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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 15)



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Otra de las piezas más interesantes y únicas que encontramos en este anexo fue uno de los cetros del rey. Es difícil entender la razón por la cual un objeto tan sagrado como éste estaba en este almacén y no en el tesoro. Lo único que puedo sugerir es que o bien los ladrones lo sacaron de allí pensando robarlo o bien pertenecía a un equipo completo que comprendía los vestidos para las ceremonias religiosas tales como los ritos en los que el rey presidía las partes principales y que habían sido colocados en uno de los cofres decorados que encontramos en esta habitación. La última hipótesis es tal vez la más plausible ya que entre los objetos que había en el suelo encontramos también un hacha de bronce con incrustaciones de oro cuya hoja, del mismo metal, había sido arrancada por los ladrones de la época dinástica y que pertenecía a las ceremonias que se celebraban en presencia de los muertos. Este tipo de cetros recibe varios nombres y, en mi opinión, se empleaban siempre como un bastón de mando o símbolo de autoridad. Como todo cetro kherp se usaba en conexión con las ofrendas, según lo indica la decoración cincelada en un lado de la hoja. Tenía unos 53 cm. de longitud y estaba hecho de láminas de oro batido sobre una base de madera, cinceladas e incrustadas; la punta, el capitulum y los dos extremos de la vara estaban ricamente embellecidos con cloisonné (el de tipo egipcio). La inscripción, de oro y fayenza azul, decía: «El Hermoso Dios, bien amado, de rostro resplandeciente como Atón cuando brilla, el Hijo de Amón, Tutankhamón», interesante por cuanto sugiere el compromiso existente entre los credos de Atón y de Amón.

Se consideraba que el muerto era un hombre tanto en esta vida como en la otra; del mismo modo un rey era el «Buen Dios» en esta vida y en el más allá. Los hombres ilustres del pasado eran considerados como dioses; se les llamaba los «Grandes Dioses» y se veneraba tanto a ellos como a sus familiares. De hecho se consideraba que la segunda vida era una continuación de la primera. Por ello encontramos objetos muebles, tales como enseres de la casa, cetros, abanicos, báculos, armas y demás objetos de uso común depositados en la tumba; eran ofrendas funerarias para el muerto que todavía vivía en el recuerdo, y a través de ellas podemos obtener una imagen del mundo antiguo.

El joven Tutankhamón debió de ser un coleccionista de bastones y báculos, ya que encontramos gran número de ellos tanto en la antecámara como en la cámara funeraria. La mayoría era, sin duda, de tipo ritual, pero era evidente que muchos de ellos habían servido para uso diario. Los había de muchos tipos: báculos con botones en la punta o con puntas bifurcadas o con casquillos; bastones torcidos y bastones curvos para cazar serpientes. Algunos iban montados en oro y plata; otros estaban decorados con marquetería de corteza o eran de madera lisa y bruñida.

Entre la colección de armas ofensivas que encontramos en esta cámara había mazas, bastones de mano, cimitarras, arcos y flechas, bumeranes y armas arrojadizas para la caza y la guerra. Para la defensa había escudos ceremoniales y de tipo normal, así como una coraza.

El arma más antigua es, evidentemente, el palo, y parece ser más característico de otros pueblos que de los egipcios, a juzgar por el hecho de que aparecen en gran cantidad entre las levas que proceden de los pueblos bárbaros que rodeaban el país. Había muchos en la tumba y la mayoría aparecieron en la tosca caja blanca destinada a los arcos. Muchos de ellos eran falciformes -es decir, curvados en la punta, que era muy gruesa, y en forma de hoz, lo cual sugiere que tal vez había una protuberancia en la punta o que tenían la hoja tallada en forma aplastada, siendo el borde cóncavo el más cortante. Otro tipo, aunque ¡menos corriente, tenía forma de garrote, muy parecido a la porra de los policías, con un pronunciado botón en el extremo del mango. Todos ellos eran de madera pesada, oscura y bruñida, y algunos tenían el mango cubierto con una corteza de árbol semejante a la del abedul.

Los bastones de mano encontrados aquí son los primeros descubiertos en Egipto. Estaban tirados en el suelo de la esquina sudoeste de la cámara. Seis de ellos medían unos 63,5 cm. de largo y uno medía más de 94 cm. Consistían en un palo redondo, más grueso en un extremo que en el otro y al parecer se usaban como arma de ataque y de defensa. En contradicción con la forma europea moderna del bastón de mano, su extremo más grueso estaba recubierto de metal, formando la punta, mientras que el extremo más delgado era el mango, lo cual sugiere que derivaban del garrote. Se protegía la mano por medio de una guarnición bastante parecida a la guarnición de mimbre usada en nuestros días, reforzada con alambres y adornada con otra guarnición de enrejado de oro. Esta última había sido arrancada, pero encontramos algunos fragmentos dispersos por el suelo. El mango o asidor estaba recubierto de cuero atado por medio de cuerdas, a fin de evitar que el golpe repercutiera en la mano. Todos tenían un lazo, tal vez para colgarlos; tres de ellos tenían buena parte del mango recubierto con láminas de oro; uno estaba decorado con cortezas de árbol y tres eran muy sencillos, de madera completamente lisa.

En las escenas representadas en los monumentos egipcios en los que se ve una especie de pelea o lucha a palos, vemos que en este juego se empleaban guarniciones y que consistía en golpes y quites; también se usaba un palo corto atado al antebrazo izquierdo para contener los golpes que no se habían contrarrestado con el bastón de mano y que, evidentemente, servían de guarnición secundaria contra los golpes del adversario. En esta tumba no apareció ninguna de estas guarniciones secundarias.

