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Aristoteles (del sentido y lo sensible – de la memoria y el recuerdo)



Partes: 1, 2, 3, 4

  1. El Estagirita, filósofo realista
  2. Trazos generales de la sicología de Aristóteles
  3. El tratado "Del sentido y lo sensible"
  4. El pequeño tratado "De la memoria y el recuerdo"
  5. Del sentido y lo sensible
  6. De la memoria y el recuerdo

A través de estos dos breves tratados, Aristóteles pasa, por el estudio de la vida sensitiva y el de las impresiones permanentes de la misma en la memoria, perfeccionada ésta por los principios de la intelectividad en el hombre, a enlazar con los problemas de la conceptualización y la teoría del conocimiento.

El Estagirita, filósofo realista

Sin duda que Aristóteles, nacido en el 384 a. de C. en una familia de médicos, debió a sus primeros años el interés por el estudio de los seres vivos. Dedicados sus iniciales años, muy pocos ciertamente, hasta los diecisiete, a los primeros estudios de la medicina, comenzó su desarrollo intelectual en contacto con la más empírica de las realidades: el cuerpo humano. Nos parecen importantes estas dos coordenadas para comprender en una actitud espontánea ya las aportaciones de Aristóteles a la sicología, uno de los campos en que indudablemente rebasó las teorías platónicas.

En contraste con esta actitud primeriza, el año 367 se traslada a Atenas, donde durante veinte años es discípulo de la Academia de Platón. Son años de vida callada y quieta, entre libros, meditaciones y diálogos continuos. Años largos de madurar y pensar a la sombra, en espera del momento en que la filosofía aprendida se uniera íntimamente con el modo de ser del hombre que era él, para dar lugar a su sistema propio.

Es curioso hacer notar que, como un brote definitivo de aquella primera formación que las circunstancias familiares le impusieron, la crisis de madurez de cara a su propio sistema, más y más arraigado en la experiencia concreta y en la observación de la realidad, la sufrió Aristóteles en sus años de viajes. Al morir Platón, en el año 347, era mucho lo que su espíritu llevaba en siembra. Sin embargo, todo eso no parece realmente cuajar en él y llegar a evolucionar al son de su personalidad más que cuando, abandonando Atenas, comienza una época de viajes. Se encamina primero a Assos, en la Sólida, junto al tirano de Atarnea. Está en Lesbos un tiempo y es llamado a la corte de Pella, en Macedonia, para atender a la formación del joven Alejandro. Es durante esta época de viajes cuando Aristóteles llega a estructurar su pensamiento propio. Es entonces cuando su separación efectiva de la Academia, verificada a la muerte de Platón, encuentra la expresión de su segregación espiritual de la misma, con el diálogo en tres libros Sobre la filosofía.

Doce años más tarde, el 335/334, regresa a Atenas. En Pella queda su regio discípulo, hecho ya heredero del trono. Ha acabado su quehacer allí. Y además ha encontrado él su propio camino de pensamiento. Vuelve a Atenas, quizá con el afán ya de dar a conocer lo que el viajar y estudiar en contacto inmediato con la realidad le han hecho ver. Y se establece junto al jardín de Apolo Licio, en el Liceo, al otro extremo de la ciudad, como un símbolo externo de sus intentos de segregación del platonismo. Ha dominado su pensamiento la experiencia y el conocimiento de la realidad: era algo, al fin y al cabo, que nacía de su temperamento y de su formación primera en la tradición médica familiar.

De esta época proceden sus escritos más definitivos, los que marcan el cuerpo doctrinal del aristotelismo. Escritos que la mayoría de las veces no han salido inmediatamente de su propia pluma, sino que han sido recopilaciones hechas por los discípulos, o bien colecciones de notas previas a las lecciones. Su enseñanza reviste dos características esenciales: es acromática, verbal, oral. Y es esotérica: dirigida exclusivamente a los que eran iniciados en su lenguaje y en su sistema filosófico. Es un auténtico trabajo de investigación el que realiza en estos años. De investigación en equipo. Y, además, de organización y sistematización. Lo creador data en él prácticamente de la época de viajes. La estructura y organización de su sistema data de estos años del Liceo.

Finalmente, acusado de filomacedonismo por los políticos del Ática, se ve obligado a abandonar Atenas, en el 322 a. de C. Se refugia en Calcis de Eubea, la patria de su madre, y allí muere a los pocos meses.

Trazos generales de la sicología de Aristóteles

El sentido primordial de la sicología aristotélica lo hemos de buscar en la comparación con otras ramas de la filosofía. La física, estudio o ciencia del ser móvil en cuanto móvil, a un nivel genérico, tiene su explicación última en la teología, es decir, en la ciencia del Primer Motor Inmóvil. Ahora bien, los seres vivos constituyen la clase más importante de los seres sometidos a los movimientos específicos de generación y corrupción, así como algunos de ellos, los que poseen la vida sensitiva, forman la clase más importante de los seres vinculados al movimiento locomotivo autónomo. La sicología, pues, viene a ser una metafísica del movimiento y el cambio, estudiada en el caso concreto del ser vivo. Vendría a ser así, respecto de la Biología, lo que la teología es respecto de la Física. Con esto queda claro de qué manera la sicología, de la que Aristóteles puede considerarse el creador auténtico, se refiere a un orden de seres paralelo al que estudia la física; pero, al mismo tiempo se ve ya en qué se diferencia de ésta.

