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Un marido ideal – por Oscar Wilde (página 2)



Partes: 1, 2, 3

LADY MARKBY. –Ha llevado una carrera muy brillan-te. Y se ha casado con una mujer admirable. Lady Chiltern posee los más elevados principios. Ahora soy demasiado vieja para molestarme en dar buen ejemplo, pero siempre admiro a la gente que lo hace. Y lady Chiltern es muy noble, aunque sus fiestas son muy aburridas a veces. Pero no se puede tener todo, ¿verdad? Y ahora debo irme. La visitaré mañana.

MISTRESS CHEVELEY. –Gracias.

LADY MARYBY. –Podemos dar un paseo en coche por el parque a las cinco. ¡Todo es tan fragante ahora en el parque!

MISTRESS CHEVELEY. ¡Excepto la gente!

LADY MARKBY. –Quizá la gente esté un poco cansa-da. Muchas veces he observado que según va pasando la temporada produce una especie de ablandamiento cere-bral. Sin embargo, creo que cualquier cosa es mejor que el cansancio intelectual. Es lo que peor sienta. Agranda considerablemente la nariz de las muchachas jóvenes. Y no hay nada tan dificil para casarse como una nariz gran-de; a los hombres no les gusta. ¡Buenas noches, querida! (A lady Chiltern.) ¡Buenas noches, Gertrude! (Sale del brazo de lord Caversham.)

MISTRESS CHEVELEY-¡Qué encantadora casa tiene usted, lady Chiltern! He pasado un rato delicioso. Ha sido muy interesante conocer a su marido.

LADY CHILTERN. –¿Por qué deseaba usted conocer a mi marido, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! Se lo diré. Quería que se tomase interés por el proyecto del canal argentino, del cual supongo que habrá usted oído hablar. Lo he encontrado muy atento a mis razones. Cosa rara en un hombre. Lo he con-vencido en diez minutos.Va a dar un discurso mañana por la noche en la Cámara en favor de la idea. ¡Debemos ir a oírlo a la galería de las señoras! ¡Será un gran momento!

LADY CHILTERN. –Debe de haber algún error. Mi marido no puede defender ese proyecto.

MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! Le aseguro que sí. Ahora no lamento mi aburrido viaje desde Viena. Ha sido un gran éxito. Pero, desde luego, durante las próximas veinti-cuatro horas será un secreto.

LADY CHILTERN. –¿Un secreto? ¿Entre quienes?

MISTRESS CHEVELEY. –(Con un gesto alegre en los ojos.) Entre su marido y yo.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Entrando.) ¡Su coche está aquí, mistress Cheveley!

MISTRESS CHEVELEY. –Gracias. ¡Buenas noches, lady Chiltern! ¡Buenas noches, lord Goring! Estoy en el Claridge. ¿No cree que podría usted dejar allí una tarjeta?

LORD GORING. –Si usted lo desea, mistress Cheveley…

MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! No se ponga tan solem-ne o me veré obligado a dejarle una tarjeta yo a usted. En Inglaterra supongo que eso no estaría en «regle». En el extranjero somos más civilizados. ¿Me acompaña usted abajo, sir Robert? ¡Ahora que vamos a tener los mismos intereses supongo que seremos grandes amigos! (Sale del brazo de sir Robert Chiltern. Lady Chiltern va hacia la escale-ra para verlos bajar. Su expresión es inquieta. Al poco rato se une a otros invitados y pasa con ellos a otro salón.)

MABEL CHILTERN. –¡Qué horrible mujer!

LORD GORING. –Debería irse a la cama, miss Mabel.

MABEL CHILTERN. –¡Lord Goring!

LORD GORING. –Mi padre me decía hace una hora que me fuese a la cama. No sé por qué no puedo darle a usted el mismo consejo. Siempre comunico los buenos consejos. Es lo único que se puede hacer con ellos. A uno nunca le son útiles.

MABEL CHILTERN. –Lord Goring, siempre está diciéndome que me vaya de la habitación. Creo que es una osadía. Especialmente cuando todavía faltan horas para que me vaya a la cama. (Va hacia el sofá.) Puede venir a sentarse, si quiere, para hablar de algo que no sea la Real Academia, mistress Cheveley o las novelas en dialecto escocés. No son temas apropiados. (Se da cuenta de que hay algo sobre el sofá, medio escondido por los almohadones.) ¿Qué es esto? ¡A alguien se le ha caído un broche de diaman-tes! ¡Qué bello es! (Se lo enseña.) Desearía que fuera mío, pero Gertrude no me deja llevar nada más que perlas, y ya estoy harta de ellas. Me hacen parecer fea, buena e inte-lectual. Me pregunto a quién podría pertenecer este broche.

LORD GORING. –Yo me pregunto a quién se le habrá caído.

MABEL CHILTERN. –Es un bonito broche.

LORD GORING. –Es un bonito brazalete.

MABEL CHILTERN. –No es brazalete, es un broche.

LORD GORING. –Se puede usar como brazalete. (Lo coge, saca una tarjetera verde, guarda cuidadosamente la joya en ella y se mete toda en el bolsillo con la más perfecta calma.)

MABEL CHILTERN. –¿Qué está haciendo?

LORD GORING. –Miss Mabel, voy a hacerle un extra-ño ruego.

MABEL CHILTERN. –¡Oh, sí, hágamelo! He estado esperándolo toda la noche.

LORD GORING. –(Se sorprende, pero se recobra inmediata-mente.) No le diga a nadie que me he quedado con este broche. Si alguien lo reclama, hágamelo saber al mo-mento.

MABEL CHILTERN. –Es un extraño ruego.

LORD GORING. –Bueno, yo le regalé este broche a alguien hace años.

MABEL CHILTERN. –¿De veras?

LORD GORING. –Sí. (Entra lady Chiltern sola. Los otros invitados se han ido.)

MABEL CHILTERN. –Entonces buenas noches. ¡Buenas noches, Gertrude!

MABEL CHILTERN. –¡Buenas noches, querida! (A lord Goring.) ¿Vio a quién trajo lady Markby esta noche?

LORD GORING. –Sí. Fue una sorpresa desagradable. ¿Para qué vino aquí?

LADY CHILTERN. –Aparentemente para intentar conseguir la colaboración de Robert en un proyecto fraudulento en el que ella está interesada. El canal ar-gentino.

LORD GORING. –Se ha equivocado de hombre, ¿verdad?

LADY CHILTERN. –Ella es incapaz de comprender un carácter honrado como el de mi marido.

LORD GORING. –Sí. Creo que no lo pasaría bien si intentase enredar en su trama a Robert. Es extraordinario los grandes errores que cometen las mujeres inteligentes.

LADY CHILTERN. –A esa mujer yo no la llamaría inte-ligente. ¡La llamaría estúpida!

LORD GORING. –Muchas veces ambas cosas son lo mismo. ¡Buenas noches, lady Chiltern!

LADY CHILTERN. –¡Buenas noches! (Entra sir Robert Chiltern.)

SIR ROBERT CHILTERN. –Mi querido Arthur, ¿no te marcharás ya? ¡Quédate un poco más!

LORD GORING. –Lo siento, pero no puedo. He pro-metido darme una vuelta por casa de los Hortlocks. Creo que han contratado un conjunto húngaro. Hasta pronto. ¡Adiós! (Sale.)

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Qué bella estás esta noche, Gertrude!

LADY CHILTERN. Robert, eso no es cierto, ¿verdad? ¿No vas a omitir tu informe sobre esa especulación argentina? ¡No puedes hacerlo!

SIR ROBERT CHILTERN. –(Estremeciéndose.) ¿Quién te ha dicho que yo iba a hacer eso?

LADY CHILTERN. –Esa mujer que acaba de salir: mis-tress Cheveley, como se hace llamar ahora. Parecía mofar-se de mí. Robert, yo conozco a esa mujer. Tú no. Fuimos juntas a la escuela. Ella era mentirosa, deshonesta, ejercía una mala influencia sobre todos los amigos que conseguía tener. La odio, la desprecio. Robaba cosas, era una ladro-na. Fue expulsada por robar. ¿Por qué has dejado que influya sobre ti?

SIR ROBERT CHILTERN. –Gertrude, lo que tú me dices puede ser cierto, pero ocurrió hace muchos años. ¡Es mejor olvidar! Mistress Cheveley puede haber cambiado desde entonces. Nadie debe ser juzgado sólo por su pasado.

LADY CHILTERN. –(Tristemente.) El pasado de una per-sona es igual que esa persona. Es la única forma de poder juzgar a la gente.

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Eres cruel al decir eso, Gertrude!

LADY CHILTERN. –Es una cosa cierta, Robert. ¿Qué quería decir al jactarse de que había conseguido tu apoyo y el apoyo de tu nombre para una cosa que yo te he oído describir como el más deshonesto y fraudulento proyec-to que ha habido en el mundo político?

SIR ROBERT CHILTERN. –(Mordiéndose el labio.) Estaba en un error. Todos podemos tener errores.

LADY CHILTERN. –Pero tú me dijiste ayer que habías recibido el informe de la comisión, el cual condenaba enteramente el asunto.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Paseando de un lado para otro.) Ahora tengo razones para creer que la comisión tenía algún prejuicio o, al menos, estaba mal informada.Además, Gertrude, la vida pública y la privada son dos cosas diferentes.Tienen diferentes leyes y se mueven en ambientes diferentes.

LADY CHILTERN. –Ambas deben representar al hom-bre. No veo diferencia entre ellas.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Deteniéndose.) En el presen-te caso es un asunto de política práctica y yo he cambia-do de opinión. Eso es todo.

LADY CHILTERN. –¡Todo!

SIR ROBERT CHILTERN. –(Duramente.) ¡Sí!

LADY CHILTERN. –¡Robert! ¡Oh! Es horrible que tenga que hacer una pregunta como ésta… Robert, ¿me estás diciendo toda la verdad?

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Por qué me haces esa pre-gunta?

LADY CHILTERN. –(Después de una pausa.) ¿Por qué no la contestas?

SIR ROBERT CHILTERN. –(Sentándose.) Gertrude, la verdad es una cosa muy compleja y la política es un nego-cio muy complejo. Uno pude tener ciertas obligaciones con la gente, que debe cumplir. En la vida política, más pronto o más tarde, uno tiene un compromiso.A todos les ocurre.

LADY CHILTERN. –¿Compromiso? Robert, ¿por qué hablas esta noche de una forma tan distinta a la que yo siempre te he oído? ¿Por qué has cambiado?

SIR ROBERT CHILTERN. –Las circunstancias alteran las cosas.

LADY CHILTERN. –Las circunstancias no alteran los principios.

SIR ROBERT CHILTERN. –Pero si yo te dijera…

LADY CHILTERN. –¿Qué?

