuelto, degeneró en un problema étnico. La
pureza se convertía en una cuestión de salud pública. Los
agotes eran falsos enfermos, eso que hoy llamaríamos "un grupo de
riesgo", una condición equívoca impuesta por la ciencia como
un pesado fardo que debieron soportar de padres a hijos poblaciones completas.

La marginación de los agotes llega prácticamente hasta
el día de hoy, pero no se acaba ahí porque las nuevas "ciencias"
han creado nuevos "grupos de riesgo", algunos de los cuales –SIDA
son conocidos y otros –anemia falciforme- no tanto. A partir de los años
setenta la anemia falciforme, una deformación de la hemoglobina, convirtió
en sospechosos a los afroamericanos en los que se concentra, creando en Estados
Unidos en su contra un sistema de controles y precauciones irracional y falto
de fundamento. Esta enfermedad está considerada como génica y
no tiene cura. No es contagiosa, de modo que su detección masiva no sirve
para mucho, salvo para eliminar el derecho a la intimidad, engrosar historiales
médicos y vendérselos a las aseguradoras. Sólo se manifiesta
en aquellos cuyos dos alelos son coincidentes y, como suele suceder en estos
casos, se confundió a los portadores con los auténticos enfermos.
Las multinacionales de la salud sembraron la alarma a través de los medios
de comunicación asegurando que se trataba de algo peligroso. A pesar
de su inutilidad, se lanzó una campaña de detección, imponiendo
pruebas a las embarazadas y a los escolares negros. Era un absurdo. En aquellos
años no existía manera de detectar la enfermedad en los fetos.
Ademas, el aborto era ilegal. Se trataba de un negocio para la sanidad privada
y las multinacionales famacéuticas, uno de los primeros fraudes científicos,
de los que luego hemos conocido varios. Comenzaron las discriminaciones.
Las aseguradoras se negaron a contratar si su posible cliente era portador del
alelo; se les negó el trabajo en compañías aéreas
e incluso el ingreso en el ejército del aire porque decían que
su sangre reaccionaría mal a las bajas presiones que se experimentan
al volar a gran altitud. En 1972 la revista Ebony, dirigida a lectores afroamericanos,
publicó un anuncio para recaudar fondos para la investigación
contra esta enfermedad. En el mismo se caracterizaba erróneamente a los
portadores como personas débiles. El anuncio estaba financiado por American
Express y aseguraba que quienes no morían quedaban debilitados. Los portadores
también eran enfermos: debían evitar las actividades fatigosas
y acudir con regularidad al médico. Incluso el mismo Linus Pauling, un
prototipo encomiable tanto de científico como de persona, realizó
unas desafortunadas declaraciones, sugiriendo que se "marcara" a los
portadores para que no se casaran entre sí o, al menos, que no tuvieran
hijos. Se dieron casos de matrimonios que tenían hijos enfermos, mientras
que uno sólo de los cónyuges era portador, lo cual destrozó
parejas por sospechas de infedelidad conyugal… La dominación social
siempre necesita agotes a los que ponerles un distintivo ostentoso que los separe
de los demás, bajo absurdos protocolos que, además, son preventivos
y se justifican por el propio interés "médico" del afectado;
por si acaso…

Una de las maneras de clasificar a las personas consiste en otorgarles una nacionalidad, cuyo fundamento, en los países del norte de Europa, es el ius sanguinis, el derecho de sangre, es decir, que son alemanes, por ejemplo, los descendientes de padres alemanes, cualquiera que sea su lugar de nacimiento, cualquiera que sea el lugar donde residan, y aunque ignoren el idioma o la cultura de su país de origen. Según el pangermanismo, las fronteras del Estado deben extenderse hasta el lugar en donde se encuentren esos alemanes. Luego, siguiendo las leyes de Mendel, los posteriores cruces, convenientemente seleccionados, se encargarían de eliminar las impurezas de sangre adheridas a lo largo de la historia procedentes de razas inferiores. Cuando en 1900 se descubrieron los grupos sanguíneos, los eugenistas comenzaron a interesarse por ellos para aparentar un respaldo científico a sus absurdos postulados. En 1928 se formó en Alemania la Gessellschaft für Blutgruppenforschung (Asociación para la Investigación de los Grupos Sanguíneos) que editaba la revista Zeitschrift für Rassen.

La sangre ocupó antiguamente el papel que hoy ocupan los genes. Antes que los genes se concibió la sangre como ese fluido misterioso omnipresente que todo lo condicionaba. En Japón la obsesión por el grupo sanguíneo está muy extendida, mucho más que el signo astrológico en occidente.

