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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 13)



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Los dos que encontramos estaban hechos de los mismos materiales que los báculos, a excepción de las varillas que tenían una estructura de madera en lugar de bronce. El mayor llevaba el prenombre y el nombre de Tutankhamón; el más pequeño, en cambio, llevaba el nombre de Atón en lugar de Amón, lo que sugiere que perteneció a los primeros tiempos del reinado del joven rey, antes de que se convirtiera al culto de Amón. Su pequeño tamaño es otro dato a favor de este argumento. Es bastante claro que estas insignias no eran sino símbolos de autoridad sobre los dos grupos más importantes de los primeros tiempos: los agricultores y los pastores.

En cuanto a los espejos y sus marcos, una vez más hay que contar la misma historia: como es de suponer, fueron robados, ya que la parte reflectante del espejo era de metal macizo. En la antecámara encontramos algunos fragmentos del mango de marfil de uno de ellos; al parecer, los ladrones lo rompieron, abandonándolo allí. Su marco tenía forma del símbolo de «vida» y estaba recubierto con láminas de plata; el segundo marco, cuya forma simbolizaba la eternidad, estaba recubierto con láminas de oro. Probablemente los espejos serían de los metales correspondientes.

Las sencillas cajas de madera pintada de blanco contenían vestimentas tales como ropajes oficiales, al parecer robadas por el valor de sus costosos ornamentos. Todo lo que quedaba era un par de sandalias, algunos chales muy deteriorados y una bufanda ceremonial de cuentas y oro, muy interesante, que sería el tipo antiguo de un ornamento litúrgico parecido a la moderna estola. Estaba compuesta por siete tiras de cuentas de fayenza azul en forma de disco aplastado sostenidas a intervalos por «separadores» de pro. En los extremos tenía las cartelas de Tutankhamón labradas en oro, «el amado de Ptah» y «el amado de Sokar», y asimismo frisos con el símbolo ankh. Era de forma curvada, para encajar alrededor del cuello, y debió de servir de bufanda.

Como ya hemos dicho antes, el aparejo de escribir que encontramos tirado dentro de uno de los grandes cofres para ornamentos debió de pertenecer originalmente a una de las cajas de esta habitación, pero es imposible afirmar de manera definitiva a cuál de ellas.

Según las fórmulas mágicas de lo que conocemos como el Libro de los Muertos (capítulo XCIV), la paleta, o equipo del escriba, era esencial para el difunto, ya que se trataba de los instrumentos de Thoth, el dios del lenguaje, la escritura y las matemáticas y, por ello, se los consideraba divinos. En el anexo, otra cámara de esta tumba, encontramos gran número de paletas funerarias con imitaciones de colores y estiletes, evidentemente para uso funerario. Mi opinión es que las paletas y demás equipo de escribir que apareció en el tesoro eran de hecho propiedad privada del rey. Una de ellas estaba recubierta de oro y tenía los colores y los estiletes intactos. Llevaba el nombre Atón del rey, «el amado del gran dios Thoth», lo cual demuestra que databa de la primera época del reinado del rey y que el dios Thoth era aceptado durante el llamado monoteísmo de Atón. La segunda paleta, hecha de marfil, con sus colores y estiletes completos, llevaba la forma Amón del nombre del rey, «el amado de Atum de Heliópolis», «Thoth» y «Amón-Ra», lo cual sugiere que pertenece a un momento más tardío de su reinado. En ambos casos los colores, rojo y negro, muestran señales de haber sido usados.

El plumero que complementaba la paleta o, mejor dicho, la caja de estiletes, es una encantadora evocación del pasado, que le recuerda a uno de los escolares de nuestros días. Representaba una columna, con el capitel en forma de hojas de palmera; tanto el fuste como el vaso del capitel eran huecos para poder contener los estiletes, y el ábaco, que giraba sobre un pivote, servía de tapa. En su interior había varios estiletes, muy finos.

La paleta y el plumero ilustran el ideograma sesh, compuesto en jeroglífico, que significa «escribir», «escriba» y palabras derivadas, ya que este ideograma se representa por medio de una paleta, una taza para agua y un plumero. La taza de marfil que encontramos en este grupo servía, evidentemente, para contener el agua necesaria para escribir, aunque no tiene la misma forma que la vasija que aparece en el ideograma. Esta taza, tallada en un bloque de marfil macizo, tenía 16,4 cm. de diámetro y demostraba el tamaño de los colmillos que en aquellos tiempos podían obtenerse en la parte alta del Nilo.

No es tan fácil, en cambio, averiguar el uso que tendría un elegante y curioso instrumento de marfil en forma de maza que encontramos allí; sin embargo, el hecho de que tenía la punta recubierta de oro sugiere que se trata de un bruñidor para alisar las superficies rasposas del papiro. Es evidente que pertenece a este grupo, ya que hace algunos años encontramos un instrumento similar entre el equipo de un escriba de una tumba tebana.[29] También pertenece a este equipo un cesto hecho de cogollo de papiro, forrado de tela y dedicado a Amón-Ra, Herakhte, Ptah y Sekhmet. Para comprender cuál sería su contenido original tal vez haya que compararlo con el equipo mucho menos regio del escriba a que nos hemos referido.

Volvamos, sin embargo, a la paleta, el plumero y el pequeño bruñidor, ya que es interesante señalar el refinamiento y la exquisita delicadeza con que estaban hechos. Constituyen un ejemplo sorprendente y bello de simplicidad y al mismo tiempo son recuerdos de una época fantástica que nos transmiten el encanto del período dinástico. Cuando encontramos el pequeño cesto esperamos que al abrirlo descubriríamos algún escrito, tal vez y una muestra de la caligrafía del joven rey, pero no contenía ningún documento y tampoco apareció ninguno en el resto de la tumba.

