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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 4)



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Se nos presenta una tarea prodigiosa para volver a montar y restaurar estos carros, pero los resultados serán suficientemente valiosos para justificar todo el tiempo empleado en ellos. Estaban cubiertos de oro de arriba abajo y cada centímetro estaba decorado ya fuera con diseños y escenas cincelados en oro o con dibujos incrustados con vidrios de colores y pedrería. Las piezas de madera de los carros se encuentran en buen estado y sólo necesitan una ligera restauración, pero los arreos de los caballos y otras piezas de cuero son cuestión aparte, ya que el cuero sin curtir ha sido afectado por la humedad, convirtiéndose en un pegamento negro y de aspecto desagradable. Por fortuna estas piezas de cuero estaban en su mayor parte recubiertas de oro y a través de esta decoración, que se ha conservado bien, esperamos podremos reconstruir los arneses. Mezclados con las piezas de los carros había diversos objetos menores, entre ellos jarras de alabastro, más bastones y flechas, sandalias de cuentas, cestas y un juego de cuatro espantamoscas de pelo de caballo con empuñaduras de madera dorada, en forma de cabeza de león.

Hemos hecho así un recorrido completo por la antecámara, que parece bastante extenso y, sin embargo, consultando nuestras notas, descubrimos que de los seiscientos o setecientos objetos que contenía sólo hemos mencionado menos de cien. Sólo un catálogo completo hecho con nuestras fichas de archivo nos daría una idea aproximada del alcance del descubrimiento, pero está fuera de lugar en este volumen. Deberemos limitarnos a una descripción más o menos sumaria de los principales hallazgos y dejar para publicaciones posteriores un estudio detallado de los objetos. En todo caso, sería imposible intentar un trabajo de este tipo en este momento, ya que nos esperan meses y tal vez años de trabajo de restauración, si debemos tratar el material como merece. También debemos recordar que hasta ahora sólo nos hemos ocupado de una cámara. Todavía hay otras habitaciones interiores que no hemos tocado y en ellas esperamos encontrar tesoros que superen aquellos de los que trata este capítulo.

OCHO

Vaciando la antecámara

Sacar los objetos de la antecámara fue como jugar con un gigantesco castillo de naipes. Estaba tan repleta que era extremadamente difícil mover un objeto sin correr un riesgo serio de dañar otro y en algunos casos los objetos estaban embarullados de una manera tan inextricable que tuvimos que idear un complejo sistema de puntales y soportes para sostener un objeto o grupo de objetos en su lugar mientras sacábamos otro. Mientras esto sucedía nuestra vida se convertía en una pesadilla. No nos atrevíamos a movernos por miedo a golpear uno de los soportes, haciendo caer estrepitosamente toda la estructura. En algunos casos no se podía decidir, sin probarlo antes, si un objeto en particular era lo bastante fuerte para soportar su propio peso. Algunos de los objetos estaban en inmejorables condiciones, tan resistentes como el día que se hicieron, pero otros estaban en situación precaria y constantemente se presentaba el problema de si sería posible dar tratamiento de preservación a la pieza in situ, o esperar hasta que se la pudiera manejar en el laboratorio en condiciones más favorables. Adoptábamos esta última solución siempre que era posible, pero había ocasiones en que sacar un objeto sin tratarlo hubiese significado seguramente su destrucción.

Había sandalias, por ejemplo, con dibujos hechos a base de cuentas, cuyo hilado se había podrido. Tal como estaban en el suelo de la cámara parecían estar en perfectas condiciones, pero si intentábamos cogerlas se nos quedaban en las manos y todo lo que teníamos como premio a nuestros esfuerzos era un puñado de cuentas sueltas y sin objeto alguno. Éste era un caso claro de tratamiento inmediato: con un hornillo de alcohol, parafina y una hora o dos para que ésta se endureciera, la sandalia podía obtenerse intacta y manejarse con toda libertad. Otro caso era el de los ramilletes funerarios. Tal como estaban, sin tratamiento, hubieran dejado de existir; con tres o cuatro aplicaciones de una solución de celuloide soportaban bien el traslado y podían empaquetarse sin apenas daño alguno. De vez en cuando, en especial con objetos grandes, era mejor aplicar tratamiento localizado en la misma tumba, lo suficiente para asegurar su traslado seguro al laboratorio donde podían tomarse medidas más drásticas. Cada objeto presentaba un problema distinto y, como dije antes, había casos en los que sólo un experimento podía demostrar cuál debía ser el tratamiento adecuado.

Era una labor trabajosa, difícil y lenta, capaz de atacar los nervios mejor templados, ya que a cada momento uno sentía el gran peso de la responsabilidad. Todo excavador debe sentirla si tiene conciencia de lo que es arqueología. Los objetos que encuentra no son de su propiedad, no puede tratarlos como quiere, o negligirlos según él mismo decida. Son un legado directo del pasado a la época actual, del que él es tan sólo el intermediario, a través de cuyas manos llegan al presente. Y si por descuido, desfallecimiento o ignorancia disminuye la suma de conocimientos que pudiera obtenerse de ellos, se sabe culpable de un crimen arqueológico de primera magnitud. Destruir pruebas es, por desgracia, muy fácil y, sin embargo, desesperadamente irreparable. Cansado o presionado por falta de tiempo, uno elude una limpieza tediosa, o la lleva a cabo a medias, rutinariamente, y con ello destruye la única posibilidad que tal vez se produzca de obtener un conocimiento importante sobre un asunto.

