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Leyendas Indocubanas



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Monografía destacada

  1. La biblioteca del tío Pedro
  2. Yahima
  3. Los Guanahatabeyes
  4. Los Siboneyes
  5. Los Taínos
  6. Costumbres taínas
  7. El surgimiento del mar
  8. Aparecen el día y la noche
  9. Surge Cuba
  10. El diluvio
  11. Guanaroca
  12. Jagua
  13. Los taínos son perdonados
  14. La india infiel
  15. Creación del venenoso guao
  16. Surgen las toninas
  17. Aycayía
  18. Baiguana
  19. Canimao
  20. Guacumao y Aibamaya
  21. El Abra del Babonao
  22. Yumurí
  23. Ananqué
  24. Mabuya y la sabia jicotea
  25. La casimba de Mabuya
  26. La Laguna de Analay
  27. Matanzas
  28. La Luz de Yara
  29. El Abra de Mariana
  30. Caucubú
  31. Auraba
  32. Santa María del Puerto y del Príncipe
  33. Camaco
  34. Baconao y Abama
  35. La Laguna del Tesoro
  36. Marilópez
  37. El Caballo Blanco
  38. Los Dioses Taínos

La biblioteca del tío Pedro

Las brisas que lograban llegar al pequeño parque eran bofetadas de aire caliente. En aquel agosto el radiante sol enviaba sus flechas de fuego hacia la seca tierra sin que ninguna nube lo impidiera. Todo estaba marchito y triste. La hierba parecía quemada y aún los altos árboles sentían sus efectos. A este lugar llegó una muchachita que, haciendo pantalla con una mano sobre sus azules ojos, llamó a uno de los niños que allí jugaba.

  • ¡Robertico!

  • ¡Dime!

  • ¡Vamos!

  • No, ahora estoy jugando.

  • Mami te llama para almorzar.

  • Voy.

Ambos hermanos tomaron la acogedora sombra que ofrecían las fachadas de las antiguas casonas sobre la estrecha acera. Ella tenía 13 años, de pelo rubio a media espalda, nariz aguileña y labios rojos no muy gruesos. Ya era una adolescente por lo que su espalda terminaba en una pronunciada curvatura que hacía resaltar los tiernos glúteos bajo la corta sayita y sus senos pequeños pero erectos atraían las miradas de los transeúntes a pesar de estar cubiertos por un tope. A su lado, como un guardián, marchaba Robertico, a diferencia de su hermana su pelo era negro pelado a la moda, los ojos aunque claros eran pardos y la blanca piel estaba enrojecida por los efectos del astro rey. Era aún un niño de 9 años inquieto y muy travieso.

  • Mira quien esta en la puerta del solar.

  • ¿Quién?

  • No te hagas, es tú novio.

  • Robertico, deja ese juego, yo no tengo novio.

  • No me mientas que yo no se lo voy a decir a mami.

  • Es verdad.

En efecto, en el umbral de una vieja casona de un pasado colonial estaba parado un muchacho. Este tendría 16 años, de pelo negro pelado a la moda, ojos verdes que brillaron de alegría al ver a la jovencita y un ligero bigotico. Su piel era trigueña de un color cobrizo claro. Vestía un jeans gastado y una camiseta que permitía ver el pecho y brazos musculosos, acostumbrados al ejercicio físico. Los sucios tenis demostraban que no eran raras las carreras.

– Elizabeth, quiero hablar contigo- dijo cuando entraron en el zaguán.

  • Yo no tengo nada que hablar Yunier.

  • Te espero en la casa, adiós socio- dijo Robertico.

  • Oye espérame, yo me voy.

  • Elizabeth por favor- dijo el muchacho tomándola del brazo.

  • Suélteme ¿Quieres?

  • ¿Qué, sucede aquí?

  • Nada papá. Yo …

  • Dale para la casa y usted joven espero que se marche.

  • Adiós.

El muchacho volvió a salir a la calle mientras el hombre subía por la escalera. Tenía el pelo rubio peinado al lado, usaba espejuelos para ayudar a los azules ojos, su rostro estaba bien afeitado. No era corpulento pero su presencia inspiraba respecto. Ya tenía 40 años, pero aún ascendía con ligereza las escaleras detrás de su hija que ya había llegado a la puerta de su casa penetrando con rapidez.

El apartamento era pequeño, dividido por una barbacoa. En el piso de abajo se encontraba una salita-comedor, con una mesa con sus sillas, un TV soviético ORIZON, un sofá y aparador con vasos y platos. En las paredes, fotos de la familia y algún adorno de yeso. La cocina con su fogón de luz brillante, el refrigerador y los útiles de esta. Además en ese piso también había un baño. En la barbacoa estaba el cuarto de los padres de los muchachos con una cama matrimonial con su mesita de noche y la lamparita, una coqueta con una luna de espejo de incontable antigüedad y un grueso escaparate. El cuarto de los niños, frente al de sus padres, tenía dos camas personales con una mesita de noche en común, un shiforover para el niño y un closet para la adolescente. La pared estaba llena de afiches de artistas y uno grande de los comandantes Camilo y Che.

  • ¡Elizabeth ven acá!

  • Dime papi.

  • Si yo te vuelvo a ver hablando con ese tipo te vas a preparar.

  • Si papá.

  • Vamos viejo a almorzar.

