Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

  1. Guajiro y ajedrecista
  2. Casino español

Monografias.com

Guajiro y ajedrecista

Guajiro y ajedrecista, dos palabras que se contradecían explícitamente en la Cuba de los primeros 50 años del siglo XX, guajiro porque si no era ofensa, podría referirse a una persona humilde, honrada y trabajadora, pero también con poco intelecto, cultura e instrucción. Mientras que el ajedrez, era el juego ciencia por excelencia donde la inteligencia humana debía manifestarse en su máxima expresión. Esta contradicción, sin embargo, quedó en entredicho un domingo del mes de mayo, no recuerdo de qué año, cuando hizo su entrada por las anchas y lustradas puertas del Casino Español de la ciudad un campesino con típica ropa de faena, a participar en el más importante de los torneos de la temporada. Todo esto tomaba mayor relevancia por cuanto éste era un lugar rodeado de lujo y al que asistía el selecto grupo de las clases vivas: ricos comerciantes, médicos, abogados y lo que se apreciase de ser digno de aquel pueblo de las llanuras del Camagüey.

Sí, el Casino Español, cuyo nombre era el reflejo de aquellos peninsulares, principalmente gallegos que como se decía, habían arribado a la isla "…con un real en el bolsillo y el estómago estrujao" y que consiguieron amasar inmensas fortunas, por su ahorro y perseverancia, aprovechando las épocas de bonanza azucarera y exprimiendo hasta el último centavo, propio o ajeno, y sobre todo el sudor de trabajadores y campesinos, que muchas veces no tenían ni para alimentar a sus familias. Algunos, por suerte y los más acudiendo a trampas o cuanto medio legal o ilegal estuviese a su alcance, se habían convertido en lo que eran, las clases vivas del pueblo, los demás claro está, debían ser las clases muertas donde sin lugar a dudas estarían bien ubicados los guajiros.

He ahí, sin embargo, que aquel casino, joya de la ciudad, recibía la visita de un joven vestido como el más humilde de todos los guajiros, con botas "vaquetetumbo", esto es de piel dura y sin curtir, con tiras de guano en vez de cordones, pantalón azul de mezclilla raído y algún que otro parche cocido a mano, camisa de caqui grueso, con manchas de sudor bajo los brazos por el recorrido a pie por guardarrayas y terraplenes y un sombrero de guano, estrujado, desteñido y con alguna tira suelta por el sobreuso.

Cuando lo interceptaron en la puerta, dijo que venia al torneo de ajedrez que se jugaría esa tarde, y que se celebraba de año en año, premiado con una fuerte suma de $5000 obtenido del depósito de cada participante, $200, que formarían parte de la bolsa del ganador y un suplemento aportado por el casino. Está de más decir que continuaron preguntas tales como: ¿si sabía jugar al ajedrez, que si traía el dinero para la apuesta? y otras más de forma irrespetuosa e insultante.

Aquel extraño visitante respondió con simpleza, aparentando ser algo ignorante: que sabía mover las piezas, incluso el movimiento del caballo en forma de "ele" y que saltaba por el tablero igual a los naturales de la sabana. Presentó para la apuesta en vez de dinero un reloj de oro de bolsillo que rápidamente identificó el joyero del pueblo como de 22 quilates con valor muy superior a los $200 requeridos, luego que le brillaron sus ojos por la calidad, marca y belleza del valioso instrumento.

Pero ¿cómo había llegado aquel joven desaliñado y vestido de forma estrafalaria a este lugar? Era una historia que se remontaba a años atrás, cuando sus padres comprendieron que no era bueno para el trabajo de campo, que a duras penas completaba su faena y que le "patinaba el coco" por las cosas que decía, fue entonces que se lo encomendaron al viejo Bartolomé Barroso, gallego de pura cepa, de los que la letra más importante del abecedario era la "eñe" y que todavía se refería a la lluvia como "chuvia", y el único que sabía leer, escribir y hacer cuentas en la colonia y en leguas a la redonda. Surgía luego otra incógnita ¿qué hacía ese gallego en aquel sitio viviendo en un bohío (rancho, choza) abandonado y en una absoluta miseria?, esto nadie lo sabía, no se le conocía familia. De él se tejían muchas historias: que había logrado amasar una gran fortuna y que una mujer lo arruinó, o que un paisano le arrebató sus tierras, o que lo perdió todo en el juego o mil cosas más de las que se habla en cualquier lugar cuando no se sabe o hay dudas sobre algo.