Al parecer demasiada gente, entre la que por desgracia también hay arqueólogos, tiene la impresión de que el objeto comprado a un tratante tiene el mismo valor que uno encontrado en una excavación y que sólo puede ser motivo de estudio cuando ha sido limpiado, catalogado, numerado y colocado en una ordenada vitrina en un museo. No puede haber mayor error. El trabajo de campo es de primordial importancia y es un hecho confirmado que si toda excavación hubiese sido realizada correcta, sistemática y concienzudamente, nuestro conocimiento de la arqueología egipcia sería por lo menos un cincuenta por ciento mayor de lo que es. Hay infinidad de objetos negligidos en los almacenes de nuestros museos que nos darían valiosa información si nos pudieran decir de dónde vinieron y caja tras caja de fragmentos que podrían reconstruirse si se hubiesen tomado unas pocas notas en el momento de su hallazgo.

Considerando, pues, que el gran peso de la responsabilidad debe caer sobre el excavador en todo momento, se puede comprender fácilmente cuáles eran nuestros sentimientos en esta ocasión. Habíamos tenido el privilegio de encontrar la colección más importante de antigüedades egipcias que se haya visto jamás y teníamos que demostrar ser dignos del hallazgo. ¡Había tantas cosas que podían salir mal! El peligro de robo, por ejemplo, era una constante ansiedad. Todo el país estaba excitado por el descubrimiento de la tumba. Circulaban toda clase de historias extravagantes sobre el oro y las joyas que contenía y, como nos habían demostrado experiencias pasadas, era muy posible que se produjera un serio intento de irrumpir en la tumba por la noche. Procuramos contrarrestar esta posibilidad de robo a gran escala en todo lo humanamente posible con un complicado sistema de vigilancia, estableciéndose en el Valle día y noche tres grupos de guardianes independientes, cada uno responsable ante una autoridad diferente: los guardias de las Antigüedades del Gobierno, un grupo de soldados proporcionados por el mudir de Kena y un grupo seleccionado entre los más dignos de confianza de nuestro propio equipo. Además teníamos una pesada verja de madera a la entrada del pasadizo y otra de acero macizo en la puerta interior, cada una asegurada por cuatro cadenas con diferentes candados; para que no pudiera haber error alguno sobre estos últimos, las llaves estaban permanentemente a cargo de un miembro concreto del personal europeo, que nunca se separaba de ellas ni un solo momento, ni siquiera para dejarlas a un colega. Para evitar raterías manejábamos todos los objetos nosotros mismos.

Otra causa de ansiedad, tal vez mayor, era el estado de algunos de los objetos. Era evidente en cuanto a algunos de ellos que su existencia misma dependía de una manipulación cuidadosa y un tratamiento de conservación correcto y había momentos en que teníamos el corazón en vilo. También había otros problemas, por ejemplo los visitantes, pero ya tendré bastante que decir sobre ellos más adelante. Me temo que para cuando terminamos con la antecámara nuestros nervios, para no decir nuestra serenidad, se encontraban en muy mal estado. Pero no debo hablar del final antes de comenzar. Empecemos de nuevo. No ha llegado aún el momento de perder los nervios.

Lógicamente nuestra primera y más urgente necesidad fue la fotografía. Antes de hacer nada, o de transportar nada, hubo que tomar una serie de fotos en panorama para mostrar el aspecto general de la cámara. Teníamos como alumbrado dos lámparas eléctricas portátiles con una fuerza de tres mil bujías y con ellas hicimos todo el trabajo fotográfico en la tumba. El tiempo de exposición era inevitablemente largo, pero la luz era extraordinariamente uniforme, mucho más de lo que hubiera producido un foco, proceso peligroso en una cámara tan repleta, o con luz natural reflejada, que eran las dos alternativas posibles. Afortunadamente para nosotros había una tumba vacía y sin inscripciones en los alrededores, la tumba-escondrijo de Akhenatón encontrada por Davis. Recibimos permiso del Gobierno para usarla como cámara oscura y Burton se estableció en ella. En varios aspectos no era el lugar ideal, pero valía la pena pasar por algunos inconvenientes a fin de disponer de un laboratorio tan próximo, ya que en el caso de fotografías experimentales podía ir allá y revelarlas sin cambiar la posición de la máquina. Además, aquellas incursiones suyas de una tumba a otra debieron de ser una bendición para la muchedumbre de visitantes y curiosos que montaban guardia sobre la tumba, ya que hubo muchos días durante el invierno en que éste fue el único entretenimiento que tuvieron.

Nuestro siguiente paso, una vez tomadas las fotografías preliminares, fue organizar un método eficiente para clasificar todo el contenido de la cámara, ya que, más adelante, sería esencial que pudiéramos disponer de un medio para determinar el lugar exacto de la tumba del que provenía cualquier objeto en particular. Como es lógico, todo objeto, o grupo de objetos estrechamente vinculados, recibía su propio número de catálogo y lo tenía firmemente pegado cuando salía de la cámara, pero esto no bastaba, ya que el número podía no ser suficiente para indicar su posición. Así, pues, en cuanto fuese posible, los números debían tener un orden definido, empezando por la puerta de entrada y siguiendo progresivamente alrededor de la cámara. Sin embargo, era evidente que muchos objetos que estaban ahora ocultos aparecerían durante el traslado y tendrían que numerarse fuera de turno. Para superar esta dificultad colocamos números sobre todos los objetos y los fotografiamos en pequeños grupos. Cada número aparecía por lo menos en una fotografía, así que por medio de duplicados podíamos adjuntar a las notas referentes a cada objeto de nuestros archivos una foto que mostrara a simple vista su posición real en la tumba.