Las dos cimitarras de bronce son notables en muchos aspectos. Encontramos una grande y pesada, con los bastones de mano, y otra, mucho más ligera y pequeña, entre otros objetos que había en el suelo. La más pequeña -de 45 cm. de longitud- fue hecha, posiblemente, cuando el rey era niño; la mayor y más pesada -de 66 cm. de largo- corresponde a la época en que ya era un adolescente. En ambos casos, tanto la hoja como el mango y la empuñadura estaban hechos de una sola pieza; la empuñadura encajaba en unas piezas laterales de ébano. La mayor parecía más apropiada para aplastar que para cortar, ya que el filo convexo estaba muy poco marcado, lo que la coloca muy próxima a los bastones en forma de hoz descritos anteriormente. Sin embargo, la hoja de la más pequeña tenía el filo más parecido al de un cuchillo. En todo caso es evidente que la mayor de ellas debía de producir heridas graves por su gran peso, debido al grosor de la hoja, que medía 1,65 cm. de espesor.

Estas cimitarras parecen ser típicas del Imperio Nuevo, o desde la Dinastía XVIII a la XX y, a juzgar por el nombre en forma de hoz que recibían en jeroglífico, se las llamaba khepesh. Según Sir Gardner Wilkinson (Manners and Customs of the Ancient Egyptians, vol. I, p. 213), «el parecido de su forma y su nombre con el kopis griego sugiere que la gente de Argos, una colonia egipcia que fue la primera en adoptarlo, copiaron originalmente esta arma de la cimitarra egipcia». También es posible que sean un prototipo de la espada oriental o cimitarra propiamente dicha, que comúnmente se ensancha hacia la punta, pero que también tiene forma de hoz. Había gran número de arcos y flechas de muchos tipos, muy bien elaborados y la mayoría bellamente decorados de acuerdo con la dignidad y el rango de su propietario. Aunque entre los arcos no existe una total identidad con ninguno de los grupos siguientes, ya que cada uno tenía más o menos sus peculiaridades propias, es posible agruparlos en tres tipos diferentes: a) el «arco simple» hecho de una sola vara de madera sin decorar; b) el «arco simple» hecho de dos varas (una para cada extremo) de madera unidas en el medio y todas ellas recubiertas de corteza; y c) el arco compuesto, que tenía la vara hecha de varias tiras de asta o madera pegadas unas a otras; la parte más cóncava se rellenaba con una sustancia gelatinosa y todo él estaba recubierto de cortezas y profusamente decorado. Las cortezas empleadas para atar y decorar los arcos se parecen, por lo menos en color, a las del cerezo y el abedul plateado, pero aún no hemos identificado con seguridad ni las cortezas ni las maderas. Los pocos arcos simples de una sola vara medían tan sólo 69 cm. de longitud; los de dos varas tenían unos 74 cm. de largo, pero uno de ellos medía tan sólo 36 cm. Los arcos compuestos eran los más numerosos y su longitud oscilaba entre 112 y 125 cm. No hay que decir que en cada caso el centro del arco era duro y resistente. Las dos piezas disminuían progresivamente hacia los «cuernos» en los que se colocaba la cuerda, pero en el caso de los arcos de una sola vara no había «cuerno», sino que la cuerda iba simplemente arrollada a los extremos de la vara. En todos los casos en los que la cuerda se había conservado, encontramos que estaba hecha de cuatro tiras de tripa trenzadas.

Parece ser que la principal diferencia entre el arco simple, que es el más antiguo en Egipto, y el compuesto, del Imperio Nuevo, y probablemente de origen extranjero, es que el primero era más preciso y actuaba solamente en los pocos centímetros alrededor del punto de extensión, mientras que el arco compuesto podía dispararse en toda su longitud. Es indudable que los diferentes tipos y tamaños de los arcos y de las flechas se destinaban a objetivos diferentes, igual que nuestras armas de fuego y sus municiones: el rifle militar, el deportivo, revólveres de varios pesos y apariencias y la pistola.

Entre las doscientas setenta y ocho flechas que encontramos había unos dieciséis tipos que diferían en detalles y en tamaños. En general se componían de: 1) una vara de caña con un pie, o sea una pieza de madera resistente atada a la vara, a la que se unía una punta; 2) una punta de bronce, marfil o madera, de formas diversas, clavada en el pie, o bien una punta de vidrio (en lugar de sílex) biselada, pegada al pie; 3) las barbas; y 4) una incisión o muesca alargada de madera dura o de marfil. Algunas de las flechas tenían tres púas (o barbas), pero la mayoría tenía cuatro. Todas iban provistas de pie y, con algunas excepciones, eran de tipo ligeramente «ahusado», es decir, que la vara disminuía de tamaño desde el pie hasta la punta, a excepción de un grupo de trece flechas de cuatro barbas, que eran completamente cilíndricas. En ellas la vara tenía el mismo diámetro desde el pie hasta la punta y estaban hechas de una sola pieza de madera.

La longitud de estas flechas oscilaba entre 92 y 25 cm. y una de ellas medía tan sólo 15 cm. (recuérdese el arco pequeño que mencioné antes). Las puntas variaban según su objetivo: para la guerra o para la caza, y para atravesar, lacerar o aturdir a la víctima.

En diferentes partes de la tumba encontramos varios grupos de flechas, así como algunos arcos, pero la mayoría aparecieron en la gran caja blanca.