Por mucho que el muerto se identificara con Osiris, al parecer los difuntos temían las levas o trabajos forzados que había que hacer para dicha deidad que, como rey de los muertos, continuaría labrando e irrigando la tierra y plantando grano en los «campos de los bienaventurados», dirigiendo a sus súbditos en aquel mundo igual como lo hacía cuando era el rey que les enseñó la agricultura en la tierra.

Por ello, para escapar a su destino futuro y para proteger al muerto de deberes molestos que pudieran requerir las levas, encontramos almacenadas en esta habitación, al igual que en el anexo, gran cantidad de las figurillas funerarias llamadas figuras shawabti, que representan al rey momificado, envuelto en mortajas. Estas figuras se hacían al principio de madera shawabti, de la que deriva su nombre, y su misión era, según el capítulo sexto del Libro de los Muertos, sustituir al difunto en el más allá si se le pedía que llevara a cabo alguna tarea fatigosa, «al igual que el hombre se ve forzado a cultivar los campos, a inundar las praderas o a transportar arena desde el Este hasta el Oeste». Se dan toda clase de instrucciones a las figuras para que cuando se llame al muerto: «entonces tú dices. Aquí estoy yo».

Los instrumentos que les acompañan, la azada, el pico, el yugo, la cesta y la vasija para agua, que aparecen unas veces pintados en ellas y en otras como miniaturas de cobre y de fayenza colocadas junto a ellas, nos indican claramente la tarea que debían desempeñar para su difunto señor en la vida y futura. Los nombres y títulos grabados en estas figuras demuestran que en este caso representan al joven rey en forma osiríaca y en las mejores se intenta incluso reflejar un parecido con Tutankhamón. Iban en gran cantidad de quioscos de madera colocados sobre andas, que contenían un total de cuatrocientas trece figuras y mil ochocientas sesenta y seis miniaturas de aperos de labranza. El techo abovedado, o sea la tapa de cada quiosco, estaba cuidadosamente atado con una cuerda y sellado.

Las figuras estaban hechas de madera sola, de madera pintada, de madera recubierta de yeso y oro, de madera cubierta tan sólo de yeso o de tela y pintada, de cuarcita, de alabastro (calcita), de caliza blanca, amarilla y cristalina, de granito gris y negro y de cerámica vidriada clara, azul oscuro, violeta y blanca. Algunas estaban modeladas con gran refinamiento, mientras que otras no eran más que tipos casi primitivos. En las mejores el simbolismo expresaba la perfecta serenidad de la muerte.

En las plantas de los pies de seis estatuillas de madera, finamente talladas, había dedicatorias que indicaban que habían sido hechas y presentadas especialmente para el funeral por personalidades de la corte, sin duda amigos personales de Tutankhamón. Éstas eran las dedicatorias:

«Hecha por el sincero Servidor, que es beneficioso para su Señor, el Escriba del rey, Minnekht, para su Señor, Osiris, Señor de los Dos Países, Nebkheprure, justificado.»

«Hecha por el Escriba del rey, el general Minnekht, para su Señor Osiris, el Rey, Nebkheprure, justificado.»

«Osiris, el Rey, Nebkheprure, justificado, hecho por el Sirviente que hace vivir el nombre de su Señor, el General Minnekht.»

«Hecha por el Sirviente amado por su Señor, el General Minnekht, para su Señor, Osiris, Nebkheprure, justificado.»

«Hecha por el que lleva el abanico a la derecha del Rey… Minnekht, para su Señor, Osiris, Nebkheprure, justificado.»

«Hecha por el sirviente que es beneficioso para su Señor, Nebkheprure, el Encargado del Tesoro, Maya.»

Estas dedicatorias confirman la sugerencia de los profesores Spiegelberg y Newberry de que este tipo de figuras eran dedicadas por los sirvientes del muerto que ofrecían sus servicios a sus señores tanto en esta vida como en la de ultratumba.

Minnekht es posiblemente el mismo que dirigió la excavación de la tumba del rey Ai en Wadyein, mencionado en una estela no publicada del reinado de este rey encontrada en Akhmim. En el Museo Británico hay estelas del mismo personaje; también las hay en Berlín.

En esta habitación apareció una especie de esfinge en miniatura del rey en forma osiríaca, relacionada con las figuras shawabti. Estaba en un pequeño cofre oblongo, cuidadosamente envuelta en vendajes. Había sido tallada en madera y representaba la figura yacente de la momia del rey, divinizado y colocado sobre unas andas funerarias en forma de león. Esta figura osiríaca del rey yacía sobre el lecho y llevaba la cabeza cubierta con el tocado Nemes, rematado con la serpiente real. Sus manos, libres de vendaje, sostenían los emblemas de Osiris, el cayado y el flagelo, pero desgraciadamente se habían perdido. En el lado izquierdo una figura del pájaro Ba, el alma, protegía a la momia con su ala izquierda; al otro lado una figura de halcón, el Ka o espíritu, la amparaba con el ala derecha: parece ser una representación de la protección divina para el Alma y el Espíritu del rey muerto. Con esta esfinge había útiles en miniatura parecidos a los encontrados con las figuras shawabti: un pico, una azada, un yugo y dos cestos, todos de cobre.

