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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 14)



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El conocimiento de este segundo robo aclara un problema que nos había intrigado desde el principio del descubrimiento de la tumba. ¿Por qué, entre todo el ajuar funerario, se habían abierto vasijas de piedra casi insignificantes? ¿Por qué se habían dejado algunas de ellas vacías sobre el suelo de las habitaciones y por qué se habían sacado otras, dejándolas luego en el pasadizo de la entrada? Sin duda las grasas o aceites que habían contenido tenían en aquellos días mucho más valor de lo que podemos imaginar. También explica el porqué la tumba fue sellada dos veces, según daban a entender las huellas de la entrada sellada y la puerta interior del pasadizo. Creo también que los extraños cestos y las simples jarras de alabastro que había en el suelo de la antecámara provenían de este conjunto del anexo. Es evidente que proceden del mismo grupo y que los ladrones probablemente los sacaron de él para su conveniencia. La misma explicación puede aplicarse a la solitaria figura de shawahti que encontramos apoyada sobre la pared norte de la antecámara. Sin duda debe provenir de una de las cajas shawahti rotas que había en esta pequeña habitación, ya que en ella encontramos otras del mismo tipo.

La tradición señala que, según las costumbres funerarias, todo objeto que pertenece al ajuar de la tumba tiene un lugar destinado en ella. Sin embargo, la experiencia nos demuestra que por muy reales que fueran las reglas convencionales, raramente se llevaron a cabo rigurosamente. La falta de previsión en cuanto al espacio necesario o la falta de sistema al colocar el complicado ajuar en las cámaras de la tumba, eran más fuertes que la tradición. Nunca hemos encontrado el orden estricto, sólo un orden aproximado.

Tales fueron los hechos y las impresiones generales que recogimos durante la última fase de nuestras investigaciones en la tumba. Sería difícil, por no decir imposible, demostrar hasta qué punto la interpretación corresponde a hechos absolutos o al adorno de una conjetura. Sin embargo, puede decirse que es una interpretación bastante correcta de lo ocurrido. Si tuviera que exponer aquí todas las notas que tomamos durante la excavación misma a fin de esclarecer los datos, el lector se perdería inmediatamente en un laberinto de detalles oscuros y conflictivos a la vez y los árboles no nos dejarían ver el bosque. Por este motivo he expuesto lo que me parece ser un resumen apropiado de todos los problemas. Nada podrá ya cambiar el hecho de que en este lugar hemos encontrado pruebas de amor y de respeto mezcladas con el desorden y, en definitiva, el deshonor. A pesar de no haber compartido completamente el destino de otras muchas como ella e incluso de mausoleos más ricos, esta tumba fue saqueada, por dos veces, en época dinástica y en este caso bien pueden repetirse las palabras de Washington Irving: « ¿Cuál es la segundad de una tumba?». Personalmente creo que ambos robos tuvieron lugar pocos años después del enterramiento del rey. Hechos tales como el traslado de la momia de Akhenatón desde su tumba original en El-Amarna hasta al cámara excavada en la roca en Tebas, al parecer durante el reinado de Tutankhamón, y la restauración del enterramiento de Tutmés IV en el octavo año del reinado de Horemheb, después de la desaparición de sus tesoros, ayudan a esclarecer lo que ocurría en la necrópolis durante esta época. La confusión religiosa del Estado en aquellos días, el colapso de la dinastía, la retención del trono por el Gran Chambelán y probablemente regente, Ai, finalmente suplantado por el general Horemheb, son incidentes que podemos suponer que favorecieron el desarrollo de tales formas de pillaje. Debió de pasar bastante tiempo antes de que el victorioso Horemheb fuese capaz de restaurar el orden entre la confusión existente en este período, establecer su reino y reforzar las leyes del Estado. En todo caso, las pruebas ofrecidas por aquellos enterramientos y esta tumba demuestran que los sepulcros de los reyes sufrieron daños incluso durante su propia dinastía. De hecho lo admirable es pensar que esta tumba real, con todas sus riquezas, escapó al destino de las otras veintisiete que hay en el Valle.

VEINTIDÓS

Los objetos encontrados en el anexo

En el capítulo precedente he intentado describir el estado en que encontramos el anexo, la impresión que causó a los que lo contemplábamos y lo que debió ocurrir en él después de que lo cerraran, según se desprende de nuestras observaciones.

En este capítulo me propongo describir los principales objetos que pudimos salvar entre aquellos restos. Era sorprendente ver cómo algunos de los objetos más frágiles se habían conservado intactos a pesar de los malos tratos que habían sufrido. Por razones que expondré a continuación, dividiré el material en dos secciones.

Corriendo el riesgo de repetirme, he de volver a decir que aparte de los destrozos causados por los ladrones había claras indicaciones (casi podríamos decir pruebas) de confusión y falta de un sistema apropiado cuando los objetos fueron colocados allí en primer lugar. Por ello no podemos estar completamente seguros del uso a que se destinaban las diversas cámaras de la tumba; por otra parte, el plano de la tumba misma no es completamente ortodoxo, y ésta es muy estrecha. Así pues, todavía hay que analizar y comprobar muchos de los datos obtenidos sobre las diversas clases de objetos funerarios que los egipcios atribuían tradicionalmente a una cámara determinada. Sin embargo, podemos estar casi seguros de que este anexo no era más que un almacén para las provisiones, vinos, aceites y ungüentos. Por ello podemos considerar que los objetivos descritos en la Primera parte de este capítulo eran «intrusivos», ya que posiblemente no se los destinaba a esta habitación sino que los colocaron en ella por falta de espacio en otras cámaras. Según mi opinión, el segundo grupo, descrito en la Segunda parte, es lo que esta habitación debía contener según la tradición. Así pues, la división de este capítulo en dos partes se debe a la naturaleza misma del material.

