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Platón y Fedro (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

»Ahora bien, el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente estremecimiento alguno, sino que, dado al placer, pretende como un cuadrúpedo, cubrir y hacer hijos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se avergüenza de perseguir un placer contra naturaleza. Sin embargo, aquel cuya iniciación es todavía reciente, el que contempló mucho de las de entonces, cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la belleza 73, se estremece primero, y le sobreviene algo de los temores de antaño y, después, lo venera, al mirarlo, como a un dios, y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido, ofrecería a su amado sacrificios como si fuera la imagen de un dios. Y es que, en habiéndolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastorno que le provoca sudores y un inusitado ardor. Recibiendo, pues, este chorreo de belleza por los ojos, se calienta con un calor que empapa, por así decirlo, la naturaleza del ala, y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación que, cerradas por la aridez, les impedía florecer; y, además, si el alimento afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro de la sustancia misma del alma 74, que antes, por cierto, estuvo toda alada. Anda, pues, en plena ebullición y burbujeo, y como con esa sensación que tienen los que están echando los dientes cuando ya van a romper, ese picor y escozor en las encías, así le pasa al alma del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas que vienen fluyendo -que por eso se llaman "río de deseos" 75-, se empapa y calienta y se le acaban las penas y se llena de gozo. Pero cuando está separada y aridece, los orificios de salida, por donde empuja la pluma, se resecan entonces y, al cerrarse, impiden el brote de la pluma que, ocluida dentro con el deseo, salta como una arteria que late, y pincha cada una en su propia salida, de forma que, aguijoneada el alma toda y por todas partes, se revuelve de dolor.

»Sólo, en cambio se alegra, si le viene el recuerdo de la belleza
del amado. Por la mezcla de estos sentimientos encontrados, se aflige ante lo
absurdo de lo que le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y, así
enfurecida, no puede dormir de noche ni parar de día y corre deseosa
a donde piensa que ha de ver al que lleva consigo la belleza. Y cuando lo ha
visto, y ha encauzado el deseo, abre lo que antes estaba cerrado, y, recobrando
aliento, ceden sus pinchazos y va cosechando, entretanto, el placer más
dulce. De ahí que no se presten a que la abandonen -a nadie coloca por
encima del hermoso muchacho-, olvidándose de madre, hermanos y amigos
todos, sin importarle un bledo que, por sus descuidos, se disipen sus bienes
y desdeñando todos aquellos convencionalismos y fingimientos con los
que antes se adornaba, presto a hacerse esclavo y a poner su lecho donde le
permita estar lo más cerca del deseado.

»Y es que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico apropiado para sus grandísimos males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho, al que precisamente van enhebradas mis palabras, llaman los hombres amor; pero si oyes cómo la llaman los dioses, por lo chocante que es, acabarás por reírte. Dicen algunos, sobre el Amor, dos versos sacados, creo, de poemas no publicados de los homéridas, el segundo de los cuales es muy desvergonzado, y no demasiado bien medido. Suenan así:

Los mortales, por cierto, volátil al Amor llaman;

los inmortales, alado, porque obliga a ahuecar el ala. 76

Se puede o no se puede creer esto; no obstante, la causa de lo que les
sucede a los amantes es eso y sólo eso.

»Así pues, el que, de entre los compañeros de Zeus, ha sido preso, puede soportar más dignamente la carga de aquel que tiene su nombre de las alas. Pero aquellos que, al servicio de Ares, andaban dando vueltas al cielo, cuando han caído en manos del Amor, y han llegado a pensar que su amado les agravia, se vuelven homicidas, y son capaces de inmolarse a sí mimos y a quien aman. Y así, según sea el dios a cuyo séquito se pertenece, vive cada uno honrándole e imitándole en lo posible, mientras no se haya corrompido, y sea ésta la primera generación que haya vivido; y de tal modo se comporta y trata a los que ama y a los otros. Cada uno escoge, según esto, una forma del Amor hacia los bellos, y como si aquel amado fuera su mismo dios 77, se fabrica una imagen que adorna para honrarla y rendirle culto. En efecto, los de Zeus buscan que aquel al que aman sea, en su alma, un poco también Zeus. Y miran, pues, si por naturaleza hay alguien con capacidad de saber o gobernar, y si lo encuentran se enamoran, y hacen todo- lo posible para que sea tal cual es. Y si antes no se habían dado a tales menesteres, cuando ponen las manos en ello, aprenden de donde pueden, y siguen huellas y rastrean hasta que se les abre el camino para encontrar por sí mismos la naturaleza de su dios, al verse obligados a mirar fijamente hacia él. Y una vez que se han enlazado con él por el recuerdo 78, y en pleno entusiasmo, toman de él hábitos y maneras de vivir, en la medida en que es posible a un hombre participar del dios.

»Por cierto que, al convertir al amado en el causante de todo, lo aman todavía más, y lo que sorben, como las bacantes en la fuente de Zeus, lo vierten sobre el alma del amado, y hacen que, así, se asemejen todo lo más que puedan al dios suyo. Los que, por otro lado, seguían a Hera, buscan a alguien de naturaleza regia y, habiéndolo encontrado, hacen lo mismo con él. Y así los de Apolo, y los de cada uno de los dioses, que al ir en pos de determinado dios, buscan a un amado de naturaleza semejante. Y cuando lo han logrado, con su ejemplo, persuasión y orientación conducen al amado a los gustos e idea de ese dios, según la capacidad que cada uno tiene. Y no experimentan, frente a sus amados, envidia alguna, ni malquerencia impropia de hombres libres, sino que intentan, todo lo más que pueden, llevarlos a una total semejanza con ellos mismos y con el dios al que veneran 79. La aspiración, pues, de aquellos que verdaderamente aman, y su ceremonia de iniciación -si llevan a término lo que desean y tal como lo digo- llega a ser así de bella y dichosa para el que es amado por un amigo enloquecido por el Amor, sobre todo si acaba siendo conquistado. Y esta conquista tiene lugar de la siguiente manera.

