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Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 4)



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Maquiavelo- Y el voto popular, que me ha servido de instrumento para afianzar mi poder, terminará por convertirse en la base misma de mi gobierno. Instituiré un sufragio sin distinción de clases, ni de censo, que, de un solo golpe, permitirá organizar el absolutismo.

Montesquieu- Sí, puesto que de un solo golpe quebrantáis al mismo tiempo la unidad de la familia, despreciáis el sufragio, anuláis la preponderancia de las luces y convertís el número en un poder ciego que manejáis a vuestro albedrío.

Maquiavelo- Realizo un progreso al que hoy en día aspiran con vehemencia todos los pueblos de Europa: como Washington en los Estados Unidos, organizo el sufragio universal, y el primer uso que de él hago es el de someterle mi constitución.

Montesquieu- ¡Qué decís! ¿Se discutirá en asambleas primarias o secundarias?

Maquiavelo- ¡Oh!, desprendeos os lo ruego, de vuestras ideas del siglo XVIII; ya no son las de estos tiempos.

Montesquieu- Pues bien, ¿de qué manera entonces haréis que delibere sobre la aceptación de vuestra constitución? ¿cómo se discutirán los artículos orgánicos?

Maquiavelo- Es que de ningún modo pretendo que los discuta; creía habéroslo dicho.

Montesquieu- No he hecho nada más que seguiros sobre el terreno de los principios que vos mismo habéis escogido. Me habéis hablado de los Estados Unidos de América; no sé si sois un nuevo Washington, mas no cabe ninguna duda de que la actual constitución de los Estados Unidos fue sometida a la discusión, la deliberación y del voto de los representantes de la nación.

Maquiavelo- Por amor de Dios, no confundamos las épocas, los lugares y los pueblos: nos encontramos en Europa; mi constitución es presentada en bloque y es aceptada en bloque.

Montesquieu- Pero al actuar de esa manera todo el mundo quedará a ciegas.

¿Cómo, votando en tales condiciones, puede el pueblo daber lo que hace y hasta qué punto se compromete?

Maquiavelo- ¿Y dónde habéis visto que una constitución realmente digna de ese nombre, en verdad durable, haya sido jamás el resultado de una deliberación popular? Una constitución debe surgir completamente armada de la cabeza de un solo hombre, de lo contrario no es más que una obra condenada a la nada. Sin homogeneidad, sin cohesión entre sus diferentes partes, sin fuerza práctica, llevará en sí necesariamente la impronta de todas las debilidades conceptuales que han presidido su redacción.

Una constitución, una vez más, no puede ser sino la obra de in solo hombre; jamás las cosas fueron de otra manera, y de ello da testimonio la historia de todos los fundadores de imperios, el ejemplo de un Sesostris, un Solón, un licurgo, un Carlomagno, un Federico II, un Pedro I.

Montesquieu- ¿Vais ahora a desenrollar un capítulo de uno de vuestros discípulos?

Maquiavelo- ¿A quién os referís?

Montesquieu- A Joseph de Maistre. Hay en todo ello consideraciones generales que no dejan de tener su grano de verdad mas, que a mi entender, carecen de aplicación. Se diría, al oíros, que vais a sacar a un pueblo del caos o de la tenebrosa oscuridad de sus primeros orígenes. No recordáis, al parecer, que, en la hipótesis en que nos situamos, la nación ha alcanzado el apogeo de su civilización, fundado su derecho público, y cuenta ya con instituciones regulares.

Maquiavelo- No digo que no; por lo mismo veréis que para llegar a mi meta, no necesito destruir enteramente vuestras instituciones. Con modificar la economía, con transformar las combinaciones me bastará.

Montesquieu- Explicaos mejor.

Maquiavelo- Me habéis ofrecido hace un instante un curso de política constitucional; tened la certeza de que sabré aprovecharlo. No soy, por otra parte, tan extraño como generalmente de cree en Europa, a todas esas ideas de báscula política; vos mismo habréis podido percataros de ello en mis discursos sobre Tito Livio. Pero volvamos a los hechos. Observabais con razón, hace un momento, que de manera casi uniforme en los Estados parlamentarios de Europa los poderes públicos estaban distribuidos entre cierto número de cuerpos políticos y que el juego regular de dichos cuerpos constituía el gobierno.

De modo, pues, que en todas partes, con nombres diversos, pero con casi idénticas atribuciones, encontramos una organización ministerial, un senado, un cuerpo legislativo, un consejo de Estado, una corte de cesación; os dispensaré de toda digresión inútil sobre el mecanismo de cada uno de estos poderes, cuyo secreto conocéis mejor que yo; es evidente que cada uno de ellos responde a una función esencial del gobierno. Observad que es la función la que llamo esencial, no la institución. Es preciso, pues, que exista un poder dirigente, un poder moderador, un poder legislativo, un poder normativo; no cabe de ello la menor duda.

Montesquieu- Pero, si os entiendo bien, esos diversos poderes no son a vuestros ojos más que uno solo; y todo ese poder vais a ponerlo en manos de un solo hombre, puesto que suprimís las instituciones.

Maquiavelo- Una vez más, estáis en un error. Sería imposible actuar de esa manera sin peligros; sobre todo entre vosotros, con el fanatismo que domina a vuestros compatriotas hacia lo que llamáis los principios del 89; pero tened a bien escucharme: en estática el desplazamiento de un punto de apoyo modifica la dirección de la fuerza; en mecánica el desplazamiento de un resorte hace cambiar el movimiento. No obstante, en apariencia, se trata del mismo aparato, del mismo mecanismo. También en fisiología el temperamento depende del estado de los órganos. Si los órganos se modifican, el temperamento cambia. Pues bien, las diversas instituciones de que acabamos de hablar funcionan dentro de la economía gubernamental cual verdaderos órganos del cuerpo humano. No haré más que tocar esos órganos; los órganos permanecerán, lo que habrá cambiado será la complexión del Estado. ¿Podéis concebirlo?

Montesquieu- No es difícil, y no eran necesarias tantas paráfrasis. Conserváis los nombres, suprimís las cosas. Es lo que hizo Augusto en Roma cuando destruyó la república. Seguía existiendo un consulado, una pretoría, un tribunado; pero ya no había cónsules, ni pretores, ni censores ni tribunos.

Maquiavelo- Admitid que hubiera podido elegir peores modelos. En política todo está permitido, siempre que se halaguen los prejuicios públicos y se conserve el respeto por las apariencias.

Montesquieu- No entréis en las generalidades; ahora estáis manos a la obra: os escucho.

Maquiavelo- No olvidéis de qué convicciones personales nace cada uno de mis actos. Vuestros gobiernos parlamentarios no son, a mis ojos, nada más que escuelas de rencillas, focos de agitaciones estériles en medio de los cuales se consume la actividad fecunda de las naciones que la tribuna y la prensa condenan a la impotencia. No tengo, por lo tanto, ningún remordimiento; parto de un punto de vista elevado y mi fin justifica mis actos.

Sustituyo teorías abstractas por la razón práctica, la experiencia de los siglos, el ejemplo de los hombres de genio que han realizado grandes cosas por los mismos medios; comienzo por restituir al poder sus condiciones vitales.

La primera de mis reformas recae inmediatamente sobre vuestra pretendida responsabilidad ministerial. En los países donde existe una centralización, como el vuestro, por ejemplo, donde la opinión, por un sentimiento instintivo, lo hace girar todo, tanto el bien como el mal, alrededor del jefe del Estado, inscribir en el encabezamiento de una constitución que el soberano es irresponsable, es mentir al sentir popular, crear una ficción que siempre se disipará al fragor de las revoluciones.

Comienzo, pues, por suprimir de mi constitución el principio de la responsabilidad ministerial; el soberano que instauro será el único responsable ante el pueblo.

Montesquieu- La menos lo decís sin rodeos.

Maquiavelo- Me habéis explicado que vuestro sistema parlamentario los representantes de la nación tienen, por sí solos, o conjuntamente con el poder ejecutivo, la iniciativa respecto de los proyectos del rey; pues bien; de ello provienen los abusos más graves, pues en un orden de cosas semejante, cada diputado puede, con cualquier pretexto, sustituir al gobierno, presentando sin el mínimo estudio, sin profundización alguna, los proyectos de ley; ¿qué estoy diciendo? Con la iniciativa parlamentaria, la Cámara podrá, cuando lo desee, derrocar al gobierno. Suprimo la iniciativa parlamentaria. La proposición de las leyes pertenece exclusivamente al soberano.