Primera parte

De un lado a otro de la cámara, encima del montón de materiales, había tres grandes camas, parecidas a los modernos angarib del Sudán. Su estructura era de madera y la trama de cuerda, con un panel en el lado de los pies y patas delanteras y traseras en forma de felino. Una de las camas, de poca importancia, estaba rota en muchas piezas. La segunda de ellas, de ébano dorado, aunque no muy buena en cuanto a artesanía, se encontraba en un estado bastante aceptable. Pero la tercera, de ébano tallado recubierto con gruesas láminas de oro, se encontraba casi como nueva, a excepción de una ligera curvatura, debida a haber pasado tanto tiempo echada sobre una superficie irregular. Los detalles de esta cama son tal vez mejores que los de ninguna otra encontrada en la tumba. Era, evidentemente, del estilo de El-Amarna; la decoración consistía casi exclusivamente en motivos florales, compuesta especialmente de guirnaldas de pétalos y frutos, ramilletes, manojos de papiros y juncias de puntas rojas, labrada y repujada en oro bruñido, y simbolizaba el Alto y el Bajo Egipto. Es interesante destacar que los bastidores transversales que había debajo de ella eran curvos al efecto de que la trama de cuerda no se aflojara cuando se dormía en ella.

En el extremo sur de la habitación, debajo de un montón de enseres de todas clases, encontramos otra cama muy interesante, ésta plegable, hecha a propósito para viajar. Estaba hecha de madera muy ligera pintada de blanco y se parecía mucho a las que acabamos de describir, pero se doblaba convenientemente por medio de gruesas bisagras de bronce, quedando reducida a un tercio de su tamaño.

A continuación me referiré a diversas piezas y muebles que nos son familiares: sillas, taburetes, apoyos para los pies y un almohadón, que eran atributos de los derechos señoriales y, en aquel período, emblemas de autoridad.

En la esquina sudeste, entre la pared y una de las camas, había una silla, o sería mejor llamarla faldistorio, vuelta del revés; esta silla puede compararse con el famoso trono aparecido en la antecámara. No hay nada que nos indique su posible utilidad, pero la extrema complicación de sus detalles y su austera apariencia sugieren que se trata de un tipo de silla completamente distinto. En realidad, por su apariencia parece poder servir tan sólo como sillón del trono, al igual que el de la antecámara, ya que es demasiado rico y decorado para su uso ordinario en una casa. De hecho parece tratarse de un trono eclesiástico que el rey usaría al presidir ceremonias como máxima autoridad espiritual; en muchos aspectos se parece a la silla de un obispo o faldistorio, usadas hoy en día en las catedrales. A pesar de ser plegable, ya en aquellos tiempos habían logrado hacerla completamente rígida y con un apoyo para la espalda.

El asiento es ancho y curvado, como si fuera de piel flexible, y está hecho con incrustaciones de marfil, de formas irregulares, imitando las manchas multicolores de una piel animal. Sin embargo, la parte central del asiento está decorada con una serie de pequeños paneles rectangulares de marfil teñido a fin de representar otras pieles diferentes, incluyendo la del guepardo. El asiento se sostiene sobre patas cruzadas, como las de las sillas plegables; son de ébano tallado con incrustaciones de marfil en forma de cabeza de pato y cubiertas en parte con láminas de oro. Entre el bastidor y las patas hay un adorno calado de madera dorada que simboliza la unión de los «Dos Reinos», el Alto y el Bajo Egipto, casi todo él arrancado por los ladrones de tumbas de la época dinástica en su búsqueda por el botín.

La parte superior del panel de la espalda de la silla, que es curvado, está recubierta con láminas de oro y ricas incrustaciones de fayenza, vidrio y pedrería. La decoración incluye el nombre y el disco de Atón (el prenombre Atón del rey), así como el buitre Nekhbet, que sostiene abanicos hechos con una sola pluma de avestruz. Debajo de estos emblemas hay una serie de listones incrustados que rodean paneles de marfil y de ébano, con varios de los títulos del rey inscritos en ellos. Estas inscripciones son de gran interés porque dan las dos formas del nombre del rey Atón y Amón, y en ningún caso se ha intentado borrar la forma Atón. Así, pues, este faldistorio constituye un importante documento histórico en cuanto a las vacilaciones político-religiosas de este reinado, ya que por el hecho de que los elementos Atón y Amón aparecen uno al lado del otro, se puede deducir que la vuelta del joven rey a la antigua fe de Tebas fue una transición gradual y no espontánea.

Para dar mayor rigidez a esta silla se colocaron listones verticales en la espalda, el asiento y las patas traseras, todo ello por su parte posterior. La barra posterior y los listones tienen incrustados los diversos apelativos del rey e incluso la forma Atón de su nombre. La parte posterior del respaldo de la silla está cubierta con una lámina de oro; en ella vemos repujado un gran buitre Nekhbet con las alas caídas y rodeado de varios epítetos laudatorios.

Los listones de refuerzo de esta silla han perdido en gran parte su utilidad al hincharse con las periódicas saturaciones de humedad que la tumba ha experimentado y sus espigas no encajan en las muescas de ensamblaje. Así pues, esta pieza, símbolo de la autoridad real, nos presentó muchos problemas en cuanto a su reparación, aunque sólo fuera para permitir su traslado en buenas condiciones desde la tumba hasta el Museo de El Cairo. Con esta silla apareció un taburete para los pies a juego con ella, cuya riqueza en elaboración era paralela. El taburete era de madera recubierta con cerámica vidriada de color violeta y con incrustaciones de marfil, vidrio y pedrería. En el panel superior había una decoración con los nueve pueblos extranjeros enemigos de Egipto, un tema tradicional, labrados en oro, marfil y madera de cedro, todo ello dispuesto de tal modo que los pies del rey descansaran sobre los enemigos de Egipto.

