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La tumba de Tutankhamon, de Howard Carter (página 8)



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Las carrozas

El aumento de nuestros conocimientos sobre esta materia tiende a incrementar nuestra admiración por la gran habilidad técnica demostrada por los antiguos artesanos egipcios dada la relativa limitación de medios que tenían a su disposición.

Sabemos que eran particularmente hábiles en el diseño de la estructura de los vehículos, según lo demuestran las pinturas murales de las capillas funerarias y también por los bellos ejemplares de carros descubiertos en Egipto durante los siglos XVIII y XIX.

Hay uno en la colección egipcia de Florencia, otro en el Museo de El Cairo, descubierto por Mr. Theodore Davis en la tumba de Yuaa y Tuaa, ambos ejemplos notables por su perfección. Están bien construidos, son fuertes y, al mismo tiempo, extremadamente ligeros. Consisten en una estructura de madera moldeada y reforzada y, en uno de ellos, adornada con cuero. Sin embargo, a pesar de su perfecta ejecución y de la belleza de sus líneas, estos carros son del tipo usado por los nobles de Tebas y pueden calificarse de carrocines, ya que no tienen la magnificencia de las carrozas, de las cuales el primer ejemplar aparecido fue el bastidor encontrado en la tumba de Tutmés IV. Desgraciadamente este último, descubierto también por Mr. Davis y depositado en el Museo de El Cairo, había sido roto por los saqueadores de aquella tumba. Sus ruedas, ejes y varas habían sido destruidos, pero el bastidor, la única parte que quedaba, era no sólo un magnífico ejemplo de construcción de vehículos, sino que debió de ser una obra maestra de artesanía. Su exterior e interior estaban recubiertos con escenas bélicas y ornamentación tradicional, modeladas en bajorrelieve sobre una estructura de paneles extraordinariamente ligeros, cuyas superficies tenían una preparación de cañamazo y yeso, que sin duda estuvieron recubiertos de oro. Sin embargo, nunca pudo apreciarse el verdadero significado de su esplendor hasta que se descubrieron ejemplares más completos en la antecámara de la tumba de Tutankhamón.

En ella las carrozas aparecieron amontonadas en gran confusión y desgraciadamente habían sufrido también deterioro, ya que los ladrones las habían manejado sin contemplaciones en su esfuerzo por arrancar las partes más valiosas de la decoración de oro. Sin embargo, el desorden en que encontramos estas carrozas no se debía tan sólo a los saqueadores. El pasadizo de acceso a la tumba era demasiado estrecho para permitir pasarlas completas, así que las habían desmontado e incluso habían cortado los ejes por la mitad para llevarlas a la cámara, donde las piezas habían sido amontonadas, una sobre otra. Sin embargo, a excepción de algunos detalles menores de la ornamentación que habían sido arrancados y del cuero que se había convertido en una masa viscosa a causa del calor húmedo del recinto, se las puede considerar completas, conservando incluso sus alfombras que, cuando el tiempo lo permita, podrán reconstruirse totalmente. Su admirable diseño y belleza justificarán cualquier cantidad de tiempo y trabajo que se emplee en ellas. Están recubiertas de oro de arriba abajo, estando decorado cada centímetro de éste con cenefas repujadas y escenas tradicionales; los bordes y toda su estructura están decorados profusamente con piedras semipreciosas y vidrios policromados incrustados en la chapa de oro.

Como todos los ejemplares conocidos, los bastidores de estas carrozas no tienen asiento alguno. El auriga real iba siempre de pie y sólo raramente se sentaba mientras conducía. La parte trasera está completamente abierta a fin de que el conductor pueda saltar rápidamente al suelo o volver a subir, según sea necesario. El suelo consistía en una mezcla de correas de cuero entrelazadas, recubiertas con una piel de animal o una alfombrilla de lino de considerable espesor a fin de hacer el movimiento del carro más fácil gracias a su flexibilidad. El suelo elástico del bastidor era una forma primitiva de muelle. El muelle auténtico, más eficaz, tal como el que se usa hoy, no se aplicó a los vehículos de ruedas en Europa hasta el siglo XVII. Antes de esta época los bastidores de los carruajes colgaban de soportes en la parte baja del carro por medio de largas tiras de cuero. En el caso de los carros egipcios, se conseguía mayor comodidad colocando las ruedas y el eje lo más atrás posible, utilizando así la máxima flexibilidad de la vara.

El carruaje propiamente dicho lo componían un eje y dos ruedas. Por las razones citadas, estas piezas estaban colocadas en la parte posterior del bastidor, pero como éste descansaba en parte sobre la vara y ésta a su vez estaba fija al eje, la vara formaba también parte de la infraestructura del carruaje, o carruaje propiamente dicho. Así, como el bastidor del carro se apoyaba en el eje y la vara, ésta estaba muy doblada en aquel extremo, de modo que el suelo del bastidor, una vez atado a los caballos, quedaría más o menos horizontal. De este modo, el peso del cuerpo y el del auriga se repartía en parte sobre las ruedas y en parte sobre los caballos, pero cuando el conductor se colocaba muy atrás en el cuerpo, era el carruaje propiamente dicho el que recibía la mayor parte de su peso. El bastidor se unía al eje y la vara por medio de tiras de cuero y gruesas correas lo fijaban al palo de la vara por su borde delantero superior. De ello puede concluirse que la vara servía no sólo para uncir los caballos, sino también en parte como infraestructura o carruaje propiamente dicho.

