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El impacto carcelario, por Dr. Josep Garcia-Borés Espí (página 2)



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Además de los efectos manifiestos que se han ido describiendo a lo largo de esta exposición, pueden relacionarse, a partir de teorías psicosociales, algunos de los efectos de expresión más latente (Munné, 1988). Uno sería la externalización del locus de control ya referida anteriormente. A este respecto, Sancha (1986) encuentra en una investigación realizada en el C.P. de Ocaña II, que el tiempo de estancia no hace variar las puntuaciones en la escala de Rotter hacia la externalidad. Aún así, añade que posiblemente estos resultados se deban a la estabilidad del propio constructo y a la estimulación cultural y terapéutica practicada en este centro penitenciario. Asimismo, Munné expone la necesaria manifestación del fenómeno de reactancia psicológica, como reacción emocional de oposición orientada a recuperar la libertad impedida. Por último, añade este autor, el desequilibrio psicológico producido por la multitud de instrucciones paradójicas dirigidas a los internos creadoras de dobles vínculos, "por citar algunos ejemplos, está y no está en la sociedad, ésta no le quiere pero le quiere, él es malo pero en realidad es bueno, y así sucesivamente" (ob.cit:234)[10].

Es necesario señalar también que los efectos del encarcelamiento no finalizan al terminar éste. A partir de Goffman, los teóricos que se han apoyado en el Labelling approach han insistido en los efectos derivados del fenómeno de la estigmatización de los reclusos y sus consecuencias. La estigmatización, como fenómeno propio de la reacción social frente a la conducta delictiva, no sólo revierte en una asunción subjetiva por parte del afectado, sino que además el rechazo social que lo determina continua presente después de la liberación, constituyéndose en un nuevo obstáculo para la reinserción. En este sentido, ya Baum y Wheeler (citados por Caballero, ob.cit.:257) sugirieron que para los internos el principal problema reside en la condición de ex-presidiario que tendrán a su salida. Especial mención merece el trabajo de Manzanos Bilbao (1991), quien ha hecho hincapié en las negativas consecuencias sociales, concretamente familiares, que conlleva la reclusión de un miembro familiar. El efecto de desestructuración familiar, así como la pérdida de la que normalmente es la principal fuente de ingresos, ponen de manifiesto una extensión social del impacto del encarcelamiento comúnmente olvidada.

Una relectura psicosocial

Reeducación y desadaptación. Acotamientos conceptuales.

A continuación se efectúa una relectura de los efectos del encarcelamiento desde una perspectiva psicosocial, a partir de los conceptos vinculados con el proceso de socialización y focalizándose en el impacto desadaptador para la vida en libertad que la estancia en la cárcel comporta. Previamente, sin embargo, es necesario acotar los conceptos implicados en tal relectura.

El concepto de resocialización es particularmente importante en el ámbito penitenciario. No sólo porque es el significado legislativo de la finalidad reeducadora, sino también porque es el núcleo de uno de los planteamientos más relevantes sobre los efectos de la cárcel, como es la prisionización (o proceso de resocialización en la cultura carcelaria) descrito anteriormente. Este concepto de resocialización remite a otro anterior, el de socialización, definido por Rocher como el "proceso por el cual la persona aprende e interioriza, en el transcurso de su vida, los elementos socioculturales de su medio ambiente, los integra en la estructura de su personalidad, bajo la influencia de experiencias y de agentes sociales significativos, adaptándose así al entorno social en que ha de vivir" (Rocher, 1990:133), sintetizando de forma considerablemente exhaustiva los distintos aspectos de este proceso y dejando además claramente expuesta la génesis psicosocial de la configuración de la personalidad.

Los elementos socioculturales a que se refiere este autor pueden concretarse en términos de pautas y valores (Munné, 1984) o, más explícitamente, en términos de concepciones, creencias, valores, pautas morales, hasta pautas de comportamiento, de naturaleza cultural. Puede considerarse que a partir de estos elementos, cada individuo configura su marco de interpretación de la realidad[11]En otras palabras, configurará su peculiar e idiosincrásica subjetividad -en permanente reajuste a partir de su experiencia-, pero que a su vez será característica de la cultura a la que pertenece, puesto que de ella extrae los elementos para configurar dicha subjetividad (Garcia-Borés y Serrano, 1992). Desde estos preceptos ontológicos, se entiende que es a partir de su marco de interpretación que el individuo comprende la realidad, la vive afectivamente, constituye sus actitudes y orienta su comportamiento.