Había también una sillita blanca, procedente tal vez de las habitaciones de los niños en el palacio real, con el respaldo alto y patas zoomorfas que presentaban un efecto cómico y sin embargo patético, ya que estaba vuelta del revés y mezclada con tan bajos objetos como jarras de aceite y vino y cestas de fruta con las que se vio obligada a convivir. Como el taburete que tenía una decoración dorada entre el asiento y las patas, se encontraba entre las camas de la familia real. Debajo del umbral de la cámara había otro taburete, también pintado de blanco, pero en este caso con tres patas y asiento semicircular, aplastado por pesadas vasijas de piedra. Esta pieza, algo recargada, tiene el asiento de madera, con representaciones de dos leones atados, con la cabeza de uno junto a los pies del otro. El borde está decorado con un motivo de espirales. Al igual que los demás que acabamos de describir, este taburete tenía un adorno colocado en el espacio entre las barras que refuerzan el bastidor de las patas, que es tradicional en la decoración de los tronos: representaba los «Dos Reinos», el Alto y el Bajo Egipto, unidos por la monarquía. Además de su curiosa forma, esta pieza tiene un detalle peculiar que la convierte en única en algunos aspectos: la mayoría de las sillas y taburetes egipcios tienen las patas en las formas tradicionales de bóvido o felino y, a veces, de cabeza de pato, mientras que las de este taburete son patas de perro. A pesar de estar muy deterioradas, y descoloridas, estas sillas y taburetes todavía conservan restos de su aspecto original.

Frente a la puerta, sobre el material amontonado junto a la pared oeste había una silla de fibras vegetales, destinada al jardín. El asiento y la espalda estaban cubiertos con papiros pintados y los lados del bastidor estaban bordeados con tiras del mismo material. La decoración pintada en el respaldo consistía en pétalos de loto y la del asiento en los «Nueve Lazos», o sea, prisioneros asiáticos y africanos llevando complicados atuendos. Las fibras vegetales (casi todas eran tallos de papiro), así como los papiros que las cubrían estaban demasiado estropeadas y sólo pudimos salvar algunos fragmentos.

También había varios taburetes para los pies, en miniatura y de forma rectangular, amontonados en diversos lugares. Eran de madera de cedro o de ébano, y uno de ellos era de una combinación de ambas maderas con adornos de marfil. Sus dimensiones los hacen apropiados tan sólo para niños. Había también un almohadón como los que usamos hoy día, de gran interés. Por desgracia, era evidente que había sido muy maltratado, pero quedaba lo suficiente para mostrar que sin duda había servido para alguna ceremonia. Aunque era de fibras vegetales cubiertas con un lienzo liso, estaba decorado con complicados motivos hechos a base de brillantes cuentas policromadas en los que se veían enemigos extranjeros atados alrededor de una roseta central. Este motivo, que es muy tradicional y que se usaba generalmente en el antiguo Egipto en esteras y taburetes para los pies, estaba rodeado de guirnaldas. A los lados del almohadón había un motivo de cuentas, parecido a un encaje. Evidentemente los taburetes eran para los pies del rey; tal vez este almohadón se destinaba a sus rodillas. En el centro de la cámara, entre otras cosas, había un armario, colocado en posición muy precaria. Tenía unos 58,5 cm. de altura y se sostenía sobre cuatro patas muy delgadas. Se trata de una de estas raras piezas antiguas que tienen todo el encanto de los muebles egipcios más ligeros y, al mismo tiempo, todo el aspecto de lo que nos complacemos en llamar artesanía moderna. Sus ricos paneles, de madera de cedro de color rojo oscuro, son muy lisos. Sus montantes, listones y barras de marfil tienen incrustados títulos laudatorios y otras apelaciones del rey en escritura jeroglífica y entre la base del armario y las patas hay un friso calado que simboliza «Toda la Vida y la Buena Suerte», a base de emblemas alternados de oro y ébano. La tapa se levanta por medio de bisagras de bronce colocadas en el listón superior de la parte posterior de la vitrina. En los paneles superior y frontal hay unos botones dorados a los que originalmente se ataba una cuerda con un sello. A juzgar por el cartel inscrito en caracteres hieráticos que había en un panel de otro armario que encontramos en esta cámara, este mueble estaba destinado probablemente a las mejores prendas de lino del rey. Sin embargo su contenido había sido esparcido, o tal vez robado, y en su interior sólo encontramos apoyos para la cabeza, de gran calidad, colocados allí evidentemente después del robo.