La sicología de Aristóteles aborda decididamente el problema de la vida en general, sin ser, como lo son las modernas sicologías, un estudio de los fenómenos síquicos o fenómenos de conciencia. Estudia la vida en sus fundamentos últimos, en sus últimas causas y principios y en sus propiedades esenciales. Es, pues, un tratado plenamente filosófico, de metafísica especial.

De una manera general, para los antiguos, alma equivalía a vida. Sólo enmarcadas en este contexto tienen cabida entre ellos las cosas que constituyen el motivo de interés de la actual sicología: la sensación, la fantasía y la memoria, la razón y el pensar, el apetito y la querencia; y esto por la única razón de que el mundo de la conciencia corre paralelo al de la vida. En cambio, lo que Aristóteles no tiene que decir acerca de la vida sentimental, pasional y afectiva, lo reserva más bien para la retórica y, en algunos aspectos, para la ética.

El alma es, pues, lo que constituye y explica la vida. Ahora bien, la vida es elementalmente automación y automovimiento. Por consiguiente, el alma será también automovimiento. Sin embargo, este automovimiento no resultará absoluto, sino condicionado por el mundo ambiente y por la circunstancia. Ese conjunto de cosas que rodean al ser vivo son las que le ofrecen el alimento, las que le brindan los medios de respirar o alentar, el sentir y el apetecer. Todo este sistema móvil está, a su vez, controlado y dominado por otros movimientos superiores, escalonados jerárquicamente hasta el primer motor inmóvil. El automovimiento del alma no es, pues, automovimiento más que en un sentido relativo y restringido.

Metafísicamente considerada, el alma es el acto o entelequia primera, de un cuerpo físico orgánico. Además, de acuerdo con la teoría hilemórfica, ella será también la forma del cuerpo. Esta concepción supone en el fondo un dinamismo teleológico muy importante en la filosofía aristotélica. El alma, en efecto, significa la idea y el todo, el sentido y el finalismo de un cuerpo vivo. Así, el mismo Aristóteles dice en otra de sus obras que el cuerpo es por el alma y en orden al alma (De las partes de los animales. I, 5).

Hay que notar que, por un lado, la entelequia no es algo que emerja o resulte en el orden de lo físico o biológico, sino que es predominantemente una idea. En segundo lugar, no hemos de olvidar que el contenido de tal idea no se nos presenta a nosotros, actualmente, como se le presentaba a Aristóteles, para quien las formas —como Platón mismo las idea— eran seres complejos de sentido perfectamente trabado y coherente, en una palabra, verdaderas sustancias.

Conviene que tengamos en cuenta a este respecto, para mejor entender la concepción total de la época aristotélica, lo que apunta Hirschberger en su Historia de la Filosofía, —T. I, 142, Herder—: "El pensador antiguo no abriga ni una mínima duda de que tales formas son unidades coherentes siempre idénticas a sí mismas, mientras que en el pensamiento moderno significa justamente un arduo problema cómo llegan a tener cohesión y sentido unitario los contenidos espirituales que se agrupan en nuestras percepciones y conceptos. Resulta con ello que el hombre antiguo sabía lo que es el hombre, lo que es el animal, lo que es la planta. Para el hombre moderno, en cambio, el mundo se presenta como desmenuzado en átomos y sensaciones, partes dispersas de las que tiene luego él que hacer, mediante la experiencia, un todo; bien entendido que la experiencia le ofrece tan sólo y en todo momento hechos o datos fácticos, nunca realidades necesarias, quiditativas. Y así es para él el alma tan sólo un haz de contenidos que nadie sabe cómo y por qué se cohesionan y se pertenecen unos a otros. Para Aristóteles en cambio, ella es forma, es sentido y es finalidad, es la totalidad de sentido de un cuerpo. Y precisamente en virtud, de esta totalidad de sentido, viene a hacerse el cuerpo viviente lo que es. Y en esto está la esencia de la vida.

Este concepto aristotélico de forma, si bien esbozado ya en los diálogos de juventud, no halla, con todo, su plena concepción sino en el tratado Del alma. Es allí donde lo elabora y a partir de esa obra esa manera de concebir el alma domina su ideología posterior. Sus primeros pasos en sicología fueron, claro, de un decidido dualismo platónico, el dualismo del "piloto en la nave". Más tarde —la física piensa aún así—, existe ya entre cuerpo y alma una unidad de operación, pese aún a la mutua independencia. En el tratado Del alma se borra por fin todo dualismo, para llegar a una fusión sustancial de alma y cuerpo. Esto, en el orden de las explicaciones metafísicas. Habría que aquilatar mucho más las consecuencias de ello en el orden de la sicología humana empírica, que quisiera analizar los fenómenos de interacción entre las partes sustanciales del compuesto hombre.