En las dedicatorias que había sobre las andas podía leerse: «Hecho por el sirviente que es beneficioso a Su Majestad, el que busca lo que es bueno y el que encuentra lo bello y todo lo hace por su Señor; el que hace cosas magníficas en el Lugar Espléndido, Capataz de los Trabajos de Construcción del Lugar de Eternidad, el Escriba del Rey, el Encargado del Tesoro, Maya.»

«Hecho por el sirviente que es beneficioso a Su Majestad, el que busca cosas excelentes en el Lugar de Eternidad, Capataz de los Trabajos de Construcción en el Oeste, amado de mi Señor, haciendo lo que él [el Señor] dice, el que no permite que nada salga mal, cuya cara es alegre cuando lo hace [sic] con corazón afable como algo provechoso para su Señor.» «El Escriba del Rey, amado por su Señor, Encargado del Tesoro, Maya.»

Las inscripciones que había sobre la esfinge eran: «Palabras dichas por el rey justificado Nebkheprure: Desciende, Madre mía Nut, y despliégate sobre mí y conviérteme en las Estrellas Imperecederas que hay en ti.» «En honor de» Imseti, Hepy, Anubis que está en el lugar del embalsamamiento, Anubis, Duamutef, Qebehsnewef, Horus y Osiris.[30]

Un interesante dato histórico relacionado con esta esfinge es que fue hecha por el Capataz de los Trabajos del Lugar de Eternidad (o sea, la tumba), Maya, que, como acabamos de ver, también dedicó al rey una figura shawabti. Probablemente estuvo a cargo de la excavación de la tumba del rey y en el octavo año del reinado de Horemheb, se le ordenó que junto con «su ayudante Tutmés, el Mayordomo de Tebas» renovara la tumba del rey Tutmés IV que había sido profanada por los ladrones. Esto debió de ocurrir unos once años después del entierro de Tutankhamón y, al parecer, en la época en que se volvió a sellar su tumba tras los diversos saqueos que había sufrido. Así, pues, es posible que Maya fuera también el encargado de sellar de nuevo la tumba de Tutankhamón, ya que los sellos empleados en la tumba de Tutmés IV te parecen mucho a los usados en la de Tutankhamón.

Durante el reinado de Tutankhamón, Maya tenía los títulos de «Capataz de los Trabajos de Construcción del Lugar de Eternidad, Capataz de los Trabajos de Construcción en el Oeste, Encargado del Tesoro, Escriba del Rey». Pero en el de Horemheb hemos de concluir que alcanzó otras dignidades: «El que lleva el abanico a la izquierda del Rey, el jefe del Festival de Amón en Karnak»; y que era «Hijo del Doctor Aui, nacido de la Señora Urt».

Al norte del palio canope había una caja lisa de forma oblonga cuyo contenido había sido robado por completo por los ladrones de tumbas. Habían colocado al revés la tapa en forma de frontispicio y en sus ocho compartimientos rectangulares sólo quedaban los materiales de embalaje que consistían en piezas de papiro, pedazos de cogollo del mismo material y, al fondo de cada compartimiento, un montoncito de esterilla de larga pelusa. No había ni rastro de lo que debió contener originalmente, excepto que el cuidado empleado en el embalaje sugiere que los objetos eran muy frágiles, posiblemente de vidrio.

Hasta este momento los descubrimientos de esta tumba habían sido poco más que un montón de objetos, o serie de objetos que formaban un espléndido ajuar funerario, pero en esta habitación nos encontramos con sorpresas inesperadas.

Sobre los quioscos de las figuras shawabti había un pequeño féretro antropomorfo de madera, de unos 76 cm. de longitud, tallado como el de los nobles de la época. Había sido recubierto con una capa brillante de resina negra y bandas doradas de fórmulas acerca de las deidades protectoras y los genios de los muertos. Estaba atado por el cuello y tobillos con vendas de lino y estampado con el sello de la necrópolis. Dentro de él había otro ataúd de madera cubierta con yeso y oro, decorado como un féretro real. Aunque las fórmulas mágicas inscritas en ellos contenían los nombres de Tutankhamón, ninguno de los cofres llevaba los emblemas reales. El segundo féretro contenía un tercero, pequeño y liso y, junto a él, una estatuilla de oro macizo de Amenofis III, envuelta en otra mortaja. Dentro de tercer féretro había otro, el cuarto, también de madera, antropomorfo; su longitud no pasaba de los 13 cm. Este último féretro estaba envuelto con vendajes, con una hilera de diminutas cuentas alrededor del cuello y con sello en los tobillos; había sido profusamente recubierto de ungüentos como en el caso del féretro del rey. Tenía los títulos y el nombre de la reina Tiy y en él había un mechón de su rizado cabello, envuelto en lino.

Nada menos que un mechón del pelo rojizo de la Gran Princesa Heredera, la Gran Esposa Real, la Señora de los Dos Países, Tiy, y una estatuilla de su soberano esposo Amenofis III: este tipo de objetos son pruebas evidentes de devoción. Probablemente eran piezas de propiedad personal que habían pertenecido a la familia, bienes que se habían transmitido por derechos de sucesión. Como Tutankhamón, su último heredero, era también el último miembro de la casa reinante de Amenofis, estos bienes familiares se enterraron con él. La estatuilla de oro colgaba de una cadena terminada en cordones adornados con borlas, para atarla alrededor del cuello. Era un objeto y fue tratado como tal. Pero el mechón de pelo era humano, restos de un personaje real, razón por la cual recibió las prerrogativas de un enterramiento real.