Las ruedas, de seis radios, mostraban en su ejecución unos conocimientos mecánicos especializados, campo en el que no hemos progresado mucho. Su construcción, extremadamente ligera, se concentra en hacer el cubo y las varas lo más fuertes y duraderos posible para una rueda de madera.

Como algunos de estos ejemplares están recubiertos de oro y su rareza impide que podamos desmontarlos para examinarlos cuidadosamente, usaré como ejemplo los fragmentos de una rueda descubierta durante los trabajos de Lord Carnarvon en la tumba de Amenofis III, en Wadyein, un valle secundario del Valle de las Tumbas de los Reyes. Se trata sin duda de un producto del mismo taller y no puede ser más de veinticinco años anterior, como máximo. Con los fragmentos de esta rueda aparecieron algunas piezas de la estructura del bastidor del carro, así como algunos fragmentos de los arneses, todo ello de construcción similar a los ejemplares más perfectos hallados en la tumba de Tutankhamón. Los fragmentos de esta rueda pertenecían a la vara, la parte baja de los radios y partes de los flancos interior y exterior del cubo, de las que aún cuelga gran parte de las correas. Su estructura consiste en seis piezas en forma de V hechas de madera moldeada, destinada cada una a formar un segmento del cubo y la parte central de dos radios. Una vez montadas estas piezas en forma de V forman el cubo de la rueda y seis radios completos. En la parte del cubo de cada una de estas piezas hay la mitad de dos muescas, dispuestas de tal modo que al unirlas forman las seis profundas muescas del cubo, destinadas a recibir las correspondientes espigas de ensambladura sobre los bordes de las dos bridas cilíndricas, a su vez encajadas en el cubo de la rueda por dentro y por fuera. Así estas dos bridas cilíndricas destinadas a mantener el carro en pie durante cualquier movimiento lateral, cubrían también un importante objetivo de la construcción: sus espigas, una vez encajadas en las muescas del cubo, ensamblaban unas partes con otras, formando un cubo perfecto. Las bridas, cubo y radios, una vez encajados, se ataban con cuero sin curtir que, al secarse, se encogía, manteniéndolos unidos.

Si he logrado hacerme entender, se verá que este curioso tipo de rueda posee no sólo todos los elementos de ligereza, sino que tiende a neutralizar cualquier riesgo de fisura y a alcanzar una solidez aún mayor cuando se encuentra bajo un peso considerable. El ensamblaje es tan perfecto que en partes del ejemplar de que hablamos apenas si pueden verse las junturas a simple vista, a pesar de haber sido manejado sin cuidado alguno. Los radios aparecen encajados en la llanta, o parte exterior de la rueda, y el peligro de rotura está eliminado al disponer de grandes muescas para la espiga. Los «neumáticos» eran de cuero.

La elaboración de un carruaje depende, en gran parte, de la selección de materiales. Los antiguos egipcios eligieron, igual que lo hacemos nosotros, las maderas apropiadas para las distintas piezas. Las doblaban artificialmente (mecánicamente). La construcción de un buen carro precisa una combinación de oficios raramente reunidos en una sola tarea, ya que abarca materiales muy diversos. En las pinturas murales y esculturas del antiguo Egipto, los artistas han sabido reflejar las partes que estaban a cargo del carpintero, carretero, curtidor, y otros artesanos, respectivamente.

Los aparejos de tiro, tales como el yugo, unido al extremo de la vara y atado a los arneses sobre las cruces de los caballos, servían para el arrastre y también para sostener el carro; asimismo, mantenían a los caballos a una misma distancia y en la misma posición relativa. Se colocaban aguijones en forma de espuela en el arnés delantero y en la brida a fin de evitar que los caballos se salieran del eje de arrastre. Como sólo se encontraron dos de estos aguijones para cada carro hallado en esta tumba, parece ser que sólo se colocaba uno en cada caballo, por la parte exterior.

A través de varias pinturas del rey en su carro sabemos que los caballos se ataviaban con suntuosas telas y adornos para el cuello y que se ataba un penacho de plumas de avestruz a su cabeza y bridas. No había rastro alguno de ello en la tumba. Los arneses de cuero, evidentemente los de la parte del pecho, se habían desintegrado, pero como la mayor parte de su decoración de oro labrado estaba allí, será posible reconstruir las partes esenciales a base de tiempo y de un estudio cuidadoso. Hasta ahora no sabemos qué clase de bocado se empleaba para dominar los caballos, ya que los ladrones tomaron todo el metal que pudieron llevarse y, sin duda, también los bocados de metal. Por el porte y conducta en general de los caballos, según aparecen retratados en el cofre pintado de esta tumba, se puede suponer que los bocados eran del tipo de freno con barbada. Los frenos, al parecer, pasaban a través de anillas pegadas al arnés y eran lo bastante largos como para ir atados a la cintura del rey, a fin de que éste tuviese los brazos libres para defenderse, ya que el rey siempre iba solo en su carro. Se usaban anteojeras -había varias en la tumba- y los carros estaban dotados de carcajes llenos de flechas, ya que el arco era la principal arma de ataque. Uno de los rasgos más notables y peculiares de las carrozas era un halcón solar dorado pegado al extremo de la vara. Era la escarapela, por decirlo así, de la casa real y, al igual que los penachos de plumas de avestruz sobre las cabezas de los caballos, la utilizaban sólo el rey y los príncipes de su linaje.

Los cuatro carros que aparecieron en la antecámara (hay otros en el almacén de la cámara funeraria que aún no hemos tocado) pueden dividirse en dos categorías: carrozas y carrocines. De éstos, los últimos eran más abiertos y de construcción más ligera, probablemente para la caza o simplemente para ejercitarse.