Así, pues, todo iba bien en cuanto al trabajo en el interior de la tumba. Fuera de ella teníamos un problema aún más difícil de resolver: el de encontrar un lugar adecuado para trabajar y almacenar los objetos después de sacarlos de la tumba. Tres cosas eran esenciales: en primer lugar teníamos que disponer de amplio espacio; había que desembalar cajas, tomar notas y medidas, realizar reparaciones, llevar a cabo experimentos con varios materiales de conservación y, naturalmente, todo ello requería bastante espacio para mesas, además del espacio normal para almacenamiento. En segundo lugar tenía que ser un espacio a prueba de ladrones, ya que, al ir sacando los objetos de la tumba, el laboratorio podía ser un foco de peligro casi tan grande como la tumba misma. Finalmente, teníamos que poder disponer de aislamiento. Ésta parecía ser una necesidad menor comparada con las otras, pero previmos -y los acontecimientos del invierno nos demostraron que estábamos en lo cierto- que, a menos que estuviéramos a salvo de la curiosidad habitual de los visitantes, se nos trataría como una atracción turística y no conseguiríamos hacer ningún trabajo. Conseguimos resolver el problema al recibir permiso del Gobierno para ocupar la tumba de Seti II (número 15 en el Catálogo del Valle), que cumplía plenamente con el tercer requisito. Era una tumba que los turistas no visitaban normalmente, y su posición, escondida en un rincón del extremo más alejado del Valle, era ideal para nuestro propósito. No había ninguna tumba más allá de ésta, así que sin causar grandes inconvenientes podríamos cerrar el camino que llevaba a ella al tráfico ordinario, asegurándonos un aislamiento completo.

Tenía también otras ventajas. Por una parte estaba tan bien protegida por los riscos situados encima de ella, que el sol no penetraba nunca más allá de la entrada, resultando así relativamente fresca incluso en la época más calurosa del verano. Había, además, mucho espacio libre frente a ella, que más tarde utilizaríamos como estudio fotográfico al aire libre y taller de carpintería. Estábamos algo restringidos en cuanto a espacio, ya que la tumba era tan larga y estrecha que teníamos que hacer todo el trabajo en el extremo más alto de la misma, siendo la parte baja útil tan sólo para almacenamiento. Sin embargo, éstas eran dificultades menores comparadas con las ventajas positivas que ofrecía. Teníamos suficiente espacio y aislamiento, y procuramos conseguir también seguridad colocando allí una verja de acero con varios candados, con un peso total de una tonelada y media.

El lector deberá tener en cuenta otro detalle en cuanto a nuestro trabajo en el laboratorio. Estábamos a ochocientos kilómetros de cualquier lugar habitado y si se nos terminaban los materiales de conservación podía producirse un retraso considerable hasta que pudiéramos procurarnos un nuevo suministro. Las tiendas de El Cairo cubrían casi todas nuestras necesidades, pero había algunos materiales químicos de los que terminamos todo lo que había en El Cairo antes de concluir el invierno, y otras cosas que ya desde un principio sólo podíamos procurarnos en Inglaterra. Por lo tanto debíamos prestar atención constante y prever las necesidades a fin de evitar la falta de algún artículo con el consiguiente paro en el trabajo.

Para el 27 de diciembre habíamos concluido todos los preparativos y estábamos dispuestos a empezar a trasladar los objetos. Dispusimos un sistema regular de división del trabajo. Primero le tocaba a Burton con sus fotografías de los objetos numerados; seguían Hall y Hauser con el plano de la cámara a escala, dibujando cada objeto en perspectiva en el plano. Callender y yo tomábamos las notas preliminares y hacíamos el levantamiento de los objetos, supervisando su traslado al laboratorio; y allí los recibían Mace y Lucas, responsables de tomar notas detalladas, reparación y conservación.

El primer objeto que trasladamos fue el cofre de madera pintada. Luego avanzamos de norte a sur, posponiendo así el día fatídico en que tendríamos que ocuparnos del complicado montón de carros, y desembarazamos gradualmente los grandes sofás zoomorfos de los objetos que los rodeaban. Se colocaba cada objeto que había que trasladar sobre unas parihuelas acolchadas de madera y se aseguraba en ellas por medio de vendajes. Hizo falta un número enorme de estas parihuelas, ya que, para evitar manejar dos veces los objetos, casi siempre se dejaron ya con ellos y no se reutilizaron. A veces, cuando se había llenado un número suficiente de ellas -una vez al día por término medio- se organizaba un convoy y se enviaban al laboratorio, acompañadas de guardias. Éste era el momento que esperaba la multitud de curiosos que aguardaban sobre la tumba. Los reporteros sacaban sus libretas, se oían los disparadores de las máquinas fotográficas por todos lados y había que abrir paso para que continuara el cortejo. Creo que se malgastó más película el invierno pasado en el Valle que en cualquier otra época desde que se inventaron las máquinas de fotografiar. Una vez necesitamos un pedazo de la mortaja de una momia en el laboratorio para hacer un experimento; nos lo enviaron en unas parihuelas y los reporteros le sacaron ocho fotografías antes de que llegara a nuestras manos.