Ahora bien, vista el alma genérica en su categoría de forma, los hechos le imponen a Aristóteles una diversidad de almas. Distingue así un alma que responde a la nutrición y al hecho de la generación, al crecimiento y también a la corrupción: es el alma vegetativa. Esta alma se halla ya en las plantas perfecta y enteramente. Existe luego un alma sensitiva que, incluidas las capacidades del alma vegetativa, aporta todas las potencialidades sensitivas del ser vivo, las del apetito inferior y las del movimiento local, relativamente autónomo, condicionado por las circunstancias que ya hemos mencionado. Este alma aparece en el reino animal. Precisamente en este alma inferior es donde parece situar Aristóteles la entelequia o acto del ser viviente en cuanto tal: el alma de la nutrición y la sensibilidad. Y esto incluso en el hombre. Quien, además, posee el alma racional, que es la que le confiere el ser específico de hombre.

Aristóteles, desde el punto de vista de los diversos estratos o categorías de almas, al hablar del hombre, en quien se dan juntos los tres principios definitivos, no precisa más. Habla simplemente del alma del hombre, sin ninguna especificación o aclaración ulterior. Igual puede entender por ella el alma inferior como el alma superior. Por otra parte, no resulta diáfano, al parecer, su verdadero pensamiento acerca de las relaciones entre estos dos niveles de vida o de alma. Ha precisado bastante las relaciones entre, el principio nutritivo-generativo y el sensitivo en los animales. El nexo de unión en ellos es, en efecto, el apetito. Analiza entonces pausadamente la apetencia. Ella es la causa del movimiento local, que se encuentra en los animales al servicio del fin específico del alma vegetativa: la nutrición y la reproducción. Aquélla a fin de poder hacer posible ésta. Y ésta como una compensación del afán intrínseco a todo ser de perdurar siempre. Al no ser posible la permanencia individual, les queda al menos la específica a estos seres de categoría inferior. Pero, por lo que respecta al sentido vital complejo que representa la unión del alma estrictamente vital —el principio vegetativo sensitivo— y el alma racional o espiritual, no nos dice nada. Aun cuando los escritos de ética nos sugieran algo acerca de los posibles atisbos aristotélicos en los problemas de la interacción de alma espiritual y alma o compuesto vegetativo-sensitivo, parece como si, al nivel de la sicología específicamente humana, perdurara aún en la penumbra algo de aquel primitivo dualismo platónico, pitagórico u órfico.

Dejamos con esto el problema más profundamente metafísico. Y entramos en la cuestión de la vida sensible. La percepción sensible reviste cinco aspectos, que corresponden a los cinco sentido tradicionales: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Es interesante hacer notar aquí la importancia capital que tienen para Aristóteles el sentido del tacto. Es esencial para la vida de segundo grado, es decir, la vida sensitiva-vegetativa. Sin este sentido, en efecto, el animal no puede realizar las funciones típicas y necesarias de la nutrición y la generación. Por otra parte, no todos los seres del reino animal poseen los cinco sentidos enumerados. La posesión o carencia de estos sentidos determina un grado o una jerarquía en la posesión de la vida. No en la posesión mínima esencial pero sí en la buena posesión, cumplida y sobrada, de la misma. A veces llega a darse en ellos el órgano material del sentido. Pero falta la correspondiente sensación, por no darse el medio transmisor adecuado, en el ambiente o circunstancia biológica del animal. Así nos quedan entre líneas algunos casos de observación empírica de lo que el transformismo moderno llamará evolución regresiva de órganos a atrofias por desuso.

En cuanto al hombre, se dan en él los cinco sentidos. Hemos dicho que Aristóteles considera los sentidos, excepción hecha del tacto, como algo accidental o supererogatorio para la vida en sí misma. El tacto es necesariamente esencial para que pueda darse la vida sensitiva y locomotiva. Los demás sentidos se hallan en los animales para que su existencia viva sea mejor o más favorable, para que "existan bien", no sólo para que "existan". Esa "mejor existencia" parece culminar en el hombre en quien los sentidos se ponen al servicio de una vida superior, de tipo social e ideológico, y además consciente. Todos los comunicados de los sentidos particulares se reúnen en él en una especie de sentido común, que corresponde al término moderno de conciencia sicológica.

Además, estos contenidos sensoriales de la conciencia no siempre desaparecen con el objeto excitante. A veces perduran o se reproducen en lo que se llama imaginación —"fantasía"—, o en la memoria. Todas estas facultades, el sentido común o conciencia sicológica, la imaginación y la memoria, se encuentran también, en un grado proporcional, en los animales.