»Tal como hicimos al principio de este mito, en el que dividimos cada
alma en tres partes, y dos de ellas tenían forma de caballo y una tercera
forma de auriga, sigamos utilizando también ahora este símil.
Decíamos, pues, que de los caballos uno es bueno y el otro no. Pero en
qué consistía la excelencia del bueno y la rebeldía del
malo no lo dijimos entonces, pero habrá que decirlo ahora. Pues bien,
de ellos, el que ocupa el lugar preferente es de erguida planta y de finos remos,
de altiva cerviz, aguileño hocico, blanco de color, de negros ojos, amante
de la gloria con moderación y pundonor, seguidor de la opinión
verdadera 80 y, sin fusta, dócil a la voz y a la palabra. En cambio,
el otro es contrahecho, grande, de toscas articulaciones, de grueso y corto
cuello, de achatada testuz, color negro, ojos grises, sangre ardiente, compañero
de excesos y petulancias 81, de peludas orejas, sordo, apenas obediente al látigo
y los acicates. Así que cuando el auriga, viendo el semblante amado 82,
siente un calor que recorre toda el alma, llenándose del cosquilleo y
de los aguijones del deseo, aquel de los caballos que le es dócil, dominado
entonces, como siempre, por el pundonor, se contiene a sí mismo para
no saltar sobre el amado. El otro, sin embargo, que no hace ya ni caso de los
aguijones, ni del látigo del auriga, se lanza, en impetuoso salto, poniendo
en toda clase de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les
fuerza a ir hacia el amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita. Ellos,
al principio se resisten irritados, como si tuvieran que hacer algo indigno
y ultrajante. Pero, al final, cuando ya no se puede poner freno al mal, se dejan
llevar a donde les lleven, cediendo y conviniendo en hacer aquello a lo que
se les empuja. Y llegan así junto a él, y contemplan el rostro
resplandeciente del amado.

»Al presenciarlo el auriga, se trasporta su recuerdo a la naturaleza
de lo bello, y de nuevo la ve alzada en su sacro trono y en compañía
de la sensatez. Viéndola, de miedo y veneración cae boca arriba.
Al mismo tiempo, no puede por menos de tirar hacia atrás de las riendas,
tan violentamente que hace sentar a ambos caballos sobre sus ancas, al uno de
buen grado, al no ofrecer resistencia, al indómito, muy a su pesar. Un
poco alejado ya el uno, de vergüenza y pasmo rompe a sudar empapando toda
el alma; pero el otro, al calmarse el dolor del freno y la caída y aún
sin aliento, se pone a injuriar con furia dirigiendo toda clase de insultos
contra el auriga y contra su pareja de tiro, como si por cobardía y debilidad
hubiese incumplido su deber y su promesa. Y, de nuevo, obligando a acercarse
a los que no quieren, consiente a duras penas, cuando se lo piden, en dejarlo
para otra vez.

»Pero cuando llega el tiempo señalado, refresca la memoria a los que hacen como si no se acordaran, les coacciona con relinchos y tirones, hasta que les obliga de nuevo a aproximarse al amado para decirle las mismas palabras. Cuando ya están cerca, con la testuz gacha y la cola extendida, tascando el freno, los arrastra con insolencia. Con todo, el auriga que experimenta todavía más el mismo sentimiento, se tensa, como si estuviera en la línea de salida, arrancando el freno de los dientes del avasallador corcel por la fuerza con que, hacia atrás, ahora le aguanta. Se le llena de sangre la malhablada lengua y las quijadas, y "entrega al sufrimiento" 83 las patas y la grupa, clavándolas en tierra. Pero cuando el mal caballo ha tenido que soportar muchas veces lo mismo, y se le acaba la indocilidad, humillado, se acopla, al fin, a la prudencia del auriga, y ante la visión del bello amado, se siente morir de miedo. Y ocurre, entonces, que el alma del amante, reverente y temerosa, sigue al amado. Así pues, cuidado con toda clase de esmero, como igual a un dios, por un amante que no finge sino que siente la verdad, y siendo él mismo, por naturaleza, amigo de quien así le cuida -si bien en otra época pudiera haber sido censurado por condiscípulos u otros cualesquiera, diciéndole lo vergonzoso que era tener relaciones con un amante y, por ello, lo hubiera apartado de sí-, la edad y la fuerza de las cosas le empujan a aceptar, con el paso del tiempo, la compañía. Porque, en verdad, que no está escrito que el malo sea amigo del malo, ni el bueno no lo sea del bueno 84. Y, una vez que le ha dejado acercarse, y aceptado su conversación y compañía, la benevolencia del amante, vista de cerca, conturba al amado que se da cuenta de que todos los otros juntos, amigos y familiares, no le pueden ofrecer parcela alguna de amistad como la del amigo entusiasta. Y cuando vaya pasando el tiempo de este modo, y se toquen los cuerpos en los gimnasios y en otros lugares públicos, entonces ya aquella fuente que mana, a la que Zeus llamó "deseo" 85, cuando estaba enamorado de Ganimedes 86, inunda caudalosamente al amante, lo empapa y lo rebosa. Y semejante a un aire o a un eco que, rebotando de algo pulido y duro, vuelve de nuevo al punto de partida, así el manantial de la belleza vuelve al bello muchacho, a través de los ojos 87, camino natural hacia el alma que, al recibirlo, se enciende y riega los orificios de las alas, e impulsa la salida de las, plumas y llena, a su vez, de amor el alma del amado. Entonces sí que es verdad que ama, pero no sabe qué. Ni sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, sino que, como al que se le ha pegado de otro una oftalmía 88, no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo 89, se está mirando a sí mismo en el amante. Y cuando éste se halla presente, de la misma manera que a él, se le acaban las penas; pero si está ausente, también por lo mismo desea y es deseado. Un reflejo del amor, un anti-amor 90, (Anteros) es lo que tiene. Está convencido, sin embargo, de que no es amor sino amistad, y así lo llama. Ansía, igual que aquél, pero más débilmente, ver, tocar, besar, acostarse a su lado.

