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Platón y Fedro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

  1. Introducción
  2. Fedro

Introducción

1. El Fedro ocupa un lugar preeminente en la obra platónica. La belleza de los mitos que en él se narran, la fuerza de sus imágenes han quedado plasmadas en páginas inolvidables. Un diálogo que nos habla, entre otras cosas, del pálido reflejo que es la escritura cuando pretende alentar la verdadera memoria, ha logrado, precisamente, a través de las letras, resistir al tiempo y al olvido. Probablemente, porque frente a aquella escritura que impulsa una memoria, surgida de «caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos» (275a), Platón, consecuente con su deseo, escribió palabras «portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal» (277a). Pero no es la única contradicción en esta obra maestra de la literatura filosófica. Un diálogo en el que se dice que «todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo se combinen las partes entre sí y con el todo» (264c), parece estar compuesto de diversos elementos difícilmente conjugables.

Ya uno de sus primeros comentaristas, el neoplatónico Hermias, se refería a las distintas opiniones sobre el «argumento» del Fedro en el que no estaba claro si era del «amor» o de la «retórica» de lo que fundamentalmente hablaba (8, 21 ss.). El mismo aliento poético que inspira a muchas de sus páginas, le parecía a Dicearco, el discípulo de Aristóteles, como un entorpecimiento para la ligereza y claridad del diálogo (Diógenes Laercio, III 38) [1]

Por lo que se refiere al lugar que ocupa en la cronología platónica, es el Fedro el que ha experimentado las más fuertes dislocaciones. «Dicen que la primera obra que escribió fué el Fedro», cuenta también Diógenes Laercio (III 38). Tal vez el adjetivo «juvenil» (meirakiodes) [2]que transmite, en el mismo pasaje, Diógenes, a propósito del «problema» que aborda el Fedro, podría haber llevado a Schleiermacher a defender, ya en el siglo XIX, la tesis de que era, efectivamente, el Fedro, si no el primero, uno de los primeros escritos de Platón en el que se hacía una especie de programa de lo que iba a desarrollarse posteriormente [3]Cuesta trabajo pensar que tan eminente conocedor de Platón hubiera podido sostener semejante tesis; pero ello es prueba de los cambios en los paradigmas hermenéuticos que condicionan la historiografía filosófica.

La investigación reciente sitúa hoy al Fedro en el grupo de diálogos que constituyen lo que podría llamarse la época de madurez de Platón, integrada también por el Fedón, el Banquete y la República (libros II-X). Por lo que respecta a la ordenación de estos diálogos entre sí, parece que el Fedro es el último de ellos y estaría inmediatamente precedido por la República, que, al menos en su libro IV, constituye un claro precedente, en su tripartición del alma, de lo que se expone en el Fedro [4]Aceptando esta ordenación, se deduce que la fecha en la que se escribió el diálogo debió de ser en torno al año 370 a. C., antes del segundo viaje de Platón a Sicilia.

Aunque sea un problema de relativo interés, han surgido discrepancias por. lo que se refiere a la época en la que transcurre la conversación entre Fedro y Sócrates. El año 410, fijado por L. Parmentier, parece que es difícilmente sostenible. Sin embargo, si no se quiere aceptar la idea de que el Fedro no tiene relación alguna con la historia, podría afirmarse que el diálogo tuvo lugar antes de la muerte de Polemarco en el año 403.

2. El personaje que da nombre al diálogo sí es un personaje histórico. Era hijo del ateniense Pítocles, amigo de Démóstenes y, posteriormente, de Esquines. Fedro aparece también en el Protdgoras (315c) rodeando al sofista Hipias que disertaba sobre los meteoros. En el Banquete, es Fedro el primero que iniciará su discurso sobre Eros (178a-180b). Robin ha hecho un retrato psicológico del interlocutor de Sócrates, con los datos que los diálogos ofrecen. Este retrato, que no tiene mayor interés para la interpretación del diálogo, ofrece, sin embargo, algunos rasgos de la vida cotidiana de estos «intelectuales» atenienses.

Si, efectivamente, el Fedro está, como sus mitos, por encima de toda historia, su localización parece suficientemente probada. Wilamowitz [5]se refiere a un trabajo de Rodenwald en el que se establece la topografía platónica. También Robin [6]describe el camino hasta el plátano, a orillas del Iliso, bajo cuya sombra sonora por el canto de las cigarras, va a tener lugar el diálogo. Comford [7]alude a lo inusitado de este escenario en los diálogo de Platón. Sócrates, obsesionado por el conocimiento de sí mismo se entusiasma, de pronto, al llegar a donde Fedro le conduce. «Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado… Bajo el platano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies… Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras» (230b-c). La naturaleza entra en el diálogo, y el arrebato místico, preparado por las alusiones mitológicas, va a irrumpir en él.

