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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 3)



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El día siguiente (26 de noviembre) fue el mejor de todos, el más maravilloso que me ha tocado vivir y ciertamente como no puedo esperar volver a vivir otro. El trabajo de limpieza continuó toda la mañana, forzosamente despacio a causa de los objetos delicados mezclados con el relleno. Luego, a media tarde encontramos una segunda puerta sellada a unos diez metros de la puerta exterior, casi una réplica exacta de la primera. La marca de los sellos era menos clara en este caso pero todavía se podía identificar como los de Tutankhamón y la necrópolis real. También aquí había pruebas claras sobre el yeso de una apertura y sellado. Para entonces nos hallábamos firmemente convencidos de que estábamos a punto de dar con un escondrijo y no con una tumba. La disposición de la escalera, el pasadizo de entrada y las puertas nos recordaban forzosamente al escondrijo con material de Akhenatón y Tiy encontrado por Davis muy cerca de nuestra excavación y el hecho de que los sellos de Tutankhamón aparecían también allí parecía ser prueba casi cierta de que no nos equivocábamos en nuestras conjeturas. Pronto lo íbamos a saber. Allí estaba la puerta sellada y detrás la respuesta a nuestra pregunta.

Despacio, desesperadamente despacio para los que lo contemplábamos, se sacaron los restos de cascotes que cubrían la parte inferior de la puerta en el pasadizo y finalmente quedó completamente despejada frente a nosotros. El momento decisivo había llegado. Con manos temblorosas abrí una brecha minúscula en la esquina superior izquierda. Oscuridad y vacío en todo lo que podía alcanzar una sonda demostraba que lo que había detrás estaba despejado y no lleno como el pasadizo que acabábamos de despejar. Utilizamos la prueba de la vela para asegurarnos de que no había aire viciado y luego, ensanchando un poco el agujero coloqué la vela dentro y miré, teniendo detrás de mí a Lord Carnarvon, Lady Evelyn y Callender que aguardaban el veredicto ansiosamente. Al principio no pude ver nada ya que el aire caliente que salía de la cámara hacía titilar la llama de la vela, pero luego, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, los detalles del interior de la habitación emergieron lentamente de las tinieblas: animales extraños, estatuas y oro, por todas partes el brillo del oro. Por un momento, que debió parecer eterno a los otros que estaban esperando, quedé aturdido por la sorpresa y cuando Lord Carnarvon, incapaz de soportar la incertidumbre por más tiempo, preguntó ansiosamente: « ¿Puede ver algo?», todo lo que pude hacer fue decir: «Sí, cosas maravillosas». Luego, agrandando un poco más el agujero para que ambos pudiésemos ver, colocamos una linterna.

SEIS

Investigación preliminar

Supongo que muchos excavadores confesarían haber sentido asombro, casi desconcierto, al penetrar en una cámara cerrada y sellada por manos piadosas tantos siglos antes. En aquel momento el tiempo como factor de la vida humana perdía todo significado. Han pasado tres o cuatro mil años quizá desde que un pie humano pisó por última vez el suelo en que uno está y, sin embargo, al notar las señales recientes de vida a su alrededor -el recipiente medio lleno de argamasa para tapiar la puerta, la lámpara ennegrecida, la huella de un dedo sobre la superficie recién pintada, la guirnalda de despedida arrojada sobre el umbral- uno siente que podría haber sido ayer. El mismo aire que se respira, que no ha cambiado a través de los siglos, se comparte con aquellos que colocaron la momia allí para su descanso eterno. Pequeños detalles de este tipo destruyen el tiempo y uno se siente como un intruso.

Ésta es tal vez la primera sensación y la más dominante. Pero pronto vienen otras: el entusiasmo por el descubrimiento, la fiebre de lo incierto, el impulso casi irresistible, nacido de la curiosidad, de romper los sellos y abrir las tapas de los cofres, la idea de que uno está a punto de escribir una página de la historia o de resolver problemas de investigación, alegría inmensa del erudito, y, ¿por qué no decirlo?, la tensa expectación del buscador de tesoros. ¿Pasaron todos estos pensamientos por nuestras mentes en aquel momento o lo hemos imaginado más tarde? No podría decirlo. Esta digresión la ha ocasionado el descubrimiento de que mi memoria estaba vacía, no el simple deseo de añadir un final dramático.

Estoy seguro de que nunca en toda la historia de las excavaciones se había visto un espectáculo tan sorprendente como el que nos revelaba la luz de la linterna. Las fotografías que se han publicado desde entonces se tomaron más tarde, cuando ya se había abierto la tumba e instalado en ella luz eléctrica. Dejaré que el lector se imagine la apariencia de los objetos mientras los contemplábamos desde nuestra mirilla de la puerta tapiada, proyectando desde ella el haz de luz de nuestra linterna -la primera luz que cortaba la oscuridad de la cámara en tres mil años- de un grupo de objetos a otro en un vano intento de interpretar el alcance del tesoro que yacía ante nosotros. El efecto era abrumador, impresionante. Supongo que nunca supimos qué es lo que habíamos esperado o deseado ver en nuestras mentes, pero sin duda que nunca hubiéramos soñado algo así: una habitación -parecía un museo- repleta de objetos, algunos de ellos familiares pero otros como nunca habíamos visto, amontonados unos sobre otros con una profusión aparentemente interminable.