Como buen gallego, del carácter ni hablar, por lo que no admitía preguntas y sólo se observaba que ya con muchos achaques arriba vivía en la más absoluta miseria en un rancho mal cobijado de guano y yaguas, al lado de un arroyo, al terminar el terraplén, a dos Km. de la colonia. Allí enviaron a Leoncio nombre de nuestro ilustre joven, en aquel momento aun adolescente, a que después de la faena aprendiera un poco de números y letras para que pudiese hacer algo en la vida porque el trabajo de campo le quedaba grande. Era lento con el machete, cansón con la guataca por lo que siempre terminaba el último, apenas se sostenía en un caballo y no sabía ni "ordeñar la chiva" como se decía y malo o con mala suerte hasta para pescar truchas y biajacas en el río.

Cuando Leoncio llegó aquella primera tarde al bohío de Bartolomé y entró en la aparente división de sala, cuarto y cocina, todo con piso de tierra mal apisonado, solo encontró miseria por todas partes y nada digno de su atención, salvo un puñado de libros, de los que sólo identificó las ilustraciones y sí, en una esquina un tablero como de damas con figuras diferentes blancas y negras, labradas a mano que le llamó poderosamente la atención. El viejo al darse cuenta sonrió pícaramente. – ¡Ah! te interesa el ajedrez, pues ya aprenderás, pero primero las letras y los números.

Y así durante meses el muchacho aprendió, y justo es decir que lo hizo rápido, pero por mucho que insistía que le enseñaran aquel misterioso juego, Bartolomé no se lo permitía, hasta que un día el viejo gallego le dijo: – Ya sabes leer y escribir y eres muy bueno en aritmética por eso ahora te enseñaré este juego que es mi consuelo en los momentos de soledad y cuyo conocimiento bien empleado te podrá servir de mucho, pues la vida no es más que una partida de ajedrez, unas veces con los humanos y por último con la muerte, con la que se juega la última y siempre se pierde.

Y así Leoncio aprendió las reglas del ajedrez, el movimiento de las piezas, la táctica y la estrategia, las peligrosas celadas, la ofensiva, el contraataque y el valor de la posición, también a modelar su carácter, antes compulsivo y desmedido y después razonado y cauteloso.

Jugaron muchas partidas, de inicio el viejo Bartolomé le daba piezas de ventaja y siempre ganaba, hasta que lo hicieron de igual a igual y un día el alumno superó a su maestro y éste le dijo: -Ya estas preparado, sólo me falta enseñarte que no te confíes del rival por inofensivo que parezca y cuidado con sus manos que si son rápidas pueden poner tu pieza en otra posición y no en la casilla donde la colocaste. Por este motivo es por el que estoy aquí, por confiar en un mal paisano al que apoyé y con el que compartí techo, comida y una finca con la que se quedó al ganar, haciendo trampas, en una partida sin anotación en que al virar la espalda, con la rapidez del relámpago, puso mi reina bajo el ataque de un peón. Ese mal hijo de España aún vive, compró un titulo de Doctor en Leyes, sin saber nada de letras, es ahora una figura relevante en el pueblo: el Notario, y preside el Casino Español. Su hijo padece de sus mismos males, es un buen ajedrecista, ha competido incluso en la capital, pero tú puedes derrotarlo y esa sería mi mayor alegría antes de emprender el viaje del que nunca se regresa.

Una tarde, pocos días después, el maestro lo esperó a la entrada del bohío y lo sorprendió con un juego idéntico al de él, hecho con sus propias manos, de la madera de un viejo cedro del monte para las figuras blancas y de un ébano carbonero para las piezas negras. Aún se notaban sus manos callosas y sangrantes, torturadas por el esfuerzo de pulir las figuras. -Ahora -le dijo – viajarás por los pueblos y ciudades, y jugarás con todo el que encuentres, independientemente de su condición social, raza o color; pasarás frío, hambre y algunas veces tendrás la luna por techo, pero necesito que te entrenes bien, que aprendas los subterfugios del reloj y cuando hayas vencido a todos sin excepción regreses por un mes de mayo a participar en el gran torneo del Casino Español.