Lo que Sócrates expone en su segundo discurso, sobre el amor y los dioses, despertará la admiración de Fedro (257c). La naturaleza acompaña este arrebato lírico de Sócrates que habla a cara descubierta, y no con la cabeza tapada como en su primer discurso. Pero, ya en la primera intervención socrática, hay una interrupción: «Querido Fedro, ¿no tienes la impresión, como yo mismo la- tengo, de que he experimentado una especie de transporte divino?» (238c). Y Fedro contesta que, efectivamente, parece como si el río del lenguaje le hubiese arrastrado. Ese río del lenguaje que, al final del diálogo, planteará la más fuerte oposición entre la vida y las palabras, entre la voz y la letra.

3. Según se ha repetido insistentemente, es difícil determinar cuál es el tema sobre el que se organiza el diálogo. Sin embargo, aunque en la mayoría de los escritos platónicos tal vez pueda verse, con claridad, el hilo argumental de la discusión, en un diálogo vivo, esta posible «ruptura de sistema» es coherente con el discurrir de lo que se habla. Por tanto, el insistir en el supuesto desorden del Fedro implica presuponer un sistematismo absolutamente inadecuado, no sólo con los diálogos de Platón, sino con toda la literatura antigua.

Dos partes estructuran el desarrollo del diálogo. La primera de ellas llega hasta el final del segundo discurso de Sócrates (257b), y está compuesta, principalmente, de tres monólogos que constituyen el discurso de Lisias, que Fedro reproduce, y los dos discursos de Sócrates. El resto, algo menos de la mitad, es ya una conversación, entre Fedro y Sócrates, a propósito de la retórica, de sus ventajas e inconvenientes, que concluye con un nuevo monólogo; aquel en el que Sócrates cuenta el mito de Theuth y Thamus y con el que expresa la imposibilidad de que las letras puedan recoger la memoria y reflejar la vida. Esta división, meramente formal del diálogo, está recorrida por una preocupación: la de mostrar las distintas fuerzas que presionan en la comunicación verbal, en la adecuada inteligencia entre los hombres.

4. Esta división formal del diálogo, deja aparecer la doble estructura de sus contenidos. El primero de ellos se expresaría, en una reflexión sobre Eros, sobre el Amor. El segundo se concentra, principalmente, en la retórica, en la capacidad que el lenguaje tiene para «persuadir» a los hombres. Pero el problema del Amor se manifiesta en el diálogo desde distintas perspectivas.

Por un lado, la perspectiva de Lisias. Fedro, que lleva bajo el manto un escrito de Lisias, lee a Sócrates la composición del famoso maestro de retórica. Pero el que, precisamente, sea de Lisias o atribuido a Lisias por Platón, hace que, ya en este primer tema del diálogo, esté presente el problema mismo de la retórica. Es un conocido «logógrafo» el que ha escrito su teoría del amor que, por boca de Fedro, llega hasta Sócrates. Es un escrito que, como al final dira Sócrates, necesita de alguien que le ayude a sostenerse, porque, hecho de letras, no puede defenderse a sí mismo (275e).

La indefensión del discurso de Lisias, se debe quizás a que aquello que dice del Amor no tiene el fundamento ni el saber que Sócrates requiere para que un escrito pueda sostenerse por sí mismo. «Mucho más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee, en el grado más alto posible para el hombre» (276e-277a).

El escrito de Lisias plantea un problema de «economía» amorosa. Se debe preferir la relación con alguien que no esté enamorado, que con alguien que lo esté. Por supuesto, el problema emerge de la peculiar permisividad de que gozó en Atenas la «pederastia». Las razones de esta permisividad se encuentran fundadas a lo largo de la historia griega, desde los poemas homéricos. La misma naturalidad con la que Lisias habla de estos «amantes» muestra, claramente, el mundo «afectivo» tan radicalmente opuesto a nuestras estructuras éticas. Pero con independencia de este horizonte cultural, asumido y prácticamente «naturalizado» entre los atenienses de la época en la que el diálogo transcurre, el complicado discurso de Lisias pone de manifiesto la tesis de la «utilidad» de la relación afectiva que después analizará Aristóteles en la Ética Nicomáquea (VIII 1157a sigs.).

La reducción a este planteamiento utilitario que habría podido tener una cierta aceptación como defensa de la sophrosýne, aparece en el escrito de Lisias dentro de unos límites en los que no cabe ninguna teoría del amor, ningún análisis de ese dinamismo que conmueve una buena parte de la filosofía platónica. Sin embargo, ese temeroso planteamiento de la relación afectiva, en el angustioso espacio social que Lisias describe, expresa, a su vez, la retícula que tensa la realidad del êthos, y sobre la que también trabajará Aristóteles.