Gradualmente la escena se aclaró y pudimos distinguir los objetos por separado. En primer lugar, justo frente a nosotros -habíamos sido conscientes de su presencia todo el rato pero nos negábamos a creerlo- había tres sofás dorados cuyos lados estaban tallados en forma de animales monstruosos, de cuerpo curiosamente reducido para que cumplieran su cometido, pero con cabezas de sorprendente realismo. Estas bestias hubieran parecido extrañas en cualquier otra ocasión: vistas como lo hicimos nosotros, con sus brillantes superficies doradas destacando en la oscuridad como si tuvieran un halo propio gracias a nuestra linterna y sus cabezas proyectando sombras deformes y grotescas sobre la pared del fondo, eran casi aterradoras. Junto a ellos, a la derecha, dos estatuas reclamaron y obtuvieron nuestra atención: dos figuras negras de tamaño natural de un rey, una frente a la otra como centinelas, con faldellín y sandalias de oro, armados con un mazo y un báculo y llevando sobre la frente la cobra sagrada como protección.

Éstos fueron los objetos principales que primero nos llamaron la atención. Había muchísimos más entre ellos, a su alrededor e incluso amontonados encima de ellos: cofres exquisitamente pintados e incrustados, vasos de alabastro, algunos de ellos tallados con diseño en relieve; extrañas capillas negras, con una gran serpiente dorada que nos contemplaba desde la puerta abierta de una de ellas; ramos de flores o de ramas; sillas bellamente trabajadas; un trono de oro con incrustaciones; un montón de curiosas cajas blancas de forma ovoide y báculos de todas formas y tamaños. Ante nosotros, en el mismo umbral de la cámara, había una hermosa copa de alabastro transparente; a la izquierda, un confuso montón de carros derribados, destellantes por el oro y las incrustaciones, y asomando por detrás de ellos, otro retrato de un rey.

Éstos eran algunos de los objetos que yacían delante de nosotros. No puedo estar seguro de si los notamos todos al mismo tiempo, ya que nuestras mentes estaban demasiado excitadas y confusas para registrar con precisión los acontecimientos. Pronto se hizo claro en nuestras aturulladas mentes que entre esta mezcla de objetos que teníamos delante no había señal alguna de un ataúd o de una momia y la tan debatida cuestión de si era una tumba o un escondrijo empezó a intrigarnos de nuevo. Teniendo en cuenta esta cuestión volvimos a examinar la escena que teníamos delante y entonces observamos, por primera vez, que entre las dos figuras negras de los centinelas, a la derecha, había otra puerta sellada. La explicación se aclaró gradualmente. Estábamos tan sólo en el umbral de nuestro descubrimiento. Lo que veíamos no era más que una antesala. Tras la guardada puerta debía de haber otras cámaras, o tal vez una serie de ellas, y en una de ellas, sin duda, encontraríamos a un faraón yaciente en la magnífica pompa de la muerte.

Ya habíamos visto bastante y nuestros cerebros empezaron a agitarse ante la idea de la tarea que teníamos ante nosotros. Volvimos a cerrar el agujero, pusimos un candado en la verja de madera que habíamos colocado en la primera puerta, dejamos de guardia a nuestros capataces nativos, subimos a los burros y cabalgamos valle abajo hacia casa, subyugados y extrañamente silenciosos.

Es curioso recordar lo conflictivo de nuestras ideas acerca de lo que habíamos visto al hablar de todo aquello por la noche. Cada uno de nosotros había notado algo que los otros no habían visto y nos sorprendió descubrir al día siguiente lo numerosos y visibles que eran los objetos en los que no habíamos reparado.

Naturalmente, lo que más nos intrigaba era la puerta sellada entre las dos estatuas y hasta bien entrada la noche discutimos sobre las posibilidades de lo que podía haber detrás de ella. ¿Una sola cámara con el sarcófago del rey? Esto era lo mínimo que podíamos esperar. Pero, ¿por qué sólo una cámara? ¿Por qué no una serie de pasadizos y cámaras que condujeran, según es habitual en el Valle, al recinto más recóndito, la cámara sepulcral? Podía ser así, pero el trazado de esta tumba era completamente distinto al de las demás. Visiones de cámaras y más cámaras, todas repletas de objetos como la que habíamos visto, cruzaron nuestras mentes dejándonos sin aliento. Luego volvimos a pensar en la posibilidad de saqueadores. ¿Habrían conseguido penetrar en la tercera puerta? -vista a distancia parecía intacta-, y, de ser así, ¿qué oportunidades teníamos de encontrar inviolada la momia del rey? Creo que todos nosotros dormimos muy poco aquella noche.

A la mañana siguiente (27 de noviembre) fuimos a la excavación temprano, ya que había mucho que hacer. Antes de continuar con nuestro reconocimiento era esencial que nos procuráramos algún método de iluminación, así que Callender empezó a tender cables para conectarnos con el sistema central de iluminación del Valle. Mientras se preparaba esto tomamos notas detalladas de las huellas de sellos que había en la puerta interior y luego retiramos lo que la bloqueaba. Al mediodía todo estaba a punto y Lord Carnarvon, Lady Evelyrt, Callender y yo entramos en la tumba e hicimos una inspección cuidadosa de la primera cámara (llamada más tarde la antecámara). La tarde anterior yo había escrito a Mr. Engelbach, el inspector jefe del Departamento de Antigüedades, poniéndole al corriente del estado de los trabajos y pidiéndole que viniese e hiciera la inspección oficial. Desgraciadamente se encontraba en aquel momento en Kena por asuntos oficiales, así que el inspector local de Antigüedades, Ibraham Effendi, vino en su lugar.

