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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 11)



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Coincidiendo con la última capa de ornamentos que había sobre el tórax -los últimos tres pectorales y el collar de cuentas en forma de babero- y formando parte en realidad del mismo grupo, había dos joyas más. La primera era un pectoral en forma de ojo uzat hecho de fayenza azul brillante, que colgaba de un collar de cuentas de fayenza, también azul brillante, – otras de oro amarillo liso y las restantes, de forma cilíndrica, de oro rojo granulado, cuyo brillo producía un efecto extraordinario. La segunda joya era una faja de cuentas discoidales y cilíndricas de oro y fayenza, de tejido muy prieto; iba colocada alrededor de la cintura. El interés de esta peculiar faja, segmentada como un gusano, consiste en que explica el uso de las enormes cantidades de cuentas que destacan en los famosos descubrimientos de joyas egipcias del Imperio Medio hechos en Dashur y Lahun.

Después de revisar el material que adornaba la cabeza y cuello del rey, su cuerpo y sus brazos, vamos a ver ahora lo que había sobre sus piernas. El primer objeto que apareció mientras sacábamos pieza por pieza la gran cantidad de guata y vendas que los embalsamadores creyeron necesarias para cubrir y proteger los muslos y dar a la momia una forma ortodoxa, fue el faldellín ceremonial que muy posiblemente pertenecía a la primera faja de oro labrado que encontramos alrededor de la cintura. Se componía de siete placas de oro con incrustaciones de brillantes vidrios policromados, unidas por medio de tiras de cuentas. Llegaba desde la parte baja del abdomen hasta las rodillas, correspondiendo por su posición y tamaño a los faldellines que lucen los monarcas egipcios en las representaciones de los monumentos. Junto al faldellín, a lo largo del muslo derecho y, según mi opinión, perteneciendo a la misma faja del faldellín, había una daga única y extraordinaria, enfundada en un escarabeo de oro. Su empuñadura era de oro granulado, adornado a intervalos con bandas de cristal de roca coloreado, encajado al cloisonné. Pero lo más asombroso y el rasgo más excepcional de esta hermosa arma es que su hoja estaba hecha de hierro, todavía brillante y parecido al acero.

Este hecho asombroso e histórico, si se nos permite apartarnos de nuestra materia, marca uno de los primeros hitos de la decadencia del imperio egipcio, el más grande de la Edad del Bronce. El hierro, metal del que hemos encontrado tres piezas sobre la momia del rey, fue introducido en Egipto desde Asia Menor, seguramente por los hititas en época de Tutankhamón y probablemente en pequeñas cantidades, ya que aún se lo consideraba una rareza. Algo más de un siglo más tarde, cuando el hierro empezó a reemplazar al bronce en Siria, una tableta nos cuenta cómo uno de los reyes hititas decidió enviar una remesa de este metal a Ramsés el Grande y que con ella iba una espada de hierro como regalo al faraón. El hierro es una prueba más de la influencia extranjera en Egipto en esta época. Si repasamos la historia de Egipto, vemos que a partir de este momento los elementos extranjeros penetran gradualmente haciéndose cada vez más comunes y terminando eventualmente en la dominación extranjera. El bronce no podía luchar contra la superioridad del hierro y del mismo modo que el bronce reemplazó al cobre, igualmente el hierro tomó el lugar del bronce; igual que en nuestra época, en que el acero ha superado al hierro.

Las dos dagas, la encontrada sobre el abdomen y ésta, al igual que las de Aahhetep y Kames del Museo de El Cairo que datan de los comienzos de la misma dinastía, son extranjerizantes en cuanto a la forma. Su estilo fue introducido en Egipto durante la invasión de los hicsos. Antes de que esto ocurriera, la empuñadura de la daga era de estilo diferente. Se sostenía entre los dedos segundo y tercero, con el mango sobre la palma de la mano y, por lo tanto, era para ser arrojada en lugar de clavada por medio de un movimiento hacia abajo desde el hombro, como en el tipo posterior.

En la ingle izquierda había una gruesa anilla o ajorca de forma tubular, un ejemplar típico de los adornos que aparecen representados sobre las muñecas y tobillos de las figuras de las pinturas murales de las capillas y tumbas de los particulares. Ésta fue la única que apareció sobre el rey, mientras que, a juzgar por las pinturas murales, uno habría esperado encontrar por lo menos de uno a tres pares, para los brazos, antebrazos y tobillos.

En esta parte encontramos las insignias reales que iban con la diadema. La del Alto Egipto, la cabeza del buitre Nekhbet, iba sobre el muslo derecho, cerca de la rodilla, y la de Buto, la serpiente del Bajo Egipto, junto al muslo izquierdo, es decir, colocadas en la dirección correcta de acuerdo con el país al que pertenecían. Los otros ornamentos colocados sobre las piernas eran siete anillas que iban en tres capas distintas sobre y entre los muslos y cuatro collares de técnica cloisonné doblados y aplastados sobre las rodillas y espinillas. La anilla que encontramos suelta sobre el abdomen forma, junto con estas siete, una serie de ocho, o sea, cuatro pares. Los cuatro collares con su herrete o mankhet formaban dos pares, cada uno de ellos distinguiéndose tan sólo por el número y sistemas de chapas de cloisonné de que se componían. Corresponden a las piezas nombradas en las listas de los sarcófagos del Imperio Medio, que tienen una base de madera con incrustaciones de piedras semipreciosas en cloisonné aunque en este caso, tratándose del Imperio Nuevo, vidrios de colores opacos imitan y reemplazan a las piedras auténticas.

