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Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu (página 6)



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En suma, es preciso que el soberano pueda disponer , sin discusión ni control, de los recursos que le ha proporcionado el impuesto. Tales son, en esta materia, las rutinas inevitables del absolutismo; confesad que faltaría mucho por hacer para retornar a tal situación. Si los pueblos modernos son tan indiferentes como vos decís a la pérdida de sus libertades, no ocurrirá lo mismo cuando se trate de sus intereses; sus intereses están ligados a un régimen económico que es exclusivo del absolutismo: si no aplicáis la arbitrariedad en las finanzas, tampoco podréis aplicarla en la política. Vuestro reino se derrumbará en el rubro presupuestos.

Maquiavelo– En este sentido, como en todos los demás, estoy perfectamente tranquilo.

Montesquieu- Es lo que queda por ver; vayamos a los hechos. La norma fundamental de los Estados modernos es la votación de los impuestos por los mandatarios de la nación: ¿aceptaréis tal votación?

Maquiavelo– ¿Por qué no?

Montesquieu- ¡Oh! tened cuidado, este principio constituye la más expresa consagración de la soberanía de la nación; porque reconocerle el derecho de votar el impuesto es reconocerle el de rechazarlo, de limitarlo, de reducir a la nada los medios de acción del príncipe y por consiguiente de aniquilar al príncipe mismo, si ello es preciso.

Maquiavelo– Sois categórico. Continuad.

Montesquieu- Quienes votan los impuestos son también ellos, los contribuyentes. En este caso sus intereses están estrechamente unidos a los de la nación, en un aspecto en el que esta estará obligada a tener los ojos abiertos. Encontraréis a sus mandatarios tan poco complacientes en materia de créditos legislativos, como los habéis hallado dóciles en el capítulo de las libertades.

Maquiavelo– Aquí es donde se revela la debilidad de vuestro argumento: os ruego tener presente dos consideraciones que habéis olvidado. En primer lugar los mandatarios de la nación son remunerados; contribuyentes o no, son parte interesada en la votación de los impuestos.

Montesquieu- Reconozco que la combinación es práctica y la observación sensata.

Maquiavelo– Ya veis cuál es el inconveniente de considerar las cosas con un criterio demasiado sistemático; una hábil modificación, por insignificante que sea, hace que todo varíe. Quizá tendríais razón si mi poder se sustentara en la aristocracia, o en las clases burguesas, las cuales, en un momento dado, podrían rehusarme su apoyo; pero tengo por base de acción al proletariado, cuya masa nada posee. Sobre ella casi no pesan las cargas del Estado y yo haré de manera que no pesen en absoluto. Las medidas fiscales preocuparán poco a las clases obreras; no las alcanzarán.

Montesquieu- Si he comprendido bien, hay un punto muy claro: hacéis pagar a los que poseen, por la voluntad soberana de los que no poseen. Es el precio que el número y la miseria imponen a la riqueza.

Maquiavelo– ¿No es justo acaso?

Montesquieu- Ni siquiera es cierto, porque en las sociedades actuales, desde el punto de vista económico, no hay ricos, no pobres. El artesano de ayer es el burgués de mañana, en virtud de la ley del trabajo. Si apuntáis a la burguesía territorial o industrial, ¿sabéis qué es lo que hacéis?

En realidad, tornáis más difícil la emancipación por el trabajo, retenéis a un número mayor de trabajadores en la condición de proletarios. Es una aberración creer que el proletariado puede obtener ventajas de las medidas que afectan a la producción. Al empobrecer por medio de leyes fiscales a los que poseen, solo se crean situaciones artificiales, y al cabo de cierto tiempo se termina por empobrecer hasta a aquellos que nada poseen.

Maquiavelo– Hermosas teorías las vuestras, mas estoy decidido a oponeros, si así lo queréis, otras igualmente bellas.

Montesquieu- No, porque no habéis resuelto aún el problema que os he planteado. Conseguid ante todo los medios para hacer frente a los gastos de la soberanía absoluta. No será tan fácil como lo pensáis, ni aun con una cámara legislativa en la cual tenéis asegurada la mayoría, ni siquiera con la omnipotencia del mandato popular de que estáis investido. Decidme, por ejemplo, cómo podréis doblegar el mecanismo financiero de los Estados modernos a las exigencias del poder absoluto. Os lo repito, lo que se os resiste en este caso es la naturaleza misma de las cosas. Los pueblos civilizados de Europa han rodeado la administración de sus finanzas de garantías tan estrictas y celosas, tan múltiples, que impiden la arbitrariedad en la percepción y el empleo de los dineros públicos.

Maquiavelo– ¿Y en qué consiste ese sistema tan maravilloso?

Montesquieu- Puedo explicároslo en pocas palabras.

La perfección del sistema financiero, en los tiempos modernos, descansa sobre dos bases fundamentales, el control y la publicidad. En ellas reside esencialmente la garantía de los contribuyentes. Un soberano no podría modificarlas sin decir indirectamente a sus súbditos: Vosotros tenéis el orden, y yo busco el desorden, quiero la oscuridad en la gestión de los fondos públicos; la necesito porque hay una multitud de gastos que deseo poder hacer sin vuestra aprobación, déficit que deseo ocultar, ingresos que necesito disimular o abultar a voluntad, de acuerdo con las circunstancias.

Maquiavelo– Un buen comienzo.

Montesquieu- En los países libres e industriosos, todo el mundo entiende de finanzas, por necesidad, por interés y por situación, y a este respecto vuestro gobierno no podría engañar a nadie.

Maquiavelo– ¿Quién os dice que se pretenda engañar?

Montesquieu- Toda la obra de la administración financiera, por muy vasta y complicada que sea en sus detalles, se reduce, en último análisis, a dos operaciones harto sencillas: recibir y gastar.

En torno de estos dos órdenes de hechos financieros gravita la multitud de leyes y reglamentos especiales, que también tienen por objeto una finalidad muy simple: hacer de manera que el contribuyente no pague más que el impuesto necesario y regularmente establecido, hacer de manera que el gobierno no pueda utilizar los fondos públicos sino en erogaciones aprobadas por la nación.

Dejo de lado todo lo relativo a la base tributaria y al modo de percepción del impuesto, a los medios prácticos de asegurar la totalidad de la recaudación, el orden y la precisión en el movimiento de los fondos públicos; son detalles de contabilidad, con los que no tengo el propósito de entreteneros. Solo quiero mostraros en qué forma, en los sistemas de finanzas políticas mejor organizados de Europa, la publicidad y el control marchan mano a mano.

Uno de los problemas más importantes a resolver consistía en hacer salir completamente de la oscuridad, en hacer visibles a los ojos de todos, los elementos de las entradas y salidas sobre los que se basa el empleo de la riqueza pública en manos de los gobiernos. Tal resultado pudo alcanzarse mediante la creación de lo que en el lenguaje moderno, se llama el presupuesto del Estado, es decir, el cálculo aproximado o la relación entre entradas y salidas, previstas no para un periodo de tiempo prolongado, sino cada año para el servicio del año siguiente. El presupuesto anual es, el elemento capital y en cierto modo generador de la situación financiera, que mejora o se agrava en proporción a los resultados verificados. Preparan las partidas que lo componen los diferentes ministros en cuyos departamentos se registran los servicios que es necesario proveer. Estos toman como base las asignaciones de los presupuestos anteriores, introduciendo en ellas las modificaciones, agregados y supresiones necesarios. Todo ello es encaminado al ministro de finanzas, quien centraliza los documentos que le son transmitidos, y quien presenta a la asamblea legislativa lo que se llama proyecto de presupuesto. Este inmenso trabajo publicado, impreso, reproducido en mil periódicos, devela a los ojos de todos la política interior y exterior del Estado, la administración civil, judicial y militar. Es examinado, discutido y votado por los representantes del país, después de lo cual cobra carácter ejecutorio de la misma manera que las otras leyes del Estado.

Maquiavelo– Permitidme admirar la extraordinaria lucidez deductiva, la propiedad de los términos, enteramente modernos, con que el ilustre autor de El Espíritu de las Leyes ha sabido desembarazarse, en materia de finanzas, de las teorías un tanto vagas y las expresiones algunas veces ambiguas de la gran obra que lo ha hecho inmortal.

Montesquieu- El Espíritu de las Leyes no es un tratado de finanzas.

Maquiavelo– Vuestra sobriedad sobre este punto es tanto más digna de elogio por cuanto hubieseis podido hablar de ellas de manera harto competente. Tened a bien continuar, os lo ruego; os sigo con el más profundo interés.

