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¿Quiénes estaban detrás del asesinato de varios Presidentes de los Estados Unidos? (página 3)



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Tras la segunda presidencia de Woodrow Wilson era obvio que la población no iba a votar a un candidato demócrata, pues los estadounidenses se sentían traicionados por Wilson. No les gustaba su proyecto de una Liga de las Naciones para instaurar un gobierno mundial y, de hecho, los Estados Unidos no ingresaron a la misma durante su gobierno porque el Senado bloqueó tal posibilidad. Era necesario, entonces, encontrar un candidato republicano que fuera lo suficientemente manipulable por el mundo de las finanzas y el petróleo. Y Warren Harding parecía un candidato idóneo para la élite. Antiguo ex periodista y editor del estado de Ohio, ocupaba un escaño en el Senado desde hacía muchos años, y era conocido por su buen humor, su tranquilidad y el exagerado grado de confianza que prestaba a sus amistades, de modo que con frecuencia delegaba tareas y no revisaba a fondo lo que sus colaboradores hacían. Harding ganó la presidencia en 1920 y se rodeó de varios de los más prominentes miembros de la élite, como Andrew Mellon, importante petrolero y banquero de la época. Pocos años más tarde, cuando buscaba la reelección, en 1923, murió en oscuras circunstancias durante un largo viaje a Alaska. Su médico personal en un primer momento anunció a la prensa que Harding presentaba señales de envenenamiento, mientras que más tarde rectificó ese diagnóstico por el de muerte natural debida a supuestas fallas cardíacas que habría padecido desde hacía años. No es frecuente que un diagnóstico de envenenamiento sea cambiado luego por el de muerte natural. ¿Qué es lo que realmente había ocurrido? A los pocos meses se destapó un gran caso de corrupción ocurrido bajo su administración. Su secretario del Interior, Albert Fall, fue acusado de entregar secretamente, bajo soborno, las reservas estatales de petróleo de Teapot Dome y Elk Hills a empresas privadas. Las compañías favorecidas no eran propiedad de miembros prominentes de la élite, y de hecho el rival más importante que jamás tuvo la Standard Oil dentro de los Estados Unidos había obtenido todas las reservas de Elk Hills. Se trataba de Harry Sinclair, dueño de Sinclair Oil. Éste era un petrolero incontrolable para la Standard Oil, un nuevo rico que había comenzado a hacer fortuna unos pocos años antes, en 1916, merced a un golpe de suerte. Era demasiado ambicioso, al punto que también deseaba desplazar a la Standard Oil en la recién fundada Unión Soviética, precisamente el objetivo que había motivado toda la costosa campaña contra el zar Nicolás II. Por esta razón la campaña había sido financiada por Sinclair Oil, entre otras empresas anglo-norteamericanas, desde inicios del siglo XX. Sinclair había cometido la intrepidez de viajar a Moscú y entrevistarse con Lenin para que su empresa obtuviera concesiones petroleras a cambio de un posible apoyo financiero que decía poder conseguir por medio de sus influencias en Wall Street.

Si bien se trataba de un advenedizo, la figura de Harry Sinclair empezaba a ser muy peligrosa para la Standard Oil, precisamente porque Harding y Albert Fall le facilitaban las cosas otorgándole yacimientos oficiales, a cambio de petróleo para las tropas y dinero para ellos. La operación rusa nunca se concretó, ya que los banqueros de Wall Street no iban a traicionar su larga sociedad con el clan Rockefeller para ayudar a un competidor, el único real en muchísimos años. Los yacimientos de Teapot Dome y Elk Hills fueron estatalizados y Sinclair y Albert Fall fueron a la cárcel. Harding, que venía defendiendo a Fall ante los ataques que la élite le lanzaba a través del Wall Street Journal, ya estaba misteriosamente muerto. Sinclair nunca recuperó el prestigio perdido y, tras varios años, su empresa fue comprada por el clan Rockefeller, su gran rival de otros tiempos. Sin embargo, el asunto no terminó con la muerte de Harding y el declive de Sinclair. Los rumores acerca de la posibilidad del asesinato de Harding eran generalizados y podían servir de peligroso precedente. En este contexto, la propia élite armó una teoría conspirativa al respecto. Se contrató a un ex presidiario, y luego agente de la predecesora del FBI, para que escribiera un libro que fue profusamente divulgado en la prensa. Quien quería leer acerca de Harding y su asesinato podía hacerlo en una obra llamada The Strange Death of President Harding (La extraña muerte del presidente Harding) escrita por ese oscuro personaje, llamado Gaston Means. Apoyado por la élite, el libro fue un auténtico best-seller entre fines de los años veinte y comienzos de los treinta del siglo XX. En el libro Means inventaba una historia, un verdadero novelón de adulterio y celos desenfrenados de la mujer de Harding, en el que ella terminaba envenenando a su marido. El conocimiento personal que tenía el autor respecto de la mujer facilitaba su credibilidad, y ni ella ni su marido estaban vivos para enjuiciarlo. Hoy día es una historia imposible de creer, pero en aquella época ese tipo de historias se creían. Obviamente, de petróleo no se decía una sola palabra en el libro. Podemos ver entonces una de las clásicas tácticas de la élite para distraer la atención de la gente. Primero se trata de evitar que alguien pueda creer en conspiraciones. Si ello no da resultados, se trata de inventar una historia que desvíe la atención de la cuestión de fondo y financiarla profusamente a través de la prensa amiga. Para ello, ya en los años 20, se usaban los agentes de la agencia que más tarde sería el FBI: el Bureau of Investigations.