SIR ROBERT CHILTERN. –Que esto es necesario, vital-mente necesario.

LADY CHILTERN. –Nunca puede ser necesario hacer lo que no es honrado. O si fuera necesario, entonces ¿qué es lo que he amado yo? Pero no es así, Robert; dime que no. ¿Por qué iba a serlo? ¿Qué ibas a ganar? ¿Dinero? ¡No lo necesitamos! Y el dinero que viene de cometer algo deshonesto nos degrada. ¿Poder? El poder no es nada en sí mismo. El poder para hacer el bien es el bello…; ése, ése sólo. ¿Qué es entonces? ¡Robert, dime por qué vas a hacer esa cosa deshonrosa!

SIR ROBERT CHILTERN. –Gertrude, no tienes dere-cho a usar esa palabra. Te dije que era una cuestión de compromiso. No es más que eso.

LADY CHILTERN. –Robert, eso está muy bien para otros hombres, para los hombres que consideran la vida simplemente como una sórdida especulación; pero no para ti, Robert, no para ti. Tú eres diferente. Toda tu vida has sido algo distinto a los demás. Nunca has permitido que el mundo te manchase. Para el mundo, como para mí, has sido siempre un ideal. ¡Oh! Sigue siendo ese ideal. No rechaces esa gran herencia… No destruyas esa torre de marfil. Robert, los hombres pueden amar lo que está por debajo de ellos…, las cosas mancilladas, deshonrosas. Las mujeres adoramos al amor, y cuando perdemos el amor, lo perdemos todo. ¡Oh! ¡No mates mi amor por ti! ¡No lo mates!

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Gertrude!

LADY CHILTERN. –Sé que hay hombres con horribles secretos en sus vidas… Hombres que han hecho alguna cosa vergonzosa, y que en algún momento crítico tienen que pagar por ella, haciendo algún otro acto deshonroso… ¡Oh! ¡No me digas que tú eres uno de ellos! Robert, ¿hay en tu vida algún secreto vergonzoso? Dímelo, dímelo ahora mismo, para…

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Para qué?

LADY CHILTERN. –(Hablando muy lentamente.) Para que nuestras vidas corran separadas.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Separadas?

LADY CHILTERN. –Sí. Sería mejor para los dos.

SIR ROBERT CHILTERN. –Gertrude, no hay nada en mi pasado que tú no puedas saber.

LADY CHILTERN. –Estaba segura, Robert, estaba se-gura. Pero ¿por qué dices esas cosas horribles que no van con tu verdadero carácter? No volveremos a hablar del asunto. Escribirás a mistress Cheveley diciéndole que no puedes apoyar ese escandaloso proyecto, ¿verdad? Si le has dado alguna promesa, debes retirarla. ¡Eso es todo!

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Debo escribir diciéndole eso?

LADY CHILTERN. –¡Desde luego, Robert! ¿Qué otra cosa ibas a hacer?

SIR ROBERT CHILTERN. –Puedo verla personalmente. Sería mejor.

LADY CHILTERN. –No debes volver a verla, Robert. No debes volver a hablar con ella. No se merece hablar con un hombre como tú. No; le debes escribir inmedia-tamente, ahora, en este momento, y que vea en la carta que tu decisión es irrevocable.

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Escribir en este momento!

LADY CHILTERN. –Sí.

SIR ROBERT CHILTERN. –Es muy tarde. Son casi las doce.

LADY CHILTERN. –Eso no importa. Ella debe saber inmediatamente que se ha equivocado contigo… y que tú no eres un hombre que se preste a hacer nada deshones-to. Escribe, Robert. Escribe diciéndole que no apoyarás ese proyecto porque lo consideras deshonroso. Sí…, escri-be la palabra deshonroso. Ella sabe muy bien su significa-do. (Sir Robert Chiltern se sienta y escribe una carta. Su espo-sa la coge y la lee.) Sí; eso es. (Toca el timbre.) Y ahora el sobre. (El escribe el sobre lentamente. Entra Mason.) Que sea enviada esta carta al hotel Claridge. No hay contestación. (Sale Mason. Lady Chiltern se arrodilla junto a su marido y le rodea con los brazos.) Robert, el amor da un instinto para las cosas. Siento que esta noche te he salvado de algo que podría haber sido un peligro para ti, de algo que hubiese podido disminuir el respeto que te tienen los hombres. No creo que te des cuenta, Robert, de que has traído un ambiente noble en la vida política de nuestro tiempo, una actitud más hermosa para con la vida, un aire más libre, de ideales más puros y elevados… Yo lo sé, y por eso te amo, Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Oh, ámame siempre, Gertrude, ámame siempre!

LADY CHILTERN. –Te amaré siempre, porque siempre serás digno de ser amado. ¡Tenemos que amar a lo más elevado cuando lo conocemos! (Lo besa, se levanta y sale. Sir Robert Chiltern pasea de un lado a otro un momento; des-pués se sienta y hunde el rostro entre las manos. Entra el criado y empieza a apagar las luces. Sir Robert Chiltern levanta la vista.)

SIR ROBERT CHILTERN. –Sí, Mason; apague las luces, apague las luces. (El criado sigue apagando luces. La habitación se queda casi a oscuras. La única luz es la de la gran araña que cuelga sobre la escalera y que ilumina el tapiz que representa el triunfo del amor.)

TELÓN

Acto segundo

Escena: salón de la casa de sir Roben Chiltern. Lord Goring, vestido a la última moda, está sentado en un sillón. Sir Robert Chiltern está en pie junto a la chimenea. Evidentemente, se encuentra en un estado de gran agitación mental y nerviosismo. Durante la escena da paseos de un lado para otro.

LORD GORING. –Mi querido Robert, es un asunto muy engorroso, realmente engorroso. Debías habérselo contado todo a tu esposa. Tener secretos de las esposas de otros es un lujo necesario en la vida moderna. Al menos, siempre me dicen eso en el club hombres que son lo bas-tante calvos para saberlo. Pero ningún hombre debía tener secretos para su propia esposa. Ella invariablemente los descubre. Las mujeres tienen un maravilloso instinto de las cosas. Pueden descubrirlo todo, excepto lo evidente.

SIR ROBERT CHILTERN. –Arthur, no he podido de-círselo a mi esposa. ¿Cuándo se lo iba a haber dicho? Anoche no. Hubiera provocado una separación para toda la vida y hubiera perdido el amor de la única mujer que adoro en el mundo, de la única mujer que ha hecho vibrar el amor dentro de mí. Anoche hubiera sido completa-mente imposible. Se hubiese separado de mí con horror…, con horror y desprecio.

LORD GORING. –¿Es tan perfecta lady Chiltern?

SIR ROBERT CHILTERN. –Sí; lo es.

LORD GORING. –(Quitándose el guante de la mano izquierda.) ¡Qué lástima! Perdón, mi querido amigo; no quise decir exactamente eso. Pero si lo que me dices es cierto, me gustaría tener una conversación seria sobre la vida con lady Chiltern.

SIR ROBERT CHILTERN. –Sería completamente inútil.

LORD GORING. –¿Puedo intentarlo?

SIR ROBERT CHILTERN. –Sí; pero nada puede hacer cambiar sus ideas.

LORD GORING. –Bien; en el peor de los casos sería un simple experimento psicológico.

SIR ROBERT CHILTERN. –Todos los experimentos como ése son terriblemente peligrosos.

LORD GORING. –Todo es peligroso, mi querido amigo. Si no fuera así, la vida no merecería la pena de ser vivida. Bien; creo que debo decirte que, a mi modo de ver, debías habérselo dicho a ella hace años.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Cuándo? ¿Cuando nos pro-metimos? ¿Crees que se hubiera casado conmigo si hubie-se sabido cuál fue el origen de mi fortuna, la base de mi carrera; si hubiese sabido que yo había hecho una cosa que la mayoría de los hombres llaman vergonzosa y deshonesta?

LORD GORING. –(Lentamente.) Sí; la mayoría de los hombres le darían esos feos calificativos. No hay duda.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Amargamente.) Hombres que a cada momento hacen lo mismo que hice yo. Hombres que tienen secretos mucho peores que el mío en sus vidas. ,

LORD GORING. –Ésa es la razón de que les agrade tanto descubrir los secretos de los demás. Eso distrae la atención pública de ellos mismos.

SIR ROBERT CHILTERN. –Y, después de todo, ¿a quién perjudiqué con lo que hice? A nadie.

LORD GORING. –(Mirándolo fijamente.) Excepto a ti, Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Después de una pausa.) Desde luego, yo tenía informes privados de cierta tran-sacción que el Gobierno pensaba hacer y actué con arre-glo a esos informes. La información privada es práctica-mente el origen de todas las grandes fortunas actuales.

LORD GORING. –(Golpeándose el zapato con el bastón.) Y el resultado es invariablemente un escándalo público.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Paseando por la habitación.) Arthur, ¿crees que lo que hice hace dieciocho años debe ser ahora utilizado contra mí? ¿Crees que es justo que toda la carrera de un hombre quede arruinada por una falta que cometió en su adolescencia? Entonces yo tenía veintidós años, y tenía la doble desgracia de haber nacido noble y pobre, dos cosas imperdonables hoy día. ¿Es justo que la locura, el pecado de la juventud, si los hombres quieren llamarlo así, deba destrozar una vida como la mía, deba ponerme en la picota, deba arruinar todo lo que yo he elaborado, todo lo que he construido? ¿Es justo, Arthur?

LORD GORING. –La vida nunca es justa, Robert. Y quizá es mejor así para la mayoría de nosotros.

SIR ROBERT CHILTERN. –Todo hombre ambicioso tiene que luchar en su siglo con sus propias armas. Lo que este siglo adora es la fortuna. El dios de este siglo es la for-tuna. Para tener éxito hay que tener fortuna. Uno debe tiene fortuna a toda costa.

LORD GORING. –Te menosprecias a ti mismo, Robert. Créeme: sin tu fortuna también hubieras triun-fado.

SIR ROBERT CHILTERN. –Cuando hubiera sido viejo, quizá. Cuando hubiese perdido mi pasión por el poder o éste no me fuera útil. Cuando estuviese cansado, desilu-sionado. Quería tener éxito cuando fuera joven. La juven-tud es la época del éxito. No podía esperar.

LORD GORING. –Bueno; ciertamente has tenido éxito siendo aún joven. Nadie ha tenido un éxito tan brillante en nuestros días. Subsecretario del Ministerio de Asuntos Exte-riores a los cuarenta años. Eso es bastante para cualquiera.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Y si ahora me lo quitan todo? ¿Si lo pierdo todo por un horrible escándalo? ¿Si soy expulsado de la vida pública?

LORD GORING. –Robert, ¿cómo pudiste venderte por dinero?

SIR ROBERT CHILTERN. –(Excitado.) No me vendí por dinero. Compré el éxito a un alto precio. Eso es todo.