DIALOGO DECIMONOVENO

Montesquieu- Se puede decir que la creación del sistema presupuestario arrastra consigo todas las diversas garantías financieras que constituyen hoy en día el patrimonio común de las sociedades políticas bien organizadas.

Así, la primera ley que necesariamente impone la economía del presupuesto es que los créditos solicitados sean proporcionales a los recursos existentes. Es decir, un equilibrio que debe traducirse constantemente y en forma visible en cifras reales y auténticas; para garantizar mejor este importante resultado, para que el legislador que vota las proposiciones que le son presentadas esté libre de influencias, se ha recurrido a una medida muy sensata. Se divide el presupuesto general del Estado en dos presupuestos independientes: el presupuesto de salidas y el presupuesto de entradas, que deben ser votados por separado, cada uno de ellos en virtud de una ley especial. De este modo la atención del legislador está obligada a concentrarse por turno y aisladamente en la situación activa y pasiva y sus determinaciones no se hallan expuestas por anticipado a la influencia del balance general de las entradas y salidas.

Controla escrupulosamente estos dos elementos y de la comparación de ambos, de su estrecha armonía, nace, en último término, el voto general del presupuesto.

Maquiavelo– Todo eso me parece perfecto; pero ¿acaso las salidas, por obra y gracia del voto legislativo, quedan encerradas en un círculo infranqueable? ¿Es tal cosa posible, por ventura? ¿Puede una Cámara, sin paralizar el ejercicio del poder ejecutivo, prohibir al soberano que se provea, recurriendo a medidas de emergencia, de fondos para gastos imprevistos?

Montesquieu- Advierto que os fastidia, mas no puedo lamentarlo.

Maquiavelo– ¿Acaso en los estados constitucionales mismos no se reserva formalmente al soberano la facultad de abrir, mediante ordenanzas reales, créditos suplementarios o extraordinarios durante los periodos de receso legislativo?

Montesquieu- Es verdad, pero con una condición: que en la próxima reunión de las Cámaras dichas ordenanzas sean convertidas en ley. Es imprescindible que medie la aprobación de las mismas.

Maquiavelo– Que medie esa aprobación una vez que el gasto está comprometido, a fin de ratificar lo hecho, no me parece mal.

Montesquieu- Ya lo creo; sin embargo, por desgracia para vos, no se han limitado a eso. La legislación financiera más avanzada prohíbe modificar las previsiones normales del presupuesto, excepto mediante leyes que autoricen apertura de créditos suplementarios y extraordinarios. La erogación no puede ya realizarse sin la intervención del poder legislativo.

Maquiavelo– Pero entonces ya ni siquiera es posible gobernar.

Montesquieu- Parece que sí. Los estados modernos piensan que el voto legislativo del presupuesto terminaría por resultar ilusorio, si se cometiesen abusos en materia de créditos suplementarios y extraordinarios; que, en definitiva, debe poderse limitar los gastos cuando los recursos son también naturalmente limitados; que los acontecimientos políticos no pueden hacer variar a cada instante los hechos financieros, y que los intervalos entre las sesiones son tan prolongados como para que no se pueda proveer, si fuese preciso, por un voto extra-presupuestario.

Se ha llegado aún más lejos; una vez votados los recursos para tales o cuales servicios, ellos pueden, en caso de no ser utilizados, restituirse al tesoro; se ha pensado que es necesario impedir que el gobierno, siempre dentro de los límites de los créditos concedidos, pueda emplear los fondos de un servicio para afectarlos a otro, cubrir este, dejar aquel en descubierto, mediante transferencias de fondos operadas de un ministerio a otro, todo ello en virtud de ordenanzas; pues ello implicaría eludir su destino legislativo y retornar, a través de un ingenioso desvío, a la arbitrariedad financiera.

Se ha imaginado. A tal efecto, lo que se llama la especificidad de los créditos por partidas, es decir, que la votación de las erogaciones tiene lugar por partidas especiales que solo incluyen servicios correlativos y de igual naturaleza para todos los ministerios. Así, por ejemplo, la partida A comprenderá para todos los ministerios el gasto A, la partida B el gasto B y así sucesivamente. Esta combinación conduce a que los créditos no utilizados sean anulados en la contabilidad de los diversos ministerios y transferidos como entradas al presupuesto del año siguiente. Huelga deciros que es responsabilidad ministerial sancionar todas estas medidas. Lo que constituye la cúpula de las garantías financieras es la creación de un tribunal de cuentas, algo así como una corte de casación a su manera, encargada de ejercer en forma permanente las funciones de jurisdicción y de fiscalización de las cuentas, el manejo y empleo de los dineros públicos, teniendo asimismo la misión de señalar los sectores de la administración financiera que pueden ser mejorados desde el doble punto de vista de las entradas y las salidas. Con estas explicaciones basta. ¿No os parece que con una organización de esta naturaleza el poder absoluto se vería en aprietos?

Maquiavelo– Os confieso que esta incursión en las finanzas todavía me aterra. Me habéis cogido por mi lado débil: os dije que era poco entendido en estas materias; mas tendría, os lo aseguro, ministros que sabrían replicar a todo y demostrar el peligro de la mayor parte de tales medidas.

Montesquieu- ¿No podríais, siquiera en parte, hacerlo vos mismo?

Maquiavelo– Desde luego. Reservo a mis ministros la tarea de producir hermosas teorías; en ello consistirá su principal ocupación; en cuanto a mí mismo, más os hablaré de finanzas como político que como economista. Hay un hecho que parecéis propenso a olvidar y es que la cuestión de las finanzas es, de todos los aspectos de la política, el que mejor se ajusta a las máximas del Tratado del Príncipe. Esos Estados con presupuestos tan metódicamente ordenados y sus cuentas oficiales tan en regla, me hacen el efecto de esos comerciantes que, llevando sus libros a la perfección, van a parar a la ruina. ¿Quién, decidme, tiene presupuestos más abultados que vuestros gobiernos parlamentarios? ¿Qué cuesta más caro que la república democrática de los Estados Unidos, que la república monárquica de Inglaterra? Cierto es que los inmensos recursos de esta última potencia se hallan al servicio de la más profunda, la más inteligente de las políticas.

Montesquieu- Os habéis apartado del tema. ¿A dónde queréis llegar?

Maquiavelo– A esto: a que las normas que rigen para la administración financiera de loa Estados no guardan relación alguna con las de la economía doméstica, como al parecer pretenden demostrarlo vuestras concepciones.

Montesquieu- ¡Ah! ¡ah! ¿la misma diferencia que entre la política y la moral?

Maquiavelo– Pues bien, sí, ¿no es acaso esto universalmente reconocido y practicado? ¿Acaso no sucedía lo mismo en vuestros tiempos, mucho menos avanzados sin embargo en este terreno? ¿Y no dijisteis vos mismo que en finanzas de los Estados se permitían licencias que harían ruborizar al más descarriado hijo de familia?

Montesquieu- Dije eso, es verdad, mas si extraéis de ello un argumento favorable a vuestra tesis, será para mí una verdadera sorpresa.

Maquiavelo– Queréis decir, sin duda, que no hay que dar prevalencia a lo que se hace, sino a lo que se debe hacer.

Montesquieu- Precisamente.

Maquiavelo– A ello os respondo que se debe querer lo posible, y que lo que se hace universalmente no puede dejar de hacerse.

Montesquieu- Esto es práctica pura, lo admito.

Maquiavelo– Y tengo la sospecha de que si hiciéramos el balance de las cuentas, como vos decís, mi gobierno, absoluto como es, costaría menos caro que el vuestro; dejemos sin embargo esta disputa que carece de interés. Os equivocáis y mucho si creéis que me aflige la perfección de los sistemas financieros que acabáis de describirme. Me regocijo con vos por la regularidad en la percepción de los impuestos, la integridad de la recaudación; me complace la exactitud de las cuentas, sí, me complace muy sinceramente. ¿Creéis que se trata de que el soberano mete las manos en los cofres del Estado, de que maneja los dineros públicos? Semejante lujo de precauciones es en verdad pueril. ¿Acaso el peligro es este? Tanto mejor, lo digo nuevamente, si los fondos se recaudan, se mueven y circulan con la precisión milagrosa que me habéis explicado. Es mi intención, precisamente,, utilizar para el esplendor de mi reinado todas esas maravillas de contabilidad, todas esas bellezas orgánicas de la materia financiera.