La excelencia de estos arcos y flechas demuestra que los arqueros de este momento del Imperio Nuevo egipcio eran muy diestros en su arte. Los arcos son un poco cortos, incluso para gente como los egipcios, que eran de baja estatura, pero en este caso tal vez se deba a la juventud del rey, ya que el peso del arco y la longitud de la flecha depende de la fuerza del arquero. Tenemos razones para creer que entre los pueblos más importantes de la historia antigua los egipcios fueron los primeros arqueros y los más famosos, empleando el arco como arma principal en la guerra y en la caza, aunque se usaba más como arma de caza, en sus diversas formas, que como arma de guerra. Sin embargo, su valor militar debió de ser inmenso. El que disponía de un arco y de flechas podía derribar al animal más veloz y defenderse de sus enemigos. Se dice que la rapidez de tiros consecutivos tiene una media de cuatro a cinco por minuto. Ciertamente, marchar contra una lluvia de flechas en busca de objetivos debía de ser impresionante. Los egipcios utilizaban el arco y las flechas desde los carros, donde, al parecer, lo usaban tan bien como a pie y se defendían de las flechas por medio de escudos y de corazas de cuero.

En su presente estado de conservación es imposible calcular el peso (o sea, el alcance) de los arcos. Probablemente llegaban hasta unos 135 a 230 metros. El poder de penetración de los arcos simples y de otro tipo de flechas de pie usadas en el Imperio Medio egipcio queda bien demostrado por el descubrimiento hecho por Mr. H. E. Winlock de una tumba colectiva en Tebas que contenía unos sesenta hombres muertos en combate (Bulletin Metropolitan Museum of Art, The Egyptian Expedition, 1925-27; publicado en febrero de 1928, pp. 12 y ss., fig. 17, 20 y 21). Los restos resecos de los cuerpos de estos hombres, parcialmente momificados, mostraban gran número de heridas de flecha, como si las hubiesen lanzado desde lo alto. Algunos tenían fragmentos de flecha clavados en el cuerpo. Al parecer, al ser disparadas desde un lugar elevado, algunas de ellas dieron en la base del cuello y penetraron en el pecho; otra, que penetró por la parte superior del brazo, atravesó todo el antebrazo hasta la muñeca, y uno de los hombres, herido en la espalda por debajo del omoplato, tenía el corazón atravesado por una flecha que sobresalía unos 20 cm. de su pecho. Desde luego no sabemos la distancia desde la que se produjeron estas heridas ni tenemos datos acerca del tipo de arco que empleaba el enemigo, pero, por lo que sabemos, en aquella época en Egipto sólo se empleaba el arco simple. Los fragmentos de flecha que se encontraron en los cuerpos de los hombres demuestran que eran del tipo «ahusado», con pie de ébano y sin verdaderas puntas.

El arco simple demuestra su procedencia ya que, junto con otros productos, venía del Punt, un país situado en algún lugar de la costa oriental de África, al norte del Ecuador, como la actual Abisinia o la Somalia.

Otra clase de arma arrojadiza era el bumerán, de los que encontramos muchos en esta tumba, tanto para uso normal como para uso ritual. Los de uso normal estaban en la caja de los arcos. Los bumeranes y bastones arrojadizos se usaron en Egipto desde las primeras hasta las últimas dinastías. Es evidente que el bumerán se utilizaba para la caza de aves, mientras que los bastones arrojadizos se emplearían en la guerra. Ambos tipos estaban bien representados en esta colección. Del primero de ellos, el bumerán propiamente dicho, podían reconocerse los que regresaban al punto de partida y los que no, aunque la forma general de ambos era muy parecida, o sea curvada en forma de hoz o en forma de ángulo, siendo la principal diferencia, o mejor dicho la más esencial, el ángulo de los brazos, que era completamente opuesto en los dos tipos. Al parecer el que no volvía al punto de partida se arrojaba igual que el que regresaba; el sesgo o ángulo le ayudaba a recorrer una distancia mayor que la de los bastones normales.

Los bumeranes que encontramos eran de una madera dura que no hemos podido identificar y estaban decorados con motivos polícromos pintados o con cortezas atadas a su alrededor, parecidas a las del abedul plateado. Los de tipo ritual estaban tallados en marfil y tenían casquetes de oro en los extremos.

Los bastones arrojadizos eran de formas imaginarias o simplemente curvados y estaban hechos de maderas duras. Algunos de ellos eran de marfil, con puntas de oro, siendo posiblemente de uso ritual, al igual que uno que era de madera dorada con puntas de fayenza y los que eran totalmente de este material.

Entre las armas defensivas había ocho escudos: cuatro eran posiblemente de uso normal y los otros cuatro eran para fines rituales. Dos de los normales eran de madera ligera cubierta con piel de antílope y tenían la cartela del rey blasonada en el centro. Los otros dos, también de madera ligera y con dibujos parecidos, estaban cubiertos con la piel de un guepardo norteafricano. Tanto el pelo como las manchas de las pieles se encontraban en buen estado. Las dimensiones máximas de estos escudos eran 74 por 50 centímetros. Los escudos ceremoniales eran algo mayores y estaban hechos de madera calada y oro. Sus diseños eran de tipo heráldico y dos de ellos representaban al rey como un león pisando a los enemigos de Egipto, en forma humana, o como un guerrero armado de cimitarra golpeando a sus enemigos en forma de león; otros dos lo representaban entronizado en esta vida y en la otra, respectivamente.

Otro tipo de arma defensiva era una coraza de cuero, muy maltrecha, que estaba tirada en una caja. Estaba hecha de gruesas escamas de cuero teñido, pegadas sobre una base o forro de tela en forma de un vestido sin mangas. Por desgracia estaba demasiado estropeada para poder conservarla.