Pero aún más extraordinario era el contenido de dos minúsculos féretros antropomorfos que estaban colocados en una caja de madera que había junto a los féretros que acabamos de mencionar, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. También habían sido labrados como los de altas personalidades de la corte. Estaban recubiertos con resina negra, muy lustrosa y adornados con bandas de fórmulas mágicas doradas sobre las deidades tutelares de los muertos, pero dedicadas tan sólo a un «Osiris» (o sea, el muerto), sin otro nombre. Iban muy bien envueltos con tiras de lino en tres puntos: el cuello, en centro y los tobillos, y cada atadura estaba estampada con arcilla que llevaba la impresión del sello de la necrópolis. En cada uno de ellos había otro parecido, dorado. En el primero había una pequeña momia dispuesta de acuerdo con el ritual funerario de la Dinastía XVIII. Su cabeza estaba cubierta por una máscara de yeso y oro, varias veces mayor de lo que le correspondía. Los vendajes descubrieron la momia de un niño muerto al nacer, muy bien conservada. En el segundo había la momia algo mayor de un niño prematuro, también envuelta según la costumbre de la época.

Estos patéticos restos nos dan mucho que pensar. Es casi seguro que eran hijos de Tutankhamón, y aunque no tenemos datos que lo aseguren, serían también hijos de Ankhesenamón. Posiblemente el que estas dos criaturas fueran prematuras fue solamente producto de la mala suerte y debido a una anomalía de la joven reina. Sin embargo, no debe olvidarse que si la futura madre hubiera sufrido un accidente, el trono hubiese continuado vacante para los que deseaban ocuparlo. Sin embargo, su interpretación pertenece exclusivamente al historiador y este tipo de investigación requiere un tratamiento metódico, científico e imparcial.[31]

Como ya he dicho, estos féretros iban en una caja, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. Sin embargo, es interesante notar que se habían cortado los dedos de los pies del mayor de ellos porque no permitían cerrar convenientemente la tapa de la caja. En el caso del primer féretro del rey nos encontramos con un hecho parecido (véase el capítulo 14). Otro dato curioso es la ausencia de una máscara sobre la mayor de las momias. En el escondrijo encontrado por Mr. Theodore Davis, en el que aparecieron restos procedentes de las ceremonias fúnebres de Tutankhamón, había una máscara de yeso dorado de tipo y dimensiones semejantes a la que apareció sobre la momia más pequeña. ¿Se trata acaso de la de esta momia algo mayor que no fue colocada porque era demasiado pequeña para encajar sobre su cabeza?

Merece describirse el contenido de otra caja de este grupo. Había sido sellada como de costumbre, pero las ataduras estaban rotas y la tapa quedaba a medio abrir, indicando que había sido saqueada por los ladrones. Estaba vacía, a excepción de dieciséis utensilios en miniatura, uno de los cuales había caído junto a la caja. El destino del arqueólogo es encontrarse con sorpresas inesperadas: estos útiles en miniatura con mangos de dura madera y vetas oscuras resultaron ser de hierro.

Dos de ellos son de forma lanceolada, dos tienen la punta torcida como la de un buril, dos son como un cincel con un ligero estrechamiento en el mango, tres tienen la forma de un cincel normal; otros tres se parecen a los del tercer grupo, pero tienen los mangos más largos y, finalmente, hay cuatro cinceles en forma de abanico, colocados en mangos cortos y aplastados. Las hojas miden aproximadamente medio milímetro de grueso y su longitud y anchura oscilan entre 2,7 a 1,5 cm. y de 0,85 a 0,30 cm., respectivamente, estando recubiertos por la típica herrumbre. Mr. A. Lucas, tras examinarlos, afirma:

«Todos tienen la apariencia de hierro recubierto de óxido; son atraídos por el imán y algunos pequeños fragmentos de su corroída superficie dan la reacción química típica del hierro. Esta corrosión puede eliminarse por medio de un ácido nítrico muy concentrado (así lo hicimos, en parte, en uno de ellos), resultando una superficie brillante de hierro metálico».

Tales objetos parecen estar algo fuera de lugar entre los artículos de ritual que pertenecen al culto funerario de un rey, y no se concibe que un cofre tan grande hubiese contenido tan sólo estos pequeños instrumentos. Su elaboración, frágil y algo endeble, sugiere que se trata tan sólo de reproducciones y no de útiles verdaderos destinados al trabajo. De ser éste el caso, es decir, si no eran parte del ritual, arrojan una luz completamente distinta sobre su significado en la tumba, así como sobre su valor histórico en cuanto al uso del hierro en Egipto en época dinástica. Tratándose de reproducciones, su presencia en este lugar se debería a la novedad o rareza de este metal. Tal vez eran regalos para el rey, como recuerdo de su introducción o descubrimiento en Egipto. En todo caso, aun reconociendo su importancia histórica, hay que hacer, por lo menos, una advertencia para evitar que nos lancemos a hacer revelaciones absurdas acerca de este metal y de su uso por los antiguos egipcios.

Aunque el hierro abunda en el desierto del este de Egipto y en la península del Sinaí, y aunque la obtención del cobre requería una habilidad metalúrgica mayor, los egipcios sólo trabajaban el cobre y el bronce con exclusión de cualquier otro metal. Sólo cuando llegamos al presente período tenemos pruebas concretas de que usaran el hierro e incluso es posible que durante este reinado fuese tan sólo un metal nuevo y extraño. Durante toda la época dinástica el cobre y su sucesor, el bronce, eran los metales más comunes y los objetos de hierro son particularmente escasos en Egipto durante las dinastías siguientes y el período de dominación extranjera.