El levantamiento y transporte de los objetos menores fue relativamente simple, pero no fue así cuando les llegó el turno a los sofás zoomorfos y a los carros. Cada uno de aquéllos estaba construido en cuatro piezas: los dos lados en forma de animal, el lecho propiamente dicho y la base en la que encajaban las patas de los animales. Evidentemente eran demasiado grandes para que pasaran por el estrecho pasadizo de entrada, así que los debieron de transportar en piezas, montándolos en el interior. Incluso se podían ver láminas de oro más nuevo en las junturas más afectadas por el traslado, que habían sido reparadas una vez dentro. Era evidente que para sacar los sofás fuera de la tumba sería necesario desmontarlos de nuevo. No era fácil, ya que después de tres mil años los ganchos de bronce se habían atascado en las armellas y no había forma de moverlos. Finalmente conseguimos desmontarlos sin apenas daño alguno, pero necesitamos ser cinco para hacerlo. Dos aguantaban la parte central, dos estaban al cuidado de los lados zoomorfos, mientras que el quinto, debajo del sofá, aflojaba los ganchos uno tras otro con una palanca.

Incluso una vez desmontados no había mucho espacio para pasar los lados zoomorfos a través del pasadizo y hubo que manejarlos con cuidado. Sin embargo, conseguimos sacarlos sin que ocurriera ningún accidente y los embalamos inmediatamente en cajas que teníamos preparadas para ellos en la misma entrada de la tumba.

Lo más difícil de sacar fueron los carros, pues habían sido muy maltratados en el manejo que sufrieron. En primer lugar, como no había sido posible entrarlos enteros en la tumba, al ser demasiado anchos para el pasadizo, les sacaron las ruedas, cortando los ejes por un extremo. Luego los ladrones los cambiaron de posición y los volcaron, y más tarde, cuando se puso orden en la tumba, los oficiales amontonaron las piezas una sobre otra sin demasiado cuidado. Los carros egipcios son de construcción muy ligera, y los malos tratos que habían sufrido los habían hecho muy difíciles de manejar. Otra complicación fue que los arneses estaban hechos de cuero sin curtir. Éste, expuesto a la humedad, se convierte rápidamente en goma, y esto es lo que había ocurrido en este caso: una masa negra y pegajosa -lo que eran los arreos- se había extendido manchando no sólo otras partes de los carros, sino otros objetos que nada tenían que ver con ellos. Así es que el cuero había desaparecido casi por completo, aunque, afortunadamente, como ya dije, tenemos para su reconstrucción los adornos de oro con que estaban cubiertos.

Tardamos siete semanas en sacar todo lo que había en la antecámara y, desde luego, estuvimos contentos de terminar con ello y, sobre todo, sin que se hubiera producido ningún desastre. Sólo tuvimos un buen susto: durante dos o tres días el cielo apareció muy cubierto y parecía que nos iba a caer encima una de las grandes tormentas que se producen en Tebas de vez en cuando. En tales ocasiones llueve a mares y si la tormenta dura lo suficiente, todo el lecho del Valle se llena de aguas turbulentas. En tales circunstancias no hubiera habido modo humano de evitar que la tumba se inundara, pero, afortunadamente, aunque debió de llover en algún lugar de aquella área, nosotros recibimos tan sólo algunas gotas. Algunos corresponsales se dejaron llevar por la imaginación al escribir sobre esta amenazadora tormenta. Como resultado de ello y de otras informaciones equivocadas recibimos un misterioso telegrama enviado por un aplicado estudiante de las ciencias ocultas. Decía: «En caso de posteriores problemas, derramen leche, vino y miel en el umbral». Desgraciadamente no teníamos vino ni miel, así que no pudimos llevar a cabo tales instrucciones. A pesar de nuestra negligencia no tuvimos más problemas. Tal vez alguien realizó el tratamiento en nuestra ausencia.

Durante el levantamiento de los objetos acumulamos gran cantidad de información acerca de las actividades de los saqueadores, y ésta parece ser la mejor ocasión para resumir las conclusiones a que llegamos acerca de ellos.

En primer lugar, sabemos por los sellos de la puerta exterior que el saqueo ocurrió pocos años después del entierro del rey. También sabemos que los saqueadores penetraron en la tumba por lo menos dos veces. En el suelo del pasadizo de entrada y en la escalera había fragmentos de objetos esparcidos por todas partes, demostrando que, en el primer intento, el pasadizo entre las puertas selladas estaba vacío. Según creo, es posible que este saqueo preliminar fuese hecho inmediatamente después de las ceremonias fúnebres. Más tarde se llenó el pasadizo con cascotes y los intentos que siguieron se realizaron a través de un túnel excavado en la parte alta del lado izquierdo de este relleno. En este último intento los ladrones habían entrado en todas las cámaras de la tumba, pero su túnel era muy estrecho y lógicamente sólo pudieron llevarse objetos pequeños. También hay pruebas internas en cuanto al daño que pudieron hacer. Para empezar, había una gran diferencia entre el estado en que habían dejado la antecámara y el anexo. En el último, como describimos en el capítulo anterior, todo estaba revuelto y no había quedado ni un centímetro de suelo vacío. Era evidente que los ladrones lo habían revuelto todo y que el actual estado de este anexo era precisamente aquel en que lo habían dejado. El estado de la antecámara era muy diferente. Es cierto que había cierta confusión, pero era un ordenado desorden y de no ser por la evidencia del saqueo que nos proporcionaba el túnel y los sellos nuevos en las puertas, uno habría podido imaginarse que no lo habían saqueado nunca y que el desorden era debido a la dejadez, tan propia de los orientales, en el momento del funeral.