Entre los demás objetos de puro significado ritual que encontramos en esta cámara he de mencionar hoces para segar en los Campos Elíseos; varios instrumentos mágicos de bronce, madera y piedra; amuletos de piedra, fayenza y oro; paletas de madera, piedra y vidrio; gran parte del conjunto de barcas funerarias en miniatura que describimos en el capítulo 20 y gran cantidad de figuras shawabti colocadas en quioscos, que pertenecían al grupo que había en el tesoro.

Segunda parte

Según mi opinión, el contenido ortodoxo de este anexo eran aceites, grasas, ungüentos, vinos, frutas y comida.

Los aceites y otros materiales untuosos estaban almacenados en treinta y cuatro vasijas de alabastro (calcita) y uno de serpentina, notables por la diversidad de sus formas y tamaños. Las diez jarras de alabastro semejantes a las que había en el suelo de la antecámara, vacías y abandonadas, probablemente procedían de este grupo del anexo.[35] Con raras excepciones, todos los tapones y las tapas de estas vasijas habían sido arrancados a la fuerza, puestos a un lado y su contenido vaciado y robado, dejando tan sólo un pequeño residuo en cada vasija. En las paredes interiores de algunas de las que contenían sustancias viscosas podían verse las huellas de las manos rapaces que habían sacado el valioso material, tan claras hoy como cuando se perpetró el robo. Evidentemente, algunas de las vasijas eran anteriores al entierro del rey. Algunas de ellas tenían inscripciones que habían sido borradas cuidadosamente. Otras llevaban nombres ancestrales que databan del reinado de Tutmés III y algunas de ellas tenían señales de haber sido usadas, con roturas y reparaciones antiguas. De hecho parece ser que contenían aceites propiedad de la familia, procedentes de prensas famosas, así como grasas y ungüentos fermentados que databan de hasta ochenta y cinco años antes de la época de Tutankhamón.

Apartándome por un momento de nuestro asunto, diré que estas ánforas antiguas aclaran el significado de algunos de los objetos encontrados en las tumbas de los reyes precedentes de la Dinastía XVIII. La presencia de objetos de cronología más antigua entre los fragmentos del ajuar funerario de estos reyes había sido siempre un problema y se había pensado que podía ser accidental. Sin embargo, el encontrar tantos objetos con los nombres de reyes precedentes en ajuares funerarios saqueados y rotos, ¿no demuestra acaso que estos materiales ancestrales se colocaban allí no sólo por ser costumbre sino por alguna otra razón? Por otra parte, como la mayoría de las vasijas de alabastro han sido descubiertas en las tumbas -de hecho, casi nunca se encuentra una tumba importante que no tenga varias de estas jarras, puede parecer que se las hacía solamente para uso funerario. Sin embargo, no hay duda deque habían servido también en la vida diaria, aunque quizá no tanto como las vasijas de cerámica corriente, ya que eran más caras, más pesadas y más frágiles de romper que éstas. Se usaban especialmente para aceites y sustancias untuosas mientras que las vasijas de cerámica se destinaban principalmente a vino, cerveza, agua y materiales semejantes. Entre las vasijas de piedra más decoradas es fácil reconocer las hechas exclusivamente para las tumbas, ya que debido a la complicación de su diseño eran poco prácticas en el sentido utilitario.

La altura de estas vasijas de piedra oscilaba entre 18 y 68 cm. y tenían una capacidad entre 2,75 y 14 litros, demostrando que en esta habitación se almacenaron por lo menos trescientos cincuenta litros de aceites, grasas y otros materiales untuosos para el rey. Dos de las vasijas que llevan los nombres de Tutmés III tenían marcadas sus capacidades, que eran de 14,5 y 16,75 hins, respectivamente. Como en esta época el hin tenía unos 460 c. c., probablemente contenían entre 6,67 y 7,70 litros de algún material untuoso fermentado. En un par de vasijas con las cartelas de Amenofis III se había borrado la forma Amón en el nombre del rey, cambiándola por la de su prenombre, lo que demuestra que estas dos vasijas estuvieron en uso durante el reinado de Akhenatón. Otro dato interesante es que en una vasija cuya inscripción había sido borrada cuidadosamente podía verse el prenombre y el nombre de dos reyes, posiblemente los de Amenofis III y Amenofis IV, en cuyo caso tenemos una indicación de una posible corregencia de estos dos faraones.

La mayor de las vasijas era una ánfora diseñada en forma de jarras de cerámica para vino. Otra ánfora, que descansaba sobre su tazza o soporte circular, tenía 66 cm. de altura. Los ladrones dejaron una pequeña cantidad de aceite en el fondo de esta vasija que se ha conservado líquido hasta hoy día por debajo de una costra endurecida. Mencionaré algunas de las más notables. Había una en forma de un león mítico que se erguía sobre sus patas traseras en actitud amenazadora, de apariencia extrañamente heráldica, como el león rampante. La pata anterior derecha se clavaba en el aire con rabia mientras que la izquierda se apoyaba en un símbolo s z, que significa «protección». El cuello de la vasija estaba sobre la corona que había en la cabeza del león y tenía la forma de una flor de loto, también con una corona. La decoración de este vaso en forma de león era incisa y rellena de pigmento, y la lengua y los dientes eran de marfil. Otro vaso representaba un íbice balando, retratado con gran realismo. Un tercero tenía forma de crátera e iba sobre un soporte de tipo tazza. Estaba bellamente labrado con decoración acanalada e inscripciones incisas, rellenas de pigmento. Un cuarto vaso, también una crátera, estaba decorado con una complicada funda enrejada de calcita semitransparente. La calidad de la ejecución de estas vasijas es bastante parecida en todas ellas. Al diseñarlas el tallista dio rienda suelta a su imaginación, copiando las formas de diversas flores y animales. Algunas eran pesadas y toscas mientras que otras se distinguían por su elegancia y la diversidad de sus formas. Había un par de vasijas de especial interés; eran delgadas, con cuellos estrechos y tazas puntiagudas y tenían el cuello decorado con imitaciones de guirnaldas de flores hechas de fayenza policromada incrustada en la superficie de la piedra.