Fomentada por los medios de comunicación, esta subcultura se ha convertido allá en un estilo de vida que nadie cuestiona, de manera que algunas guarderías educan a los niños de manera distinta en función de su grupo sanguíneo. Según la Biblia, el alma y, por tanto, la vida, está en la sangre, que es sagrada: "No comeréis la sangre de ninguna carne, porque la vida de toda carne es su sangre" (Levítico 17:13). Los Testigos de Jehová no permiten transfusiones porque las leyes sobre la sangre son una manera de preservar el sentido sagrado de la vida. El cuerpo le pertenece al hombre pero la sangre (el alma) le pertenece sólo a dios y por eso en los sacrificios rituales, como en las guerras, hay derramamiento de sangre, los homicidios se llaman delitos de sangre y un caballo de buena raza es un "pura-sangre". La aristocracia tiene la sangre de color azul; ser de buena familia es ser de "buena cuna", es decir, algo que no surge en la vida, que no se cultiva, sino que se lleva dentro desde siempre y no se debe mezclar. Como la solera para el buen vino, lo aristocrático es lo rancio, cuanto más antiguo mejor, como si sobre el presente influyeran las generaciones pretéritas, como si así tuviera todo más arraigo.

Pero con el capitalismo los homozigotos se conviertien en una cuestión
de política económica, dejando atrás los rancios prejuicios
nobiliarios. Es lo mismo con otras palabras, cuestión de presupuestos
públicos. Cuando los eugenistas aluden hoy a los enfermos, los presidiarios
o los locos hay una consideración que prevalece sobre cualquier otra:
son una carga para la sociedad. Ellos hablan en nombre de toda la sociedad -no
sabemos con qué representación- pero en contra de una parte de
esa misma sociedad bajo los fríos cálculos del coste y el beneficio.
Ese aspecto cuantitativo autoriza la magia de (con) fundir a enfermos, presos
y locos bajo la misma rúbrica, porque no son más que números.
El Premio Nobel de Medicina Alexis Carrel preguntaba por qué se aisla
en hospitales a los infecciosos y no a los que propagan enfermedades intelectuales
y morales. Además, "se requieren sumas gigantescas para mantener
las cárceles y los manicomios", por lo que lo más barato
es abolir las cárceles: "Castigando a los delincuentes con un látigo
o con algún procedimiento más científico, seguido de una
corta estancia en el hospital, bastaría probablemente para asegurar el
orden". Para los casos de crímenes graves "debería disponerse,
humana y económicamente" de la eutanasia mediante gases.
Hay que dejarse de sentimentalismos, concluye Carrel, porque las cámaras
de gas son el único modo de edificar una sociedad verdaderamente civilizada
(550).

Esta epidemia ideológica no ha remitido. Actualmente los libros de bolsillo siguen difundiendo argumentaciones tan frías y repugnantes como las de Carrel en 1936. Las deformaciones que se publican acerca de las enfermedades hereditarias (confundidas con las genéticas, las congénitas y las innatas) conducen a políticas eugenésicas. Hoy seguimos leyendo argumentaciones como la siguiente: antiguamente la parte de la población que padecía enfermedades hereditarias, como la diabetes, moría joven y no tenía descendencia. Pero ahora ya es posible curarlas, al menos en parte, por lo cual ya no se mueren como antes y transmiten sus genes defectuosos a su descendencia. La sanidad generalizada no permite que opere la selección natural, es decir, que se mueran los menos aptos, por lo que en los siglos futuros aumentarán las enfermedades genéticas. Además las radiaciones, las drogas, la proliferación de productos químicos, los pesticidas, la contaminación, el napalm de Vietnam y las explosiones atómicas aceleran las mutaciones génicas y en el futuro crearán perturbaciones en la salud que se transmitirán de generación en generación provocando graves crisis médicas "para socorrer a una sociedad tiranizada por la enfermedad y ayudar a millones de tullidos durante toda su vida" (551).

No hay nada más opuesto a la libertad que el miedo; atenaza a las sociedades y, por lo tanto, siempre ha sido un mecanismo de dominación política. El origen del miedo es la ignorancia. Sólo tenemos miedo de lo que desconocemos, por lo que el mejor antídoto en su contra sigue siendo la divulgación del saber, del conocimiento, de lo que los antiguos llamaban "las luces".

Presentados como si de una ciencia se tratara, el neodarwinismo y la teoría sintética llegan a los medios de comunicación como burda subcultura, una infraliteratura vulgar que alberga y explota los peores instintos que ha conocido la humanidad. Alteran los detalles de la exposición para que no logremos relacionar ese subgénero con el doctor Mengele y sus experimentos genéticos con gemelos en los campos de concentración. Los ataques contra Lysenko en la posguerra lograron desviar la atención sobre estas teorías seudocientíficas de los imperialistas no sólo en la Alemania nazi sino en Gran Bretaña, Estados Unidos, Suecia y otros países capitalistas. Sólo la URSS se había librado de aquella repugnante plaga "científica".

La revolución verde contra la revolución roja

El 12 de setiembre de 2009 falleció Borlaug, un acontecimiento ampliamente difundido en todo el mundo por los medios de comunicación en unos términos repetidos unánimemente hasta la saciedad: padre de la revolución verde, padre de la agricultura moderna, el hombre que salvó del hambre a millones de seres humanos en el Tercer Mundo… En la avasalladora información biográfica acerca del agrónomo sólo faltaba un detalle: qué tarea había desempeñado hasta 1943 en un laborario militar secreto. Por lo demás, su vida parecía haber sido el contraste absoluto con la de Lysenko, el responsable de millones de muertos a causa de unas cosechas desastrosas en la URSS.