Montesquieu- Tenéis vis comica. Lo que más asombro me causa en vuestras teorías financiera es que están en contradicción formal con lo que al respecto decís en el Tratado del Príncipe, donde aconsejáis severamente, no solo la economía en finanzas, sino hasta la avaricia. ( Tratado del Príncipe, capítulo XVI)

Maquiavelo– Hacéis mal en asombraros, pues desde este punto de vista las épocas no son las mismas, y uno de mis principios más esenciales es el de acomodarse a todos los tiempos. Volvamos a nuestro tema y dejemos por ahora un poco de lado, os lo ruego, lo que me decíais acerca de vuestro tribunal de cuentas: esta institución ¿pertenece al orden judicial?

Montesquieu- No.

Maquiavelo– Es, pues, un cuerpo puramente administrativo. Lo supongo perfectamente irreprochable. Mas no veo qué se adelanta con que verifiquen todas las cuentas. ¿Impide que los créditos se voten, que se realicen los gastos? Sus fallos de verificación no aclaran más la situación que los presupuestos mismos. Es, en verdad, un tribunal que se limita a consignar, sin amonestar; es una institución ingenua que no vale la pena discutir; la conservo tal cual es al parecer, sin inquietud.

Montesquieu- ¡La conserváis, decís! ¿Os proponéis acaso atentar contra los otros sectores de la organización financiera?

Maquiavelo– Me imagino que no lo habréis puesto en duda. ¿O creéis que después de un golpe de Estado político no es inevitable un golpe de Estado financiero? ¿Por qué no me valdré de mi omnipotencia para esto como para lo demás? ¿Qué virtud mágica podría preservar entonces vuestras reglamentaciones financieras? Soy como el gigante de no recuerdo qué cuento, a quien los pigmeos habían cargado de cadenas durante su sueño; y que al levantarse, las rompió sin darse cuenta. Al día siguiente de mi advenimiento, ni siquiera se planteará la cuestión de votar el presupuesto; lo decretaré en virtud de medidas extraordinarias, abriré dictatorialmente los créditos necesarios y los haré aprobar por mi consejo de Estado.

Montesquieu- ¿Y continuaréis así?

Maquiavelo– No, por cierto. A partir del año siguiente, volveré a la legalidad; porque no pretendo destruir directamente cosa alguna, os lo he dicho ya varias veces. Existen reglamentos que son anteriores a mí, y dicto otros nuevos. Me habéis hablado de la votación del presupuesto, por dos leyes diferentes: considero desacertada esta medida. Una situación financiera puede verse mucho mejor cuando se vota al mismo tiempo el presupuesto de entradas y el de salidas. Mi gobierno es un gobierno laborioso; hay que evitar que el tiempo tan precioso de las deliberaciones públicas se pierda en discusiones inútiles. De ahora en adelante, el presupuesto de entradas y el de salidas estarán comprendidos en una sola ley.

Montesquieu- Bien. ¿Y la ley que prohíbe abrir créditos suplementarios salvo mediante el voto previo de la Cámara?

Maquiavelo– La derogo; creo que comprenderéis la razón.

Montesquieu- La comprendo.

Maquiavelo– Es una ley que sería inaplicable bajo cualquier régimen.

Montesquieu- ¿Y la discriminación de los créditos, el voto por partidas?

Maquiavelo– Imposible mantenerla: el presupuesto de gastos no se votará más por partidas, sino por ministerios.

Montesquieu- Esto me perece un error grande como una montaña, pues el voto por ministerio solo presenta al examen de cada uno de ellos un total. Es utilizar, para tamizar los gastos públicos, un tonel sin fondo en lugar de una criba.

Maquiavelo– Esto no es exacto, porque cada crédito, tomado en su conjunto, presenta distintos elementos, partidas como vos decís; se las examinará si se quiere, pero la votación se hará por ministerio, xon la facultad de hacer transferencias de una partida a otra.

Montesquieu- ¿Y de un ministerio a otro?

Maquiavelo– No, no llegaré a tanto; quiero mantenerme dentro de los límites de lo necesario.

Montesquieu- Sois en verdad moderado; ¿y creéis que estas innovaciones financieras no sembrarán la alarme en el país?

Maquiavelo– ¿Por qué queréis que alarmen más que mis otras medidas políticas?

Montesquieu- Pues porque estas atentan contra los intereses materiales de todo el mundo.

Maquiavelo– ¡Ho! esos son matices demasiado sutiles.

Montesquieu- ¡Sutiles! ¡Habéis elegido bien la palabra! No hagáis vos mismo sutilezas y decid sencillamente que país que no puede defender sus libertades, no puede defender su dinero.

Maquiavelo– ¿De qué podrán quejarse, puesto que he conservado los principios esenciales del derecho público en materia financiera? ¿Acaso no se establece, no se recauda regularmente el impuesto? ¿Acaso no se votan regularmente los créditos? ¿Acaso aquí como en otras partes, no descansa todo sobre la base del sufragio popular? No, mi gobierno no estará, sin duda, reducido a la indigencia. El pueblo que me ha aclamado, no solo soporta a gusto el resplandor del trono, sino que loa quiere, lo busca en un príncipe que es la expresión de su poderío. Solo odia realmente una cosa, y es la riqueza de sus semejantes.

Montesquieu- No os escapéis todavía; no habéis llegado a la meta; con mano inexorable os traigo nuevamente a la cuestión del presupuesto. Por más que digáis, su organización misma detiene el desarrollo de vuestro poderío. Es un marco de cual es posible evadirse, pero solo con riesgos y peligros. Se lo publica, sus elementos son conocidos; permanece como el barómetro de la situación.

Maquiavelo– Concluyamos, pues, con este punto, ya que así lo queréis.

DIALOGO VIGECIMO

Maquiavelo– El presupuesto es un marco, decís; sí, pero un marco elástico que se adapta a la medida de nuestros deseos. Y estaré siempre dentro de ese marco, jamás fuera.

Montesquieu- ¿Qué queréis decir?

Maquiavelo– ¿Debo y enseñaros cómo ocurren las cosas, aun en los Estados donde la organización presupuestaria ha sido llevada a su grado más lato de perfección? La perfección consiste precisamente en saber salir, por medio de ingeniosos artificios, de un sistema de limitación puramente ficticio en verdad.

¿Qué es vuestro presupuesto anualmente votado? Nada más que un reglamento provisorio, un cálculo, apenas aproximado, de los principales hechos financieros. La situación jamás es definitiva sino después de concretados los gastos que la necesidad ha hecho surgir en el correr del año. En vuestros presupuestos, se discriminan no sé cuántas variedades de créditos que responden a todas las eventualidades posibles: los créditos complementarios, suplementarios, extraordinarios, provisorios, excepcionales, ¡qué se y! Y cada uno de estos créditos origina, por sí solo, otros tantos presupuestos diferentes. Ved ahora cómo ocurren las cosas. El presupuesto general, el que se vota al comienzo del año, indica, supongamos, en total, un crédito de 800 millones. Al llegar a la mitad del año, los hechos financieros ya no corresponden a las previsiones primitivas; entonces se presenta ante las Cámaras lo que se llama un presupuesto rectificativo, y este presupuesto agrega 100, 150 millones a la cifra original. Llega a continuación el presupuesto suplementario: agrega 60 o 60 millones; y por último, la liquidación, que a su vez agrega otros 15, 20 o 30 millones. En suma, en el balance general, la diferencia total es un tercio de la cifra prevista. Sobre esta última cifra recae, en forma de homologación, el voto legislativo de las Cámaras. De esta manera, al cabo de diez años, se puede duplicar y hasta triplicar el presupuesto.

Montesquieu- No pongo en duda que esta acumulación de gastos pueda ser el resultado de vuestras maniobras financieras; sin embargo, en los Estados donde se eviten vuestros procedimientos, no acontecerá nada semejante. Además, no habéis terminado aún: es imprescindible, en definitiva, que los gastos se equilibren con los ingresos; ¿cómo pensáis lograr tal cosa?

Maquiavelo– Se puede decir que aquí todo depende del arte de agrupar las cifras y de ciertas discriminaciones de gastos, con cuya ayuda se obtiene la latitud necesaria. Así, por ejemplo, la discriminación entre el presupuesto ordinario y el presupuesto extraordinario puede prestar un importante auxilio. Al amparo de la palabra extraordinario pueden encubrirse fácilmente ciertos gastos discutibles y determinados ingresos más o menos problemáticos. Supongamos que tengo, por ejemplo, 20 millones de gastos, a los cuales es preciso hacer frente con 20 millones de ingresos; registro en el haber una indemnización de guerra de 20 millones, no cobrada aún, pero que lo será más tarde, o de lo contrario un aumento de 20 millones en el producto de los impuestos, que recaudará al año siguiente. Esto en cuanto a las entradas; no multiplico los ejemplos. Con respecto a los gastos, se puede recurrir al procedimiento contrario: en lugar de agregar, se deduce. De este modo se separarán, por ejemplo, del presupuesto de gastos, los correspondientes a la percepción de los impuestos.