De este modo, el individuo consigue la aptitud de ser social, adaptado al contexto sociocultural en el que vive o, dicho de otro modo, en conformidad con las pautas que dan consistencia y estabilidad al sistema social. Es por ello que el proceso de socialización puede leerse desde dos perspectivas: la que enfatiza al individuo, presentando el proceso como el modo de adaptación del individuo a la sociedad; y la que enfatiza a la sociedad, entendiendo el proceso como el modo que tiene ésta de asegurar su supervivencia (Javaloy, 1988), al reproducirse.

En el proceso de socialización, como desarrollo continuado a lo largo del ciclo vital, suelen establecerse tres etapas genéricas. En primer lugar, una socialización primaria, que abarca infancia y adolescencia, en la que se da un proceso que se ajusta plenamente a la definición de Rocher y que deriva en una primera configuración de personalidad, versátil y relativamente estable (frente a la idea de "hecha" o "definida"). Posteriormente a esta etapa formativa, la socialización secundaria y la terciaria, correspondientes a la edad adulta y a la tercera edad respectivamente, que suponen en sí readaptaciones que realiza la persona para adecuarse a nuevas circunstancias en las que se va encontrando. Dichas readaptaciones son planteables tanto de forma puntual, a raíz de cambios importantes en las circunstancias de los individuos, como de forma continuada, ésto es, como permanente readaptación a la realidad circundante, tal como ésta va siendo entendida.

Por su parte, el concepto de resocialización y su complementario que, paradójicamente, queda marginado en buena parte de la literatura vinculada a la reeducación penitenciaria -la desocialización-, se definen en relación con la conceptualización del proceso de socialización. Genéricamente, se entiende por proceso de desocialización la desaparición de pautas y valores que el sujeto había hecho propios anteriormente y que, consecuentemente, formaban parte de su conjunto de referentes. Por su parte, el concepto de resocialización supone la adquisición de otras pautas y valores, sustitutivas de las anteriores, reconstituyendo el marco de interpretación del individuo (Mann, 1979). Los términos desocialización y resocialización se reservan, a diferencia de los de socialización secundaria y terciaria, para cambios drásticos o nucleares de la persona, referidos a cambios trascendentes de sus creencias, moral, valores, etc.

Un entorno desadaptador.

Los fenómenos psicosociales descritos son utilizados ahora para desglosar, analíticamente, las distintas expresiones del impacto desadaptador de la cárcel. Su mayor o menor repercusión dependerá, como en cualquier otro efecto, de multitud de factores de distinta índole: social (vinculación con el exterior, condiciones sociales, laborales y económicas del sujeto); personal (características de personalidad, edad, etc.); y de las propias circunstancias penal-penitenciarias (condena, tiempo de reclusión, etc.). Factores que intervienen solapadamente y, por lo tanto, que son difícilmente aislables. Por otra parte, los procesos descritos no son excluyentes, es decir, se pueden estar dando simultáneamente varios a la vez, contribuyendo todos ellos, a esa desadaptación al exterior. Asimismo, en esta incidencia, representada en el esquema siguiente, se ha distinguido por una parte la afectación derivada de la pérdida de contacto con el exterior y, por otra, la derivada del contacto con el medio interior carcelario.

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a) Pérdida de contacto con el exterior.