El bien y el mal cara a cara. Creo que en medio de las cortinas de humo tejidas en torno a los dos agrónomos de la guerra fría, quienes desconfíen de las explicaciones maniqueas desearán saber si los éxitos de Borlaug y los fracasos de Lysenko fueron tan grandes, e incluso si existieron siquiera como tales, es decir, para quiénes fueron un éxito y para quiénes un fracaso.

Para comprender la revolución verde hay que situarse en México justo en el momento en el que estalla una revolución de verdad, la revolución democrática y agraria de 1910, que impulsó cambios en el campo en una dirección muy peligrosa, manteniéndose incluso durante el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940), quien promovió la transformación de las grandes haciendas capitalistas en cooperativas de campesinos. La sacudida revolucionaria formó en el país centroamericano una corriente en agronomía, denominada "zapatista", capitaneada por el ingeniero Edmundo Taboada Ramírez. Entre 1932 y 1933 Taboada estudió genética aplicada al mejoramiento del maíz, trigo y frijoles. Fue profesor en la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, en donde impartió la asignatura de genética, escribiendo en 1936 unos apuntes que se convirtieron en el primer manual mexicano íntegramente dedicado a esta disciplina. Taboada creó en 1940 la Oficina de Campos Experimentales, primera de su clase dedicada a la experimentación agrícola, que luego se llamó Instituto Nacional de Investigaciones Agrícolas.

Aquellos experimentos de reforma agraria en la frontera sur de Estados Unidos eran inaceptables.

En la otra orilla de Río Grande el ministro de Agricultura en el gobierno de Roosvelt era Henry Wallace, quien ocupaba el cargo porque, al mismo tiempo, era propietario de una de las empresas comercializadoras de semillas más importantes del mundo, Pioneer Hi-Bred Seed, hoy fusionada con DuPont, la multinacional de los transgénicos. En compañía de Nelson Rockefeller y del embajador estadounidense en México, Daniels, Wallace puso en marcha una misión científica para imponer las nuevas técnicas agrícolas capitalistas y contrarrestar así los experimentos zapatistas de reforma agraria. Para implementarlas, en 1943 se creó en San Jacinto una Oficina de Estudios Especiales dentro del Ministerio de Agricultura mexicano que enlazaba a la Fundación Rockefeller con el gobierno local bajo la dirección de J.George Harrar, un botánico (552) a la sombra de Warren Weaver que llegó a ser presidente de la Fundación Rockefeller. Fueron numerosos los agrónomos estadounidenses que se instalaron entonces en México, divididos por especialidades, pero concentrados en el cultivo de maíz, frijoles y trigo, encargándose Borlaug de esta última área.

El objetivo de Rockefeller y Borlaug era impulsar la penetración del capitalismo en el campo, crear una agricultura dependiente de los grandes monopolios internacionales que controlan las semillas, los fertilizantes y los pesticidas, fomentar el monocultivo intensivo e introducir maquinaria para realizar las faenas agrícolas que antes se realizaban manualmente (553). La productividad aumentó en algunas regiones, sobre todo en Estados Unidos, Europa y en los países abastecedores de trigo para el mercado mundial, como Argentina y otros. Pero los daños colaterales de la nueva política agraria fueron mucho más considerables, tanto de tipo social como ambiental: emigración de los campesinos a la ciudad, endeudamiento de los que permanecieron, concentración de la propiedad de la tierra, desastre ecológico de los agrotóxicos, derroche de agua… y el hambre. El balance que presenta la mexicana Ana Barahona sobre la revolución verde en su país es el siguiente:

La política agraria no tuvo en el cultivo del maíz una buena acogida, sino que provocó la polarización de los diferentes sectores de la comunidad agraria. No estaba orientada al conjunto de los agricultores sino a los grandes productores, con recursos para comprar maquinaria y bienes (554).

La política agraria monopolista de la posguerra se fundamentaba en el malthusianismo, articulada en torno a una falsedad que, sin embargo, la propaganda seudocientífica ha logrado inculcar como si fuera propio del sentido común: el hambre es consecuencia de la falta de alimentos, el mundo se ha quedado sin tierras adicionales para cosechar, la población mundial se dispara y la única manera de aumentar la producción de alimentos es aumentar la productividad de cada porción de tierra cultivable por medio de la innovación tecnológica. Éste es el núcleo de la demagogia malthusiana.