La madre de Robertico y Elizabeth era una mujer aún joven de 37 años. Tenía el negro pelo recogido en un moño y vestía una sencilla bata de casa. Aún así era muy hermosa. Todos se sentaron en la mesa a comer. Los más jóvenes eran quienes más hambre demostraban.

  • Cuando terminemos me van a ir a ayudar.

  • ¿A dónde mami?

  • A terminar de limpiar la casa del tío Pedro.

  • ¿Querida, no habías acabado ya?

  • Me falta la biblioteca.

  • ¡Bravo! – gritó Robertico.

  • Mami, eso esta lleno de bichos disecados y estatuas de piedra.

  • Hasta la cabeza de un muerto.

  • Ahí yo no entro mami.

  • Déjate de chiquilladas que ya tú eres una mujercita.

Un rato más tarde entraron en una casona de épocas antiguas. Contaba con un pasillo central con varias puertas a cada lado. Madre e hijos penetraron por una que estaba al final. Aquel lugar estaba en infranqueables penumbras que se disiparon al encenderse la luz. Las paredes estaban cubiertas de estantes con numerosos libros. En unas vitrinas se veían objetos arqueológicos como hachas, majedadoras, idolillos y cuentas de cuarzo. Sobre un gran buró de ébano se encontraban taxidermiados una jutía y una iguana al lado de un cráneo taíno.

  • Mami – dijo la muchachita asustada – allí hay alguien.

  • ¿Dónde?

  • Allí, en aquel rincón, tapado con la sábana.

  • Voy a ver.

  • Robertico, no.

El muchacho con rapidez fue hacia el rincón. En efecto, debajo de la sábana se notaba una figura humana. Antes que de que su madre y hermana llegaran hasta él, destapó a quien se ocultaba quedando boquiabierto. La misma sorpresa se llevaron madre e hija. Sorpresa que se convirtió en terror al escuchar una voz fuerte decir.

  • Les presento a Yahima.

Yahima

Ya repuestos del susto fueron a abrazar al anciano que se encontraba en el umbral de la puerta. Este tenía 65 años y su pelo ya era blanco como el algodón. Sus ojos, nublados por el tiempo, parecían ser de un gris azuloso. La piel había sido blanca pero estaba quemada por el sol, el salitre y la vida a la intemperie.

  • Tío Pedro, que susto nos dio.

  • No quise asustarlos.

  • ¿Cuándo llego tío?

  • Hoy por la mañana.

Se volvieron a acercar a la estatua que el viejo había llamado Yahima. Representaba a una india taína de unos 11 años. En la madera se encontraba tallada primorosamente. Un pelo negro y largo hasta la cintura adornado con blancas flores de baría. En las orejas colgaban pendientes de nácar. En brazos y piernas ajorcas de tela de algodón y en su cintura tapándole el sexo, una especie de tanga llamada pampayina adornada con conchas y plumas. Su piel era cobriza clara, ojos achinados de color castaño oscuro, nariz ancha y labios de espesor moderado. Sobre el pecho un collar de piedras de cuarzo que le faltaba el ídolo. Las manos cruzadas en el liso vientre sostenían un ramo de flores de ovas.

  • ¡Qué linda tío!

  • ¿Dónde la encontró Pedro?

  • La traje de la villa de San Juan de los Remedios.

  • ¿Cómo se llama?

  • Yahima, tiene una hermosa leyenda.

  • ¿Es vieja tío?

  • De la época de los aborígenes.

  • No lo parece.

  • Porque es mágica.

  • Pedro, ya los niños están muy grandes para creer en esos cuentos.

  • Vamos a terminar de limpiar y luego les cuento.

  • Bien.

Los sacudidores levantaban verdaderas nubes de polvo que los hacia estornudar. Las escobas y los recogedores se encargaron de desterrar toda la suciedad de allí. Las frazadas sacaron el dormido brillo del viejo piso. Al poco rato todo el trabajo estaba terminado y las cuatro personas estaban sentadas en confortables butacones en la biblioteca. El dueño del local tenía en la mano un caracol marino.

  • ¿Saben qué es esto?

  • Un cobo, lo di en biología – dijo la muchacha.

  • Un fotuto, mira el hueco para soplar.

  • Bien Robertico, es un guamo hecho de un cobo.

  • ¿Qué tiene que ver eso con la india, Pedro?

  • Ahora les diré. En antiguas épocas, ante de la llegada de los españoles a Cuba, vivían en ella los guanahatabeyes, siboneyes y taínos. En el centro de país se encontraban cuatro grandes cacicazgos. Al suroeste el de Cubanacán, al sur el de Guamuhaya, al suroeste Ornofay y en todo el norte el de Sabaneque. En este último, en la Sierra de Bamburanao, luego de una ciénaga llamada Charco Majá, al lado de un arroyo se encontraba la pequeña aldea de Guanijibes. En esta aldea nació Yahima, hija del behíque. Creció cazando en los abundantes bosques de la loma de la Guacacoa, donde nace el río Camajuaní. Recogía orquídeas en la Cienaga de Majá pues existían más de 17 variedades y se bañaba o pescaba en el río Manacas.

  • Eso es cerca de Zulueta.

  • No interrumpas Robertico.

  • Sí, es allí cerca. Ella, junto a otros niños pescaban en la laguna cercana a la aldea, montados en sus cayucos. En aquel tiempo los bosques estaban llenos de guacamayos, cotorras, tocororos, tojosas, jutías, almiquíes y otros. En los ríos y lagunas las biajacas, anguilas, manjuaríes y camarones nadaban sin peligro de contaminación.