Finalmente, sobre los pies había sandalias hechas de láminas de oro, estampadas para imitar fibras tejidas. Cada dedo estaba recubierto con una funda con detalles tales como las uñas y primeras articulaciones grabadas sobre ellas. Alrededor del tobillo derecho había una ajorca de realización más bien tosca.

Estas piezas completan los ciento cuarenta y tres objetos colocados sobre la cabeza, cuello, tórax, abdomen y extremidades del joven rey, formando ciento un grupos de objetos.

Los he descrito empezando por los de la cabeza hacia abajo, terminando en los pies, y en cada caso he descrito primero el objeto que estaba más arriba y he terminado con el objeto que estaba más próximo a la momia en último lugar. Sin embargo, debe recordarse que cuando se envolvió la momia, los objetos de la parte inferior, o sea los más próximos al rey, fueron los primeros en ser colocados sobre la momia, siendo los últimos los que iban en las capas exteriores de la envoltura.

Los objetos del ajuar son de dos clases: los que pertenecen al uso personal del rey y los que son de tipo puramente religioso y mágico. Los de tipo personal son más finos y mucho más duraderos; los otros, en general, son hechos para resistir menos manejos y son de menor calidad, ya que se destinaban tan sólo a ser enterrados y su utilidad era mágica más que práctica.

No hay duda de que los hermosos pectorales, posiblemente los collares más bellos, la mayoría de los anillos y brazaletes, las dagas y la diadema eran joyas de uso personal, mientras que los otros collares y amuletos hechos de láminas de oro, los amuletos con incrustaciones, los collares de cuentas, las fundas de los dedos, las sandalias, el faldellín y las colas simbólicas se destinaban tan sólo a beneficiar al rey muerto.

Estos hermosos objetos nos dan una clara visión de la capacidad de los artífices tebanos. Los artesanos de la corte de Tebas eran muy seleccionados y con este descubrimiento podemos discernir el refinamiento de su arte. Hay que decir refinamiento ya que la técnica en sí no es tan buena en muchos aspectos, tales como el acabado y la simplicidad, como la de los orfebres del Imperio Medio, pero si bien la habilidad técnica es menor, el buen gusto que demuestran sobrepasa todas nuestras suposiciones, en especial si recordamos que este material pertenece a finales de la Dinastía XVIII. El recargamiento ornamental y la falta de acabados de calidad no son más que rasgos de una decadencia que empieza a aparecer con el hierro y otras influencias extranjeras. Sin embargo, sería abusar de los mejores orfebres y joyeros de hoy día pedirles que sobrepasaran el refinamiento de estos ornamentos reales.

A través de los muchos objetos encontrados sobre la momia, cuya descripción he tenido que simplificar por falta de espacio, podemos empezar a darnos cuenta de la gran cantidad de riquezas con que se acostumbraba adornar los restos mortales de los antiguos faraones enterrados en el Valle. Esta tradición nos transmite de manera impresionante los sentimientos más íntimos de este antiguo pueblo para con sus muertos, sentimientos que, aunque todavía latentes en muchos aspectos, aparecen de vez en cuando entre los fellahin de hoy día. En todas sus fiestas los muertos ocupan un lugar principal en sus ceremonias. Por la mañana se reúnen después de rezar para visitar las tumbas de sus parientes, especialmente al empezar el El Eed E"Sugheiyir (El Festival Menor), el primer día del mes de Showwal, después del Ramadán, o mes de abstinencia, durante el que yo les he visto llevar en Tebas ramas de palmera que colocan sobre las tumbas. También llevan consigo comida que distribuyen entre los pobres en honor de sus muertos. Más tarde visitan a sus amigos, engalanados con sus mejores y más suaves ropas.

Antes de cerrar este capítulo debo decir que los restos calcinados de la momia no muestran señal alguna de la causa o causas de la muerte del joven rey, pero por lo menos las masas de vendajes, ornamentos y amuletos nos demuestran el cuidado que se tuvo para con sus restos mortales y su vida futura. Es un sentimiento, un afecto y un cuidado qué no pueden expresarse mejor que en las palabras de sir Gardner Wilkinson, que hizo un trabajo extraordinario de investigación en Egipto durante la primera mitad del siglo pasado:

«No sólo se demostraba el amor y el afecto en vida del soberano, sino que se transmitían a su recuerdo después de su muerte; el modo en que se celebraban sus honras fúnebres parece demostrar que, aunque su benefactor ya no existía, retenían un recuerdo agradecido de su bondad y una admiración por sus virtudes. Y, según dice el historiador (se refiere a Diodoro), ¿qué mayor testimonio de sinceridad, libre de cualquier tono de disimulo, puede haber cuando la persona que lo produjo no está viva para presenciar los honores hechos en memoria suya?».

DIECINUEVE

La habitación que había tras la cámara funeraria: el tesoro

En el transcurso de nuestro trabajo llegó el momento de dirigir nuestras energías hacia el almacén que había detrás de la cámara funeraria, aunque en este caso tal vez sería mejor llamarlo «el Tesoro más recóndito».

Dicha habitación no medía más de 4,78 m. por 3,81 m. de superficie por 2,34 m. de altura. Su acceso se gana por medio de una puerta muy baja abierta en el extremo norte de la pared oeste de la cámara funeraria. Es de extrema simplicidad, sin traza alguna de decoración. Tanto las paredes como el techo están sin alisar, siendo todavía visibles las huellas del cincel sobre la superficie de la roca. De hecho está igual que la dejaron los antiguos albañiles: incluso pueden verse las últimas partículas de cal que cayeron al suelo al trabajar a cincel.