5. El primer discurso de Sócrates sigue, en cierto sentido, con esta estrategia amorosa iniciada por Lisias; pero algunas ideas de él anuncian ya abstractamente los presupuestos que sustentarán su segundo discurso. De todas formas, Sócrates parece consciente de que se mueve en la órbita de Lisias, y hablará «con la cabeza tapada, para que, galopando por las palabras, llegue rápidamente al final, y no me corte, de vergüenza, al mirarte» (237a). Este encubrimiento de su discurso parecido al ocultamiento que del de Lisias había hecho Fedro, al esconderlo bajo su manto, no impide, pues, que el arranque de esta oratoria encubierta sitúe sus palabras en un plano radicalmente distinto del de Lisias.

«Sólo hay una manera de empezar… Conviene saber de qué trata la deliberación. De lo contrario, forzosamente nos equivocaremos. La mayoría de la gente no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmente, las cosas» (237b-c). No se puede hablar, sin esa previa terapia a la que Sócrates alude. Esa mayoría que no sabe lo que son las cosas, se alimenta del mundo de la «opinión», como se dirá más adelante (248b). El arte de las palabras queda, así, dañado en su raíz. Cualquier «retórica» que con ella se construya no conduce sino a la apariencia «a los que se creen sabios sin serlo». Un intento de saber es aquel que impulsa a Sócrates a su primera y elemental definición del amor: «El Eros es un deseo» (237d).

Pero ello está sustentado en esos dos principios que hay en nosotros y que nos arrastran, «uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinión adquirida que tiende a lo mejor» (ibid.). Por el impulso de estos dos principios, se moverán las alas del mito del auriga y los caballos. El enlace con el segundo discurso de Sócrates es evidente, y el pequeño mudo de Lisias ha quedado totalmente superado.

6. La interpretación del Eros y el mito en el que Sócrates describe, en su segunda intervención, la «historia» del amor constituye, como es sabido, una de las páginas maestras de Platón. Con la cabeza descubierta, habla ya Sócrates de una de las más intensas formas de delirio, el amoroso. El Eros no es esa encogida relación afectiva que Lisias ha descrito, sino una forma de superación de los limites de la carne y el deseo, una salida a otro universo, en el que amar es «ver» y en el que desear es «entender». Por ello ese «poder natural del ala» que nos alza por encima de la dóxa nos lleva a la ciencia del ser, a «esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser» (247d). La teología y ontología expuestas por Platón van entrelazadas con uno de sus más espléndidos mitos en donde sus personajes son el alma y su destino, el amor, el mundo de las ideas, los símbolos que plasman, en sus dioses, los sueños de los hombres, las contradicciones entre el egoísmo y la entrega, entre la pasión y la razón. La tensión entre el cuerpo que pesa y el alma que aspira, corre paralelamente a esa «visión» que sigue viva a través del recuerdo (anámnesis) de lo visto, y ese otro mundo que el lenguaje ha ido construyendo, en el que también aparece el eco de la realidad que, más allá de la curva de los cielos, lo es plenamente. Pero el lenguaje cuyas estructuras se articulan por medio de la dóxa, de la opinión, de lo que puede ser, y que, en principio, no es, precisa de una decidida terapia para alcanzar los senderos que llevan a la claridad de una comunicación sin falsa «retórica», sin manipulación de aquellos profesionales del lenguaje, cuyo principal objetivo consiste en la ofuscación.

De los muchos temas que se expresan o se aluden en la psicología celeste que Platón desarrolla, destaca su interpretación del «resplandor de la belleza». «Es la vista, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procuraría terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase así a nuestra vista- y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse» (2504). La condición corporal constituye, pues, la frontera que mitiga la presencia directa de ese tipo de realidades «ideales» de las que participamos; pero que nunca nos pueden saturar. Entendemos siempre por el prisma del cuerpo. Los sentidos son las aberturas que nos enfrentan, en esa frontera imprecisa, a lo que siempre insuficientemente intuimos. Porque la inteligencia plena, la sabiduría suprema, nos cegaría. Seríamos arrastrados por ese torrente, al que ya nuestro cuerpo no podría dominar.

Entender, saber, en esa visión en que el objeto supremo se identifica con la «visión» perfecta, provocaría una desgarradura en nuestra condición carnal, en los modestos límites que señalan las inevitables «condiciones de posibilidad» de los hombres. Sólo la belleza se deja entrever, y, a través de sus destellos, empapa el cuerpo de nuevas formas de sensibilidad y enriquece el alma. La intuición platónica, toca, a pesar del ornato de sus metáforas, un problema real del conocimiento y del amor. El hombre, tal como analizará la filosofía kantiana, es ciudadano de dos mundos. Su ser, es un ser fronterizo; pero en esos límites del cuerpo y de su historia estamos siempre rozando el territorio de lo aún inexplorado, donde, precisamente, la posibilidad se transforma en realidad.

Por eso, la mente del filósofo es alada (25lc). Las alas y la vista son formas que levantan y afinan la inercia y gravedad de la materia. El pensamiento filosófico descubre, en lo real, las conexiones que lo sustentan. Como la vista vislumbra la belleza en las cosas que la reflejan y crea una realidad hecha a medida de su deseo, cuando el Amor la alienta, así también el filósofo, que «ve más», es capaz de construir el sentido de sus «visiones», en esa síntesis de inteligencia, que no en vano se llamará, de acuerdo con su origen, theoría.