El primero de estos apoyos es un ejemplar magnífico de talla de marfil, tal vez la mejor pieza de arte simbólico del Imperio Nuevo egipcio descubierta hasta la fecha. Además de haber conseguido un color especial por el paso de los años, está perfectamente conservada. El tema de su diseño parece ser una idea de la religión oficial y se basa en uno de los primeros conceptos acerca del «cosmos», por la cual todas las cosas tenían un lugar adecuado. El mito que representa concibe a Geb y Nut, el dios de la tierra y la diosa del cielo, como marido y mujer, separados por su padre Shu, el dios de la atmósfera. La figura cariátide de Shu se colocó entre la tierra y el cielo, levantando a la diosa de este último hacia lo alto, junto con todos los dioses creados hasta el momento. Nut, la diosa del cielo, tomó posesión de los dioses, los contó y los convirtió en estrellas. En los extremos este y oeste de la tierra (o sea, el pie del apoyo) se ven los leones del «Ayer y el Mañana». Probablemente simbolizan la salida y la puesta de Ra, el dios-sol progenitor de todos los seres, mortales e inmortales, o tal vez representen las idas y venidas de Osiris, el muerto. La figura de Shu, la atmósfera, que levanta los cielos hacia lo alto y las de los dos arit, leones de los horizontes del Este y del Oeste, están llenas de dignidad. El observador no puede dejar de notar la serenidad de esta pieza, al parecer inspirada por la idea agradable y feliz de que el rey, al descansar, pondría su cabeza en los cielos y tal vez se convertiría en una estrella del firmamento. El segundo apoyo para la cabeza tiene la forma de un taburete plegable en miniatura, tallado en marfil de color. Aunque es un magnífico ejemplo de gran artesanía, no tiene la suprema dignidad del primero. En cambio, en él encontramos el gusto por lo grotesco, ya que su rasgo sobresaliente es la cabeza del odioso demonio masculino Bes, teñida de color verde oscuro; se trata de un dios familiar que se veneraba supersticiosamente y que era un enano cuyo deber era divertir a los dioses con su tambor y cuidar de los hijos de éstos. El tercer apoyo era de rico lapislázuli azul. En él lo estético reemplaza a lo simbólico, ya que sus rasgos principales son la audacia de la forma y la riqueza del colorido (lapislázuli azul adornado con oro). El cuarto apoyo se parece a este último y está tallado en vidrio opaco de color turquesa, con un friso de oro estampado alrededor de su pie. Estos apoyos para la cabeza pertenecen al equipo que requería el ritual funerario egipcio y que se proporcionaba al muerto para su provecho en el futuro. Los artistas de palacio, aún dentro de los límites de lo convencional, parecen haberse recreado en hacerlos lo más simples y bellos posible para su señor, el rey. No tienen igual: cada pieza ofrece algún rasgo sobresaliente que lo distingue del tradicional cojinete Urs, que el Libro de los Muertos prescribe «para levantar la cabeza del Yacente».

Entre muchas arquetas ornamentales encontramos una muy maltrecha pero de gran belleza, colocada junto a la pared norte de la cámara. La tapa había sido arrojada en un rincón, mientras que la caja en sí yacía en otro y sus patas y paneles habían sido dañados por el peso del material colocado encima de ella. Aunque su decoración se compone de una plancha de marfil con un fino relieve tallado como las primitivas monedas griegas y pintado con colores sencillos, tenía bordes con incrustaciones de fayenza y calcita semitransparente y puede considerársela de igual categoría que el cofre pintado que apareció en la antecámara. El panel central de la tapa es evidentemente obra de un maestro, aunque no lleve su firma, pero en contradicción con las escenas bélicas del cofre pintado, en este caso los motivos son de carácter doméstico. Representan al joven rey y a la reina en un pabellón engalanado con enredaderas y festones de flores. La pareja real lleva collares de flores y vestidos semioficiales, mirándose el uno al otro. El rey, apoyado ligeramente en su bastón, acepta los ramos de papiro y flores de loto que le ofrece su consorte. En un friso, debajo de ellos, dos muchachas de la corte recogen flores y frutos de mandrágora para sus señores. Por encima de los reyes hay breves inscripciones: «El Hermoso Dios, Señor de los Dos Países, Nebkheprure, Tutankhamón, Príncipe de la Heliópolis del Sur, semejante a Ra». «La Gran Esposa Real, Señora de los Dos Países, Ankhesenamón. Que viva largamente». Los temas de los paneles laterales y el del posterior pertenecen a la caza y se componen de frisos de animales y del rey y la reina cazando y pescando, muy parecidos a la escena que había sobre la pequeña capilla que encontramos en la antecámara. En cuanto a lo que contenía cuando se la colocó en la tumba, sólo podemos hacer conjeturas.

También había tres baúles pequeños que son un interesante testimonio de la juventud del rey. Sus piezas estaban esparcidas aquí y allá; tenían armellas de bronce para sujetarlos, como si fueran canastos y evidentemente se los destinaba a usarlos durante viajes, ya fuera atados sobre el lomo de un animal de carga o a hombros de un esclavo. Los paneles son de madera de cedro, enmarcados con ébano e incrustados con ébano y marfil. Las cartelas inscritas en las tapas nos cuentan que eran «Los baúles de lino de Su Majestad cuando era joven»y que contenían (me imagino que ésta era otra cartela) incienso, goma, antimonio, algunas jarras y saltamontes de oro. Encontramos trozos de incienso y goma (resina), polvo de antimonio y jarritas de fayenza, oro y plata esparcidas sobre el suelo de la cámara, pero nada que se pareciese a un saltamontes de oro.

Pocos objetos tenían el interés especial de una caja hecha expresamente para los tocados del rey, que estaba tirada entre un montón de tinajas en el extremo norte de esta habitación. Su carácter doméstico hace que todo el mundo pueda apreciarla. Es un legado de la vida diaria en el pasado, y puede decirse que se trata del prototipo de la sombrerera actual. Salvo por una simple decoración de fayenza azul y amarilla y de calcita semitransparente que rodea todos sus paneles, es una caja rectangular de madera lisa, con tapa de bisagras que contenía un grueso soporte para un gorro. En el fondo de la caja encontramos los restos del gorro del rey. Era de tela fina adornada con cuentas de oro, lapislázuli, cornerina y feldespato verde. Por desgracia, el paso del tiempo había descompuesto la tela sin permitir su reconstrucción. Sin embargo, hay datos suficientes de su esplendor original para permitirnos reconstruir el orden de las cuentas y obtener una idea aproximada de la forma original del gorro. Por extraño que parezca, el letrero de la tapa decía: «Lo que hay aquí», y mencionaba: «Shawabtis». Ello nos lleva a creer que por alguna razón (tal vez por economía) se habían colocado aquí algunas de las estatuillas funerarias en la época del funeral. O tal vez en este caso no hemos traducido la palabra correctamente.