Sin dejar aún el estudio o sicología del sentido y la sensación, analiza Aristóteles una serie de hechos de experiencia, que tienen una particular importancia en la moderna sicología experimental. En esencia representan éstos el contenido de las leyes de Weber acerca de los umbrales diferenciales. La escasez de excitante equivale prácticamente a una ausencia del objeto: el sentido no es puesto en movimiento, no es actualizado el órgano correspondiente. Por el contrario, el exceso de excitante daña al órgano sensorial, hasta el punto de poder ocasionar su destrucción. El sentido, pues, viene a ser como un término medio —la obsesión griega del "nada en demasía"— entre el exceso y el defecto. ¿A qué se debe este fenómeno? Sencillamente, el órgano del sentido realiza en sí una junción matemática, una proporción aritmética. La concordancia o discordancia entre el excitante y esta proporción regulativa son las que crean la armonía en la percepción sensorial. Siempre hay en la mentalidad griega una idea numérica —pitagórica en un elevado tanto por ciento— que rige y gobierna los fondos últimos del acaecer y el pensar.

Estas facultades que hasta aquí hemos analizado, constituyen en el hombre tan sólo el plano inferior del conocer. El plano superior del conocimiento es objeto de otros tratados, principalmente los de la Lógica. El único problema que plantea Aristóteles respecto de esta cuestión es meramente metafísico. Se trata de explicar la potencialidad de la mente para con lo cognoscible, sin que, al mismo tiempo, quede mermada la actualidad esencial de la misma. Aquí es donde surge la conocida imagen comparativa de que la mente es como una tablilla sin escribir aún, que posee no obstante, de manera potencial, las letras del mensaje posible o futuro. La mente es "tamquam tabula rasa in qua nondun quidquam scriptum est".

Por otra parte, el análisis fenomenológico de la parte apetitiva superior humana lo realiza primariamente en la ética, así como también trata en ella los problemas relativos a la libertad y la elección consciente.

Desde luego que, mirada en su conjunto, la sicología aristotélica da a lo irracional mucha mayor importancia que Platón. También quizá por esto podríamos afirmar que su sicología y su ética son más realmente humanas, al no acentuar tan ostensiblemente la escisión entre cuerpo y alma.

Dentro del campo de la misma sicología aristotélica, queda. aún un problema por discernir: el de la unidad y la unicidad del alma. Aristóteles nos habla, en efecto, de tres almas: la vegetativa, la sensitiva, la intelectual. El hombre participa ciertamente de las tres en plenitud. Según eso, ¿cuántas son las almas que posee el hombre? Con una distinción meramente lógica es posible absolutamente distinguir en el ser vivo distintas facultades o potencias y distintas partes operantes. A veces incluso es realmente posible esta distinción, no simplemente en el orden lógico. Por ejemplo, en el caso de las plantas. Muchas de ellas, una vez divididas y vueltas a plantar, siguen viviendo plenamente al fenicio de su junción específica. Se responde a este caso, corno al análogo de algunos insectos, que en estos seres el alma es actualmente una, pero potencialmente plural. La división no hace más que actualizar esta sustancialidad hasta entonces potencial de las partes.

Por lo que al hombre se refiere, ataca Aristóteles decididamente la real escisión de partes que defiende Platón. Habla sí de un alma única y, sin embargo, también para él la razón y el pensamiento, es decir, el alma espiritual, son algo separable e independiente. ¿Constituye realmente todo el enorme complejo humano un alma única? En este caso. ¿qué relaciones de interacción guardan las almas inferiores con el alma superior? ¿Son sólo potencias incluidas en el alma superior y absorbidas por ella? Y ¿cómo puede un alma separable y distinta ser aún forma del cuerpo, si la forma vital no es separable sino que significa más bien una determinación esencial del cuerpo vivo?

La explicación que da Aristóteles del origen del alma, agudiza aún más esta serie de problemas. El alma inferior es de transmisión hereditaria en la generación. Pero, el "entendimiento activo" procede de fuera y es de origen divino. Este alma preexiste y no muere con el cuerpo. Sí, en cambio, muere el alma sensitiva. Ahora bien, si el entendimiento pasivo y el alma sensitiva mueren, es que son algo independiente y sustancial.

Todo esto, en realidad, no es más que un resto de platonismo, o una reincidencia en él, luego de haberlo dejado: es suponer un alma ideal. Las dificultades reales de la unidad y la unicidad no quedan aclaradas en Aristóteles, ni mucho menos. El atisbo genial del alma como forma del cuerpo no ha llegado aún a sus últimas consecuencias. No se comprende éste en su función condicionados a de muchas actividades espirituales, de todas en realidad. La verdadera y problemática complejidad del hombre, incluso en el orden metafísico, no digamos ya en el orden físico, permanece muy oscura todavía.