Ahora bien, la tesis central de que el hambre es consecuencia de la escasez
de alimentos es falsa por varios motivos:

a) agricultura no es sinónimo de alimentación; una buena parte de loscultivos son industriales (algodón, café o té) o biocombustibles

b) el campesino ha sido despojado de sus tierras, ya no se nutre de lo que él mismo produce y debe adquirir su sustento en un mercado

c) el campesino vive de un salario, de manera que si no come no es por falta de alimentos sino por falta de dinero para comprarlos

d) la producción agraria está destinada al comercio y a la exportación, para las despensas de los que puedan pagarla

El reciente ejemplo de los biocombustibles ilustra la situación de la agricultura que entonces empezaba a gestarse. Nunca en la historia como en 2007 Estados Unidos había sembrado tanta superficie de maíz, alcanzando la mayor producción de su historia. Pero la cuarta parte de la cosecha no se destinó a la alimentación sino a la producción de etanol, subiendo su precio un 110 por ciento en un año y medio. Si el precio del maíz sube, se incrementan también el del pollo, el huevo, las bebidas de fructuosa y otros alimentos que una parte importante de la población mundial no puede pagar. Como consecuencia, una producción creciente de maíz está provocando un incremento del hambre en el mundo porque el precio de los alimentos se ha disparado: 75 por ciento desde su nivel mínimo de 2000 y 20 por ciento sólo en 2007. En el hambre nada tienen que ver la biología ni la producción alimentaria sino el mercado, es decir, el capitalismo.

Parece obvio concluir, pues, que Estados Unidos no invirtió billones de dólares en la agricultura del Tercer Mundo con el fin de prevenir hambrunas. Había otra amenaza real: el descontento social creciente entre el campesinado, con el riesgo de otra revolución como la que habían llevado a cabo los comunistas en China. La revolución verde se diseñó para prevenir la revolución socialista.

Como escribió Paul Hoffman, presidente de la Fundación Ford, en una carta al embajador de Estados Unidos en India, si "nos hemos embarcado en dicho programa a un costo de no más de 200 millones al año, el resultado final será una China totalmente inmunizada contra la atracción de los comunistas. La India, en mi opinión, es hoy lo que China fue en 1945" (555). Los campesinos de todo el mundo exigían el reparto de la tierra y la reforma agraria. Además, la introducción de las nuevas políticas agrarias estuvo acompañada por una fuerte presión ideológica y por amenazas apenas veladas de futuras hambrunas que había que prevenir urgentemente. Los agrónomos se pusieron al servicio de las multinacionales para servir el consabido catálogo de inminentes catástrofes políticas, favorecidas por calamidades agrícolas (sequías, plagas, etc.). La predicción de hambrunas generalizadas ganó espacio dentro del subgénero seudocientífico apocalíptico (556), sobre todo después del informe de la Fundación Ford de 1959, que manipuló las tendencias demográficas y la producción de alimentos en India para pronosticar una hambruna en 1967, de la que lograron salvar. En aquella época las hambrunas desempeñaban el mismo papel propagandístico que hoy ocupan las temibles pandemias que pueden asolar al mundo: a unas previsiones falsificadas le siguen unos efectos inexistentes que se justifican gracias a la acción preventiva, la caridad internacional o unas vacunas milagrosas. Una farsa se camufla siempre con otra posterior.

La revolución verde llevó el dominio monopolista al campo, que en muy pocos años pasó del autoconsumo (o de unos mercados de alcance local) al mercado mundial, poniendo la alimentación del mundo entero en manos de media docena de multinacionales, aquellas que controlan los pesticidas, los fertilizantes y las semillas. Provocó profundas distorsiones sociales. Entre 1950 y 1980 México pasó de ser un país no sólo autosuficiente, sino exportador de granos básicos (maíz y frijoles) a convertirse en un país importador creciente de esos granos. Antes de la llegada de Rockefeller y Borlaug, el trigo no era un cultivo importante en la India, ni tampoco un componente básico de la dieta autóctona; después el país asiático se convirtió en uno de los principales productores de trigo del mundo.

Los relatos acerca de las maravillas de la revolución verde no recuerdan la catástrofe de Bhopal, en India, uno de los más espeluznantes dramas padecidos por una fuga tóxica en una de aquellas plantas de pesticidas instaladas para incrementar las exportaciones químicas de las multinacionales estadounidenses. Sucedió en 1984 y el saldo fue de más de 10.000 muertos y medio millón de personas afectadas por gravísimas enfermedades, que aún no han remitido. La fábrica era propiedad de Union Carbide (desde 2001 fusionada con Dow Chemical), un monopolio que saltó de la electricidad a la agroquímica al calor de los fabulosos beneficios generados por la revolución verde.

Para solventar los desastres sanitarios y ecológicos del DDT, en 1957 Union Carbide crea un sustitutivo, el SEVIN, en cuya fabricación intervenían sustancias altamente tóxicas, como la monometilamina (metilamina anhidra), e incluso potencialmente letales como el gas fosgeno. La reacción de estos gases entre sí forman el MIC (isocianato de metilo), que es la base de la producción de SEVIN y uno de los compuestos más inestables y peligrosos de la industria química.

En Francia o Alemania estaba totalmente prohibido el almacenamiento de MIC, salvo en pequeñas cantidades, pero Union Carbide llegó a construir 14 plantas gigantescas en India que no fueron clausuradas a pesar de los numerosos accidentes que se fueron produciendo casi desde su inauguración. Fue una catástrofe suficientemente anunciada con anterioridad y debidamente silenciada después porque de otra forma no se podrían haber aireado las excelencias de la revolución verde (557).