7. Por ello, la retórica, sobre la que se habla en la última parte del diálogo, constituye, en un plano distinto, una reflexión paralela a algunas de las intuiciones que se han señalado en los mitos que adornan el Fedro. El tránsito hacia esa parte del diálogo, en la que el lenguaje será su central argumento, se hace a través de un bello excurso, el mito de las cigarras. Descendientes de aquella raza de hombres que olvidaron su propio cuerpo por el sueño del conocimiento, las cigarras incitan, con su canto, a no cejar en la investigación. Ellas también establecen el puente entre el cuerpo y sus deseos de conocimiento, y dicen a las Musas, a Calíope y Urania, quiénes son «los que pasan la vida en la filosofía y honran su música» (259d). Hay que llegar, por tanto, al fondo del lenguaje, al conocimiento de la «persuasión» que tiene que ver con la Verdad y no sólo con su apariencia. Enredado en el proceso de la historia, el lenguaje puede servir también de instrumento para condicionarla y desorientarla: una retórica, o sea, un arte de las palabras que sólo cede a aquellas presiones de los hombres que se conforman a lo que «sin fundamento se les dice» porque es precisamente eso lo que quieren oír.

El impulso pedagógico de Platón es constante en su larga disquisición sobre la retórica, y en su crítica a aquellos rétores que no llegan a la filosofía, perdidos en el camino de lo «verosímil». «El arte de las palabras, compañero, que ofrezca el que ignora la verdad, y va siempre a la caza de opiniones, parece que tiene que ser algo ridículo y burdo» (262c). El mundo de las cosas, más allá del lenguaje, tiene su posibilidad en el contraste. Al menos, «cuando alguien dice el nombre del hierro o de la plata, ¿no pensamos todos en lo mismo?», pero «¿qué pasa cuando se habla de justo y de injusto? ¿No anda cada uno por su lado, y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos?» (263a). Precisamente en este dominio de la sociedad y de la historia, en la que se alumbran conceptos y se alimentan significaciones, la retórica, o sea cualquier forma de arte que pueda manipular el lenguaje y, a través de él, el alma de sus oyentes, tergiversa lo real y aniquila el necesario dinamismo y libertad de la inteligencia. «Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo… Por cierto que a aquellos que son capaces de hacer esto… los llamo, por lo pronto, dialécticos» (266b). La dialéctica supone, a su vez, un conocimiento del alma del hombre, de la oportunidad o inoportunidad de determinados discursos, y no sólo un engarce, exclusivamente formal, de los elementos que lo componen. Así, de manos de la dialéctica, la retórica se convierte en el instrumento pedagógico que busca Platón.

8. Ningún otro mito expresa con mayor fuerza y originalidad la modernidad del pensamiento platónico que el mito de Theuth y Thamus con el que concluye el Fedro. En él se plantea el problema de la relación entre escritura y memoria, entre la vida de la voz, tras la que siempre hay un hombre que púeda dar cuenta de ella, de su sentido y justificación, y la indefensión de las letras en las que se transmite el lenguaje. Después del análisis que Platón hace de la retórica, de la lectura del «escrito» de Lisias, de las brillantes descripciones de aquellas almas que «han visto» las ideas, que añoran la «llanura de la Verdad» y que alcanzarán la inmortalidad en ese «eterno movimiento» en cuyos ciclos viven, las letras que Theuth, el inventor, ofrece a Thamus como residuo firme para la memoria, parecen demasiado débiles para resistir el tiempo y medirse con los ritmos de la voz y la vida.

La reciente metodología gramatológica no ha llegado más lejos de lo que plantea Platón en su mito. Ha pretentido utilizar la esencial intuición de Platón; pero no ha logrado ir más allá de la substancia de su pensamiento. «Platón ha sido el primero que, en un tiempo en el que se iniciaba la literatura, nos ha enseñado lo supraliterario en la palabra viva», escribió K. Reinhardt [8]Esta vida de la palabra está condicionada al cuerpo y, por consiguiente, a la temporalidad inmediata de la voz y el instante. El orden del lenguaje lucha por mantenerse en los esquemas del tiempo y de la propia historia, de la propia narración que lo articula. El mito de Theuth y Thamus que es, efectivamente, un diálogo dentro del diálogo, encierra en su «redondez» la esencia misma del platonismo como fenómeno literario.