Sin embargo, cuando empezamos a sacar los objetos pronto quedó de manifiesto que este orden relativo era debido a un proceso de apresurada limpieza y que los saqueadores habían estado tan ocupados aquí como lo estuvieron en el anexo. Partes del mismo objeto aparecieron en distintos rincones de la cámara; objetos que hubieran tenido que estar en cajas estaban en el suelo o sobre los sofás; sobre la tapa de uno de los cofres había un collar intacto pero muy manoseado; debajo de los carros, en un lugar completamente inaccesible, había la tapa de una caja, estando ésta en el otro extremo, junto a la puerta. Evidentemente los ladrones habían desordenado aquí los objetos al igual que en el anexo, y posteriormente alguien siguió sus pasos y puso orden en la cámara.

Más tarde, cuando abrimos las cajas, obtuvimos más pruebas circunstanciales. Una de ellas, la caja alargada pintada de blanco del extremo norte de la cámara, estaba medio llena de bastones, arcos y flechas y encima de ellos había una colección de piezas muy apretujadas de ropa interior del rey. Sin embargo, habían roto las puntas de todas las flechas y unas pocas aparecían en el suelo. Otros bastones y arcos que, evidentemente, pertenecían a esta caja estaban igualmente esparcidos por la cámara. En otra había varios vestidos decorados, envueltos todos en desorden, y entre ellos varios pares de sandalias. El contenido de esta caja estaba tan apretujado que la tira de metal de una de las sandalias había atravesado la suela, que era de cuero, e incluso la del par que estaba debajo de ella. En otra caja habían colocado joyería y minúsculas estatuillas sobre vasos de fayenza para libaciones. Había también copas semivacías o que contenían un auténtico amasijo de trozos de tela sueltos.

Sin embargo, teníamos pruebas de que este desorden era debido a un repaso apresurado y que no tenía nada que ver con la disposición original de las cajas, ya que en las tapas había listas explicando claramente su contenido y en un solo caso lo mencionado en la etiqueta no tenía relación alguna con su contenido actual. Esta etiqueta decía «diecisiete (objetos desconocidos) de lapislázuli». En la caja había dieciséis vasos para libaciones de color azul oscuro y el decimoséptimo estaba en el suelo, a cierta distancia. Cuando hagamos el estudio final de los materiales, estas listas nos serán de gran utilidad. En muchos casos podremos devolver los objetos a las cajas que los contenían y sabremos exactamente qué es lo que falta.

La mejor prueba la constituía una elaborada pieza de fayenza, oro e incrustaciones que comprendía a la vez corpiño, collar y pectoral. El fragmento mayor apareció en la caja que contenía los vasos de fayenza ya mencionados; el pectoral y la mayor parte del collar estaban en un rincón de la pequeña capilla de oro, y en otras cajas, y esparcidas por el suelo, aparecieron piezas sueltas. Hasta ahora no tenemos indicios que demuestren a cuál de las cajas pertenecía originalmente, si es que estaba en una de ellas. Tal vez los ladrones lo trajeron desde la cámara interior hasta la antecámara, donde había más luz, y lo rompieron allí en pedazos.

A través de los hechos de que disponemos podemos reconstruir ahora todo el ciclo de acontecimientos. Primero se abrió una brecha en la esquina superior izquierda de la primera puerta sellada, lo bastante grande para dejar pasar un hombre y entonces comenzó la excavación del túnel, trabajando los ladrones en cadena, pasándose las piedras y cestas llenas de tierra de uno a otro. Debieron de necesitar siete u ocho horas de trabajo para llegar a la segunda puerta sellada; sólo tenían que abrir un agujero en ésta y ya estaban dentro. Entonces empezó la búsqueda febril del botín en la penumbra. Su objetivo principal era oro, pero tenía que ser en forma transportable y debió de ser enloquecedor verlo brillar por todas partes a su alrededor recubriendo objetos que no podían transportar y sin tiempo para arrancarlo. Además, con la tenue luz con que trabajaban, no siempre era posible distinguir entre lo auténtico y lo falso, y muchos objetos que creyeron de oro macizo resultaron ser simple madera dorada al examinarlos de cerca, siendo desechados desdeñosamente. Las cajas recibieron igualmente un drástico tratamiento. Las arrastraron de una en una hasta el centro de la habitación y las saquearon, extendiendo su contenido por el suelo. Nunca sabremos los objetos de valor que encontraron en ellas y que se llevaron, pero su búsqueda sólo pudo ser apresurada y superficial, ya que desdeñaron muchos objetos de oro macizo. Sabemos que tomaron consigo un objeto muy valioso. Dentro de la capillita de oro había un pedestal de madera dorada, hecho para una estatuilla, que todavía tenía la marca de los pies de ésta. La estatuilla había desaparecido y podemos estar casi seguros de que era de oro macizo, probablemente muy parecida a la estatuilla de oro de Tutmés III representado como Amón que está en la colección Carnarvon.

Después de haber trabajado intensamente en la antecámara, los ladrones pusieron su atención en el anexo, abriendo un agujero en la pared lo bastante grande como para permitir el paso y derribando y saqueando su contenido tan concienzudamente como lo habían hecho con el de la cámara interior.

Entonces -y al parecer sólo entonces- se dirigieron hacia la cámara funeraria e hicieron un agujero muy pequeño en la puerta sellada que la separaba de la antecámara. Más adelante sabremos el daño que hicieron en ella, pero, por lo que podemos decir ahora, fue menor que en las cámaras exteriores. Tal vez fueron interrumpidos en este preciso momento de su tarea y hay un detalle insignificante que parece indicarlo así.