Montesquieu- Observo que os lanzáis a la carrera en pos del poder absoluto por el más conveniente de los caminos; pues en un Estado donde la iniciativa de las leyes solo le incumbe al soberano, este es, en la práctica, el único legislador; pero antes de que hayáis ido más lejos, desearía haceros una objeción. Pretendéis afirmaros sobre la roca, y yo os veo asentado sobre la arena.

Maquiavelo- ¿Qué queréis decir?

Montesquieu- ¿No habéis acaso afirmado vuestro poder sobre la base del sufragio popular?

Maquiavelo- Así es.

Montesquieu- Pues bien, en ese caso no sois más que un mandatario revocable sometido a la voluntad del pueblo, pues en él reside la única verdadera soberanía. Creísteis que podríais hacer valer este principio para el mantenimiento de vuestra autoridad; ¿no os percatáis, por ventura, de que podrían derrocaros en cualquier momento? Por otra parte, os habéis declarado único responsable; ¿os consideráis un ángel, acaso? Pero, aunque lo seáis, no por ello se os inculpará menos de todos los males que puedan sobrevenir, y pereceréis en la primera crisis.

Maquiavelo- No os anticipéis; vuestra objeción es prematura, mas, puesto que me obligáis a ello, os responderé ahora mismo. Os equivocáis profundamente si creéis que no he previsto el argumento. Si mi poder fuese perturbado, solo podría serlo por obra de las facciones. Y contra ellas estoy protegido por dos derechos esenciales que he incluido en mi constitución.

Montesquieu- ¿Cuáles son esos derechos?

Maquiavelo- El de apelar al pueblo, y el derecho de instaurar en el país el estado de sitio; soy el jefe supremo del ejército, toda la fuerza pública se encuentra entre mis manos; ente la primera insurrección contra mi poder, las bayonetas darían cuenta de la resistencia y una vez más hallaría en las urnas populares una nueva consagración de mi autoridad.

Montesquieu- Empleáis argumentos irrebatibles, hablemos, empero una vez más, del cuerpo legislativo que habéis instaurado; no veo, a este respecto, cómo podréis libraros de dificultades; habéis privado a esta asamblea de la iniciativa parlamentaria, pero conserva el derecho de votar las leyes que presentaréis para su adopción. No tendréis, sin duda, la intención de permitir de permitir que lo ejerza.

Maquiavelo- Sois más receloso que yo, pues os confieso que no veo el ello inconveniente alguno. Desde el momento en que nadie sino yo mismo puede presentar la ley, no tengo que temer que se haga ninguna contra mi poder. En mis manos están las llaves del Tabernáculo. Ya os dije, por lo demás, que entra en mis planes el permitir que las instituciones subsistan, en apariencia.

Solo que debo admitirlo, no tengo la intención de dejar a la Cámara lo que vos llamáis el derecho de enmienda. Es evidente que, con el ejercicio de una facultad semejante, no habrá ley alguna que no pudiera ser desviada de su finalidad primitiva y cuya economía interna no estuviese expuesta a alteraciones. La ley es aceptada o rechazada, no hay ninguna otra alternativa.

Montesquieu- Nada más se necesitaría para derrocaros; bastaría para ello que la asamblea legislativa rechazara sistemáticamente todos vuestros proyectos de ley, o que se rehusara tan solo a votar los impuestos.

Maquiavelo- Sabéis muy bien que las cosas no pueden ocurrir de esa manera. Una Cámara, cualquiera sea, que mediante un acto de temeridad semejante trabase el desenvolvimiento de la cosa pública, cometería un verdadero suicidio. Y yo dispondría de otros mil medios para neutralizar el poder de dichas asambleas. Reduciría a la mitad el número de los representantes, y tendría, entonces, una mitad menos de pasiones políticas para combatir. Me reservaría el nombramiento de los presidentes y vice-presidentes que dirigen las deliberaciones. No habría sesiones permanentes, pues restringiría a solo algunos meses las sesiones de la asamblea. Haría, sobre todo, algo de singular importancia, cuya práctica, según me han dicho, ya ha comenzado a imponerse: aboliría la gratuidad del mandato legislativo; haría que los diputados percibiesen un emolumento, que sus funciones fuesen, en cierto modo, asalariadas. Contemplo esta innovación como el medio más seguro de incorporar al poder los representantes de la nación; no creo necesario desarrollar este punto; la eficacia del la medida es perfectamente clara. Agrego que, como jefe del poder ejecutivo, tengo el derecho de convocar, de disolver el cuerpo legislativo, y que en caso de disolución, me reservaría los plazos más largos para convocar una nueva representación. No ignoro que la asamblea legislativa no podría, sin riesgos para mi, mantenerse independiente de mi poder; mas tranquilizaos: pronto hallaremos otros medios prácticos de vincularla a él. ¿Os basta con estos detalles constitucionales? ¿O queréis que os enumere otros más?

Montesquieu- No, no es en absoluto necesario; podéis pasar ahora a la organización del Senado.

Maquiavelo- Veo que habéis comprendido muy bien que era esta la parte capital de mi obra. La piedra angular de mi constitución.

Montesquieu- A decir verdad, no sé qué más podéis aún hacer, pues desde ahora os considero el amo absoluto del Estado.

Maquiavelo- Es fácil decirlo; sin embargo, en realidad, la soberanía no podría asentarse sobre bases tan superficiales. Es preciso que existan, junto al soberano, cuerpos capaces de imponerse por el resplandor de los títulos, las dignidades y la ilustración personal de quienes la componen. No es conveniente que la persona del soberano esté en juego permanentemente, que siempre se perciba su mano; es imprescindible que su accionar pueda, de ser necesario, ampararse bajo la autoridad de las altas magistraturas que circundan el trono.

Montesquieu- Advierto con alivio que asignáis tal cometido al Senado y al Consejo de Estado.

Maquiavelo- No se os puede ocultar nada.

Montesquieu- Habláis del trono: hace un instante nos encontrábamos en una república, ahora sois rey. La transición no está del todo clara.

Maquiavelo- El ilustre publicista francés no puede exigir que me detenga en semejantes detalles de ejecución: desde el momento en que tengo en mis manos la omnipotencia, la circunstancia en que me haré proclamar rey es una simple cuestión de oportunidad. Poco importa que lo sea antes o después de haber promulgado mi constitución.

Montesquieu- Es verdad. Volvamos a la organización del Senado.

DIALOGO DECIMO

Maquiavelo- Teniendo en cuenta loa profundos estudios que debéis haber realizado para la composición de vuestra memorable obra sobre las Causas de la grandeza y de la decadencia de los romanos, no es posible que no hayáis observado el cometido que, a partir del reinado de Augusto, desempeñó el Senado junto a los emperadores.

Montesquieu- Os diré, si me lo permitís, que, e mi entender, las investigaciones históricas no han esclarecido aún totalmente este punto. Lo que hay de cierto es que, hasta los tiempos postreros de la república, el Senado romano fue una institución autónoma, investida de inmensos privilegios, de poderes propios; en ello estribaba el secreto de su poderío, la profunda raigambre de sus tradiciones políticas, el esplendor que proporcionó a la república. A partir de Augusto, el Senado no es más que un instrumento en manos de los emperadores, mas no se percibe con claridad en virtud de qué sucesión de actos lograron despojarlo de su poderío.

Maquiavelo- Si os he rogado que os remitierais a este periodo del Imperio, no es precisamente para elucidar ese misterio de la historia. Es una cuestión que, por el momento, me tiene sin cuidado; todo cuanto quería deciros es que el Senado que yo concibo debería cumplir, junto al príncipe, una función política análoga a la del Senado romano en los tiempos que siguieron a la caída de la república.

Montesquieu- Por supuesto; empero, en esa época la ley ya no se votaba en los comicios populares; se la instauraba a base de senadoconsultos.¿Es eso, acaso, lo que proponéis?

Maquiavelo- De ninguna manera: ello no estaría acorde con los principios modernos del derecho constitucional.

Montesquieu- ¡De cuánta gratitud os hacéis acreedor por un escrúpulo semejante!