Las tres docenas de jarras de vino (ánforas) tenían un interés histórico. Como es natural, los vinos que contenían se habían evaporado mucho tiempo antes, pero cada una de las jarras tenía un letrero escrito en caracteres hieráticos con la fecha, lugar y cosecha del vino. A través de ellos sabemos que los mejores vinos de las bodegas reales procedían de las posesiones de Atón, Amón y Tutankhamón en el Delta, algunas en el Este, en Kantareh, pero la mayoría en la orilla occidental del Nilo. También se desprende de ellos que la mayor parte del vino procedía de la finca de Atón y databa entre los años tercero y vigésimo primero, demostrando que las fincas de Atón se cultivaron por lo menos durante veintiún años. El segundo vino en calidad procedía de la finca de Tutankhamón y databa del año noveno, o sea, «Año 9, Vino de la Casa-de-Tutankhamón en el Río del Oeste», seguido del nombre del vinatero en jefe. Esto indica que el rey debió de haberse casado con la princesa real Ankhesenpatón y ser entronizado a la joven edad de nueve años, ya que todos los datos que nos proporcionó su momia demuestran que debía de tener unos dieciocho años al morir. La menor cantidad de vino procedía de las fincas de Amón y estaba fechada en el año primero, lo que sugiere que la vuelta a la adoración del dios máximo, Amón, debió de tener lugar bien avanzado el reinado de Tutankhamón.

A través de los sellos de las ánforas obtenemos información acerca del sistema practicado por los antiguos egipcios al embotellar, o mejor dicho, al almacenar vinos. Al parecer, una vez había terminado la fermentación, se trasladaba el vino nuevo a jarras de cerámica que se cerraban y sellaban por medio de un tapón de fibras vegetales cubierto por completo con arcilla o con una cápsula de barro que tapaba toda la boca y el cuello de la jarra. Mientras estas grandes cápsulas estaban aún tiernas se imprimía en ellas el emblema de la finca a la que pertenecía el vino. De este modo la segunda fermentación tenía lugar en las jarras y se hacía un pequeño agujero encima de la cápsula a fin de dejar escapar el ácido carbónico formado durante el proceso de fermentación secundaria. Luego se cerraban estos pequeños agujeros con arcilla o barro y se imprimían con un diseño más pequeño de la finca, hecho a propósito para ello. Probablemente se cubría el interior de las jarras con una delicada capa de materia resinosa para contrarrestar la porosidad de la cerámica, ya que los ejemplares rotos muestran una capa negra característica en la superficie interior. Aunque muchas de las ánforas estaban rotas, no había señales de que el vino hubiese sido robado. Las roturas parecen más bien haber sido el resultado del rudo manejo de los ladrones al sacar y robar el contenido de las vasijas de piedras adyacentes que hemos mencionado antes.

Casi una docena de las ánforas eran de tipo sirio, con el cuerpo oviforme, el cuello largo y delgado, borde protuberante y una sola asa. La mayoría estaban rotas debido a su frágil factura. Ninguna de ellas llevaba ningún letrero, pero las cápsulas de arcilla tenían un sello con un diseño parecido al de los otros vinos, lo que nos hace suponer que el vino que contenían era egipcio y no de producción extranjera.

Encima de las vasijas de piedra y de las jarras de cerámica había más de ciento dieciséis cestos, si incluimos los que había tirados por el suelo de la antecámara, que eran muy parecidos a éstos. Contenían comida, la mayoría gran cantidad de frutos y semillas, incluyendo el de la mandrágora, nahakh, uvas, dátiles, pepitas de melón y nueces dom. Los cestos, ovales, redondos y en forma de botella tenían un diámetro máximo que oscilaba entre 11 y 46 cm. Su simetría demostraba la habilidad que habitualmente se encuentra en los artesanos expertos. La trama empleada en su elaboración era exactamente la misma que la usada hoy día por los cesteros nativos. Algunos de los más pequeños y los mejor tejidos estaban decorados con diseños formados por diversas tramas teñidas con grasas naturales. Los más toscos estaban hechos con tiras de fibra de los tallos de la palmera datilera, atados con las frondas de la palmera dom o, en algunos casos, de la palmera datilera, que probablemente se ponían en remojo previamente con agua para hacerlas correosas y flexibles. Los cestos en forma de botella contenían pasas. En algunas festividades, los egipcios de hoy día llevan aún cestos de fruta parecidos a éstos a la tumba de sus parientes muertos.

VEINTITRÉS

La causa principal del deterioro y los cambios químicos en los objetos de la tumba

Antes de concluir este relato del descubrimiento no estará de más decir algunas palabras acerca del estado en que encontramos los objetos de la tumba y sugerir la causa principal de su deterioro.

La existencia de humedad en la tumba en tiempos pasados merece nuestra atención, aunque ya me he referido a ello brevemente en capítulos anteriores.