Las carrozas, recubiertas de oro, con sus suntuosos aderezos y arneses, debieron de producir un efecto de magnificencia en los desfiles reales, especialmente si pensamos en cómo el metal bruñido debía reflejar el brillante sol de Oriente, un hecho puesto de relieve por la siguiente cita de una tableta de Akhenatón, en que se demarcan los límites de su ciudad: «Su Majestad subió a un gran carro de electro, semejante a Atón cuando se levanta de su horizonte y llena la tierra con su amor…».

Esperamos poder dar una idea de la belleza de las carrozas a través de esta breve descripción. El efecto que debían producir al moverse bajo los cielos de Egipto debió de ser de brillante esplendor, con los adornados arneses reflejando la luz y el ondear de las plumas de los caballos en un gran desfile de brillantez, colorido, resplandor y riqueza tal vez raramente superado en cualquier otro período o por ningún otro pueblo amante de lo espléndido. Este es el tipo de impresiones que obtenemos no sólo de los monumentos, sino a través de lo que el tiempo y las circunstancias nos han dejado en esta tumba.

Los bastidores de las carrozas no son completamente abiertos por detrás, sino que tienen aberturas romboideas en los costados. Pegado al borde superior de madera de estos bastidores hay un reborde secundario que forma una protuberancia en forma de estante. El espacio entre ambos bordes está recubierto por unas decoraciones que consisten, en la parte central, en el tema tradicional de la «Unión de los Dos Reinos» y, a cada lado, los enemigos de Egipto hechos cautivos. La chapa de oro de la parte frontal de los bastidores está repujada e incrustada con adornos tradicionales. En uno de ellos hay una complicada cenefa en forma de espiral; en el otro hay el diseño de la pluma, el papiro y el ojo de buey. En cada caso hay un panel con los emblemas del rey. Asimismo en la parte inferior del cuerpo de los carros hay los emblemas del rey sostenidos por el símbolo de la «Unión de los Dos Reinos». En uno de ellos se ve a los prisioneros del Norte y del Sur atados y debajo un magnífico friso representando a los enemigos derrotados, con los brazos atados a la espalda, de rodillas ante un Tutankhamón triunfante con cabeza en forma de león aplastando a los enemigos de Egipto. Decoraciones de este tipo, en las cuales el pueblo conquistado aparece representado en figuras de actitud convencional, pero individualistas en carácter y detalle, se consideraban como un símbolo natural del poder del rey. Este deseo de humillar al enemigo y la ausencia de magnanimidad en los conquistadores no son más que el espíritu de una imaginación desatada convertido en imágenes en estas escenas bélicas de los faraones, en las cuales el vigor y la variedad de las confrontaciones tienen una intensidad incomparable. El otro ejemplar tiene tanto el interior como el exterior decorados con cenefas de pluma, papiro y ojo de buey. En la parte interior de los paneles, junto a esta decoración hay incrustados medallones de plata y oro.

En ambas carrozas las aberturas romboideas de los costados de los cuerpos tienen los bordes adornados con dibujos de flores hechos con incrustaciones de piedras semipreciosas, vidrio y fayenza. En la unión del bastidor con el eje hay unos rebordes profusamente decorados con pedrería; en uno de ellos hay una grotesca máscara de oro del dios Bes. Los ejes de madera llevan colgantes de oro a intervalos, con ricas incrustaciones de vidrio y piedras semipreciosas, formando motivos florales y los nombres de los países enemigos. Cada par de ruedas tiene sus radios, cubos y llantas recubiertos de láminas de oro; la superficie de rodadura es de cuero. Las varas son de madera lisa, con una cápsula de oro en el extremo, en la cual aparece el halcón-sol de oro, símbolo de la realeza. Rellenando por completo la parte del disco por encima de la cabeza del halcón-sol hay un emblema labrado con el prenombre del rey. Ya que se consideraba a los faraones como representantes del dios Sol en la tierra, ¿sería demasiado arriesgada la hipótesis de que este emblema simbolizaba su supuesto origen solar? Los yugos de madera, unidos a la vara, estaban recubiertos de oro y uno de ellos tenía cabezas de enemigos talladas a cada extremo.

Los extremos de los arneses delanteros, a los que iban atados los yugos, estaban decorados con cabezas del dios del hogar, Bes, y las tiras del cinturón pasaban por sus bocas abiertas. Este complicado sistema de adorno y muesca para los cinturones con una sola pieza, puede haberse inspirado en el hecho de que este dios aparece representado en varias piezas del ajuar con una larga lengua: en este caso, las bridas que le salen de la boca parten de la misma idea. Sobre los arneses hay unas piezas de aragonito en forma de carreta, decoradas con una fina filigrana de oro rojizo. Con cada carro apareció un par de aguijones en forma de espuelas, que ya hemos mencionado. También había espantamoscas de pelo de caballo, muy útiles en estas tierras, y anteojeras para las bridas de los caballos con ornamentaciones.

Puede decirse que estos carros tan profusamente decorados ocuparon en el ceremonial egipcio el lugar de las diligencias en la época moderna.

DIECISÉIS

La apertura de los tres féretros

Experiencias pasadas nos habían enseñado que era mejor reemprender nuestros trabajos en la tumba de Tutankhamón tan pronto como pasara la gran época de calor, ya que nuestro objetivo era, primero, llevarlos a cabo con el máximo rigor científico, y segundo, con un mínimo de interrupciones a fin de poder abrir la tumba al público lo antes posible durante la temporada turística. Nuestras previsiones resultaron ser acertadas, ya que entre el 1 de enero y el 15 de marzo de 1926, más de doce mil visitantes vinieron a la tumba y durante el mismo período recibí doscientas setenta y ocho peticiones de permisos para inspeccionar los objetos y el trabajo en el laboratorio.