Maquiavelo- Ni tampoco tengo por qué recurrir a ello para decretar lo que juzgue necesario. Ninguna disposición legislativa, bien lo sabéis, puede ser propuesta sino por mí; y, por otra parte, los decretos que dicto tienen fuerza de leyes.

Montesquieu- Es verdad, habíais olvidado este aspecto que, sin embargo, no carece de importancia; pero entonces, no veo con qué fines conserváis el Senado.

Maquiavelo- Colocado en las más altas esferas constitucionales, su intervención directa sólo se hará en circunstancias solemnes; si fuese preciso, por ejemplo, modificar el pacto fundamental, o si estuviese en peligro la soberanía.

Montesquieu- Continuáis empleando un lenguaje muy enigmático. Os complace preparar vuestros efectos.

Maquiavelo- La idea fija de vuestros constituyentes modernos ha sido, hasta este momento, el querer prever todas las cosas, reglamentarlo todo en las constituciones que proporcionan a los pueblos. Yo jamás caería en semejante error; no me encerraría en un círculo impenetrable; solo me definiría en aquellos aspectos que no pueden quedar en el terreno de lo incierto; dejaría un amplio margen de cambio para que haya, en las graves situaciones de crisis, otras vías de salvación que el desastroso expediente de las revoluciones.

Montesquieu- Habláis con extrema cordura.

Maquiavelo- Con respecto al Senado, inscribiré en mi constitución; "Que el Senado reglamente, por medio de un senado-consulto, todo cuanto no está previsto en la constitución y que es necesario para su buen funcionamiento; que especifique el sentido de aquellos artículos de la constitución que dieran lugar a diferentes interpretaciones; que refrende o anule todos aquellos actos que le sean deferidos como inconstitucionales por el gobierno o denunciados por los petitorios de los ciudadanos; que pueda sentar las bases de aquellos proyectos de ley que revistan un gran interés para la nación; que pueda proponer modificaciones de la constitución y que será en tal carácter estatuido por un senado-consulto"

Montesquieu- Todo esto es muy hermoso: un verdadero Senado romano. Quisiera, empero, haceros algunas observaciones acerca de vuestra constitución: queréis decir que estará redactada en términos sumamente vagos y ambiguos para que los artículos que contiene sean susceptibles de diferentes interpretaciones.

Maquiavelo- No es eso, mas es preciso preverlo todo.

Montesquieu- Creía que, al contrario, vuestro principio, en esta materia, era el de evitar preverlo todo y reglamentarlo todo.

Maquiavelo- No en vano el ilustre presidente ha habitado el espacio de Temis, ni vestido inútilmente la toga y el birrete. Mis palabras no tenían otro alcance que este: es preciso prever lo que es esencial.

Montesquieu- Respondedme, os lo ruego: vuestro Senado, intérprete y custodio del pacto fundamental, ¿tendrá acaso poderes propios?

Maquiavelo- Indudablemente, no.

Montesquieu- Entonces, todo cuanto haga el Senado, ¿lo haréis vos mismo?

Maquiavelo- No digo lo contrario.

Montesquieu- Lo que interpretase, lo interpretaríais vos; lo que modificase, lo modificaríais también vos; lo que anulare, seríais vos mismo quien lo anulase.

Maquiavelo- No pretendo defenderme.

Montesquieu- Quiere decir entonces que os reserváis el derecho de deshacer lo que habéis hacho, de quitar lo que habéis dado, de modificar vuestra constitución, sea para bien o para mal, y hasta de hacerla desaparecer por completo si lo juzgáis necesario. No prejuzgo nada acerca de vuestras instituciones, ni de los móviles que en ciertas y determinadas circunstancias pudieran induciros a actuar; os pregunto tan solo qué garantía mínima, por frágil que ella fuese, podrían hallar los ciudadanos en medio de tan inmensa arbitrariedad y, sobre todo, cómo os imagináis que podrían resignarse a soportarla.

Maquiavelo- Advierto en vos, una vez más, la sensibilidad del filósofo. Tranquilizaos, no introduciré ninguna modificación en las bases fundamentales de mi constitución sin someterlas a la aprobación del pueblo por la vía del sufragio universal.

Montesquieu- Mas seríais siempre vos quien juzgaría si la modificación que proyectáis reviste por sí misma el carácter fundamental que haría necesario se la sometiera a la sanción del pueblo. Estoy dispuesto a admitir, sin embargo, que haréis por medio de un derecho o de un senado-consulto lo que se debe realizar mediante un plebiscito. ¿Permitiréis la discusión de vuestras enmiendas constitucionales? ¿las someteréis a deliberación en comicios populares?

Maquiavelo- Incontestablemente no, si los debates en torno de los artículos constitucionales se realizan alguna vez en las asambleas populares, nada podría impedir que el pueblo, en virtud de su derecho de avocación, se arrogara la facultad de cuestionarlo todo; al día siguiente, la revolución estaría en las calles.

Montesquieu- Al menos razonáis con lógica: entonces vuestras enmiendas constitucionales se presentan en bloque y son aceptadas en bloque.

Maquiavelo- No hay otro medio, en efecto.

Montesquieu- Pues bien, creo que podemos pasar a ka organización del Consejo de Estado.

Maquiavelo- Es verdad, dirigís los debates con la precisión consumada de un presidente de la Corte Suprema. Olvidaba deciros que, así como he rentado a los miembros del cuerpo legislativo, también asignaré una renta a los miembros del Senado.

Montesquieu- Está claro.

Maquiavelo- No necesito agregar que, por supuesto, me reservaría asimismo el nombramiento de los presidentes y vicepresidentes de esta alta asamblea. En lo que atañe al Consejo de Estado, seré más breve. Vuestras instituciones modernas son instrumentos de centralización tan poderosos, que es casi imposible servirse de ellas sin ejercer la autoridad soberana.

¿Qué es, en efecto, de acuerdo con vuestros propios principios, el Consejo de Estado? Un simulacro de cuerpo político destinado a conferir al príncipe un poder considerable, el poder normativo, una suerte de poder discrecional, capaz de servir, si ello es preciso, para dictar verdaderas leyes.

Por lo demás, según me han dicho, el Consejo de Estado está investido entre vosotros de una atribución especial tal vez más exorbitante aún. En materia contenciosa, me han asegurado, tiene el poder de reivindicar por derecho de avocación, de recuperar por propia autoridad, de los tribunales ordinarios, el conocimiento de todos aquellos litigios que entienda son carácter administrativo. De este modo, y para caracterizar en pocas palabras lo que esta última atribución tiene de absolutamente excepcional, los tribunales deben renunciar a juzgar cuando se encuentran en presencia de un acto de autoridad administrativa y esta puede, en el mismo caso, desestimar a los tribunales para someterse a la decisión del Consejo de Estado.

Ahora bien, una vez más: ¿qué es el Consejo de Estado? ¿Posee un poder propio? ¿Es independiente del soberano? En absoluto. No es más que un comité de redacción. Cuando el Consejo de Estado dicta un reglamento, quien lo hace es el soberano; cuando pronuncia un veredicto, es también el soberano el que lo pronuncia o, como decís hoy en día, es la administración, la administración que es juez y parte en la misma causa. ¿Concebís algo más poderoso que esto y creéis que quede mucho por hacer para fundar el poder absoluto en Estados donde encontramos ya, perfectamente organizadas, semejantes instituciones?

Montesquieu- Reconozco que vuestra crítica es bastante certera; no obstante, puesto que el Consejo de Estado es en sí mismo una institución excelente, nada más sencillo que proporcionarle la independencia necesaria aislándola, en una medida determinada, del poder. No es esto, sin duda, lo que vos haréis.

Maquiavelo- En efecto, mantendré la unidad en la institución donde la hallare, la introduciré donde no exista, estrechando de esta manera los vínculos de una solidaridad que considero indispensable.

Veis que no nos hemos atascado en el camino, pues he aquí, acabada, mi constitución.

Montesquieu- ¿Acabada ya?

Maquiavelo- Un número reducido de combinaciones ordenadas con inteligencia basta para cambiar totalmente la marcha de los poderes. Esta parte de mi programa está completa.

Montesquieu- Creía que aún tendríais algo que decirme acerca del tribunal de casación.

Maquiavelo- Lo que al respecto tengo que deciros será más oportuno en otro momento.

Montesquieu- Si evaluamos, en verdad, la suma de los poderes que se encuentran en vuestras manos, podéis comenzar a sentiros satisfecho.