Debido al hallazgo accidental de fragmentos de hierro se ha dicho que los egipcios conocían y usaban el hierro desde los tiempos de la Gran Pirámide e incluso en época predinástica. Por otro lado he oído decir que la rareza del hierro entre las antigüedades egipcias se debía al hecho de que los ajuares de las tumbas consistían casi exclusivamente en objetos tradicionales y que los egipcios consideraban que el hierro era un metal impuro y nunca lo usaban con fines religiosos.

Creo que estos argumentos son insostenibles. En cuando al primero de ellos, tras pasar por la criba el polvo de las tumbas profanadas de Amenofis I y de Tutmés I, las dos tumbas de la reina Hatshepsut y las tumbas de Tutmés IV y Amenofis III, entre los numerosos fragmentos de objetos no encontré huella alguna de hierro hasta el descubrimiento de esta tumba en la que encontramos dieciocho objetos distintos de este metal. Por otra parte, en mis muchos años de excavación en el Valle de los Reyes he encontrado en los abundantes estratos de restos de época dinástica gran cantidad de puntas de cincel de bronce rotas, mientras los tallistas excavaban los hipogeos reales; sin embargo, nunca hallé el menor vestigio de hierro y mucho menos un utensilio de este metal. En cuanto al segundo argumento, si los egipcios consideraban impuro el hierro, ¿por qué colocarían una almohadilla Urs y un Ojo-de-Horus, así como una daga de hierro entre los reverenciados restos de Tutankhamón? De hecho, a partir de su reinado encontramos amuletos hechos de este metal especiales para los muertos. En nuestra tumba, dos de los objetos eran evidentemente rituales y los demás eran posiblemente muestras: por lo menos dieciséis de ellos parecen ser simplemente copias de los útiles de los artesanos.

Examinemos, sin embargo, todas las colecciones de antigüedades egipcias en Europa y la extraordinaria colección del Museo de El Cairo, en la que hay más de 50.000 muestras de toda clase de objetos, para ver cuántos de ellos son realmente de hierro. Me parece que basta con decir que entre todos los materiales que datan desde el período predinástico hasta las últimas dinastías egipcias y que son resultado de más de un siglo de investigaciones en Egipto, sólo pueden citarse entre once y trece casos de aparición de hierro, de los cuales, incluyendo los descubiertos por nosotros, sólo cinco pueden fecharse con seguridad en el período dinástico. Esto es todo lo que hay entre decenas de millares (no me atrevo a decir el número exacto) de antigüedades egipcias.

Evidentemente estos hechos apuntan hacia una conclusión segura: los Egipcios, salvo raras ocasiones, no utilizaban el hierro. Eran gente muy conservadora y, habiéndose especializado en la metalurgia del cobre y del bronce, todas sus magníficas obras se hacían con estos metales.

En resumen, el valor histórico de estas piezas reside, según mi opinión, más en la introducción del hierro en Egipto que en el empleo de dicho metal por los egipcios. Son una prueba irrefutable de que el hierro era conocido en el Egipto de este período, pero no necesariamente de que se usara con profusión en dicho país. Además, debo añadir que a excepción de la daga del rey, todas las otras piezas de hierro procedentes de esta tumba muestran una tosca elaboración.

Volvamos, sin embargo, a la caja en que aparecieron estos útiles de hierro. Es posible que las cuatro antorchas Ankh y las lámparas que encontramos en el sofá en forma de guepardo que había en la antecámara procedieran de ella.[32] En varios casos tenemos pruebas suficientes de que los ladrones transportaron a la antecámara objetos de metal que pertenecían a esta habitación; allí los examinaron y los guardaron, abandonaron o rompieron en fragmentos, de acuerdo con su rapacidad. Desde luego, aquellos porta-antorchas y lámparas no estaban en el lugar apropiado; les faltaban piezas y la resina negra que cubría sus pedestales de madera coincide con manchas de un material parecido que estaban en el fondo de esta caja. Sus dimensiones, es decir, la altura y la superficie que ocuparían están en consonancia con la capacidad de la caja. Es posible que a causa de la poca luz confundieran el dorado de los porta-antorchas con oro auténtico, descubriendo su error tras un escrutinio más a fondo en la antecámara. Por lo menos es una conjetura que ofrecemos, al no haber otra explicación.

En la esquina noroeste de esta cámara podía verse el carcaj del rey, apoyado en la pared. Estaba decorado con la fina marquetería típica de la Dinastía XVIII y, en particular, del reinado de Tutankhamón. En realidad, la decoración de este carcaj es de dos tipos: en relieve y plana. El relieve está representado por láminas de oro muy finas con decoración cincelada sobre una base con una preparación especial. La decoración plana que es el rasgo más sobresaliente de este carcaj, está compuesta por marquetería de diversas clases de corteza de árbol, aplicaciones de cuero teñido y de láminas de oro; en algunos puntos había élitros iridiscentes de escarabajos. Es un tipo de decoración que rivaliza con la pintura en efecto y calidad y que causa admiración por la paciente y refinada artesanía de aquellos antiguos artífices.

En el anverso y reverso del carcaj la decoración es simbólica y tradicional, consistiendo principalmente en escenas idealizadas de caza en las que el rey es la figura central. Tanto los bordes de la pieza como los frisos que rodean sus paneles están decorados con los motivos de guirnaldas, palmetas, arabescos y con escritura jeroglífica. Cerca de los extremos del carcaj, que terminan en cabezas de guepardo de fayenza, de color violeta con crines doradas, hay pequeñas escenas simbólicas en las que el rey, representado como un león de cabeza humana, pisotea a extranjeros, enemigos de Egipto. Los paneles centrales, de oro repujado, representan al rey cazando con arco y flechas desde su carro, acompañado por sus podencos que aparecen corriendo junto o frente a sus caballos, ladrando o persiguiendo a su presa. Los paneles triangulares de cada lado representan varios animales de la fauna desértica atravesados por las flechas del rey, todo ello en la más fina marquetería.