Como se recordará, en nuestra descripción de los objetos de la antecámara (capítulo 7), mencionamos que una de las cajas contenía un puñado de anillos de oro envueltos en un pedazo de tela. Es la clase de objetos que atraería a un ladrón, ya que su valor intrínseco es considerable y, además, podían esconderse con facilidad. Todo el que ha estado en Egipto recordará que, si da algún dinero a un fellah, éste ordinariamente deshará un poco su turbante, pondrá las monedas en un doblez del mismo, lo arrollará dos o tres veces para que las monedas estén aseguradas y finalmente hará un nudo cerrando la bolsa así creada. Los anillos a los que nos referimos estaban atados del mismo modo: el mismo doblez en la ropa, algo suelta, las mismas vueltas para formar una bolsa y el mismo nudo. Sin duda lo hizo uno de los ladrones. No usó su turbante –los fellah de la época no usaban esta prenda, sino uno de los chales del rey que tomó de la tumba y lo ató así para llevarlo mejor. ¿Cómo puede ser que se dejaran aquel valioso puñado de anillos en lugar de llevárselo? Seguramente sería lo último que un ladrón olvidaría y, en caso de alarma, no era lo bastante pesado como para dificultar su huida, por muy apresurada que ésta fuera. Casi estamos forzados a admitir que, o bien cogieron a los ladrones en la misma tumba, o los atraparon mientras huían; en todo caso los capturaron mientras aún llevaban parte del botín. De ser así se explicaría la presencia de otras piezas de platería y orfebrería demasiado valiosas para olvidarlas y demasiado grandes para ser pasadas por alto.

En cualquier caso, el hecho de que había habido un robo llegó a oídos de los oficiales encargados y fueron a la tumba para investigar y reparar los daños. Por alguna razón parece ser que tenían tanta prisa como los ladrones, y su trabajo de reparación fue desgraciadamente una chapuza. Descuidaron completamente el anexo, sin tomarse tan siquiera la molestia de tapar el agujero de la puerta. En la antecámara recogieron y amontonaron los objetos pequeños que había en el suelo y los apiñaron -no puede decirse de otro modo- en las cajas, sin intentar separar los objetos por clases o ponerlos en las cajas destinadas a ellos en un principio. Algunas de las cajas estaban repletas a más no poder, otras estaban casi vacías y en uno de los sofás había dos grandes fardos en los que se había envuelto una colección miscelánea de materiales. Los bastones, arcos y flechas quedaron desparramados en montones; sobre la tapa de una caja dejaron un manoseado collar con colgantes y un montón de anillos de cerámica; y en el suelo había un par de frágiles sandalias hechas con cuentas, una a un lado de la cámara y otra al otro. Colocaron los objetos de mayor tamaño juntó a la pared o los amontonaron uno sobre otro. Desde luego, no tuvieron consideración alguna para con los objetos mismos ni para con el rey a quien pertenecían, y uno se pregunta por qué se tomaron la molestia de poner orden si habían de hacerlo tan mal. Sin embargo, hay que decir algo en su favor: no escamotearon nada, lo cual hubiera sido bien fácil de hacer en provecho propio. Podemos estar razonablemente seguros de ello por la gran cantidad de objetos valiosos de pequeño tamaño, y fáciles de esconder que volvieron a depositar en las cajas.

Terminado el trabajo en la antecámara -por lo menos dándolo ellos por terminado- cubrieron el agujero de la puerta interior y lo enyesaron, poniendo encima el sello de la necrópolis real. Luego, volviendo sobre sus pasos, cerraron y sellaron la puerta de la antecámara, llenaron el túnel que los ladrones habían abierto en el relleno del pasadizo y repararon la puerta del exterior. No sabemos qué disposiciones tomarían para evitar que se repitiera el crimen, pero probablemente taparon la entrada de la tumba, enterrándola hasta que no quedó ni rastro de ella. Durante un tiempo, condiciones políticas favorables en el país la protegieron, pero a la larga sólo el desconocimiento de su paradero podía salvarla de otros intentos de saqueo. Lo cierto es que desde que la cerraron de nuevo y hasta nuestro descubrimiento nadie rompió los sellos de la puerta.

NUEVE

Visitantes y periodistas

Para la mayoría de los arqueólogos es sorprendente la creciente atención popular que recibe ahora nuestra ciencia. En el pasado hacíamos nuestro trabajo felizmente, interesándonos por él, pero sin esperar que los demás expresaran algo más que una moderada cortesía al referirse a nosotros; ahora, de repente, nos encontramos con que el mundo se interesa por nuestra actividad con una curiosidad tan intensa y ávida de detalles que se envían corresponsales especiales con crecidos sueldos para que nos entrevisten, informen de nuestros movimientos y se escondan tras las esquinas intentando sonsacarnos algún secreto. Como dije, es un poco sorprendente, por no decir incómodo, y a veces nos preguntamos cómo y por qué se ha llegado a esta situación. Aunque nos lo preguntemos, creo que será bastante complicado contestar exactamente a esta pregunta. Supongo que cuando hicimos el descubrimiento, el público en general estaba inmerso en un profundo aburrimiento con las noticias de reconstrucciones, conferencias y mociones y buscaba ansiosamente un nuevo tipo de conversación. Por otra parte, la idea de un tesoro enterrado atrae a la mayoría. Cualquiera que sea la razón, o razones, lo cierto es que cuando el Times publicó la primera noticia, ningún poder sobre la tierra pudo protegernos de la publicidad que cayó sobre nosotros. Estábamos indefensos y tuvimos que arreglárnoslas como pudimos.