Una vez adquiridos los materiales necesarios para la campaña, salí de Londres el 23 de septiembre y llegué a El Cairo el 28. Como siempre, había mucho que hacer en El Cairo antes de salir para Luxor. En Egipto, esta clase de asuntos trae consigo retrasos previsibles que uno debe aceptar con paciencia. M. Lacau, director general del Departamento de Antigüedades, estaba en Europa. El día 1 de octubre fui a ver a Mr. Edgar, que se ocupaba de los asuntos de M. Lacau en el Museo durante su ausencia y decidimos que tendríamos que tener a punto el servicio de electricidad en el Valle de las Tumbas de los Reyes a partir del día 11 de octubre. En la misma ocasión aproveché para discutir con él el programa general de los trabajos de aquella campaña.

Forzosamente lo primero que había que hacer era sacar el grupo de féretros fuera del sarcófago. Abrirlos y examinarlos uno a uno. Luego habría que inspeccionar la momia del rey, con ayuda del Dr. Douglas Derry, catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina de Kasr-el-Aini, y el Dr. Saleh Bey Hamdi, que había sido director de dicha institución. Finalmente, y si había tiempo para ello, había que averiguar, limpiar y registrar el contenido del almacén que había a la salida de la cámara funeraria, tareas que llenarían por completo la campaña, ya que había que tratar y embalar cada objeto para llevarlo a El Cairo. Sin embargo, fue imposible llevar a cabo la última parte del programa durante esta campaña -la del almacén- a causa del estado de los materiales encontrados sobre la momia. Incluso el levantamiento y apertura de los tres féretros, ya que éste resultó ser su número, nos llevó más tiempo del que habíamos calculado.

También decidimos que Mr. Lucas iría conmigo a Luxor el 6 de septiembre y reanudaría sus tareas como químico para la conservación de los materiales.

Luego se planteó la cuestión de si M. Lacau, que estaba en Europa, querría estar presente durante el examen de la momia. Cuando averigüé que no pensaba regresar a Egipto antes del 1 de noviembre, sugerí que, para no perder más tiempo, le enviáramos un cable para confirmar la fecha de su regreso y, caso de que éste se retrasara, preguntarle si le importaría que Mr. Edgar le representara durante el examen.

Al día siguiente recibimos la respuesta de M. Lacau diciendo que deseaba estar presente durante el reconocimiento de la momia del faraón y que esperaba que el retraso no me causara demasiados inconvenientes. Para poder cumplir con sus deseos hice que los doctores Derry y Saleh Bev retrasaran su viaje a Luxor hasta el 10 de noviembre.

En arqueología siempre ocurre lo contrario de lo que se prevé. Las cosas fueron de tal modo que el manejo de los féretros por sí solo nos ocupó el período de espera y sólo estuvimos a punto de examinar la momia justo a la llegada de M. Lacau y los mencionados doctores.

El día 3 de octubre inspeccioné la exposición de objetos de Tutankhamón en el Museo de El Cairo, junto a Mr. Lucas, a fin de estudiarlos bajo el punto de vista de su conservación, un problema del máximo interés e importancia en cuanto a antigüedades se refiere, especialmente si son frágiles por naturaleza. El trono había tomado un tono más oscuro desde que estaba expuesto en el Museo y decidimos reparar su pérdida de color tratándolo con cera caliente, una medida de protección que aplazamos para la primavera siguiente. Era evidente que los objetos que habían podido ser tratados con parafina estaban en mucho mejores condiciones que los demás, y por ello, acordamos que este método era el más efectivo a largo plazo y el mejor en general.

La prensa es un poder importante y necesario para la civilización moderna, pero de vez en cuando es demasiado ávida de noticias que en realidad no existen. Por otra parte, es competitiva en extremo. Todo tipo de investigación debe mucho a una publicidad inteligente y esperábamos que el mecanismo organizado por el gobierno egipcio para distribuir las noticias resultara apropiado. Sin embargo, poco después de mi llegada me decepcionó descubrir que tanto los corresponsales locales como los extranjeros no se sentían plenamente satisfechos.

Antes de salir de El Cairo, tuve una agradable entrevista con Su Excelencia Abdel Hamid Pacha Bedawi, consejero real del Ministerio de Obras Públicas, a quien expuse nuestros planes. Estuvo de acuerdo en todo y por la tarde salí para Luxor, acompañado por Mr. Lucas, desde donde, al día siguiente, después de entrevistarnos con el bey, el marmur de Luxor y Tewfik Effendi Boulos, inspector jefe del Departamento de Antigüedades del Alto Egipto, marchamos al pueblo de Gurna, al oeste de Tebas.

A pesar del calor, era agradable estar de vuelta en aquellos lugares, familiares para nosotros pero siempre impresionantes, que todavía no habían despertado del silencio de su sueño veraniego. Una breve inspección nos demostró que la tumba, el almacén y el laboratorio se encontraban en buen estado. Fue un alivio comprobar lo bien que los obreros habían llevado a cabo sus diversas tareas, ya que, al reemprender el trabajo después de un intervalo de varios meses, uno se obsesiona con un sentimiento de temor de que algo salga mal.

Inmediatamente di instrucciones a mis reises para que reclutaran la gente necesaria -unos veinticinco hombres y setenta y cinco muchachos- y los pusieran a trabajar para dejar al descubierto la entrada de la tumba al día siguiente.