Es evidente que este carcaj pertenecía a uno de los carros del rey que aparecieron desmontados en esta habitación, de los que colgaría por medio de anillas de cobre hechas a propósito para ello. En su interior había tres arcos compuestos que desgraciadamente se encuentran en muy mal estado, debido a que su núcleo gelatinoso se licuó en época antigua, esparciéndose y consolidándose en una masa negra.

El análisis crítico de la fauna que aparece en los paneles triangulares presenta puntos de gran interés. Los antílopes rojos, con su cara larga característica, la cresta de sus angulosos cuernos en forma de lira y la cola peluda y relativamente corta, son lo suficientemente característicos como para identificarlos como una de las especies de antílope que pueblan el norte de África. Los antílopes blancos son, bien el órix blanco (O. leucoryx) o, a juzgar por la rectitud de sus cuernos, el órix blanco árabe (O. beatrix). Los antílopes de color rojizo, algo más pequeños, con cuernos algo menos en forma de lira, son probablemente la gacela común o especies estrechamente relacionadas con ella. Es notable que tanto estas gacelas como el antílope ya identificado y la liebre del desierto, representados en los mismos paneles, se encuentren en regiones en pleno desierto, tal como las escenas parecen indicar. El animal parecido a la cabra con cuernos largos que nacen en la cresta de la cabeza y se inclinan gradualmente hacia atrás, con acanaladuras en la superficie puntal y extremos lisos, caracteriza una especie de íbice (Capra [?] sinaítica). Estos antílopes viven en lugares elevados, especialmente en las zonas más montañosas. Un detalle, al parecer incompatible, es que la caza con arco y flechas desde un carro debe hacerse a la luz del día y, sin embargo, en estas escenas vemos a la hiena listada, de costumbres nocturnas y que prefiere durante el día la oscuridad de las cuevas o las madrigueras en que vive de vez en cuando. Otro detalle sorprendente es que algunos de los íbices aquí representados tienen grandes manchas oscuras, un rasgo que, según creo, no se presenta en ninguna especie africana, asiática o europea de dicho animal.

En los monumentos de los Imperios Antiguo y Medio aparecen el íbice y el órix domesticados, y sabemos que los criaban para la cocina. Las crías de íbice pueden alimentarse con leche de cabra y se domestican con facilidad.

Como el íbice puede reproducirse con la cabra doméstica (Cuvier), es posible que el tipo con manchas que aparece aquí sea el resultado de tal unión. De ser éste el caso, cambiaría por completo la interpretación de estas escenas y se plantearía un punto muy interesante acerca de la afición del faraón por la caza, ya que se reforzaría la idea de que los egipcios criaban animales especialmente para la caza y que tenían reservas o cercados especiales para tal fin, como la antigua pairidaeza persa, que era un parque o cercado en el que se guardaban los animales. En las pinturas murales de tumbas del antiguo Egipto vemos cómo se caza en vallados o empalizadas y en algunos casos en grandes áreas que aparecen rodeadas con redes.

Finalmente, entre las piezas de los carros de caza que había en esta habitación, encontramos un látigo con la inscripción: «El hijo del Rey, Capitán de las Tropas, Tutmés». ¿Quién era este príncipe real? Si era «Capitán de las Tropas» durante el reinado de Tutankhamón no podía haber sido muy joven. ¿Era hijo de Tutmés IV o de Amenofis III? El problema no se ha resuelto todavía. Si era hijo de Tutmés IV y estaba vivo en la época del entierro de Tutankhamón, debía de tener por lo menos setenta años, tal vez más. Mientras que si era hijo de Amenofis III, como me inclino a creer, no podía tener más de treinta y cinco años cuando Tutankhamón murió. Este tipo de datos son importantes para averiguar el posible parentesco de este príncipe con el rey.

VEINTIUNO

El anexo

¿Qué son los objetos que producen nuestra admiración, conjeturas y palabras de alabanza, sino símbolos del pensamiento y del progreso de la época a que pertenecen? Incluso los hechos del pasado pueden dar pie a nuestras reflexiones.

Durante las dos campañas anteriores dedicadas al tesoro apenas si encontramos motivos para quejarnos de la disposición general y del estado de los objetos de que teníamos que encargarnos. Sin embargo, en cuanto a los trabajos realizados el invierno pasado, tenemos que matizar nuestro relato con algunas objeciones.

En contraste con el comparativo orden y la armonía de los objetos del almacén, en esta última cámara, el anexo, encontramos una mezcla de toda clase de enseres funerarios, esparcidos uno sobre otro hasta extremos casi indescriptibles. Camas, sillas, taburetes, apoyos para los pies, almohadones, tableros de juego, cestas de fruta, toda clase de vasijas de alabastro y tinajas de cerámica, cajas con figuras funerarias, juguetes, escudos, arcos y flechas, otros tipos de proyectiles, todo en completo desorden. Los cofres estaban tumbados y su contenido por el suelo. No podía haber mayor confusión.

Sin duda este desorden era obra de los ladrones, pero en las otras cámaras había habido un intento de restablecer superficialmente el orden. Así, pues, la responsabilidad por esta absoluta negligencia parece recaer en gran parte sobre los encargados de la necrópolis, quienes, ocupados en arreglar la antecámara, la cámara funeraria y el tesoro después del robo, se habían olvidado por completo de esta habitación.