La pérdida de contacto con el exterior que supone el encarcelamiento, acarrea un proceso de deterioro paulatino de las relaciones sociales que el interno mantenía antes de su ingreso en la institución penitenciaria. En general, al poco de producirse el encierro, los contactos van quedando restringidos a los vínculos más estrechos y, a lo largo del tiempo, es habitual que estos mismos contactos se vayan diluyendo o debilitando. Las propias condiciones en que se produce este soporte social, clave para minimizar la paulatina desadaptación, favorecen este proceso. La correspondencia, hábito ya de por sí poco usual en niveles educativos bajos, no deja de acompañarse de una connotación simbólica de distancia. Las comunicaciones colectivas a través de cristal de seguridad durante períodos de 15-20 minutos, posibles una vez por semana, o los vis à vis mensuales de hora y cuarto en una pequeña habitación, que además deben ser solicitados con más de un mes de antelación, en absoluto permiten una relación normalizada. A la pesadumbre de la propia situación, los familiares en sus visitas deben pasar por situaciones desagradables y humillantes, como la espera en la puerta de la cárcel, las inspecciones, los cacheos, etc. Una escenografía poco apropiada particularmente para los hijos de los reclusos, con quienes a menudo se produce una gran desvinculación, en especial si el padre o la madre están encarcelados durante años. Además, el encarcelamiento es algo a ocultar, dadas sus peyorativas connotaciones.

En todo caso, es evidente que la estancia en la cárcel altera y perjudica, drásticamente, el vínculo relacional con las personas allegadas al interno. El mismo internamiento conduce a la pérdida de los roles llevados a cabo en el exterior, como indicaba Bergalli (1980), no sólo laborales -con la consecuente deshabituación al trabajo, descapacitación profesional, etc.-, sino también familiares y sociales. Y similar planteamiento puede hacerse de la distancia, no ya con las relaciones personales, sino con la propia realidad social. En este sentido, en la cárcel, los canales de información son delimitados horariamente, el contexto no se presta a hábitos de lectura de prensa y, lo más fundamental, una "presencia" frecuente de lo exterior supone una experiencia constante de la realidad de estar encerrado en el interior.

La misma omnipresencia de las condiciones de la vida carcelaria conduce a un protagonismo de ésta frente a la que se desarrolla en el exterior de lo penitenciario. Este fenómeno es muy acentuado después de largos períodos de encarcelamiento, en los que la imagen del mundo exterior va distorsionándose (Pinatel, 1969). Un mundo que, por otra parte, lógicamente no permanece estable sino que va evolucionando. Todo ello se constituye como una progresiva desculturización de la que hablaban Goffman (1970a) y Baratta (1986), que conduce hacia la desadaptación a las condiciones de vida en libertad. Los efectos de estos procesos se hacen especialmente patentes en las primeras salidas después de largos períodos de privación. El contraste entre una imagen ilusoria y la realidad de la calle ocasiona habitualmente un fuerte impacto psicológico, bien conocido por los profesionales penitenciarios.

b) Contacto con el medio interior.

Para poder hablar de los procesos y alteraciones derivados del contacto con el medio carcelario, es preciso que previamente se haya producido una adaptación al medio, entendida en sentido estricto, como mera superación de la circunstancia del encarcelamiento de un modo psicológicamente aceptable. Este punto de partida, que parece obvio, es importante que sea destacado porque, como expone Valverde (1991), los estudios sobre los efectos olvidan a los que no superaron el impacto del encarcelamiento. Así es, un cierto numero de presos no supera la situación que se les impone, derivando hacia un deterioro psíquico grave y, en algunos casos, al suicidio.

Contando ya con una superación del drástico cambio de vida, pueden diferenciarse procesos de carácter biológico, psíquico y psicosocial, como los descritos anteriormente. La privación de libertad y el estado en que se encuentran las prisiones, son factores que pueden desencadenar procesos de deterioro físico y/o psíquico, y ocasionar una amplia diversidad de alteraciones en mayor o menor grado. La metodología empleada en este trabajo no permite posicionarse firmemente en la controversia respecto a los efectos en la percepción, en las capacidades intelectuales, etc. o en las afectaciones de carácter psicopatológico, pero sí se hace patente que las propias condiciones carcelarias (de hacinamiento, falta de higiene, toxicomanías, etc.), frecuentemente conducen a la proliferación de enfermedades y contagios (sida, hepatitis B, tuberculosis…), que quedan ratificados en la amplia demanda de atención médica y en las valoraciones que sobre estos problemas realizan las autoridades competentes. Pero volviendo a la perspectiva propiamente psicosocial, son diferenciables tres procesos. Tres procesos mediante los que se pretende superar el abordaje clásico, quizá reduccionista, que leía el impacto de la experiencia de encarcelamiento exclusivamente a través de un proceso de prisionización que conducía a una desadaptación a las condiciones de libertad.