El comienzo de una nueva campaña es un trabajo más complicado de lo que normalmente se cree. Siempre hay mucho que hacer. Los primeros días se emplean generalmente en preparativos, poniéndolo todo en orden y comprobando el buen funcionamiento del equipo. Trabajar bajo condiciones tan distintas de las de Europa, en un país donde no es fácil obtener muchos objetos y materiales de lo más corriente, precisa de mucha preparación y no pocas previsiones. El problema consiste principalmente en simplificar las necesidades o en adaptarse a lo disponible, particularmente en el desierto. Incluso con los materiales que encargamos ex profeso en Inglaterra u otros países podía ocurrir que al examinarlos sobre el terreno, resultasen demasiado grandes o demasiado pequeños y necesitasen un reajuste, mientras enseñábamos su uso a los hombres que se encargarían de ellos. Así se emplean muchos días de aburrimiento, aunque son compensados por las amplias sonrisas en las caras de los reises al darse cuenta de las ventajas de algún instrumento nuevo como ayuda práctica para sus futuros trabajos.

El día 10 de octubre, a las seis y media de la mañana, comenzó el descubrimiento de la entrada de la tumba. Los hombres y los muchachos empezaron a trabajar con ganas para sacar la masa de escombros amontonada sobre la entrada para su protección al finalizar la campaña anterior. Trabajaron como abejas y aunque la temperatura del Valle oscilaba entre 36° y 40° C y el aire se llenaba de polvo, su dinamismo demostraba el entusiasmo que sentían por la tarea. Era un placer verlos trabajar.

Con la ayuda de un grupo adicional de muchachos para trasladar los escombros, la limpieza de la entrada de la tumba quedó concluida al día siguiente, cuando conseguimos conectar nuestra instalación eléctrica con la de las tumbas reales e hicimos un reconocimiento del interior.

Primero sacamos unos maderos que habíamos colocado frente a la puerta de entrada para evitar el paso del agua; se trataba de unas vigas de roble turco mezcladas con tablas de madera más blanda, por medio de las cuales quedaba protegida la puerta de madera de la entrada. Luego abrimos esta puerta; al extremo del pasadizo descendente descorrimos el lienzo que cubría la puerta de acero, que estaba bien cerrada con candados y, una vez más, entramos en la antecámara y en la cámara funeraria.

La familiaridad con algo no puede disipar por completo la atmósfera de misterio ni el sentimiento de las fuerzas que yacen en la tumba, desaparecidas pero de algún modo presentes. La seguridad de que el pasado y el presente se funden está grabada en la mente del arqueólogo aventurero, incluso cuando está inmerso en los detalles mecánicos de su trabajo. Éstos son muy variados. Por ejemplo, fue reconfortante comprobar que, a excepción de unos pocos granos de yeso desintegrado, caídos desde el techo sobre el moderno paño negro con que habíamos recubierto el sarcófago, casi ningún otro rastro de polvo se había depositado en la tumba desde que se cerró el año anterior.

También fue interesante observar el efecto que los distintos insecticidas con que habíamos rociado la tumba habían tenido sobre los diversos tipos de minúsculos insectos que nos invadían. Es cierto que aún había restos de aquellos insectos en forma de pez que se encuentran en lugares oscuros, pero en general los insecticidas habían surtido efecto, ya que muchas de aquellas plagas habían desaparecido por completo.

Luego, una vez más, nuestras potentes lámparas eléctricas iluminaron el gran sarcófago de cuarcita. Bajo el cristal que había hecho colocar sobre él podía verse el féretro de oro que parecía aumentar su poder de atracción sobre nuestras emociones cuanto más lo mirábamos: con las sombras de los antiguos dioses no se puede intimar de un modo vulgar y corriente.

Una vez terminada la inspección y encontrándose todo en perfectas condiciones, volvimos a cerrar la tumba. Luego fuimos al laboratorio, cuya entrada había sido protegida con una gruesa puerta de madera durante los meses de verano. Tanto allí como en el almacén todo estaba sin rastro de polvo o insectos y en buen estado.

Así empezó nuestra cuarta campaña. El Valle, sacado brevemente de su sueño veraniego durante los últimos dos días por los gritos de los hombres y las voces de los muchachos, volvió a quedar tranquilo y la paz había de reinar de nuevo en él hasta que los emigrantes invernales y sus seguidores lo invadieran el invierno siguiente. Una vez sacados los bellos objetos de la antecámara y despojada la cámara funeraria de sus capillas doradas, el sarcófago de piedra, ya abierto, quedaba aislado en el centro, solo con los féretros que guardaban su secreto. La tarea que se nos presentaba era, pues, levantar la tapa del primer féretro que estaba dentro del sarcófago.

Este gran féretro de madera dorada, de 2,24 m. de largo y forma antropomorfa, tocada con el khat y la cara y manos de gruesas láminas de oro, es del tipo Rishi, término empleado cuando la decoración principal consiste en un diseño de plumas, un estilo muy común en los féretros de los períodos precedentes, esto es, Período Intermedio y Dinastía XVII de Tebas. Durante el Imperio Nuevo y el comienzo de la Dinastía XVIII el estilo y la decoración de los entierros, tanto de las autoridades como de los particulares, cambia radicalmente. Sin embargo, en el caso del féretro del rey, según Apodemos ver, prevaleció la antigua costumbre, con ligeras modificaciones tales como la adición de figuras de algunas diosas tutelares. Se trata de todo lo contrario de lo que suele ocurrir normalmente, ya que la moda generalmente cambia más rápidamente entre los estratos más altos de la sociedad que entre los más bajos. ¿Se trata acaso de una idea religiosa en conexión con la figura del rey? Tal vez la tradición la favorecía. En una ocasión la diosa Isis protegió el cadáver de Osiris al cubrirlo con sus alas, así que en este caso protege a este nuevo Osiris, según aparece en esfinge.