Las mismas multinacionales agroalimentarias que se enriquecieron con aquella revolución son las que con idéntica excusa de acabar con el hambre en el mundo, encabezan hoy la producción de semillas transgénicas. En los últimos años de su vida Borlaug rindió sus últimos servicios a estas multinacionales realizando una gira mundial para defender el uso de los transgénicos, la segunda revolución verde que -como la primera- llegaba para acabar con el hambre en el mundo, un drama con el que se ha acabado tantas veces que cuesta comprender los motivos por los que siempre reaparece. Hoy se empieza a reconocer abierta y públicamente que sigue habiendo un gravísimo problema de hambre en el mundo. Ahora bien, la infraliteratura malthusiana se preocupa de añadir también que ese problema ha tenido una causa que no es política, social y económica, sino técnica: hasta ahora no podíamos manipular los genomas. El hambre ha sido fruto de nuestra ignorancia y, en consecuencia, sus soluciones son técnicas y no políticas. Se puede erradicar el hambre sin cambiar de sistema socio-político, sin acabar con el capitalismo. El hambre, causada por modos de producción basados en la explotación del hombre por el hombre (558), se ha convertido en la gran coartada para seguir llenando los bolsillos de los capitalistas, es decir, de quienes han creado el problema. La biología sigue jugando al escondite con la política y disfrazando con propuestas humanitarias (y "científicas") lo que no son más que sucios pero lucrativos negocios.

Si el demonio es el contrapunto de dios, Lysenko es el de Borlaug. La buena prensa de éste choca con la abominable del otro. La campaña propagandística reincide en los repetidos fracasos de los experimentos lysenkistas, que no se ciñen al aspecto científico sino que se trasladan al económico.

Lysenko sería así el responsable último de unas supuestas malas cosechas, que a su vez causaron otras supuestas hambrunas, que a su vez causaron millones de muertos. Este es uno de los aspectos preferidos de la campaña de linchamiento en la que los demagogos del antilysenkismo no escatiman frases, por lo demás tan grandielocuentes como demagógicas. El hechicero Watson considera que Lysenko es "responsable del hambre de millones de personas […] Probablemente no sabremos nunca el número real de vidas sacrificadas en el altar de la carrera de Lysenko. Baste decir que a la muerte de Stalin en 1953, los analistas más objetivos calcularon que la disponibilidad de carne y verduras no era mayor que en los días feudales más oscuros del zar Nicolás II" (559). Por su parte, Valpuesta, un burócrata del Consejo Superior de Investigaciones Científicas español que tampoco se molesta en consultar ninguna fuente para escribir contra los lysenkistas, confirma que estos "llevaron a la hambruna y la muerte a varios millones de rusos y ucranianos, y por extensión a otros millones de chinos, pues Mao Tse-tung decidió poner en práctica en China las ideas de Lysenko, con las mismas desastrosas consecuencias" (560). Tratándose de la URSS (y de China) para los demagogos todo vale y siempre se mide por millones porque cualquier otra cifra no es noticiable.

Es enormemente interesante analizar esta imputación porque originalmente no aparece para nada en 1948 y años subsiguientes. La lectura de las primeras críticas al lysenkismo, como las de Ashby o Huxley, no realizan ninguna mención a los fracasos agrícolas, lo cual es doblemente sorprendente porque ellos estaban allí, visitaron las cooperativas agrarias y no realizan ninguna observación al respecto. El vacío atraviesa la época de Stalin, la peor considerada en los medios capitalistas, e incluso va más allá de los tiempos de Jrushov. Lo que resulta aún más sorprendente todavía es que se trata de un argumento que, como veremos, nace en 1964 de una forma modesta en la propia Unión Soviética dentro de las pugnas internas que condujeron a la destitución de Jrushov. Por si no hubieran aparecido suficientes argumentos contra Lysenko fuera de sus fronteras, a partir de 1965 los reformistas soviéticos aportaron uno más, otra falsedad a añadir al cúmulo de las que habían ido surgiendo. Sólo hubo que dramatizarlo y exagerar hasta el ridículo para ligarlo a un acontecimiento pretérito, la colectivización agraria, que había ocurrido 35 años antes. Así quedaba unido estrechamente a Stalin.

En la URSS el decreto de 1917 que nacionalizaba la tierra, la colectivización, los koljoses y la política agraria soviética acabaron con el secular problema del hambre en menos de diez años de revolución socialista. El país padeció una gran hambruna en 1921, a causa, fundamentalmente, de la guerra civil promocionada desde el exterior y del acaparamiento de los latifundistas (561). Diez años después de la revolución, en 1927, los problemas se habían solucionado en lo fundamental; se acabaron el paro y las cartillas de racionamiento. Esos éxitos contrastan poderosamente con la pavorosa situación en los países capitalistas más importantes, donde la población padecía la miseria más espantosa. Por tanto, lo que pretendió la campaña de intoxicación propagandística fue trasladar a la URSS un problema como el hambre cuando por aquellas mismas fechas, en 1929, el capitalismo entraba en una de sus peores crisis económicas jamás conocidas. En Estados Unidos el índice de paro superó el 25 por ciento y el del subempleo el 50 por ciento, afectando a 53 millones de obreros. La hambruna que sufrió aquel país en la década de los treinta ha sido convenientemente archivada en el olvido: más de ocho millones de personas fallecieron de hambre como consecuencia de la gran depresión capitalista y más de cinco millones de campesinos (uno de cada seis) fueron arrojados de sus tierras al no poder hacer frente al pago de las hipotecas bancadas. Mientras la mayoría de la población estadounidense sufría hambre, existían en el país reservas de millones de toneladas de comida que no se vendían para no hundir los precios. Esta hambruna real se ha tapado con el invento de una ficticia en la URSS a causa de la colectivización.