Para entender por qué el Partido Demócrata norteamericano hoy es simplemente una parodia de oposición a las políticas de hegemonía global que desarrolla el Partido Republicano es necesario conocer su más remota historia. Cuando el Partido Antimasón Norteamericano se fusionó con el Partido Nacional Republicano, hacia mediados de la década de 1830, se conformó el llamado Partido Whig, cuyo líder natural fue Henry Clay hasta 1850. Clay era un ferviente antibritánico y un verdadero nacionalista. Él y su desaparecido Partido Whig propugnaban tres medidas programáticas básicas, que fueron denominadas en aquella época "Sistema Americano". Una de las medidas era establecer un alto arancel aduanero a fin de proteger a los Estados Unidos de las importaciones baratas de Inglaterra, que impedían el desarrollo industrial norteamericano. Otra medida era crear un banco central nacional emisor de moneda que hiciera a los Estados Unidos independientes financieramente de los bancos de la City londinense. Una tercera medida consistía en una mejora de la infraestructura norteamericana para mejorar el comercio interno y unificar a los Estados Unidos como nación. El partido rival al Whig era nada menos que el Demócrata, que luchaba denodadamente contra esa agenda nacionalista y pretendía acentuar la dependencia de los Estados Unidos con respecto a Gran Bretaña. Clay nunca llegó a ser presidente, a pesar de ser candidato cinco veces, pero varios de sus correligionarios sí lo fueron. Uno de ellos, Zachary Taylor, ganó las elecciones de 1848. Aunque Taylor nunca propugnó verdaderamente el programa nacionalista whig, se mantuvo muy firme en un principio básico, ya que era, al menos en forma relativa, antiesclavista. Fomentó activamente la fundación de los actuales estados de California y Nuevo México a partir de su antiguo estatus de territorios, e impulsó que ambos prohibieran la esclavitud, cosa que fue decretada en California antes de finalizar el mandato. Los grandes latifundistas sureños, basamento del Partido Demócrata, se oponían fuertemente a la agenda abolicionista de Taylor, quien de no haber muerto en misteriosas circunstancias durante su presidencia podría haber ido aun mucho más allá contra los intereses probritánicos del Sur esclavista. El estado de tensión entre Taylor y el Sur era enorme, dado que ya en aquel entonces el Sur amenazó con la secesión, y Taylor a su vez respondió con una clara advertencia de que estaba dispuesto a comandar al ejército contra cualquier estado sureño que se sublevara. Con la muerte de Taylor, que durante muchos años se especuló como debida a una gastroenteritis, al cólera o a la fiebre tifoidea, accedió al poder su vicepresidente, un whig democrático, llamado Millard Fillmore, quien firmó el denominado "Compromiso de 1850?, al que se oponía Taylor, según el cual se respetaban las garantías esclavistas de todos los estados sureños y hasta se ponían a disposición de los terratenientes las tropas federales para que persiguieran a los esclavos fugados hacia el Norte. Se trataba de la Fugitive Slave Act. Millard Fillmore, sin embargo, debió tolerar el hecho de que la esclavitud no existiera en California. Su frase más famosa es: "Dios sabe que detesto la esclavitud, pero es un mal existente. Debemos hacerla perdurar y protegerla como si estuviera garantizada por la Constitución". El enigma de la causa de la muerte de Zachary Taylor se resolvió más de un siglo después, cuando en 1991 su cuerpo fue exhumado para realizarle una autopsia debido al punto al que habían llegado las sospechas sobre su muerte. Los médicos encontraron arsénico.