Después de estudiar el féretro cuidadosamente, decidimos que las asas de plata originales -dos a cada lado- hechas evidentemente para tal fin, estaban lo suficientemente bien conservadas como para soportar el peso de la tapa y podían ser utilizadas para levantarla sin riesgo de dañarla. La tapa se unía a la caja por medio de diez lengüetas de plata maciza, encajadas en sus correspondientes muescas, talladas en el grueso féretro. Había cuatro a cada lado, una en la cabecera y otra en el pie y estaban fijadas con agujas de plata con gruesas cabezas de oro. ¿Sería posible remover las agujas de plata que unían la tapa a la caja del féretro sin sacarlo del sarcófago? No fue fácil hacerlo, ya que el féretro llenaba casi todo el interior del sarcófago, dejando tan sólo un reducido espacio, en particular en la cabecera y el pie. Sin embargo, manejándolo con cuidado, pudimos extraerlas, a excepción de-la aguja de la cabecera, donde sólo había el espacio suficiente como para sacarla a medias. Así pues, hubo que limarla antes de extraer la otra mitad.

La próxima operación consistió en colocar las poleas necesarias para levantar la tapa. Se trataba de dos juegos de tres poleas, provistas de frenos automáticos, suspendidas de un andamio y colocadas de tal forma que quedaban justo sobre el centro de la tapa, al nivel de los pares de asas. Las poleas iban enganchadas a las asas de la tapa del féretro por medio de una eslinga, asegurando así la correcta distribución del peso. De otro modo, hubiese cabido la posibilidad de que la tapa golpeara los lados del sarcófago en el momento en que quedase colgando suelta.

Fue un momento tan emocionante como lleno de ansiedad. La tapa saltó de modo bastante fácil, dejando al descubierto otro magnífico féretro antropomorfo, recubierto con una gruesa tela de gasa, oscurecida y muy estropeada. Sobre este lienzo había guirnaldas de flores, hechas con hojas de olivo y de sauce y pétalos de loto azul y de centaurea, mientras que sobre los emblemas de la frente se veía también una pequeña corona del mismo tipo que había sido colocada por encima de la tela. En algunos puntos podían verse, bajo el lienzo, las ricas decoraciones de vidrio multicolor incrustadas en el oro del féretro.

Como el verano anterior habíamos empleado algún tiempo discurriendo los métodos que se habían de emplear en esta tarea y procurándonos los instrumentos precisos, fue posible llevarla a cabo en una sola mañana, cuando, de no haber sido así, hubiesen sido necesarios varios días como mínimo. Cerramos la tumba y no tocamos nada en espera de que Mr. Harry Burton hiciera las fotografías pertinentes.

Hasta este punto nuestro avance era satisfactorio. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de un hecho más bien preocupante. El segundo féretro, que, por lo que se veía a través de la gasa, parecía ser una obra maestra de artesanía, presentaba síntomas evidentes del efecto de algún tipo de humedad y, en algunos puntos, una tendencia de las incrustaciones a caer. Debo admitir que fue algo desconcertante ya que sugería que había habido algún tipo de humedad antiguamente en el interior de los féretros. De ser así, el estado de conservación de la momia del rey sería menos satisfactorio de lo que habíamos esperado.

El día 15 de octubre llegó Mr. Burton y el 17, a primera hora de la mañana, terminó con éxito la serie de fotografías del lienzo y de las guirnaldas de flores que cubrían el segundo féretro, tal como estaba dentro del primero en el sarcófago.

Una vez completados estos datos hubo que considerar la mejor manera de manejar el segundo féretro, así como la caja del primero. Evidentemente era más difícil a causa de la mayor profundidad y se hacía necesario levantar la caja del primer féretro y todo el segundo al mismo tiempo, ninguno de los cuales estaba en condiciones de soportar muchos manejos. Finalmente lo conseguimos por medio de poleas, como en el caso anterior, logrando cogerlos por medio de varillas de acero colocadas en las muescas para las lengüetas de la caja del primer féretro. De este modo conseguimos levantarlos con un mínimo de maniobras.

A pesar del gran peso de los féretros -mucho mayor de lo que parecía-conseguimos levantarlos hasta un poco más arriba del nivel de la tapa del sarcófago y entonces pasamos unas tablas de madera por debajo de ellos. En un espacio tan reducido y con cabida para tan pocas personas, la tarea resultó bastante difícil. La necesidad de evitar todo daño a las frágiles superficies del primer féretro, recubiertas de yeso, complicó aún más las cosas.

Una vez anotado todo el proceso, pudimos sacar la corona y las guirnaldas, retirando la tela. Fue otro momento emocionante. Entonces pudimos contemplar con ojos llenos de admiración uno de los mejores ejemplares del arte funerario antiguo que se había visto nunca, igualmente osiríaco en cuanto a forma, pero de concepción más delicada y de gran belleza de líneas. Tal como estaba, yacente en la caja del primero, descansando sobre nuestra improvisada peana, ofrecía la imagen maravillosa de un rey en toda su pompa.