El lado embarazoso del asunto nos alcanzó de manera inequívoca. Vinieron telegramas de todas partes del mundo. Al cabo de una o dos semanas las cartas empezaron a llegar, una auténtica avalancha de correspondencia que aún no ha terminado. Algunas de ellas eran realmente asombrosas. Empezando por cartas de felicitación, había otras con ofrecimientos de ayuda que iban desde hacer los planos de la tumba hasta ofrecerse como ayuda de cámara: peticiones de recuerdos, «unos granitos de arena de encima de la tumba serían recibidos con gratitud», fantásticos ofrecimientos de dinero, desde derechos para hacer películas hasta patentes de diseños de vestidos, consejos sobre el modo de conservar las antigüedades y los mejores métodos para apaciguar los espíritus malignos y los elementos, recortes de prensa, opúsculos, informes que pretendían ser chistosos, airadas denuncias de sacrilegio, pretensiones de parentesco, «sin duda usted debe ser el primo que vivía en Camberwell en 1893 y del que no hemos sabido desde entonces», etc. Durante todo el invierno cayeron sobre nosotros presuntuosas comunicaciones de este tipo, al ritmo de diez a quince por día. Tenemos un saco lleno de ellas y estoy seguro de que se podría hacer un interesante estudio psicológico si tuviéramos tiempo para llevarlo a cabo. ¿Qué puede uno hacer, por ejemplo, con la persona que pregunta solemnemente si el descubrimiento de la tumba arroja alguna luz sobre las supuestas atrocidades de los belgas en el Congo?

Luego llegaron nuestros amigos los corresponsales de prensa que invadieron el Valle en grandes números y dedicaron todo su talento social -que era mucho- a hacer desaparecer cualquier resto de soledad o aburrimiento que el desierto hubiera podido producirnos. Es bien cierto que cumplieron a fondo con su deber, ya qué cada uno se debía a sí mismo y a su periódico la obligación de obtener información diaria y los que estábamos en Egipto nos alegrábamos al enterarnos de que Lord Carnarvon había decidido poner la publicidad en manos del Times.

Otro aspecto embarazoso, y tal vez el más serio que nos trajo la fama, fue la fatal atracción que la tumba ejercía sobre los visitantes. No es que quisiéramos hacerlo todo en secreto o que objetáramos a los visitantes como tales, de hecho hay pocas cosas tan agradables como enseñar nuestro trabajo a quien puede apreciarlo, pero al ir empeorando la situación pronto se hizo manifiesto que, a menos que hiciéramos algo para evitarlo, íbamos a pasar toda la campaña jugando a guías turísticos y nunca conseguiríamos poder trabajar. Desde luego era un nuevo episodio de la historia del Valle. Siempre había habido turistas, pero hasta entonces había sido un asunto comercial y no una fiesta campestre. Con sus guías bajo el brazo habían visitado cuantas tumbas les permitía el tiempo o su dragomán, se tragaban apresuradamente la comida y salían corriendo para otro empacho de visitas en otro lugar.

Pero este invierno, dragomanes y programas fueron olvidados y muchos lugares normalmente visitados permanecieron desiertos. La tumba parecía un imán. El peregrinaje empezaba a primera hora de la mañana. Los visitantes llegaban en burro, carro y coche de caballos y se disponían a sentirse en el Valle como en su propia casa por un día. Sobre el límite superior de la tumba había una pared de escasa altura sobre la que tomaban asiento y se establecían, esperando a que ocurriera algo. A veces ocurría, más o menos a menudo, pero no parecía que fuesen a perder la paciencia por ello. Allí permanecían toda la mañana leyendo, hablando, haciendo calceta, fotografiándose el uno al otro o a la tumba, quedando satisfechos con poder dar una ojeada a cualquier cosa. Siempre se producía una gran excitación cuando corría la voz de que iba a sacarse algo de la tumba. Ponían a un lado los libros o la calceta y sacaban un ejército de máquinas de fotografiar, enfocándolas hacia el pasadizo de entrada. A veces temíamos que la pared cediera y un montón de visitantes se precipitara dentro de la tumba. Visto desde arriba debía de ser impresionante ver cómo extraños objetos, tales como los grandes animales dorados de los sofás, emergían gradualmente de la oscuridad hasta la luz del día. Los que los transportábamos estábamos demasiado pendientes de que cruzaran sanos y salvos el pasadizo para pensar en tales cosas, pero podíamos hacernos una idea de la impresión que causaba a los mirones al oír primero un silencio y luego una rápida sucesión de exclamaciones.

Nada podíamos objetar a estos visitantes ocasionales que se contentaban con mirar desde arriba, y siempre que era posible sacábamos los objetos de la tumba sin envolverlos en atención a ellos. Lo más difícil de manejar era el gran número de gente a quien por una razón u otra había que mostrarles la tumba de arriba abajo. Ésta fue una dificultad que apareció tan gradual e insidiosamente, que durante mucho tiempo no nos dimos cuenta del inevitable resultado, pero llegó un momento en que el trabajo quedó totalmente paralizado. Al principio, como es natural, tuvimos las visitas de inspección de las autoridades competentes. Éstas fueron siempre bien recibidas. También nos alegrábamos de la visita de otros arqueólogos. Tenían derecho a ver la tumba y nos encantaba poder enseñarles todo lo que había por ver. Hasta aquí todo estaba bien y nada hubiese ocurrido. El problema empezó con las cartas de recomendación. Hubo centenares de ellas, escritas por nuestros amigos -nunca habíamos notado antes cuántos teníamos, por los amigos de nuestros amigos, por gente que tenía relación con nosotros y por los que no tenían ninguna. También las había por motivos diplomáticos, escritas por ministros o autoridades locales. No hay que olvidar las escritas por el propio beneficiario, algunas requiriendo sin más que se les enseñara la tumba, otras mostrando con gran claridad e ingenio cuan irrazonable sería rehusar el hacerlo. Una persona avispada incluso llegó a interferir la llegada del mozo de telégrafos e intentó convertir la entrega del telegrama en una excusa para entrar. El deseo de visitar la tumba se convirtió en una obsesión para los turistas y en los hoteles de Luxor la cuestión del modo de hacerlo y posibilidades se convirtió en un tópico de conversación. Los que habían visto ya la tumba alardeaban abiertamente de ello y para muchos que no lo habían hecho, conseguir una introducción por cualquier medio llegó a ser un asunto de honor personal. La cosa llegó a tal extremo que algunas agencias en América anunciaban viajes a Egipto con el único propósito de ver la tumba.