La propuesta de Theuth a Thamus parte de dos tesis principales: la de que las letras podrán alimentar la memoria de los hombres y, en consecuencia, la de hacer crecer su sabiduría. La memoria no queda, pues, atada a la propia experiencia personal, a la propia anámnesis. Reposada en la letra, está siempre dispuesta a recobrarse, en el tiempo de la vida de cada lector. Pero la respuesta de Thamus y el posterior comentario de Sócrates debilitarán la seguridad del «artificiosísimo» inventor que, «por apego a las letras, les atribuye poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan» (274e-275a). Efectivamente, la escritura dará una inmerecida confianza. Su forma de conservación es inerte. Duerme en el tiempo de la temporalidad mediata. Recordar es saber, cuando brota del tiempo interior, cuando emerge de la autarquía y de la mismidad. El tiempo de la anámnesis, de la reminiscencia, se despierta desde la rbflexión, o sea, desde la lectura de sí mismo. Entonces se descubren significaciones, intenciones, contextos. Lo contrario es el simple recordatorio (hypómnesis), donde únicamente podemos estar en contacto con significantes, con superficies que sólo se reflejan ellas mismas, sin hacernos transparentes el universo del saber.

La mnemé, la memoria, levanta su reconocimiento a ese cielo que el mito platónico del alma viajera describe. En ese momento, la memoria no fluye de la letra a la mente para pararse en ella, sino que el proceso de la «automemoria» encuentra su contraste y su fuerza en esa transparecia del mundo ideal, que una versión moderna traduciría en «creatividad». Esa creatividad es ya saber. Porque sólo quien conoce puede realmente recordar.

La historia «egipcia» a la que Fedro se refiere, al comentar el mito que Sócrates le cuenta, expresa, como otras muchas referencias que en el diálogo se hacen, «esa oposición entre la escritura alfabética como representación del habla viva, y la escritura hieroglífica como imitación de la apariencia visual de aquello a lo que se refiere» [9]Por eso, las letras parece como si pensaran, pero si se les pregunta se callan solemnemente (275d). Sin embargo, Platón consciente de la inevitabilidad de la escritura, deja ver, en el comentario al mito, el aspecto positivo de este «fármaco» de la memoria.

«La época de la palabra hablada acaba en Grecia con Tucídides, que reprocha a su predecesor Heródoto la búsqueda del éxito entre sus oyentes. En el campo de la filosofía tiene también lugar, con Aristóteles, un cambio decisivo. Platón llama a su discípulo, con marcada ironía por su saber de libros, anagnostes, el "lector"»

Al final del diálogo aparece de nuevo el «escrito» de Lisias, con el que inició la conversación, y que ofrece una prueba más de la coherencia de la dialéctica platónica. Lisias ha de probar con su palabra viva «lo pobre que quedan las letras» (278c). Con ello se inventará la hermenéutica, la teoría de esos «padres» que tienen, en cada momento, que engendrar la semilla, que es saber vivo y por la que la palabra y el hombre en ella, logra la mejor forma de inmortalidad.

Fedro

SÓCRATES, FEDRO

SÓCRATES. – Mi querido Fedro, ¿adónde andas ahora y de dónde vienes?

FEDRO. – De con Lisias 1, Sócrates, el de Céfalo 2, y me voy fuera de las murallas, a dar una vuelta. Porque me he entretenido allí mucho tiempo, sentado desde temprano. Persuadido, además, por Acúmeno 3, compañero tuyo y mío, voy a dar un paseo por los caminos, ya que, afirma, es más descansado que andar por los lugares públicos.

SÓC. – Y bien dice, compañero. Por cierto que, según veo, estaba Lisias en la ciudad.

FED. – Sí que estaba, y con Epícrates 4, en esa casa vecina al templo de Zeus, en ésa de Mórico 5.

SÓC. – ¿Y de qué habeis tratado? Porque seguro que Lisias os regaló con su palabra.

FED. – Lo sabrás, si tienes un rato para escucharme mientras paseamos.

SÓC. – ¿Cómo no? ¿Crees que iba yo a tener
por ocupación «un quehacer mejor», por decirlo como Píndaro 6,
que oír de qué estuvisteis hablando tú y Lisias?

FED. – Adelante, pues.

SÓC. – ¿Me contarás?

FED. – Y es que, además, Sócrates, te interesa lo que vas a oír. Porque el asunto sobre el que departíamos, era un si es no es erótico. Efectivamente, Lisias ha compuesto un escrito sobre uno de nuestros bellos, requerido no precisamente por quien lo ama, y en esto residía la gracia del asunto. Porque dice que hay que complacer a quien no ama, más que a quien ama.

SÓC. – ¡Qué generoso! Tendría que haber añadido: y al pobre más que al rico y al viejo más que al joven, y, en fin, a todo aquello que me va más bien a mí y a muchos de nosotros. Porque así los discursos serían, al par que divertidos, provechosos para la gente. Pero, sea como sea, he deseado tanto escucharte, que, aunque caminando te llegases a Mégara 7 y, según recomienda Heródico 8, cuando hubieses alcanzado la muralla, te volvieses de nuevo, seguro que no me quedaría rezagado.

FED. – ¿Cómo dices, mi buen Sócrates? ¿Crees que yo, de todo lo que con tiempo y sosiego compuso Lisias, el más hábil de los que ahora escriben, siendo como soy profano en estas cosas, me voy a acordar de una manera digna de él? Mucho me falta para ello. Y eso que me gustaría más que llegar a ser rico.