Si pasamos a la situación económica de la posguerra, sólo
encontramos menciones a Lysenko en el manual de Alee Nove (562) que repite la
letanía de memoria. Nove salta de la economía a la biología
para asegurar que Lysenko era un charlatán pseudocientífico que
triunfó "con ayuda de la máquina del Partido" imponiendo
sus ideas en las granjas "al tiempo que se prescindía de los auténticos
expertos en Genética", una ciencia que fue "destruida".
Los bolcheviques pusieron a "pequeños Stalin" como éste
al frente de cada rama de las ciencias y de las artes, afirma Nove, los cuales
torpedearon los contactos con la ciencia mundial. Sin embargo, Nove no refiere
ninguna muerte, ni habla tampoco de hambre; únicamente alude a la escasez
de reservas alimentarias, lo cual hizo que se retrasara el racionamiento existente
durante la guerra mundial. Tampoco Harry Schwartz refiere hambre ni muertes
(563). Quizá sea porque ni Nove ni Schwartz forman parte de "los
analistas más objetivos" a los que aludía el hechicero Watson.
Durante la guerra los nazis siguieron en la URSS una política de tierra
quemada: "Las viviendas y las fábricas fueron destruidas, el ganado
sacrificado y tanta gente fue muerta que la población de 1939 no se alcanzó
de nuevo hasta 15 años después" (564). Destruyeron 65.000
kilómetros de vías férreas y 25 millones de personas se
quedaron sin vivienda. La agricultura de las zonas ocupadas fue devastada; unos
siete millones de caballos murieron o fueron saqueados por los nazis, así
como 17 millones de cabezas de ganado bovino. En 1946 hubo una terrible sequía,
según Cafagna, la peor en medio siglo. Como consecuencia de todo ello,
este historiador también habla de precariedad pero no de hambre ni muertes
a causa de ello (565). A pesar de las destrucciones de los campos y de los tractores
causadas por la guerra y de la reducción en un tercio del número
de trabajadores koljosianos, las cosechas recuperaron casi inmediatamente el
nivel de 1940. Se enviaron a las cooperativas más de 120.000 agrónomos
y técnicos y se empezaron a roturar más de 17 millones de hectáreas
de tierras vírgenes. Las horas de trabajo, reconoce Maddison, se redujeron
un 15 por ciento. En 1958 se logró obtener la cosecha máxima
de la historia, e incluso pudieron exportar trigo al extranjero.

Esta situación también contrasta con la de los países capitalistas, en donde aún en 1948 la población pasaba hambre en países como Holanda, por ejemplo, donde fallecieron 30.000 personas por dicha causa. Por ese motivo, para calmar el descontento, llegó el Plan Marshall desde Estados Unidos. A diferencia de la URSS, Europa occidental no se recuperó por sí misma de la devastación bélica. El éxito de la agricultura soviética en la posguerra no necesitó de la incorporación de la química industrial. Por eso Harry Schwartz pone de manifiesto el "retraso" que experimentaba la URSS en la introducción de fertilizantes y pesticidas en la agricultura (566). A su vez ese "retraso" derivaba de que la Unión Soviética no estaba experimentando con armas químicas ni bacteriológicas, que fueron el venero de la evolución de la química en los países capitalistas en la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista científico, las concepciones de Lysenko tampoco constituyeron ningún fracaso. La agronomía, como muchas otras materias, entre ellas la medicina, tiene mucho que ver con el arte, desde luego bastante más que con las llamadas ciencias "exactas" (si es que existe alguna ciencia de esas características). El método de Lysenko era empírico, basado en la prueba y el error, idéntico al del resto de los experimentos biológicos. De ahí que medio siglo después de su informe hubo 280 intentos fracasados antes de lograr clonar a la primera oveja y más de mil antes de clonar al primer perro, intentos que comprometieron a un número mucho mayor de personal investigador y más medios técnicos. Lo mismo cabe decir de un procedimiento mucho más antiguo como la fecundación in vitro, en donde los resultados siguen siendo escasos. En los primeros 25 años transcurridos desde que en 1981 nació la primera niña por fecundación in vitro, han nacido más de un millón de niños mediante esta técnica, pero el porcentaje de niños nacidos por ciclo de tratamiento se cifra entre un 20 y un 30 por ciento, es decir, que son necesarios 24 embriones para conseguir un embarazo. No obstante, en una ciencia mediática como la biología, los errores no son nunca noticia, salvo aquellos que tengan su origen en la agricultura soviética.