Si hubo un presidente norteamericano que duró muy poco fue precisamente William Henry Harrison. Su presidencia solo duró 30 días, 11 horas y 30 minutos. Ya hemos comentado que, desde mediados de la década de 1830, Henry Clay venía instalando en la sociedad norteamericana una agenda claramente nacionalista y antibritánica. En las elecciones de 1840 se perfilaba claramente como ganador. Su popularidad estaba en el cénit. Fue precisamente para que Clay no ganara las elecciones, tal como sucedería muchos años más tarde con William Jennings Bryan, que los socios norteamericanos de Inglaterra propugnaron la candidatura de William Harrison en el partido Whig, destinado a ganar las elecciones por la gran impopularidad del gobernante Partido Demócrata, debido a la gran crisis económica de 1837. Harrison era un antiguo héroe de la guerra de 1812 contra Gran Bretaña y por esa causa era muy popular, siendo el único capaz de derrotar a Henry Clay en 1840. Pero también era un hombre ya mayor para aquella época, ya que contaba con 67 años. Fue así como el propio día de su nombramiento como presidente, Harrison empezó a morirse. Pronunció el discurso inaugural más largo de la historia norteamericana, que duró más de dos horas. Y duró en el cargo pocas horas más de un mes, dado que el 4 de marzo de 1841, el mismo día que juró, contrajo una simple gripe producto del frío invernal, mientras estaba dando su discurso. A raíz de la gripe, Harrison se recluyó en la Casa Blanca, en la que sólo llegaría a promulgar una única pero contundente medida que le exigía su enemigo político Henry Clay, a fin de aplicar el denominado "Sistema Americano". Tras esta medida, claramente contraria a los intereses de Londres en los Estados Unidos, murió de septicemia generalizada, enfermedad que difícilmente deriva de una simple gripe. Tal vez los médicos pueden haber ayudado a convertir una enfermedad leve en una mortal, ya que lo trataron con opio, aceite de castor, plantas extrañas y hasta serpientes. Lo cierto es que su vicepresidente, John Tyler, asumió la presidencia y la primera y más importante medida de todo su oscuro mandato fue eliminar toda posibilidad de aplicación de la progresista aplicación de las ideas de Henry Clay, que constituían el "Sistema Americano". Asimismo, Tyler maniobró de manera incansable para impedir la creación de un banco central norteamericano ajeno a los intereses ingleses. Gran Bretaña, entonces, seguía manipulando desde las sombras la política interna, la economía y las finanzas de su ex colonia, tal como antes de 1776, pero sin cargar con los costos que impone el gobierno colonial a una metrópoli.

Uno de los casos en que se decidió la muerte política de un presidente fue el caso del Watergate, que en realidad fue un complot para expulsar a Nixon. Lo curioso es que desde su juventud Nixon había sido un leal servidor de la élite globalizadora. Durante la década de los años cincuenta se perfilaba en los Estados Unidos como el aspirante a presidente preferido por la industria petrolera y por Wall Street. Por esa razón, tras ocupar un escaño en el Senado y la propia vicepresidencia, recibió todo el apoyo de la élite para suceder a Dwight Eisenhower en la presidencia de la nación. Sin embargo, unos escasos votos de diferencia lo convirtieron en perdedor frente a Kennedy. En los Estados Unidos, normalmente quien pierde una elección presidencial pasa automáticamente a una especie de retiro efectivo. O sea, no vuelve a disputar una elección, sino que se conforma con ocupar durante largos años un cómodo escaño en el Senado. Sin embargo, Nixon resultaba a finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta un activo de tal valor para la élite globalizadora, que siguió concentrando alrededor de sí el poder en el Partido Republicano, por lo que volvió a presentarse a la contienda por la presidencia en 1968, que ganó. Si bien Nixon llegó al máximo cargo político merced a los fondos de la élite, no llevó a miembros del CFR a los principales cargos del poder ejecutivo, tal como lo harían posteriormente todos sus sucesores electos. Nixon creía que realmente era el presidente norteamericano y podía guardar cierta distancia de los intereses que lo habían llevado al cargo. Sus dos presidencias consecutivas, la segunda bruscamente interrumpida por su renuncia, no se vieron exentas de graves problemas que intentó solucionar por caminos muchas veces apartados y divergentes de los intereses que lo habían llevado al poder, lo que le costaría el cargo. Desde antes de 1970, los Estados Unidos venían perdiendo vastas cantidades de sus reservas de oro, que se estaban contrayendo porque naciones extranjeras, entre otras Francia, reclamaban ya desde las postrimerías del gobierno de Lyndon Johnson, sucesor de Kennedy, que se les pagara con oro y no con dólares o cuentas en dólares. A partir de finales de la Segunda Guerra Mundial el mundo había vuelto a un esquema de paridades fijas contra el oro. Ésa era la base del sistema monetario internacional impuesto por el recientemente creado Fondo Monetario Internacional. Como los Estados Unidos veían reducir sus reservas de oro día a día, la medida que adoptó Nixon fue acabar con el sistema de patrón oro, sin antes consultarlo con la élite.