  • ¿Solo cazaban y pescaban?

  • No, aunque en Guanijibes estaba sucediendo un proceso de transculturación entre los siboneyes y los taínos llegados de Sabana ya cultivaban el tabaco, el boniato, las malangas y el algodón.

  • ¿Yuca no?

  • En Guanijibes no, las tierras donde sembraban eran muy húmedas no dándose la yuca. El casabe lo conseguían por trueque por algodón con Sabana.

  • ¿Se daba el algodón?

  • Si, en la cercanía de la Guacacoa se daba bien y con él se hacían telas para las naguas, lambés, ajorcas, hamacas, redes de pescar, etc.

  • Bueno, sigue contándonos de la india.

  • Bien. Como hija de un behíque conocía de sus poderes y las historias de todos los dioses. Ella hubiera querido ser behíque o tequina pero las mujeres no podían. Esto no le impedía adorar a sus dioses, en su bohío tenia estatuillas de Attabeira, Maroya Guacatti y Yaube. Las agasajaba con dulces frutas y lindas flores silvestres que ponía en un catauro frente a ellas.

  • ¿Pero qué le paso tío?

  • Un día, cuando su padre hacía el rito de la cohoba se le presentó el gran cemí Yocahuguama. Este dios, que es el principal del panteón aborigen, le anuncio la pronta llegada de los demonios blancos vistiendo ropas duras y brillantes viniendo a exterminar a los taínos. Al preguntarle que iban a hacer solo contestó ¨Luchar¨. ¨¿Señor y mis hijas?¨ pregunto ¨Ya su destino ha sido trazado, cuando lleguen los hombres crueles lleva a tus hijas hasta la montaña sagrada¨.

  • ¿Pero no era Yahima sola su hija?

  • No, tenia otra hija, Auraba, pero esa es otra historia.

  • Robertico deja que el tío termine.

  • Bueno. Al llegar los españoles, el behíque llevo a Yahima, pues Auraba no quiso ir, hasta la gruta sagrada. Allí se apareció Attabeira, la diosa madre, quien dijo: ¨ Yahima, siempre has querido tener poderes mágicos y los tendrás, pero vas a cumplir una misión. Ahora tu cuerpo se convertirá en madera y tú serás solo una figura, pero cuando alguien toque el divino caracol frente a este talismán volverás a la vida y llevaras a los niños por nuestras leyendas e historias ¨. Mientras la diosa hablaba, la niña se convertía en una estatua. El anciano le preguntó se ese destino no tenia cambios. ¨ Si, cuando llegue un día en que todos los hombres de esta isla sean hermanos sin importar razas y un hombre blanco acepte adoptarla, será de nuevo una niña. Tú, behíque, cuidarás esta figura hasta que aparezca algún blanco de buen corazón y le contaras la historia ¨.

  • ¡Que bonito!

  • Así esa estatua fue conferida a un antepasado nuestro fundador de la villa de San Juan de los Remedios.

  • ¿Y el talismán?

  • No sé, parece que se cayó pero este es el caracol mágico.

  • Bueno niños, ya es tarde, tenemos que irnos.

  • Bien, vuelvan mañana para que escuchen otras leyendas.

  • ¡Si tío!

Luego de irse la familia, el anciano sacó de su bolsillo un amuleto que al ponerlo sobre el pecho de la india, se iluminó prendiéndose en el collar. Sonriendo Pedro dijo:

  • Mañana es el día Yahima.

Los Guanahatabeyes

La mañana estaba nublada con amenaza de lluvia. Todos querían que esta llegara, pues la intensa sequía mataba la vida y la alegría. Solo tres, que casi corrían por la acera, esperaban que les diera tiempo llegar a su lugar de destino. Elizabeth, Robertico y una niña negra estaban al llegar a la casa del tío Pedro. La niña se llamaba Beatriz, tenía 9 años y era compañerita del niño. Su oscuro pelo lo tenía recogido en dos motonetas y estaba con un vestidito azul. La adolescente había regañado al hermano al invitarla sin pedirle permiso al tío, pero al llegar junto a la puerta la esperaba una sorpresa.

  • Buenos días Elizabeth.

  • Yunier. ¿Qué haces aquí?

  • Vine a escuchar los cuentos de tu tío junto a ti.

  • Robertico me la vas a pagar. Mira …

  • Adelante joven, pase.

  • ¡Tío!

En efecto Pedro los hizo pasar a todos a la biblioteca. Allí estaba la estatua tapada de nuevo con la sábana. Robertico ni corto ni perezoso se la quitó para nuevamente quedarse asombrado. Mirando a su hermana señaló hacia el pecho de la india donde se encontraba el talismán. Esta también se acerco mirando con curiosidad al tío. Este sonrió al escuchar el timbre del teléfono. Con rapidez levantó el auricular y luego de oír un rato, colgó diciendo:

  • Lo siento niños, me tengo que ir.

  • Pero tío ¿Y las leyendas?

  • Yo regreso enseguida. Quédense aquí.

  • Si.

  • Robertico, cuidado con el guamo.

  • Si tío.

Cuando Pedro salió, el niño enseguida atrapó el cobo y lo soplo antes que su hermana lo impidiera. Una maravillosa música brotó de su interior empezando a brillar con intensidad el amuleto. Una luz blanca brotó de él envolviendo toda la figura mientras los muchachos miraban aquello extrañados. La luz empezó a disminuir dejando en el lugar que se encontraba antes la estatua, una niña que les sonreía desde el pedestal.