A pesar de su pequeñez y simplicidad estaba igualmente llena de impresionantes recuerdos del pasado. Al entrar por primera vez en una habitación como ésta, cuya intimidad no ha sido violada durante más de treinta siglos, el intruso siente cierta reverencia, o incluso temor. Casi parece una profanación perturbar su larga paz y romper su eterno silencio. Incluso la persona más insensible, al pasar por el umbral inviolado debe sentir, sin duda alguna, la admiración y maravilla que destilan de los secretos y las sombras de aquel tremendo pasado. La misma quietud de su atmósfera, intensificada por los muchos objetos inanimados que la llenan, erigiéndose durante siglos y siglos tal como las manos piadosas los habían colocado, crea un sentimiento indescriptible de sagrada obligación que le fuerza a uno a reflexionar antes de atreverse a entrar y mucho menos a tocar nada. Es difícil explicar con palabras este tipo de emociones, cuyo origen es un sentimiento de miedo. Uno analiza a fondo el significado de la curiosidad. El eco de nuestros propios pasos, el más mínimo ruido, tienden a incrementar el temor y a aumentar inconscientemente la reverencia: el intruso enmudece.

Tal llamada del pasado le hace a uno dudar antes de aventurarse a entrar y explorar, pero sólo hasta que se recuerda que, por más que uno respete, el deber del arqueólogo es para el presente. Tiene que interpretar lo que está oculto y observar cualquier detalle que le haga cumplir este objetivo.

Al contrario que las demás, esta puerta no estaba tapiada o sellada. A través de ella teníamos una clara visión del contenido de la habitación. Al cabo de los pocos días de su descubrimiento (el día 17 de febrero de 1923), después de haber hecho un breve reconocimiento de su contenido, cerramos la puerta con planchas de madera a fin de no distraernos ni tener la tentación de sacar ninguno de los objetos de esta pequeña habitación, mientras nos ocupábamos del numeroso material de la cámara funeraria. Pero por fin apartamos este tabique de madera y tras cuatro años de paciente espera nuestra atención se dirigió una vez más hacia su interior. Así apareció de nuevo todo su contenido, muchos objetos de carácter místico y absorbente interés, pero la mayoría de finalidad puramente funeraria y de intenso carácter religioso.

En la puerta, cerrando prácticamente el paso a la habitación, había una figura negra del perro-chacal Anubis, cubierto con un paño y yaciendo sobre un pylon dorado colocado sobre una plataforma con largas andas para su transporte. En el suelo del umbral, frente al pylon de Anubis, había una pequeña antorcha roja con un pedestal de arcilla parecida a un ladrillo, y en él una fórmula «para rechazar al enemigo de Osiris (el muerto) bajo cualquier forma en que se presente» y, detrás de Anubis, una extraña cabeza de vaca, emblemas de la tumba y del más allá. Junto a la pared sur, de este a oeste, había gran cantidad de cofres negros, siniestros, como unas capillas. Todos estaban sellados menos uno, cuyas puertas habían caído dejando ver estatuillas del rey envueltas en paños, de pie a lomos de leopardos negros. Desde su descubrimiento nuestra imaginación vacilaba ante la idea de lo que podían contener aquellos otros cofres. Por fin había llegado el momento de saberlo.

Sobre estos cofres negros y sin orden aparente, salvo que sus mástiles apuntaban hacia el oeste, había varias maquetas de embarcaciones, equipadas con camarotes, miradores, tronos y palios sobre la popa, el puente y la cubierta. Frente a los cofres, sobre una maqueta de granero repleta de grano, había otra barca más complicada, con las jarcias y las velas replegadas y en la esquina sudoeste, debajo de los cofres, había una enorme caja negra de forma oblonga, que contenía una figura de Osiris envuelta en vendas.

En el lado opuesto, paralelo al pylon y a las andas de Anubis, había una hilera de cofres bellamente adornados con marfil, ébano y yeso dorado, así como algunas cajas abombadas de simple madera, pintadas de blanco. Contenían joyas y otros tesoros, pero una de ellas, la más sencilla, cuya tapa levanté al entrar en la habitación, contenía un abanico de plumas de avestruz con empuñadura de marfil, una reliquia patética, pero hermosa, del joven rey, con todas las apariencias de encontrarse en tan perfectas condiciones como cuando dejó sus manos.

A lo largo de este lado norte de la habitación había diversos objetos: más maquetas, un carcaj de rica ornamentación y dos carros de caza cuyas piezas desmanteladas yacían una sobre otra de modo similar a las carrozas encontradas en la antecámara. En el extremo nordeste había más cajas de madera, una sobre otra, cofres en miniatura y diez quioscos de madera negra que, sin duda, albergaban las figuras shawabti, o réplicas del muerto. Todos estos objetos estaban intactos.

Sin duda los ladrones habían entrado en esa habitación, pero en su afán de botín parece ser que hicieron poco más que abrir y saquear los cofres y algunas cajas. A primera vista, la única prueba evidente de su visita eran algunas cuentas de collar y minúsculos fragmentos de joyas esparcidos sobre el suelo, sellos rotos y tapas separadas de sus cajas, piezas de tela colgando de estas y, de vez en cuando, un objeto volcado. El ladrón o ladrones debieron de conocer la composición del contenido de esta habitación ya que, con raras excepciones, sólo se habían tocado aquellas cajas que contenían objetos de valor intrínseco.