LORD GORING. –(Con gravedad.) Sí; ciertamente pa-gaste un alto precio por él. Pero ¿quien fue el que te dio tal idea?

SIR ROBERT CHILTERN. –El barón Arnheim.

LORD GORING. –¡Maldito canalla!

SIR ROBERT CHILTERN. –No; era un hombre de la más sutil y refinada inteligencia. Un hombre de gran cul-tura y distinción. Un hombre de los más intelectuales que he conocido.

LORD GORING. –¡Ah! Prefiero un caballero tonto. Sobre la estupidez hay mucho más que decir de lo que la gente se imagina. Personalmente tengo una gran admira-ción por la estupidez. Pero ¿cómo lo hiciste? Cuéntamelo todo. 1

SiR ROBERT CHILTERN. –(Se deja caer en un sillón junto al escritorio.) Una noche, después de cenar, en casa de lord Radley, el barón empezó a hablar sobre el éxito en la vida moderna como algo que se puede reducir a una ciencia absolutamente definida. Con esa voz tan fascinante y tranquila que poseía nos expuso la más terrible de las filo-sofias, la filosofia del poder, predicándonos el más maravi-lloso de los evangelios, el evangelio del oro. Creo que notó el efecto que había producido sobre mí, porque algunos días después me escribió invitándome a verlo. Vivía en Park Lane, en la casa que ahora tiene lord Woolcomb. Recuerdo muy bien cómo, con una extra-ña sonrisa en sus labios pálidos y curvados, me llevó por su maravillosa galería de cuadros, me mostró sus tapi-ces, sus esmaltes, sus joyas, sus marfiles tallados, mara-villándome de la extraña belleza del lujo en que vivía, y entonces me dijo que el lujo no era más que un de-corado, un telón pintado de una obra, y que el poder, el poder sobre los demás hombres, el poder sobre el mundo, era la única cosa de valor, el único placer supre-mo que merecía la pena conocer, la única alegría que nunca cansaba y que en nuestro siglo sólo el rico lo posee.

LORD GORING. –Un credo terriblemente superficial.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Levantándose.) Yo no creía eso entonces; ni lo creo ahora. La fortuna me ha dado enorme poder. Me dio libertad, y la libertad lo es todo. Tú nunca has sido pobre y no sabes lo que es la ambi-ción. No puedes comprender la maravillosa oportunidad que me dio el barón. Pocos hombres la tienen.

LORD GORING. –Afortunadamente para ellos, a juz-gar por los resultados. Pero dime… ¿Cómo te convenció el barón para que hicieras…, bien, lo que hiciste?

SIR ROBERT CHILTERN. –Cuando ya iba a irme me dijo que, si alguna vez podía darle alguna información privada de verdadero valor, me haría un hombre muy rico. Me deslumbró la perspectiva que él me insinuaba, y mi ambición y mi deseo de poder eran por entonces enormes. Seis semanas más tarde ciertos documentos pri-vados pasaron por mis manos.

LORD GORING. –(Con los ojos fijos en la alfombra.) ¿Docu-mentos de Estado?

SIR ROBERT CHILTERN. –Sí. (Lord Goring suspira, des-pués se pasa la mano por la frente y levanta la vista.)

LORD GORING. –No podía pensar que tú, entre todos los hombres del mundo, hubieras podido ser tan débil. Robert, para caer en la tentación que el barón Arnheim te sugirió.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Débil? ¡Oh! Estoy harto de oír esa frase. Harto de usarla con los demás. ¡Débil! ¿Crees realmente, Arthur, que es la debilidad la que hace caer en la tentación? Hay tentaciones que requieren fuerza, fuer-za y valor, para caer en ellas jugarse toda la vida en un solo instante, echarlo todo a una carta, si lo que se juega es placer o poder, no me preocupa… No hay debilidad en ello. Hay un terrible, un terrible valor.Yo tuve ese valor. Esa misma tarde le escribí al varón Arnheim la carta que ahora tiene esa mujer. Ganó con ese asunto tres cuartos de millón.

LORD GORING. –¿Y tú?

SIR ROBERT CHILTERN. –Recibí del barón ciento diez mil libras.

LORD GORING. –Valías más, Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –No; ese dinero me dio exactamente lo que quería: poder sobre los demás. Entré inmediatamente en la Cámara. El barón me daba algún consejo financiero de cuando en cuando.A los cinco años casi había triplicado mi fortuna. Desde entonces todo lo que emprendía era un éxito. En todos los asuntos relacio-nados con el dinero tenía una suerte extraordinaria que a veces casi me asustaba. Recuerdo haber leído en alguna parte, en algún libro extranjero, que cuando los dioses desean castigarnos atienden nuestros ruegos.

LORD GORING. –Pero dime, Robert: ¿nunca sentiste lo que habías hecho?

SIR ROBERT CHILTERN. –No. Pensé que había com-batido a mi siglo con sus propias armas y había ganado.

LORD GORING. –(Tristemente.) Creíste que habías ga-nado.

SIR ROBERT CHILTERN. –Lo creí. (Después de una lar-ga pausa.) Arthur, ¿me desprecias por lo que te he con-tado?

LORD GORING. –(Con profundo sentimiento en su voz.) Lo siento mucho por ti, Robert, lo siento de veras.

SIR ROBERT CHILTERN. –No diré que he tenido remordimientos. No ha sido así. No he tenido remordi-mientos, según el sentido ordinario y bastante tonto de la palabra. Pero he pagado ese dinero a conciencia. Tenía la salvaje esperanza de que así podría desarmar al destino. He distribuido el doble de la suma que me dio el barón en obras de caridad.

LORD GORING. –(Mirándolo.) ¿En obras de caridad? ¡Qué daño debes de haber hecho, Robert!

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Oh! No digas eso, Arthur. ¡No hables así!

LORD GORING. –¡No te preocupes de lo que digo, Ro-bert! Siempre hablo lo que no querría hablar. En realidad, usualmente te digo lo que pienso. Un gran error hoy día. Se expone uno a no ser entendido. En cuanto a este terri-ble asunto, te ayudaré en lo que pueda. Naturalmente, eso ya lo sabes.

SIR ROBERT CHILTERN. –Gracias, Arthur, gracias. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?

LORD GORING. –(Recostándose con las manos en los bol-sillos.) Bien; el inglés no puede soportar al hombre que siempre está diciendo que lleva razón, pero le gusta mucho el hombre que admite que está equivocado. Esa es una buena cosa. Sin embargo, en tu caso, Robert, una confesión no resultaría. El dinero, si me permites decirlo, es… una cosa muy embarazosa. Además, si decides confe-sarlo todo, nunca podrás volver a hablar de moralidad. Y en Inglaterra un hombre que no puede hablar de mora-lidad dos veces por semana a un numeroso, popular e inmortal auditorio no puede ser un político serio. No le quedan más profesiones que la de botánico o la eclesiás-tica. Una confesión no sería útil. Sería tu ruina.

SIR ROBERT CHILTERN. –Sería mi ruina. Arthur, lo único que me queda es luchar con todas mis fuerzas.

LORD GORING. –(Levantándose de la silla.) Esperaba que dijeras eso, Robert. Es lo único que se puede hacer. Y debes empezar por contarle a tu mujer toda la historia.

SIR ROBERT CHILTERN. –Eso no lo haré.

LORD GORING. –Robert, créeme: estás equivocado.

SIR ROBERT CHILTERN. –No puedo hacerlo. Mataría su amor por mí. Y con respeto a esa mistress Cheveley, ¿cómo podré defenderme de ella? Parece que tú ya la conocías de antes, ¿no, Arthur?

LORD GORING. –Sí.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿La conocías mucho?

LORD GORING. –(Arreglándose la corbata.) Tan poco, que me comprometí a casarme con ella una vez cuando estuve en casa de los Tenbys. La cosa duró unos tres días.

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Por qué rompisteis?

LORD GORING. –(Alegremente.) ¡Oh! Lo he olvidado. Al menos no tiene importancia. A propósito, ¿has inten-tado ofrecerle dinero? Solía gustarle enormemente.

SIR ROBERT CHILTERN. –Le ofrecí el que quisiera. Lo rechazó.

LORD GORING. –Entonces el maravilloso evangelio del oro a veces no resulta. El rico no lo puede todo, al fin y al cabo.

SIR ROBERT CHILTERN. –No. Supongo que tienes razón. Arthur, temo no poder evitar la desgracia que se cierne sobre mí. Estoy seguro de que no podré. Nunca supe lo que era el terror. Ahora lo sé. Es como una mano de hielo que oprime el corazón. Es como si el corazón latiese para morir en un horrible vacío.

LORD GORING. –(Golpeando la mesa.) Robert, tienes que luchar, tienes que luchar.

SIR ROBERT CHILTERN. –Pero ¿cómo?

LORD GORING. –De momento, no lo sé. No tengo ni la más pequeña idea. Pero todo el mundo tiene un punto débil. Hay un fallo en cada uno de nosotros. (Va hacia la chimenea y se mira al espejo.) Mi padre dice que yo tengo defectos. Quizá los tenga. No lo sé.

SIR ROBERT CHILTERN. –Al defenderme de mistress Cheveley tengo derecho a utilizar cualquier arma, ¿verdad?

LORD GORING. –(Mirándose aún en el espejo.) En tu lugar yo no tendría ningún escrúpulo en hacer eso. Ella es perfectamente capaz de cuidar de sí misma.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Se sienta junto a la mesa y coge una pluma.) Bien; enviaré un cable cifrado a la Embajada de Viena preguntando si allí se sabe algo con-tra ella. Puede haber algún escándalo secreto en el que haya estado mezclada.

LORD GORING. –(Arreglándose la flor del ojal.) ¡Oh! Imagino que mistress Cheveley es una de esas mujeres muy modernas de nuestro tiempo que creen que un nuevo escándalo les sienta tan bien como un nuevo som-brero y airean ambas cosas por el parque todas las tardes a las cinco y media. Estoy seguro de que ella adora los escándalos y que actualmente su pesar es no poder tener los suficientes.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Escribiendo.) ¿Por qué dices eso?

LORD GORING. –(Volviéndose.) Bien; porque ella lleva-ba anoche demasiado «rouge» y casi nada de ropa. Eso siempre es una señal de desesperación en una mujer.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Tocando el timbre.) Pero merece la pena escribir a Viena, ¿no?

LORD GORING. –Siempre merece la pena hacer una pregunta, aunque no siempre merece la pena contestarla. (Entra Mason.)

SIR ROBERT CHILTERN. –¿Está míster Trafford en su habitación?

MASON. –Sí, sir Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Mete la carta en un sobre, el cual cierra cuidadosamente.) Dígale que cifre esto inmediata-mente. No debe perder tiempo.