Sería difícil exagerar acerca de la confusión reinante. Era una ilustración perfecta del drama y la tragedia. Al contemplar esta imagen de rapacidad mezclada con la destrucción, era fácil imaginar la apresurada búsqueda del botín por parte de los ladrones, siendo su principal objetivo el oro y otros metales. Sin embargo todo lo demás fue tratado con la misma brutalidad.

Casi no había ningún objeto que no tuviera señales de aquella depredación y ante nosotros, sobre una de las cajas más grandes, podían verse las huellas mismas del último intruso.

Esta pequeña habitación no es sino otro testimonio del abandono y el deshonor que han sufrido las tumbas reales. No hay monumento en el Valle que no presente pruebas de lo falso y endeble del homenaje de los hombres. Todas sus tumbas han sido saqueadas, ultrajadas y deshonradas.

A finales de noviembre de 1927 pudimos empezar esta última etapa de nuestra investigación. Habíamos empleado dos días de intenso trabajo limpiando el acceso a la pequeña puerta que conduce a esta habitación. El lado sur de la antecámara, donde estaba situada esta puerta, había estado ocupado por las grandes piezas de los techos de las capillas que cubrían el sarcófago, colocadas allí para nuestra conveniencia al desmontarlas durante anteriores trabajos en la tumba. Así pues, tuvimos que transportarlas a la parte norte de la antecámara a fin de tener acceso a este almacén así como para permitir el transporte del material que contenía.

La puerta de esta habitación, que medía tan sólo 1,30 m. de altura y 95 cm. de anchura, había sido cegada con toscos fragmentos de caliza, encalados por la parte exterior. La capa de cal había sido marcada antes de secarse con numerosas impresiones de cuatro sellos funerarios distintos del rey. Cuando se descubrió tan sólo quedaba la parte alta del relleno, ya que los ladrones habían derribado la parte baja, abriendo una brecha que no fue reparada. Las inscripciones de los sellos de la parte alta del relleno dicen: la primera, «El Rey del Alto y Bajo Egipto, Nebkheprure, que pasó su vida haciendo imágenes de los dioses, que ellos le den incienso, libación y ofrendas todos los días». La segunda, «Nebkheprure, que hizo imágenes de Osiris y construyó su casa como en el comienzo». La tercera, «Nebkheprure, Anubis triunfante sobre los Nueve Lazos». Y la cuarta, «Su Supremo Señor, Anubis, triunfante sobre los cuatro pueblos cautivos».

En gran parte, si no en su totalidad, el desciframiento de estas impresiones de sellos, que se encontraban en muy mal estado, se debe a la ayuda del profesor Breasted y del Dr. Alan Gardiner. Durante los primeros días después del descubrimiento estos científicos las estuvieron estudiando bajo circunstancias muy difíciles.

Cuando los ladrones hicieron su incursión, como ya he dicho antes, hicieron un agujero en el relleno de la puerta y fue a través de este agujero como llevamos a cabo la primera inspección de esta habitación. De tamaño relativamente pequeño -4,27 m. de largo, 2,60 m. de ancho y 2,57 m. de alto- no tenía trazas de acabado alguno ni se había intentado decorarla. Estaba tallada toscamente en la roca y se construyó para cumplir su objetivo, esto es, servir de almacén. Las huellas del paso del tiempo eran evidentes; las paredes y el techo, tallados en la roca, estaban descoloridos por la humedad producida por saturaciones periódicas.

A pesar de sus vicisitudes, la historia de esta habitación es romántica. La escena que se ofrecía a nuestros ojos era sorprendente pero interesante. Sin duda aquella mezcla de materiales, amontonados con una insensibilidad y malevolencia imperdonables, revelaría una extraña historia si fuéramos capaces de descifrarla. Nuestras linternas arrojaron un haz de luz sobre su apiñado contenido, realzando muchos rasgos extraordinarios que resaltaban entre aquella confusión de enseres funerarios que se amontonaban hasta una altura de 1,25 a 1,50 m. aproximadamente. La luz iluminaba objetos extraños que yacían unos sobre otros, sobresaliendo de los más remotos lugares y rincones. Cerca de nosotros, cabeza abajo, había una gran silla, como un atril, decorada al gusto de la época. De un lado a otro de la habitación había armazones de camas que apenas se sostenían sobre los lados, parecidos a los que se usan hoy día en las regiones del Alto Nilo. En un rincón había una vasija y una minúscula figurilla le miraba a uno desde otro lado con expresión atónita. Había varios tipos de armas, cestas, jarras de cerámica y de alabastro y tableros de juego aplastados y mezclados con las piedras que habían caído del agujero practicado en la puerta sellada. En otra esquina, manteniéndose en equilibrio a gran altura, como indecisa, había una caja rota, repleta de delicados vasos de fayenza, a punto de caer en cualquier momento. En medio de una mezcla de todo tipo de utensilios y emblemas funerarios se alzaba un armario de patas delgadas, casi intacto. Entre cajas y debajo de objetos de varias formas había un barco de alabastro, un león y la figura de un íbice balando. Un abanico, una sandalia, un trozo de vestido y un guante hacían compañía a los emblemas de los vivos y de los muertos. De hecho esta escena parecía casi preparada con trucos teatrales para aturdir al que la mirase.