Leoncio viajó pueblo por pueblo, hoy perdiendo y mañana volviendo a jugar, hasta ganar, comiendo lo que encontrase, lo que pudiese adquirir cuando le pagaban por una partida, o en alguna apuesta. A veces sólo los frutos del monte, hasta que un día, después de derrotar a todos los contrincantes a los se había enfrentado a lo largo de media isla, regresó a la colonia y fue en busca de su maestro al que encontró en su camastro, casi sin poderse mover, con una toz húmeda y persistente, con los pulmones destrozados y las costillas pegadas a la vieja y arrugada espalda.

-Sabía que vendrías, – dijo con voz ronca y apagada -que no moriría sin ver acabada mi obra, mañana es el día en que se celebra el gran torneo del Casino Español. No hay tiempo debes inscribirte antes de empezar el evento.

-Pero no tengo el dinero para la apuesta.

-Sí, aquí está, lo he guardado por todos estos años esperando este momento, a pesar de la mucha miseria en que he vivido.

Y el viejo sacó de debajo de su almohada un reloj de bolsillo, de oro casi puro.

-Esto vale más de los $200 de la apuesta.

Leoncio no dijo nada, se limitó a cumplir los requerimientos de su maestro, aunque su cabeza se encontraba llena de dudas y de incertidumbres, se preguntaba si estaba verdaderamente preparado para llevar a cabo la difícil misión que le asignaba Bartolomé. Y realmente no tenía respuesta, pues aunque había viajado por muchos pueblos y ciudades y jugado con los mejores ajedrecistas de aquellos lugares, se enfrentaba por primera vez a una responsabilidad sentimental que no estaba aún seguro de poder cumplir. No quiso dejar al viejo solo y volvió con su madre y sus hermanas para que lo cuidaran, éste casi agonizaba. Se despidió de él y sintió el ardor de sus fiebres y el apretón de sus manos temblorosas.

Al día siguiente, durante el trayecto hacia la ciudad por el terraplén lleno de un polvo fino, que se dispersaba en todas direcciones por el golpe de sus botas, comenzó a repasar cada uno de los consejos del viejo: "Acuérdate, sé cauteloso, deja que te infravaloren, que piensen que no sabes nada, que eres un ignorante, permite que avancen, que precipiten el ataque, espéralos con una fuerte defensa, a continuación contraataca sin compasión y destruye sus posiciones llenas de debilidades, hasta que los remates en su propia guarida; después se abochornaran de haber sido derrotado por un guajiro, entonces la pasión los segará y serás su verdadera pesadilla en el ajedrez. Inscríbete con mi apellido y si ganas le dirás al falso Doctor Sebastián Caldeira, que eso es de parte de Don Bartolomé Barroso; y cuídate si juegas con su hijo de la trampa que te mostré, que seguro te la tratará de hacer si se ve perdido".

Y así fue que Leoncio Barroso, aunque éste no
fuera su verdadero apellido, se presentó con vestimenta rústica
de guajiro pobre aquella tarde del mes de mayo en el lujoso Casino Español
de la ciudad.

Casino español

Eran 16 jugadores por sistema eliminatorio pues solo habría un gran premio, nada menos que $5000, toda una fortuna para la época. Sí, 16 jugadores, 8 mesas, tiempo de meditación de sólo 30 minutos, máximo de 60 por partida y con hora de comienzo a las 4:00 de la tarde, con el fin de finalizar antes de media noche y con un breve receso entre partidas. Alrededor del enorme salón se dispusieron los grandes sillones de balanceo de maderas preciosas puestos a disposición de las distinguidas damas con sus vistosos vestidos de tul, sedas y otros tejidos cubriendo bonitos y feos cuerpos bajo rostros indiferentes.

Los hombres, venían ataviados con hermosas guayaberas o trajes de dril cien, botas suaves de piel de becerro o zapatos brillosos de dos tonos, fumando habanos de vuelta abajo y llenando de humo todo el inmenso salón.