MASON. –Sí, sir Robert.

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Oh! Démelo un momen-to. (Escribe algo en el sobre. Mason sale con la carta.) Ella debe de haber tenido alguna extraña influencia sobre el barón Arnheim. Me pregunto cuál sería.

LORD GORING. –(Sonriendo.) Yo también.

SIR ROBERT CHILTERN. –Lucharé con ella hasta la muerte, mientras mi mujer no sepa nada.

LORD GORING. –¡Oh! Lucha de todas formas… Lucha hasta el fin.

SIR ROBERT CHILTERN. –(Con un gesto de desespera-ción.) Si mi esposa se enterase, habría ya poco por lo que luchar. Bien, tan pronto como reciba noticias de Viena, te las comunicaré. Es una posibilidad muy remota, pero confío en ella.Y como he luchado con mi época con sus propias armas, lucharé con ella con sus propias armas. Es lo justo; y ella parece una mujer con un pasado, ¿verdad?

LORD GORING. –La mayoría de las mujeres bonitas lo tienen. Pero hay una moda en cuestión de pasados como la hay en cuestión de vestidos. Quizá el pasado de mistress Cheveley sea simplemente un ligero «décolleté», y eso es muy popular hoy día. Además, mi querido Robert, yo no concebiría demasiadas esperanzas en la lucha contra mis-tress Cheveley. Yo imaginaría que mistress Cheveley es una mujer a la que es fácil vencer. Ha sobrevivido a todos sus acreedores y demuestra una maravillosa presencia de ánimo.

SiR ROBERT CHILTERN. –¡Oh! Ahora vivo de espe-ranzas. Me agarro a todas las posibilidades. Me siento como un hombre en un barco que está naufragando. El agua ro-dea mis pies y una tormenta se cierne sobre mí. ¡Eh! Oigo la voz de mi mujer. (Entra lady Chiltern vestida de calle.)

LADY CHILTERN. –Buenas tardes, lord Goring.

LORD GORING. –¡Buenas tardes, lady Chiltern! ¿Ha estado en el parque?

LADY CHILTERN. –No; acabo de venir de la Asocia-ción Liberal de Mujeres, donde, a propósito, tu nombre ha sido acogido con grandes aplausos, Robert; y ahora voy a tomar el té. (A lord Goring.) Se quedará a tomar el té ¿verdad?

LORD GORING. –Me quedaré un rato, gracias.

LADY CHILTERN. –Volveré al momento. Voy sólo a quitarme el sombrero.

LORD GORING. –¡Oh! Le ruego que no lo haga. ¡Es tan bonito! Uno de los sombreros más bonitos que he visto. Supongo que la Asociación Liberal de Mujeres lo habrá recibido con grandes aplausos.

LADY CHILTERN. –(Con una sonrisa.) Tenemos que tra-tar sobre cosas mucho más importantes que los sombre-ros, lord Goring.

LORD GORING. –¿De veras? ¿Qué clase de cosas?

LADY CHILTERN. –¡Oh! Cosas oscuras, útiles y deli-ciosas: los inspectores femeninos, la jornada de ocho horas, la franquicia parlamentaria… Todo, en resumen, lo que usted encuentra terriblemente falto de interés.

LORD GORING. –¿Y nunca sobre sombreros?

LADY CHILTERN. –(Con fingida indignación.) ¡Sobre sombreros, nunca! (Lady Chiltem sale por la puerta que da a su tocador.)

SIR ROBERT CHILTERN. –(Coge la mano de lord Goring.) Has sido para mí un buen amigo, Arthur, un verdadero buen amigo.

LORD GORING. –Que yo sepa, no he sido capaz de hacer mucho por ti, Robert. En realidad, no he sido capaz de hacer nada. Estoy muy descontento conrnigo mismo.

SIR ROBERT CHILTERN. –Has hecho que yo sea capaz de decirte la verdad. Eso es algo. La verdad siempre me ha ahogado.

LORD GORING. ¡Ah! La verdad es algo que yo suel-to lo más pronto posible! Un mal hábito. Le hace a uno impopular en el club… con los socios más viejos. Le lla-man afectación. Quizá lo sea.

SIR ROBERT CHILTERN. –Hubiera hecho cualquier cosa por haber sido capaz de decir la verdad… de vivir la verdad. ¡Ah! Es una gran cosa vivir la verdad. (Suspira y va hacia la puerta.) Volveré a verte pronto, ¿verdad, Arthur?

LORD GORING. –Ciertamente, si tú lo deseas. Esta noche voy al club de los solteros, a menos que encuentre algo mejor que hacer. Pero volveré aquí mañana por la mañana. Si por casualidad quisieras verme esta noche, envíame una nota a Curzón Street.

SIR ROBERT CHILTERN. –Gracias. (Cuando llega a la puerta, llega lady Chiltern del tocador.)

LADY CHILTERN. –¿Te vas, Robert?

SIR ROBERT CHILTERN. –Tengo que escribir algunas cartas, querida.

LADY CHILTERN. –(Va hacia él.) Trabajas demasiado, Robert. Nunca piensas en ti y pareces muy cansado.

SIR ROBERT CHILTERN. –No es nada, querida, nada. (La besa y sale.)

LADY CHILTERN. –(A lord Goring.) Siéntese. Me alegro de que haya venido. Quiero hablar con usted sobre… Bien; no sobre sombreros ni sobre la Asociación Liberal de Mujeres. Usted se toma demasiado interés en lo pri-mero y muy poco en lo segundo.

LORD GORING. –¿Quiere usted hablar conmigo sobres mistress Cheveley?

LADY CHILTERN. –Sí. Lo ha adivinado. Después de marcharse usted supe que lo que ella había dicho era realmente cierto. Desde luego, hice que Robert le escri-biese una carta inmediatamente retirando su promesa.

LORD GORING. –Eso me ha dado él a entender.

LADY CHILTERN. –Hubiera sido la primera mancha en una carrera que siempre se ha mantenido inmaculada. Robert debe estar por encima de todo reproche. No es como los demás hombres. No puede hacer lo que ha-cen los otros. (Mira a lord Goring, que permanece silencioso.) ¿No está de acuerdo conmigo? Es usted el mejor amigo de Robert. Nuestro mejor amigo, lord Goring. Nadie, excepto yo, conoce a Robert mejor que usted. No tiene secretos para mí, ni creo que los tenga tampoco para usted.

LORD GORING. –Ciertamente no tiene ningún secre-to para mí. Al menos eso creo.

LADY CHILTERN. –Entonces, ¿no tengo razón al con-siderarlo así? Sé que la tengo. Pero hábleme francamante.

LORD GORING. –(Mirándola fijamente.) ¿Francamente?

LADY CHILTERN. –Sí. No tiene usted nada que ocul-tar, ¿verdad?

LORD GORING. –Nada. Pero, mi querida lady Chiltern, creo, si usted me permite decirlo, que en la vida práctica…

LADY CHILTERN. –(Sonriendo.) De la cual sabe usted tan poco, lord Goring…

LORD GORING. –De la cual no sé nada por experien-cia, aunque se algo por observación. Creo que en la vida práctica el éxito, el éxito verdadero, tiene en sí una ligera falta de escrúpulos, como ocurre siempre también con la ambición. Una vez que un hombre ha puesto su corazón y su alma para alcanzar cierta meta, si tiene que escalar despeñaderos, los escala; si tiene que caminar por el cieno…

LADY CHILTERN. –¿Qué?

LORD GORING. –Camina por el cieno. Desde luego, sólo estoy generalizando sobre la vida.

LADY CHILTERN. –(En tono grave.) Lo supongo. ¿Por qué me mira tan extrañamente, lord Goring?

LORD GORING. –Lady Chiltern, a veces he pensado que… quizá sea usted un poco dura en alguna de sus ideas sobre la vida.Yo creo que… a menudo no hace las sufi-cientes concesiones. En todo carácter hay partes débiles, o peor que eso. Suponiendo, por ejemplo, que…, que cualquier hombre público, mi padre, lord Merton, o Robert, hubiese escrito hace muchos años una carta tonta a alguien…

LADY CHILTERN. –¿Qué entiende por carta tonta?

LORD GORING. –Una carta gravemente comprome-tedora para la posición de uno. Estoy poniendo solamen-te un ejemplo imaginario.

LADY CHILTERN. –Robert es incapaz de hacer una tontería, como también es incapaz de hacer una cosa des-honesta.

LORD GORING. –(Después de una larga pausa.) Nadie es incapaz de hacer una tontería. Nadie es incapaz de hacer una cosa deshonesta.

LADY CHILTERN. –¿Es usted un pesimista? ¿Qué dirán los demás elegantes? Todos tendrán que ponerse de luto.

LORD GORING. –(Levantándose.) No, lady Chiltern, no soy un pesimista. Realmente, no creo estar seguro de lo que significa verdaderamente el pesimismo. Todo lo que sé es que la vida no puede ser entendida ni vivida sin cari-dad. Es el amor y no la filosofia alemana la verdadera explicación de este mundo.Y si alguna vez tiene cualquier preocupación, lady Chiltern, confie en mí por completo, que yo la ayudaré en lo que pueda. Si me necesita, pída-me ayuda y la tendrá. Acuda a mí inmediatamente.

LADY CHILTERN. –(Mirándolo sorprendida.) Lord Goring, está usted hablando completamente en serio. No creo haberlo oído hablar tan serio ninguna otra vez.

LORD GORING. –(Riendo.) Debe excusarme, lady Chiltern. No me volverá a ocurrir, si puedo evitarlo.

LADY CHILTERN. –Pero a mí me gusta verlo serio. (Entra Mabel Chiltern con un vestido de lo más encantador.)

MABEL CHILTERN. –Querida Gertrude, no le digas cosas tan terribles a lord Goring. La seriedad no le sienta bien. ¡Buenas tardes, lord Goring! Le ruego que sea tan frívolo como pueda.

LORD GORING. –Me gustaría, miss Mabel, pero temo que estoy… un poco desquiciado esta mañana. Y, además, ahora tengo que irme.

MABEL CHILTERN. –¡Justo cuando vengo yo! ¡Qué horribles modales tiene usted! Estoy segura de que le han educado muy mal.

LORD GORING. –Así es.

MABEL CHILTERN. –¡Me gustaría haberlo educado yo!

LORD GORING. –Siento que no lo haya hecho.

MABEL CHILTERN. –¿Y ahora es demasiado tarde, supongo?

LORD GORING. –(Sonriendo.) No estoy seguro.

MABEL CHILTERN. –¿Quiero que demos un paseo a caballo mañana por la mañana?

LORD GORING. –Sí; a las diez.

MABEL CHILTERN. –No lo olvide.