  • ¿Yahima, estás viva de verdad?

  • Si, ustedes hicieron el hechizo.

  • ¿Y ahora?

  • ¿No quieren conocer de mi gente?

  • ¡Si!

  • Pues vamos para que conozcan a los más antiguos.

Realizó un movimiento de las manos desapareciendo todos del lugar. Durante un rato solo vieron luces multicolores hasta que se encontraron en un sitio oscuro. Pronto se dieron cuenta que era el interior de una caverna. Yahima se adelantó seguida por los demás a unas galerías más iluminadas. Ya allí les señalo a un grupo de siluetas que se movían alrededor de un hoguera.

  • ¿Quiénes son ellos? – preguntó Yunier en voz baja.

  • Guanahatabeyes. Vamos.

Volvieron a desaparecer. Ahora estaban en un museo de historia, frente a ellos una serie de objetos de sílex entre los que habían morteros, perforadores, dagas y grandes hachas. Un poco más allá algunos objetos de concha como martillos, gubias, picos y cuchillas. En un mapa de Cuba, en la pared, se señalaban varios sitios arqueológicos. Los muchachos miraron todo con interés pero se asustaron al ver acercarse a un grupo de personas. Tenía miedo de que los regañaran por la forma que estaba vestida la indita.

  • No se preocupen, que no nos ven. – dijo ella.

  • ¿Por qué? – interrogó Robertico.

  • No sé. Solo los behíques y los cemíes nos pueden ver.

  • ¿Y los guanahatabeyes? – pregunto Elizabeth.

  • No sé.

  • Cuéntanos de ellos – pidió la adolescente.

  • Sé solo un poco. Eran nómadas que buscaban los mejores lugares de supervivencia, estaban muy atrasados trabajando muy toscamente la piedra y los que vivían cerca de las costas, las conchas. Adoraban a los espíritus de sus antepasados y de la naturaleza. Eran cazadores-recolectores-pescadores viviendo en cuevas o bajareques.

  • ¿De donde procedían? – se intereso Yunier.

  • No se sabe, algunos dicen que de la Florida, otros que de Yucatán pero en realidad solo se sabe su gran antigüedad. Antes vivían en todo el país, pero la invasión de los siboneyes primero y luego de los taínos los tenían relegados, a la llegada de los españoles a la Península de Guanacahabibes y la isla de Siguanea.

  • ¿Eran contemporáneos con los dinosaurios? – pregunto Beatriz.

  • No sé que era eso, pero sí he oído a los arqueólogos que visitaban la casa donde estaba, que los primeros convivieron con grandes mamíferos que luego se extinguieron.

La aborigen de nuevo hizo el pase apareciendo ahora en el museo de Ciencias Naturales. Allí, en una vitrina, estaba un gran esqueleto de un animal que se apoyaba en un árbol. En una placa aclaratoria se leía que era el Megalocnus Rodens Leidy, antiguo perezoso desdentado que habitó en Cuba. Lo rodearon mientras Yahima contaba lo que había oído decir.

  • Este animal de andar lento, metro y medio de tamaño y 300 kg de peso, tenia la suficiente carne para que los grupos de guanahatabeyes se desarrollaran y vivieran en todo el país por miles de años. Por eso las hachas tan grandes. Pero tanta caza extinguió al megalocnus por lo que tuvieron que ir a las costas a buscar a las focas y a los ríos al manatí. Pero estos no eran tan fáciles como el perezoso, disminuyendo sus tribus. La recolección de frutos y caracoles, la caza de animales y la pesca con arpones fueron sus actividades. ¿Quieren verlos?

  • ¡Si!

Desaparecieron del museo. De nuevo estaban en otra caverna. A la luz de una fogata se veían los aborígenes. Estos eran de estatura media, de pelo negro y piel trigueña. Estaban completamente desnudos pintados de rojo y negro. De sus cuellos colgaban collares de vértebras de peces. En el techo de la cueva se veían dibujos geométricos, una gran cantidad de círculos negros y rojos atravesados por una flecha que apuntaba hacia el este. Cerca una gran cruz.

  • La cueva número 1 de Punta del Este. – dijo Yunier.

Su voz atrajo la mirada de los habitantes pero en aquel instante volvieron a la biblioteca. Yahima les dijo que al día siguiente trajeran trusas volviéndose a convertir en estatua. En eso entró Pedro que se disculpó con ellos.

Los Siboneyes

Al otro día temprano en la mañana ya estaban los cuatro muchachos frente a la casa del tío Pedro. Elizabeth vestía una blusita tipo cajita, un short corto y un par de chancletas playeras. Su hermano un short, un pulóver y un par de tenis. Beatriz vestía igual mientras que Yunier venía con la ropa de siempre.

  • Estas muy linda Eli.

  • Gracias.

  • Entren muchachos – dijo Pedro

Enseguida fueron para la biblioteca. Allí estaba la estatua sin la sábana. Sobre la mesa un spray de insecticida y un cuchillo comando. Todos miraron aquello no entendiendo el para qué les servirían. El anciano puso el guamo sobre la mesa, luego tomó el teléfono discando un número. Cuando le contestaron del otro lado de la línea hablo unos segundos, diciendo luego de colgar.