Este era el contenido general de la pequeña habitación que había detrás de la cámara funeraria, pero una simple mirada bastaba para demostrar que el objeto principal estaba en la pared opuesta, de cara a la puerta, ya que allí, contra la pared este y llegando casi hasta el techo, había un baldaquín dorado, recubierto de frisos de cobras solares de brillantes incrustaciones. Este baldaquín, sostenido por cuatro pilares cuadrados encima de un soporte, albergaba un baúl en forma de capilla, con fórmulas inscritas pertenecientes a los cuatro genios, o hijos de Horus. Sobre los cuatro costados, alrededor de este baúl en forma de capilla, había estatuillas a bulto redondo de las diosas protectoras Isis, Neftis, Neith y Selkit. Contenían la caja canope que, a su vez, albergaba los cuatro recipientes con las vísceras del rey muerto.

Es evidente que la colección de objetos colocados en esta habitación formaba parte de un gran concepto oculto y que cada uno de ellos tenía un poder mágico de alguna clase. Como bien dice el doctor Alan Gardiner: «Es preciso admitir sin duda que la idea de que hay un poder mágico inherente en la imagen de las cosas es un concepto característico de los egipcios…». A nosotros nos toca descubrir cuáles eran los significados respectivos de estos objetos y sus supuestos poderes mágicos y divinos. La investigación científica requiere un análisis a fondo y por ello espero que no se me interprete mal cuando digo que no era posible ser irrespetuoso con el ritual funerario de una teología desaparecida y, aún menos, satisfacer la excitación de una curiosidad morbosa al tocar estos objetos religiosos. Nuestra obligación era no dejar por explorar nada que pudiese añadir al conjunto de conocimientos tanto arqueológicos como históricos que aumentaban continuamente acerca de este culto funerario altamente interesante y complicado.

Por muy extraño y extenso que sea este ajuar funerario, sin duda pertenecía a un sistema más o menos organizado para la protección de los muertos en general y como resultado de ideas misteriosas servía de defensa contra las imaginaciones de los hombres. La asociación de los objetos del ajuar se había destinado a alcanzar fines desconocidos, bajo muchos puntos de vista, y al igual que las innumerables células del cuerpo humano, poseían, o se creía que poseían, poderes para intervenir en cuanto se les llamara, obedientes a una orden quién sabe de quién. De hecho constituían una forma de autoprotección para el futuro. La gente que así lo dispuso era previsora y, de acuerdo con la época, no podía escapar a la influencia dominante de las costumbres tradicionales. Por muy ultrarreligiosos que sean la mayoría de los objetos, siempre podemos encontrar en ellos pruebas de las magníficas posibilidades del pueblo que los creó.

A fin de intentar averiguar el significado de esta pequeña habitación, me referiré ahora al papiro de Turín, que contiene el plano de una tumba real, descubierto el siglo pasado y que es nada menos que un proyecto para la tumba de Ramsés IV. A pesar de que este documento pertenece a un reinado casi doscientos años posterior al de Tutankhamón, contiene información que ayuda a esclarecer la tumba que estamos estudiando. El documento es un proyecto de plano para una tumba faraónica, que da la altura de las puertas, los nombres y dimensiones de los diversos corredores y cámaras, con detalles tales como: «Dibujados los límites, se graba con el cincel, se rellena con colores y se completa». En el reverso del papiro, entre otras notas, hay más medidas junto con el título inicial: «Medidas de la tumba del Faraón, Viviente, Próspero, Saludable». Algunos detalles menores de este esquema no coinciden exactamente con la tumba de Ramsés IV, aunque el plano es idéntico en las partes esenciales. Estas diferencias se explican por el hecho de que cuando se hizo la tumba, este plano no era más que un proyecto con muchas modificaciones. Entre otros detalles interesantes el documento se refiere a «La Casa de Oro, donde Uno descansa», significando la cámara funeraria donde se coloca el cadáver del faraón para su eterno descanso. Incluso se menciona que dicha cámara «está provista del equipo de Su Majestad en cada uno de sus lados, junto con la Encada Divina que está en la Duat [el más allá]».

El tono dorado o amarillo de las cámaras sepulcrales de todas las tumbas de Tebas sin duda simboliza la puesta del dios-sol bajo las montañas del Oeste, de lo cual deriva la apelación que se da a esta parte de la tumba, la cámara funeraria, en el documento, «La Casa de Oro, donde Uno descansa». La frase «provista del equipo de Su Majestad en cada uno de sus lados» se refiere evidentemente a las grandes capillas y al soporte para el paño funerario que había que erigir sobre el sarcófago y que aparecen dibujados en el plano exactamente en el mismo orden que las capillas y el paño encontrados en la tumba de Tutankhamón. La expresión final «junto con la Enéada Divina que está en la Duat» parece referirse a una serie de figuras como las que encontramos en los numerosos cofres negros en forma de capilla que había en la habitación que estaba detrás de la cámara funeraria. A juzgar por la tumba de Seti II, en que aparecen tales figuras, éstas pueden estar pintadas en las paredes de la tumba o, como en el caso de la Dinastía XVIII, representadas plásticamente.

En un tipo de tumba real más complicado, usado durante la Dinastía XVIII, la cámara funeraria comprende una sala hipóstila con escalones al fondo que conducen a una especie de cripta abierta para el sarcófago, así, como cuatro habitaciones pequeñas o cámaras para tesoros, dos junto a la parte con pilares y dos junto a la llamada cripta abierta. Tanto en el proyecto de la cámara funeraria de Ramsés IV como en la misma tumba, esta área se ha convertido en una gran cámara rectangular con un corredor pequeño detrás de ella, con nichos y escondrijos. En el documento, al corredor que hay detrás de la cámara funeraria con nichos y escondrijos se le llama «El corredor, que es un lugar shawabti , el lugar de Descanso de los Dioses; el Tesoro a mano izquierda (y derecha); y el Tesoro más recóndito». En las paredes de este último -el Tesoro más recóndito- en la tumba de Ramsés IV hay pintadas jarras canopes, quioscos para figuras shawabti y otras piezas del ajuar funerario. Sin embargo, en las primeras tumbas de la Dinastía XVIII se colocaba el equipo canope a los pies del sarcófago.