LORD GORING. –Naturalmente que no. A propósito, lady Chiltern, hoy no viene la lista de sus invitados en el Morning Post. Supongo que habrá habido que dejar espa-cio para la reunión municipal, la conferencia de Lambeth o cualquier otra cosa igual de aburrida. ¿Puede usted darme una lista? Tengo una razón particular para pe-dírsela.

LADY CHILTERN. –Estoy segura de que míster Trafford tendrá una.

LORD GORING. –Muchísimas gracias.

MABEL CHILTERN. –Tommy es la persona más útil de Londres.

LORD GORING. –(Volviéndose hacia ella.) ¿Y quién es la más decorativa?

MABEL CHILTERN. –(Tríunfalmente.) Yo.

LORD GORING. –¡Qué inteligente ha sido al adivinar-lo! (Coge su sombrero y su bastón.) ¡Adiós, lady Chiltern! Recuerda lo que le he dicho, ¿verdad?

LADY CHILTERN. –Sí; pero no sé por qué me lo ha dicho.

LORD GORING. –Ni yo mismo lo sé. ¡Adiós, miss Mabel!

MABEL CHILTERN. –(Con un gesto de desencanto.) Desearía que no se fuera. He tenido cuatro aventuras maravillosas esta mañana; cuatro y media en realidad. Podía quedarse y escuchar alguna de ellas.

LORD GORING. –¡Que egoísta es al tener cuatro aven-turas y media! No habrá dejado ninguna para mí.

MABEL CHILTERN. –No quiero que usted tenga nin-guna. No le sentaría bien.

LORD GORING. –Ésa es la primera cosa poco amable que me ha dicho usted. ¡Qué encantadoramente la ha dicho! Hasta mañana a las diez.

MABEL CHILTERN. –En punto.

LORD GORING. –Completamente en punto. Pero no traiga a míster Trafford.

MABEL CHILTERN. –(Con un leve movímíento de cabe-za.) Naturalmente que no lo llevaré. Tommy Trafford está en desgracia.

LORD GORING. –Me alegro de oírlo. (Se ínclína y sale.)

MABEL CHILTERN. –Gertrude, desearía que hablaras con Tommy Trafford.

LADY CHILTERN. –¿Qué ha hecho esta vez el pobre míster Trafford? Robert dice que es el mejor secretario que ha tenido nunca.

MABEL CHILTERN. –Bueno; Tommy se me ha declara-do otra vez. Tommy no hace realmente otra cosa que declararse a mí. Se me declaró anoche en el salón de música, cuando estaba sin protección y había un compli-cado trío tocando. No me atreví a cometer ninguna indis-creción, no necesito decírtelo. Los músicos son absurda-mente irrazonables. Siempre quieren que una esté perfec-tamente muda cuando lo que a una le gustaría estar es absolutamente sorda. Después se me ha declarado esta mañana en la calle a la luz del día, frente a esa terrible estatua de Aquiles. Realmente las cosas que ocurren fren-te a esa obra de arte son completamente espantosas. Debería intervenir la policía. Durante el almuerzo vi por el brillo de sus ojos que se iba a declarar otra vez, y enton-ces le aseguré que era bimetalista. Afortunadamente, no sé lo que significa el bimetalismo. Y no creo que nadie lo sepa. Pero la observación contuvo a Tommy durante diez minutos. Pareció muy sorprendido. Y además, ¡es tan molesta la forma que tiene de declararse! Si se declarase en voz alta, no me importaría mucho. Eso podría produ-cir algún efecto en el público. Pero lo hace de una forma horriblemente confidencial. Cuando Tommy quiere ser romántico, habla como un doctor. Me agrada mucho Tommy pero sus métodos para declararse están comple-tamente anticuados. Desearía, Gertrude, que hablases con él y le dijeras que declararse una vez a la semana es sufi-ciente para cualquiera, y que siempre lo haga de forma que llame la atención de la gente.

LADY CHILTERN. –Querida Mabel, no hables así. Además, Robert tiene muy bien considerado a míster Trafford. Cree que posee un brillante porvenir.

MABEL CHILTERN. –¡Oh! No me casaría con un hom-bre que tuviese un brillante porvenir por nada del mundo.

LADY CHILTERN. –¡Mabel!

MABEL CHILTERN. –Ya sé, querida. ¡Tú te casaste con un hombre de porvenir! Pero entonces Robert era un genio y tú tenías un noble carácter, apto para el propio sacrificio. Tú puedes soportar a los genios. Yo no tengo carácter para eso, y Robert es el único genio que he podi-do aguantar. Por regla general, son completamente impo-sibles. Los genios hablan mucho, ¿verdad? ¡Una mala cos-tumbre¡ Y siempre piensan en sí mismos, y a mí me gusta que los hombres piensen en mí. Debo ir a ensayar a casa de lady Basildon. Recuerdas que estamos haciendo unos «tableaux», ¿verdad? ¡El triunfo de algo, no sé de qué! Espero que será el triunfo mío. Es el único triunfo que me interesa actualmente. (Besa a lady Chiltern y sale; vuel-ve a entrar inmediatamente.) ¡Oh! Gertrude, ¿sabes quién viene a verte? Esa horrible mistress Cheveley, con un ves-tido maravilloso. ¿La has invitado?

LADY CHILTERN. –¡Mistress Cheveley! ¿Viene a verme? ¡Imposible!

MABEL CHILTERN. –Te aseguro que sube las escaleras.

LADY CHILTERN. –No necesitas quedarte, Mabel. Recuerda que lady Basildon te está esperando.

MABEL CHILTERN. –¡Oh! Debo estrecharle la mano a lady Markby. Es deliciosa. Me gusta que me reprenda. (Entra Mason.)

MASON. –Lady Markby. Mistress Cheveley. (Entran lady Markby y mistress Cheveley.)

LADY CHILTERN. –(Saliendo a su encuentro.) ¡Querida lady Markby, qué amable ha sido al venir a verme! (Le estrecha la mano y se inclina levemente ante mistress Cheveley.) ¿No se sienta, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –Gracias. ¿Ésa es miss Chiltern? Me gustaría mucho conocerla.

LADY CHILTERN. –Mabel, mistress Cheveley desea conocerte. (Mabel Chiltern hace una pequeña inclinación.)

MISTRESS CHEVELEY. –(Sentándose.) Su vestido de anoche era encantador, miss Chiltern. ¡Tan sencillo y… le sentaba tan bien!

MABEL CHILTERN. –¿De veras? Debo decírselo a mi modista. Se sorprenderá. ¡Adiós, lady Markby!

LADY MARKBY. –¿Se va usted ya?

MABEL CHILTERN. –Lo siento, pero no tengo más remedio. Debo ensayar. Tengo que colocarme sobre la cabeza para unos «tableaux».

LADY MARKBY. –¿Sobre la cabeza? ¡Oh! Creo que es muy poco saludable. (Toma asiento en el sofá junto a lady Chiltern.)

MABEL CHILTERN. –Pero es para una obra de caridad. En favor de «los que no se lo merecen», que son los úni-cos en los que estoy interesada. Yo soy la secretaria y Tommy Traford el tesorero.

MISTRESS CHEVELEY. –¿Y qué es lord Goring?

MABEL CHILTERN. –¡Oh! Lord Goring es el presidente.

MISTRESS CHEVELEY. –El cargo le sienta admirablemente, a menos que se haya estropeado desde que yo lo conocí.

LADY MARKBY. –Eres muy moderna, Mabel. Quizá demasiado moderna. Nada es tan peligroso como ser demasiado moderna. Se expone una a anticuarse de repente. Conozco muchos ejemplos de ello.

MABEL CHILTERN. –¡Qué horrible perspectiva!

LADY MARKBY. –¡Ah! Querida, no tiene que ponerse nerviosa. Usted siempre será muy bonita. Ésa es la mejor moda que hay y la única que lanza Inglaterra con éxito.

MABEL CHILTERN. –(Con una inclinación.) Muchísimas gracias, lady Mardby, en nombre de Inglaterra… y en el mío. (Sale.)

LADY MARKBY. –(Volvíéndose a lady Chiltern.) Querida Gertrude, hemos venido para saber si han encontrado el broche de diamantes de mistress Cheveley.

LADY CHILTERN. –¿Aquí?

MISTRESS CHEVELEY. –Sí. Noté su falta al volver al Claridge y pensé que era posible que se me hubiese caído aquí.

LADY CHILTERN. –No sé nada de ello. Pero llamaré al mayordomo para preguntárselo. (Toca el timbre.)

MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh! Le ruego que no se mo-leste, lady Chiltern. Quizá lo perdí en la ópera antes de venir aquí.

LADY MARKBY. ¡Ah, sí! Supongo que debe de haber sido en la ópera. El hecho es que hay tantas apreturas hoy día que me maravillo de que aún nos quede algo encima al final de la noche. Yo misma, cuando vuelvo de algún sitio, siento como si no me quedase nada encima, excep-to un poco de reputación decente, la suficiente para que las clases bajas no nos hagan penosas observaciones a través de las ventanas del coche. La realidad es que nues-tra sociedad está terriblemente superpoblada. Realmente alguien debería preparar un buen proyecto para la emi-gración. Eso sería estupendo.

MISTRESS CHEVELEY. –Estoy completamente de acuerdo con usted, lady Markby. Hace cerca de seis años que no había estado en Londres durante la temporada, y debo decir que desde entonces la sociedad se ha mezcla-do terriblemente. Por todas partes se ve la gente más rara.

LADY MARKBY. –Eso es cierto, querida. Pero no se necesita conocerla. Estoy segura de que no conozco a la mitad de las personas que vienen a mi casa.Y realmen-te, por lo que oigo, no me gustaría conocerlas. (Entra Mason.)

LADY CHILTERN. –Cómo era el broche que perdió usted, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –Un broche de diamantes en forma de serpiente, con un rubí, un rubí bastante grande.

LADY MARKBY. –Creí que había dicho que era un zafiro, querida.

MISTRESS CHEVELEY. –(Sonriendo.) No, lady Markby. Un rubí.

LADY MARKBY. –(Asintiendo con la cabeza.) Y muy bo-nito, estoy segura.

LADY CHILTERN. –¿Ha sido encontrado esta mañana en alguna de las habitaciones un broche de diamantes con un rubí, Mason?

MASON. –No, señora.

MISTRESS CHEVELEY. –Realmente no tiene impor-tancia, lady Chiltern. Siento haberla molestado.

LADY CHILTERN. –(Fríamente.) ¡Oh! No ha sido una molestia. Está bien, Mason. Puede traer el té. (Sale Mason.)