La corona y las guirnaldas colocadas sobre el lienzo en memoria de «las coronas entregadas a Osiris en su triunfante salida de la sala de los juicios de Heliópolis» y que, según el Dr. Gardiner, nos recuerdan la «corona de la justicia» (2 Tim. 4,8) no eran más que ilustraciones de las descripciones de Plinio de las antiguas coronas egipcias. Cuando podamos apreciar el cuidado y precisión con que están hechas tendremos datos suficientes para suponer que esta ocupación en particular debió de ser para los antiguos egipcios, como lo es hoy día, un trabajo especializado.

Este segundo féretro, de algo más de 2 m. de largo, es similar en forma y diseño al primero, estando suntuosamente recubierto de gruesas láminas de oro con incrustaciones de vidrio opaco, tallado y grabado, imitando jaspe rojo, lapislázuli y turquesa respectivamente. Simboliza a Osiris y es Rishi en cuanto a ornamentación, pero difiere en cuanto al detalle. En este caso el rey se toca con un Nemes y en lugar de las diosas protectoras Isis y Neftis, la caja está rodeada por el buitre Nekhbet y la serpiente Buto. El rasgo más sobresaliente es la delicadeza y superioridad del diseño que le dan categoría de obra maestra.

A continuación nos enfrentamos con un problema delicado, similar al que tuvimos que resolver dos campañas antes al desmantelar las capillas. Una vez más se presentó lo imprevisto. Uno no puede fiarse de las conclusiones alcanzadas en casos anteriores. Por algún motivo u otro a menudo sucede lo contrario de lo que se espera. Al ver que el primer féretro tenía asas para subirlo y bajarlo, supusimos que habría unas asas de metal similares en el segundo; sin embargo no había ninguna y su ausencia nos presentó un dilema. El segundo féretro resultó ser extremadamente pesado. Su decorada superficie era muy frágil y además encajaba tan bien en la caja del primero que no era posible pasar un dedo meñique entre los dos. Como en el caso del primero, la tapa estaba enganchada por medio de agujas de plata con cabezas de oro que no podían extraerse tal como estaba el féretro. Era evidente que habría que sacarlo fuera de la caja del primero antes que nada. Así pues, el problema que se nos planteaba era el de descubrir el método de hacerlo con el menor riesgo posible de daño para su delicadas incrustaciones que ya habían sido deterioradas por una humedad cuyo origen nos era en aquel momento desconocido.

Bien puede ser que bajo la tensión de llevar a cabo una operación de este tipo, se es demasiado consciente del riesgo de causar un daño irreparable al raro y bello objeto que se desea preservar intacto. Mucho de lo encontrado en los primeros tiempos de investigaciones arqueológicas en Egipto, se ha perdido debido a un manejo demasiado ansioso o descuidado y más aún debido a la falta del equipo necesario en el momento adecuado. Sin embargo no hay ningún remedio contra la mala suerte, por mucho que uno se prepare. Todo parece ir bien cuando de pronto, en el momento crítico de la operación, se oye un crujido y pequeños fragmentos de la superficie empiezan a caerse. Los nervios están de punta: ¿qué está ocurriendo? Los empleados ocupan todo el espacio disponible. ¿Qué hay que hacer para evitar una catástrofe? Además, hay todavía otro peligro. Al levantar la tapa, la excitación por ver algún objeto nuevo y bello puede distraer la atención de los trabajadores; por un momento se olvidan de su tarea y, en consecuencia, puede producirse un daño irreparable.

Tales son los principales sentimientos de ansiedad que el arqueólogo recuerda cuando sus amigos le preguntan cuáles fueron sus emociones en aquellos momentos excepcionales. Sólo los que han tenido que manejar antigüedades pesadas pero frágiles en circunstancias de similar dificultad pueden hacerse una idea adecuada de lo enervante que puede ser la tensión y el peso de la responsabilidad. Además, en nuestro caso ni siquiera podíamos estar seguros de que la madera del féretro estaba lo suficientemente bien preservada como para soportar su propio peso. Sin embargo, tras largas discusiones y después de estudiar el problema durante casi dos días, establecimos un plan: a fin de poder sacar este féretro de la caja del primero, habría que establecer varios puntos por donde cogerlo. Como se recordará, no tenía asas, así que decidimos emplear las agujas que unían la tapa al resto.

Un reconocimiento demostró que aunque el espacio entre la caja del primer féretro y el segundo era insuficiente para permitirnos retirar las agujas por completo, era no obstante posible sacarlas por lo menos unos 6 mm a fin de poder enganchar en ellas resistentes alambres de cobre para ligarlo al andamio que había encima de nuestras cabezas. Realizamos con éxito este trabajo. Luego clavamos resistentes armellas metálicas en el grueso del borde superior de la caja del primer féretro para poder tirar de ella hacia abajo, separándola del segundo féretro por medio de cuerdas y poleas.

Al día siguiente, después de hacer estos preparativos, pudimos proceder a la operación siguiente. Resultó ser uno de los momentos más importantes del desmantelamiento de la tumba. El sistema empleado era el contrario de lo que podría parecer lo más natural en el primer momento: en lugar de levantar el segundo féretro fuera de la caja del primero, bajamos la caja del primer féretro fuera del segundo. La razón fue que el espacio era insuficiente y, siendo el peso estacionario, el riesgo de presión sobre aquellas viejas agujas de plata sería menor.

La operación terminó con éxito. Una vez más la caja del primer féretro quedó metida en el sarcófago dejando por un instante el segundo suspendido en el aire por medio de diez resistentes cables. Luego pasamos una plataforma de madera lo suficientemente grande como para cubrir el hueco del sarcófago y así conseguimos que el segundo féretro quedase suelto y accesible frente a nosotros. Una vez cortados los cables, Mr. Burton tomó sus fotografías y pudimos concentrar nuestras energías en el levantamiento de la tapa.