Montesquieu- ¿Y con qué pretexto, queréis decirme?

Maquiavelo– Se puede decir, y a mi entender con razón, que no constituye un gasto del Estado. Se puede incluso, por la misma razón, no hacer figurar en el presupuesto de gastos lo que cuesta el servicio provincial y comunal.

Montesquieu- Podéis ver que no discuto nada de todo esto; pero ¿qué hacéis con esos ingresos que son déficit, y con los gastos que elimináis?

Maquiavelo– La solución, en esta materia, estriba en la diferencia entre el presupuesto ordinario y el extraordinario. Es en este último donde deben figurar los gastos que os preocupan.

Montesquieu- Pero en última instancia estos dos presupuestos se suman y la cifra definitiva de los egresos sale a la luz.

Maquiavelo– No se deben sumar; al contrario. El presupuesto ordinario aparece solo; el extraordinario es inexacto al que se subviene por otros medios.

Montesquieu- ¿Y cuáles son estos medios?

Maquiavelo– No me hagáis ir tan de prisa. Veis, pues, ante todo que existe una manera particular de presentar el presupuesto, de disimular, si el preciso, su elevación creciente. No hay gobierno alguno que no se vea en la necesidad de actuar así; en los países industriales existen recursos inagotables, más como vos mismo lo señalabais, esos países son avaros, desconfiados: cuestionan los gastos más necesarios. La política financiera, lo mismo que la otra, no puede ya jugarse con las cartas a la vista; uno se vería detenido a cada paso; sin embargo, en definitiva, y gracias, convengo con ello, al perfeccionamiento del sistema presupuestario, todo concuerda, todo está clasificado, y si el presupuesto tiene sus misterios, tiene también sus transparencias.

Montesquieu- Sin suda sólo para los iniciados. Advierto que convertiréis la legislación financiera en un formalismo tan impenetrable como el procedimiento judicial de los romanos, en los tiempos de las Doce Tablas. Prosigamos empero. Puesto que vuestros gastos aumentan, es imprescindible que vuestros recursos se incrementen en la misma proporción. ¿Hallaréis, como Julio César, un valor de dos mil millones de francos en los cofres del Estado, o descubriréis las minas del Potosí?

Maquiavelo– Tenéis ocurrencias harto ingeniosas; haré lo que hacen todos los gobiernos posibles: pediré préstamos.

Montesquieu- Aquí quería traeros. Cierto es que son pocos los gobiernos que no se ven en la necesidad de recurrir al préstamo; mas es cierto también que están obligados a utilizarlos con moderación; no podrían, sin inmoralidad y sin peligro, gravar a las generaciones futuras con cargas exorbitantes y desproporcionadas a los recursos probables. ¿En qué forma se hacen los empréstitos? Mediante emisiones de títulos que contienen la obligación por parte del gobierno de pagar un interés en proporción al capital facilitado. Di el empréstito es al 5%, por ejemplo, el Estado, al cabo de veinte años, ha pagado una suma igual al capital recibido; al cabo de cuarenta, una suma doble; al cabo de sesenta, el triple, y sigue, no obstante, siendo deudor de la totalidad del capital. Se puede agregar que si el Estado aumentase indefinidamente su deuda, sin hacer nada por disminuirla, se verá ante la imposibilidad de tomar nuevos préstamos o ante la quiebra. Estos resultados son fáciles de entender: no hay país alguno donde no sea comprendido por todos. Es por ello que los Estados modernos han procurado introducir una limitación necesaria al incremento de los impuestos. Han imaginado, a tal efecto, lo que se llama el sistema de amortización, una combinación realmente admirable por su simplicidad y por la practicidad de su ejecución. Se ha creado un fondo especial, cuyos recursos capitalizados se destinan al rescate permanente de la deuda pública, en cuotas sucesivas; de este modo, cada vez que el Estado realiza un empréstito, debe dotar al fondo de amortización de cierto capital destinado a redimir, dentro de un lapso dado, la nueva deuda. Como veis, este sistema de limitación es indirecto, y en ello radica su fuerza. Por medio de la amortización, el país dice a su gobierno: pediréis un empréstito si os veis forzado a hacerlo, sea; pero deberéis procuraros sin cesar por hacer frente a la nueva obligación que contraéis en mi nombre. Cuando uno está obligado a amortizar constantemente, piensa dos veces antes de tomar un préstamo. Si amortizáis con regularidad, os concedo vuestros préstamos.

Maquiavelo– ¿Y por qué pretendéis que amortice, queréis decirme? ¿Cuáles son los Estados en que la amortización se realiza en forma regular? Hasta en Inglaterra se admite la prórroga; el ejemplo cunde, me imagino; lo que no se hace en parte alguna, no puede hacerse.

Montesquieu- ¿Así que suprimís la amortización?

Maquiavelo– No he dicho tal cosa, no mucho menos; permitiré el funcionamiento de ese mecanismo y mi gobierno empleará los fondos que produce; esta combinación resultará muy ventajosa. En oportunidad de presentarse el presupuesto se podrá, de vez en cuando, hacer figurar en las entradas el producto de la amortización del año siguiente.

Montesquieu- Y al año siguiente figurará en las salidas.

Maquiavelo– Eso no lo sé, dependerá de las circunstancias, pues mucho lamentaré que esta institución no pueda funcionar con más regularidad. A este respecto, la explicación les sería a mis ministros harto dolorosa. Dios mío, no pretendo que, desde el punto de vista financiero, mi administración no habrá de tener ciertos aspectos criticables; sin embargo, cuando los hechos están convenientemente presentados, se pasan por alto muchas cosas. No olvidéis que la administración financiera es, en muchos sentidos una cuestión de prensa.

Montesquieu- ¿Qué estáis diciendo?

Maquiavelo– ¿No me habéis dicho que la esencia misma del presupuesto era la publicidad?

Montesquieu- Sí.

Maquiavelo– Y bien, ¿acaso los presupuestos no van acompañados de informes, explicaciones, documentos oficiales de todo tipo? ¡Cuántos recursos proporcionan al soberano estas comunicaciones públicas, cuando se encuentra rodeado de hombres hábiles! Deseo que mi ministro de finanzas hable el lenguaje de las cifras con claridad admirable y que en su estilo literario sea, además, de una pureza irreprochable.

Es conveniente repetir sin cesar lo que es verdad, o sea que "la gestión de los dineros públicos se realiza en la actualidad a la luz del día".

Esta proposición incontestable debe ser presentada en mil formas distintas; quiero que se escriban frases como ésta:

"Nuestro sistema de contabilidad, fruto de una larga experiencia, se singulariza por la claridad y la certeza de sus procedimientos. No sólo impide abusos sino que no proporciona a nadie, desde el último de los funcionarios hasta el Jefe de Estado mismo, ninguna posibilidad de desviar de su destino la mínima suma, ni de malversarla."

Utilizaremos vuestro lenguaje: ¿acaso hay otro mejor? Y diremos:

"La excelencia del sistema financiero descansa sobre dos bases: control y publicidad. El control impide que un solo céntimo pueda salir de las manos de los contribuyentes para ingresar en las cajas públicas, pasar de una caja a otra, y salir de ella para ir a parar a manos de un acreedor del Estado, sin que la legitimidad de su percepción, la regularidad de sus movimientos, la legitimidad de su empleo, sean fiscalizados por agentes responsables, verificados judicialmente por magistrados inamovibles, y definitivamente sancionados por la Cámara legislativa".

Montesquieu- ¡Oh Maquiavelo!, no hacéis más que burlaros, mas vuestras burlas tienen algo de infernal.

Maquiavelo– Olvidáis donde nos encontramos.

Montesquieu- Desafiáis al cielo.

Maquiavelo– Dios sondea los corazones.

Montesquieu- Continuad.

Maquiavelo– Al comienzo del año presupuestario, el superintendente de finanzas hablará de esta manera:

" Nada altera, asta este momento, las previsiones del presupuesto actual. Sin forjarnos ilusiones, tenemos la más serias razones para esperar que, por primera vez después de muchos años, el presupuesto, a pesar del servicio de empréstitos, presentará en resumidas cuentas, u equilibrio real. Este resultado tan deseable, obtenido en tiempos excepcionalmente difíciles, es la mejor prueba de que el movimiento ascendente de la riqueza pública no se ha retrasado jamás".