Sobre las piezas que acabamos de describir había otras siete cajas rotas. A excepción de un baúl, las demás eran de factura algo tosca. Mencionaré las que tenían un interés especial. La primera era un baúl construido mucho más sólidamente que ninguna otra caja encontrada en esta tumba y lo que quedaba de su contenido nos dice bastante sobre las ocupaciones y diversiones de los niños en el Imperio Nuevo egipcio. Su interior contenía complicados compartimientos, con cajones en forma de cajita que se deslizaban uno sobre el otro, cada uno provisto de una tapa. Estos compartimientos estaban muy maltrechos ya que habían sido arrancados por manos impacientes por conseguir cualquier material valioso que pudiera contener. Al parecer este baúl se destinaba a chucherías y juguetes de la juventud de Tutankhamón, pero por desgracia todo lo que contenía estaba revuelto y muchos de los objetos estaban por el suelo. Entre lo que recogimos había: varios brazaletes y ajorcas de marfil, madera, vidrio y piel; tableros de juego de bolsillo, hechos de marfil; hondas para tirar piedras; guantes; un «encendedor»; algunos brazales de arquero hechos de cuero, para proteger la muñeca izquierda del golpe de la cuerda del arco; juguetes mecánicos; algunas muestras de minerales e incluso pigmentos y tarros de pintura del joven pintor. El exterior de este baúl estaba decorado con los nombres y títulos del rey así como dedicatorias a los diversos dioses. Su tapa se abría por medio de gruesas bisagras de bronce; el cierre de botón que había en la tapa tenía una muesca en la parte interior que hacía que si cerrábamos la tapa y girábamos el botón, ésta quedaba perfectamente cerrada. Según creo, este pequeño mecanismo es el cierre automático más antiguo que conocemos hasta la fecha. El baúl, que mide unos 65 cm. por 33 cm. por 26,25 cm., tiene cuatro patas cuyos extremos están recubiertos de bronce y en el centro del marco del panel posterior lleva un amuleto Ded de gran tamaño, hecho de madera, que significa «estabilidad».

La idea de masculinidad que proporciona el poseer útiles relacionados con el fuego, la caza o la pesca, tales como el equipo para hacer fuego y hondas para tirar piedras, era al parecer tan agradable al joven de aquellos tiempos como para el muchacho de nuestra época. Aquellos antiguos egipcios no conocían materiales combustibles tales como el fósforo y el azufre que se incendian fácilmente al frotarlos sobre una superficie áspera, natural o artificial, ni conocían agentes tales como el pedernal y el hierro con una mecha. Su «encendedor», o sea, su método de hacer fuego, fue muy rudimentario durante toda su historia, desde la Dinastía I hasta la XXX. Producían fuego haciendo girar rápidamente un palo sobre un agujero redondo hecho en cualquier pieza de madera apropiada que permanecía fija. Para ello aplicaban el principio del taladro de arco que les era muy familiar. La rotación se conseguía por medio de un arco que se mecía hacia adelante y hacia atrás, habiendo atado su correa alrededor del mando del taladro en el que iba el palo de hacer fuego. A fin de mantener fijo el taladro se clavaba su extremo superior en un mango de piedra, marfil o ébano o, a veces, en la baya de una nuez Dom que, cortada por la mitad, producía dos mangos de taladro. Se hacían los agujeros en los que giraba el palo lo más cerca posible del borde del bloque de madera, a fin de facilitar que la chispa prendiera fácilmente en la mecha. En el «encendedor» de Tutankhamón los agujeros para el palo habían sido cubiertos con resina para provocar la fricción y facilitar con ello la producción de calor.

La honda, para cazar o como arma ofensiva, fue probablemente el primer útil conocido por el hombre por medio del cual se conseguía aumentar la fuerza y distancia de tiro del que la usaba. Aunque el primer caso documentado del uso de la honda como arma de guerra data del siglo VII a. C., su uso debió de ser continuo en Egipto desde tiempos primitivos hasta el presente, siendo empleado hoy día por los muchachos campesinos encargados de evitar que los pájaros coman las cosechas de cereales. Aquí, en este cajón de los juguetes de un muchacho del siglo XIV a. C., la honda ya ha evolucionado: ya no es de cuero, sino de hilo trenzado, formando una bolsa muy bien hecha, con un lazo en el extremo de una de las cuerdas para atarlo al dedo meñique, mientras que la segunda cuerda se dejaba sin atar para que colgara entre los dedos pulgar e índice al disparar el proyectil. Al parecer, para acertar con la honda no sólo había que usar una piedra del tamaño adecuado, sino que había que soltar la cuerda en el momento apropiado a fin de asegurar la dirección y la distancia. Tal vez ello explique la presencia de algunos guijarros que encontramos entre los escombros en el suelo de esta cámara. Este tipo de honda es el mismo que el que usaban hasta hace poco los aborígenes Sakai y los malayos en las junglas de Malasia.

Entre los brazaletes y ajorcas del joven rey hay uno de un interés histórico especial. Está tallado de una sola pieza de marfil y lleva tallados alrededor del bisel superior varios animales de caza. La fauna representada incluye el avestruz, la liebre, el íbice, la gacela y otros antílopes, así como un podenco persiguiendo a un caballo, lo qué prueba que ya entonces se permitía al caballo doméstico correr en libertad por las pairidaezas, casi como los caballos que se dejaban en libertad en nuestras antiguas posesiones reales, el «New Forest». También había dos pares de brazaletes de fayenza con los nombres de los antecesores de Tutankhamón, Akhenatón y Semenkhare.