El tratado "Del sentido y lo sensible"

Este pequeño tratado Del sentido y lo sensible, así como el subsiguiente, De la memoria y el recuerdo, vienen a ser respectivamente un complemento a la teoría del alma sensitiva y a las teorías del conocimiento. Por esta razón, aun cuando por tradición se incluyen en la colección de pequeños tratados designados con el nombre de PARVA NATURA-LIA, los hemos desgajado del conjunto, para presentarlos unidos aquí.

Hemos esbozado ya los trazos generales de la teoría aristotélica sobre el alma. En su tratado global de sicología, el Del alma, ha quedado esbozada su teoría general de las facultades síquicas. Al ir a dar aquí un paso más en el estudio de la vida sensitiva, por la consideración detallada de los diversos sentidos y los objetos de los mismos, Aristóteles acentúa aún más su objetividad realística y su contacto y dependencia continuos de lo particular. Intenta no tanto una coherencia sistemática y lógica, cuanto por encima de todo una explicación de los fenómenos. No obstante, no puede evitar sus consideraciones estrictamente físicas o metafísicas, ni las referencias continuas, —casi se le hacen necesarias e imprescindibles—, a la teoría de los cuatro elementos y a la del acto y la potencia. Es esto lo que da al tratado un carácter predominantemente filosófico, arrancándolo violentamente al estilo de lo que hoy llamaríamos una ciencia positiva o empírica.

El tratado se divide en tres partes: una introducción, cuyo tema básico es la relación de cada uno de los cinco sentidos con los cuatro elementos primarios de todas las cosas; un estudio de los objetos de los diversos sentidos; y, finalmente, la consideración de una serie de problemas de carácter general, relacionados con la divisibilidad de la sensación y la posibilidad de la percepción simultánea.

Lo más nuevo, respecto del tratado Del alma, cuyos trazos señeros hemos esbozado en el n. 2 de este Prólogo, es en esta introducción la referencia sistemática de los cinco sentidos a los cuatro elementos, en una actividad que llamaríamos más cosmológica o "física", que metafísica. Primero, la reducción del gusto al sentido del tacto, para poder operar con un exacto paralelismo numérico, y luego la determinación de correspondencia, uno a uno, de los cuatro sentidos y los cuatro elementos. El agua corresponde a la vista, el aire al oído. el fuego al olfato y la tierra al tacto. Evidentemente, estas correspondencias nos resultan tan artificiales como la teoría misma de los cuatro elementos. Como el mismo texto nos hace ver, con paladina y sobrada claridad, la coherencia que Aristóteles logra en su exposición nos resulta bien mezquina. Consigue cierta estructura estable en los dos primeros sentidos: la vista y la transparencia, centrada aquí en el agua, con oscilaciones o movimientos para contar también con el aire, y la unión del oído y el aire, son explicaciones que aún se sostienen, considerados siempre el agua y el aire aquí, más que como elementos físicos o naturales, como elementos que llamaríamos físicos —en sentido griego— o cosmológicos. No todo es a posteriori en este estudio, ni mucho menos. Y menos aún en el estudio de los otros dos sentidos, en que las contradicciones latentes no están muy lejos.

Tenidos en cuenta estos principios que él estima básicos, se intenta una explicación de los diversos sentidos. Es especialmente en esta parte donde se advierte una cierta desproporción en la atención concedida a los diversos sentidos. Nos dice Aristóteles que nos va a hablar de todos ellos. Sin embargo, de hecho, omite en absoluto el oído y apenas alude de paso el tacto. Trata, pues, en realidad, de la vista, orientándola al estudio de los colores, y de los sabores y los olores.

Explicar el color supone primeramente completar la teoría de la transparencia. Lo transparente, hablando con todo rigor, es tan sólo un receptáculo potencial de la luz. En la ausencia de todo agente, lumínico, hay oscuridad. La oscuridad es un estado puramente negativo. El estado positivo corresponde, es decir, la actualización de la transparencia por la presencia de un agente luminoso, es la luz. Luego de exponer la relación ulterior entre transparencia y color, infiere que la transparencia es también el vehículo del color. Y, de consiguiente, todos los objetos visibles deben ser en algún grado transparentes (!), puesto que tan sólo el color es visible.

Respecto de los colores, considerados como gama física, comienza por definir el blanco y el negro. El negro y el blanco corresponden respectivamente a las determinaciones positiva y negativa de la transparencia: la transparencia actualizada por la luz, y la transparencia meramente potencial, sin luz aún. El problema, en realidad, implica los demás colores intermedios de la gama. Aristóteles rechaza dos teorías anteriores a él, y aporta una tercera: el color intermedio se debe a una mezcla química de blanco y negro en proporciones variables. No se le puede recriminar el haber rechazado las teorías emanatorias de Alcmeón, Empédocles y Platón. Sin embargo, fue éste su mayor error en este orden de cosas. En fin, restringe el número de colores a siete, por cierta analogía apriorística, de cuño pitagórico, con las siete notas de la escala musical.