SÓC. – ¡Ah, Fedro! Si yo no conozco a Fedro, es que me he
olvidado de mí mismo; pero nada de esto ocurre. Sé muy bien que
el tal Fedro, tras oír la palabra de Lisias, no se conformó con
oírlo una vez, sino que le hacía volver muchas veces sobre lo
dicho y Lisias, claro está, se dejaba convencer gustoso. Y no le bastaba
con esto, sino que acababa tomando el libro y buscando aquello que más
le interesaba, y ocupado con estas cosas y cansado de estar sentado desde el
amanecer, se iba a pasear y, creo, ¡por el perro!, que sabiéndose
el discurso de memoria 9, si es que no era demasiado largo. Se iba, pues, fuera
de las murallas para practicar. Pero como se encontrase con uno de esos maniáticos
por oír discursos, se alegró al verlo por tener así un
compañero de su entusiasmo y le instó a que caminasen juntos.
Sin embargo, como ese amante de discursos le urgiese que le dijese uno, se hacía
de rogar como si no estuviese deseando hablar. Si, por el contrario, nadie estuviera
por oírle de buena gana, acabaría por soltarlo a la fuerza. Así
que tú, Fedro, pídele que lo que de todas formas va a acabar haciendo,
que lo haga ya ahora.

FED. – En verdad que, para mí, va a ser mucho mejor hablar como pueda, porque me da la impresión de que tú no me soltarás en tanto no abra la boca, salga como salga lo que diga.

SÓC. – Muy verdad es lo que te está pareciendo.

FED. – Entonces así haré. Porque, en realidad, Sócrates no llegué a aprenderme las palabras una por una. Pero el contenido de todo lo que expuso, al establecer las diferencias entre el que ama y el que no, te lo voy a referir en sus puntos capitales, sucesivamente, y empezando por el primero [10]

SÓC. – Déjame ver, antes que nada, querido, qué es lo que tienes en la izquierda, bajo el manto. Sospecho que es el discurso mismo. Y si es así, vete haciendo a la idea, por lo que a mí toca, de que, con todo lo que te quiero, estando Lisias presente, no tengo la menor intención de entregárteme para que entrenes. ¡Anda!, enséñamelo ya.

FED. – Calma. Que acabaste de arrebatarme, Sócrates la esperanza que tenía de ejercitarme contigo. Pero ¿dónde quieres que nos sentemos para leer?

SÓC. – Desviémonos por aquí, y vayamos por la orilla del Iliso, y allí, donde mejor nos parezca, nos sentaremos tranquilamente.

FED. – Por suerte que, como ves, estoy descalzo. Tú lo estás siempre. Lo más cómodo para nosotros es que vayamos cabe el arroyuelo mojándonos los pies, cosa nada desagradable en esta época del año y a estas horas [11]

SÓC. – Ve delante, pues, y mira, al tiempo, dónde nos sentamos.

FED. – ¿Ves aquel plátano tan alto?

SÓC. – ¡Cómo no!

FED. – Allí hay sombra, y un vientecillo suave, y hierba para sentarnos o, si te apetece, para tumbarnos.

SÓC. – Vamos, pues.

FED. – Dime, Sócrates, ¿no fue por algún sitio de éstos junto al Iliso donde se cuenta que Bóreas [12]arrebató a Oritía?

SÓC. – Sí que se cuenta.

FED. – Entonces, ¿fue por aquí? Grata, pues, y límpida
y diáfana parece la corriente del arroyuelo. Muy a propósito para
que jugueteen, en ella, unas muchachas.

SÓC. – No, no fue aquí, sino dos o tres estadios más abajo. Por donde atravesamos para ir al templo de Agaas [13]Por algún sitio de ésos hay un altar, dedicado a Bóreas.

FED. – No estaba muy seguro. Pero dime, por Zeus, ¿crees tú que todo ese mito es verdad? [14]

SÓC. – Si no me lo creyera, como hacen los sabios, no sería nada extraño. Diría, en ese caso, haciéndome el enterado, que un golpe del viento Bóreas la precipitó desde las rocas próximas, mientras jugaba con Farmacia [15]y que, habiendo muerto así, fue raptada, según se dice, por el Bóreas. Hay otra leyenda que afirma que fue en el Areópago, y que fue allí y no aquí de donde la raptaron. Pero yo, Fedro, considero, por otro lado, que todas estas cosas tienen su gracia; sólo que parecen obra de un hombre ingenioso, esforzado y no de mucha suerte. Porque, mira que tener que andar enmendando la imagen de los centauros, y, además, la de las quimeras, y después le inunda una caterva de Gorgonas y Pegasos y todo ese montón de seres prodigiosos, aparte del disparate de no sé qué naturalezas teratológicas. Aquel, pues, que dudando de ellas trata de hacerlas verosímiles, una por una, usando de una especie de elemental sabiduría, necesitaría mucho tiempo. A mí, la verdad, no me queda en absoluto para esto. Y la causa, oh querido, es que, hasta ahora, y siguiendo la inscripción de Delfos, no he podido conocerme a mí mismo [16]Me parece ridículo, por tanto, que el que no se sabe todavía, se ponga a investigar lo que ni le va ni le viene. Por ello, dejando todo eso en paz, y aceptando lo que se suele creer de ellas, no pienso, como ahora decía, ya más en esto, sino en mí mismo, por ver si me he vuelto una fiera más enrevesada y más hinchada que Tifón [17]o bien en una criatura suave y sencilla que, conforme a su naturaleza, participa de divino y límpido destino. Por cierto, amigo, y entre tanto parloteo, ¿no era éste el árbol hacia el que nos encaminábamos?