A la luz de las potentes lámparas se hicieron visibles muchos detalles que nos habían parecido oscuros el día anterior y pudimos hacer un cálculo más aproximado del alcance de nuestro descubrimiento. Naturalmente nuestro primer objetivo era la puerta sellada entre las estatuas, y en este punto nos aguardaba una desilusión. Vista desde lejos tenía la apariencia de un bloque absolutamente intacto, pero un examen a corta distancia reveló el hecho de que se había abierto una pequeña brecha cerca del borde inferior, lo bastante grande como para dejar pasar a un muchacho o a un hombre de complexión pequeña. Este agujero había sido tapado y sellado posteriormente. Así, pues, no éramos los primeros. También aquí nos habían precedido los ladrones y sólo nos faltaba por ver el daño que habían tenido la oportunidad o el tiempo de hacer.

Nuestro primer impulso fue derribar la puerta y llegar de una vez al fondo de la cuestión, pero hacerlo así hubiera encerrado un serio riesgo que no estábamos dispuestos a correr. Tampoco podíamos apartar los objetos para hacer más espacio, ya que se imponía hacer un plano y un estudio fotográfico completo antes de tocar nada y ésta era una tarea que requería gran cantidad de tiempo, incluso si hubiéramos tenido suficiente material disponible -que no lo teníamos- para llevarla a cabo inmediatamente. De mala gana decidimos reservar la apertura de esta puerta sellada hasta que hubiésemos sacado todo el contenido de la antecámara. Haciéndolo así no sólo podíamos estar seguros de hacer una relación científica completa de la cámara exterior, tal como era nuestra obligación, sino que tendríamos más espacio para remover el bloque de la puerta, una operación arriesgada en el mejor de los casos.

Habiendo satisfecho en parte nuestra curiosidad acerca de la puerta sellada podíamos ahora volver nuestra atención al resto de la cámara y hacer un examen mucho más detallado de los objetos que contenía. Era, desde luego, una experiencia asombrosa. Aquí, encajados estrechamente en este pequeño recinto, había montones de objetos, cada uno de los cuales nos hubiera llenado de excitación en circunstancias normales y hubiera sido considerado una buena recompensa a toda una campaña de trabajos. Algunos eran de un tipo que nos era bien conocido. Otros eran nuevos y extraños y en algunos casos constituían ejemplares completos y perfectos de objetos cuya apariencia se había adivinado hasta el momento a través de las indicaciones dadas por insignificantes fragmentos hallados en otras tumbas reales.

Tampoco era la cantidad lo que hacía tan sorprendente el hallazgo. El período al que pertenece la tumba corresponde a la época más interesante en muchos aspectos de toda la historia del arte egipcio y estábamos dispuestos a ver cosas hermosas. Para lo que no estábamos preparados era para la sorprendente vitalidad y animación que caracterizaba a algunos de los objetos. Para nosotros era una revelación de las insospechadas posibilidades del arte egipcio e incluso en este apresurado estudio preliminar nos dimos cuenta de que el análisis del material comportaría una modificación, sí no una revolución completa, de todas nuestras ideas anteriores. Sin embargo, éste es asunto a esclarecer en el futuro. Cuando hayamos limpiado toda la tumba y tengamos todo el contenido ante nuestros ojos, podremos obtener una idea más clara de sus valores artísticos exactos.

Una de las primeras cosas que notamos en nuestra inspección es que todos los objetos grandes y casi todos los pequeños tenían inscrito el nombre de Tutankhamón. También eran suyos los sellos grabados en la puerta interior y suya por lo tanto, sin duda alguna, la momia que debía haber detrás de ella. A continuación, mientras estábamos llamándonos el uno al otro con excitación, yendo de un objeto a otro, se produjo un nuevo descubrimiento. Mirando debajo del sofá que estaba más al sur de los tres vimos un pequeño agujero irregular en la pared. Aquí había otra puerta sellada y un agujero hecho por los saqueadores que nunca se había reparado, en contraste con los demás. Nos deslizamos cuidadosamente debajo del sofá, colocamos una lámpara portátil y allí, ante nuestros ojos, había otra cámara, más pequeña que la primera, y aún más llena de objetos.

El estado de esta habitación interior (llamada posteriormente anexo) rehuye simplemente toda descripción. En la antecámara había habido un intento de poner orden después de la visita de los ladrones, pero aquí reinaba la misma confusión en que la habían dejado. No hacía falta gran imaginación para verlos en plena tarea. Uno de ellos -posiblemente no cabía más de uno- se había arrastrado dentro de la cámara, y allí había saqueado rápida, pero sistemáticamente, todo su contenido, vaciando cofres, apartando objetos, amontonándolos unos sobre otros y de vez en cuando pasando a sus compañeros alguno a través del agujero para que lo examinaran en la cámara exterior. Había hecho un trabajo tan a fondo como un terremoto. Ni un solo centímetro del suelo estaba vacío y será una tarea complicada saber por dónde empezar cuando llegue el momento. Hasta ahora no hemos intentado entrar en esta cámara, contentándonos con tomar nota de su contenido desde fuera. Contiene cosas muy bonitas, en su mayor parte de menor tamaño que las de la antecámara, pero muchas de ellas de exquisita artesanía. Algunos objetos, en especial, han quedado en mi memoria: una caja pintada, aparentemente tan preciosa como la de la antecámara; una maravillosa silla de marfil, oro, madera y cuero; vasos de alabastro y cerámica de hermosas formas y un tablero de juego tallado en marfil de colores.