LADY MARKBY-Opino que perder algo es de lo más molesto. Recuerdo una vez en Bath, hace años, que perdí en la Pump Room un camafeo extraordinariamente bonito que me había regalado sir John. Siento decir que no creo que me haya regalado nada desde entonces. Ha degenerado tristemente. Realmente, esa horrible Cámara de los Comunes arruina por completo a nuestros mari-dos. Creo que la creación de la Cámara Baja es el golpe más fuerte que ha recibido la vida conyugal feliz desde que se inventó esa horrible cosa llamada «la educación elevada de las mujeres»

LADY CHILTERN. –¡Ah! Es una herejía decir eso en esta casa, lady Markby. Robert es un gran defensor de la educación elevada de las mujeres, y yo también lo soy.

MISTRESS CHEVELEY. –Lo que me gustaría ver es la educación elevada de los hombres. La necesitan mucho.

LADY MARYBY. –Es cierto, querida. Pero temo que ese proyecto sea poco práctico. No creo que los hombres tengan mucha cápacidad para cambiar. Han ido lo más lejos que podían, que no es muy lejos, ¿verdad? Con res-pecto a las mujeres, querida Gertrude, usted pertenece a la joven generación, y estoy segura de que todo está bien si usted lo aprueba. En mi época, desde luego, nos ense-ñaban a no entender nada. Ese era el viejo sistema, y era muy interesante. Le aseguro que la cantidad de cosas que nos enseñaron a no entender a mi hermana y a mí era extraordinaria. Pero me han dicho que las mujeres modernas lo entienden todo.

MISTRESS CHEVELEY. –Excepto a sus maridos. Ésa es una de las cosas que las mujeres modernas no entienden.

LADY MARKBY. –Lo cual está muy bien, querida. Si ocurriera eso, podrían quedar destruidos muchos hogares felices. No el suyo, por supuesto, Gertrude. Usted se ha casado con un hombre fuera de serie. Desearía poder decir lo mismo de mí. Pero desde que sir John asiste a los debates regularmente, lo cual nunca solía hacer en los viejos tiempos, su lenguaje se ha hecho completamente imposible. Siempre parecer creer que se está dirigiendo a la Cámara, y como consecuencia si discute sobre el esta-do de los agricultores, o sobre la iglesia de Gales, o sobre cualquier cosa tan fuera de lugar como éstas, me veo obli-gada a ordenar a los criados que salgan de la habitación. No es agradable ver al mayordomo, que está con nosotros desde hace veintitrés años, volver la cabeza ruborizado, ni a los criados retorciéndose de risa en los rincones como payasos. Le aseguro que mi vida quedará completamente arruinada a menos que envíen a sir John enseguida a la Cámara Alta. Entonces no se tomará ningún interés por la política, ¿verdad? ¡La Cámara de los Lores es tan jui-ciosa! Una asamblea de caballeros. Pero, en el presente, John es una desgracia. Esta mañana en el desayuno se levantó, se puso las manos en los bolsillos y se dirigió al país con toda la potencia de su voz. Dejé la mesa tan pronto como tomé mi segunda taza de té, no necesito decirlo. ¡Pero su violento lenguaje se oía en toda la casa! ¿Supongo, Gertrude, que sir Robert no es así?

LADY CHILTERN. –Pero yo estoy muy interesada en la política, lady Markby. Me gusta oír a Robert hablar de ella.

LADY MARKBY. –Bien; supongo que no será un devo-to de los libros azules*, como lo es sir John. No creo que sea una buena lectura para nadie.

* «Libros azules»: El significado en inglés de blue books viene a equi-valer a «un libro verde», con el matiz sexual implícito.

MISTRESS CHEVELEY. –(Lánguidamente.) Nunca he leí-do un libro azul. Prefiero los libros… con cubiertas ama-rillas.

LADY MARKBY. –El amarillo es un color muy alegre, ¿verdad? Solía llevar vestidos amarillos en mi juventud, y ahora los llevaría si sir John no personalizase tanto en sus observaciones; y un hombre que se preocupa de los ves-tidos es ridículo, ¿verdad?

MISTRESS CHEVELEY. –¡Oh, no! Creo que los hom-bres son las máximas autoridades en ese sentido.

LADY MARKBY. –¿Sí? No se diría eso a juzgar por los sombreros que llevan. (Entra el mayordomo seguido de un criado. Ponen el té en una mesita junto a lady Chiltern.)

LADY CHILTERN. –¿Quiere té, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY. –Gracias. (El mayordomo le da a mistress Cheveley una taza de té sobre una bandeja.)

LADY CHILTERN. –¿Té, lady Markby?

LADY MARKBY. –No; gracias, querida. (Los criados se van.) El hecho es que he prometido a la pobre lady Brancaster hacerle una visita de diez minutos. Está muy apenada. Su hija, una muchacha muy bien educada, se ha prometido a un clérigo de Shropshire. Es muy triste, muy triste. No entiendo esta manía moderna por los curas. En mis tiempos las muchachas los veíamos rondar por todas partes como conejos. Nunca les hacíamos caso, naturalmente. Pero me han dicho que hoy día en el campo son muy aficionados a ellos. Creo que es muy irreligioso. Y además, su hijo mayor ha reñido con su padre, y se dice que cuando se encuentran en el club lord Brancaster siempre se esconde tras la sección financie-ra del Times. Sin embargo, creo que eso es muy común hoy día, y tienen muchos ejemplares del Times en todos los clubes de Saint James Street. ¡Hay tantos hijos que no quieren nada con sus padres y tantos padres que no quieren ni hablar con sus hijos! Opino que es muy pe-noso.

MISTRESS CHEVELEY. –Yo también. Hoy día los padres tienen mucho que aprender de sus hijos.

LADY MARKBY. –¿De veras, querida? ¿El qué?

MISTRESS CHEVELEY. –El arte de vivir. La única de las bellas artes que hemos producido en los tiempos mo-dernos.

LADY MARKBY. –(Moviendo la cabeza.) ¡Ah! Temo que lord Brancaster sabe mucho de eso. Más de lo que ha sabido nunca su pobre esposa. (Volviéndose a lady Chiltern.) Conoce usted a lady Brancaster, ¿verdad, querida?

LADY CHILTERN. –Ligeramente. Estaba en Langton el otoño pasado cuando fuimos nosotros allí.

LADY MARKBY. –Bien; como todas las mujeres grue-sas, parece el vivo retrato de la felicidad, como habrá usted notado. Pero hay muchas tragedias en su familia, además de ese asunto del clérigo. Su misma hermana, mistress Jekyll *, lleva la vida más desgraciada, y no a causa de ella últimamente estaba tan triste que entró en un convento o en los escenarios, no lo recuerdo exactamente. No; creo que se dedicó a hacer labores decorativas de aguja. Lo que sé es que perdió todo el sentido del placer en la vida. (Se levanta.)Y ahora, Gertrude, si me lo permite, dejaré a mis-tress Cheveley a cargo suyo y volveré dentro de un cuar-to de hora. O quizá a la querida mistress Cheveley no le importase esperarme en el coche mientras estoy con lady Brancaster. Como es una visita de pésame, no estaré mucho tiempo.

* Como en la famosa narración de Stevenson (publicada en 1876), «Jekyll» contiene el significado simbólico en su etimología de «el que mata a su propio yo» («Jekill»). ¿Está Wilde haciendo aquí una refe-rencia irónica a la obra de su contemporáneo?

MISTRESS CHEVELEY. –(Levantándose.) No me impor-ta esperar en el coche si hay alguien que me traiga uno.

LADY MARKBY. –He oído decir que el clérigo siem-pre está rondando la casa.

MISTRESS CHEVELEY. –Temo que no me agradan mucho las amigas jóvenes.

LADY CHILTERN. –(Levantándose.) ¡Oh! Espero, mis-tress Cheveley, que se quedará aquí un poco. Me gustaría charlar unos minutos con usted.

MISTRESS CHEVELEY. –¡Qué amable es usted, lady Chiltern! Créame: nada me causará tan gran placer.

LADY MARKBY. –¡Ah! No hay duda de que hablarán de muchos agradables recuerdos de sus días de colegio. ¡Adiós, querida Gertrude! ¿La veré esta noche en casa de lady Bonar? Ha descubierto un nuevo genio maravilloso. Hace… No hace nada, según creo. Es una gran comodi-dad,¿verdad?

LADY CHILTERN. –Robert y yo cenaremos en casa esta noche, y no creo que salgamos después. Robert, natu-ralmente, tendrá que ir a la Cámara. Pero no hay nada de interés hoy.

LADY MARKBY. –¿Cenan solos en casa? ¿Es eso pru-dente? ¡Ah! Había olvidado que su esposo es una excepción. El mío es del montón, y nada envejece tan rápidamente a una mujer como tener un esposo así. (Sale lady Markby.)

MISTRESS CHEVELEY. –Maravillosa mujer lady Markby, ¿verdad? Es la mujer que habla más y dice menos de todas las que conozco. Ha nacido para orador público. Mucho más que su marido, que aunque es un inglés típico, es siempre aburrido y violento.

LADY CHILTERN. –(No contesta y permanece en pie.Hay una pausa. Los ojos de las dos mujeres se encuentran. Lady Chiltem está muy pálida. Mistress Cheveley parece bastante divertida.) Mistress Cheveley, creo que debo decirle francamente que si hubiera sabido quién era usted realmente no la habría invitado anoche a mi casa.

MISTRESS CHEVELEY. –(Con una sonrisa impertinente.) ¿De veras?

LADY CHILTERN. –No podría haberlo hecho.

MISTRESS CHEVELEY. –Veo que después de todos esos años no ha cambiado nada, Gertrude.

LADY CHILTERN. –Yo nunca cambio.

MISTRESS CHEVELEY. –(Arqueando las cejas.) Entonces ¿la vida no le ha enseñado nada?

LADY CHILTERN. –Me ha enseñado a saber que una persona que una vez ha cometido una acción deshonesta puede cometerla por segunda vez.

MISTRESS CHEVELEY. –¿Aplicaría usted esa regla a todo el mundo?

LADY CHILTERN. –Sí; a todos sin excepción.

MISTRESS CHEVELEY. –Entonces lo siento por usted, Gertrude, lo siento por usted.

LADY CHILTERN. –Ahora ya ve, supongo, que hay muchas razones para que yo no desee relacionarme en absoluto con usted durante su estancia en Londres.

MISTRESS CHEVELEY. –(Apoyándose en la silla.) ¿Sabe, Gertrude, que me importa muy poco su charla sobre moralidad? La moralidad es simplemente la actitud que adoptamos con la gente cuyo carácter nos disgusta.Yo no le gusto a usted; estoy segura de eso.Y yo siempre la he detes-tado.Y, sin embargo, he venido aquí para hacerle un servicio.

LADY CHILTERN. –(Despreciativamente.) ¿Como el que intentó hacerle anoche a mi esposo, supongo? Gracias a Dios, lo salvé de eso.

MISTRESS CHEVELEY. –(Levantándose.)¿Fue usted quien le hizo escribirme esa insolente carta? ¿Fue usted quien lo convenció de que rompiera su promesa?