Maquiavelo– Aroseguid.

Maquiavelo– Con referencia a esto, se hablará de la amortización, que tanto os preocupaba hace un instante; se dirá:

"Muy pronto comenzará a funcionar la amortización. Si el proyecto que se ha concebido se concretase, si las rentas del Estado continuasen progresando, no sería posible que en el presupuesto que se presentará dentro de cinco años, las deudas públicas quedasen saldadas merced a un excedente en los ingresos".

Montesquieu- Vuestras esperanzas son a largo plazo; pero a propósito de la amortización, si después de haber prometido ponerla en funcionamiento, nada se hace, ¿qué diréis?

Maquiavelo– Se dirá que no se había elegido bien el momento, que todavía es preciso esperar. Se puede llegar mucho más lejos: ciertos economistas reputados cuestionan la eficacia real de la amortización. Esas teorías, las conocéis, puedo recordároslas.

Montesquieu- Es inútil.

Maquiavelo– Se hace publicar esas teorías por periódicos no oficiales, uno mismo las insinúa, y por fin un día se las puede confesar en alta voz.

Montesquieu- ¡Cómo! ¡Después de haber reconocido anteriormente la eficacia de la amortización, de haber exaltado sus méritos!

Maquiavelo– Más, ¿acaso los datos de la ciencia no cambian? ¿Acaso un gobierno esclarecido no debe seguir, paso a paso, los progresos económicos de su siglo?

Montesquieu- Nada más perentorio. Dejemos la amortización. Cuando no hayáis podido cumplir ninguna de vuestras promesas, cuando, después de haber hecho vislumbrar excedentes de ingresos, os encontraréis desbordado por las deudas, ¿qué diréis?

Maquiavelo– Tendremos, si es menester, la audacia de reconocerlo. Semejante franqueza, cuando emana de un poder fuerte, honra a los gobiernos y emociona a los pueblos. En compensación, mi ministro de finanzas se empeñará en demostrar que la elevación de la cifra de gastos no significa nada. Dirá, lo que es verdad: "Que la práctica financiera demuestra que los descubiertos nunca se confirman plenamente, que en el correr del año surgen por lo general nuevos recursos, principalmente en virtud del aumento del producto de los impuestos; que, por lo demás, una porción considerable de los créditos votados, al no haber sido utilizada, quedará anulada".

Montesquieu- ¿Y esto ocurrirá?

Maquiavelo– Algunas veces hay, vos lo sabéis, en finanzas, frases hechas, expresiones estereotipadas, que cansan profunda impresión en el público, lo calman, lo tranquilizan.

Así, al presentar con arte tal o cual deuda pasiva, se dice: "Esta cifra no tiene nada de exorbitante; – es normal, concuerda con los antecedentes presupuestarios; – la cifra de la deuda flotante es simplemente tranquilizadora. Hay una multitud de locuciones parecidas que no voy a citaros, porque existen otros artificios prácticos, más importantes, acerca de los cuales debo llamar vuestra atención.

En primer término, es preciso insistir en todos los documentos oficiales, sobre la prosperidad, la actividad comercial y el progreso siempre creciente del consumo.

Cuando al contribuyente se le repiten estas cosas, se impresiona menos por la desproporción de los presupuestos, y es posible repetírselas hasta el cansancio sin que en ningún momento desconfíe; tan mágico es el efecto que los papeles autenticados producen en el espíritu de los tontos burgueses. Cuando el equilibrio entre los presupuestos se rompe, y se desea, para el año siguiente, preparar el espíritu público para un desengaño, se anuncia por anticipado, en un informe, que el año próximo el descubierto sólo ascenderá a tanto.

Si es descubierto resulta inferior a lo previsto, es un verdadero triunfo; si es superior, se dice: "El Déficit ha sido mayor que el que se había previsto; sin embargo, el año precedente alcanzó una cifra más alta; en resumidas cuentas, la situación ha mejorado, pues se ha gastado menos pese a haber atravesado circunstancias excepcionalmente difíciles: guerra, hambre, epidemias, crisis imprevistas de subsistencias, etc."

" No obstante, el año próximo, el aumento de las entradas permitirá, según todas las probabilidades, alcanzar el equilibrio tan largamente anhelado: se reducirá la deuda, y el presupuesto resultará convenientemente equilibrado. Todo permite esperar que este progreso continúe, y, salvo acontecimientos extraordinarios, el equilibrio pasará a ser lo habitual en nuestras finanzas, como es la norma"

Montesquieu- Esto es alta comedia; no se adquirirá el hábito, ni se aplicará la norma, pues me imagino que, bajo vuestro reinado, siempre habrá alguna circunstancia extraordinaria, una guerra, una crisis de subsistencias.

Maquiavelo– No sé si habrá crisis de subsistencias; lo que es indudable, es que mantendré muy alto el estandarte de la dignidad nacional.

Montesquieu- Es lo menos que podéis hacer. Si conquistáis la gloria, no os deberán por ello ninguna gratitud, pues esa gloria, en vuestras manos, no es más que un instrumento de gobierno; no será elle la que amortizará las deudas de vuestro Estado.

DIALOGO VIGECIMOPRIMERO

Maquiavelo– Me temo que abriguéis ciertos prejuicios con respecto a los empréstitos; son valiosos en más de un sentido: vinculan las familias al gobierno; constituyen excelentes inversiones para los particulares, y los economistas modernos reconocen formalmente en nuestros días que, lejos de empobrecer a los Estados, las deudas públicas los enriquecen. ¿Me permitís que os explique cómo?

Montesquieu- No, porque creo conocer esas teorías. Puesto que siempre habláis de tomar en préstamo y jamás reembolsar, quisiera saber ante todo a quién pensáis pedir tantos capitales, y con qué motivos los solicitaréis.

Maquiavelo– Las guerras exteriores prestan, para ello, un valioso auxilio. A los grandes estados les permite obtener préstamos de 500 a 600 millones; se procura gastar la mitad o los dos tercios, y el resto va a parar al Tesoro, para los gastos internos.

Montesquieu- ¡Quinientos o seiscientos millones! ¿Y cuáles son los banqueros de los tiempos modernos que pueden negociar préstamos cuyo capital equivaldría, por sí solo, a toda la riqueza de ciertos Estados?

Maquiavelo– ¡Ah!, ¿estáis todavía en esos procedimientos rudimentarios? Permitid que os lo diga, es casi la barbarie en materia de economía financiera. En nuestros días, los préstamos ya no se piden a los banqueros.

Montesquieu- ¡Y a quién, entonces?

Maquiavelo– En lugar de concertar negocios con capitales, que se entienden entre ellos para eliminar la puja, cuyo exiguo número suprime la competencia, uno se dirige a todos sus súbditos: a los ricos, a los pobres, a los artesanos, a los comerciantes, a quienquiera tenga algún dinero disponible; se abre en suma, lo que se llama una suscripción pública y, para que todos y cada uno pueda adquirir rentas, se la divide en cupones de sumas muy pequeñas. Luego se venden a diez francos de renta, cinco francos de renta hasta cien mil, un millón de francos de renta. Al día siguiente de su emisión, el valor de estos títulos estará en alza, se valorizan, se dice; una vez que el hecho se conoce, todos se precipitan a adquirirlos: es lo que se llama el delirio. En los pocos días los cofres del Tesoro rebosan; se recibe tanto dinero que no se sabe dónde meterlo; sin embargo, uno se las arregla para tomarlo, porque si la suscripción supera el capital de las rentas emitidas, uno puede darse el lujo de producir un profundo efecto en la opinión pública.

Montesquieu- ¡Ha!

Maquiavelo– Se devuelve a los retrasados su dinero. Esto se hace con bombos y platillos, y con el acompañamiento de una vasta publicidad periodística. Es el efecto teatral previsto. El excedente asciende algunas veces a doscientos o trescientos millones: juzgad hasta qué punto esta confianza del país en el gobierno se contagia al espíritu público.