Por una parte estaría el proceso de desocialización, que puede entenderse como paso previo al proceso de prisionización, o como fenómeno autónomo del que derivan particulares alteraciones. El primer caso es el de aquellos individuos cuya configuración de personalidad previa al internamiento consistía en unos modos muy distantes a los de la vida carcelaria. Entonces, para producirse un proceso de prisionización -es decir, una drástica resocialización-, es necesaria, previamente, una desocialización de aquellos elementos antagónicos a los nuevos componentes culturales, un abandono de roles incompatibles, etc. No se trata de un proceso sumatorio sino substitutorio, que supone además, la transformación de aspectos nucleares de la personalidad previa.

Pero no todas las pautas y valores desocializados, por incompatibles con la vida carcelaria, son suplantados por un nuevo esquema, ni todo individuo accede a esa suplantación. Se produzca o no una prisionización posterior, la habituación a una existencia en el ámbito carcelario obliga a la deshabituación de las formas de entender y comportarse que se desarrollaban en la vida en libertad, que podría expresarse como proceso de desidentificación personal (Manzanos Bilbao, 1991). Cuando no se produce una restitución, las alteraciones psicosociales corresponden a un "vaciado" del marco interpretativo del sujeto. De ahí que Kaufmann (1979) resalte que la adquisición de una cultura especificamente carcelaria resuelve una situación de otro modo anómica. Situaciones extremas se corresponderían con aquellos casos en que el encarcelamiento supone un gran impacto en el individuo, que le lleva a un ritualismo en el sentido mertoniano, con un grave deterioro del autoconcepto y descenso del nivel de autoestima.

Expresión más habitual del fenómeno de desocialización es el desarrollo de actitudes y comportamientos adolescentes, como la formación de imágenes ilusorias de la realidad, inflación de expectativas futuras, egocentrismo, etc., afectaciones que generalmente han sido atribuidas a la cobertura que la institución realiza de todas las necesidades básicas de los internos. Otro factor que acaso pueda estar incidiendo en este "infantilismo", sea la política de tratamiento, ya que la estrategia premio/castigo tiene evidentes resonancias al trato con menores, como es incluso reconocido por los propios operadores del tratamiento (Garcia-Borés, 1993b).

Por su parte, el proceso de prisionización, como proceso de resocialización en la subcultura carcelaria, conlleva alteraciones menos graves que en los casos de desocialización drástica, puesto que el individuo adquiere un sistema de referentes generado en el propio contexto en el que se encuentra. Supone, pues, una correcta adaptación al medio en un sentido propiamente psicosocial. Mediante este proceso, el individuo sufre menos la reclusión, puesto que asume el rol de presidiario y hace de lo carcelario su mundo. Ahora bien, la tesis defendida anteriormente referente a la disolución del fenómeno de la subcultura carcelaria en sus elementos fundamentales, reduce el proceso de prisionización a una mera habituación a la condición de internamiento, a la adquisición de unos hábitos característicamente carcelarios y a la asunción de un rol, que lejos ahora de estar valorado, se traduce en un rol definido por la resignación y la desesperanza.

Frente a la lectura tradicional de considerar la prisionización como un fenómeno negativo, perjudicial para el individuo, puede destacarse su función de mantenimiento del yo y del equilibrio psicológico, de salvaguarda de la autoestima y de restablecimiento de un estatus degradado por el conjunto de privaciones (Caballero, 1986, recoge diversos apoyos de tal interpretación). En efecto, la asunción de la subcultura carcelaria mediante el proceso de prisionización, otorgaba al interno un nuevo marco de interpretación de la realidad, óptimo para la vida en prisión. Un esquema que incluía unos valores y unas concepciones bien definidos, de los que se derivaba una ética, una moral, un sistema actitudinal y, en definitiva, una orientación del comportamiento, tanto hacia la institución como hacia los demás internos. Suponía la adquisición de un rol valorado, salvaguardándose un nivel óptimo del autoconcepto y de la autoestima. Fuentes de estatus eran el tiempo de estancia y la actitud fuerte, lo que motivaba un esfuerzo hacia la resistencia psicológica. Fenómenos, todos ellos, inviables con el deterioro de aquel conglomerado cultural, perdiéndose así un recurso frente al impacto de la experiencia carcelaria, agravándose de esta manera sus consecuencias. De este modo, en la actualidad, podrían estar tomando más fuerza los procesos de mera desocialización, derivándose en vacíos normativos del individuo, en situaciones anómicas. El fuerte incremento que parece estarse produciendo en afiliación a religiones en el interior carcelario, puede ser un indicador de la necesidad de un marco de referencia que antes cubría la subcultura carcelaria.