La teoría de los sabores necesita del agua para su intelección. Aristóteles no puede negarse a los hechos. Y éstos le demuestran con excesiva claridad que el sabor se debe, en alguna manera, a la disolución de. las partículas secas de los componentes del alimento. Sin embargo, pretende salvar aún su relación con el tacto, y hace constar que el agua no es más que el simple vehículo de estas partículas secas. Los distintos sabores se deben sencillamente a modificaciones naturales, cuyo fin es dar variedad al alimento y regularlo. También los sabores admiten siete especies distintas, que representan razones numéricas, y que van de lo dulce a lo amargo. Los sabores más agradables son seguramente los que tienen razones numéricas definidas —analogía plena con la consonancia en el sonido musical.

Respecto del olfato, repite mucho de lo que ha dicho ya en el tratado Del alma, II, 10, incluida la estrecha analogía entre el olfato y gusto, y la curiosa teoría de las membranas o "párpados" de la nariz. Los objetos del olfato y el gusto son en ultimo piano los mismos. Van dirigidos a la nutrición. Tan sólo a última hora Aristóteles establece otra clase de olores, cuya percepción corresponde en exclusiva al hombre: los de las flores: olores que encierran además una estrecha relación con la salud del ser humano. Los primeros —los que van unidos a lo nutritivo—, son accidentalmente agradables —cuando e! hambre está satisfecha, desagradan—; los segundos son agradables y buenos por sí mismos.

La tercera parte —los dos últimos capítulos—, recoge problemas de importancia. El primero de ellos es el de saber si las cualidades sensibles son infinita o indefinidamente divisibles. Aristóteles contesta satisfactoriamente con la afirmativa. Pero, con una ulterior determinación: son infinitamente divisibles, aunque sólo potencialmente. Debió aún añadir: y sólo accidentalmente. Porque, en realidad, lo que es divisible infinitamente en potencia no es el color mismo, sino el objeto coloreado. No satisface, en cambio, la explicación de por qué las cualidades sensibles son limitadas. Esta, opinión o teoría hipotética se apoya en la premisa, asimismo hipotética, de que los intermedios entre los extremos contrarios son limitados en número. Hipótesis ésta que se admite sin ninguna prueba.

En cuanto al aspecto de si. es divisible la sensación considerada como proceso, admite sí la divisibilidad en el caso del oído y el olfato, porque sus excitantes son de alguna manera temporales, pero se reafirma en la creencia de que no es posible en la luz, porque la luz es instantánea.

El otro problema serio es el de saber si es posible percibir simultáneamente más de un objeto. El argumento, debido en parte a la poca exactitud crítica del texto, no resulta absolutamente claro. La inferencia final es, sin embargo, que los objetos homogéneos pueden ser percibidos simultáneamente, como una mezcla o compuesto, por su propio órgano sensitivo: los heterogéneos, en cambio, pueden ser percibidos simultáneamente como independientes o separados, por la facultad sensitiva común, que es esencialmente una, pero diferenciable racionalmente en relación con sus objetos.

En realidad, luego de este breve tratado a los sentidos y a los objetos sensibles, nos quedan aún unas cuestiones por resolver. ¿Cómo define Aristóteles, en fin de cuentas, este acto común y único que pone en contacto el objeto sensible y el ser que siente? ¿Se verifica la identidad o comunidad porque uno de los dos carece de naturaleza propia y no es más que un accidente del otro, la sensibilidad de lo sensible? ¿O bien, siendo reales ambos, llegan, por un desarrollo simultáneo y concorde, a un solo y mismo acto desde sus potencias respectivas? ¿ O aún quizá porque son actualizados por la sensación en un estado único, al no ser ellos de por sí más que potencias? Aristóteles parece haber oscilado entre estas tres concepciones. No suprimió, es cierto —y esa fue al menos una gran adquisición suya—, una parte de lo real, para dar solución a la complejidad del asunto, si bien no llegó a explicar con claridad el acto único de la sensación.

Por otra parte, la idea dominante en él es la de que lo sensible, como la impronta del sello sobre la cera, al actualizar realmente la sensibilidad —cap. II—, es lo que priva en el acto común. Por eso rechaza la idea de que el hombre sea la medida de todas las cosas. El objeto de toda sensación no es un acto del sujeto senciente. El objeto existe realmente fuera. Ambos son, sí, correlativos, y aparecen como el acto de una sola y misma sustancia, en la que vendrían a actualizarse. Ese es el auténtico realismo del conocimiento. El objeto no es el sentido: es lo sensible. Existe fuera del sujeto. No como una simple posibilidad de sensación, accidental, incapaz de subsistir por sí; es una virtud o potencia definida.

En conjunto, pues, la visión de Aristóteles sobre la vida sensitiva es de importancia notable de cara al realismo gnoseológico, aunque no haya conseguido dar una explicación eficiente del acto único de la sensación. Admite bien las bases sobre las que hay que estructurar la explicación, a saber, el dualismo sensible y sentido o ser que siente. Pero, no consigue la explicación de la actualización única.