Desde 1971 el dólar ya no tendría respaldo en oro, por lo que la cotización del metal iba a comenzar a fluctuar fuertemente, generalmente al alza. En aquel momento se temió lo peor para el dólar, dado que, a pesar de que, desde la posguerra, era la reserva de valor mundial, bien podía ocurrir que muchos países, muchas empresas y muchos particulares eligieran el oro como reserva de valor y como forma de ahorro, prescindiendo del dólar. Durante los años setenta se corrió el riesgo de que eso sucediera, y apenas en los años ochenta, tras el paso de dos presidentes más, los Estados Unidos pudieron conseguir que el dólar y no el oro fuera la modalidad indiscutida de ahorro en el mundo. Con las arriesgadas medidas de Nixon en el ámbito del mercado de cambios, el dólar estuvo cerca de perder su papel hegemónico en el mundo, lo que hubiera resultado el más rudo golpe que la élite globalizadora, a través del CFR, hubiera podido recibir en toda su historia. No es que Nixon se hubiese transformado de la noche a la mañana en un enemigo de los intereses que lo pusieron en el poder, sino que creía verdaderamente en la posibilidad de adoptar políticas con cierta dosis de independencia. Las desventuras de Nixon no acabaron allí. Como consecuencia del final del régimen de patrón oro en los Estados Unidos, sucesivamente las demás naciones también comenzaron a dejar flotar sus monedas contra el oro. Entre ellas, especialmente las monedas asiáticas como el yen, experimentaron una muy fuerte tasa de depreciación contra el oro, factor que les permitía conservar las ventajas competitivas que tenían en una gran cantidad de productos industriales con respecto a los Estados Unidos. Por lo tanto, la devaluación del dólar contra el oro bien podía hacer perder todas sus ventajas iniciales. Tras las devaluaciones asiáticas, los Estados Unidos iba a perder la competitividad ganada. Nixon no se quedó quieto y dispuso un arancel móvil a las importaciones desde varios países de Asia, principalmente de Japón. El arancel equivalía a una parte sustancial de la devaluación que las monedas asiáticas habían sufrido desde la salida del sistema de patrón oro. Las protestas de los empresarios asiáticos, socios de la élite, fueron enormes. Se consideraba una verdadera deslealtad que los Estados Unidos tomara ese tipo de medidas proteccionistas. El asunto era muy grave porque amenazaba con dar comienzo a una guerra de aranceles entre los diferentes países del mundo, el escenario menos deseado por la élite, que buscaba unificar comercial y financieramente el mundo, tal como lo ha hecho de manera consolidada tras los gobiernos de Bush padre y de Bill Clinton.