A Leoncio le correspondió el número 13 en el sorteo, lo que causó risas y la suposición de que los guajiros no tenían suerte ni en los sorteos. ¿Qué que hacía aquel muerto de hambre allí? era la pregunta de todos y lo malo es que no se escondían para decirlo, pero él se mantuvo indiferente, con cara y aspecto fantasmal y los ojos y la mente puestos en otra parte.

La primera partida fue con Angelino Domínguez, éste con las blancas Se trataba del hijo del dueño de las dos ferreterías del pueblo, estudiante de ingeniería en la Habana y considerado un portento de las matemáticas, y un experto del ajedrez.

Al sonar la campanilla Avelino adelantó el peón del rey con la idea de provocar una apertura española como forma de hacer honor al casino y de entrar en un juego abierto con grandes posibilidades para el que poseía la salida, a lo que no correspondió Leoncio, pues su maestro se lo había repetido muchas veces, "estadísticamente las blancas ganan más que las negras con la española, enfréntalo con una Siciliana, Caro Khan o Francesa o hasta la defensa o ataque Arlekine si lo consideras". Esto último fue lo que hizo el campesino dando la sensación que apenas sabía mover las piezas, mientras que su caballo huía perseguido por los peones blancos que se le echaban encima como lobos de una jauría. El hijo del ferretero de manera un tanto desenfrenada y pensando que su contrincante no conocía nada del juego ciencia trató de acorralar al caballo más de lo aconsejado en este tipo de apertura, dejando sus peones dislocados, sin apoyo y demasiado adelantados por el tablero. Entonces al guajiro se le vio sonreír por primera vez, su oponente había caído ingenuamente en la trampa, por lo que de repente irrumpió con la caballería y los alfiles que dieron cuenta de aquellos aspirantes a lobos en una posición de partida perdida desde el inicio.

No hicieron falta los 30 minutos, en menos de 20 la situación para el conductor de las blancas resultaba insoportable, éste molesto y como si no quisiera hacer el ridículo, se levantó y dejó que se agotara el tiempo ante la mirada incrédula de los presentes, incapaces de dar crédito a lo que veían sus ojos. Se acercaron entonces las jóvenes de vestidos de tul, no por celebrar el triunfo del guajiro, sino con el objeto de burlarse del hijo del ferretero.

Sólo una, tal vez la única mujer que entendía algo de ajedrez, por las veces que su padre, amigos, y su propio hermano se enfrascaban en este juego en la sala del hogar, observó la posición y notó que aquello no podía ser un evento de suerte, que el intelecto del guajirito daría sorpresas en aquel torneo, era joven, hermosísima su nombre era Estefanía la hija del Notario, abogado y rico terrateniente Sebastián Caldeira, Presidente además del Casino Español.

-Tuviste suerte guajiro, veamos con quien te toca ahora, – le dijo un joven con facciones achinadas, puede que el hijo del dueño de varias fondas y restaurantes del pueblo, efectivamente, Joaquín Lí, economista y gerente de los negocios de su padre que no hablaba muy bien el español.

Leoncio decidió comer algo, pues no tenía nada en el estómago, pero también le resonaron las palabras del viejo "cuando la barriga está llena el cerebro piensa menos", por lo que se contentó con unas lascas de queso con jamón y medio vaso de zumo de naranja.

Quedaban 8 contendientes pues igual número había sido eliminado en la primera ronda y la suerte quiso que en esta ocasión le tocara el mismo chinito Lí, que enfrentó al campesino con una Defensa Siciliana variante del Dragón, esquema peligrosísimo ya que las piezas negras contraatacan por el flanco dama apoyadas por el alfil en la diagonal central que ejerce como un dragón cuya cola envuelve el ala izquierda donde generalmente se traslada al rey blanco.