El pequeño tratado "De la memoria y el recuerdo"

Quizá sea éste el tratado más plenamente sicológico de Aristóteles —o de los que más—, en el sentido moderno de la palabra. Aristóteles se encuentra aquí a sus anchas para argüir lógicamente, a partir de una serie de hechos de experiencia interna y externa bien conocidos. Por otra parle, parece hallarse menos ligado por las limitaciones de sus teorías físicas, especialmente la de los cuatro elementos. Si se añade a esto, como existe en realidad, su dominante poder de análisis, podemos comprender hasta dónde ha superado él en estas cuestiones a Platón.

El tratado consta de dos parte, que son sus dos capítulos. El primero trata de la memoria, y el segundo del recuerdo.

Examinaremos brevemente estas dos cuestiones, y luego relacionaremos someramente el tratado con los problemas del conocimiento.

La memoria es una afección o modificación de la facultad sensitiva común. Esta, al ser capaz de discriminar el tiempo, puede distinguir con claridad entre tas imágenes nuevas de la sensación o el pensamiento, y las imágenes ya impresas en anteriores experiencias, y que persisten en nosotros. Más aún: aun cuando no siempre, lo haga, es también capaz de referirse estas imágenes impresas a la serie de experiencias que las produjeron. ¿De qué depende esta última capacidad? Sencillamente, de la profundidad con que se haya marcado en la facultad el surco de la impresión. Sólo de paso incurre aquí en el handicap de sus teorías físicas: los jóvenes y los cerebros muy húmedos no pueden recibir esa huella, ni pueden asimismo conservarla; como tampoco los cerebros escleróticos o endurecidos. Suena ello acaso a un excesivo materialismo . . .

Más notable es, en su conjunto, la teoría del recuerdo. Importante por la claridad con que capta el principio general de la asociación de las ideas y, dentro de este hecho, por la distinción entre la asociación natural de las mismas y la asociación que es meramente habitual. Importante también por la explicación que nos brinda de la doble naturaleza del proceso, considerado como algo suscitado por un acto mental deliberado en un sustrato corporal. De esta manera, la marcha del pensamiento, una vez iniciada, puede proseguir mecánicamente sin ningún esfuerzo ulterior consciente.

Las relaciones de estas teorías con la teoría general del conocimiento intelectual, tienen como punto de origen el hecho de que el mismo acto sensible está poseído de inteligibilidad. Y esta inteligibilidad es afirmada precisamente por el hecho de que el acto por el que es movido nuestro sentido no desaparece de nosotros por la ausencia del objeto, sino que persiste en nosotros, a la manera de un diseño interior de los objetos ausentes y se graba en nosotros con fuerza. Este diseño es la imagen o fantasma.

Esta pervivencia en nosotros de las formas sensibles es también el fundamento de la memoria y el recuerdo. Por lo demás, la memoria es una posesión de la imagen. Posesión que, redoblada con la reflexión, lleva al conocimiento del pasado como tal, que es el recuerdo. Lógicamente, este es propiedad exclusiva del hombre. El hecho, pues, del recuerdo es algo que deriva e implica la inteligencia, ya que conlleva el reconocimiento de algo que es pretérito y de su relación con el tiempo. Relación ésta que, como dice Aristóteles en el cap. 2, puede ser exacta o indeterminada, pero que sin duda existe.

Otro aspecto o matiz que relaciona el recuerdo con la sicología de lo intelectivo es la de la función de la voluntad en el recuerdo. En efecto, el método memorístico que nos propone Aristóteles al fin de su breve tratado, supone el libre albedrío consciente para escoger el punto de partida oportuno, desde el cual, por eslabones retrospectivos ordenados, se puede llegar al hecho que pretendemos reevocar.

Es decir, el conocimiento sensible, la imagen, la memoria, etc., forman una escala jerárquicamente sistematizada, que sirve de lleno a la intelección. La imaginación sensitiva, igual que la pura memoria, tomada como posesión de la imagen sin más, es patrimonio del reino animal en su gran parte. En cambio, el recuerdo intelectual, que supone la memoria y la imagen sensitiva, pero que al mismo tiempo implica la imaginación deliberativa, es sólo propio del hombre. El concepto, como fin de proceso unificativo de la pluralidad sensorial, es un paso más. Pero, un paso imposible, sin el recuerdo intelectivo, que permite la labor abstracta de la sustracción de los rasgos comunes y esenciales que justifican la idea, el concepto universal.