Esa concepción de la ciencia avanzando linealmente con sus velas
desplegadas también es fruto de una ideología burguesa basada
en la competencia y el éxito. Los superhéroes están en
la ciencia como en los tebeos y comics para niños. En genética
Superman, Rambo, Batman, 007 y el Capitán América se travisten
en Mendel, Morgan, Watson y Crick. Los fracasados nunca cuentan, como si el
éter o el flogisto nunca hubieran sido concebidos por la física.
Pero para que apareciera Copérnico antes debió existir Ptolomeo.
Para que unos científicos avancen otros han debido errar y entrar en
vías muertas. El experimento fallido es tan importante como el fructífero
y nadie ha dejado de ser reputado como científico por el hecho de haber
fracasado. La burguesía tiene una manera muy curiosa de presentar las
noticias. Así, la clonación saltó a las primeras páginas
de los periódicos del mundo el 27 de febrero de 1997, cuando hacía
siete meses que existía la oveja Dolly. El retraso en dar a conocer la
noticia estuvo motivado porque Dolly fue el único ejemplar clónico
que había prosperado entre los cientos de intentos realizados con anterioridad.
Antes de anunciarlo públicamente los científicos querían
asegurarse de que no se iba a morir inmediatamente, como había
ocurrido con los ejemplares anteriores. Lo que no es noticia son hechos como
los siguientes:

Dolly fue la primera oveja clónica y (casi) la única; no ha vuelto a crearse ninguna otra. Dolly fue una verdadera excepción porque la clonación animal (casi) no es operativa. A día de hoy, hay especies a las que no se ha conseguido clonar, y de cada cien intentos de clonación animal nace un porcentaje entre el cero y el cuatro por ciento; de ese cuatro por ciento que nace, la mayoría muere dentro de las primeras 24 horas (567). Dolly sólo sobrevivió cinco años y medio. Pero como los fracasos no son noticia, se ha convertido la excepción en norma, transmitiendo una imagen falsa del estado de la ciencia: la clonación no es un ejemplo del éxito sino del fracaso de la teoría sintética.

Si la información sesgada sólo tuviera consecuencias en el ámbito del conocimiento, no sería algo tan serio. El problema es que trasciende a la práctica, con consecuencias nefastas. Una información incorrecta conduce a la toma de decisiones igualmente incorrectas. El 12 de octubre de 2010 la revista The British Medical Journal publicó un artículo de Beate Wieseler y un equipo del Instituto Alemán para la Calidad y la Eficiencia en el Cuidado de la Salud que denunciaba la no publicación de las pruebas adversas con fármacos. La parcialidad editorial induce al error a los médicos a la hora de prescribir un tratamiento y a las autoridades sanitarias a la hora de planificar políticas generales de salud pública.

La investigación alemana versaba sobre los beneficios y los perjuicios ocasionados por un medicamento fabricado por la multinacional farmacéutica Pfizer, la reboxetina, en comparación con el placebo u otros antidepresivos para adultos. Distribuida en más de 50 países del mundo bajo diversos nombres comerciales, la reboxetina se aprobó en 1997, excepto en Estados Unidos. El estudio analizó los resultados de 13 ensayos clínicos del fármaco, incluyendo ocho nunca publicados, aunque fueron realizados por la propia multinacional. Casi tres cuartas partes de los datos de los pacientes que se sometieron a ensayos médicos con reboxetina no se publicaron y la información divulgada sobrestimaba los beneficios del tratamiento y subestimaba sus perjuicios. El fármaco no es mejor que un placebo y sus beneficios son inferiores a otros remedios antidepresivos similares. La mayoría de pacientes mostraron más efectos secundarios con la reboxetina que con el placebo y a causa de ello dejaron de tomarlo.

Éste es un problema muy extendido entre los fármacos que se utilizan hoy en día. La transmisión de una información sesgada es consecuencia del patrocinio de las investigaciones por los grandes laboratorios, pero la responsabilidad no es exclusiva de las multinacionales, sino que alcanza también a las publicaciones especializadas, que acaban convertidas en meras transmisoras de las informaciones tendenciosas de los laboratorios. Por ello, tanto el equipo firmante de la investigación como la revista, exigían la promulgación de una ley que obligara a la publicación de todos los ensayos clínicos realizados, incluidos los relativos a los fármacos que no se aprueben finalmente (568).

La ocultación es una gravísima tara de la ciencia moderna,
cuyo ejemplo más llamativo es el de Pasteur. Los archivos privados de
Pasteur permanecieron escondidos durante más de un siglo, hasta 1975.
No obstante, se supo desde el comienzo que Pasteur había mentido sobre
sus investigacionies: sus notas privadas no coinciden con los espectáculos
publicaitarios que organizó con tanto alarde para orquestar una aureola
falsa en torno a su figura con el apoyo del poder político, los empresarios
privados y los medios de comunicación. En los años veinte Paul
de Kruif ya lo expuso de una manera jocosa, como si el asunto no tuviera mayor
trascendencia (569). La denuncia de las manipulaciones de Pasteur se inició
por dos vías coincidentes. Por un lado, un exiguo núcleo de defensores
de las tesis de Bechamp (Jules Tissot, Gunther Enderlein, Montague R. Leverson,
Ethel Douglas Hume y R. B. Pearson) y, por el otro, quienes tuvieron acceso
a los archivos de Claude Bernard (Jacques-Arséne d'Arsonval, Léon
Delhoume y Philippe Decourt). No obstante, la corriente dominante impuso el
ostracismo más absoluto, creando una leyanda que hizo de Pasteur la figura
de la ciencia moderna por antonomasia, hasta que en 1995 Gerald L. Geison acabó
su investigación sobre la documentación privada de
Pasteur, con conclusiones que no dejan lugar a dudas (569b). Si Pasteur representa
a la ciencia moderna, esta ciencia es una completa farsa, un ejemplo de lo que
no es y no debe ser, especialmente cuando se trata de la salud de las personas.