La partida parecía ser compleja y peligrosa para Leoncio, pero éste había sido instruido por Bartolomé y la única estrategia al efecto pasaba por llegar primero al reducto del rey contrario y cortar la cabeza de la bestia mitológica, esto es, intercambiar alfiles de semejante color lo que traslada a la potente y ofensiva reina blanca al escenario de ataque, dejando algo desguarnecida la defensa. En una situación así, es aconsejable para las negras sacrificar la calidad, cuestión esta que el carácter pausado asiático no era muy dado a hacer, por lo que abierto el flanco rey antes de iniciarse el asalto de la cola del despiadado reptil volador, éste descabezado, no dio posibilidades al ilustre hijo del Celeste Imperio de llevar adelante sus planes y con las columnas de la zona del enroque del rey abiertas y expuesto el monarca a las voraces torres y la dama enemiga, no le quedó más remedio que declinar su rey con la calma típica de de los hijos de este laborioso pueblo, tranquilo, sosegado y apenas sin mostrar enfado alguno, al menos por fuera.

Después, por mera cortesía, Lí felicitó al guajiro sin añadir más palabras y se oyeron los murmullos de los presentes, no de alabanzas o congratulaciones al ganador, sino de odio y rencor acumulado contra el representante de una "clase inferior", que descaradamente incursionaba en sus vedados territorios.

Se habían desarrollado dos rondas, quedaban sólo 4 contendientes en la lid y el guajiro con los ojos semicerrados se recostó en un balance aguardando por el próximo lance, entonces sintió una mano que le halaba el sombrero que tenía sobre su rostro y se sorprendió al ver los negros ojos de Estefanía Caldeira y su sonrisa con dientes de nácar. Esto fue el mejor despertar de Leoncio en toda su vida y lo hizo salir de su modorra pensando que estaba en el cielo.

Estefanía, con un vaso de limonada en la mano, se lo ofreció, pero él lo rechazó temeroso de que tuviera algo que pudiese hacerle daño, dada la opinión que tenía de los Caldeira, sin embargo, se equivocaba y la joven le sonrió, – guajiro volviste a ganar, ¿dónde aprendiste a jugar tan bien? – Solo, en el monte – contestó él, arisco. Ella siguió con el vaso entre sus delicadas y blancas manos jugueteando con él de forma provocadora.

-Haz convertido este aburrido torneo en todo un espectáculo, y eso que no quería venir. ¡Lo que me hubiera perdido! Mi padre y los comerciantes están que rabian. El de la ferretería dice que no te venderá ni un clavo y el chino que le pondrá picante a la comida si pasas por alguna de sus fondas. Te estás buscando muchos enemigos, así que al menos ten una aliada, porque te encuentras completamente solo.

-Ya sabré arreglármelas.

-Tú crees, mira que son muy poderosos.

-No tengo nada que perder, lo que tenía se me está yendo ahora mismo, en el monte, en un camastro de yaguas.

-Lo siento, – dijo la joven – no quería herir tus sentimientos.

En eso tocaron de nuevo la campana y a Leoncio le tocó jugar nada más y nada menos que con Justiniano Benítez, el Director del Instituto de Segunda Enseñanza, quien introdujo la práctica del ajedrez en el Casino y maestro de los que se iniciaban en el juego en el pueblo y por supuesto de los que ahora como expertos él había y tendría que enfrentar.

El profesor, viejo zorro del ajedrez, saliendo con blancas buscó un juego sólido y posicional mediante una apertura Inglesa, adelantando su peón alfil dama hasta la cuarta posición. Ahora se desarrollaría una partida cerrada donde debía imperar la más fina táctica al estilo de Lasker o Capablanca. No en balde al maestro le apodaban "Lasker" en el pueblo, por sus aparentes jugadas simples y sencillas, pero impregnadas de un veneno letal que actuaba, no de forma inmediata, sino a lo largo del la partida.

Leoncio no se inmutó, recordó las palabras de Bartolomé y su imagen seria y bondadosa, "emplea el estilo de Capablanca, es como una secuencia de pasos matemáticos. Busca en cada movimiento la más mínima ventaja, nada de apuros, mucho ojo al tiempo porque las partidas pueden ser muy largas".

Entonces respondió con su propio peón alfil dama hasta la cuarta posición y comenzó aquel duelo de titanes en que los alfiles en forma de fiancheto alargaron sus brazos diagonales y el intercambio de piezas se redujo al mínimo. Hubo intentos posteriores de ambos bandos de atacar por los flancos sin ningún resultado, pues el centro del tablero había quedado bloqueado por los peones.