  • Me voy a ausentar unos minutos.

  • Si tío.

  • Yunier, tú eres el mayor, quedas encargado.

  • Sí compañero.

Luego de salir Pedro, antes que su hermano, la adolescente tomó el cobo y lo sopló. La maravillosa música ocupo el lugar empezando a brillar el amuleto en el pecho de la taína. La luz cegadora invadió todo el recinto desapareciendo poco a poco. De nuevo la estatua era una niña.

  • ¿A dónde vamos hoy Yahima? – pregunto Elizabeth.

  • A conocer a los siboneyes, toma tú el insecticida y Yunier el cuchillo.

  • ¿Y nosotros? – dijeron Robertico y Beatriz.

  • Ustedes, prepárense a viajar. ¿Trajeron ropa de baño?

  • Sí.

La india hizo los pases apareciendo ellos en una canoa entre varios cayos. Sus costas estaban pobladas de manglares entre los que corrían las jutías y anidaban bandadas de flamencos que llenaban de colorido el aire al emprender el vuelo. Tomando los remos se acercaron a la costa, no sin antes echarse insecticida, pues oleadas de mosquitos salieron a recibirlos. Por suerte la brisa empezó a soplar ahuyentándolos.

  • Este sitio me es conocido – dijo Beatriz.

  • Yo no lo reconozco – afirmó Robertico.

  • Ni yo – afirmó Elizabeth.

  • Pues yo, ni pizca – dijo Yunier.

  • Beatriz lo conoce, claro que 500 años después.

  • ¡Isabela de Sagua!

  • Sí, aquí cerca se fundara ese y otros poblados.

  • ¿A quién vinimos a ver aquí?

  • A los siboneyes. Allá, en la costa, esta la aldea de Carahate.

  • Sí, ya la veo, viven en palafitos – dijo Yunier.

  • ¿En qué? Yo la veo en zancos – expresó Beatriz.

  • En efecto. Ese tipo de casa se llama barbacoa. Como ven son seis pilotes clavados en el fondo del cieno, una escalera y el techo que le sirve de pared a los laterales.

  • Pero de frente no.

  • No, porque este frente esta ubicado de modo que no entre la lluvia ni el viento.

  • ¿Cómo es que viven sin puertas?

  • Estas comunidades no conocen el robo. Casi todo es propiedad social, todo se comparte.

  • Están desnudos.

  • Sí, pero fíjate. Las mujeres se adornan con pendientes de conchas al igual que ajorcas de microcuentas de moluscos en brazos y piernas, así como collares en el cuello y flores en el negro pelo. Los hombres usan talismanes, collares y ajorcas de dientes de tiburones y caimanes así como el cuerpo pintado de rojo.

  • ¿Por qué?

  • Con bija y aceite de tiburón para alejar los insectos.

  • ¿De qué viven?

  • Fíjate hacia el frente.

  • Están pescando con redes y anzuelos. Aquella canoa con mujeres recoge ostiones entre las raíces de los mangles.

  • Así es.

  • Miren, aquellos traen dos iguanas.

  • En efecto ellos también son recolectores-pescadores-cazadores pero más avanzados. Vengan vamos a acercarnos.

Se acercaron con cuidado a una barbacoa a la que entraron. Allí había instrumentos de trabajo como hachas de concha, gubias, martillos y raspadores. Otros de descanso como hamacas. Algunos extraños y desconocidos como los gladiolos, dagas de piedra y bastón de madera tallado con formas geométricas. En catauros y toscas vasijas de barro habían pescados secos, frutas, moluscos, agua potable y otras cosas más.

  • Ya conocían la cerámica – dijo Elizabeth.

  • Sí, aunque de manera aún tosca – respondió Yahima.

  • ¿a dónde irán aquellas canoas?

  • Vamos a seguirlas.

Las embarcaciones se adentraron en la desembocadura de un río. Allí se desplegaron en semicírculo soltando sus redes. Una pareja de manatíes se encontraban pastando en el lecho del río por lo que fueron atrapados y arponeados. Con unos extraños mazos hechos de un disco de piedra enmangados con un palo por el centro los remataron. Terminada la tarea y luego de subirlos a las canoas regresaron a la aldea.

  • ¿Vieron eso? – dijo Beatriz.

  • Si. ¿Yahima, podemos bañarnos aquí? – pregunto Robertico.

  • Miren para la costa.

  • ¡Caimanes!

  • Pero ahora en Isabela no hay.

  • Esto es el río Sagua 500 años antes. En esta época existían en las costas cenagosas y cayos de mangles.

Se alejaban en la canoa cuando vieron que otra las seguía. Estaba muy pintada al igual que sus ocupantes. En estos el color que predominaba era el negro hecho con carbón y grasa en forma de figuras geométricas. Se destacaba un anciano lleno de collares, un pectoral de plumas negras al igual que el penacho que tría en la cabeza. Iba gritando hacia la embarcación de los muchachos. ¨Opías naboría daca¨. Yahima, antes que le preguntaran, sopló un polvo de color oro que los envolvió. Ahora si entendían el idioma.

  • ¡Espíritus yo soy su servidor!

  • ¿Qué quiere decir? – pregunto Beatriz.

  • Nos toma por los espíritus de los muertos. Es el behíque de la aldea y el único que nos puede ver. Los siboneyes adoraban las almas de los antepasados, de la naturaleza y de los animales protectores.

  • ¿Qué hacemos?