Recapitulemos:

Hacéis la ley:

1° en forma de proposiciones al cuerpo legislativo; la hacéis,

2° en forma de decretos;

3° en forma de senado-consultos;

4° en forma de reglamentos generales;

5° en forma de órdenes al Consejo de Estado;

6° en forma de reglamentos ministeriales;

7° en forma, por últmo, de golpes de Estado.

Maquiavelo- No sospecháis, al parecer, que lo que me queda por realizar es precisamente lo más difícil.

Montesquieu- A decir verdad, no; no lo imaginaba.

Maquiavelo- No habéis entonces prestado suficiente atención al hecho de que mi constitución nada dice al respecto de una multitud de derechos adquiridos que serían incompatibles con el nuevo orden de cosas que acabo de implantar. Tal el caso, por ejemplo, de la libertad de prensa, del derecho de asociación, la independencia de la magistratura, el derecho de sufragio, la elección, por las comunas mismas, de sus funcionarios municipales, la institución de la guardia civil, y muchas otras cosas más que deberían desaparecer o sufrir profundas modificaciones.

Montesquieu- Pero ¿no habéis acaso reconocido en forma implícita todos estos derechos, puesto que habéis solemnemente reconocido los principios de los que ellos no son sino la aplicación?

Maquiavelo- Ya os dije que no he reconocido ni principio alguno en particular; por lo demás, las medidas que he de adoptar no son sino excepciones a la regla.

Montesquieu- Excepciones que la confirman, por supuesto.

Maquiavelo- Para ello, empero, debo elegir el momento con extremo cuidado; un error de oportunidad puede desbaratarlo todo. En mi Tratado del Príncipe escribí una máxima que debe servir de norma de conducta en tales casos: "Es imprescindible que el usurpador de un Estado cometa en él de una sola vez todos los rigores que su seguridad le exija, para no tener necesidad de volver a ellos; porque más tarde no podrá ya cambiar frente a sus súbditos ni para bien ni para mal; si debéis actuar para mal, ya no estáis a tiempo, desde el momento en que la fortuna os es contraria; si es para bien, en modo alguno vuestros súbditos os agradecerán un cambio que juzgarán forzado".

Al día siguiente de promulgada mi constitución, dictaré una sucesión de decretos que tendrán fuerza de ley, y que suprimirán de un solo golpe las libertades y los derechos cuyo ejercicio fuese peligroso.

Montesquieu- El momento está en verdad bien elegido. El país vive aún bajo el terror de vuestro golpe de Estado. Vuestra constitución no os rehúsa nada, puesto que podíais tomarlo todo; en vuestros decretos, nada hay que se os pueda permitir, puesto que no pedís nada y que todo lo tomáis.

Maquiavelo- Sois hábil para la polémica.

Montesquieu- Admitid, sin embargo, que un poco menos que vos para la acción. No obstante, me cuesta creer que, a pesar de vuestra mano fuerte y vuestra visión certera, el país no se revele ante este segundo golpe de Estado que os reservabais entre bastidores.

Maquiavelo- El país cerrará los ojos voluntariamente; pues en la hipótesis en que me sitúo, está cansado de agitaciones, aspira al reposo como arena del desierto después del aguacero que sigue a la tempestad.

Montesquieu- Os excedéis; hacéis con todo esto hermosas figuras retóricas.

Maquiavelo- Me apresuro a deciros que las libertades que suprimo prometeré solemnemente restituirlas una vez apaciguados los partidos.

Montesquieu- Creo que tendrán que esperarlas eternamente.

Maquiavelo- Es posible.

Montesquieu- Es indudable, pues vuestras máximas permiten al príncipe no cumplir su palabra cuando entran en juego sus intereses.

Maquiavelo- No os apresuréis a juzgar; ya veréis el uso que sabré hacer de esta promesa; muy pronto me veréis convertido en el hombre más liberal de mi reino.

Montesquieu- He aquí una sorpresa para la cual no estaba preparado; y mientras tanto, suprimís directamente todas las libertades.

Maquiavelo- Directamente no es la palabra de un estadista; yo no suprimo nada directamente; aquí es donde la piel del zorro debe ir cosida a la del león. ¿De qué serviría la política, si no se pudiera alcanzar por vías oblicuas lo que es imposible lograr por la línea recta? Las bases de mi organización están colocadas, las fuerzas se encuentran prontas; solo resta ponerlas en actividad. Lo haré con todos los miramientos que requieren las nuevas modalidades constitucionales. Aquí es donde deben aparecer como cosas naturales los artificios de gobierno y de legislación que la prudencia aconseja al príncipe.

Montesquieu- Veo que entramos en una nueva fase; me dispongo a escuchar.

DIALOGO UNDECIMO

Maquiavelo- En El Espíritu de las Leyes observáis, con sobrada razón, que la palabra libertad se le atribuyen los significados más diversos. Tengo entendido que en vuestra obra puede leerse la siguiente proposición:

"La libertad es el derecho de hacer aquello que está permitido por las leyes." (El Espíritu de las Leyes, libro XI, capítulo III)

Encuentro justa esta definición y a ella me acomodo; y puedo aseguraros que mis leyes solo autorizarán lo que sea imprescindible permitir. Pronto veréis cuál es su espíritu. ¿Por dónde os gustaría que comenzáramos?

Montesquieu- No me disgustaría saber ante todo cómo os defenderéis frente a la prensa.

Maquiavelo- En verdad, ponéis el dedo en la parte más delicada de mi tarea. El sistema que a este respecto he concebido es tan vasto como múltiple en cuanto a sus aplicaciones. Felizmente, en este caso tengo el campo libre; puedo hacer y deshacer con plenas garantías y casi diría sin suscitar recriminación alguna.

Montesquieu- ¿Puedo preguntaros por qué?

Maquiavelo- Porque en la mayoría de los países parlamentarios, la prensa tiene el talento de hacerse aborrecer, porque solo está siempre al servicio de pasiones violentas, egoístas y exclusivas, porque denigra por conveniencia, porque es venal e injusta; porque carece de generosidad y patriotismo; por último, y sobre todo, porque jamás haréis comprender a la gran masa de un país para qué puede servir.

Montesquieu- ¡Oh! si vais a buscar cargos contra la prensa, os será fácil hallar un cúmulo. Si preguntáis para que puede servir, es otra cosa. Impide, sencillamente, la arbitrariedad en el ejercicio del poder; obliga a gobernar de acuerdo con la constitución; conmina a los depositarios de la autoridad pública a la honestidad y al pudor, al respeto de sí mismos y de los demás. En suma, para decirlo en una palabra, proporciona a quienquiera se encuentre oprimido el medio de presentar su queja y de ser oído. Mucho es lo que puede perdonarse a una institución que, en medio de tantos abusos, presta necesariamente tantos servicios.

Maquiavelo- Sí, conozco ese alegato; empero, hacedlo comprender a las masas, si podéis; contad el número de quienes se interesan por la suerte de la prensa, y veréis.

Montesquieu- Es por ello que creo preferible que paséis ahora mismo a loa medios prácticos para amordazarla; creo que esta es la palabra.

Maquiavelo- Es la palabra, en efecto; no solo me propongo reprimir al periodismo.

Montesquieu- Sino a la prensa misma.

Maquiavelo- Veo que comenzáis a emplear la ironía.

Montesquieu- De un momento me estará vedada, puesto que vais a encadenar la prensa en todas sus formas.

Maquiavelo- No es fácil encontrar armas contra una jovialidad de rasgos tan espirituales; sin embargo comprenderéis muy bien que no valdrá la pena ponerse a salvo de los ataques de la prensa si fuese necesario seguir estando expuestos a los del libro.

Montesquieu- Pues bien, comencemos con el periodismo.

Maquiavelo- Si decidiera pura y simplemente suprimir los periódicos, enfrentaría con grave imprudencia la susceptibilidad del público, y siempre es peligroso desafiarla abiertamente; mi intención es proceder por medio de una serie de disposiciones que parecerían simples medidas de cautela y vigilancia.

Decreto que en el futuro no se podrá fundar ningún periódico sin la previa autorización del gobierno; ya tenemos el mal detenido en su desarrollo; pues es fácil imaginar que los periódicos que en el futuro autorizaré serán en todos los casos órganos leales al gobierno.