Creo que el descubrimiento de esta segunda cámara, con su apiñado contenido, tuvo un efecto tranquilizador sobre nosotros. Hasta entonces la excitación se había apoderado de nosotros, sin darnos una pausa para reflexionar, pero ahora por primera vez empezamos a darnos cuenta de la fantástica tarea a la que nos enfrentábamos y de las responsabilidades que suponía. Éste no era un hallazgo corriente con el que pudiéramos disponer en una campaña normal; tampoco había ningún precedente que pudiera servirnos de guía. Era algo de lo que no se tenía experiencia, algo aturdidor y por el momento pareció como si hubiera allí tanto por hacer que ningún medio humano pudiera llevarlo a cabo.

Además, el alcance de nuestro descubrimiento nos había tomado por sorpresa y estábamos completamente desprevenidos para manejar la multitud de objetos que había delante de nuestros ojos, muchos de ellos en condición precaria y necesitados de un cuidadoso tratamiento de preservación antes de que pudiéramos tocarlos. Había un sinfín de cosas por hacer antes de que pudiéramos empezar siquiera la limpieza. Teníamos que preparar un gran depósito de líquidos de preservación y material de embalaje; había que recabar la opinión de los expertos sobre la mejor manera de tratar algunos de los objetos; teníamos que proveernos de un laboratorio en algún lugar seguro y a cubierto donde los objetos pudieran ser tratados, catalogados y empaquetados; teníamos que hacer un buen plano a escala y tomar un reportaje fotográfico completo mientas todo estaba todavía en su sitio; también teníamos que obtener una habitación oscura para el revelado.

Éstos eran algunos de los problemas que se nos planteaban. Era evidente que lo primero que teníamos que hacer era proteger la tumba contra posibles robos. Sólo entonces podríamos tranquilizarnos lo suficiente como para empezar a hacer proyectos, proyectos que sabíamos que esta vez abarcarían no sólo una campaña sino dos como mínimo y posiblemente tres o cuatro. Teníamos ya nuestra verja de madera a la entrada del pasadizo, pero esto no era suficiente y tomé las medidas de la puerta interior para hacer otra de gruesas barras de acero. Hasta que tuviéramos hecho esto -y para ello y otros asuntos era imprescindible que yo fuera a El Cairo- teníamos que tomarnos el trabajo de llenar la tumba una vez más.

Mientras tanto la noticia del descubrimiento se había extendido como fuego, y en el extranjero se daban toda clase de informes extraordinarios y fantásticos acerca de él. Una de las versiones que tuvo más éxito entre los nativos era que tres aeroplanos habían aterrizado en el Valle y salido con destino desconocido cargados de tesoros. Para desacreditar en lo posible estos rumores decidimos hacer dos cosas: primero, invitar a Lord Allenby y a los distintos jefes de los departamentos a los que concernía el asunto a venir a visitar la tumba, y segundo, enviar un relato autorizado del descubrimiento al Times. Consecuentemente el día 29 tuvimos una apertura oficial de la tumba, a la que asistieron Lady Allenby -Lord Allenby, desgraciadamente, no pudo salir de El Cairo-, Abd el Aziz Bey Yehia, gobernador de la provincia, Mohamed Bey Fahmy, mamur del distrito y cierto número de nobles y autoridades egipcias y el día 30 Mr. Tottenham, consejero del Ministerio de Obras Públicas y M. Pierre Lacau, director general del Servicio de Antigüedades, que no habían podido asistir el día anterior, hicieron su inspección oficial. El corresponsal del Times, Mr. Merton, también estuvo presente en la apertura oficial y envió la crónica que tanto alboroto produjo en nuestro país.

El 3 de diciembre, después de cerrar la puerta de entrada con pesados tablones, se llenó la tumba hasta ras del suelo. Lord Carnarvon y Lady Evelyn marcharon el día 4 hacia Inglaterra para tomar allí varías disposiciones como preparación antes de volver a incorporarse a la campaña; y el día 6 les seguí a El Cairo para hacer mis compras, dejando a Callender al cuidado de la tumba en mi ausencia. Mi primera preocupación fue la verja de acero y la encargué el mismo día que llegué por la mañana, prometiéndome que se me entregaría a los seis días. Me tomé con más calma los otros encargos, que eran de muy diferente carácter, ya que incluían material fotográfico, productos químicos, un automóvil, cajas de embalaje de todas clases, y treinta y tres balas de percal, más de un kilómetro y medio de guata e igual cantidad de vendajes. Estaba dispuesto a estar siempre provisto de los dos últimos, por ser ambos muy necesarios e importantes artículos.

Mientras estuve en El Cairo tuve tiempo suficiente para reflexionar sobre la situación y se me hizo cada vez más claro que necesitábamos ayuda a gran escala si teníamos que llevar a cabo el trabajo en la tumba de forma satisfactoria. Lo que necesitábamos antes y más urgentemente era en el campo de la fotografía, ya que nada podía hacerse hasta que hubiésemos hecho un buen reportaje fotográfico, tarea que requería una habilidad técnica del más alto nivel. Uno o dos días después de mi llegada a El Cairo recibí un telegrama de felicitación de Mr. Lythgoe, conservador del Departamento de Egiptología del Metropolitan Museum of Art, de Nueva York, que tenía una concesión territorial en Tebas, muy próxima a la nuestra, estando separados solamente por una cordillera, y en mi respuesta le pregunté, algo tímidamente, si sería posible contar con la ayuda de su experto en fotografía, Mr. Harry Burton, por lo menos para las emergencias más inmediatas. Como respuesta me cablegrafió inmediatamente, y su telegrama debería ser anotado como ejemplo de desinteresada colaboración científica: «Más que encantado de ayudar en cualquier manera posible. Por favor, llame a Burton o a cualquier otro miembro de nuestro personal».