  • Adelantarnos.

Con un nuevo pase desaparecieron. Ahora estaban frente a una costa rocosa de acantilados y uvas caletas que moría en una punta de piedra blanca que se adentraba en el mar. Cerca se veían otros cayos y una costa de mangles. Elizabeth fue la que reconoció a los cayos Conuco y Barién lugar que en el futuro estaría la ciudad de Caibarién. La canoa prosiguió su marcha alejándose de la costa que se veía que estaba habitada por otra tribu de aborígenes. Eran taínos que Yahima dijo que les presentaría otro día.

  • ¿A dónde vamos ahora? – preguntó Robertico.

  • A un lugar donde puedan bañarse.

Se alejaron remando hacia otros cayos que se veían a lo lejos. Por suerte el mar estaba en calma por lo que avanzaron con rapidez. Las gaviotas desde el aire los saludaban e inquietos delfines saltaban a su alrededor. Así se fueron acercando a un cayo alargado que tenia espléndidas playas de arena.

  • ¿Fragoso?

  • Así es.

Sacaron la canoa del agua y se desvistieron. La adolescente tenia una tanga Vanesa azul que resaltaba sus juveniles formas, por lo que Yunier la miraba embobecido. Este y Robertico se quedaron también en ropa de baño, siendo la de él negra con adornos en rojo y la del otro azul prusia. Beatriz, unos bikinis naranjas. La aborigen volvió a soplar hacia ellos un polvo, esta vez azul, que los envolvió.

  • Con eso no tienen que salir a respirar.

  • ¿Es decir, que respiramos bajo el agua? – preguntó Beatriz.

  • Si. Yunier toma el cuchillo y póntelo en la pierna.

  • OK.

  • Yahima siempre esta hablando contigo – dijo Elizabeth al joven.

  • Porque soy el mayor. No seas celosa, sabes que te quiero a ti. Ven, dame la mano.

Los dos entraron juntos en el agua seguidos por los demás sumergiéndose todos. En efecto, podían respirar en aquel medio. Poco a poco fueron internándose hacia las profundidades. El fondo de arena con algunos cobos pasó luego a grandes seibadales, praderas formadas por la planta marina seiba donde nadaban peces como el cibi, la biajaiba, etc. Montaron por turnos sobre un carey y se asustaron con el tiburón gata.

Nadando llegaron hasta los arrecifes. Allí la luz del sol, que atravesaba las transparentes aguas, mostraba una gran belleza. Corales, de diversos colores y formas, se encontraban junto a las esponjas y las algas. Las estrellas intentaban cazar las almejas y los erizos movían sus púas para protegerse. Los caballitos de mar enredaban sus colas en los corales y peces pequeños como el loreto se escondían entre las anémonas. La rabirrubia y la cubera escapaban al verlos. Todo era muy bello.

De pronto apareció un tiburón cabeza de batea que se acercó peligrosamente. Yunier sacó el cuchillo y se ubicó frente a Elizabeth para protegerla, pero Yahima rápidamente los llevó a la biblioteca. Allí estaban los cuatro en ropa de baño, mojados y con las cosas sobre la mesa. La aborigen era de nuevo una estatua. Primero las niñas y luego los varones se bañaron y se vistieron. De allí para sus casas, dejando las trusas secando en casa del tío Pedro.

Los Taínos

Frente a la puerta de la casona se encontraban la adolescente, el hermano y Beatriz. Elizabeth estaba molesta. Por fin llegó la causa de su enojo.

  • Yunier vete y no me molestes más.

  • ¿Pero, qué sucede?

  • ¿Qué sucede? Buen regaño me dio mi mamá por tu culpa.

  • ¿Mi culpa? No entiendo.

  • Cuando subí para mi casa te quedaste debajo de la escalera. ¿No es cierto?

  • Si.

  • Y entonces mi mamá paso por tu lado. ¿Cierto?

  • Si. ¿Por qué?

  • ¿Por qué? Ella miro también y cuando llegó me regañó por no traer ajustadores, pues se me veían los senos.

  • Yo …

  • Tú eres un descarado, un fresco y mira …

  • ¿Por qué pelean en la calle? Entren – dijo Pedro.

Los cinco fueron hacia la biblioteca. Por el camino el anciano regañó al joven y le preguntó sus verdaderas intenciones. El muchacho le confesó que amaba a la muchachita con toda la fuerza de su corazón y reconoció se error en lo sucedido en el solar. Cuando llegaron, ya los demás estaban sentados mirando los machetes que estaban sobre la mesa junto a ropas de campo. Yunier miró al hombre, pero este dijo.

  • Lo siento muchachos, me esperan para una reunión, quédense y pórtense bien.

  • Si tío.

  • Cuento con usted joven.

  • No se preocupe compañero.

  • Eso espero. Adiós.

Beatriz tocó esta vez el guamo ocurriendo el milagro que ya todos esperaban. Solo que Yahima antes de hablar movió sus manos y todos se vieron vestidos de viejos pitusas azules con botas cañeras además de camisas verdes de mangas largas. Sus ropas se encontraban sobre la mesa.

  • ¿Por qué nos cambiaste de ropa? – preguntó la muchachita.

  • Vamos a conocer hoy una aldea taína. Cerca hay selvas.

  • ¿Y tú?

  • Mi piel esta acostumbrada. ¿Nos vamos?

  • Sí.