Montesquieu- Una confianza que, por lo que entreveo, se confunde con un desenfrenado espíritu de agiotaje. Había oído hablar, es cierto, de esta combinación, pero todo, en vuestra boca, es verdaderamente fantasmagórico. Pues bien, sea, tenéis dinero a manos llenas…

Maquiavelo– Tendré más aún de lo que imagináis, porque en las naciones modernas hay fuertes instituciones bancarias que pueden prestar directamente al Estado 100 y 200 millones a la tasa de interés ordinario; también las grandes ciudades pueden prestar. En esas mismas naciones existen otras instituciones llamadas de previsión: son cajas de ahorros, cajas de socorros, cajas de pensiones y retiros. El Estado acostumbra a exigir que sus capitales, que son inmensos, que pueden algunas veces elevarse a 500 o 600 millones, ingresen al Tesoro público, donde se incorporan al fondo común, pagándose intereses insignificantes a quienes los depositan.

Por lo demás, los gobiernos pueden procurarse fondos en la misma forma que los banqueros. Emiten bonos a la vista por sumas de 200 o 300 millones, especies de letras de cambio sobre las que la gente se abalanza antes de que entren en circulación.

Montesquieu- Permitidme que os interrumpa; no habláis de nada más que de pedir préstamos o de emitir letras de cambio; ¿nunca os preocuparéis por pagar alguna cosa?

Maquiavelo– Debo deciros todavía que, en caso de necesidad, se pueden vender los dominios del Estado.

Montesquieu- ¡Ahora vendéis! Pero en definitiva, ¿no os preocuparéis por pagar?

Maquiavelo– Sin duda alguna; ha llegado el momento de deciros ahora en qué forma se hace frente al pasivo.

Montesquieu- Se hace frente al pasivo, decís: desearía una expresión más exacta.

Maquiavelo– Me sirvo de esta expresión porque la considero de una exactitud real. No siempre se puede redimir al pasivo, pero en cambio se la puede hacer frente; hasta es una expresión muy enérgica, pues el pasivo es un enemigo temible.

Montesquieu- Y bien, ¿cómo le haréis frente?

Maquiavelo– Los medios para este fin son muy variados; ante todo están los impuestos.

Montesquieu- Es decir, el pasivo empleado para pagar el pasivo.

Maquiavelo– Me habláis como economista, no como financiero. No confundáis. Con el producto de un impuesto se puede pagar en realidad. Sé que el impuesto suscita protestas; si el que se ha establecido molesta, se lo sustituye por otro, o se restablece el mismo con otro nombre. Hay quienes tienen un gran arte, vos lo sabéis, para descubrir los puntos vulnerables en materia impositiva.

Montesquieu- No tardaréis en aplastarlo, me imagino.

Maquiavelo– Hay otros medios: está lo que se llama la conversión.

Montesquieu- ¡Ah! ¡ah!

Maquiavelo– Esto en lo relativo a la deuda llamada consolidada, es decir, la proveniente de la emisión de empréstitos. Se dice, por ejemplo, a los rentistas del Estado: hasta hoy os he pagado el 5 por ciento de vuestro dinero; ésa era la tasa de vuestra renta. En adelante no os pagaré más que el 4.5 o el 4 por ciento. O consentís a esta reducción o recibís el reembolso del capital que me habéis prestado.

Montesquieu- Mas si en verdad se devuelve el dinero el proceder me parece todavía bastante honesto.

Maquiavelo– Se devuelve, sin duda, si alguien lo reclama; muy pocos, sin embargo, se toman esa molestia; los rentistas tienen sus hábitos; sus fondos están colocados; ellos tienen confianza en el Estado; prefieren una renta menor y una inversión segura. Si todo el mundo reclamase el dinero, es evidente que el Tesoro se vería en figurillas. Pero esto no sucede jamás y por este medio uno se libra de un pasivo de varias centenas de millones.

Montesquieu- Es por más que se diga, un expediente inmoral; un empréstito forzado que debilita la confianza pública.

Maquiavelo– No conocéis a los rentistas. He aquí otra combinación relativa a otro tipo de deuda. Os decía hace un instante que el Estado tenía a su disposición los fondos de las cajas de previsión y que se servía de ellos mediante el pago de un exiguo interés, con el compromiso de restituirlos al primer requerimiento. Si, después de haberlos manejado durante largo tiempo, no está más en condiciones de devolverlos, consolida la deuda que flota entre sus manos.

Montesquieu- Sé lo que significa esto; el Estado dice a los depositantes: Queréis vuestro dinero; ya no lo tengo; tenéis la renta.

Maquiavelo– Precisamente, y consolida de la misma manera todas las deudas que no puede redimir. Consolida los bonos del tesoro, las deudas contraídas con las ciudades, con los bancos, en suma todas aquellas que muy pintorescamente se llaman la deuda flotante, porque se compone de créditos con asiento indeterminado, y cuyo vencimiento es más o menos próximo.

Montesquieu- Tenéis medios singulares para liberar al Estado.

Maquiavelo– ¿Qué podéis reprocharme? ¿Hago acaso algo distinto de lo que hacen los demás?

Montesquieu- ¡Oh!, si todo el mundo lo hace, sería preciso, en efecto, ser muy duro para reprochárselo a Maquiavelo.

Maquiavelo– No os menciono ni la milésima parte de las combinaciones que es posible emplear. Lejos de temer el acrecentamiento de las rentas perpetuas, quisiera que la riqueza pública en pleno estuviese invertida en rentas; haría que las ciudades, las comunas, los establecimientos públicos convirtiesen en rentas sus inmuebles o sus capitales mobiliarios. El interés mismo de mi dinastía me ordenaría adoptar estas medidas financieras. No habría en mi reino un solo escudo que no estuviese sujeto por un hilo a mi existencia.

Montesquieu- Mas, aun desde este punto de vista, desde este punto de vista fatal ¿lograréis vuestro propósito? ¿No os precipitáis de la manera más directa, a través de la ruina del Estado, a vuestra propia ruina? ¿No sabéis que en todas las naciones de Europa existen vastos mercados de fondos públicos, donde la prudencia, la sabiduría, la probidad de los gobiernos se pone en subasta? De la manera en que manejáis vuestras finanzas, vuestros fondos serían rechazados con pérdida en los mercados extranjeros, y se cotizarían a los precios más bajos aun en la Bolsa de vuestro propio reino.

Montesquieu- Mstáis en un flagrante error. Un gobierno glorioso, como sería el mío, no puede sino gozar de amplio crédito en el exterior. En el interior, su vitalidad dominaría todos los temores. No quisiera, por lo demás, que el crédito de mi Estado dependiese de las congojas de algunos mercaderes; dominaría a la Bolsa por medio de la Bolsa.

Montesquieu- ¿Todavía más?

Montesquieu- Tendría establecimientos de crédito gigantescos, instituciones en apariencia para prestar a la industria, pero cuya función más real consistirá en sostener la renta. Capaces de lanzar sobre la plaza de títulos por 400 o 500 millones, o de enrarecer el mercado en las mismas proporciones, esos monopolios financieros serán siempre dueños de la situación. ¿Qué opinas de esta combinación?

Montesquieu- ¡Cuántos buenos negocios realizarán en esas casas vuestros ministros, vuestros favoritos, vuestras amantes! ¿Queréis decir que vuestro gobierno va a realizar operaciones bursátiles al amparo del secreto de Estado?

Maquiavelo.- ¡Qué estáis diciendo!

Montesquieu- Explicadme si no la existencia de tales casas. En tanto permanecíais en el terreno de las doctrinas, uno podía equivocarse acerca del verdadero nombre de vuestra política; desde que estáis en las aplicaciones, ya no es posible. Vuestro gobierno será único en la historia; nadie podrá jamás calumniarlo.

Maquiavelo.- Si alguien en mi reino se atreviese a decir lo que acabáis de sugerir, desaparecería como fulminado por un rayo.

Montesquieu- El rayo es un magnífico argumento; os hace feliz tenerlo a vuestra disposición. ¿Habéis concluido con las finanzas?

Maquiavelo.- Sí.

Montesquieu- La hora avanza a pasos agigantados.

CUARTA PARTE

DIALOGO VIGECIMOSEGUNDO

Montesquieu- Antes de haberos escuchado, no conocía bien ni el espíritu de las leyes ni el espíritu de las finanzas. Os debo el haberme enseñado uno y otro. Tenéis en vuestras manos el más grande de los poderes de los tiempos modernos: el dinero. Podéis procuraros con él casi todo cuanto deseáis. Con tan prodigiosos recursos haréis sin duda grandes cosas; ha llegado por fin el momento de demostrar que el bien puede surgir del mal.

Maquiavelo.- Es, en efecto, lo que me propongo demostraros.

Montesquieu- Veamos, pues.