Por último, el proceso de socialización secundaria supone el fenómeno clave para rechazar la posibilidad de nulos efectos de la vida en prisión sobre los encarcelados. Independientemente de que se produzcan o no unos efectos sociales, físicos o psíquicos; independientemente de que se desarrollen procesos de desocialización y prisionización, la experiencia psicológica de los individuos se basa en lo que viven. La concepción de la vida como un proceso en permanente cambio, en constante ajuste con la experiencia vivida, junto al concepto de socialización secundaria, llevan a considerar un ineludible impacto en la vida carcelaria, puesto que se vive lo que se vive (aunque suene a obviedad). Un ineludible impacto con la pertinente afectación en la configuración psicológica del individuo encarcelado, puesto que éste va reconstruyendo permamentemente su subjetividad con los elementos de su entorno, en este caso, con los elementos presentes en el interior carcelario, en un proceso de influencia prácticamente ineludible.

De otra parte, en aquellas circunstancias en las que no se contempla ni desocialización, ni prisionización, ni socialización secundaria, como es el de los pocos internos que mantienen su configuración de personalidad muy estable, es de esperar una vivencia psicológica mucho más tensa. En efecto, la pervivencia de los esquemas propios de la sociedad libre se contraponen permanentemente con los de la cárcel y ocasionan una presencia psicológica constante de lo que no se tiene. Una vivencia desmoralizante, derivada de vivir permanentemente "desadaptado" con la situación carcelaria.

Asimismo, el proceso de socialización secundaria, es óptimo para explicar procesos de prisionización en aquellos casos que la subcultura de procedencia es muy similar a la presente en el interior de la cárcel. En estos casos, la exigencia de adecuación, no es tanto en forma de desocialización como de mero reajuste propio de una socialización secundaria, consolidándose de este modo, los parámetros ya existentes en el individuo. Acontece así un fenómeno nuevo que afecta a gran parte de la población penitenciaria: mientras que antes se producía una transformación del rol delincuente al rol preso, ahora aquel rol sólo se afecta, pasando simplimente de delincuente a delincuente preso, lo que comporta una mayor vivencia de castigo sobre el individuo, que no puede conducir sino a la ratificación de sus esquemas delictivos, incrementándose también en este caso su inadaptación a la sociedad libre.

A modo de conclusión

Respecto a la controversia entre los autores que dan por sentado que el encarcelamiento produce graves secuelas psicológicas y aquéllos que minimizan tal repercusión, pueden destacarse algunas cuestiones. En primer lugar hay que tener en cuenta la disparidad de procedimientos utilizados en estos estudios. Mientras unos trabajos tienen un carácter descriptivo, los otros son de tipo causal; unos responden a una actividad observacional y otros experimental; mientras algunos parten de la experiencia vivida, otros lo hacen de la aplicación de pruebas estandarizadas; etc. En este sentido, puede apreciarse que generalmente los autores que más resaltan la extensión y gravedad de los efectos son aquellos que han trabajado observacionalmente con amplias experiencias, mientras que quienes han aplicado técnicas estandarizadas a muestras de sujetos, encuentran resultados menos alarmantes.

Por otra parte, la mayoría de las investigaciones más recientes -y más atenuadoras del impacto carcelario- se están realizando desde las propias Direcciones Generales o desde los Centros de Estudio vinculados a ellas, por personal, en definitiva, de la misma institución penitenciaria o colaboradores directos de ella. Lógicamente, esta circunstancia les permite una mayor disposición de medios y condiciones para llevar a cabo sus pruebas. Pero, a su vez, sus conclusiones pueden estar sesgadas, aunque no sea intencionalmente, tanto por su propia implicación como por posibles presiones implícitas de la organización a la que pertenecen. A su vez, los mismos internos que participan en tales investigaciones es probable que representen, por su propia disposición a colaborar, a los reclusos menos afectados por los efectos estudiados. A ello hay que añadir que la tendencia nomotética de las investigaciones con metodologías más rígidas, evita entrar en la profundidad de la experiencia psicológica y las lleva a considerar la gravedad de un hecho meramente por la amplitud porcentual de la presencia de supuestos "indicadores objetivos".