Desaparecieron de la biblioteca apareciendo en una loma. A su vista se vislumbraba una profunda y extensa selva que casi llegaba al cercano mar. Dentro de este los cayos Conucos, Barién y otros que por su lejanía solo se veían como una mancha verde en el azul elemento. Cerca brotaban columnas de humo que salían de la aldea taína de Sabana. Varias viviendas estaban construidas alrededor de una plaza llamada batey. Se destacaba por su tamaño y hermosura el cansí del cacique seguido por los rectangulares bohíos y los redondos caneyes. Todos construidos de yagua, maderas y guano de palmas.

  • ¿Por qué no fuimos a Guanijibe? – pregunto Elizabeth.

  • Guanijibe aunque es taína, es una aldeita reciente. En esta época aun había transculturación entre los siboneyes y los taínos.

  • ¿Y en Sabana?

  • Aunque Sabana no era tan grande como las aldeas de los cacicazgos orientales, sí era completamente taína. En ella los siboneyes eran naborías.

  • ¿Esclavos?

  • No, sirvientes. La esclavitud la trajeron los españoles. Aquí no se conocía la propiedad privada por lo que ningún hombre tenía esclavos que trabajaran en su beneficio. Vamos.

Poco a poco fueron bajando atravesando la floresta. En ella el jagüey crecía sobre otros árboles estrangulándolos y la yagruma mostraba los colores de sus hojas junto a su tallo esbelto. También crecía la yaya sobre las afiladas rocas, la ayua, cuyas espinas amenazaban las ropas, la útil guacacoa, de donde se hacen resistentes cabuyas, etc. Sobre ellos estaban las hermosas orquídeas y el curujey al cual las huidizas jutías iban a calmar la sed. Aunque no se veía, entre los helechos y otros arbustos, se sentía el roce del cuerpo del majá. Cotorras y guacamayos con su gritería los molestaba. Desde lo alto de una caoba los miraba un tocororo.

En los conucos trabajaban los hombres. Eran de mediana estatura, piel color canela y negro pelo lacio que ataban en lo alto de la cabeza. Con él fuego y con hachas petaloides hechas de piedra limpiaban el terreno de cultivo que luego removían con las coas. Sembraban la yuca agria, el maíz, el boniato, el maní, la calabaza y otras plantas más. El algodón lo recogían del monte o lo obtenían por trueque con otras aldeas. Con este hilaban el hilo que utilizarían en confeccionar las prendas de vestir como el lambé que usaban los adolescentes y los hombres, además de las ajorcas que se ponían en brazos y piernas. Los niños usaban ajorcas, pero estaban completamente desnudos.

  • No veo ni arroz, ni plátanos, ni café. ¿No los cultivaban? – dijo Yunier.

  • Ninguno era cubano en esta época. Vamos.

Entraron en la aldea viendo al cacique. Este usaba un penacho de plumas atado a la frente, sobre el pecho un pectoral de verde rocas y un gran talismán de carapacho de caguama. Su lambé era el más largo de la tribu y usaba un cinturón que en el centro tenía una caratona de concha. Estaba hablando con sus nitaínos que hacían resaltar su condición por el largo de su lambé, la belleza de sus talismanes y por el idolillo yacente que se amarraban en la frente. Frente que al igual que todos los taínos tenían deformadas desde su infancia.

  • ¿Por qué se deformaban ustedes la frente Yahima? -interrogó Elizabeth.

  • Eso se los contaré en una leyenda. ¿Quieren ver cómo se hace el casabe?

  • Sí.

Se dirigieron hacia donde estaban las mujeres. Estas eran un poco más bajas que los hombres. Tenían el pelo negro y muy largo adornado con flores silvestres. Eran muy bellas, de ojos oblicuos o achinados de color oscuro, nariz algo ancha u labios medianamente finos. En sus orejas colgaban pendientes de conchas o piedras, en brazos y piernas ajorcas de tela de algodón y en el cuello collares de cuentas de cuarcitas o conchas con idolillos de hueso. La piel era de color canela usando las mujeres casadas las naguas, las adolescentes aún solteras la pampayina y las niñas que aún no habían llegado a la pubertad completamente desnudas.

  • Ahora puedes mirar lo que quieras. Están semidesnudas. – le Elizabeth a Yunier.

  • ¿Cuándo te darás cuenta que te quiero a ti? No me importa como estén ellas, sino tú.

  • ¿Cómo se hace el casabe?

  • Miremos más de cerca.

Dos indias, sentadas en esteras de juncos, pelaban unas yucas con cuchillos de caguaros poniéndolas luego en catauros que las naborías alcanzaban a otras mujeres. Estas rayaban el tubérculo en un guayo hecho de una tabla con piedras incrustadas. La catibía la dejaban reposar en el guariqueten mientras escurría el hyen que se recogía en otra vasija de barro. La masa se colocaba luego en el cibucán, sentándose dos adolescentes en el tronco que le servia de peso durante una hora. Tiempo que aprovecharon los jóvenes para ver cómo se hacían las vasijas de barro. Cuando todo el anaiboa había salido, colocaba una muchacha la catibía en un jibe, colocándola luego en forma de torta sobre el burén. Al tostarse por un lado se viraba con la cüisa, estando estas pronto. Yahima tomo una, compartiéndola con sus compañeros.

  • ¿Los taínos solo cultivaban la tierra?

  • No. Los niños, mujeres y ancianos recogían las frutas que ofrecía el bosque mientras el hombre cazaba y pescaba. ¿Quieren verlo?