»Y así, como es natural, se seguirá rápidamente, después de esto, todo lo demás. Y mientras yacen juntos, el caballo desenfrenado del amante tiene algo que decir al auriga, pues se cree merecedor, por tan largas penalidades, de disfrutar un poco. Pero el del amado no tiene nada que decir, sino que, henchido de deseo, desconcertado, abraza al amante y lo besa, como se abraza y se besa a quien mucho se quiere, y cuando yacen juntos, está dispuesto a no negarse, por su parte, a dar sus favores al amante, si es que se los pide. En cambio, el compañero de tiro y el auriga se oponen a ello con respeto y buenas razones. De esta manera, si vence la parte mejor de la mente, que conduce a una vida ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia, dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita. Y, así pues, al final de sus vidas, alados e ingrávidos, habrán vencido en una de las tres competiciones verdaderamente olímpicas 91, y ni la humana sensatez, ni la divina locura pueden otorgar al hombre un mayor bien. Pero si acaso escogieron un modo de vida menos noble y, en consecuencia, menos filosófico y más dado a los honores, bien podría ocurrir que, en estado de embriaguez o en algún momento de descuido, los caballos desenfrenados de ambos, cogiendo de improviso a las almas, las lleven juntamente allí donde se elige y se cumple lo que el vulgo considera la más feliz conquista.

»Y una vez cumplido, se atan a ello en lo sucesivo, si bien no con frecuencia, porque siempre hay una parte de la mente que no da su asentimiento. Es cierto que éstos también son amigos entre sí, pero menos que aquéllos, tanto mientras dura el amor como si se les ha escapado, en la idea de que se han dado y aceptado las mayores pruebas de fidelidad, que sería desleal incumplirlas, para caer, entonces, en enemistad. Al fin emigran del cuerpo, es verdad que sin alas, pero no sin el deseo de haberlas buscado. De modo que no es pequeño el trofeo que su locura amorosa les aporta. Porque no es a las tinieblas de un viaje subterráneo a donde la ley prescribe que vayan los que ya comenzaron su ruta bajo el cielo, sino a que juntos gocen de una vida clara y dichosa y, gracias al amor, obtengan sus alas, cuando les llegue el tiempo de tenerlas.

»Dones tan grandes y tan divinos, muchacho, te traerá la amistad del enamorado. Pero la intimidad con el que no ama, mezclada de mortal sensatez, y dispensadora también de lo mortal y miserable, produciendo en el alma amiga una ruindad que la gente alaba como virtud, dará lugar a que durante nueve mil años 92 ande rodando por la tierra y bajo ella, en total ignorancia.

»Sea ésta, querido Amor, la más bella y mejor palinodia que estaba en nuestro poder ofrecerte, como dádiva y recompensa, y que no podía por menos de decirse poéticamente y en términos poéticos, a causa de Fedro. Obteniendo tu perdón por las primeras palabras y tu gracia por éstas, benevolente y propicio como eres, no me prives del amoroso arte que me has dado, ni en tu cólera me lo embotes, y dame todavía, más que ahora, la estima de los bellos. Y si en lo que, tanto Fedro como yo, dijimos antes, hay algo duro para ti, echa la culpa a Lisias, padre de las palabras 93, hazle enmudecer de tales discursos y volver, como ha vuelto su hermano Polemarco 94, a la filosofía, para que este amante suyo no divague como ahora, sino que simplemente lleve su vida hacia el Amor con discursos filosóficos.»

FED. – Uno a tu súplica la mía, Sócrates, para que si nos es mejor, así se haga. En cuanto a tu discurso, hace un rato que estoy maravillado por lo mucho más bello que te ha salido, en comparación con el primero. Temo, pues, que el de Lisias me parezca pobre, en el caso de que quiera enfrentarlo a otro. Porque, recientemente, oh admirable amigo, algunos de los políticos lo vituperaban tachándolo de eso mismo, y a lo largo de todo su vituperio lo llamaba logógrafo 95. No estaría mal, pues, que, en nombre de su buena fama, se nos aguante sus ganas de escribir.

SÓC. – Ridícula, muchacho, es la decisión a la que te refieres, y mucho te equivocas sobre tu compañero, si piensas que es así de timorato. Igual crees también que su detractor decía seriamente lo que decía.

FED. – Pues daba esa impresión, Sócrates. Y tú mismo sabes, tal vez, como yo, que los más poderosos y respetables en las ciudades, se avergüenzan en poner en letra a las palabras 96, y en dejar escritos propios, temiendo por la opinión que de ellos se puedan formar en el tiempo futuro y porque se les llegue a llamar sofistas.

SÓC. – «Delicioso recodo» 97, Fedro. Se te ha olvidado que la expresión viene del largo recodo del Nilo. Y por lo del recodo, se te olvidó que los políticos más engreí dos, los más apasionados de la logografía y de dejar escritos detrás de ellos, siempre que ponen en letra un discurso, tanto les gusta que se lo elogien, que añaden un párrafo especial, al principio, con los nombres de aquellos que, donde quiera que sea, les hayan alabado.