Así, pues, a través de los datos mencionados y por la colección de materiales encontrados en esta pequeña habitación, detrás de la cámara funeraria, queda bastante claro que combina varias habitaciones en una: el «lugar shawabti el lugar de Descanso de los Dioses», por lo menos uno de los dos «Tesoros» y el «Tesoro más recóndito».

Esta es una breve descripción de la heterogénea colección de objetos que se apiñaban en esta pequeña habitación. En ella encontramos el equipo canope, esencial en toda tumba; salvoconductos para el paso del muerto por el más allá; objetos que el muerto había necesitado en su vida diaria y que, por lo tanto, continuaría necesitando en su vida futura; joyas para adornarle, carros para divertirle y sirvientes (las figuras shawabti) para llevar a cabo en su lugar cualquier trabajo enojoso que se le ordenase hacer en el más allá. En los cofres negros en forma de capilla había estatuillas del rey que le representaban en ocupaciones divinas y en varias formas de su nueva existencia; figuras de los dioses que pertenecen a la «Enéada Divina», ya que el faraón, como dios, tiene que poseer una corte de divinidades que le, ayuden a través de los peligros a que puede estar expuesto. En el umbral de, la puerta había una llama para impedir que «la arena asfixiara la tumba y para rechazar al intruso». Había también embarcaciones para hacer al difunto independiente de los favores del «barquero celeste» o permitirle seguir a Ra, el dios sol, en sus viajes nocturnos a través de los túneles del más allá y en su viaje triunfal a través de los cielos. También había barcas, con todos los aparejos y equipadas con camarotes para simbolizar el peregrinaje funerario; un granero lleno de grano; una piedra para molerlo; coladores para la elaboración de una bebida estimulante, la cerveza; y natrón para la conservación de sus restos mortales e inmortales. Incluso había una figura burlesca que representaba la regerminación de Osiris, el reverenciado dios de los muertos, quien, al igual que un hombre, sufrió la muerte y fue enterrado, levantándose después para una vida inmortal. Había muchos símbolos de significado oscuro, pero también ellos tenían su utilidad y alguna explicación supersticiosa.

Además del material que acabamos de mencionar debió de haber allí una maravillosa colección de tesoros en los cofrecillos y todavía estarían en su lugar a no ser por las actividades de selección de los ladrones de tumbas en época dinástica.

VEINTE

El ajuar encontrado en la habitación que había tras la cámara funeraria

Según el profesor Steindorff, entre los antiguos egipcios existía la firme convicción de que la vida no terminaba con la muerte, sino que el hombre continuaba viviendo igual que lo había hecho en la Tierra, siempre y cuando se le proporcionaran medidas de protección para conducirle a través del laberinto del mundo de ultratumba y lo necesario para su existencia futura. Por medio del equipo colocado en la cámara que había detrás de la cámara funeraria podremos ver, por lo menos, una parte de lo que se consideraba necesario para su protección y para su existencia futura.

La antorcha mágica y el pedestal de barro aparecidos en la entrada de esta habitación no deben confundirse con los cuatro pedestales de ladrillo con figuras que estaban sellados en nichos de las cuatro paredes de la cámara funeraria, ya que estas figuras mágicas aparecieron intactas en cavidades de las paredes de dicha cámara. La fórmula mágica inscrita en el ladrillo nos dice: «Yo soy quien evita que la arena invada la cámara secreta y quien rechaza al que le rechazaría con el desierto llameante. Yo he puesto en llamas al desierto (?), yo he causado el yerro en el camino. Estoy aquí para proteger a Osiris (el muerto)».

Convenientemente colocada en el umbral, mirando hacia el oeste para rechazar al intruso, estaba la figura del dios Anubis, en forma de una especie de perro semejante al chacal, sin sexo preciso; este dios no sólo presidía los ritos funerarios sino que actuaba de guardián de los muertos. Evidentemente su posición en la tumba no era resultado de simple conveniencia, sino escogida a propósito, ya que le permitía vigilar la cámara funeraria y su ocupante y, al mismo tiempo, su morada, el «Tesoro más recóndito».

Esta figura de tamaño natural de Anubis en forma de animal reclinado, tallada en madera y barnizada con resina negra, descansaba sobre una peana dorada sostenida por unas andas, también doradas, con cuatro varas.

Estaba protegida con una cobertura de lino, de hecho una camisa que databa del séptimo año del reinado de Akhenatón. Debajo de esta cobertura, su cuerpo estaba envuelto con un chal de una especie de gasa atado a su garganta; llevaba al cuello una larga bufanda de lino, como una correrá para perros, adornada con una doble banda de flores de loto azul y de centaurea tejidas sobre tiras de cogollo, formando un lazo en la parte trasera del cuello. Debajo de ella, brillando sobre el cuello del animal, había un collar y otra bufanda como la descrita. Sus ojos tenían incrustaciones de oro, calcita y obsidiana; las orejas, pectinadas y puntiagudas, eran de oro y las uñas de los pies, de plata.