Montesquieu- Mas, ya que entráis en todos estos detalles, permitidme una objeción: el espíritu de un periódico cambia con el personal de su redacción; ¿cómo podréis evitar una redacción hostil a vuestro poder?

Maquiavelo- Vuestras objeción es bastante débil, porque, en resumidas cuentas, no autorizaré, si me parece conveniente, la publicación de ninguna hoja nueva; no obstante, como veréis, tengo otros planes. Me preguntáis cómo neutralizaré una redacción hostil. A decir verdad, de la manera más simple; agregaré que la autorización del gobierno es necesaria para cualquier cambio en el personal de los jefes de redacción o directores del periódico.

Montesquieu- Pero los periódicos antiguos, los que seguirán siendo enemigos de vuestro gobierno, y cuyo cuerpo de redactores no habrá cambiado: ellos hablarán.

Maquiavelo- ¡Oh! aguardad! Aplico a todos los periódicos presentes o futuros medidas fiscales que frenarán en la medida necesaria las empresas de publicidad; someteré la prensa política a lo que hoy llamáis finanzas y timbres fiscales. Muy pronto la industria de la prensa resultará tan poco lucrativa, merced a la elevación de estos impuestos, que nadie se dedicará a ella sino cuando en realidad le convenga.

Montesquieu- El remedio es insuficiente, pues los partidos políticos no escatiman el dinero.

Maquiavelo- Tranquilizaos, tengo medios para taparles la boca, pues aquí aparecen las medidas represivas. En algunos Estados europeos se defiere al tribunal el conocimiento de los delitos de prensa.

No creo que exista medida más deplorable que esta, pues significa agitar la opinión pública con motivo de la mínima pamplina periodística. Los delitos de prensa son de una naturaleza tan elástica, el escritor puede disfrazar sus ataques de maneras tan variadas y sutiles, que hasta le resulte imposible deferir a los tribunales el conocimiento de estos delitos. Los tribunales estarán siempre armados, por supuesto, pero el arma represiva de todos los días debe encontrarse en las manos del gobierno.

Montesquieu- Habrá entonces delitos que no podrán juzgar los tribunales, o más bien, castigaréis con ambas manos: con la mano de la justicia y con la del gobierno.

Maquiavelo- ¡Valla calamidad! Nada más que simple solicitud para algunos periodistas malos y malintencionados que todo lo atacan, todo lo denigran; que se conducen con los gobiernos como esos salteadores de caminos que aguardan a los viajeros empuñando la escopeta. Viven constantemente fuera de la ley; ¡bien merecen que se los ponga de algún modo dentro de ella!

Montesquieu- ¿Solo sobre ellos recaerán entonces vuestros rigores?

Maquiavelo- No puedo comprometerme a ello, pues esas gentes son como las cabezas de la hidra de Lerna, se cortan diez y crecen cincuenta. Atacaré principalmente a los periódicos, en tanto que empresas de publicidad. Les hablaré de la siguiente manera: Pude suprimiros a todos, no lo hice; aún puedo hacerlo y os dejo vivir, mas, por supuesto, con una condición: no entorpeceréis mi marcha ni desacreditaréis mi poder. No quiero verme obligado a iniciar procesos todos los días, ni a interpretar la ley sin cesar para reprimir vuestras infracciones; tampoco puedo tener una legión de censores encargados de examinar hoy lo que editaréis mañana. Tenéis pluma, escribid; mas recordad lo que voy a deciros: me reservo, para mí mismo y para mis agentes, el derecho de juzgar en qué momento me siento atacado. Nada de sutilezas. Si me atacáis, lo sentiré, y también vosotros lo sentiréis; en ese caso, me haré justicia por mis propias manos, no en seguida, pues mi es intención actuar con tacto; os advertiré una vez, dos veces; a la tercera, os haré desaparecer.

Montesquieu- Observo con asombro que, de acuerdo con este sistema, no es precisamente el periodista el atacado, sino el periódico, cuya ruina entraña la de los intereses que se agrupan en torno de él.

Maquiavelo- Que vayan a agruparse a otra parte; con estas cosas no se comercia. Como acabo de deciros, mi gobierno, pues, castigará; sin prejuicio, por supuesto, de las sentencias pronunciadas por los tribunales. Dos condenas en un año implicarán, con pleno derecho, la supresión del periódico. Y no me detendré aquí, sino que diré también a los periódicos, por medio de un decreto o de una ley, desde luego: Reducidos como estáis a la más estricta circunspección, no pretendáis agitar la opinión por medio de comentarios sobre los debates de mis Cámaras; os prohíbo informar sobre esos debates, hasta os prohíbo informar con respecto a los debates judiciales en materia de prensa. Tampoco intentéis impresionar el espíritu público por medio de noticias supuestamente venidas del exterior; las falsas noticias, publicadas ya sea de buena o de mala fe, serán penadas con castigos corporales.

Montesquieu- Vuestro rigor parece excesivo, pues en última instancia ningún periódico podrá ya, sin exponerse a los peligros más graves, expresar opiniones políticas; vivirán a duras penas de las noticias. Ahora bien, me parece en extremo difícil, cuando un periódico publica una noticia, imponerle su veracidad, pues la más de la veces no podrá responder de ello con absoluta certeza, y aun cuando esté moralmente seguro de decir la verdad, le faltará la prueba material.

Maquiavelo- En tales casos, lo que hay que hacer es pensarlo dos veces antes de inquietar a la opinión pública.

Montesquieu- Veo otro problema, sin embargo. Si no es posible combatiros desde los periódicos de dentro, os combatirán los de afuera. Todos los descontentos, todos los odios se expresarán en las puertas de vuestro reino; a través de sus fronteras se arrojarán periódicos y líbelos inflamados de pasiones políticas.

Maquiavelo- ¡Ah! Tocáis un punto que me propongo reglamentar con sumo rigor, pues la prensa extranjera es, en efecto, peligrosa en extremo. Ante todo, cualquier introducción o circulación en el reino de periódicos o escritos clandestinos se castigará con prisión, y la pena será lo bastante severa como para evitar reincidencias. Luego, aquellos de mis súbditos convictos de haber escrito contra el gobierno en el extranjero, serán a su regreso al reino, buscados y castigados. Es una verdadera indignidad escribir, desde el extranjero, contra el propio gobierno.

Montesquieu- Eso depende. De todos modos. La prensa extranjera de los Estados fronterizos hablará.

Maquiavelo- ¿Creéis eso? ¿No suponemos acaso que soy el rey de un poderoso reino? Os juro que los pequeños Estados que bordean mis fronteras temblarán. Los obligaré a promulgar leyes que persigan a sus propios nacionales, en caso de ataques contra mi gobierno a través de la prensa o por cualquier otro medio.

Montesquieu- Veo que tuve razón al decir, en el Espíritu de las Leyes, que las fronteras de un déspota debían ser asoladas. Es preciso impedir que penetre por ellas la civilización. Vuestros súbditos, estoy persuadido de ello, ignorarán su propia historia. Con las palabras de Bemjamin Constant, convertiréis vuestro reino en una isla donde se desconocerá lo que acontece en Europa, y la capital en otro islote donde nadie sabrá lo que sucede en las provincias.

Maquiavelo- No deseo que mi reino pueda ser perturbado por rumores y conmociones provenientes del extranjero. ¿Cómo llegan las noticias del exterior? Por intermedio de un reducido número de agencias que centralizan las informaciones que son transmitidas a su vez desde las cuatro partes del mundo. Pues bien, se puede sobornar a esas agencias, y a partir de ese momento solo darán noticias bajo el control del gobierno.

Montesquieu- Maravilloso; podéis pasar por ahora a la vigilancia que ejerceréis sobre los libros.

Maquiavelo- Este es un problema que me preocupa menos, pues en una época en que el periodismo ha alcanzado una difusión tan prodigiosa, ya casi se no leen libros. No tengo, empero intención alguna de dejarles la puerta abierta. En primer lugar obligaré a quienes quieran ejercer la profesión de impresor, de editor o de librero a proveerse de una licencia, es decir de una autorización que el gobierno podrá retirarle en cualquier momento, ya sea directamente o por medio de decisiones judiciales.

Montesquieu- Pero entonces, estos industriales serán en cierto modo funcionarios públicos. ¡Los instrumentos del pensamiento convertidos en instrumentos del poder!