Bajo cualquier punto de vista, es una lástima que esta tumba haya sufrido de vez en cuando filtraciones de humedad a través de las fisuras de la roca caliza en que está tallada. Esta humedad saturaba el aire de las cámaras y producía en ellas una atmósfera cargada de agua durante lo que debieron ser períodos intermitentes pero largos. No sólo alimentó el crecimiento de los hongos y provocó el depósito de una fina capa rosada muy peculiar en todas las superficies, sino que produjo la casi total destrucción de los cueros, derritiéndolos hasta formar una masa viscosa negra. Asimismo originó el hinchamiento de las diversas maderas empleadas en la construcción de muchos de los objetos; disolvió todos los materiales adhesivos, tales como cola, con lo que las piezas que componían muchos de los objetos se separaron. También provocó la desintegración de los tejidos, una pérdida irreparable, ya que entre ellos había raros ropajes, telas de tapicería de lino, así como muchos bordados.

La humedad ha sido la causa de que las campañas de invierno que hemos dedicado a vaciar la tumba de su ajuar funerario se hayan extendido a diez (1922-1932), ya que evidentemente primero había que prepararlo para soportar el transporte y luego para su exposición al público. Si no hubiésemos establecido este servicio de «primeros auxilios», ni tan siquiera una décima parte de los cientos de objetos habría llegado al Museo de El Cairo en buenas condiciones. En algunos casos el estado del objeto era tal que había que tratarlo antes de tocarlo, ya que, aunque a primera vista pareciese intacto, la experiencia nos mostró que se habría desintegrado por completo al menor contacto. Así, por medio de continuo tratamiento, con la ayuda de buenos consejos y amables colaboraciones y a pesar de lo aburrido del sistema, resolvimos muchos problemas, y me enorgullece decir que no se perdió ni un 0,25 % del total de los diversos y bellos objetos. El conde de Crawford y Balcarres en su discurso presidencial a la Sociedad de Anticuarios (julio de 1929), dijo con razón: «…el arqueólogo tiene que ser muy escrupuloso para no destruir; de hecho su deber es recrear y no debe negligir la calidad artística».

Por otra parte, además de los períodos en los que dichos objetos estuvieron expuestos a una intensa humedad atmosférica, debió de haber también largos intervalos en los que estuvieron sujetos a la sequedad, así que pasaron por períodos intermitentes de expansión y contracción.

Si consideramos los desastrosos efectos de la variación de las temperaturas a lo largo del día en pleno desierto, que causan la rotura de todas las capas superficiales de las rocas, la demolición de las escarpaduras e incluso el agrietamiento de enormes masas de sílex, no nos sorprenderá la extensión de los daños causados por los intermitentes cambios de humedad a sequedad que parecen haber ocurrido en esta tumba. Tanto más al saber que la mayor parte de su ajuar estaba construido con diversos materiales; por ejemplo, un cofre con una estructura básica de madera, recubierta con una maravillosa capa de marfil, ébano y oro; o una silla o un carro hechos de maderas diversas y cuero con incrustaciones de sustancias diferentes, tales como metales, piedras naturales, vidrio y marfil; o las grandes capillas protectoras construidas de roble y madera de coníferas, cubiertas de yeso y recubiertas con finas láminas de oro. De hecho, si consideramos sus diversos componentes y su antigüedad, es extraordinario comprobar cómo tales objetos resistieron tan bien tensiones tan opuestas de expansión y contracción. La duración de los períodos de humedad después de la saturación debió de ser considerable en aquellas cámaras selladas en el interior de la roca, donde la temperatura reinante era de unos 29° C.

A fin de averiguar la fuente principal del agua que afectaba dichas cámaras, hemos dé considerar, lógicamente, el régimen de lluvias pasado y presente de la región del Valle de las Tumbas de los Reyes.

Aunque las condiciones climáticas en tiempos de los faraones eran sin duda más o menos las de hoy día, no debemos olvidar tomar en consideración la posibilidad de que en aquellos tiempos hubiese una cantidad mayor de marismas en el Valle del Nilo, que atraería mayor cantidad de humedad y tal vez de lluvias. La fauna y la flora que aparece en los monumentos de época dinástica parecen indicar la posibilidad de tal circunstancia.[36] Sin embargo, al contrario que en el Desierto Oriental, donde casi cada año los barrancos se llenan de torrentes, en el Desierto Occidental o Líbico el régimen de lluvias es muy inferior, en particular en las regiones de Tebas. La conservación natural de sus monumentos, así como de las diversas inscripciones o grafitos sobre las peladas superficies de la roca, es en sí misma una prueba de las condiciones climáticas del pasado y del presente.

Pueden pasar años sin que se registre ninguna precipitación apreciable. Según mi propia experiencia, que cubre un período de más de treinta y cinco años en los alrededores de Tebas, sólo puedo recordar cuatro lluvias realmente cuantiosas: una en la primavera de 1898, otra a finales de otoño de 1900 y dos casi seguidas en otoño (octubre y noviembre) de 1916.

Rasgos notables de estas tormentas son lo reducido de su extensión y lo abrupto de sus límites. Aunque sean de corta duración -tan sólo unas cuantas horas- van generalmente acompañadas de un imponente aparato eléctrico y una tremenda precipitación de agua en el área de tormenta. Pueden llenar valles y convertirlos en ríos turbulentos. En unos momentos una cañada se llena de innumerables cascadas que arrastran rocas río abajo en su lecho cubierto de guijarros. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo la escena vuelve a tomar su aspecto árido normal. El agua se ha precipitado hacia el Valle del Nilo y los derrubios del lecho del arroyo son la única prueba de aquellas breves pero destructivas inundaciones.