Ya hemos hablado (véase el capítulo 11) de sus curiosos emblemas, tales como las pieles llenas de varias soluciones para preservar o lavar el cuerpo, que colgaban de palos y se erguían detrás de las grandes capillas sepulcrales en la cámara funeraria. Aquí, en su peana de oro, había otros extraños símbolos pertenecientes a su culto. Envueltos cuidadosamente con lino y colocados en compartimientos separados había: cuatro patas delanteras de un animal bovino, de fayenza azul, que recuerdan la palabra whm, que significa «repetir»; dos figurillas de madera en forma de momia, como el determinativo wi, que significa «momia»; una figura antropomorfa de Horus o Ra, de fayenza azul; una figura de Thot, el dios con cabeza de ibis, en cuclillas, de fayenza azul; una «columna papiro» o wadj un pájaro bahi de cera; algunos trozos de resina y, finalmente, dos copas de calcita, invertidas una sobre la otra y conteniendo una mezcla de resina, sal común, sulfato de sosa y una pequeña proporción de carbonato de sosa (natrón).[24] Tales objetos, si mi interpretación es correcta, parecen significar la perpetuación del ritual de momificación o pertenecen al mismo. En un quinto compartimiento de la peana, mucho mayor que los otros, había ocho pectorales. Originalmente habían estado envueltos con vendas y sellados, pero al igual que los símbolos de los compartimientos menores, habían sido removidos por los ladrones en búsqueda de un botín más valioso. Tal vez estos pectorales constituyen las joyas del dios o tal vez los llevaban los ocho sacerdotes que lo transportaban en procesión hacia la tumba.

Apartándonos por un momento de nuestro asunto, comentaremos el origen de este interesante animal, Anubis. Para explicarlo habrá que recurrir a conjeturas de varios grados de posibilidad. Tal vez tenga su origen en algún tipo de perro-chacal domesticado por los primeros egipcios. Presenta características de varias de las subórdenes de la familia canina. Se le representa en negro, con piel lisa, en forma de galgo, algo retocada; su morro es largo y afilado, las orejas largas, erectas y puntiagudas; las pupilas de los ojos son redondas; las patas delanteras tienen cinco pesuños y las traseras cuatro; su cola es muy larga, recta, colgante, peluda y en forma de palo.

La mayoría de estas características son las del perro común, pero en lugar de la cola curva, típica del perro, tiene la cola larga y recta de la zorra, en forma de palo, llevándola en posición colgante como el lobo, el chacal o la zorra. Las numerosas representaciones de Anubis en los monumentos egipcios recuerdan la apariencia del chacal, y este ejemplar da pie a la idea de que puede tratarse de una forma domesticada de chacal cruzada con otro subgénero de la familia canina. El collar y la correa en forma de bufanda que aparecen invariablemente alrededor de su cuello también sugieren que se trata de un animal controlado por el hombre y si consideramos las cualidades de la familia canina domesticada (devoción a su dueño, conocimiento y defensa de su propiedad, afecto hasta la muerte), tal vez veamos la razón por la que estos hombres antiguos escogieron este perro-chacal vigilante como el guardián de sus muertos.

En dos ocasiones he visto animales que se parecían al perro-chacal Anubis. La primera fue a principios de la primavera de 1926, en el desierto de Tebas, donde encontré un par de chacales que se deslizaban hacia el Valle del Nilo, según su costumbre, aprovechando la caída de la tarde. Uno de ellos era, evidentemente, el chacal común (C. lupaster) con el pelaje de primavera, pero su compañero (no pude verlo suficientemente de cerca para advertir si era macho o hembra) era mucho mayor, de complexión delgada y negro. Sus características eran las de Anubis, a excepción de un detalle: la cola, que era corta, como la del chacal normal. De hecho, a excepción de la cola, parecía una copia de la figura encontrada en esta habitación. Tal vez se tratara de un caso de melanismo o de un animal que difería en color y forma del tipo normal, pero debo admitir que su extraordinario parecido con Anubis me sugirió la posibilidad de una supervivencia o descendencia de algunas especies primitivas en Egipto (para un animal parecido, véase el friso superior de la pared norte de la tumba de Baqt; Newberry, Benny Ha-san, parte II, lámina IV). El segundo ejemplar que vi fue en octubre de 1928, durante las primeras horas de la mañana en el Valle de los Reyes. Tenía las mismas características del que acabo de describir, pero en este caso, se trataba de un animal joven, de unos siete meses. Sus patas eran delgadas, su cuerpo parecido al del galgo; el morro era largo y puntiagudo y las orejas grandes y erectas, pero su cola colgante era relativamente corta y con la forma normal en los chacales. Podía verse un pelamen largo de color grisáceo, algo más claro de lo normal, debajo del cuerpo.

He hecho algunas investigaciones entre los habitantes de Gurna (Tebas Occidental) acerca de estos animales. Me dijeron que conocían algunos ejemplares de esta variedad en negro, aunque son raros y que siempre son mucho más delgados que la especie ordinaria, «de tipo Selakhi» (una especie de galgo).

A menudo pueden apreciarse características semejantes a las de Anubis entre las especies negras del perro indígena de Egipto, pero, como todos los perros callejeros egipcios, tienen la cola curva, arrollada muy apretadamente sobre el anca y nunca recta y colgante como la del perro-chacal Anubis.

El hecho de que invariablemente se represente a este animal sin sexo sugiere la posibilidad de que sea una bestia imaginaria. Por otro lado, su falta de sexo puede derivarse de algunas medidas tomadas «para evitar que se ofrezcan indignidades» a los muertos, mencionadas por Herodoto (libro II, p. 89) al describir el método de embalsamamiento y los embalsamadores del antiguo Egipto.

Anubis, cuyo culto era universal en Egipto, era el dios tótem del decimoséptimo nomo del Alto Egipto, Cynópolis, así como de capitales de los nomos decimoctavo y tal vez del duodécimo y decimotercero del mismo reino, y al desarrollarse gradualmente la costumbre de embalsamar a los muertos se convirtió en dios patrón de dicho arte.