Sin embargo, desde posiciones epistemológicas comprensivas, algunas de las repercusiones que se han descrito resultan evidentes, al igual que su gravedad. Particularmente si el análisis se centra en la experiencia psicológica del encarcelamiento y no tanto en efectos específicos de tipo somático o psicopatológico. En efecto, cuando se trata de comprender la experiencia psicológica, la atención debe dirigirse, en primer lugar, a las características del contexto en que ésta se desarrolla. Unas características carcelarias, materiales, espaciales y temporales, que apenas se han modificado a lo largo del tiempo y que son ampliamente extrapolables.

Las condiciones de hacinamiento y absoluta falta de privacidad, son dos características comunes del contexto de la experiencia carcelaria que inciden tanto en el desarrollo personal de los presos como en sus interacciones. A su vez, la caracterización ambiental de las instituciones penitenciarias impone una fuerte presión psicológica. Los propios elementos ambientales característicamente carcelarios (largos pasillos con diversas compuertas, cabinas de vigilantes, rejas, ventanas altas, etc.) crean, por sí mismos, una fuerte tensión ambiental constante, aspectos éstos frecuentemente expresados, de un modo u otro, no sólo por los internos sino también por los funcionarios (Garcia-Borés, Pol y Bochaca, 1994).

El tiempo es, sin duda, otra de las variables nucleares de la experiencia de encarcelamiento común a cualquier contexto penitenciario. El tiempo de condena en un sentido diacrónico ha sido enfocado, en la mayor parte de investigaciones, como una variable independiente en el estudio de los efectos de la vida en prisión[12]En todo caso, es bien reconocido que el tiempo que resta de condena tiene un protagonismo inigualable para los presos, permanentemente presente incluso en muchas de sus conversaciones, definiendo en buena medida sus actitudes, estado de ánimo, etc., constituyéndose en un elemento central en la experiencia psicológica de los reclusos.

Pero la centralidad de la variable tiempo no se limita al tiempo de condena. La temporalidad es también relevante en la vivencia cotidiana. La organización temporal del día en prisión regula estrictamente la actividad del preso. La rigidez de la estructuración de la vida diaria es una característica de las instituciones penitenciarias, que no se corresponde, además, con los horarios habituales de la vida en libertad. La mayor parte del tiempo los internos no tienen nada que hacer: la estancia en el patio, la galería y la celda configuran la actividad diaria para muchos de ellos. A este respecto y, en concreto, a la vida de patio, Valverde describe:

"En estas condiciones, pasear o estar sentado son las únicas alternativas. Uno de los aspectos que más me ha llamado siempre la atención es el paseo penitenciario. No se trata de un andar despacio, relajado y charlando con un amigo, sino de andar deprisa, sólo o acompañado, pero a gran velocidad, dando siempre los mismos pasos, siempre en la misma dirección, y dando la vuelta siempre en el mismo sitio" (ob.cit.:86).

Otra condición básica es el estilo de vida a que se ven sometidos los presos. Por las propias necesidades del régimen penitenciario, en la cárcel se encuentra todo bajo orden y horario perfectamente predeterminado, en el que se ubican todas las funciones regimentales (vigilancia, recuentos periódicos, etc.) y las actividades de los internos (hora de levantarse, de patio, de actividades, de comida, de luz artificial, etc.). Todo ello imprime "a la vida diaria un ritmo cadencial, en el que la persona sabe perfectamente lo que hará la próxima hora, el siguiente día, dentro de un mes, donde no cabe lo imprevisto, donde no existen los días especiales, y donde la decisión sobre la propia vida depende de la organización" (Manzanos, 1991:225), anulando la iniciativa personal de los internos.