FED. – ¿Cómo es que dices esto? Porque no lo entiendo.

SÓC. – ¿No sabes que, al comienzo del escrito de cualquier político, lo primero que se escribe es el nombre de su panegirista?

FED. – ¿Cómo?

SÓC. – «Pareció al consejo», suelen decir, o «al pueblo», o a ambos, y «aquél dijo» -y el que escribe se refiere entonces a sí mismo pomposa y elogiosamente-. Después de esto, sigue mostrando su sabiduría a los que le alaban, haciendo, a veces, un largo escrito. ¿O te parece a ti que es algo distinto de esto un discurso escrito?

FED. – No, a mí no.

SÓC. – Pues bien, si tal discurso se sostiene, su autor abandona alegre la escena; pero si se le borra 98, y el autor queda privado de la logografía, y no se le considera digno de ser escrito, están de duelo tanto él como sus compañeros.

FED. – Y mucho.

SÓC. – Es claro que no porque tengan a menos la profesión, sino, todo lo contrario, porque la admiran. FED. – Por supuesto.

SÓC. – ¿Y qué? Cuando un orador o un rey, habiendo conseguido el poder de un Licurgo 99 o de un Solón 100 o de un Darío 101, se hace inmortal logógrafo en la ciudad, ¿acaso no se piensa a sí mismo como semejante a los dioses, aunque aún viva, y los que vengan detrás de él no reconocerán lo mismo, al mirar sus palabras escritas?

FED. – Claro que sí.

SÓC. – ¿Crees, pues, que alguno de éstos, sea quien sea él, y sea cual sea la causa de su aversión a Lisias, lo vituperaría por el hecho mismo de escribir?

FED. No es probable, teniendo en cuenta lo que dices. Porque, al parecer, sería su propio deseo lo que vituperaría.

SÓC. – Luego es cosa evidente, que nada tiene de vergonzoso el poner por escrito las palabras.

FED. ¿Por qué habría de tenerlo?

SÓC. – Pero lo que sí que considero vergonzoso, es el no hablar ni escribir bien, sino mal y con torpeza.

FED. – Es claro.

SÓC. – ¿Cuál es, pues, la manera de escribir o no escribir bien? ¿Necesitamos, Fedro, examinar sobre esto a Lisias o a cualquier otro que alguna vez haya escrito o piense escribir, ya sea sobre asunto público o privado, en verso como poeta, o sin verso como un prosista?

FED. – ¿Preguntas si necesitamos? ¿Y por qué otra cosa se habría de vivir, por así decirlo, sino por placeres como éstos? Porque no nos va a llegar la vida de aquellos placeres que, para sentirlos, requieren previo dolor, como pasa con la mayoría de los placeres del cuerpo. Por eso se les llama, justamente, esclavizadores 102.

SÓC. – Bien, creo que tenemos tiempo. Y me parece además, como si, en este calor sofocante, las cigarras que cantan sobre nuestras cabezas, dialogasen ellas mismas y nos estuviesen mirando. Porque es que si nos vieran a nosotros dos que, como la mayoría de la gente, no dialoga a mediodía, sino que damos cabezadas y que somos seducidos por ellas debido a la pereza de nuestro pensamiento, se reirían a nuestra costa, tomándonos por esclavos que, como ovejas, habían llegado a este rincón, cabe la fuente, a echarse una siesta. Pero si acaso nos ven dialogando y sorteándolas como a sirenas, sin prestar oídos a sus encantos, el don que han recibido de los dioses para dárselo a los hombres, tal vez nos lo otorgasen complacidas 103.

FED. – ¿Y cuál es ese don que han recibido? Porque me parece que no he oído mencionarlo nunca.

SÓC. – Pues en verdad que no es propio de un varón amigo de las musas, el no haber oído hablar de ello. Se cuenta que, en otros tiempos, las cigarras eran hombres de ésos que existieron antes de las Musas, pero que, al nacer éstas y aparecer el canto, algunos de ellos quedaron embelesados de gozo hasta tal punto que se pusieron a cantar sin acordarse de comer ni beber, y en ese olvido se murieron. De ellos se originó, después, la raza de las cigarras, que recibieron de las Musas ese don de no necesitar alimento alguno desde que nacen y, sin comer ni beber, no dejan de cantar hasta que mueren, y, después de esto, el de ir a las Musas a anunciarles quién de los de aquí abajo honra a cada una de ellas. En efecto, a Terpsícore 104 le cuentan quién de ellos la honran en las danzas, y hacen así que los mire con más buenos ojos; a Érato le dicen quiénes la honran en el amor, y de semejante manera a todas las otras, según la especie de honor propio de cada una. Pero es a la mayor, Calíope 105, y a la que va detrás de ella, Urania 106, a quienes anuncian los que pasan la vida en la filosofía y honran su música. Precisamente éstas, por ser de entre las Musas las que tienen que ver con el cielo y con los discursos divinos y humanos, son también las que dejan oír la voz más bella. De mucho hay, pues, que hablar, en lugar de sestear, al mediodía.

FED. – Pues hablemos, entonces.

SÓC. – Y bien, examinemos lo que nos habíamos propuesto ahora, lo de la causa por la que un discurso hablado o escrito es o no es bueno.

FED. – De acuerdo.

SÓC. – ¿No es necesario que, para que esté bien y hermosamente dicho lo que se dice, el pensamiento del que habla deberá ser conocedor de la verdad de aquello sobre lo que se va a hablar?

FED. – Fíjate, pues, en lo que oí sobre este asunto, querido Sócrates: que quien pretende ser orador, no necesita aprender qué es, de verdad, justo, sino lo que opine la gente que es la que va a juzgar; ni lo que es verdaderamente bueno o hermoso, sino sólo lo que lo parece. Pues es de las apariencias de donde viene la persuasión, y no de la verdad.