Entre las patas delanteras de esta figura de Anubis había una paleta de marfil con la inscripción: «La hija del rey, Meritatón, amada y nacida de la Gran Esposa Real, Neferneferunefertiti». Meritatón estuvo casada con Semenkhare, el antecesor de Tutankhamón. La paleta contenía seis colores parcialmente utilizados: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y negro. Aunque fue imposible conseguir muestras suficientemente grandes como para aplicar el análisis confirmatorio, por no dañar un objeto tan extraordinario, Mr. Lucas opinó que el blanco era posiblemente sulfato cálcico, el amarillo una especie de oropimente (sulfato de arsénico), el rojo un ocre y el negro carbón. No pudo analizarse el verde, y el azul estaba gastado casi por completo.

Inmediatamente detrás de la peana de Anubis y mirando hacia el oeste, había una cabeza de oro de la vaca Mehurit, llamada «el Ojo de Ra». Al parecer se trata de una forma de la diosa Hathor como señora del Amentit, la «Tierra de la Puesta del Sol», que recibe en su Montaña del Oeste al sol poniente y a los muertos. Llevaba anudada alrededor del cuello una cobertura de lino. La figura estaba tallada en madera; sus cuernos eran de cobre y sus ojos, de lapislázuli incrustado, tenían la forma del «Ojo de Ra», de lo que se deriva su nombre. Su cabeza, orejas y parte del cuello eran de oro, simbolizando los rayos dorados del sol poniente; el resto del cuello, así como el pedestal en que se apoyaba, estaba barnizado con resina negra, representando la oscuridad del valle de ultratumba del que sobresalía su cabeza.

En el suelo, detrás de la cabeza de la vaca y delante del equipo canope, había tres tazas de alabastro (calcita) que sostenían platos llanos del mismo material, dos de los cuales estaban cubiertos por tazones semicirculares vueltos al revés. El plato central, que tal vez había contenido agua, estaba vacío, pero, según Mr. Lucas, los vasos cubiertos a derecha e izquierda contenían un polvo, mezcla de finos cristales de natrón, un poco de sal común y una pequeña proporción de sulfato de sosa. No sabemos su significado, pero los materiales que contenían sugieren que tenían algo que ver con el ritual de momificación.

El próximo grupo de objetos de esta habitación, y también el más importante, era el equipo canope, un elemento difícil de olvidar que se erigía en el centro de la pared del lado este, justo frente a la puerta de entrada. Era de unos 2 m. de alto y ocupaba un espacio de unos 1,50 m. por 1,20 m. Aunque podíamos adivinar el significado de este monumento, su simple grandeza y la calma que parecía presidir a las cuatro graciosas figurillas que lo acompañaban producían un misterio y una llamada a la imaginación, difíciles de describir. El palio, recubierto de oro, se sostenía sobre cuatro postes encima de unas gruesas andas y su cornisa estaba adornada con cobras solares de brillantes incrustaciones. A cada lado había la vivida estatuilla dorada de una diosa tutelar que cubría a su protegido con las alas extendidas. La parte central, un gran cofre en forma de capilla, estaba completamente cubierta de oro y culminaba en un friso de cobras solares, conteniendo un cofre más pequeño tallado en un bloque macizo de alabastro veteado semitransparente (calcita). Este cofre de alabastro con dados de oro, cubierto con un paño de lino y erigido sobre unas andas de madera recubierta de yeso y oro y con astas de plata, contenía los cuatro recipientes con las vísceras del rey. Éstas, envueltas en paquetes separados en forma de momia, estaban colocadas en cuatro miniaturas de féretros de oro.

Estas observaciones nos llevan a considerar el significado de este complicado equipo canope. En el ritual egipcio de momificación del cuerpo las vísceras se preparaban en cuatro recipientes relacionados con los genios Imsety, Hepy, Duamutef y Qebehsnewef, que estaban bajo la protección de Isis, Neftis, Neith y Selkit. Se suponía que cada una de estas diosas tutelares contenía un genio al que tenía la obligación de proteger. Por ello, Imsety estaba protegido por Isis y Hepy por Neftis; las protectoras de Duamutef y Qebehsnewef eran Neith y Selkit, respectivamente. Hay un antiguo mito relacionado con los cuatro genios, al parecer hijos de Horus, que nos dice que nacieron del agua en un loto y que el dios-sol Ra ordenó al dios-cocodrilo, Sebekh, que los pescara con una red. Sin embargo, también se dice que Isis los produjo y que socorrieron a Osiris en sus infortunios, salvándole del hambre y la sed, de donde proviene su oficio de hacer lo mismo con los muertos. De este mito y del procedimiento lógico de momificación derivó el concepto original que ya aparece en los Imperios Antiguo y Medio y que era aceptado universalmente en el Imperio Nuevo. Por la intercesión de estos genios se evitaba que las vísceras causaran ningún inconveniente al muerto, sacándolas del cuerpo y colocándolas a su cuidado, protegidos por sus diosas respectivas, cuyo espíritu representaban. Por ello, tras la momia, sus féretros, sarcófagos y capillas, lo más importante del ajuar funerario era el equipo canope que contenía las vísceras, y en este caso el cofre canope con sus diosas protectoras y sus coberturas estaba a la altura de la espléndida posición de su propietario, tanto en riqueza como en magnificencia.