Más adelante hablaré de los pequeños tableros de juego cuando me refiera a otros de mayor categoría que encontramos en esta habitación.

Había también otra caja, de tosca factura y pintada de rojo, digna de mención. Estaba rota pero aún contenía gran número de delicados vasos de fayenza azul claro. La encontramos apoyada en lo alto de la pared que había frente a la puerta; uno de sus lados había caído, pero, afortunadamente, las vasijas que sobresalían de ella estaban tan bien encajadas la una en la otra que no podían caerse. Fueron nuestra mayor preocupación mientras sacábamos los objetos de aquella habitación ya que cualquier movimiento brusco hecho antes de que pudiésemos llegar hasta ellas las hubiera hecho caer, rompiéndose en mil pedazos. Esta caja parece haber sido la pareja de la que encontramos en la antecámara (N.° 54) que también contenía vasijas parecidas de fayenza de color lapislázuli. Frente a la puerta, sobre un montón de cestas, había otra parecida, ésta sin tapa; contenía gran cantidad de miniaturas de patas delanteras de un animal bovino, hechas de fayenza azul claro y azul oscuro. También había un montón de objetos, extrañamente mezclados, como tirados dentro de la caja, sin cuidado alguno: dos trajes de gala muy arrugados, un par de guantes, un par de sandalias de mimbre y una paleta ritual de vidrio de color azul turquesa que evidentemente no pertenecía a esta caja. No sabemos qué clase de amuleto representan las patas de animales hechas de fayenza.

A juzgar por la información que obtuvimos por el contenido de las cajas que encontramos en esta habitación y las de la antecámara, las ropas iban en los cofres de mejor calidad, que mencioné antes, mientras que las cajas más toscas contenían, cuando las colocaron en la tumba, cerámicas y objetos diversos que encontramos esparcidos en esta cámara y en las otras.

Los dos vestidos que he llamado «trajes de gala» parecen ropajes oficiales eclesiásticos, una especie de dalmática como la que llevan los diáconos y obispos de la Iglesia Cristiana o los reyes y emperadores en las ceremonias de coronación. Desgraciadamente su estado de conservación deja mucho que desear. En primer lugar, como acabamos de ver, habían sido amontonados y apretujados en la caja junto con un montón de objetos diversos. En segundo lugar, se habían estropeado mucho con la humedad producida por las saturaciones que llenaban periódicamente la tumba desde época antigua. Sin embargo, a pesar de haber sido tan maltratados y de haberse deteriorado tanto, todavía conservaban rasgos de su belleza primitiva. En su estado original debieron de ser hermosas prendas, de gran colorido. Eran anchos y largos, con adornos de tapicería con flecos a ambos lados. Además de estos adornos uno de ellos tenía bordadas palmetas, flores del desierto y animales, sobre un ancho dobladillo. Uno de los vestidos, de diseño muy simple, tenía mangas estrechas como las de las túnicas; el otro, que tenía la tela tejida con diseños de rosetas de colores y con flores y cartelas sobre el pecho, llevaba tejido alrededor del cuello un halcón con las alas desplegadas y a lo largo del frontal del vestido iban tejidos los títulos del rey.

No puedo alardear de ser un experto en la historia de tales vestidos, pero como descubrí un fragmento de un ropaje similar en la tumba de Tutmés IV con el nombre de Amenofis II, puede deducirse que este tipo de prendas eran comunes entre los faraones. Tal vez los llevaban en ocasiones especiales, tales como ritos religiosos, una consagración o coronación solemne, y eran símbolo de alegría, como la dalmática que se coloca sobre un diácono al conferirle la orden religiosa. En dicha ceremonia el obispo celebrante repite las siguientes palabras: «Que el Señor te vista con la Túnica de la Alegría y la Vestidura del Júbilo». Por otra parte estas prendas pueden haber tenido el mismo origen que la vestidura romana de la que deriva la dalmática, un ropaje litúrgico de la Iglesia Cristiana. Durante el período romano-egipcio (desde el siglo I al IV d.C.) se usaban en Egipto vestidos parecidos a éstos y el profesor Newberry ha adquirido un fragmento de una prenda similar, también de hilo tejido, que data de la época árabe (sultán Beybars, siglo XIII d.C.) cuyo diseño es casi idéntico al fragmento que poseemos del vestido de Amenofis II, perteneciente al siglo XIV a. C.

Había también un par de guantes de tapicería, doblados con cuidado y mucho mejor conservados. Posiblemente iban con los vestidos,[34] y su tejido era parecido al de éstos, con un dibujo brillante en forma de escamas y con un friso en la parte de la muñeca compuesto de capullos y flores de loto alternados. El dobladillo era de lino liso, con unas cintas para atarlos a la muñeca. Aunque su tela se encontraba en mejor estado que el de las dalmáticas, eran muy frágiles, como pulverizados; sin embargo, gracias a los buenos consejos del Dr. Alexander Scott en cuanto a su tratamiento químico pudimos restaurar la pobre condición de las dalmáticas y desdoblar con éxito uno de los guantes para poder exhibirlo.

Las demás cajas de pobre aspecto estaban vacías y demasiado estropeadas para merecer su descripción.