Estas precipitaciones periódicas, llamadas por los egipcios «El Seil» (en plural «El Sayal»), parecen ocurrir en el distrito de Tebas (orilla occidental) aproximadamente una vez cada diez años, pero es evidente que en un valle o localidad concretos los intervalos deben de ser mucho más largos por las leyes de probabilidad, dada la pequeña extensión de estos temporales.

Desde luego, desconocemos la historia de cada valle en particular. Sin embargo, examinando cuidadosamente una sección de los materiales acumulados en el lecho de un valle, como el de las Tumbas de los Reyes, para los que tenemos bastantes datos que nos permiten fecharlos, esta historia puede calcularse contando los estratos consecutivos de depósitos acumulados por acción cólica o por las aguas desde época dinástica.

Durante mi estancia la necrópolis del Valle de los Reyes ha sufrido tan sólo uno de estos grandes temporales y fue durante la campaña 1900-1901. Sin embargo, no hay un barranco en aquella región, grande o pequeño, que no haya experimentado en un momento u otro estas repentinas inundaciones.

No hay que decir que puede ocurrir que un barranco se convierta de repente en un río turbulento de aguas desbordadas sin que caiga ni una gota de agua en su proximidad, un fenómeno producido por una lluvia torrencial caída mucho más allá, en la meseta, desde donde parte de las aguas o su totalidad cae por el barranco y baja por él con fuerza hasta encontrar su nivel. Yo he presenciado un caso de este tipo y tal vez valga la pena explicarlo. Sobre las cuatro de la madrugada del día 1 de noviembre de 1916, el Gran Barranco del Norte, situado al norte, colateral al Valle de los Reyes y confluente con éste en su boca se convirtió en un gran torrente. Este hecho se debió a una gran tormenta que había tenido lugar en la meseta desértica, unos 25 km. al noroeste, algo más temprano aquella misma tarde. Tal vez sea interesante registrar aquí los resultados de aquel torrente. Antes de la embestida del agua no se podía ver ninguna planta en el lecho de aquel gran barranco. Pero en enero la gran profusión de diversas plantas desérticas que cubrían su lecho era notable. Por desgracia mi ignorancia en botánica me impidió reconocer sus especies. Las plantas, algunas de ellas muy fragantes, atrajeron gran número de polillas, en especial de la familia de las Esfingídeas, que colocaron sus huevos en ellas.[37] A mediados de febrero las larvas, en sus últimos estadios, se alimentaban de las plantas y a fines de marzo aparecieron los magos. Sin embargo, muy pocas de las especies más resistentes sobrevivieron a los largos meses del caluroso verano y a fines de la primavera siguiente todas habían desaparecido prácticamente, quedando tan sólo sus resecos matojos.

El crecimiento de esta vegetación en las barrancas resecas después de un torrente sugiere que los períodos entre las sequías no duran más que el período de vida germinativa de las semillas, lo cual nos trae a la memoria otro hecho notable. No hay señal alguna de que haya habido plantas en el centro del Valle de los Reyes ni en sus tributarios menores. La ausencia del crecimiento normal de las plantas después de una lluvia es tan extraordinaria que requiere un poco de atención. Puede deducirse que los intervalos entre los torrentes que tuvieron lugar en el Valle de los Reyes han sido más largos que la vida germinativa de las plantas desérticas, por lo menos en los últimos años, pero cuando se toma en consideración la estrechez de la barrera que divide dicho Valle del Gran Barranco del Norte, tal deducción parece insostenible y debe de haber otras causas. Puede tratarse de la particular situación del Valle, ya que la parte de la meseta que queda por encima del Valle de los Reyes es de extensión muy limitada y relativamente aislada; en consecuencia, la posibilidad de que una tormenta desagüe por él disminuye. El mismo argumento se puede aplicar a las semillas de las plantas, mientras que las calles circundantes se alimentan de la meseta superior. Sea como sea, creo que la fuente principal de la periódica presencia de agua en estos lugares queda explicada suficientemente.

Volvamos ahora a la posible causa de que estas infrecuentes saturaciones alcancen las cámaras de la tumba de Tutankhamón, que están talladas en profundidad en plena roca, alcanzando la caliza del Eoceno Inferior. En principio, antes de hacer un estudio más a fondo, no parece irrazonable suponer que la humedad era debida a la profunda situación de la tumba en el centro del Valle, donde se filtrarían las crecidas de agua procedentes de una súbita tormenta, escurriéndose a través de las rocas y saturando de humedad la atmósfera de las cámaras de la tumba. Sin embargo, aunque la primera parte de esta suposición parece ser lógica, se ha demostrado que ésta no es la verdadera explicación de lo ocurrido.

A pesar de que la vertiente este del lecho del Valle había sido afectada en extremo por agua procedente de tal origen en época dinástica, en la vertiente oeste, donde se halla la tumba de Tutankhamón, no había huella alguna de que en el pasado el agua hubiese provocado grandes daños. Durante nuestras excavaciones en el área que limita con el frente de la tumba, antes de su descubrimiento, el terreno y varios objetos que encontramos se hallaban en perfecto estado de conservación. De hecho era sorprendente ver el buen estado de aquellas piezas, caracteres y dibujos en negro sobre fragmentos de caliza y otros deshechos de los trabajadores de época dinástica que encontramos allí. Además no había señal alguna de que hubiese habido humedad en el relleno de materiales que tapaba la escalera descendente tallada en la roca, ni había tampoco muestras de humedad en la puerta sellada ni en los escombros que cubrían el pasadizo descendente de la tumba, donde, si hubiese habido agua, habría llegado inmediatamente. Las superficies de las paredes, techo y suelo del pasadizo descendentes tampoco estaban afectadas por el agua; su presencia en épocas pasadas era tan sólo visible en las cámaras mismas y era allí donde resultaba más evidente, un mal augurio que nos pronosticó la desgracia que nos aguardaba cuando abrimos la puerta sellada interior y entramos en la antecámara. Sin embargo, nada podía haber más libre de humedad que el aire de aquellas cámaras cuando entramos en ellas por primera vez.