Este cofre canope de alabastro es ciertamente uno de los objetos más bellos de todo el ajuar funerario del rey. Construido en forma de capilla; tiene el entablamiento típico de su estilo; los lados tienen una ligera inclinación y en las esquinas se ve a las cuatro diosas protectoras, labradas en altorrelieves: Isis en la esquina sudoeste, Neftis en la noroeste, Neith en la sudeste y Selkit en la nordeste. A cada lado están sus respectivas fórmulas mágicas en jeroglíficos muy claros, incisos y rellenos de pigmento azul oscuro. La pesada tapa que forma el entablamento estaba encajada cuidadosamente en el cofre por medio de un cordel atado a unas grapas de oro y sellado con el emblema de la necrópolis real: la figura del animal en forma de chacal, Anubis, echado sobre los nueve pueblos de la humanidad hechos prisioneros. El friso, recubierto con láminas de oro, tiene cincelados los símbolos Ded y Thet, que, posiblemente, indican la protección tanto de Isis como de Osiris. El interior del cofre había sido tallado hasta tan sólo unos 13 cm. de profundidad, pero era suficiente para dar la impresión de cuatro compartimientos rectangulares que contenían una jarra cada uno. Sobre cada una de las imitaciones de jarra había tapas sueltas en forma de cabeza humana, finamente labradas en alabastro con la figura del rey. Las dos del lado este miraban al oeste y las dos del lado oeste miraban al este. Los bordes rebajados de las tapas antropomorfas encajaban en las bocas de las falsas jarras, es decir, que cubrían las aberturas de los cuatro agujeros cilíndricos del cofre que hacían las veces de auténticas jarras. En cada agujero había una exquisita miniatura de un féretro de oro, envuelta en lino, con complicadas incrustaciones y parecidas al segundo féretro del rey.

Estaban colocadas hacia arriba, mirando en la misma dirección que las tapas de alabastro. Al igual que la momia del rey, habían sufrido la acción de los ungüentos que se habían solidificado, pegándolas al fondo de los huecos. No encontramos datos suficientes para averiguar si esta unción tuvo lugar en la tumba o en otro lugar. El único detalle que puede sugerir que ocurrió fuera de la tumba es el hecho de que las tapas con cabeza antropomorfa estaban ligeramente separadas, lo cual podía haber ocurrido con el traqueteo del transporte a la tumba. Sin embargo, había pruebas suficientes para demostrar que la unción empezó con el féretro del sudeste, siguiendo luego con el del sudoeste, el del noroeste y, finalmente, el del nordeste, cuando sólo quedaba un poco de ungüento.

Estos féretros en miniatura que contenían las vísceras son ejemplares maravillosos del arte de orfebrería y de la joyería. Son copias del segundo féretro del rey, pero con una decoración mucho más complicada, con incrustaciones en forma de plumas, siendo las caras de oro bruñido la única parte lisa de las figuras. Cada una lleva sobre la frente la fórmula mágica de la diosa y el genio a la que pertenece y en la superficie interior textos bellamente elaborados que pertenecen al ritual funerario.

Sin embargo, a pesar de todo el cuidado y los muchos gastos hechos para preservar y proteger los restos mortales del joven rey, así como el suntuoso ajuar y lo que debió de ser un complicado ritual funerario en el momento del enterramiento, nos encontramos con una burda actuación por parte de los que llevaron a cabo las exequias. Debían de saber, mejor que nosotros, que la diosa Neftis debería estar en el lado sur del cofre y que su protegido era el genio Hepy, y que Selki debería ir en el lado este, encargándose del genio Qebehsnewef. Sin embargo, al colocar el equipo canope, situaron a Selkit en el lado sur, en lugar de Neftis, y a Neftis en el lado este, donde le hubiera correspondido ir a Selkit, a pesar de que el equipo lleva señales claras, así como inscripciones correctas en cada lado. Además, los carpinteros que ensamblaron las piezas del palio y encajaron la cubierta de madera sobre el cofre de alabastro, dejaron sus desechos (virutas de madera) en un montón sobre el suelo de la cámara.

Pasemos ahora a los siniestros cofres y cajas de color negro que se alineaban al sur de la habitación. Hasta entonces nuestra imaginación vacilaba ante la idea de lo que podían contener. Con mal reprimida emoción los abrimos uno a uno: cada uno de ellos contenía una o más figuras de dioses o del rey.

No se ahorró ningún esfuerzo en la elaboración y el almacenamiento de estas figuras. Estaban colocadas en veintidós cofres de madera negra en forma de capilla y colocados sobre andas de madera. Cada cofre tenía puertas de dos hojas, cerradas con cuidado y aseguradas por medio de cordel y de sellos. Estos sellos, hechos de barro del Nilo mezclado probablemente con una pequeña cantidad de aceite, tenían la impresión del sello de la necrópolis real en miniatura, es decir, la figura del perro chacal Anubis: echado sobre los nueve enemigos prisioneros, dispuestos en tres filas de tres en fondo, lo cual, según el doctor Alan Gardiner, representa los nueve pueblos de la humanidad, llamados por los antiguos egipcios «los Nueve Lazos». Este emblema significa la protección de Anubis, que defiende al muerto de todos sus enemigos en la Tierra. Cada estatuilla estaba envuelta con una pieza de lino que procedía de los telares de Akhenatón, fechadas en el tercer año del reinado de este rey, más de veinte años antes del enterramiento de Tutankhamón. Sin embargo, aunque cada estatuilla iba envuelta en lino, sus caras habían sido dejadas al descubierto, sin excepción alguna, y muchos de los dioses tenían minúsculas tiras de auténticas flores alrededor de la cabeza. En muchos casos estas coronas de flores se habían desintegrado, cayendo sobre sus hombros.

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