  • Sí.

Aparecieron en un espeso bosque. Delante de ellos un aborigen con un guacamayo en la mano intentaba atrapar a otro con un lazo. Un poco mas adelante, un taíno lanzó una azagaya a una iguana, atravesándola. Unos perros que no ladraban, tenían rodeados a una familia de jutías en un árbol, matándolas los cazadores con sus dardos. Un muchacho tría atadas a la cintura varias palomas camaos mientras su padre capturaba un almiquí. Caminando llegaron a la orilla del río. Varias güiras flotaban en la superficie acercándose tranquilamente a ellas los patos. De pronto los indios, que estaban sumergidos y con güiras en la cabeza como casco, los atraparon por las patas.

  • ¡Que ingenioso! – exclamó Robertico.

  • Vamos a cayo Conuco, a punta Caica. – dijo Yahima.

Al poco rato estaban en Punta Blanca en cayo Conuco. Esta era un península de claras piedras calizas que se adentraba en el mar. Dos pescadores sostenían un extraño pez atándole una cabuya en la cola. Los muchachos se sumergieron siguiendo al animal en su recorrido. Era un guaicán, que al tener una ventosa sobre la cabeza se le pegaba en el vientre a cualquier animal. El elegido fue un tiburón bolicero que al sentirse atrapado empezó a luchar dirigiéndose con gran velocidad contra Elizabeth. Yunier rápidamente se interpuso entre ambos sintiendo las aserradas mandíbulas en su brazo.

Antes de gritar ya estaban de nuevo en la biblioteca. El miembro del muchacho no presentaba ningún rasguño. Vestían sus mismas ropas, mientras las de campo estaban sobre la mesa y en los cordeles se secaban las trusas. Yahima era de nuevo una estatua por lo que se marcharon. Yunier acompañó a la muchachita hasta el solar. Allí, antes de irse fue a regalarle un lindo caracol marino, pero se sorprendieron al ver que desaparecía de sus manos. Ella le sonrió entrando rápidamente.

Costumbres taínas

El tío Pedro, sentado en su butacón leía un viejo y amarillento pergamino con mucha atención, por lo que no sintió la llegada de los jóvenes. Estos encontraron la puerta abierta y al nadie responder a su llamada entraron. Solo levanto la vista del documento cuando estaban los cuatro frente a él.

  • Buenos días tío. – dijeron.

  • ¡Eh! Buenos días muchachos. Vinieron temprano.

  • Así es.

  • Eso es bueno, pero me van a disculpar, pues hoy tengo que dar una conferencia.

  • Esta bien.

Sobre la mesa estaban sus trusas, unas linternas y el guamo. Yunier lo tocó y antes que terminara ya estaban vestidos de nuevo de campo. Elizabeth, en otro cuarto, se cambió la camisa por un pulóver que era menos caluroso. Yahima bajó del pedestal y dijo, luego de mirarlos uno por uno.

  • ¿Quién trajo algo del viaje ayer?

  • Yo – dijo Yunier – le traje un caracol a Elizabeth.

  • Quiero que sepa que nada pueden traer de esa época, ni vegetales, ni animales, nada.

  • ¿Por qué?

  • Este no es su tiempo, es aquel.

  • ¿Vamos a viajar hoy?

  • Sí.

  • ¿Adonde?

  • Regresaremos a Sabana para que conozcan más de los taínos.

Volvieron al batey. Algunas naborías lo habían barrido mientras dos grupos de unas diez personas cada uno se encontraban frente a frente. Mujeres y hombres estaban representados por igual en los equipos. El cacique se acercó con una pelota en la mano y la lanzó al aire regresando a su dujo bellamente tallado. A su lado los nitaínos, en dujos no tan bellos como el suyo y el behíque, con numerosos amuletos, contemplaban el juego de batos. Cada equipo tenía que pasar la pelota al otro con cualquier parte del cuerpo menos con las manos. Si la tocaban o se les caía, el equipo contrario ganaba un punto.

  • Está bueno el juego.

  • Sí. Lo mismo lo jugaban equipos de niños, de mujeres y de hombres o mixtos como este. En otros cacicazgos llegan a jugar hasta 30 personas por grupo.

  • ¿Aquí no?

  • Esta aldea no es tan grande. Vamos.

Desaparecieron a tiempo pues el behíque había mirado hacia ellos. Ahora estaban en el interior del cansí del cacique. Sobre una barbacoa estaba la figura de guayacán del gran cemí rodeado de ofrendas de casabe, maíz y cucuruchos de miel de la laboriosa abeja. En otra se almacenaba la comida y los útiles del alto jefe. Este, rodeado de los nitaínos y el behíque se preparaban a realizar el rito de la cohoba, sentados en sus dujos. Con una espátula tallada, que se metían en la boca, se obligaban a vomitar el contenido de sus estómagos. Por un tubo en forma de Y griega que se introducían en la nariz aspiraban el humo de la combustión del polvo del tabaco, cojobá y gueio que se quemaba en una bandeja. Ya estaban lo suficiente narcotizado para conversar con los dioses. Yahima lo sabía por lo que se fueron de allí.

  • ¿A dónde va ese joven con tantas piedras?

  • A comprar una novia. Son cuentas de cuarcitas.

  • ¿Comprar?

  • Vamos, para que lo vean.

Partes: 1, 2, 3, 4

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