Maquiavelo.- La más grande de mis buenas obras será ante todo el haber proporcionado a mi pueblo la paz interior. Bajo mi reinado se reprimen las malas pasiones, los buenos se tranquilizan y los malvados tiemblan. A un país desgarrado antes de mí por las facciones, le he devuelto la libertad, la dignidad, la fuerza.

Montesquieu- Después de haber cambiado tantas cosas, ¿no habréis por ventura cambiado el sentido de las palabras?

Maquiavelo.- La libertad no consiste en la licencia, así como tampoco la dignidad y la fuerza consisten en la insurrección y el desorden. Mi imperio, apacible en el interior, será glorioso en el exterior.

Montesquieu- ¿Cómo?

Maquiavelo.- Haré la guerra en las cuatro partes del mundo. Cruzaré los Alpes, como Aníbal; guerrearé en la India, como Alejandro; en Libia, como Escipión; iré al Atlas y al Taurus, desde las riberas del Ganges hasta las del Mississipi, del Mississipi al río Amur. La muralla china se derrumbará ente mi nombre; mis legiones victoriosas defenderán, en Jerusalem, la tumba del Salvador; en Roma, al vicario de Jesucristo; sus pasos ahollarán en el Perú el polvo de los incas, en Egipto las cenizas se Sestrosis, en Mesopotamia las de Nabucodonosor. Descendiente de Cesar, de Augusto y Carlomagno, vengaré, en las orillas del Danubio, la derrota de Varus; en las del Adigio, el desastre de Cannes; en el Báltico, los ultrajes de los normandos.

Montesquieu- Dignaos deteneros, os lo imploro. Si así vengáis las derrotas de todos los grandes capitanes, no daréis abasto. No os compararé con Luis XIV, a quien Boileau decía: Gran rey, cesa de vencer o y ceso de escribir; esta comparación os humillaría. Os concedo que ningún héroe de la antigüedad ni de los tiempos modernos podría compararse con vos.

Empero, no se trata de esto: la guerra en sí misma es un mal; en vuestras manos sirve para hacer soportar un mal más grande aún, la servidumbre; ¿dónde está, entonces, en todo esto el bien que me habéis prometido hacer?

Maquiavelo.- No es caso de valerse de equívocos; la gloria es ya por sí misma un inmenso bien; es el más poderoso de los capitales acumulados; un soberano que posee la gloria posee todo lo demás. El terror de los Estados vecinos, el árbitro de Europa. Su crédito se impone invenciblemente, pues por más que hayáis perorado acerca de la esterilidad de las victorias, la fuerza jamás abdica sus derechos. Se simulan guerras de ideas, se hace despliegue de desinterés y, un buen día, se termina por apoderarse de una provincia que se codicia y por imponer un tributo de guerra a los vencidos.

Montesquieu- Mas, permitidme, en ese sistema está perfectamente bien actuar así, si se puede; de lo contrario, la profesión militar sería necia en demasía.

Maquiavelo.- ¡Al fin! ¿Véis como nuestras ideas comienzan a aproximarse un tanto?

Montesquieu- Sí, como el Atlas y el Taurus. Veamos las otras grandes obras de vuestro reinado.

Maquiavelo.- No desdeño tanto como vos lo parecéis creer un paralelo con Luis XIV. Creo tener más de una semejanza con ese monarca; como él, haría construcciones gigantescas; sin embargo, en este terreno, mi ambición llegaría mucho más lejos que la suya y que la de los potentados más famosos; quisiera demostrar al pueblo que los monumentos cuya construcción otrora exigía siglos, los levanto y en pocos años. Los palacios de los reyes que me precedieron caerán bajo el martillo de los demoledores para volver a alzarse rejuvenecidos por formas nuevas; derrumbaré ciudades enteras para reconstruirlas de acuerdo con planes más regulares, para obtener más armoniosas perspectivas. No podéis imaginaros hasta qué punto las construcciones ligan los pueblos a sus monarcas. Se podría decir que perdonan fácilmente que se destruyan sus leyes a condición de que se les construyan mansiones. Veréis, además, dentro de un instante, que las construcciones sirven para fines de singular importancia.

Montesquieu- Y después de construir, ¿qué pensáis hacer?

Maquiavelo.- Os corre demasiada prisa: ¿acaso el número de las buenas acciones es ilimitado? ¿Queréis decirme, os lo ruego, si desde Sestrosis hasta Luis XIV, hasta Pedro I, los dos puntos cardinales de los grandes reinados no fueron la guerra y las construcciones?

Montesquieu- Es verdad; mas se han visto, sin embargo, soberanos absolutos que se preocuparon por dictar buenas leyes, por mejorar las costumbres, por introducir en ellas la sencillez y la decencia. Los hubo que se preocuparon por el orden de las finanzas, en la economía; quienes procuraron dejar tras de sí instituciones perdurables, paz y tranquilidad, y aun algunas veces la libertad.

Maquiavelo.- ¡Oh!, todo eso se hará. Si vos mismo acabáis de reconocer que los soberanos absolutos tienen sus lados buenos.

Montesquieu- ¡Ay!, no en demasía. Tratad, no obstante, de probarme lo contrario.

¿Podéis nombrarme alguna buena?

Maquiavelo.- Daré un impulso prodigioso al espíritu de empresa: mi reinado será el reinado de los negocios. Encauzará la especulación por vías nuevas y hasta entonces desconocidas. Hasta se aflojarán algunas de las clavijas de mi administración. Eximiré de reglamentaciones a una multitud de industrias: los carniceros, los panaderos, los empresarios teatrales serán libres.

Montesquieu- ¿Libres de hacer qué?

Maquiavelo.- Libres de amasar el pan, libres de vender la carne y libres de organizar empresas teatrales, sin el permiso de la autoridad.

Montesquieu- No sé lo que esto significa. En los pueblos modernos la libertad de la industria es parte del derecho común. ¿No tenéis nada mejor para enseñarme?

Maquiavelo.- Me ocuparé sin cesar del bienestar del pueblo. Mi gobierno le procurará trabajo.

Montesquieu- Dejad que el pueblo lo encuentre por sí mismo, será mejor. Los poderes políticos no tienen derecho a ganar popularidad con los dineros de sus súbditos. Las rentas públicas no son otra cosa que una cotización colectiva, cuyo producto solo debe utilizarse para los servicios generales; las clases obreras, cuando se las habitúa a depender del Estado, caen en el envilecimiento; pierden su energía, su entusiasmo, su capacidad mental para la industria. El salario estatal les sume en una especie de vasallaje, del que ya no podrán salvarse sino destruyendo al Estado mismo. Vuestras construcciones engullen sumas enormes en gastos improductivos, enrarecen los capitales, matan a la pequeña industria, aniquilan el crédito en las capas inferiores de la sociedad. Al término de todas vuestras combinaciones, se alza el hambre. Haced economías y construid después. Gobernad con moderación, con justicia, gobernad lo menos posible y el pueblo no tendrá nada que reclamaros porque no tendrá necesidad de vos.

Maquiavelo.- ¡Ah!, con qué fría mirada contempláis las miserias del pueblo. Los principios de mi gobierno son muy otros; llevo dentro de mi corazón a los seres sufrientes, a los humildes. Me indigno cuando veo a los ricos proporcionarse placeres inaccesibles a la mayoría. Haré todo cuanto esté a mi alcance por mejorar la condición de los trabajadores, de los jornaleros, de los que se doblegan bajo el peso de la necesidad social.

Montesquieu- Bueno, pues; comenzad entonces por darles los recursos que afectáis a los emolumentos de vuestros altos dignatarios, de vuestros ministros, de vuestros personajes consulares. Reservadles las larguezas que a manos llenas prodigáis a vuestros pajes, a vuestros cortesanos, a vuestras queridas.

Haced más aún, renunciad a la púrpura, cuya sola visión es una afrenta a la igualdad de los hombres. Desembarazaos de los títulos de Majestad, Alteza, Excelencia, que en los oídos orgullosos penetran como clavos ardientes. Llamaos Protector como Cromwell, pero realizad los Hechos de los apóstoles; id a vivir a la choza del pobre, como Alfredo el Grande, a dormir en los hospitales, a acostaros como San Luis en los lechos de los enfermos. Es demasiado fácil practicar la caridad evangélica cuando uno pasa la vida en medio de festines, cuando descansas por la noche en lechos suntuosos, en compañía de hermosas damas, cuando al acostarse y al levantarse lo rodean a uno grandes personajes que se apresuran a ponerle la camisa. Sed padre de familia y no déspota, patriarca y no príncipe.