FED. – En efecto, éste es.

SÓC. – ¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de este sauzgatillo 18, que, como además, está en plena flor, seguro que es de él este perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y figuras, parece ser un santuario de ninfas, o de Aqueloo 19. Y si es esto lo que buscas, no puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además, este sonoro coro de cigarras 20. Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué buen guía de forasteros te has convertido, querido Fedro!

FED. – ¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas efectivamente a un forastero que se deja llevar, y no a uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.

SÓC. – No me lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y
el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada;
pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú
sí pareces haber encontrado un señuelo para que salga. Porque,
así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante
un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer,
por toda Ática, o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles
con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado,
yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge
la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.

FED. – Escucha, pues 21.

«De mis asuntos tienes noticia y has oído, también, cómo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues, precisamente, a los amantes les llega el arrepentimiento del bien que hayan podido hacer, tan pronto como se les aplaca su deseo. Pero, a los otros, no les viene tiempo de arrepentirse. Porque no obran a la fuerza, sino libremente, como si estuvieran deliberando, más y mejor, sobre sus propias cosas, y en su justa y propia medida. Además, los enamorados tienen siempre ante sus ojos todo lo que de su incumbencia les ha salido mal a causa del amor y, por supuesto, lo que les ha salido bien. Y si a esto añaden las dificultades pasadas, acaban por pensar que ya han devuelto al amado, con creces, todo lo que pudieran deberle. Pero a los que no aman y no ponen esa excusa al abandono de sus propios asuntos, ni sacan a relucir las penalidades que hayan soportado, ni se quejan de las discusiones con sus parientes, no les queda otra alternativa, superados todos esos males, que hacer de buen grado lo que consideren que, una vez cumplido, ha de ser grato a aquellos que cortejan. Y, más aún, si la causa por la que merecen respeto y estima los enamorados, es porque dicen que están sobremanera atados a aquellos a los que aman, y dispuestos, además, con palabras y obras a enemistarse con cualquiera con tal de hacerse gratos a los ojos de sus amados, es fácil saber si dicen verdad, porque pondrán, por encima de todos los otros, a aquellos de los que últimamente están enamorados, y, obviamente, si estos se empeñan, llegarán a hacer mal incluso a los que antes amaron. Y en verdad que ¿cómo va a ser, pues, propio, confiar para asunto tal en quien está aquejado de una clase de mal que nadie, por experimentado que fuera, pondría sus manos para evitarlo? Porque ellos mismos reconocen que no están sanos, sino enfermos, y saben, además, que su mente desvaría; pero que, bien a su pesar, no son capaces de dominarse. Por consiguiente, ¿cómo podrían, cuando se encontrasen en su sano juicio, dar por buenas las decisiones de una voluntad tan descarriada? Por cierto, que, si entre los enamorados escogieras al mejor, tendrías que hacer la elección entre muy pocos; pero si, por el contrario quieres escoger, entre los otros, el que mejor te va, lo podrías hacer entre muchos. Y en consecuencia, es mayor la esperanza de encontrar, entre muchos, a aquel que es digno de tu predilección.