LADY CHILTERN. –Sí.

MISTRESS CHEVELEY. –Entonces tendrá que hacérsela mantener. Le doy hasta mañana por la mañana… nada más. Si para entonces su marido no promete solemne-mente ayudarme en ese gran proyecto en el que estoy interesada…

LADY CHILTERN. –Esa fraudulenta especulación.

MISTRESS CHEVELEY. –Llámelo como quiera. Tengo a su marido en mis manos, y si usted es lista, lo convencerá de que haga lo que le digo.

LADY CHILTERN. –(Levantándose y yendo hacia ella.) Es usted una impertinente. ¿Qué tiene que ver mi marido con usted? ¿Con una mujer como usted?

MISTRESS CHEVELEY. –(Con una risa amarga.) En este mundo los que se parecen se relacionan. Porque su mari-do es un estafador sin ningún honor. Entre usted y él hay un mundo. Él y yo somos más iguales. Somos unos ene-migos unidos. El mismo pecado nos ata.

LADY CHILTERN. –¿Cómo se atreve a hablar así de mi marido? ¿Cómo se atreve a amenazarlo a él o a mí? Abandone mi casa. No es digna de estar en ella. (Entra sir Robert Chiltern. Oye las últimas palabras de su esposa y ve a quién están dirigidas. Se pone intensamente pálido.)

MISTRESS CHEVELEY-¡Su casa! Una casa comprada con el precio del deshonor. Una casa en que todo ha sido pagado por medio de un fraude. (Se vuelve y ve a sir Robert Chiltern.) ¡Pregúntele cuál es el origen de su fortuna! Que le diga cómo vendió a un jugador de bolsa un secreto de Estado. Que le explique a qué debe su posición actual.

LADY CHILTERN. –¡Eso no es cierto, Robert! ¡Eso no es cierto!

MISTRESS CHEVEI.EY. –(Apuntándola con el dedo.) ¡Mírelo! ¡No puede negarlo! ¡No se atreverá!

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Váyase! ¡Váyase inmediata-mente! Ya ha causado el daño que podía.

MISTRESS CHEVELEY. –¿Sí? Aún no he terminado con usted, ni con usted. Les doy hasta mañana a las doce. Si para entonces no ha hecho lo que le dije, todo el mundo sabrá el origen de la carrera de Robert Chiltern. (Sir Robert Chiltern toca el timbre. Entra Mason.)

SIR ROBERT CHILTERN. –Acompañe a mistress Cheveley a la puerta. (Mistress Cheveley se estremece; después se inclina ante lady Chiltern con una cortesía algo exagerada. Lady Chiltern no responde. Cuando pasa al lado de sir Robert Chiltern, que está junto a la puerta, se detiene un momento y lo mira fren-te a frente. Después sale seguida del criado, que cierra la puerta tras él. Marido y mujer se quedan solos. Lady Chiltern está como en un horrible sueño. Después se vuelve y mira a su marido. Tiene un mirada extraña, como si le viera por primera vez.)

LADY CHILTERN. –¡Vendiste un secreto de Estado por dinero! ¡Comenzaste tu vida con un fraude! ¡Cimentaste tu carrera con el deshonor! ¡Oh! ¡Dime que no es cierto! ¡Miénteme! ¡Dime que no es cierto!

SIR ROBERT CHILTERN. –Lo que esa mujer ha dicho es completamente cierto. Pero escúchame, Gertrude. No te imaginas lo grande que fue la tentación… Déjame que te lo explique todo. (Va hacía ella.)

LADY CHILTERN. –No te acerques a mí. No me toques. Siento como si me hubieras mancillado para siempre. ¡Oh! ¡Qué máscara has llevado durante todos estos años! ¡Qué horrible máscara! ¡Te vendiste por dine-ro! ¡Oh! Un vulgar ladrón es mejor que tú. ¡Te ofreciste al mejor postor! Te vendiste en el mercado. Has mentido a todo el mundo. Sin embargo, a mí no me mentirás.

SIR ROBERT CHILTERN. –¡Gertrude! ¡Gertrude!

LADY CHILTERN. –(Lo rechaza extendiendo los brazos.) ¡No, no hables! ¡No digas nada! Tu voz me trae horribles recuerdos… Recuerdos de cosas que me hicieron amar-te… Recuerdos que ahora me horrorizan. ¡Cómo te adoré? Eras algo aparte de la vida, un ser puro, noble, honesto, sin mancha. El mundo parecía más hermoso porque tú estabas en él, y la bondad más verdadera porque vivías tú.Y ahora… ¡Oh! ¡Cuando pienso que he hecho de un hombre como tú mi ideal! ¡El ideal de mi vida!

SIR ROBERT CHILTERN. –Ése fue tu error. Ésa fue tu equivocación. El error que cometen todas las mujeres. ¿Por qué no podéis amarnos con nuestros defectos? ¿Por qué nos colocáis en monstruosos pedestales? Todos tene-mos los pies de barro, tanto los hombres como las muje-res; pero cuando los hombres amamos a las mujeres, las amamos conociendo sus debilidades, sus locuras, sus imperfecciones; las ¡unamos más, si es posible, por esta razón. No es el ser perfecto, sino el imperfecto, el que necesita amor. Cuando nos hemos herido nosotros mismos o nos han herido los demás, es cuando el amor debía ve-nir a curarnos… ¿Para qué otra cosa es el amor? Todos los pecados, excepto el pecado contra él mismo, debía per-donarlos el amor. El amor verdadero debía perdonar todas las vidas, salvo las vidas sin amor. El amor de un hombre es así. Es más grande, mas humano que el de una mujer. Tú has hecho de mí un ídolo falso y yo no he tenido el valor de derribarlo, mostrándote mis heridas, contándote mis debilidades. Tenía miedo de perder tu amor, como ahora lo he perdido.Y así arruinaste anoche mi vida… ¡Sí, la arruinaste! Lo que esa mujer me pedía no era nada comparado con lo que me ofrecía. Me ofrecía seguridad, paz, tranquilidad. El pecado de mi juventud, que yo había creído olvidado, se alzó contra mí, horrible, espantoso, con sus manos apretándome el cuello. Pude haberlo matado para siempre, enviarlo a la tumba, destruirlo, que-mar la única prueba que había contra mí. Tú lo impedis-te. Nadie sino tú. Y ahora ante mí se cierne la desgracia, la ruina, la vergüenza, las burlas del mundo: me espera una vida solitaria y deshonrosa, y algún día una muerte solita-ria y deshonrosa igualmente. ¡Que las mujeres no vuelvan a hacer ídolos de los hombres! ¡Que no los pongan en altares y se inclinen ante ellos o arruinarán otras vidas tan completamente como tú…, tú, a quien he amado ardiente-mente…, has arruinado la mía! (Sale de la habitación; lady Chiltern se precipita tras él, pero la puerta se cierra cuando ella la alcan-za. Pálida, angustiada, se estremece como una planta en el agua. Sus manos, extendidas, parecen temblar en el aire como flores agi-tadas por el viento. Se derrumba por fin en un sofá y esconde el rostro entre las manos. Sus sollozos son como los de un niño.)

TELÓN

Acto tercero

Escena: Biblioteca de la casa de lord Goring en Gurzon Street, Londres. A la derecha, una puerta que da al vestíbulo. A la izquierda, otra puerta que da al salón de fumar. El fuego está encendido. Phipps, el mayordomo, está colocando unos perió-dicos sobre la mesa. La nota distinguida de Phipps es su impa-sibilidad. Ha sido declarado por algunos entusiastas el mayordo-mo ideal. La esfinge no es tan impenetrable. No se sabe nada de su vida intelectual o emotiva. Representa el dominio de la forma. Entra lord Goring en traje de calle con una flor en el ojal. Lleva un sombrero de seda y una capa de Inverness. Guantes blancos y bastón estilo Luis XVI. No le falta ni uno de los delicados detalles de la moda. Se ve que está muy relaciona-do con la vida moderna, la cual, realmente, crea y gobierna. Es el primer filósofo bien vestido en la historia del pensamiento.

LORD GORING. –¿Ha traído otra flor para mi ojal, Phipps?

PHIPPS. –Sí, milord. (Le coge el sombrero, el bastón, la capa y le presenta una flor sobre una bandeja.)

LORD GORING. Es bastante distinguida, Phipps. Soy la única persona de poca importancia en Londres que lleva actualmente una flor en el ojal.

PHIPPS—Sí, milord.Ya lo he observado.

LORD GORING. –(Quítándose la flor que llevaba.) ¡Ah, Phipps! La moda es lo que uno lleva. Lo que no está de moda es lo que llevan los demás.

PHIPPS. –Sí, miord.

LORD GORING. –Así como la vulgaridad es simple-mente la manera de obrar de los demás.

PHIPPS. –Sí, milord.

LORD GORING. –(Poniéndose la nueva flor)Y las false-dades son las verdades de los demás.

PHIPPS -Sí, milord.

LORD GORING. –Los demás son completamente horrorosos. La única sociedad posible es la de uno mismo.

PHIPPS—Sí, milord.

LORD GORING. –Amarse a sí mismo es el principio de una novela que dura toda la vida.

PHIPPS. –Sí, milord.

LORD GORING. –(Mirándose en el espejo.) No parece que me siente muy bien esta flor, Phipps. Me hace dema-siado viejo. O casi un niño, ¿eh, Phipps?

PHIPPS. –No he observado ningún cambio en la apa-riencia del señor.

LORD GORING. –¿No, Phipps?

PHIPPS. –No, milord.

LORD GORING. –No estoy seguro. Para el futu-ro, Phipps, los jueves por la noche deseo una flor más trivial.

PHIPPS. –Se lo diré a la florista, milord. Ha tenido últi-mamente una pérdida en su familia, lo cual explica quizá la falta de trivialidad de la que se queja el señor.

LORD GORING. ¡–Extraordinario hecho entre las cla-ses bajas de Inglaterra!… Siempre están perdiendo pa-rientes.

PHIPPS. –¡Sí, milord! Son muy afortunados en ese aspecto.

LORD GORING. –(Se vuelve y le mira. Phípps permanece impasible.) ¡Hum! ¿Alguna carta, Phipps?

PHIPPS. –Tres, milord. (Le da las cartas sobre una bandeja.)

LORD GORING. –(Las coge.) Quiero mi coche dentro de veinte minutos.

PHIPPS. –Sí, milord. (Va hacia la puerta.)

LORD GORING. –¡Eh, Phipps! ¿Cuándo llegó esta carta?

PHIPPS. –Fue traída en mano nada más irse el señor al club.