Si este papel no os sienta, sed jefe de una república democrática, conceded la libertad, introducidla en las costumbres de viva fuerza, si ese es vuestro temperamento. Sed Licurgo, sed Agesilas, sed un Graco. Mas no sé qué es esa civilización amorfa en la que todo se doblega, todo palidece al lado del príncipe, en la que todos los espíritus son arrojados en el mismo molde, todas las almas en el mismo uniforme; comprendo que se aspire a reinar sobre los hombres, no sobre autómatas.

Maquiavelo.- He aquí un arranque de elocuencia que no puedo detener. Son frases como estas las que derrocan a los gobiernos.

Montesquieu- ¡Ay! Jamás tenéis otra preocupación que la de manteneros en el poder. Para poner a prueba vuestra devoción por el bien público, bastaría pediros que descendierais del trono en nombre del bienestar del Estado. El pueblo, del cual sois el elegido, no tendrá más que expresar su voluntad en tal sentido para saber el caso que hacéis de su soberanía.

Maquiavelo.- ¡Qué extraña pregunta! ¿Acaso no le resistiría por su propio bien?

Montesquieu- ¿Qué podéis saber? Si el pueblo está por encima de vos, ¿con qué derecho subordináis su voluntad a la vuestra? Si sois libremente aceptado, si sois no justo, sino tan solo necesario, ¿por qué lo esperáis todo de la fuerza y nada de la razón? Hacéis bien en temblar sin cesar por vuestro reinado, pues sois de los que duran un día.

Maquiavelo.- ¡Un día! Duraré toda mi vida, y durarán tal vez, después de mí, mis descendientes. Ya conocéis mi sistema político, económico y financiero. ¿Queréis saber cuáles serán los últimos medios con cuya ayuda hundiré hasta lo más profundo del suelo las raíces de mi dinastía?

Montesquieu- No.

Maquiavelo.- Os rehusáis a escucharme, estáis vencido; vuestros principios, vuestra escuela y vuestro siglo.

Montesquieu- Ya que insistís, hablad, mas que este diálogo sea el último.

DIALOGO VIGECIMOTERCERO

Maquiavelo.- No respondo a ninguno de vuestros arrebatos oratorios. Los arranques de elocuencia nada tienen que hacer aquí. Decir a un soberano:¿tendríais a bien descender de vuestro trono por la felicidad del pueblo? ¿No es esto una locura? O decirle si no: puesto que sois una emanación del sufragio popular, confiaos a sus fluctuaciones, permitid que se os discuta. ¿Os parece posible? ¿Acaso no es la ley primera de todo Estado constituido el defenderse, no solo en su propio interés, sino en el interés del pueblo que gobierna? ¿No he realizado por ventura los mayores sacrificios que es posible hacer a los principios de igualdad de los tiempos modernos? Un gobierno emanado del sufragio popular ¿no es, en definitiva, la expresión de la voluntad de la mayoría? Cuando este principio se ha adentrado en las costumbres ¿conocéis el medio de arrancarlo? Y si no es posible arrancarlo ¿conocéis algún medio de realizarlo en las grandes sociedades europeas, excepto por obra de un solo hombre? Sois severo en cuanto a los métodos de gobierno: indicadme otro medio de ejecución, y si no existe ningún otro más que el poder absoluto, decidme cómo depurar a ese poder de las imperfecciones a que su principio lo condena.

No, no soy un San Vicente de Paúl, porque lo que mis súbditos necesitan no es un alma evangélica sino un brazo fuerte; tampoco soy un Agesilas, ni un Graco, porque no vivo entre espartanos ni entre romanos; vivo en el seno de sociedades voluptuosas, donde el frenesí de los placeres va de la mano de las armas, los arrebatos de la fuerza con los de los sentidos, que rechazan toda autoridad divina, toda autoridad paterna, todo freno religioso. ¿Soy y por ventura quien ha creado el mundo en cuyo medio vivo? Si soy quien soy, es porque él el tal cual es. ¿Tendré acaso el poder de detener su decadencia? No, todo cuanto puedo hacer es prolongarle la vida porque, abandonarlo a sus propias fuerzas, se disolvería más rápidamente aún. Tomo a esta sociedad por sus vicios, porque solo me presenta vicios; si tuviese virtudes, la tomaría por sus virtudes.

Empero, si principios austeros pueden insultar mi poderío, ¿puede acaso desconocer los servicios reales que presto, mi genio y hasta mi grandeza?

Soy el brazo, soy la espada de las revoluciones que el soplo precursor de la destrucción final dispersa. Reprimo las fuerzas insensatas que no tienen en el fondo otro móvil que la brutalidad de los instintos, que, bajo el velo de los principios, se abalanzan sobre el botín. Si disciplino estas fuerzas, si detengo, aunque solo sea durante un siglo, su expansión en mi patria ¿no seré digno de ella? ¿No puedo siquiera aspirar al reconocimiento de los estados europeos que vuelven hacia mí sus miradas, como hacia el Osiris que, por sí solo, tiene el poder de cautivar a esas muchedumbres temblorosas? Alzad entonces vuestros ojos e inclinaos ante aquel que lleva en su frente el signo fatal de la predestinación humana.

Montesquieu- Ángel exterminador, nieto de Tamerlán, reducid si queréis los pueblos al ilotismo; no podréis impedir que haya en alguna parte almas que os desafíen, y su desdén bastará para salvaguardar los derechos de la conciencia humana que la mano de Dios ha tornado imperceptibles.

Maquiavelo.- Dios protege a los fuertes.

Montesquieu- Llegad de una vez, os encarezco, a los postreros anillos de la cadena que habéis fraguado. Apretadla bien, utilizad el yunque y el martillo, vos lo podéis todo. Dios os protege, es Él quien guía vuestra estrella.

Maquiavelo.- No alcanzo a comprender la animación que ahora domina vuestro lenguaje. ¿Tan duro soy, entonces, que he adoptado como política última, no la violencia, sino la desaparición? Tranquilizaos, os traigo más de un consuelo inesperado. Dejadme tan solo que tome aún algunas precauciones que creo necesarias para mi seguridad; veréis que con las que me rodeo, un príncipe nada tiene que temer de los acontecimientos.

Por más que lo neguéis, hay en nuestros escritos más de una coincidencia y creo que un déspota que aspira a ser completo no debe dejar de leeros. Así, señaláis con toda razón en El Espíritu de las Leyes que un monarca absoluto debe poseer una guardia pretoriana numerosa (El Espíritu de las Leyes, libro X, cap. XV); es un excelente consejo. Lo seguiré. Mi guardia tendrá aproximadamente un tercio de los efectivos de mi ejercito. Soy un enamorado de la conscripción, uno de los más brillantes inventos del genio francés, creo sin embargo que es preciso perfeccionar esta institución tratando de retener bajo las armas el mayor número posible de los que han concluido el período de servicio. Podré lograrlo, creo, apropiándome resueltamente de esa forma de comercio que se practica en algunos Estados, como por ejemplo en Francia, el reclutamiento voluntario a sueldo. Suprimiré ese repugnante negocio y lo ejerceré y mismo honestamente bajo la forma de un monopolio, creando una caja de detonación del ejército me servirá para llamar bajo bandera por el atractivo del dinero y a retener por el mismo medio a aquellos que quisieran dedicarse por entero al oficio de las armas.

Montesquieu- ¡En vuestra propia patria aspiráis a formar soldados mercenarios!

Maquiavelo.- Sí, eso dirá el odio de los partidos, cuando mi único móvil es el del bien del pueblo y del interés, por lo demás tan legítimo, de mi conservación que constituye el bien común de mis súbditos.

Pasemos a otros puntos. Lo que os asombrará es que vuelva al tema de las construcciones. Os advertí que tendríamos que volver a él. Ya veréis la idea que surge del vasto sistema de construcciones que he emprendido; con ello pongo en práctica una teoría económica que ha provocado muchos desastres en ciertos Estados europeos, la teoría de la organización permanente del trabajo para las clases obreras. Mi reinado les promete un salario por tiempo indeterminado; una vez muerto y, una vez abandonado mi sistema, no hay más trabajo; el pueblo se declara en huelga y se lanza al ataque de las clases ricas. Se está en pleno motín: perturbación industrial, aniquilamiento del crédito, insurrección en mi Estado, rebeliones a su alrededor; Europa arde. Aquí me detengo. Decidme si las clases privilegiadas que, como es natural, tiemblan por su fortuna, no harán causa común, la más solidaria de las causas, con las clases obreras para defenderme a mí o a mi dinastía; si, por otra parte, en el interés de la tranquilidad europea, no se aliarán a ellas las potencias de primer orden.

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