Este ofrecimiento fue refrendado más tarde de la manera más generosa por el Consejo de Administración y el director del Metropolitan Museum, y a mi regreso a Luxor me puse de acuerdo con mi amigo Mr. Winlock, director de las excavaciones de la concesión de Nueva York, que iba a ser el más perjudicado por el arreglo, no sólo sobre la cesión de Mr. Burton, sino para que Mr. Hall y Mr. Hauser, dibujantes de la expedición, pudieran pasar todo el tiempo necesario para hacer un dibujo a gran escala de la antecámara y su contenido. Otro miembro del equipo de Nueva York, Mr. Mace, director de la excavación de la pirámide de Lisht, estaba también disponible y nos telegrafió a sugerencia de Mr. Lythgoe para ofrecernos su ayuda. De este modo no menos de cuatro miembros del equipo de Nueva York estuvieron total o parcialmente asociados al trabajo de esta campaña. Sin su generosa ayuda hubiera sido imposible llevar a cabo tan enorme tarea.

Tuve otro golpe de suerte en El Cairo. Mr. Lucas, director del Departamento de Química del Gobierno Egipcio, disfrutaba de tres meses de permiso antes de retirarse definitivamente del gobierno y se ofreció generosamente para poner sus conocimientos a nuestra disposición durante estos tres meses, oferta que, ni que decir tiene, me apresuré a aceptar. Así quedó completo nuestro equipo de trabajo normal. Además de esto el doctor Alan Gardiner se ofreció amablemente para todo el material con inscripciones que pudiera aparecer, y el profesor Breasted en un par de visitas que nos hizo nos ayudó mucho en la difícil tarea de descifrar las impresiones de los sellos.

El 13 de diciembre la verja de acero estaba terminada y yo había hecho ya todas las compras necesarias. Regresé a Luxor y el día 15 todo llegó al Valle en perfectas condiciones, debiéndose la pronta entrega de los paquetes a que fueron expedidos sin demora por cortesía de los oficiales del ferrocarril estatal egipcio, que permitieron que viajaran en el expreso en lugar del lento tren de carga. El día 16 abrimos la tumba una vez más y el 17 la verja de acero fue colocada en la puerta de la cámara y estuvimos preparados para empezar. El día 18 empezó el trabajo, haciendo Burton sus primeros experimentos en la antecámara y empezando Hall y Hauser el plano. Dos días más tarde llegó Lucas, quien empezó inmediatamente a hacer toda clase de experimentos sobre materiales de conservación para varios objetos.

El día 22, como resultado del clamor levantado, se permitió a la prensa europea y local ver la tumba, incluyéndose en el permiso cierto número de notables de Luxor que habían quedado decepcionados al no recibir una invitación a la apertura oficial. En aquella ocasión sólo habíamos podido invitar a un número muy limitado de personas, dada la dificultad de procurar la integridad de los objetos en el reducido espacio disponible. Mace llegó el 25, y dos días más tarde, estando lo suficientemente avanzados los trabajos de fotografía y planos, trasladamos el primer objeto fuera de la tumba.

SIETE

Inspección de la antecámara

En este capítulo me propongo hacer un reconocimiento de los objetos de la antecámara, y creo que el lector se hará una idea más aproximada de las cosas si lo hago sistemáticamente, sin saltar de aquí para allá, desde un extremo de la habitación al otro, que es lo que, lógicamente, nosotros hicimos en la excitación del primer momento del descubrimiento. Era una habitación pequeña, de unos 8 por 3,6 metros, y teníamos que pisar con cuidado, porque, aunque los capataces nos habían preparado un pequeño pasillo en el centro, un solo paso en falso o movimiento súbito hubiera podido causar un daño irreparable a algunos de los delicados objetos que nos rodeaban.

Frente a nosotros, en el umbral sobre el que tuvimos que saltar para penetrar en la cámara, había una hermosa copa para hacer rogativas. Estaba hecha de alabastro puro semitransparente, con asas en forma de flor de loto a cada lado, que sostenían unas figuras arrodilladas que simbolizaban la eternidad. A la derecha, según se entraba, observamos en primer lugar una gran jarra cilíndrica de alabastro; luego, dos ramilletes funerarios hechos de hojas, uno apoyado en la pared, el otro caído; y frente a ellos, ya dentro de la cámara, un cofre de madera pintada. Este último posiblemente resultará ser uno de los tesoros de mayor valor artístico de la tumba y durante nuestra visita nos costó mucho apartarnos de él. Su exterior estaba recubierto de estuco; sobre esta preparación había una serie de diseños de Brillantes colores, exquisitamente pintados: en los paneles curvos de la tapa había escenas de caza, en unos lados escenas de guerra y en otros, representaciones del rey en forma de león, pisando a sus enemigos. Las descripciones pueden dar sólo una idea muy débil de la delicadeza dé las pinturas, que sobrepasa la de cualquier objeto del mismo tipo que se haya producido nunca en Egipto. Ninguna fotografía puede hacerle justicia, ya que incluso en el original se necesita una lupa para apreciar debidamente los menores detalles, tales como el punteado del pelaje de los leones o las decoraciones de los arreos de los caballos.