Entre este montón heterogéneo de muebles encontramos dos curiosas cajas de madera. Una de ellas tenía la forma de una capilla pequeña, de unos 65 cm. por 5,75 cm. por 4,50 cm., y al parecer había contenido el modelo de la medida de un codo hecho con metal. Naturalmente los ladrones se habían llevado el codo debido al valor del metal, privándonos así de un dato valiosísimo acerca del auténtico sistema lineal de medidas que se empleaba en aquella época y que, por lo que sabemos, debió de ser una unidad de unos 52,304 cm. con siete palmos de 7,472 cm. y veintiocho dígitos de 1,868 cm. La otra caja, a juzgar por su tamaño, forma y factura, era evidentemente un baúl sin importancia para arcos, flechas y tal vez otros proyectiles. En ella encontramos muchas clases de arcos, flechas, palos y bumeranes, todo muy revuelto. Sin duda los arcos y flechas pertenecían a ella, pero es posible que los bumeranes procedieran de otra de las cajas que acabamos de mencionar. Más adelante los describiré junto con otros que se encontraban desparramados por todo el interior de la habitación.

En el suelo había un objeto extraordinario y frágil, hecho de alabastro (calcita) y casi intacto. Se trata de una barca que flotaba sobre un aljibe, muy decorado. Lo llamo el «centro de mesa»: ¿qué otra cosa puede ser? Está tallado en alabastro semitransparente, grabado y pintado con guirnaldas de frutos y flores, como para figurar en un banquete o alguna clase de celebración. Además de su interés, esta pieza tiene algo de maravilloso, ya que no es sino otra luz que la oscuridad de la tumba arroja sobre el desaparecido pasado. Su tamaño no es muy grande, de unos 69 cm. de altura y 71 cm. de longitud total. El aljibe tiene forma de pedestal o peana y se levanta sobre cuatro patas cilíndricas; está vaciado para poder colocar en él agua y flores, con una isla en el centro que sostiene la barca de alabastro. La barca es de forma curva, con fondo redondeado; tanto la proa como la popa se levantan formando una curva y tienen en la punta la cabeza de un íbice. En el centro de la embarcación hay un entoldado sostenido por cuatro complicadas columnas en forma de papiro que cubre lo que parece ser un sarcófago abierto. Tal vez representa la barca funeraria para el viaje celestial del «Buen Dios», el rey. Sobre la proa hay la figura encantadora de una muchacha desnuda, mirando hacia adelante, en cuclillas y sosteniendo una flor de loto sobre su pecho. En la popa, gobernando la barca, hay una esclava de baja estatura, que nos recuerda los enanos que Herodoto dice que había en la popa de los barcos fenicios. Esta pequeña enana acondroplásica, con los pies hacia adentro, es un ejemplo tan raro en tanto que objeto de arte como lo es para la investigación médica. El tallista de la corte ha labrado tanto las figuras femeninas como las cabezas de íbice de esta extraordinaria pieza con una belleza y exactitud admirables. Lord Movnihan, el famoso cirujano, dice acerca del aspecto médico de la esclava que dirige la barca:

«La acondroplasia es una enfermedad congénita de causas inciertas. Las deformaciones que produce son tan distintivas que la apariencia de una persona afectada por ella es característica de todos los casos. El acondroplásico es de baja estatura y desarrollo muscular v óseo robusto. La cabeza es grande, la frente ancha y alta y sobresale tanto del resto de la cara que produce una profunda cavidad en la base de la nariz. Las ventanas de ésta son grandes y abiertas; la mandíbula inferior, asertiva. El cuerpo es largo en comparación con las extremidades; la espina lumbar forma una curva muy acusada hacia dentro, haciendo protuberante el abdomen; los brazos y piernas son cortos y las manos y pies son anchos y fuertes. Los artistas nos han retratado típicos ejemplos desde las épocas más antiguas. En el antiguo Egipto el dios Bes, «el que divierte e instruye a los niños» y el dios Ptah (Pataikos, hijo de Ptah) muestran todos estos atributos. En los tapices de Bayeux el enano Turold es un ejemplo bastante claro Velázquez pintó varios, ya que muchos acondroplásicos eran enanos de corte. Nicolás Pertusato es un ejemplo perfecto. A menudo los artistas nos pintan enanos a cargo de anímales. Tiépolo nos muestra acondroplásicos con perros y un león. El más antiguo es una escultura mural en Saqqareh, en la que vemos a un acondroplásico llevando un mono casi tan grande como él. El acondroplásico que vemos en esta barca de alabastro es femenino. La enfermedad e mucho más corriente entre los hombres. Los pies se dirigen hacia adentro por lo que para avanzar debía de levantar un pie por encima del otro.»

Lord Movnihan añade: «Las deformaciones corporales y faciales características están maravillosamente retratadas en esta pieza».

Hasta ahora no hemos podido encontrar nada que nos ayude a esclarecer el significado de este monumento: es una reliquia de tiempos pasados, de maneras y costumbres a los que las nuestras no se parecen en nada. Si pertenece a la serie de reproducciones de barcas funerarias como las que encontramos en el tesoro y de las que hallamos aquí muchas de madera, muy dañadas, la consecuencia lógica es que pertenece al grupo de objetos meramente rituales que requería la costumbre. Pero, por lo que podemos ver, parece ser simplemente imaginativa, como la barca de plata encontrada entre las joyas de Kames y de Aahhetep, razón por la cual me inclino a creer que era un adorno palaciego y no una pieza destinada a uso funerario.

Otra pieza interesante y de gran atractivo era una vasija de plata de unos 13,5 cm., en forma de granada, posiblemente dejada caer u olvidada por los ladrones de tumbas. Como la plata tenía cierta cantidad de oro, el metal se ha conservado casi en su estado original. Tenía cincelada una franja de centaureas y de hojas de olivo y llevaba guirnaldas de pétalos de loto y de amapolas en el cuello y los hombros. Por su aspecto la vasija es lo bastante moderna como para parecer obra de los plateros de la época de la reina Ana y si no supiéramos su procedencia ninguno de nosotros se atrevería a decir que pertenece al siglo XIV a. C.