Como ya hemos dicho, toda la superficie incrustada estaba efectivamente en condiciones muy precarias y había que evitar al máximo cualquier manipulación. Así pues, clavamos cuatro armellas de metal para servir de asas en cuatro puntos donde no hubiese peligro de desfigurarlo definitivamente, a fin de levantar la tapa sin causarle daño alguno. Luego fijamos nuestro equipo de levantamiento en estas armellas, sacamos los clavos de plata y oro y levantamos la tapa poco a poco.

Primero pareció que la tapa tendía a pegarse pero luego empezó a separarse de la caja lentamente y cuando estuvo lo suficientemente alta como para permitirnos sacar el contenido del féretro, la depositamos en una plataforma de madera colocada a su lado para sostenerla.

Así apareció un tercer féretro que, como los anteriores, era de forma osiríaca; sin embargo, los principales detalles de su artesanía estaban escondidos tras una tela de lino rojizo, estrechamente ligada en torno a él. La cara era de oro bruñido y sin adornos. Sobre el cuello y pecho había un complicado collar de cuentas y flores cosido a un armazón de papiro. Justo encima del tocado, en forma de Nemes, había una servilleta de lino.

Inmediatamente Mr. Burton empezó a tomar fotografías. Luego saqué el adorno floral y las envolturas de lino. Así descubrimos algo sorprendente: el tercer féretro, que medía 1,86 m. de largo, era de oro macizo. De este modo quedaba resuelto el misterio de su enorme peso, que tanto nos había intrigado. También explicaba por qué después de sacar el primer féretro y la tapa del segundo, el peso había disminuido tan poco. Su peso era tal que se necesitaron ocho hombres fuertes para levantarlo.

La cara de este féretro de oro era una vez más la del rey, pero sus rasgos, aunque convencionales y simbolizando a Osiris, eran todavía más juveniles que los de los otros féretros. Su diseño volvía a ser el del primer féretro, en cuanto a que era Rishi y tenía grabadas las figuras de Isis y Neftis, pero como complemento aparecían las figuras aladas de Nekhbet y Buto. Estas últimas deidades protectoras, símbolo del Alto y Bajo Egipto, eran el rasgo sobresaliente ya que eran de incrustaciones bellas y macizas, superpuestas a los adornos grabados del féretro, consistiendo en piedras semipreciosas. Además de esta decoración y sobre el tradicional collar en forma de halcón había otro collar de dos vueltas hecho de grandes cuentas discoidales de oro rojo y amarillo y fayenza azul y también a base de incrustaciones, realzando la riqueza del conjunto. Sin embargo, los detalles fundamentales de la decoración estaban tapados por una capa reluciente debida a los ungüentos líquidos que, evidentemente, habían sido derramados con profusión sobre el féretro. Como resultado, este monumento sin par estaba desfigurado -según vimos más tarde, sólo temporalmente- y además pegado fuertemente al interior del segundo féretro, habiendo rellenado el líquido solidificado el espacio entre el segundo y el tercer féretro hasta el nivel de la tapa del tercero.

Estos ungüentos sagrados, evidentemente utilizados en grandes cantidades, eran sin duda la causa de los daños observados al manejar los otros féretros que, estando herméticamente cerrados en un sarcófago de cuarcita prácticamente sellado, no podían haber sido afectados por factores externos. Como última consecuencia diremos que el paño mortuorio y el collar de flores mezcladas con cuentas de fayenza azul habían sido afectados y aunque a primera vista parecían estar en buenas condiciones, resultaron ser tan frágiles que el material se rompió al primer toque.

Sacamos el tercer féretro con la caja del segundo, que estaba ahora por encima del sarcófago, y los llevamos a la antecámara, donde eran mas accesibles para su inspección y manipulación. Sólo entonces nos dimos cuenta de la importancia y la magnitud de nuestro último descubrimiento. Esta pieza única y maravillosa -un féretro de más de 1,85 m. de largo, de la más refinada ejecución y labrado en oro macizo de 2,5 mm. a 3,5 mm. de espesor- representaba una enorme masa de oro puro.

¡Qué grandes riquezas debieron de enterrarse con aquellos faraones! ¡Qué tesoros debió de contener el Valle! De los veintisiete monarcas aquí enterrados, Tutankhamón fue probablemente el menos importante. ¡Qué grande debió de ser la tentación a la voracidad y rapacidad de los audaces ladrones de tumbas contemporáneos a ellos! ¿Qué incentivo más poderoso puede imaginarse que aquellos enormes tesoros de oro? El saqueo de las tumbas reales, documentado durante el reinado de Ramsés IX, se hace más claro al medir el incentivo para estos crímenes con este féretro de oro de Tutankhamón. Debió de proporcionar grandes riquezas a los tallistas, artesanos, aguadores y campesinos y a los trabajadores contemporáneos en general, así como a los que estaban implicados en los robos de las tumbas. Estos saqueos ocurrieron durante los reinos de los últimos Ramesidas (1200-1000 a.C.) y están documentados en archivos legales, hoy día conocidos como papiros de Abbott, Amherst, Turín y Mayer, descubiertos en Tebas a comienzos del siglo pasado. Probablemente los ladrones que hicieron la incursión a la tumba de Tutankhamón, prácticamente improductiva, sabían de la masa de oro que cubría los restos del joven faraón bajo las capillas protectoras, el sarcófago y los féretros.

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