Hay otro hecho notable acerca de las escenas pintadas en este cofre. Los temas y el tratamiento son egipcios y, sin embargo, dan la impresión de algo que extrañamente no es egipcio y por nada del mundo puede uno explicar exactamente dónde está la diferencia. Nos hacen recordar muchas cosas, por ejemplo las más finas miniaturas persas; hay también una ligera semejanza con Benozzo Gozzoli, debido, tal vez, a los brillantes ramilletes de flores que llenan los espacios secundarios. El contenido de la caja se encontraba en un desorden inesperado. Encima de todo había un par de sandalias de mimbre y papiro y una túnica real cubierta por completo por una decoración de cuentas y de lentejuelas de oro. Debajo había otras túnicas decoradas, una de las cuales tenía cosidas más de tres mil rosetas de oro; había también tres pares de sandalias para uso oficial, ricamente labradas en oro, una almohadilla dorada para apoyar la cabeza y otros objetos diversos. Ésta fue la primera caja que abrimos y nos intrigó la extraña variedad de su contenido, por no hablar del modo en que los objetos estaban aplastados y amontonados. La explicación apareció más tarde, como veremos en el próximo capítulo.

A continuación, omitiendo algunos pequeños objetos sin importancia, llegamos a la pared opuesta (norte) de la cámara. Aquí estaba la tentadora puerta sellada y, a cada lado, montando guardia en la entrada, las estatuas de madera del rey, de tamaño natural, que ya hemos descrito. Eran figuras extrañas e impresionantes, incluso como las vimos nosotros, medio escondidas por los objetos que las rodeaban. Tal como están ahora, en la cámara vacía, sin nada frente a ellas que pueda distraer la atención y la capilla de oro medio visible tras ellas a través de la puerta abierta, tienen una apariencia impresionante, casi angustiosa. Originalmente estaban arropadas con chales de lino que debían aumentar el efecto. Hay otro detalle interesante que mencionar acerca de esta pared. A diferencia de las otras paredes de la cámara, toda su superficie estaba cubierta de estuco y un cuidadoso examen nos reveló que toda ella no era más que un tabique, es decir, que era simplemente un muro de partición.

Volviendo ahora a la pared más larga de la cámara (oeste), encontramos que estaba cubierta en toda su longitud por los tres grandes sofás con paneles laterales zoomorfos, curiosos muebles que conocíamos por las ilustraciones de las pinturas de las tumbas, pero de los que no se había encontrado ningún ejemplar hasta ahora. El primero tenía cabeza de león, el segundo de vaca y el tercero de un animal medio hipopótamo y medio cocodrilo. Estaban cortados en cuatro partes para facilitar su transporte. El armazón del asiento se enganchaba a los lados por medio de ganchos y armellas y los pies de los animales encajaban en un pedestal calado. Como es habitual en las camas egipcias, cada uno de ellos tenía un panel en la parte de los pies, pero ninguno en la cabecera. Por encima, debajo y alrededor de estos sofás había una mezcla de objetos más pequeños, algunos bien atados y otros amontonados precariamente unos sobre otros. De ellos sólo mencionaré aquí los más importantes, para ser breve.

Apoyado en el sofá que estaba más al norte, el de las cabezas de león, había una cama de ébano y cuerda tejida con un panel en el que estaban exquisitamente tallados unos dioses familiares. Apoyados en ella había una colección de bastones de mando de elaborada decoración, un carcaj lleno de flechas y cierto número de arcos compuestos. Uno de ellos estaba recubierto de oro y decorado con bandas de inscripciones y motivos animales a base de granulado de increíble finura, una obra maestra de orfebrería. Otro, un arco de composición doble, tenía tallada a cada lado la figura de un cautivo, dispuesta de tal modo que su cuello servía de muesca para la cuerda, hecho con la «agradable» idea de que cada vez que el rey usaba el arco estrangulaba a un par de cautivos. Entre la cama y el sofá había cuatro candelabros de bronce y oro de un tipo completamente inédito, uno de los cuales tenía todavía el pábilo de lino trenzado en la taza para el aceite y también había un vaso de alabastro para libaciones, de fascinante labra, y un cofre cuya tapa, con paneles decorados con fayenza de color azul turquesa y oro, estaba caída a un lado. Este cofre, según vimos luego en el laboratorio, contenía un buen número de objetos valiosos, entre los cuales destacaba una túnica sacerdotal de piel de leopardo decorada con estrellas de oro y con una cabeza de leopardo dorada, incrustada con vidrios de colores. También había un escarabeo muy grande, bellamente trabajado en oro y lapislázuli; una hebilla hecha de láminas de oro con una decoración de varias escenas de caza aplicadas con granulado de minúsculo tamaño; un cetro de oro macizo y lapislázuli; gargantillas de bellos colores y collares de cerámica y un puñado también de anillos de oro macizo envueltos en un lienzo de lino, de los que volveremos a hablar más adelante.

Debajo del sofá, en el suelo, había un gran baúl hecho a base de una bella combinación de ébano, marfil y madera rojiza y que contenía cierto número de vasitos de alabastro y vidrio; había también dos capillas de madera negra, cada una con la figura de una serpiente dorada, emblema y estandarte del décimo nomo del Alto Egipto (Afroditopolis), una encantadora sillita con paneles decorados con ébano, marfil y oro, demasiado pequeña para que la usara alguien que no fuera un niño, dos taburetes plegables con incrustaciones de marfil y una caja de alabastro con incisiones rellenas de pigmentos.