De una manera creciente hoy la ciencia no se atiene a los hechos exactamente,
ni tampoco al conocimiento exactamente sino al conocimiento publicado, de tal
modo que hay quien ha llegado a creer que se identifica con ese conocimiento
en letras de molde, y lo que es peor: que todo lo que aparece en ese formato
es ciencia. En 2006 se publicaba en castellano el libro del genetista Dean Hamer
titulado "Los genes de dios", en el que sostiene que las conviciones
religiosas están determinadas por los genes. Diez años antes la
revista A J ature Genetics ya había publicado un artículo del
mismo autor titulado "La felicidad heredable". Se había gastado
muchos millones, un laboratorio y un equipo de "investigadores" trabajando
durante años para descubrir el gen de la felicidad. El año anterior
ya aseguró en el mismo medio haber descubierto el de la homosexualidad
(569c). Quizá el mensaje que nos quieren transmitir es que, pase lo que
pase, siempre van a ser felices los mismos, es decir, que la felicidad también
es hereditaria y que nunca lograremos nada con cambios ambientales
(sociales, familiares, políticos, económicos) sino que necesitamos
terapia génica…

Los hechos que no se publican no existen. Una parte de la realidad está permanentemente fuera del foco del interés y la atención de los investigadores. Pero la ciencia que sólo tiene en cuenta una parte de los hechos, no es digna de tal nombre.

El milagro de los almendros que producen melocotones

Pero quizá el mejor ejemplo del alcance de los procedimientos
lysenkistas sea la defensa que emprende del método del mentor (o del
patrón) de Michurin, al que da un contenido práctico y teórico
a la vez. En las plantas la hibridación se utiliza normalmente en los
árboles frutales, en los que se diferencia entre una base compuesta por
el tronco y las raíces, el mentor o patrón, y una parte aérea,
la púa, que se aloja en la anterior. El método de Michurin es
un procedimiento asexual de obtención de híbridos vegetales, un
injerto de una variedad joven en una vieja que permite a ésta adquirir
algunas propiedades de la vieja sin necesidad de intercambiar cromosomas (570).
Se puede definir como un intercambio de las propiedades morfológicas,
fisiológicas y genómicas entre dos especies diferentes por medios
no sexuales. Según Michurin y Lysenko no sólo se pueden obtener
híbridos por vía sexual, con el cruce de los cromosomas paternos
y maternos, sino también por el método del mentor, que Lysenko
vincula a las condiciones ambientales, especialmente a la nutrición.
Pero, además de un carácter práctico, Lysenko le da un
carácter teórico y demostrativo de gran importancia. Apoyándose
en él critica la teoría cromosómica porque Michurin había
demostrado la posibilidad de crear híbridos por vía no sexual:
"Según la teoría cromosómica de la herencia,
los híbridos únicamente pueden ser obtenidos por vía sexual.
La teoría cromosómica niega la posibilidad de obtener híbridos
por vía vegetativa, pues niega que las condiciones de vida ejerzan una
influencia específica sobre la naturaleza de las plantas. Michurin por
el contrario no sólo reconoció la posibilidad de obtener híbridos
por vía vegetativa, sino que elaboró el método del mentor".
Las nuevas características del híbrido son diferentes de las dos
variedades de origen y se transmiten a la descendencia de tal manera que "cualquier
carácter puede transmitirse de una raza a otra tanto mediante injerto
como por vía sexual", concluía Lysenko, quien gráficamente
afirma que mientras la hibridación sexual reinicia la vida, la vegetativa
la continúa (571).

En suma, la hibridación vegetativa es un transplante entre vegetales; la evolución de ambos asuntos debe estudiarse en paralelo y en sus conexiones con los primeros experimentos de transfusiones sanguíneas que, a su vez, es una materia estrechamente relacionada con la inmunología. El interés médico por las transfusiones sanguíneas tuvo su origen en Francia, con el objetivo de mantener "vivos" determinados órganos de animales separados del resto del cuerpo. Pero fue el médico soviético Serguei Briujonenko quien, desde 1923, empezó a interesarse por las transfusiones sanguíneas realizando un experimento único en el mundo. Diseñó un aparato para la circulación artificial de la sangre de animales de sangre caliente. El aparato consistía en un sistema de válvulas y diafragmas que inyectaban la sangre a través de los pulmones diseccionados de un animal a otro, que era el sujeto de la prueba.

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