SÓC. – «Palabra no desdeñable» 107 debe ser, Fedro, la que los sabios digan; pero es su sentido lo que hay que adivinar. Precisamente lo que ahora acaba de decirse no es para dejarlo de lado.

FED. – Con razón hablas.

SÓC. – Vamos a verlo así.

FED. – ¿Cómo?

SÓC. – Si yo tratara cíe persuadirte 108 de que compraras un caballo para defenderte de los enemigos, y ninguno de los dos supiéramos lo que es un caballo, si bien yo pudiera saber de ti, que Fedro cree que el caballo es ese animal doméstico que tiene más largas orejas…

FED. – Sería ridículo, Sócrates.

SÓC. – No todavía. Pero sí, si yo, en serio, intentara persuadirte, haciendo un discurso en el que alabase al asno llamándolo caballo, y añadiendo que la adquisición de ese animal era utilísima para la casa y para la guerra, ya que no sólo sirve en ésta, sino que, además, es capaz de llevar cargas y dedicarse, con provecho, a otras cosas.

FED. – Eso sí que sería ya el colmo de la ridiculez.

SÓC. – ¿Y acaso no es mejor lo ridículo en el amigo que lo admirable en el enemigo? 109.

FED. – Así parece.

SÓC. – Por consiguiente, cuando un maestro de retórica, que no sabe lo que es el bien ni el mal, y en una ciudad a la que le pasa lo mismo, la persuade no sobre la «sombra de un asno» 110, elogiándola como si fuese un caballo, sino sobre lo malo como si fuera bueno, y habiendo estudiado las opiniones de la gente, la lleva a hacer el mal en lugar del bien, ¿qué clases de frutos piensa que habría de cosechar la retórica de aquello que ha sembrado?

FED. – No muy bueno, en verdad.

SÓC. – En todo caso, buen amigo, ¿no habremos vituperado al arte de la palabra más rudamente de lo que conviene? Ella, tal vez, podría replicar: «¿qué tonterías son ésas que estáis diciendo, admirables amigos? Yo no obligo a nadie que ignora la verdad a aprender a hablar, sino que, si para algo vale mi consejo, yo diría que la adquiera antes y que, después, se las entienda conmigo. Únicamente quisiera insistir en que, sin mí, el que conoce las cosas no por ello será más diestro en el arte de persuadir. »

FED. – ¿No crees que hablaría justamente, si dijera esto?

SÓC. – Sí lo creo. En el caso, claro está, de que los argumentos que vengan en su ayuda atestigüen que es un arte. Porque me parece que estoy oyendo algunos argumentos que se adelantan y declaran en contra suya, diciendo que miente y que no es arte, sino un pasatiempo ayuno de él. Un arte auténtico de la palabra, dice el laconio 111, que no se alimente de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca.

FED. – Se necesitan esos argumentos, Sócrates. Mira, pues, de traerlos hasta aquí, y pregúntales qué dicen y cómo.

SÓC. – Acudid inmediatamente, bien nacidas criaturas, y persuadid a Fedro, padre de bellos hijos, de que si no filosofa como debe, no será nunca capaz de decir nada sobre nada. Que responda, ahora, Fedro.

FED. – Preguntad.

SÓC. – ¿No es cierto que, en su conjunto, la retórica sería un arte de conducir las almas por medio de palabras, no sólo en los tribunales y en otras reuniones públicas, sino también en las privadas, igual se trate de asuntos grandes como pequeños, y que en nada desmerecería su justo empleo por versar sobre cuestiones serias o fútiles? ¿O cómo ha llegado a tus oídos todo esto?

FED. – Desde luego, por Zeus, que no así, sino más bien que es, sobre todo, en los juicios, donde se utiliza ese arte de hablar y escribir, y también en las arengas al pueblo. En otros casos no he oído.

SÓC. – ¿Entonces es que sólo has tenido noticia de las «artes» de Néstor y Ulises sobre las palabras 112 que ambos compusieron en Troya durante sus ratos de ocio? ¿No oíste nada de las de Palamedes? 113.

FED. – No, por Zeus, ni de las de Néstor, a no ser que a Gorgias me lo vistas de Néstor, y a Trasímaco 114 o a Teodoro de Ulises.

SÓC. – Bien podría ser. Pero dejemos a éstos. Dime tú, en los tribunales, ¿qué hacen los pleiteantes?, ¿no se oponen, en realidad, con palabras? ¿O qué diríamos?

FED. – Diríamos eso mismo.

SÓC. – ¿Acerca de lo justo y de lo injusto?

FED. – Sí.

SÓC. – Por consiguiente, el que hace esto con arte, hará que lo mismo, y ante las mismas personas, aparezca unas veces como justo y, cuando quiera, como injusto.

FED. – Seguramente.

SÓC. – ¿Y que, en las arengas públicas, parezcan a la ciudad las mismas cosas unas veces buenas y otras malas? FED. – Así es.

SÓC. – ¿Y no sabemos que el eleata Palamedes, hablaba con un arte que, a los qué le escuchaban, las mismas cosas les parecían iguales y distintas, unas y muchas, inmóviles y, al tiempo, móviles?

FED. – Totalmente cierto.

SÓC. – Así pues, no sólo es en los tribunales y en las arengas públicas donde surgen esas controversias, sino que, al parecer, sobre todo lo que se dice hay un solo arte, si es que lo hay, que sería el mismo, y con el que alguien sería capaz de hacer todo semejante a todo, en la medida de lo posible, y ante quienes fuera posible, y desenmascarar a. quien, haciendo lo mismo, trata de ocultarlo 115.

