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El concepto y las formas del paisaje en la grecia antigua (página 2)




Enviado por Eugenia Sol



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El paralelo visual más próximo a estos efectos literarios en la descripción de paisajes nos lo proporciona la pintura romana de la época de Dafnis y Cloe, en los siglos I y II d.C., en la que encontramos ya definido un verdadero género de pintura paisajística, ya sea de paisajes rurales o marítimos o ya de representaciones de jardines, decorando las paredes de las casas más ricas, en el campo o en la ciudad (villae y domus). Estamos aquí, como sucede con el público de la novela, en el ámbito del otium y de la autorepresentación simbólica, a través del arte, de una élite cultural altamente sofisticada, una élite profundamente imbuida de cultura griega, incluso en la parte occidental del Imperio Romano. El hecho de que los ejemplos conservados sean romanos no debe llevarnos a afirmar, como se ha hecho en ocasiones, que la pintura de paisajes es un género genuinamente romano. Los paralelos con las descripciones de la novela griega, las alusiones homéricas que podemos detectar en obras como las pinturas de jardín de la villa de Livia, quizás el prototipo del género en el arte romano, incluso algunos ejemplos de precedentes conocidos en ámbito griego (algunas tumbas de Alejandría, por ejemplo), sugieren un origen de este tipo de representaciones en el mundo helenístico. La pintura griega se ha perdido casi en su totalidad y, como pasa con la escultura, su reflejo hay que buscarlo en ejemplos romanos conservados, como los de Pompeya y Herculano, ya se trate de copias, imitaciones o desarrollos más o menos novedosos a partir de precedentes griegos. Plinio el Viejo nos habla del origen de ese tipo de pinturas en Roma, que él atribuye a un tal Studius del que nada más sabemos, pero que podría proceder del sur de Italia, en un ámbito cultural griego. Entre los motivos de sus pinturas, tal como los describe Plinio, se encuentran varios paralelos intersantes con las descripciones de la novela griega, como por ejemplo las pinturas de residencias, ciudades y campos vistos desde el mar, del que tenemos ejemplos tanto en Dafnis y Cloe como en pinturas conservadas.

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Pero volvamos, para concluir, a la obra de Longo. El carácter
literario (o, mejor dicho, metaliterario, es decir, de alusión a la propia
novela como obra literaria y al discurso literario en sí) que revisten
los paisajes descritos en la obra queda confirmado y enfatizado por los dos
jardines (kêpoi) que son descritos en el curso de la novela, jardines
de índole diversa que retoman el modelo de los jardines odiseicos de
Alcínoo y de Laertes. Tenemos, por un lado, el lujoso jardín de
Dionisodoro, comparado con un jardín real, un paradeisos como
los del rey persa. En él todo es "ordre et beauté",
como diría Baudelaire, con sus avenidas, sus setos artísticamente
trabajados, su pérgola central con preciosas obras de arte y sus hermosas
vistas sobre los campos y las costas circundantes, unas vistas que se corresponden
a la perfección con las que vemos en muchas de las pinturas que decoran
las casas romanas, junto a otras que representan precisamente jardines. En contraste
con este jardín (y como pendant, pues el símil pictórico
es especialmente pertinente), en otro momento de la novela se describe el jardín
rústico de Filetas, más huerto que jardín, como el del
padre de Ulises. Pero en él encontramos, en vez de relieves, pinturas
u otras obras de arte, la presencia epifánica, viva, de Eros, que se
aparece a Filetas y habla con él como Afrodita se aparecía a Safo
en su famoso himno a la diosa (fr. 1 Voigt). Aquí, la dimensión
literaria del paisaje, alusiva tanto a la obra misma como a los modelos clásicos
que imita, se combina con la evocación de la imagen arcaica y clásica
del paisaje como espacio religioso habitado y conformado por la presencia religiosa
de fuerzas divinas, una imagen perdida ya irremisiblemente. Y sin embargo, este
doble carácter del paisaje, estético y sagrado, aunque formulado
en términos diversos, quizá irreductiblemente diversos, no deja
de retrotraernos de algún modo al origen: la descripción de la
isla de Calipso en la Odisea. Más allá de la inmensa
distancia, en uno y otro caso nos es lícito volver a plantearnos la pregunta
con que empezaba esta reflexión: ¿es esto, en definitiva, lo que
nosotros entenderíamos o llamaríamos un paisaje? Quizá
la respuesta más adecuada, tras este recorrido desde la épica
arcaica a la novela griega de época imperial, sea ésta: en parte
sí y en parte no. Y es esta mezcla de modernidad y de lejanía,
esta tensión entre familiaridad y extrañeza que nos suscitan las
obras de la literatura y el arte griego antiguo lo que, a mi modo de ver, ha
hecho del mundo griego algo tan fascinante para todas y cada una de las épocas
de la cultura occidental, incluyendo, quizá más que ninguna otra,
la más rabiosamente contemporánea, la nuestra.

 

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