Las disputas comerciales llegaron a tal nivel que la élite dispuso crear un nuevo foro de discusión, con miembros japoneses y europeos incluidos. Se trató de la Comisión Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973. A pesar de las protestas de empresarios japoneses y de la élite norteamericana, Nixon no daba el brazo a torcer. Las cosas no se detuvieron allí. En 1973 el mundo experimentaría la primera seria crisis petrolera de su historia, como consecuencia del embargo petrolero de los países árabes hacia las naciones que habían colaborado con Israel en la reciente guerra. Dado que los Estados Unidos ya había comenzado desde hacía bastante tiempo a no autoabastecerse completamente en materia petrolera y, además, veían cómo desde 1970 su producción petrolífera había comenzado a declinar. Ello facilitó que el barril de petróleo aumentara varias veces su valor en sólo cuestión de semanas. Pero este hecho estaba lejos de ser mal visto por la élite financiero-petrolera, dado que merced a la crisis de Oriente Medio y el alza del petróleo las petroleras podían aumentar fuertemente sus ganancias con un precio internacional del petróleo en brusco ascenso. Después de todo, el costo del barril a precios internacionales se alejaba cada vez más de su real costo de extracción. Los márgenes de ganancias, entonces, aumentaban fuertemente. Pero, ¿cuáles fueron las respuestas del gobierno de Nixon frente a estos hechos? En primer lugar lanzó una campaña pública de propaganda de ahorro de petróleo, precisamente lo que la élite no quería para nada, porque una demanda petrolera a la baja iba a socavar sus ganancias y a generar un gran lobby interno, con apoyo popular, para reemplazar el petróleo por otras fuentes energéticas. Nixon fue aun mucho más allá, ya que fijó precios máximos a las naftas y eliminó algunas restricciones a la importación de petróleo extranjero. Se trataba de dos medidas fuertemente contrarias a la industria petrolera norteamericana, que iban posteriormente a incidir en su expulsión del poder. Pero Nixon aún fue más allá, ya que quiso quitar a la industria petrolera norteamericana un privilegio que tenía desde 1913. Se trataba de una ley impositiva creada por Woodrow Wilson y ampliada por Calvin Coolidge en 1926, llamada "oil depletion allowance" (exención impositiva por agotamiento de los pozos petroleros). Por medio de esta ley impositiva la industria petrolera podía deducir de sus impuestos por beneficios, que constituían el 35%, nada menos que hasta un 27,5% anual, con el argumento de que al extraer el petróleo las empresas consumían su propio capital.

Esa norma, que ya había sido atacada antes, pero nunca cancelada, era magnífica para el sector petrolero. De hecho, había sido apoyada por Nixon en los años cincuenta y sesenta. Ahora, en cambio, el presidente se volvía contra ella y venía amenazando con derogarla. Pero no lo logró, pues fue obligado a abandonar el poder como consecuencia del escándalo de Watergate. Pero el asunto alcanzó tal publicidad que, años más tarde, el presidente Carter no tuvo más remedio que acabar con ese privilegio de la industria petrolera. Ello a pesar de que era un socio mucho más fiel de la élite globalizadora de lo que había sido Nixon. Sin embargo, ya la producción norteamericana de petróleo se encontraba en franco declive y no se descubrían nuevos yacimientos de magnitud en territorio norteamericano, por lo que levantar ese privilegio resultaba un tema mucho menos espinoso para Carter, uno de los colaboradores más sumisos que haya tenido la élite financiero-petrolera. Como puede fácilmente deducirse, las relaciones ente Nixon y la élite globalizadora, muy estrechas antes de su victoria presidencial, se habían tornado poco menos que gélidas. Nada quería más fervorosamente la élite que desembarazarse de ese molesto presidente que los había metido en una multitud de líos económicos y financieros, en una magnitud tal que se les había impuesto la necesidad de crear la Comisión Trilateral, a fin de calmar los ánimos con los empresarios asiáticos, sus verdaderos socios, que estaban realmente muy enojados con el gobierno. Por lo tanto, la serie de desaciertos del presidente en el espinoso caso de espionaje de Watergate, en el que la prensa en general se mostró como verdadero cómplice de la élite, al focalizar su atención en lo superfluo del caso y no en el móvil real de Nixon para espiar a los demócratas, sirvió para que se produjera un auténtico golpe de Estado por medio del cual la élite se alzó con el poder en Washington al desembarazarse del presidente. Toda esa operación fue presentada como un sano caso de justicia que mostraba el buen funcionamiento del sistema. De cualquier modo, hay que reconocer que, a pesar de su renuncia deshonrosa, a Nixon le salió barato, pues a diferencia de lo que sucedió con muchos de sus antecesores, no fue necesario matarlo para desplazarlo. El caso inmediatamente anterior databa de apenas poco más de una década, y tenía como protagonista a John Fitzgerald Kennedy.

 

 

 

Autor:

Joseba Andoni Barañano

 

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