De estos hechos se desprende que el origen de la humedad no era el lecho del Valle y puesto que la única prueba de que hubiese habido alguna en el pasado estaba en las cámaras, la conclusión lógica es que se abrió camino por arriba por los lados o por la parte baja de la pequeña colina bajo la cual estaba excavada la tumba o, lo que es bastante improbable, que se originó en el interior de las cámaras mismas.

En cuanto a posibles causas de humedad localizadas en el interior de las cámaras, no hay duda de que hasta cierto punto se había encerrado algo de humedad en la tumba en el momento del entierro: por ejemplo a través de la que había en la cal de las paredes o en el mortero empleado al recubrir las superficies exteriores de las puertas selladas o de la que contenían la fruta fresca, el vino y otros alimentos que se encontraban en el ajuar funerario. Pero este tipo de humedad sólo causaría daños muy localizados y sin duda no podía explicar la extensión de la que había existido de vez en cuando en las cámaras de un modo tan visible. El tesoro de la parte más profunda de la tumba no contenía nada que hubiese podido producir humedad alguna y, en cambio, había sido tan afectado por ello como las cámaras adyacentes. Además, elementos tales como la humedad producida por objetos del ajuar eran comunes a todos los enterramientos importantes de época dinástica, y sabemos que muchas de las tumbas reales de esta necrópolis tenían una cantidad de agua mucho mayor encerrada en ellas que esta tumba en la época del entierro. El colocar grandes tinajas de cerámica porosa (zeers) llenas de agua, bueyes sacrificados, vinos, frutas, etc., en los almacenes, y el recubrir con cal las paredes y techos de sus cámaras funerarias, así como sus puertas selladas, era una práctica común. Sin embargo, el daño causado por la humedad producida por tales materiales en el ajuar funerario era siempre insignificante.

Aunque la humedad se extendía por todas partes y las cuatro cámaras de la tumba habían sufrido por un igual, en detalle había algunas excepciones. Los lados de la parte trasera de las cuatro capillas que albergaban el sarcófago estaban en peores condiciones que los del frente; el paño de lino que había entre la primera y segunda capillas estaba en peor estado en su extremo de la parte occidental que el de la parte oriental. También era evidente que muchos objetos que estaban junto a las paredes occidentales habían sufrido más que los del lado oriental. Otro dato interesante bajo el punto de vista del daño producido por la humedad era que los objetos del anexo eran los que estaban más afectados. Además, las minúsculas partículas de bronce procedentes de los cinceles de los albañiles, que estaban adheridas a la superficie de caliza de las paredes del anexo, estaban muy oxidadas, mientras que los artículos de bronce que había entre el ajuar estaban mucho menos afectados. Todos estos datos, en mi opinión, sugieren que el origen de estos daños residía en la roca misma, en algún lugar situado en el extremo más profundo del interior de la tumba y, puesto que la caliza es permeable a la humedad, la respuesta parece estar en hallar un punto donde se haya acumulado bastante agua en el pasado como para filtrarse a través de ella y producir su efecto.

Es un hecho bien establecido que el agua que cae sobre la tierra requemada por el sol en las áridas barrancas de esta región no penetra más que unos pocos centímetros. Forma súbitos torrentes y corre hasta un punto situado a un nivel más bajo, que puede encontrarse a muchos kilómetros de distancia. Así el terreno queda poco afectado, a excepción del lugar donde el agua queda atrapada por algún obstáculo, formando un charco desde donde empieza a filtrarse.

La estribación en que está tallada la tumba se levanta oblicuamente desde el lecho del Valle hasta una altura de unos 22 m., desde donde domina la escarpadura del Valle. La parte más abrupta de esta estribación queda inmediatamente por encima de nuestra tumba y en ella está excavado el vasto hipogeo de Ramsés VI. Dicha tumba no muestra huella alguna de la presencia de humedad en el pasado y tampoco hemos podido detectar una fuente de agua lo suficientemente grande como para producir daños en el lado sur de la estribación, que hubiese podido afectar la tumba de Tutankhamón. Sin embargo, las cámaras más profundas de la tumba de Horemheb, que está tallada transversalmente en esta escarpadura y situada más atrás y mucho más abajo que las cámaras de Tutankhamón, muestran considerables daños producidos por las expansiones y contracciones debidas a la presencia de humedad seguida de sequía, mientras que la entrada y vestíbulo de dicha tumba, situados en el lado sur de la escarpadura, estaban en perfectas condiciones. Aquellas cámaras interiores y tan profundas de la tumba de Horemheb parecen localizar el problema y nos dan, si no la fuente directa, por lo menos poderosas indicaciones acerca del origen de la humedad, ya que si el agua pudo abrirse camino a través de la roca hasta lo más profundo de la tumba de Horemheb, ¿por qué no podía haberse filtrado hasta nuestra tumba? Así pues, nuestra atención e investigación se dirige hacia la parte posterior del lado norte de la escarpadura o, en otras palabras, al lugar que está encima de las cámaras afectadas del sepulcro de Horemheb.

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