FED. – ¿Cómo dices una cosa así?

SÓC. – Ya veras cómo se nos hará evidente, si buscamos en esa dirección. ¿Se da el engaño en las cosas que difieren mucho o en las que difieren poco?

FED. – En las que poco.

SÓC. – Es cierto, pues, que si caminas paso a paso, ocultarás mejor que has ido a parar a lo contrario, que si vas a grandes saltos.

FED. – ¡Cómo no!

SÓC. – Luego el que pretende engañar a otro y no ser engañado, conviene que sepa distinguir, con la mayor precisión, la semejanza o desemejanza de las cosas 116.

FED. – Seguramente que es necesario.

SÓC. – ¿Y será realmente capaz, cuando ignora la verdad de cada una, de descubrir en otras cosas la semejanza, grande o pequeña, de lo que desconoce?

FED. – Imposible.

SÓC. – Así pues, cuando alguien tiene opiniones opuestas a los hechos y se engaña, es claro que ese engaño se ha deslizado en él por el cauce de ciertas semejanzas.

FED. – En efecto, así es.

SÓC. – ¿Es posible, por consiguiente, ser maestro en el arte de cambiar poco a poco, pasando en cada caso de una realidad a su contraria por medio de la semejanza, o evitar uno mismo esto, sin haber llegado a conocer lo que es cada una de las cosas que existen?

FED. – No, en manera alguna.

SÓC. – Luego el arte de las palabras, compañero, que ofrezca el que ignora la verdad, y vaya siempre a la caza de opiniones, parece que tiene que ser algo ridículo y burdo. FED. – Me temo que sí.

SÓC. – En el discurso de Lisias que traes, y en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver algo de lo que decimos que está o no en consonancia con el arte?

FED. – Mucho me gustaría ya que ahora estamos hablando como si, en cierto modo, nos halláramos desarmados, al carecer de paradigmas adecuados.

SÓC. – En verdad que fue una suerte, creo, el que se pronunciaran aquellos dos discursos paradigmáticos 117, en el sentido de que quien conoce la verdad, jugando con palabras, puede desorientar a los que le oyen. Y yo, por mi parte, Fedro, lo atribuyo a los dioses del lugar; aunque bien pudiera ser que estos portavoces de las Musas que cantan sobre nuestras cabezas, hayan dejado caer sobre nosotros, como un soplo, este don. Pues por lo que a mí toca, no se me da el arte de la palabra.

FED. – Sea como dices, sólo que explícalo.

SÓC. – Vamos, léeme entonces el principio del discurso de Lisias.

FED. – «De mis asuntos tienes noticia, y has oído también, cómo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues precisamente a los amantes les llega el arrepentimiento…»

SÓC. – Para. Ahora nos toca decir en qué se equivoca éste, y en qué va contra el arte. ¿No es así?

FED. – Sí.

SÓC. – ¿Y no es acaso manifiesto para todos, el que sobre algunos nombres estamos de acuerdo y diferimos sobre otros?

FED. – Me parece entender lo que dices; pero házmelo ver un poco más claro.

SÓC. – Cuando alguien dice el nombre del hierro o de la plata 118, ¿no pensamos todos en lo mismo?

FED. – En efecto.

SÓC. – ¿Y qué pasa cuando se habla de justo y de injusto? ¿No anda cada uno por su lado, y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos?

FED. – Sin duda que sí.

SÓC. – O sea que en unas cosas estamos de acuerdo, pero no en otras.

FED. – Así es.

SÓC. – ¿Y en cuál de estos casos es más fácil que nos engañemos, y en cuáles tiene la retórica su mayor poder? FED. – Es evidente que en aquellos en que andamos divagando 119.

SÓC. – Así pues, el que se propone conseguir el arte retórica, conviene, en primer lugar, que haya dividido sistemáticamente todas estas cosas, y captado algunas características de cada una de estas dos especies, o sea de aquella en la que la gente anda divagando, y de aquella en la que no.

FED. – Una bella meta ideal tendría a la vista el que hubiera llegado a captar eso.

SÓC. – Después, pienso yo, al encontrarse ante cada caso, no dejar que se le escape, sino percibir con agudeza a cuál de los dos géneros pertenece aquello que intenta decir. 118

FED. – Así es.

SÓC. – ¿Y, entonces, qué? ¿Diríamos del Amor que es de las cosas sobre las que cabe discusión, o sobre las que no? 120.

FED. – De las discutibles, sin duda. ¿O piensas que te habría permitido decir lo que sobre él dijiste hace un rato: que es dañino tanto para el amado como para el amante, y añadir inmediatamente que se encuentra entre los mayores bienes?

SÓC. – Muy bien has hablado. Pero dime también esto -porque yo, en verdad, por el entusiasmo que me arrebató no me acuerdo mucho-, ¿definí el amor desde el comienzo de mi discurso?

FED. – ¡Por Zeus! ¡Y con inmejorable rigor!

SÓC. – ¡Ay! ¡Cuánto más diestras en los discursos son las Ninfas del Aqueloo 121, y de Pan 122 el de Hermes123,que Lisias el de Céfalo! ¿O estoy diciendo naderías, y Lisias, al comienzo de su discurso sobre el amor, nos llevó a suponer al Eros como una cosa dotada de la realidad que él quiso darle, e hizo discurrir ya el resto del discurso por el cauce que él había preparado previamente? ¿Quieres que, una vez más, veamos el comienzo del discurso?

FED. – Sí, si te parece. Pero lo que andas buscando no está ahí.

SÓC. – Lee, para que lo oiga de él mismo.