Frente al sofá había una caja alargada de marfil y madera pintada de blanco sobre una base con diseños calados y con una tapa de charnelas. El contenido estaba muy revuelto. Encima de todo había camisas y ropa interior del rey, todo arrugado y apretujado formando un amasijo, mientras que debajo, más o menos en orden sobre el fondo de la caja, había bastones, arcos y gran cantidad de flechas cuyas puntas habían sido cortadas y robadas para aprovechar el metal. En principio, posiblemente la caja sólo contenía bastones, arcos y flechas, incluyendo no sólo los que estaban sobre la cama, ya mencionados, sino también buen número de otros que estaban esparcidos en varios rincones de la cámara. Algunos de los bastones eran de gran artesanía. Uno de ellos terminaba en curva y en ella aparecían las figuras de un par de cautivos, atados de pies y manos, uno africano y el otro asiático, con las caras talladas en ébano y marfil, respectivamente. La figura del último es una obra de punzante realismo. En uno de los bastones se conseguía un gran efecto decorativo con un diseño hecho a base de minúsculas escamas iridiscentes en forma de élitros de escarabajos, mientras que en otros la decoración consistía en aplicaciones de cortezas de árbol policromadas. Con estos bastones había un látigo de marfil y cuatro medidas de un codo. A la izquierda del sofá, entre éste y el siguiente, había un tocador y una colección de hermosos tarros para perfumes, tallados en alabastro.

Esto es todo en cuanto al primer sofá. El segundo, el de las cabezas de vaca, que quedaba frente a nosotros según entrábamos en la cámara, estaba aún más recubierto por los objetos. Apiñada precariamente en él había otra cama de madera, pintada de blanco, y sobre ésta, también en equilibrio, había una silla de mimbre, de apariencia y diseño, muy modernos, así como un taburete de madera roja. Bajo la cama, apoyados en el armazón del sofá, había, entre otras cosas, un taburete blanco de adorno, una curiosa caja redonda hecha de chapas de marfil y ébano, así como dos sistra dorados, instrumentos musicales generalmente asociados con Hathor, la diosa de la alegría y la danza.[11] El espacio central por debajo de estos objetos lo ocupaban un montón de cajas oviformes de madera que contenían patos rellenos y otras ofrendas alimenticias.

Frente a este sofá, en el suelo, había dos cajas de madera. Sobre la tapa de una de ellas había una gargantilla y una serie de anillos. La mayor tenía un contenido interesante y variado. En la tapa había una inscripción en caracteres hieráticos, con una lista de diecisiete objetos de lapislázuli. Dentro de ella encontramos sólo dieciséis vasos de libación de fayenza azul, apareciendo el decimoséptimo en el otro lado de la cámara. Además de ellos, dispuestos sin cuidado alguno, había otros vasos de fayenza, un par de bumeranes de electro, decorados con fayenza azul en los extremos, un hermoso cofre de pequeño tamaño, tallado en marfil, un colador para vino, de calcita, un vestido de tapicería, muy elaborado, y la mayor parte de un corpiño. Este último, que tendré ocasión de describir con detalle en el capítulo 10, se componía de varios miles de piezas de oro, vidrio y fayenza y creo que, cuando lo hayamos limpiado y reunamos todas sus piezas, resultará ser el objeto más imponente producido en Egipto entre todos los de su clase. Entre este sofá y el tercero, ladeada descuidadamente sobre el costado, había una magnífica silla de madera de cedro, de elaborada y delicada talla, con adornos de oro.

Llegamos ahora al tercer sofá, el que está flanqueado por los dos extraños animales compuestos, cuya boca abierta mostraba dientes y lengua de marfil. Sobre él se alzaba en solitario un gran cofre de tapa redondeada, de armazón de ébano y paneles pintados de blanco. Originalmente este baúl se destinaba a ropa interior. Todavía contenía algunas piezas -taparrabos, etc., muchas de las cuales estaban dobladas y arrolladas en pequeños fardos, muy bien dispuestos.[12] Bajo este sofá había otro de los grandes tesoros artísticos de la tumba, tal vez el mayor que hemos sacado hasta ahora: un trono recubierto de oro de arriba a abajo y ricamente adornado con vidrio, fayenza y piedras incrustadas. Las patas, de forma felina, culminaban en cabezas de león, de una fuerza y simplicidad fascinante. Los brazos estaban formados por magníficas serpientes coronadas y aladas y entre las varillas que formaban el respaldo había seis cobras protectoras, trabajadas en madera, oro e incrustaciones. Sin embargo, la pieza magistral del trono era el panel del respaldo, al que no dudo de calificar como de objeto más bello encontrado hasta ahora en Egipto.

La escena se desarrolla en uno de los salones de palacio, una habitación decorada con pilares adornados con guirnaldas de flores, frisos de uraei (cobras reales) y dados de paneles escorzados convencionalmente. En el techo hay un agujero a través del cual el sol proyecta hacia la tierra sus rayos vivificantes y protectores. El propio rey está sentado en actitud poco convencional sobre un trono acolchado, cruzando su brazo sobre el respaldo. Frente a él está la juvenil figura de la reina que, al parecer, da los últimos toques al atuendo del rey; con una mano sostiene una jarrita de perfume o ungüento y con la otra unge cuidadosamente el hombro del rey, o añade un toque de perfume a su collar. Se trata de una pequeña composición muy familiar y simple, pero también muy llena de vida y sentimiento y con gran sentido del movimiento.