Maquiavelo- No os quejaréis de ello, me imagino, pues en vuestros tiempos, bajo los regímenes parlamentarios, las cosas no eran de otra manera; las antiguas costumbres, cuando son buenas, vale la pena conservarlas. Volviendo a las medidas fiscales: haré extensivo a los libros el impuesto que grava a los periódicos, o mejor dicho, impondré el gravamen fiscal a aquellos libros que no alcancen a tener un determinado número de páginas. Por ejemplo, un libro que no tenga doscientas, trescientas páginas, no será un libro, no será más que un folleto. Supongo que percibís perfectamente las ventajas de esta combinación; por un lado ratifico mediante el impuesto esa legión de líbelos que son algo así como apéndices del periodismo; por el otro, obligo a quienes quieran eludir el timbre fiscal a embarcarse en composiciones exentas y dispendiosas que, escritas en esa forma, casi no se venderán, o se leerán apenas. En nuestros días nadie, sino los pobres diablos, piensa en escribir libros; renunciarán a ello. El fisco desalentará la vanidad literaria y la ley penal desarmará a la imprenta misma, porque haré al editor y al impresor responsables, criminalmente, del contenido de los libros. Es preciso que, en el caso de que haya escritores lo bastante osados como para atreverse a escribir obras en contra del gobierno, no encuentren nadie que se las edite. Los efectos de esta intimidación saludable restablecerán una censura indirecta que el gobierno no podría ejercer por sí mismo, a causa del desprestigio en que ha caído esta medida preventiva. Antes de dar a luz obras nuevas, los impresores y editores deberán consultar, solicitar informaciones; presentarán aquellos libros cuya impresión les haya sido requerida, de esta manera, el gobierno estará siempre convenientemente informado de acerca de las publicaciones que se preparan contra él; procederá, cuando lo juzgue oportuno, al secuestro preliminar de las ediciones y entablará querella contra los autores ante los tribunales.

Montesquieu- Me habíais dicho que no tocaríais los derechos civiles. No os percatáis, al parecer, de que por medio de esta legislación acabáis de atacar la libertad de industria; hasta el derecho de propiedad se encuentra en peligro, supongo que le llegará su turno.

Maquiavelo- Esas son simples palabras.

Montesquieu- Entonces, si no me equivoco, habéis terminado con la prensa.

Maquiavelo- ¡Oh, no! No todavía.

Montesquieu- ¿Qué os queda por hacer?

Maquiavelo- La otra mitad de la tarea.

DIALOGO DUODECIMO

Maquiavelo- No os he mostrado todavía más que la parte en cierto modo defensiva del régimen orgánico que impondré a la prensa; ahora os haré ver de qué modo sabré emplear esta institución en provecho de mi poder. Me atrevo a decir que ningún gobierno ha concebido, hasta el día de hoy, una idea más audaz que la que voy a exponeros. En los países parlamentarios, los gobiernos sucumben casi siempre por obra de la prensa; pues bien, vislumbro la posibilidad de neutralizar a la prensa por medio de la prensa misma. Puesto que el periodismo es una fuerza tan poderosa, ¿sabéis qué hará mi gobierno? Se hará periodista, será la encarnación del periodismo.

Montesquieu- ¡Extrañas sorpresas me deparáis, por cierto! Desplegáis ente mí un panorama perpetuamente variado; siento una gran curiosidad, os lo confieso, por saber cómo os ingeniaréis para llevar a cabo este nuevo programa.

Maquiavelo- Requerirá mucho menos desgaste de imaginación que el que suponéis. Contaré el número de periódicos que representen lo que vos llamáis lo oposición. Si hay diez por la oposición yo tendré veinte a favor del gobierno; si veinte, cuarenta; si ellos cuarenta, yo ochenta. Ya veis para qué me servirá, ahora lo comprendéis a las mil maravillas, la facultad que me he reservado de autorizar la creación de nuevos periódicos políticos.

Montesquieu- Es muy sencillo, en efecto.

Maquiavelo- No tanto como lo pensáis, sin embargo, porque es indispensable evitar que la masa del público llegue a sospechar esta táctica; la combinación fracasaría y la opinión por sí misma se apartaría de los periódicos que defendiesen abiertamente mi política.

Dividiré los periódicos leales a mi poder, en tres o cuatro categorías. Pondré en la primera un determinado número de periódicos de tendencia francamente oficialista, que, en cualquier circunstancia, defenderán a ultranza mis actos de gobierno. Me apresuro a deciros que no son estos los que tendrán máximo ascendente sobre la opinión. En el segundo lugar colocaré otra falange de periódicos cuyo carácter no será sino oficioso y que tendrá la misión de ganar a mi causa a esa masa de hombres tibios e indiferentes que aceptan sin escrúpulos lo que está constituido, pero cuya religión política no va más allá.

En los periódicos de las categorías siguientes es donde se apoyarán las más poderosas palancas de mi poder. En ellos, el matiz oficial u oficioso se diluye por completo, en apariencia, claro está, puesto que los periódicos a que voy a referirme estarán todos ellos ligados por la misma cadena a mi gobierno, una cadena visible para algunos, invisible para otros. No pretendo deciros cuántos serán en número, pues cintaré con un órgano adicto en cada partido; tendré un órgano aristocrático en el partido aristocrático, un órgano republicano en el partido republicano, un órgano revolucionario en el partido revolucionario, un órgano anarquista, de ser necesario, en el partido anarquista. Como el Dios Vishnú, mi prensa tendrá cien brazos y dichos brazos se darán la mano con todos los matices de la opinión, cualquiera que sea ella, sobre la superficie entera del país. Se pertenecerá a mi partido sin saberlo. Quienes crean hablar su lengua hablarán la mía, quienes crean agitar su propio partido, agitarán el mío, quienes creyeran marchar bajo su propia bandera, estarán marchando bajo la mía.

Montesquieu- ¿Se trata de concepciones realizables o de fantasmagoría? Produce vértigo todo esto.

Maquiavelo- Cuidad vuestra cabeza, porque aún no habéis iído todo.

Montesquieu- Me pregunto tan solo cómo podréis dirigir y unificar a todas esas milicias de publicidad clandestinamente contratadas por vuestro gobierno.

Maquiavelo- Es un simple problema de organización, debéis comprenderlo; instituiré, por ejemplo, bajo el título de división de prensa e imprenta, un centro de acción común donde se irá a buscar la consigna y de donde partirá la señal. Entonces, quienes solo estén a medias en el secreto de esta combinación, presenciarán un espectáculo insólito: verán periódicos adictos a mi gobierno que me atacarán, me denunciarán, me crearán un sinfín de molestias.

Montesquieu- Esto está por encima de mi entendimiento; ya no comprendo más.

Maquiavelo- No tan difícil de concebir, sin embargo; tened presente que los periódicos de que os hablo no atacarán jamás las bases ni los principios de mi gobierno; nunca harán otra cosa que una polémica de escaramuzas, una oposición dinástica dentro de los límites más estrictos.

Montesquieu- ¿Y qué ventajas os reportará todo esto?

Maquiavelo- Ingenua pregunta la vuestra. El resultado, ya considerable por cierto, consistirá en hacer decir a la gran mayoría: ¿no veis acaso que bajo este régimen uno es libre, uno puede hablar; que se lo ataca injustamente, pues en lugar de reprimir, como bien podría hacerlo, aguanta y tolera? Otro resultado, no menos importante, consistirá en provocar, por ejemplo, comentarios del siguiente tenor: Observad hasta qué punto las bases, los principios de este gobierno, se imponen al respeto de todos; ahí tenéis los periódicos que se permiten las más grandes libertades de lenguaje; y ya lo veis, jamás atacan a las instituciones establecidas. Han de estar por encima de las injusticias y las pasiones, para que ni los enemigos mismos del gobierno puedan menos que rendirles homenaje.

Montesquieu- Esto, lo admito, es verdaderamente maquiavélico.