LORD GORING. –Está bien. (Sale Phipps.) La letra y el papel de lady Chiltern. Esto es muy curioso. Creí que era Robert quien me escribía. Me pregunto qué tendrá que decirme lady Chiltern. (Se sienta en el escritorio, abre la carta y la lee.) «Le necesito. Cono en usted. Me dirijo a usted.» ¡Lo sabe todo! ¡Pobre mujer! ¡Pobre mujer! (Saca su reloj y lo mira.) ¡Pero qué horas de visita! ¡Las diez! Tendré que faltar a casa de los Berkshires. Sin embargo, siempre es bonito ser esperado y no aparecer. En el club de los sol-teros no me esperan, así que iré allí. Haré que compren-da a su marido. Es lo que debe hacer una mujer. El sen-tido moral de las mujeres es lo que hace el matrimonio tan difícil. Las diez. Pronto estará aquí. Debo decirle a Phipps que no estoy para nadie más. (Va hacia el timbre. Entra Phipps.)

PHIPPS. –Lord Caversham.

LORD GORING. –¡Oh! ¿Por qué los padres siempre aparecen en el peor momento? Supongo que es algún defecto extraño de la naturaleza. (Entra lord Caversham.) Encantado de verte, querido papá. (Va a su encuentro.)

LORD CAVERSHAM. –Quítame la capa.

LORD GORING. –¿Merece la pena, papá?

LORD CAVERSHAM. –Naturalmente que sí, amigo. ¿Cuál es el sillón más confortable?

LORD GORING. –Éste, Papá. Es el que uso yo cuando tengo visitas.

LORD CAVERSHAM. –Gracias. ¿Espero que no habrá corriente en esta habitación?

LORD GORING. –No, papá.

LORD CAVERSHAM. –Me alegro. No puedo soportar las corrientes. En casa no las hay.

LORD GORING. –Hay buenas brisas, papá.

LORD CAVERSHAM. –¿Eh? No entiendo lo que quie-res decir. Quiero tener una conversación seria contigo, amiguito.

LORD GORING. –¡Querido papá! ¿A esta hora?

LORD CAVERSHAIvt. –Son sólo las diez. ¿Qué tienes que oponer a la hora? ¡Creo que es una hora admirable!

LORD GORING. –La verdad es, papá, que hoy es un día que no puedo hablar en serio. Lo siento mucho, pero es así.

LORD CAVERSHAM. –¿Qué quieres decir?

LORD GORING. –Durante la temporada, papá, sólo hablo en serio los primeros martes de cada mes, de cua-tro a siete.

LORD CAVERSHAM. –Bien; pues suponte que estamos en martes, amiguito.

LORD GORING. –Pero es más tarde de las siete, papá, y mi doctor dice que no debo tener ninguna conversación seria después de las siete. Eso me hace hablar dormido.

LORD CAVERSHAM. –¿Hablar dormido? ¿Qué impor-ta? Tú no estás casado.

LORD GORING. –No, papá; no estoy casado.

LORD CAvERSHAM. –¡Hum! De eso es de lo que he venido a hablar contigo, amiguito. Vas a casarte, e inme-diatamente. Cuando yo tenía tu edad, era ya un viudo inconsolable desde hacía tres meses y ya empezaba a cor-tejar a tu admirable madre. ¡Diablos, amiguito, tu deber es casarte! No puedes vivir siempre para el placer. Hoy día todo hombre de posición se casa. Los solteros ya no están de moda. Se los conoce demasiado. Debes conseguir una esposa, amiguito. Fíjate dónde ha llegado tu amigo Robert Chiltern gracias a su probidad, su trabajo y su sensato matrimonio con una buena mujer. ¿Por qué no lo imitas. ¿Por qué no lo tomas como modelo?

LORD GORING. –Supongo que ya lo haré, papá.

LORD CAVERSHAM. –Deseo que lo hagas. Enton-ces seré feliz. Le hago la vida imposible a tu madre por culpa tuya. No tienes corazón, amiguito, no tienes corazón.

LORD GORING. –Supongo que no, papá.

LORD CAVERSHAM. –Y ya es hora de que te cases. Tienes treinta y cuatro años, amiguito.

LORD GORING. –Sí, papá, pero solamente admito treinta y dos… Treinta y uno y medio cuando llevo una buena flor en el ojal. Ésta que llevo ahora no es… lo bas-tante trivial.

LORD CAVERSHAM. –Te digo que tienes treinta y cua-tro años, amiguito.Y, además, hay corrientes en esta habi-tación, lo cual hace que tu conducta sea aún peor. ¿Por qué me dijiste que no había corrientes? Noto que las hay, amiguito, lo noto perfectamente.

LORD GORING. –Eso me parece, papá. Hay una corriente terrible. Iré a verte mañana, papá. Podremos hablar sobre todo lo que quieras. Déjame que te ayude a ponerte la capa, papá.

LORD CAVERSHAM. –No, amiguito; he venido esta noche con un propósito definido, y he de conseguir lo que quiero aun a costa de mi salud o de la tuya.

LORD GORING. –Desde luego, papá. Pero vamos a otra habitación. (Toca el timbre.) Aquí hay una corriente terrible. (Entra Phipps.) Phipps, ¿hay un buen fuego en el salón de fumar?

PHIPPS. –Sí, milord.

LORD GORING. –Vamos, allí, papá. Tus estornudos destrozan el corazón.

LORD CAVERSHAM. –Bueno, amiguito, supongo que tengo derecho a estornudar cuando quiera, ¿no?

LORD GORING. –Naturalmente, papá. Simplemente te expresaba mi simpatía.

LORD CAVERSHAM. ¡Oh! ¡Al diablo la simpatía! Hoy día hay demasiada.

LORD GORING. –Estoy completamente de acuerdo contigo, papá. Si hubiera menos simpatía en el mundo, tendríamos menos complicaciones.

LORD CAVERSHAM. –(Yendo hacia el salón de fumar.) Eso es una paradoja. Odio las paradojas.

LORD GORING. –Yo también, papá. Todo el mundo es hoy día una paradoja. Es un gran aburrimiento.

LORD CAVERSHAM. –(Se vuelve y mira a su hijo con el ceño fruncido.) ¿Siempre entiendes realmente lo que dices, amiguito?

LORD GORING. –(Después de un momento de duda.) Sí, papá, si lo escucho con atención.

LORD CAVERSHAM. –(Indignado.) ¡Si lo escuchas con atención! ¡Joven engreído! (Se va gruñendo al salón de fumar. Entra Phipps.)

LORD GORING. –Phipps, esta noche va a venir a verme una dama para un asunto particular. Pásela al salón cuando llegue, ¿entiende?

PHIPPS. –Sí, milord.

LORD GORING. –Es un asunto de gran importancia, Phipps.

PHIPPs. –Entiendo, milord. (Suena el timbre.)

LORD GORING. –¡Ah! Probablemente ahí está. Yo mismo iré. (Justo cuando va hacía la puerta entra lord Caversham del salón de fumar.)

LORD CAVERSHAM –¿Qué, amiguito? Te estoy esperando.

LORD GORING. –(Nervioso.) Un momento, papá. Excúsame. (Lord Caversham se va de nuevo.) Bien; recuerde mis instrucciones, Phipps … Al salón.

PHIPPS. –Sí, milord. (Lord Goring se va al salón de fumar. Harold, el criado, introduce a mistress Cheveley. Lleva un vesti-do verde y plata y una capa negra de raso bordeada de seda de color rosa.)

HAROLD. –¿Quién digo que ha llegado?

MISTRESS CHEVELEY. –(A Phipps, que se dirige hacia ella.) ¿No está aquí lord Goring? Me han dicho que esta-ba en casa.

PHIPPS. –El señor está ahora ocupado con lord Caversham, señora. (Le dirige a Harold una mirada fría y vidriosa y éste se retira inmediatamente.)

MISTRESS CHEVELEY. –¡Ah! ¡El amor filial!

PHIPPS. –El señor me ha encargado que le diga que sea tan amable de esperar en el salón. El señor irá en-seguida.

MISTRESS CHEVELEY. –(Con un gesto de sorpresa.) ¿Lord Goring me espera?

PHIPPS. –Sí, señora.

MISTRESS CHEVELEY. –¿Está usted seguro?

PHIPPS. –El señor me dijo que si llegaba una dama preguntando por él, le esperase en el salón. (Va hacia la puerta del salón y la abre.) Las instrucciones que me dio el señor sobre el asunto han sido muy precisas.

MISTRESS CHEVELEY. –(Aparte.) ¡Qué precavido! Esperar lo inesperado demuestra una gran inteligencia. (Va hacia el salón y lo mira desde la puerta.) ¡Hum! ¡Qué tris-te parece siempre un salón de soltero! Tendré que cam-biar esto. (Phipps trae la lámpara que había sobre el escritorio.) No; no quiero esa lámpara. Ilumina demasiado. Encienda algún candelabro.

PHIPPS. –(Vuelve a colocar la lámpara en su sitio.) Desde luego, señora.

MISTRESS CHEVELEY. –Espero que tendrán unas bue-nas pantallas.

PHIPPS. –No hemos tenido todavía ninguna queja de ellas, señora. (Pasa al salón y empieza a encender los candela-bros.)

MISTRESS CHEVELEY. –(Aparte.) Me pregunto a qué mujer estará esperando esta noche. Será delicioso sor-prenderlo. Los hombres siempre parecen tontos cuando se los sorprende.Y eso siempre ocurre. (Mira a su alrededor y se acerca al escritorio.) ¡Qué habitación tan interesante! ¡Oh! ¡Qué correspondencia tan aburrida! ¡Facturas y tar-jetas! ¿Quién le escribirá con papel rosa? ¡Que tontería es escribir con papel rosa! Parece el principio de un roman-ce de clase media. Los romances nunca deberían empezar con el sentimiento. Deberían empezar con la ciencia y terminar con una buena dote. (Deja la carta y la vuelve a coger.) Conozco esta letra. Es la de Gertrude Chiltern. La recuerdo perfectamente. Los diez mandamientos en cada trazo de pluma y las leyes morales en cada página. ¿Qué le tendría que decir Gertrude? Algo horrible sobre mí, supongo. ¡Cómo detesto a esa mujer! (Lee la carta.) «Confio en usted. Lo necesito. Me dirijo a usted.» (En su rostro se dibuja un gesto de triunfo. Va a guardarse la carta cuan-do entra Phipps.)

PHIPPS. –Los candelabros están encendidos, señora, como deseaba usted.

MISTRESS CHEVELEY. –Gracias. (Se levanta y esconde la carta bajo una gran carpeta que hay sobre la mesa.)

PHIPPS. –Congo en que los candelabros serán de su agrado, señora. Son los mejores que tenemos. Son los que usa el señor cuando se viste para la cena.

MISTRESS CHEVELEY. –(Con una sonrisa.) Entonces estoy segura de que estarán muy bien.

Partes: 1, 2, 3
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