El colorido del panel es extraordinariamente vivo y efectivo. La cara y otras partes expuestas del cuerpo, tanto del rey como de la reina, son de vidrio rojo y los tocados, de brillante fayenza color turquesa. Los vestidos son de plata, oxidada por los años hasta tomar un tono mate maravilloso. Las coronas, collares, chales y otros detalles ornamentales del panel están todos incrustados con vidrio y fayenza, cornerina y un material hasta ahora desconocido -calcita fibrosa transparente, colocados sobre pasta coloreada, con una apariencia similar al vidrio millefiori. Las láminas de oro con las que está recubierto el trono sirven de trasfondo. En su estadio original, cuando el oro y la plata estaban frescos y nuevos, el trono debía resultar una visión completamente deslumbradora -demasiado tal vez para el hombre occidental, acostumbrado a cielos parduscos y tonos neutros. Hoy día, algo rebajados por el deslustre de la aleación, presenta un conjunto de color extraordinariamente atractivo y armonioso.

Aparte de su mérito artístico, el trono es un importante documento histórico, ya que las escenas representadas en él son auténticas muestras de las vacilaciones político-religiosas del reinado. En su concepción original -según señalan los brazos humanos que salen del disco solar del panel del respaldo- se basan en la adoración de Atón, puramente al estilo de Tell el Amarna. Las cartelas, sin embargo, están mezcladas de forma curiosa. En algunas de ellas el elemento Atón ha sido borrado y sustituido por la forma Amón, mientras que en otras el Atón permanece intacto. Como mínimo puede decirse que es curioso que un objeto que llevaba signos de herejía tan manifiestos fuese enterrado públicamente aquí, en la fortaleza de la fe de Amón y tal vez no se deba pasar por alto que precisamente en esta parte del trono había restos de una funda de lino. Parece ser que el retorno de Tutankhamón a la antigua fe no fue completamente debido a sus convicciones. Tal vez consideró que el trono era un objeto demasiado valioso para destruirlo y lo guardó en una de las estancias privadas del palacio, o tal vez es posible que el cambio de los nombres de Atón fuera suficiente para apaciguar a los sectarios y que no hubiera necesidad de guardarlo en secreto.

Sobre el asiento del trono había un taburete para los pies que originalmente debió de estar frente a él, hecho de madera dorada y fayenza azul oscuro, con los paneles superior y laterales representando a prisioneros atados y postrados. Esta era una actitud convencional, muy corriente en Oriente -«hasta que ponga a tus enemigos a tus pies», canta el salmista- y estamos seguros de que en algunas ocasiones lo convencional se convirtió en hecho real.

Frente al sofá había dos taburetes, uno de simple madera pintada de blanco, el otro de ébano, marfil y oro, con patas talladas en forma de cabeza de pato y con la parte superior imitando una piel de leopardo, con garras y manchas de marfil, el mejor ejemplar de su clase que se conoce. Detrás de éste, apoyados en la pared sur de la cámara, había varios objetos importantes. Primero había una caja en forma de capilla, con puertas cerradas por medio de pestillos de marfil. Estaba completamente recubierta de gruesas láminas de oro y en él, en delicado bajorrelieve, había una serie de paneles pequeños mostrando, con estilo deliciosamente ingenuo, algunos episodios de la vida diaria del rey y la reina. La nota dominante en todas las escenas es la de una delicada relación amistosa entre marido y mujer, es decir, la despreocupada cordialidad que caracteriza a la escuela de Tell el-Amarna y no nos sorprende, descubrir que las cartelas reflejan también el cambio de Atón a Amón. En la capilla había un pedestal que mostraba haber sostenido originalmente una estatuilla; es posible que fuese de oro, un objeto demasiado conspicuo para que los ladrones lo pasaran por alto. También contenía un collar de enormes cuentas de oro, cornerina, feldespato verde y vidrio azul, del que pendía un gran colgante en forma de una diosa-serpiente muy rara; también había porciones considerables del corpiño al que nos referimos en la descripción de una de las cajas mencionadas anteriormente.

Junto a esta capilla había una gran estatuilla shawahti del rey, cincelada, dorada y pintada, y un poco más allá, asomando tras el cuerpo caído de un carro, una estatua de forma peculiar cortada súbitamente a nivel de cintura y codos. Era de tamaño natural y tenía él cuerpo pintado de blanco imitando, evidentemente, una camisa; es bien posible que se trate de un maniquí al que se probaban los vestidos y tal vez los collares del rey. En la misma sección de la cámara había otro tocador y piezas dispersas de un baldaquín o capilla de oro. Estas piezas eran de construcción muy ligera y estaban hechas para que encajaran la una en la otra. El baldaquín era, probablemente, para viajar, llevándolo en el equipaje real hasta cualquier lugar adonde fuera el rey, pudiendo montarse en un instante para protegerle del sol.

El resto de la pared sur y toda la del oeste, hasta la entrada, estaba ocupada por piezas de por lo menos cuatro carros, amontonados en terrible confusión, habiendo sido volcados evidentemente por los ladrones mientras iban de aquí para allá, en sus esfuerzos por llevarse las partes más valiosas de la decoración de oro que los cubría. Sin embargo, la culpa no era sólo suya. El pasadizo de entrada era demasiado estrecho para permitir el paso de los carros completos, así que para hacerlos llegar a la cámara, se había cortado los ejes en dos, desmontando y amontonando las ruedas y colocando por separado los cuerpos desmembrados de los carros.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18
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