Maquiavelo- Me hacéis un alto honor, pero hay algo mejor: con la ayuda de la oculta lealtad de estas gacetas públicas, puedo decir que dirijo a mi antojo la opinión en todas las cuestiones de política interior o exterior. Excito o adormezco el pro y el contra, lo verdadero y lo falso. Hago anunciar un hecho y lo hago desmentir, de acuerdo con las circunstancias; sondeo así el pensamiento público, recojo la impresión producida, ensayo combinaciones, proyectos, determinaciones súbitas, en suma lo que en Francia vosotros llamáis globos-sonda. Combato a mi capricho a mis enemigos sin comprometer jamás mi propio poder, pues, luego de haber hecho hablar a esos periódicos, puedo inflingirles, de ser necesario, el repudio más violento; solicito la opinión sobre ciertas resoluciones, la impulso o la refreno, mantengo siempre el dedo sobre sus pulsaciones, pues ella refleja, sin saberlo, mis impresiones personales, y se maravilla algunas veces de estar tan constantemente de acuerdo con su soberano. Se dice entonces que tengo fibra popular, que existe una secreta y misteriosa simpatía que me une al sentir de mi pueblo.

Montesquieu- Esas diversas combinaciones me parecen de una perfección ideal. Os someto, empero, una nueva objeción, aunque muy tímida esta vez: si salís del silencio de la China, si permitís a las milicias de vuestros periódicos hacer, en provecho de vuestros designios, la oposición ficticia que acabáis de describirme, no entiendo muy bien, en verdad, cómo podréis impedir que los periódicos no afiliados respondan, con verdaderos golpes, a esos arañazos cuyos manejos adivinarán. ¿No pensáis que terminarían por levantar algunos de los velos que cubren tantos resortes misteriosos? Cuando conozcan el secreto de esta comedia ¿podréis acaso impedirles que se rían de ella? Me parece un juego un tanto escabroso.

Maquiavelo- En absoluto; debo deciros, al respecto, que, en este lugar, he dedicado una gran parte de mi tiempo a examinar el lado fuerte y el débil de estas combinaciones, me he informado a fondo en lo que atañe a las condiciones de existencia de la prensa en los países parlamentarios. Vos debéis saber que el periodismo es una especie de francmasonería: quienes viven de ella se encuentran todos más o menos unidos los unos y los otros por lazos de la discreción profesional; a semejanza de los antiguos agoreros, no divulgan fácilmente el secreto de sus oráculos.

Nada ganarían con traicionarse, pues tienen casi todos ellos llagas más o menos vergonzantes. Es asaz probable, convengo en ello, que en el centro de la capital, entre una determinada categoría de personas, estas cosas no constituyan un misterio; pero en el resto del país, nadie sospecharía su existencia y la gran mayoría de la nación seguirá con entera confianza por la huella que yo mismo le habré trazado.

¿Qué me importa que, en la capital, cierta gente pueda estar enterada de los artificios de mi periodismo si la mayor parte de su influencia está destinada a la provincia donde tendré en todo momento la temperatura de opinión que necesite, y a la cual estarán dirigidos todos mis intentos? La prensa de provincia me pertenecerá por entero, pues allí no hay contradicción ni discusión posible; desde el centro administrativo que será la sede de mi gobierno, se transmitirá regularmente al gobernador de cada provincia la orden de hacer hablar a los periódicos en tal o cual sentido, de manera que a la misma hora, en toda la superficie del país, se hará sentir tal influencia, a menudo mucho antes de que la capital llegue siquiera a sospecharlo. Advertiréis que, de este modo, la opinión de la capital no tiene por qué preocuparme. Cuando sea preciso, estará atrasada con respecto al movimiento exterior que, de ser necesario, la irá envolviendo sin que ella lo sepa.

Montesquieu- El encadenamiento de vuestras ideas arrastra todas las cosas con tanta fuerza que me habéis hacho perder el sentido de una última objeción que deseaba someteros. Pese a lo que acabáis de decir, no cabe duda de que en la capital subsisten aún algunos periódicos independientes. Es cierto que les será casi imposible hablar de política; sin embargo, podrán haceros una guerra menuda. Vuestra administración no será perfecta; el desarrollo del poder absoluto trae aparejada una serie de abusos de los que el soberano mismo no es culpable; se os hará responsable de todos aquellos actos de vuestros agentes que atenten contra los intereses privados; habrá quejas, vuestros agentes serán atacados, sobre vos recaerá necesariamente la responsabilidad y vuestra consideración sucumbirá en tales menudencias.

Maquiavelo- No abrigo ese temor.

Montesquieu- Verdad es que, al haber multiplicado a tal extremo los medios represivos, no os queda otra opinión que la violencia.

Maquiavelo- No era eso lo que pensaba decir; tampoco deseo verme obligado a ejercer sin cesar la represión; lo que quiero es tener la posibilidad, por medio de una simple exhortación, de detener cualquier polémica, sobre un tema relativo a la administración.

Montesquieu- ¿Y qué haréis para lograr ese propósito?

Maquiavelo- Obligaré a los periódicos a hacer constar en el encabezamiento de sus columnas las rectificaciones que le sean comunicadas por el gobierno; los agentes de la administración les harán llegar notas en las cuales se les dirá categóricamente: Habéis publicado tal información, esa información es falsa: os habéis permitido tal crítica, habéis sido injusto, habéis actuado en forma conveniente, habéis cometido un error, daos por notificado. Se tratará, como veis, de una censura leal y abierta.

Montesquieu- Frente a la cual no habrá, se sobreentiende, derecho a réplica.

Maquiavelo- Por supuesto que no; la discusión quedará cerrada.

Montesquieu- Es sumamente ingenioso: de esta manera, vos siempre tendréis la última palabra, y ello sin recurrir a la violencia. Como bien decíais hace un instante, vuestro gobierno es la encarnación del periodismo.

Maquiavelo- Así como no deseo que el país pueda ser agitado por rumores y condiciones provenientes del exterior, tampoco quiero que pueda serlo por los de origen interno, aun por las simples noticias de carácter privado. Cuando haya algún suicidio extraordinario, algún gran negociado vidrioso es demasía, cuando un funcionario público cometa alguna fechoría, daré orden de que se prohíba a los periódicos cometer tales sucesos. En estas, el silencio es más respetuoso de la honestidad pública que el escándalo.

Montesquieu- Y durante ese lapso, vos ¿haréis periodismo a ultranza?

Maquiavelo- Es indispensable. Hoy en día, utilizar la prensa, utilizarla en todas sus formas, es ley para cualquier poder que pretenda subsistir. Hecho muy singular, pero es así. De manera que me adentraré en ese camino más lejos de lo que podéis imaginar.

Para comprender el alcance de mi sistema, hay que tener presente en qué forma el lenguaje de mi prensa está llamado a cooperar con los actos oficiales de mi política: quiero, digamos, poner al descubierto la solución de tal conflicto exterior o interior; un buen día , como acontecimiento oficial, la solución aparece señalada en mis periódicos, que desde meses atrás estuvieron trabajando el espíritu del público cada cual en su sentido. No ignoráis con qué discreción, con cuántos sutiles miramientos deben estar redactados los documentos gubernamentales en las coyunturas importantes: en esos casos el problema es dar alguna satisfacción a los diversos partidos. Pues bien, cada uno de mis periódicos, de acuerdo con su tendencia, procurará persuadir a un partido de que la resolución tomada es la más le conviene. Lo que no se escribirá en un documento oficial, haremos que aparezca por vías de interpretación; los diarios oficiosos traducirán lo meramente sugerido de una manera más abierta, y los periódicos democráticos y revolucionarios lo gritarán por encima de los tejados; y mientras se discuta y se den las interpretaciones más diversas a mis actos, mi gobierno siempre podrá dar respuesta a todos y a cada uno: os engañáis sobre mis intenciones, habéis leído mal mis declaraciones; jamás he querido decir otra cosa que esto o aquello. Lo esencial es no colocarse en contradicción consigo mismo.

Montesquieu- ¿Cómo? ¿Después de lo dicho tendréis todavía tamaña pretensión?

Maquiavelo- Desde luego, y vuestro asombro me prueba que no me habéis comprendido. Más que los actos, son las palabras las que debemos hacer concordar. ¿Cómo pretendéis que la gran masa de una nación pueda juzgar si su gobierno se guía por la lógica? Basta con decirle que es así. Por lo tanto, deseo que las diversas fases de mi política sean presentadas como el desenvolvimiento de un pensamiento único en procura de un fin inmutable. Cada suceso previsto o imprevisto tiene que parecer el resultado de una acción inteligentemente conducida: los cambios de dirección no serán otra cosa que las diferentes al mismo fin, los variados medios para una solución idéntica perseguida sin descanso a través de los obstáculos. El acontecimiento último será presentado como la conclusión lógica de todos los anteriores.