En consonancia con las aportaciones de Valverde y Manzanos, el conjunto de la fenomenología descrita por Goffman, sigue vigente en lo fundamental. Siguen controlándose todos los aspectos de la vida interior, estando ésta minuciosamente reglamentada y eliminándose cualquier posibilidad de autodeterminación de los propios actos. Siguen las privaciones de distinta índole: de relaciones heterosexuales, de desarrollo de roles sociales normalizados, de disposición de bienes, de toma de decisiones. Sigue la obligada y permanente convivencia con otros, la ausencia de intimidad, los actos de sumisión y degradación, la observación constante, el distanciamiento de los seres queridos, etc. etc. Y es que la cárcel, qué duda cabe, es un entorno violento que vulnera sistemáticamente los derechos fundamentales de los presos[13]Unas condiciones que, al margen de que presenten una sintomatología observable o no, llevan a un sufrimiento evidente y a una lógica afectación de la imagen de sí mismo, de la autoestima de la persona encarcelada y a una problemática emocional comprensible. En definitiva, una experiencia marcada por el sufrimiento que contribuye a una progresiva degradación del yo.

Es en este punto donde se hace patente la consecuencia más relevante de la disolución de la subcultura carcelaria. De acuerdo ahora con el modelo de la privación, la subcultura carcelaria cumplía una función clave: la de minimizar, precisamente, los sufrimientos del encarcelamiento. Consecuentemente, en la actualidad y en términos generales, más que producirse un proceso de prisionización acorde con las descripciones de Clemmer y Wheeler, se da un marco de referencia muy marcado por los parámetros establecidos por Goffman respecto a las instituciones totales, penitenciarias en este caso. Por todo ello, los efectos descritos por este último autor (desculturización, mutilación del yo, tensión psíquica, estado de dependencia, sentimiento de tiempo perdido, actitud egoísta, estigmatización), se presentan ampliamente vigentes.

De modo complementario, del análisis efectuado en este trabajo, elaborado a partir de los intrumentos conceptuales del proceso de socialiazación, se extrae que, de un modo u otro, en forma de desocialización, de prisionización, o de socialización secundaria, el impacto carcelario es ineludible. Es el contexto de vida, permanente y exhaustivo, de los presos y el ser humano se construye y reconstruye en el contexto que vive, adaptándose a él. Este conjunto de procesos inciden ineludiblemente en la configuración psicológica del interno, como se aprecia incluso tiempo después de la obtención de libertad, en la desadaptación evidente, en el discurso ajustado a los esquemas de la prisión, en las permanentes referencias a la misma (Garcia-Borés, 1995a).

Un contexto carcelario que se aleja radicalmente de las condiciones en libertad, provocando pues una lógica desadapción a esas condiciones. Y en efecto, el contexto carcelario desarrolla una acción progresiva sobre los internados en dirección opuesta a la pretendida por aquella finalidad legislativa. Pero no sólo eso, sino que la experiencia del encarcelamiento no puede sino producir una fuerte afectación psicológica, caracterizada por un sufrimiento constante, sobre las personas encerradas las veinticuatro horas del día durante largos periodos de tiempo.

A todo ello hay que añadir los obstáculos que provienen del exterior. Las propias expectativas post-prisión, tanto laborales como económicas, de la mayor parte de los internos, aseguran un porvenir sin posibilidades de salir adelante, como lo prueba que más del ochenta por ciento de los reincidentes delinque contra la propiedad. Consciente o no, el preso lo sabe. De ello pueden ser indicativos, tanto las fantasías sobre las expectativas de futuro, como la valoración del rol de delincuente y el desprecio a las formas de vida socialmente aceptadas. También, a menudo, se constituyen en obstáculos las relaciones sociales y familiares del interno. La familia se habitúa a las circunstancias de tener a un miembro encerrado y sigue desarrollándose con esa ausencia con lo que, a la salida del interno, son frecuentes los conflictos tanto con la esposa como con los hijos. La sociedad misma también reacciona: los procesos de estigmatización social se reanudan con la puesta en libertad, produciéndose un rechazo al ahora ex-presidiario, tanto social como laboralmente, a pesar de que la Constitución Española le proteja nominalmente de cualquier discriminación. Una frontera, en definitiva, prácticamente infranqueable. Al otro lado de ella, la vida normalizada de los demás.

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Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

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Santiago de los Caballeros,

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