Al contemplar una cámara dispuesta y sellada por manos piadosas en una época pasada, uno se siente emocionado. Parece como si la misma naturaleza del lugar y de los objetos empujara al espectador a guardar un reverente silencio. Pero aquí, en esta cámara donde reinaba la más completa confusión, la emoción desapareció al darnos cuenta de la enorme tarea que se presentaba ante nosotros. Nuestra mente quedó inmersa en este problema y en la mejor manera de resolverlo.

El método que al fin tuvimos que adoptar para sacar de allí aquellas trescientas o más piezas fue, como mínimo, prosaico. Para empezar, había que procurar abrir el espacio suficiente para nuestros pies y esto hubo que hacerlo de la mejor manera posible, cabeza abajo, doblados sobre el umbral que en este caso estaba a más de un metro por encima del suelo. Hubo que Realizar esta incómoda operación con sumo cuidado a fin de evitar que un movimiento brusco produjera la avalancha de los objetos que se amontonaban fuera de nuestro alcance. Más de una vez nos vimos obligados a inclinarnos ayudados por una cuerda pasada por debajo de los sobacos y sostenida por tres hombres desde la antecámara, a fin de poder rescatar un objeto pesado colocado en una posición tal que el menor descuido hubiera provocado su caída. De este modo, sacando siempre el objeto colocado más arriba entre los que estaban a nuestro alcance, logramos entrar y sacar poco a poco los tesoros. Antes de extraerlos había que fotografiar, numerar y fichar todo objeto o grupo de objetos. Fue por medio de estos documentos que pudimos reconstruir hasta cierto punto lo que había ocurrido en aquella cámara.

Debo confesar que mi primera impresión fue que las posiciones de aquellos objetos no tenían significado alguno y que poco o nada íbamos a aprender de aquel desorden. Pero al avanzar nuestra investigación y sacar los objetos uno a uno, se hizo evidente que era posible obtener muchos datos acerca de su orden original y del caos que siguió. Evidentemente, la confusión hacía muy difícil la interpretación de los detalles y fue: un tanto desconcertante averiguar que por muy correctas que fueran nuestras deducciones, en pocos casos podían considerarse demostradas. Sin embargo, el análisis cuidadoso de los hechos que se nos ofrecían demostró un punto importante y era que en aquella pequeña habitación habían tenido lugar dos robos muy distintos. El primero, en busca de oro, plata y bronce, había sido realizado por los famosos ladrones de metales que saquearon las cuatro cámaras de la tumba en busca de este material transportable. El segundo robo fue evidentemente llevado a cabo por otro tipo de ladrón que buscaba tan sólo los valiosos aceites y ungüentos que contenían los numerosos vasos de piedra. También quedó claro que el anexo se destinó a almacén para aceites, ungüentos, vino y comida, al igual que otras cámaras semejantes de tumbas reales de la Dinastía XVIII. Sin embargo, en este caso se había colocado encima de su contenido apropiado el exceso de material perteneciente al ajuar funerario.

Según creo, este material que puede considerarse extraño fue colocado allí no por falta de espacio sino probablemente por no haberse seguido rigurosamente un sistema al colocarlo en la tumba. Por ejemplo, se recordará que en la antecámara había un montón de cajas oviformes de madera que contenían varias clases de carne. Según la tradición debieron ser colocadas en el anexo, pero se olvidaron de hacerlo por descuido y, habiéndose cerrado ya esta habitación, hubo que colocarlas en algún lugar conveniente en la antecámara, que, lógicamente, fue la última habitación de la tumba que se cerró. Además en este anexo encontramos parte de una serie de barcas funerarias y de figuras shawahti que hubieran debido ir en el tesoro.

A través de los datos recogidos podemos reconstruir más o menos la secuencia de acontecimientos tal como ocurrieron: primero se colocaron casi cincuenta jarras de vino en el suelo en el extremo norte de este anexo; a su lado se añadieron por lo menos treinta y cinco pesadas vasijas de alabastro que contenían aceites y ungüentos; junto a éstas, y algunas sobre ellas, había ciento dieciséis cestas de fruta. El espacio restante se llenó con otros muebles, tales como cajas, taburetes, sillas y camas, amontonados sobre todo ello. Luego se cerró y selló la puerta. Evidentemente esta operación se llevó a cabo antes de colocar nada en la antecámara, ya qué después de introducido el material que pertenecía a dicha habitación hubiese sido imposible trasladar nada al anexo ni cerrar la puerta.

Es evidente que cuando los ladrones de metales hicieron su primera incursión, se arrastraron por debajo del sofá Thueris de la antecámara, forzaron la puerta sellada del anexo, saquearon su contenido en busca de objetos metálicos transportables y fueron, sin duda, responsables en gran parte del desorden que encontramos en esta cámara. Más tarde -es imposible determinar cuándo- tuvo lugar un segundo robo. En este caso el objetivo eran los costosos aceites y ungüentos que había en las jarras de alabastro. Este último robo tuvo que planearse cuidadosamente. Como las vasijas de piedra eran demasiado pesadas y aparatosas para ser transportadas, los ladrones vinieron provistos de recipientes más convenientes, tales como bolsas de cuero o pieles de aguador, para llevarse su botín.[33] No había tapa de jarra que no hubiese sido arrancada, ni jarra que no hubiese sido vaciada. En las paredes interiores de algunas de estas vasijas, las que habían contenido ungüentos viscosos, pueden verse aún hoy día las huellas digitales de aquellos ladrones. Para llegar hasta esas pesadas vasijas, derribaron evidentemente los muebles que había encima de ellas y los apartaron de mala manera a un lado y a otro. Así, al comprender la causa, el lector se hará cuenta del efecto.

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