Montesquieu- En verdad, sois admirable. ¡Que energía de pensamiento, cuánta actividad!

Maquiavelo- Mis periódicos saldrán a diario repletos de discursos oficiales, de informes para los ministros, partes para el soberano. No olvidaré que vivimos en una época que cree posible resolver, por la industrialización, todos los problemas sociales, y se halla continuamente preocupada por el mejoramiento de las condiciones de las clases trabajadoras. Tanto más me interesaré en estos asuntos por cuanto son un derivativo felicísimo para las preocupaciones sobre política interior. Los pueblos meridionales necesitan que sus gobiernos se muestren constantemente ocupados; las masas consienten en permanecer inactivas, a condición de que sus gobernantes les ofrezcan el espectáculo de una continua actividad, de una especie de frenesí; que las novedades, las sorpresas y los efectos teatrales atraigan permanentemente sus miradas; tal vez esto perezca raro, pero, nuevamente, es así.

Me ajustaré punto por punto a esos dictados; en consecuencia, en materia de comercio, de industria, arte y hasta de administración, ordenaré el estudio de una infinidad de proyectos, planes, combinaciones, reformas, arreglos, mejoras, cuya repercusión en la prensa cubrirá la voz de la mayoría de los publicistas más fecundos. Se dice que la economía política ha florecido entre vosotros; pues bien, nada dejaré a vuestros teóricos, a vuestros utopistas, a los más apasionados declamadores de vuestras escuelas: nada que inventar, quw publicar, ni siquiera nada que decir. El objeto único, invariable, de mis confidencias públicas será el bienestar del pueblo. Hable yo, o haga hablar a mis ministros o escritores, el tema de la grandeza del país, de su prosperidad, de la majestad de su misión y su destino nunca quedará agotado; nunca dejaremos de hablar sobre los grandes principios del derecho moderno y de los grandes problemas que preocupan a la humanidad. Mis escritos trasuntarán el liberalismo más entusiasta, más universal. Los pueblos de Occidente gustan del estilo oriental; de modo que el estilo de todos los discursos oficiales, de todos los manifiestos oficiales estará cargado de imágenes, siempre pomposo, elevado y resplandeciente. Como el pueblo no ama a los gobiernos ateos, en mis comunicados al público no dejaré nunca de poner mis actos bajo la protección de Dios, asociando, con habilidad, mi propio sino al del país.

Procuraré que cada instante de comparen los actos de mi reinado con los de los gobiernos anteriores. Será la mejor manera de hacer resaltar mis aciertos y de que obtengan el merecido reconocimiento.

Importa mucho que se pongan de relieve los errores de quienes me precedieron y mostrar que yo siempre los supe evitar. De este modo trataremos de crear, contra los regímenes que antecedieron al mío, una especie de antipatía, hasta de aversión, lo que terminará por resultar irreparable como una expiación.

No solo encomendaré a cierto número de periódicos la tarea de exaltar continuamente la gloria de mi reinado, sino también de responsabilizar a otros gobiernos por los errores de la política europea; sin embargo, deseo que la mayor parte de los elogios parezcan ser el eco de publicaciones extranjeras, cuyos artículos, verdaderos o falsos, reproduciremos siempre que en ellos se rinda un homenaje brillante a mi política. Por lo demás sostendré en el extranjero periódicos s sueldo y su apoyo será tanto más eficaz, pues los haré aparecer con un tinte opositor sobre algunos aspectos intrascendentes.

La presentación de mis principios, ideas y actos se hará bajo una aureola de juventud, con el prestigio del derecho nuevo en oposición a la decrepitud y caducidad de las viejas instituciones.

No ignoro que el espíritu público tiene necesidad de válvulas de escape, que la actividad mental, rechazada en un punto, se dirige necesariamente a otro. Por ello no temeré volcar a la nación en las más diversas especulaciones teóricas y prácticas del régimen industrial.

Por otra parte, os diré que fuera de la política seré muy buen príncipe, que permitiré debatir con plena libertad los asuntos filosóficos y religiosos. En religión, la doctrina del libre examen se ha tornado una monomanía. No debemos contrariar dicha tendencia, pues resultaría peligroso. En los países civilizados de Europa, la invención de la imprenta ha dado nacimiento a una literatura alocada, furiosa, desenfrenada, casi inmunda, que constituye un gran mal. Pues bien, triste es decirlo, pero basta con que no se la moleste para que esa furia de escribir, que posee a vuestros países parlamentarios, se muestre casi satisfecha.

Esta envenenada la literatura, cuyo curso no podemos impedir, y la vulgaridad de los escritores y políticos que se apoderarán del periodismo, necesariamente llegará a contrastar en forma repulsiva con el lenguaje digno que descenderá por las gradas del trono, pleno de una dialéctica vivaz y colorida y cuidadosa de apoyar las diversas manifestaciones del poder. ¿Comprendéis ahora por qué he querido rodear al príncipe de ese enjambre de publicistas, administradores, abogados, hombres de negocios y jurisconsultos, indispensables para redactar esa cantidad de comunicados oficiales de que os hablé, y cuya impresión en el espíritu de la gente será siempre poderosa?

Tal es, brevemente, la economía general de mi régimen sobre la prensa.

Montesquieu- ¿Habéis terminado, entonces?

Maquiavelo- Si, y muy a pesar mío, pues he abreviado en demasía. Pero nuestros instantes están contados y es preciso andar de prisa.

DIALOGO DECIMOTERCERO

Montesquieu- Necesito reponerme un tanto de las emociones que me habéis suscitado. ¡Qué fecundidad de recursos! ¡Que extrañas concepciones! Hay poesía en todo esto y un no sé qué de fatídica belleza que los Byron modernos no desdeñarían; reencontramos aquí el talento escénico del autor de la Mandrágora.

Maquiavelo- ¿Lo creéis así, señor Secondat? Sin embargo, algo en vuestra ironía me indica que no estáis convencido, que no tenéis la seguridad de que esas cosas sean posibles.

Montesquieu- Si mi opinión os interesa, la daré; pero aguardo el final.

Maquiavelo- No he llegado a él todavía.

Montesquieu- Continuad, pues.

Maquiavelo- Estoy a vuestras órdenes.

Montesquieu- Habéis empezado con el dictamen de una legislación extraordinaria sobre la prensa. Todas las voces han sido calladas, excepto la vuestra. Mudos están los partidos ante vos, pero ¿no teméis las conspiraciones?

Maquiavelo– No; me consideraría muy poco previsor, si de un revéz no las desbaratara a todas al mismo tiempo.

Montesquieu- ¿Por qué medios?

Maquiavelo– Comenzaría por deportar a cientos de aquellos que recibieron el advenimiento de mi poder armas en mano. Me dicen que en Italia, Alemania y Francia, los hombres del desorden, los que conspiran contra los gobiernos, son reclutados por las sociedades secretas. En mi país, romperé estos tenebrosos hilos que tejen en sus guardias como telas de araña.

Montesquieu- ¿Y luego?

Maquiavelo– Se penará con rigor el hecho de organizar una sociedad o de pertenecer a ella.

Montesquieu- Eso en el futuro; pero ¿las sociedades que existen?

Maquiavelo– Exiliaré por razones de seguridad general, a quienes se sepa han participado en una de ellas. Los otros. Los que no tocaré, quedarán bajo perpetua amenaza, pues se dictará una ley que permita al gobierno deportar, por vía administrativa, a cualquiera que hubiese estado afiliado.

Montesquieu- Es decir, sin juicio.

Maquiavelo– ¿Por qué decís: sin juicio? ¿Acaso la decisión de un gobierno no implica un juicio? Podéis estar seguro de que no tendremos piedad con los facciosos. En los países constantemente turbados por las discordias civiles, la paz se consigue por actos de implacable rigor; si para asegurar la tranquilidad hace falta una cantidad de víctimas, las habrá. A continuación de ello, el aspecto del mandatario se torna tan impotente que ya nadie osará atentar contra su vida. Sila, después de haber cubierto a Italia con un baño de sangre, pudo retornar a Roma como simple particular y nadie le toco siquiera la raíz de un cabello.

Montesquieu- Observo que estáis atravesando un período de ejecución terrible: y no me atrevo a haceros ninguna objeción. Me parece, empero, aun percibiendo vuestros propósitos, que podríais ser menos riguroso.

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