FED. – «De mis asuntos tienes noticia, y has oído también, cómo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues precisamente a los amantes les llega el arrepentimiento de lo bueno que hayan podido hacer, tan pronto como se le aplaca el deseo.»

SÓC. – Parece que dista mucho de hacer lo que buscamos, ya que no arranca desde el principio, sino desde el final, y atraviesa el discurso como un nadador que nadara de espaldas y hacia atrás, y empieza por aquello que el amante diría al amado, cuando ya está acabando. ¿O he dicho una tontería, Fedro, excelso amigo?

FED. – Efectivamente, Sócrates, es un final lo que trata en el discurso.

SÓC. – ¿Y qué decir del resto? ¿No da la impresión de que las partes del discurso se han arrojado desordenadamente? ¿Te parece que, por alguna razón, lo que va en segundo .lugar tenga, necesariamente, que ir ahí, y no alguna otra cosa de las que se dicen? Porque a mí me parece, ignorante como soy, que el escritor iba diciendo lo que buenamente se le ocurría. ¿Tienes tú, desde el punto de vista logográfico, alguna razón necesaria, según la cual tuviera que poner las cosas unas después de otras, y en ese orden?

FED. – Eres muy amable al pensar que soy capaz de penetrar tan certeramente en sus intenciones.

SÓC. – Pero creo que me concederás que todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo, se combinen las partes entre sí y con el todo 124.

FED. – ¿Y cómo no?

SÓC. – Mira, pues, si el discurso de tu compañero es de una manera o de otra, y te darás cuenta de que en nada difiere de un epigrama que, según dicen, está inscrito en la tumba de Midas el frigio 125,

FED. – ¿Cómo es y qué pasa con él?

SÓC. – Es éste:

Broncínea virgen soy, y en el sepulcro de Midas yazgo. Mientras el agua fluya, y estén en plenitud los altos árboles, clavada aquí, sobre la tan llorada tumba,

anuncio a los que pasan: enterrado está aquí Midas 126.

Nada importa, en este caso, qué es lo que se dice en primer lugar o en último. Supongo que te das cuenta.

FED. – ¿Te estás riendo de nuestro discurso, Sócrates? SÓC. – Dejémoslo entonces, para que no te disgustes -aunque me parece que contiene numerosos paradigmas 127 que, teniéndolos a la vista, podrían sernos útiles, guardándose, eso sí, muy mucho de imitarlos-. Pero pasemos a los otros discursos. Porque creo que en ellos se puede ver algo que viene bien a los que quieren investigar sobre palabras.

FED. – ¿Qué es eso a lo que te refieres?

SÓC. – En cierta manera, los dos eran contrarios. El uno decía que había que complacer al que ama, y el otro al que no.

FED. – Y con gran energía ambos.

SÓC. – Pienso que ibas a decir la palabra justa: maniáticamente. Porque dijimos que el amor era como una locura, una manía, ¿o no? 128.

FED. – Sí.

SÓC. – Pero hay dos formas de locura; una, debida a enfermedades humanas, y otra que tiene lugar por un cambio que hace la divinidad en los usos establecidos.

FED. – Así es.

SÓC. – En la divina, distinguíamos cuatro partes, correspondientes a cuatro divinidades, asignando a Apolo la inspiración profética, a Dioniso la mística, a las Musas la poética, y la cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y a Eros. Y no sé de qué modo, intentando representar la pasión erótica, alcanzamos, tal vez, alguna verdad, y, tal vez, también nos desviamos a algún otro sitio. Amasando un discurso no totalmente carente de persuasión, hemos llegado, sin embargo, a entonar, comedida y devotamente, un cierto himno mítico a mi señor y el tuyo, el Amor, oh Fedro, protector de los bellos muchachos.

FED. – Que, por cierto, no sin placer escuché yo mismo.

SÓC. – Pues bien, saquemos algo de esto: ¿cómo pasó el discurso del vituperio al elogio?

FED. – ¿Qué quieres decir?

SÓC. – Para mí, por cierto, todo me parece como un juego que hubiéramos jugado. Pero, de todas estas cosas que al azar se han dicho, hay dos especies que si alguien pudiera dominar con técnica no sería mala cosa.

FED. – ¿Qué especies son ésas?

SÓC. – Una sería la de llegar a una idea que, en visión de conjunto, abarcase todo lo que está diseminado, para que, delimitando cada cosa, se clarifique, así, lo que se quiere enseñar. Hace poco se habló del Amor, ya fuera bien o mal, después de haberlo definido; pero, al menos, la claridad y coherencia del discurso ha venido, precisamente, de ello.

FED. – ¿Y de la otra especie qué me dices, Sócrates?

SÓC. – Pues que, recíprocamente, hay que poder dividir las ideas siguiendo sus naturales articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de un mal carnicero. Hay que proceder, más bien, como, hace un momento, los dos discursos, que captaron en una única idea, común a ambos, la insania que hubiera en el pensamiento; y de la misma manera a como, por fuerza natural, en un cuerpo único hay partes dobles y homónimas, que se denominan izquierdas y derechas, así también los dos discursos consideraron la idea de «paranoia» bajo la forma de una unidad innata ya en nosotros. Uno, en verdad, cortando la parte izquierda, no cesó de irla dividiendo hasta que encontró, entre ellas, un amor llamado siniestro, y que, con toda justicia, no dejó sin vituperar. A su vez, el segundo llevándonos hacia las del lado derecho de la manía, habiendo encontrado un homónimo de aquel, un amor pero divino, y poniéndonoslo delante, lo ensalzó como nuestra mayor fuente de bienes.

FED. – Cosas muy verdaderas has dicho.