»Pero si temes a la costumbre imperante, según la cual, si la
gente se entera, caería sobre ti la infamia, toma cuenta de los enamorados,
que creen ser objeto de la admiración de los demás, tal como lo
son entre ellos mismos, y arden en deseos de hablar y vanagloriarse de anunciar
públicamente que ha merecido la pena su esfuerzo. Pero los que no aman,
y que son dueños de sí mismos, prefieren lo que realmente es mejor,
en lugar de la opinión de la gente. Por lo demás, es inevitable
que muchos oigan e, incluso, vean por sí mismos que los amantes andan
detrás de sus amados y que hacen de esto su principal ocupación,
de forma que, cuando se les vea hablando entre sí, pensarán que,
al estar juntos, han logrado ya sosegar sus deseos, o están a punto de
lograrlos. Sin embargo, a los que no aman, nadie pensaría en reprocharles
algo por estar juntos, sabiéndose como se sabe que es normal que la gente
dialogue, bien sea por amistad o porque es grato hacerlo. Pero, precisamente,
si te entra el reparo, al pensar lo difícil que es que una amistad dure
y que si, de algún modo, surgen desavenencias, sufriendo ambas partes
de consuno la desgracia, a ti, en tal caso, es a quien tocaría lo peor,
al haberte entregado mucho más, puedes acabar por temer, realmente, a
los enamorados. Pues son muchas las cosas que les conturban, creyendo como creen
que todo va en contra suya. Por eso buscan apartar a los que aman del trato
con los otros, porque temen que los ricos les superen con sus riquezas, y con
su cultura los cultos. En una palabra, se guardan del poder que irradie cualquiera
que posea una buena cualidad. Si consiguen, pues, convencerte de que te enemistes
con éstos, te dejan limpio de amigos. Pero si, en cambio, miras por tu
propio provecho y piensas más sensatamente que ellos, entonces tendrás
disgustos continuos. Sin embargo, todos aquellos que sin tener que estar enamorados
han logrado lo que pretendían por sus propios méritos y excelencias,
no tendrían celos de los que te frecuenten, sino que, más bien,
les tomarían a mal el que no quisieran, pensando que éstos los
menosprecian y que, al revés, redunda en su provecho el que te traten.
Así pues, tendrán una firme esperanza de que de estas relaciones
habrá de surgir, más bien amistad que enemistad.

»Predomina, además, entre muchos de los que aman, un deseo hacia el cuerpo, antes de conocer el carácter del amado, y de estar familiarizados con todas las otras cosas que le atañen. Por ello, no está muy claro si querrán seguir teniendo relaciones amistosas cuando se haya apaciguado su deseo. Pero a los que no aman y que cultivaron mutuamente su amistad antes de que llegaran a hacer eso no es de esperar que se les empequeñezca la amistad, por los buenos ratos que vivieron, sino que, más bien, la memoria pasada servirá como promesa de futuro. Y, en verdad, que es cosa tuya el hacerte mejor, con tal de que me prestes oído a mí y no a un amante. Pues éstos dedican sus alabanzas a todo lo que tú haces o dices, aunque sea contra algo bueno, en parte por miedo a granjearse tu enemistad, en parte también porque, por el deseo, se les ofusca la mente. Porque mira qué cosas son las que el amor manifiesta: cuando tienen mala suerte, les parece insoportable lo que a otros no daría pena alguna, mientras que un suceso afortunado que, por cierto, no merece ser tenido por algo gozoso desencadena, necesariamente, sus alabanzas. En definitiva, que hay que compadecer a los amados más que envidiarlos. Pero si te dejas persuadir por mí, no va a ser el gozo momentáneo tras lo primero que voy a ir cuando estemos juntos, sino tras el provecho futuro. No seré dominado por el amor, sino por mí mismo, ni me dejaré llevar por pequeñeces a odios poderosos, sino que sólo en relación con cosas importantes dejaré traslucir mi desagrado. Perdonaré los errores involuntarios e intentaré evitar los voluntarios. Éstas son las señales que indican la larga duración de una amistad. Pero si acaso se te ocurre que no es posible que nazca una vigorosa amistad a no ser que se esté enamorado, date cuenta de que, en tal caso, no tendríamos en mucho a nuestros hijos, ni a nuestros padres, ni a nuestras madres, ni ganaríamos amigos fieles que lo fueran por tal deseo, sino por otro tipo de vínculos.

»Si, además, es menester conceder favores a quienes más nos los reclaman, conviene mostrar benevolencia, no a los satisfechos, sino a los descarriados. Precisamente aquellos que se han liberado, así, de mayores males serán los más agradecidos. Incluso para nuestros convites, no habría que llamar a los amigos, sino a los pordioseros y a los que necesitan hartarse. Porque son ellos los que manifestarán su afecto, los que darán compañía, los que vendrán a la puerta y mostrarán su gozo y nos quedarán agradecidos, pidiendo, además, que se acrecienten nuestros bienes. Pero, igualmente, conviene mostrar nuestra benevolencia, no a los más necesitados, sino a los que mejor puedan devolver favores, y no tanto a los que más lo piden, sino a los que son dignos de ella; tampoco a los que quisieran gozar de tu juventud, sino a los que, cuando seas viejo, te hagan partícipe de sus bienes; ni a los que, una vez logrado su deseo, se ufanen pregonándolo, sino a los que, pudorosamente, guardarán silencio ante los otros; ni a los que les dura poco tiempo su empeño, sino a los que, invariablemente, tendrás por amigos toda la vida; ni a cuantos, una vez sosegado el deseo, buscarán excusas para enemistarse, sino a los que, una vez que se haya marchitado tu lozanía, dejarán ver entonces su excelencia. Acuérdate, pues, de todo lo dicho y ten en cuenta que los que aman son amonestados por sus amigos como si fuera malo lo que hacen; pero, a los que no aman, ninguno de sus allegados les ha censurado alguna vez que, por eso, maquinen cosas que vayan contra ellos mismos.

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