Por todos los rincones de esta habitación encontramos tableros de juego y fichas de todas clases; algunas de ellas aparecieron incluso en la antecámara donde las habían dejado caer los ladrones de época dinástica. Los tableros eran de tres tamaños distintos: grandes, medianos y pequeños, unos para la casa y otros de bolsillo. Estos últimos, muy pequeños y hechos de marfil liso, procedían del baúl de objetos diversos que ya hemos descrito. Al parecer, su presencia en la tumba se explica por algún precedente mítico que el muerto esperaba poder repetir en la vida futura (véase el capítulo XVII del Libro de los Muertos). Sin embargo, por lo menos los más pequeños, parecen haber sido pasatiempos de la vida diaria. El tablero mayor y más importante, de 54,6 por 28 por 18 cm., iba colocado sobre una hermosa peana de ébano negro construido en forma de taburete, encima de un trineo y con las garras y «cojinetes» de las patas decorados con oro. El tablero, o mejor dicho mesa de juego, ya que se trataba simplemente de un juego de azar, era también de ébano, aunque con las superficies superior e inferior recubiertas de oro, y de forma rectangular. El tablero de tamaño mediano medía unos 28 cm. por 9 cm. y por 5,75 cm.; tenía chapas de marfil incrustadas en la madera y estaba bellamente decorado con esculturas pintadas y bordes dorados. Cada juego se dividía en treinta cuadrados iguales, dispuestos en tres filas de diez, yendo las tres tiras en sentido longitudinal, y constaba de diez fichas parecidas a los peones del ajedrez, pintadas de blanco y de negro (o sea, cinco para cada contendiente), que se movían por medio de complicadas tiradas determinadas ya por una especie de dados parecidos a los huesos de los nudillos o por unos palitos blancos y negros que se tiraban, habiéndose acordado diferentes puntuaciones según el modo en que caían. Evidentemente este juego es una forma primitiva o muy estrechamente relacionada con un juego moderno llamado «El-Tab-el-Seega», que se practica en todas partes en el Próximo Oriente, a través del cual hemos podido averiguar las reglas de sus antiguos paralelos. Se jugaba de acuerdo a unas reglas pero lo decidía la suerte y aunque no requería gran habilidad, proporcionaba un pasatiempo divertido y emocionante. Casi me atrevería a decir que los juegos modernos tales como el «Seega» o las damas o el ajedrez derivan probablemente de juegos de azar como los que encontramos de vez en cuando en antiguas tumbas egipcias y que están tan bien representados en este ajuar.

Casi invariablemente esos tableros o cajas contenían dos juegos distintos: uno de tres filas de diez cuadros en la parte superior, que acabamos de mencionar, y otro de tres filas de cuatro cuadros que partían de una «salida» de ocho cuadros en la parte inferior. Los peones o piezas de juego del tablero mayor han desaparecido: posiblemente eran de oro y plata y por ello fueron robados en época antigua. Los más pequeños, al ser de marfil, tenían poco valor ante los ojos de los ladrones de metales y por esta razón están completos.

También había algunos abanicos de plumas de avestruz que recuerdan los flabelos que todavía se usan en las procesiones papales en Roma, como los que se vieron en la Procesión Eucarística de Su Santidad el Papa en julio de 1929. Estos abanicos, como los flabelos pontificios, eran llevados por sirvientes en las procesiones faraónicas o bien se llevaban junto al trono, apareciendo siempre a cada lado del rey o inmediatamente detrás de él. De hecho el título de «El que lleva el abanico a la derecha (o izquierda) de Su Majestad» se consideraba como uno de los más altos cargos entre los oficiales de la corte. Este tipo de abanico, según indica su antiguo nombre egipcio shwt, que significa «sombra» o «cubierto», se destinaba probablemente más para proteger del sol que para agitar el aire aunque, desde luego podía usarse y se usaba para ambas cosas. Es curioso que el ideograma jeroglífico o determinativo de la palabra egipcia tay khw, que significa «el que lleva el abanico», tiene un gran parecido a estos ejemplares pero le falta la punta del flabelo y sólo tiene una pluma de avestruz, un tipo que no ha aparecido en esta tumba. Otro nombre que se daba al flabelo era sryt, que significa «estandarte», lo cual indica otro uso de este tipo tan decorativo al flabelo que, según creo, era la forma de abanico usado por los reyes.

Desgraciadamente las plumas de avestruz de todos estos abanicos estaban tan estropeadas que sólo quedaban los cañones e incluso éstos se encontraban en tal mal estado que fue casi imposible conservarlos. Sin embargo, quedaba lo suficiente para demostrarnos que el extremo del mango del abanico donde iban las plumas, que tenía forma de palma, había sostenido cuarenta y ocho de ellas (o sea, veinticuatro a cada lado) y que se había quitado el plumón de la parte del cañón de la pluma por encima de la quilla de manera que, una vez desplumados, los cañones quedaban visibles, como radios, y por ello debía parecerse mucho a la estructura radiada (las varillas) del moderno abanico.

La longitud de los mangos de abanico varía entre 61 y 122 cm. y se componen de un «capitulum» formado por la umbela y el cáliz de un papiro, un tallo y un botón en forma de umbela de papiro o una corola de loto en el extremo inferior. Eran de marfil tallado, teñido y dorado; otros eran de chapas de marfil con cortezas de árbol incrustadas y, menos comúnmente, de chapas de oro grabadas y repujadas sobre una base de madera. El abanico de oro llevaba el nombre, prenombre y epítetos de Akhenatón así como dos cartelas con el nombre de Atón, el disco solar. El de marfil teñido constituía un ejemplar magnífico de la escultura decorativa.

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