Todo esto, como puede imaginarse, nos ponía en una difícil situación. Había visitantes a quienes teníamos que admitir por razones diplomáticas y otros a los que no podíamos negárselo sin ofenderles seriamente, no sólo a ellos sino a la tercera persona que había escrito la recomendación. ¿Dónde había que poner el límite? Desde luego había que hacer algo, ya que, como he dicho, el trabajo estaba detenido la mayor parte del tiempo. De vez en cuando lo solucionábamos escapándonos. Diez días después de abrir la puerta sellada llenamos de nuevo la tumba, cerramos el laboratorio a piedra y lodo y desaparecimos por una semana. Así conseguimos un poco de respiro. Cuando regresamos decidimos dejar la tumba enterrada irrevocablemente y tomamos la norma de no permitir visita alguna al laboratorio.

Toda esta cuestión de los visitantes es un asunto delicado. Ya hemos tenido muchas discusiones acerca de ello, y se nos ha acusado de falta desconsideración, mala educación, egoísmo, rudeza y otras muchas cosas, así que tal vez sería conveniente explicar los problemas que comporta. Son dos. En primer lugar, la presencia de visitantes crea un serio peligro a los objetos mismos, un riesgo que nosotros, responsables de ellos, no podemos dejarles correr. ¿Cómo podría ser de otro modo? La tumba es pequeña y está llena de gente y antes o después -ya ocurrió más de una vez el año pasado- un paso en falso o un movimiento apresurado por parte de un visitante puede dañar irreparablemente una pieza. No es culpa del visitante, ya que no sabe ni puede saber la posición exacta o el estado de cada objeto. Es culpa nuestra por permitir que esté allí. Lo malo es que cuanto más interesado y entusiasta es el visitante, hay más posibilidades de que sea la causa del daño: se excita y en su entusiasmo hacia un objeto es muy capaz de retroceder, pisando o derribando otro. Incluso sin dañar directamente los objetos, el paso de grandes grupos de visitantes remueve el polvo, lo cual ya es suficiente para perjudicarlos.

Éste es el primer peligro y el más evidente. El segundo lo constituye la pérdida de tiempo que representan las visitas, que con ser menos aparente, en cierto modo es aun más grave. Todo ello le parecerá muy exagerado al visitante individual, ya que, ¿quién pensará que la media hora empleada por éste pueda afectar una campaña de trabajos? Es cierto en cuanto a su media hora, pero ¿qué hay que pensar de los otros nueve visitantes o grupos de visitantes que vendrán el mismo día? Con un simple cálculo puede verse que él y los otros han ocupado cinco horas de nuestro día de trabajo. De hecho es mucho más de cinco, ya que en los cortos intervalos entre visitantes es imposible ponerse a hacer nada importante. Todo un día se ha perdido para todo propósito y objetivo. Ahora bien, en la pasada temporada hubo días en que el número de visitantes llegó a ser de diez, y si hubiésemos accedido a todas las peticiones, evitando toda posibilidad de ofender a nadie, no habría habido día en que no pasaran de los diez. En otras palabras, hubiera habido semanas en las que no habríamos hecho nada en absoluto. Tal como fueron las cosas el invierno pasado, dedicamos a los visitantes la cuarta parte de nuestra campaña de excavación. Como resultado tuvimos que prolongar nuestro trabajo a la estación calurosa durante un mes más de lo que habíamos planeado, y el calor que hace en el Valle en el mes de mayo no es cosa que pueda contemplarse con ecuanimidad resultando lo menos apropiado para llevar a cabo un buen trabajo.

Sin embargo, había algo más importante que nuestros inconvenientes: todo esto representaba un auténtico peligro para los mismos objetos. Las antigüedades son frágiles y muy sensibles a cualquier cambio de temperatura, debiendo ser tratadas con mucho cuidado. En este caso el contraste entre la atmósfera constante de la antecámara y la temperatura variable del exterior y la sequedad de la tumba que usábamos como laboratorio era muy apreciable y algunos de los objetos lo acusaron. Era de extrema importancia que pudiéramos aplicar materiales de conservación lo antes posible y en algunos casos debíamos estudiar el tratamiento más conveniente con experimentos que había que controlar con mucho cuidado. Es evidente que el peligro de interrupción era continuo y creo que no hay que insistir más en este aspecto. ¿Qué pensaría un químico si se le pidiera que dejase un experimento delicado para enseñar su laboratorio? ¿Qué sentiría un cirujano si se le interrumpiera en medio de una operación? ¿Y qué diría el paciente? Y ya no es necesario pensar qué diría un hombre de negocios -me gustaría saberlo- si recibiera diez grupos de visitantes en una sola mañana, esperando cada uno que les mostrara su oficina.

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