Desde el estudio de las formas de vida primero, y por la atención a las formas de la vida sensitiva luego, con sus repercusiones, finalmente, en la vida intelectiva y la conceptualización, hemos llegado a la teoría del conocimiento y a la Lógica o ciencia del pensar. Así se encadenan entre sí las diversas obras de Aristóteles, en una enorme sistematización y constancia total de pensar.

francisco de samaranch. Madrid, 14 de marzo, 1962

Del sentido y lo sensible

capítulo I

hemos tratado ahora mismo detalladamente del alma en sí misma y de sus diversas facultades. Nuestra labor ha de ser, pues, a continuación, considerar los animales y todas aquellas cosas que poseen vida y descubrir cuáles son sus actividades distintivas o peculiares y cuáles son sus actividades comunes. Hay que presuponer todo lo que se ha dicho ahora mismo acerca del alma, pero hemos de discutir ahora las cuestiones que quedan, relacionadas ante todo con lo que tiene una prioridad natural.

Las características más importantes de los animales, sean comunes o peculiares, son evidentemente las que pertenecen al alma y al cuerpo, tales como la sensación, la memoria, la pasión, el deseo y el apetito en general, y junto a ellas, el placer y la pena; estas cosas, en efecto, pertenecen a la gran mayoría de los seres vivos. Además de éstas, hay algunas que son comunes a todos los seres que participan de la vida, y otras que son peculiares a ciertos animales. Las más importantes de éstas son las que constituyen los cuatro pares siguientes: el velar y el dormir, la juventud y la vejez, la inspiración y la espiración, la vida y la muerte; hemos de investigar ahora qué es cada una de estas cosas, y por qué razones tienen lugar.

Es, además, el deber del filósofo de la naturaleza estudiar los primeros principios de la salud y la enfermedad; porque ni la salud ni la enfermedad pueden ser propiedades de los seres que carecen de vida. De donde se puede decir que la mayoría de los filósofos de la naturaleza y aquellos médicos que ponen un interés especial en su arte, tienen esto en común: el primero acaba por estudiar medicina, y el último basa sus teoría médica en los principios de la ciencia de la naturaleza.

Es evidente que las características que hemos mencionado pertenecen al alma y al cuerpo, conjuntamente. Pues todas ellas aparecen unidas a la sensación o nacen a través de la sensación: algunas, por su parte, son afecciones o modificaciones de las sensaciones y algunas son estados positivos de ellas; algunas, a su vez, tienden a preservar y salvaguardar la vida, mientras que otras tienden a destruirla y extinguirla.

Que la sensación, por otra parte, se produce en el alma a través del cuerpo como medio transmisor es evidente en sus rasgos teóricos y también independientemente de la teoría.

Ahora bien, hemos ya explicado en nuestra obra Del alma qué son la sensación y el sentir y por qué se da esta afección entre los animales. Todo animal, en cuanto animal debe tener sensación. Es, en efecto, por medio de ella como diferenciamos entre lo que es y lo que no es un animal. En cuanto a los varios sentidos individuales, el tacto y el gusto se hallan necesariamente presentes en todos los animales: el tacto por la razón que hemos dado en nuestro tratado Del alma [1]y el gusto, en orden a la nutrición. El gusto, en efecto, es el sentido que discrimina entre lo agradable y lo desagradable en el mundo del alimento, de manera que lo uno pueda ser evitado y lo otro buscado o perseguido. Y, hablando en general, el sabor es una afección del elemento nutritivo. Mientras que aquellos sentidos que obran gracias a medios externos, como son el olfato, el oído y la vista, pertenecen a los animales que son capaces de locomoción. Para todos aquellos que los poseen, son medios de preservación, a fin de que puedan conocer su alimento, antes de buscarlo o andar tras el, y puedan evitar lo que es inferior o destructivo o incluso engañoso, mientras que en los animales o seres vivos que tienen inteligencia, también existen estos sentidos a fin de que la existencia de los mismos sea mejor; esos sentidos, en efecto, nos aportan muchas diferencias de las cosas, de las cuales diferencias nace la comprensión de los objetos del pensamiento y de los quehaceres de la vida práctica.

De todas estas facultades, de cara a las simples necesidades de la vida y en sí misma, la más importante es la vista, mientras que para la mente y de manera indirecta la más importante es el oído. La facultad de la vista, en efecto, nos hace conocedores de muchas diferencias de toda especie, ya que todos los cuerpos participan del color, de manera que es por este medio principalmente como percibimos los sensibles comunes. —Entiendo por éstos la figura, la magnitud, el movimiento y el número—. El oído, en cambio, sólo comunica las diferencias de sonido y, respecto de unos pocos animales, las diferencias de la voz. Pero, de manera indirecta, el oído es el que aporta la más amplia contribución a la sabiduría. El discurso, en efecto, o el razonamiento, que es la causa del aprender, es así por ser audible; pero, no es audible en sí mismo, sino indirectamente, debido a que el lenguaje se compone de palabras, y cada palabra es un símbolo racional. En consecuencia, entre aquellos que, de nacimiento, se ven privados de uno u otro sentido, los ciegos son más inteligentes que los sordos o los mudos.

capítulo II

Partes: 1, 2, 3, 4

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