SÓC. – Y de esto es de lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo «yendo tras sus huellas como tras las de un dios» 129. Por cierto que aquellos que son capaces de hacer esto -Sabe dios si acierto con el nombre- les llamo, por lo pronto, dialécticos 130. Pero ahora, con lo que hemos aprendido de ti y de Lisias, dime cómo hay que llamarles. ¿O es que es esto el arte de los discursos, con el que Trasímaco y otros se hicieron ellos mismos sabios en el hablar, e hicieron sabios a otros, con tal de que quisieran traerles ofrendas como a dioses?

FED. – Varones regios, en verdad, mas no sabedores de lo que preguntas. Pero, por lo que respecta a ese concepto, me parece que le das un nombre adecuado al llamarle dialéctica. Creo, con todo, que se nos escapa todavía la idea de retórica.

SÓC. – ¿Cómo dices? ¿Es que podría darse algo bello que, privado de todo esto que se ha dicho, se adquiriese igualmente por arte? Ciertamente que no debemos menospreciarlo ni tú ni yo. Pero ahora no hay más remedio que decir qué es lo que queda de la retórica.

FED. – Muchas cosas todavía, Sócrates. Todo eso que se encuentra escrito en los libros que tratan del arte de las palabras.

SÓC. – Has hecho bien en recordármelo. Lo primero es, según pienso, que el discurso vaya precedido de un «proemio». ¿Te refieres a esto o no? ¿A estos adornos del arte?

FED. – Sí.

SÓC. – En segundo lugar, a una «exposición» acompañada de testimonios; en tercer lugar, a -los «indicios», y, en cuarto lugar, a las «probabilidades». También habla, según creo, de una «confirmación» y de una « superconfirmación», ese excelso artífice del lógos, ese varón de Bizancio.

FED. – ¿Dices el hábil Teodoro? 131.

SÓC. – ¿Quién si no? Y una «refutación» y una «superrefutación», tanto en la acusación como en la apología. ¿Y no haremos salir también al eminente Eveno de Paros 132, que fue el primero en inventar la «alusión encubierta», el «elogio indirecto», y, para que pudieran recordarse, dicen que puso en verso «reproches indirectos». ¡Un sabio varón, realmente! ¿Y vamos a dejar descansar a Tisias 133 y a Gorgias 134, que vieron cómo hay que tener más en cuenta a lo verosímil que a lo verdadero, y que, con el poder de su palabra, hacen aparecer grandes las cosas pequeñas, y las pequeñas grandes, lo nuevo como antiguo, y lo antiguo como nuevo, y la manera, sobre cualquier tema, de hacer discursos breves, o de alargarlos indefinidamente. Escuchándome, una vez, Pródico 135 decir estas cosas, se echó a reír y dijo que sólo él había encontrado la clase de discurso que necesita el arte: no hay que hacerlos ni largos ni cortos, sino medianos.

FED. – Sapientísimo, en verdad, Pródico.

SÓC. – ¿Y no hablamos de Hipias 136? Porque pienso que hasta el extranjero de Élide le daría su voto.

FED. – ¿Y por qué no?

SÓC. – ¿Y qué decir de los Museos de palabras, de Polo 137, como las «redundancias», las «sentencias», las «iconologías», y esos términos a lo Licimnio 138, con que éste le había obsequiado para que pudiera producir bellos escritos?

FED. – ¿Y no había también unas «protagóricas», que trataban de cosas parecidas?

SÓC. – Sí, muchacho, la «correcta dicción» y muchas otras cosas bellas. Pero, en cuestión de discursos lacrimosos y conmovedores sobre la vejez y la pobreza, lo que domina me parece que es el arte y el vigor del Calcedonio 139, quien también llegó a ser un hombre terrible en provocar la indignación de la gente y en calmar, de nuevo, a los indignados con el encanto de sus palabras. Al menos, eso se dice. Por ello, era el más hábil en denigrar con sus calumnias, y en disiparlas también. Pero, por lo que se refiere al final de los discursos, da la impresión de que todos han llegado al mismo parecer, si bien unos le llaman recapitulación, y otros le han puesto nombre distinto.

FED. – ¿Te refieres a que se recuerde a los oyentes, al final, punto por punto, lo más importante de lo que se ha dicho?

SÓC. – A eso, precisamente. Y si alguna otra cosa tienes que decir sobre el arte de los discursos…

FED. – Poca cosa, y apenas digna de mención.

SÓC. – Dejemos, pues, esa poca cosa, y veamos más a la luz, cuál es la fuerza del arte y cuándo surge.

FED. – Una muy poderosa, Sócrates. Por lo menos en las asambleas del pueblo.

SÓC. – La tiene, en efecto. Pero mira a ver, mi divino amigo, si por casualidad no te parece, como a mí, que su trama es poco espesa.

FED. – Enséñame cómo.

SÓC. – Dime, pues. Si alguien se aproximase a tu compañero Erixímaco, o a su padre Acúmeno y le dijera: «Yo sé aplicar a los cuerpos tratamientos tales que los calientan, si me place, o que los enfrían, y hacerles vomitar si me parece, o, tal vez, soltarles el vientre, y otras muchas cosas por el estilo, y me considero médico por ello y por hacer que otro lo sea también así, al trasmitirle este tipo de saber.» ¿Qué crees que diría, oyéndolo?

FED. – ¿Qué otra cosa, sino preguntarle, si encima sabe a quiénes hay que hacer esas aplicaciones, y cuándo, y en qué medida?

SÓC. – Y si entonces dijera: «En manera alguna; pero estimo que el que aprenda esto de mí es capaz de hacer lo que preguntas.»

FED. – Pienso que dirían que el hombre estaba loco y que, por saberlo de oídas de algún libro, o por haber tenido que ver casualmente con algunas medicinas, cree que se ha hecho médico, sin saber nada de ese arte.

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