"Ten presente Leoncio que en los juegos cerrados el caballo es superior al alfil, si puedes cambiarlo hazlo".

Y eso logró hacer Leoncio, dejándose acorralar un alfil para cambiarlo por un caballo en lo que los presentes mostraron regocijo y el propio maestro esbozó una sonrisa burlona y recostó la espalda aliviado. El viejo zorro trataría ahora de abrir alguna diagonal o columna, pero el guajiro lo tenía todo muy bien calculado y atenazó el juego con sus peones y los dos caballos, uno de los cuales comenzó a moverse con soltura como si se hallase correteando en un prado, saltaba por todo el tablero creando debilidades en la posición enemiga, que a duras penas podía solucionar Justiniano, lo que lo llevaba a emplear más tiempo de lo normal, hasta que a los 30 minutos, consumido el cronos reglamentario, se cayó la banderilla de su reloj.

Había sido derrotado uno de los jugadores más sólidos del pueblo, el que rara vez perdía alguna partida, el "Lasker" del Casino, por el nuevo Capablanca, así lo bautizaron algunos, mientras que el veterano jugador enojado se justificaba diciendo que en un torneo normal con dos horas y media de reflexión hubiese ganado por la superioridad del alfil cuando se abriera el juego. Leoncio lo miró con cierto desprecio y le dijo:

-En seis jugadas más usted se vería obligado a intercambiar torre por caballo en un jaque doble, pues se encuentra acorralado, sin posibilidad de movimiento en una posición cerrada del juego, y entonces sí, pero sería yo el que abriría uno de los flancos por donde entraría una de mis torres y destrozaría su retaguardia con sus alfiles bloqueados, inofensivos y sin valor alguno. Si tiene dudas vea y con una rapidez no mostrada hasta ese momento movió las piezas, explicó variantes y efectivamente en la jugada indicada se realizaba la susodicho doble amenaza con la sensible pérdida material y la posterior apertura del flanco dama por donde penetraba la artillería con su temible poder devastador.

La sorpresa fue general, los murmullos se repetían. El enfado y la antipatía por el campesino se incrementaban y adquirían proporciones desmedidas, los insultos se los lanzaban casi a la cara, a veces llenos de palabrotas indecentes. Pero él se mantuvo inmutable como una estatua, lo que incrementó la ira de los miembros del selecto club.

A Leoncio le entró hambre, pero no quería comer, entonces sintió las delicadas manos de Estefanía que lo tomó de un brazo y le dijo: – vamos, tienes que tomar algo, mejor un café, pues ahora te tocará con mi hermano que es capaz de todo por no perder y en este momento habla con mi padre para recibir instrucciones.

-Y ¿por qué me ayuda en contra de su padre?

-Tenemos muchas diferencias y sobre todo me quiere casar con el imbécil del hijo del Alcalde, ese que se ríe como un tonto en el medio del salón creyéndose gracioso.

Se dirigieron a la barra, no tuvo que pedir nada, de ello se encargó Estefanía.

-Dos cafés bien fuertes con poca azúcar.

Pronto las tazas de café humeantes llegaron depositadas en sendos platos pequeños y sorbo a sorbo para no quemarse la lengua se las tomaron, él serio y preocupado, ella resplandeciente y sonriente con una estola azul sobre un precioso vestido satinado algo corto para las costumbres de los pueblos.

-¿Dónde vives guajiro?

-En los dos últimos años donde me sorprende la noche, a veces bajo una guásima o un banco del anden de trenes o en un camastro por compasión de algún aficionado.

-¿Así te ganas la vida?

-Sí, recién empiezo.

-¿No has estado en la Habana?

-No, lo más que llegué fue hasta Colón en Matanzas.

-Pues te has perdido lo mejor de Cuba.

-¿Vives allá?

-Estudio allí Filosofía y Letras.

Sonó la campana de nuevo y Leoncio se dirigió a su mesa, pero al sentarse frente a Javier Caldeira, éste le dijo en voz baja y amenazadora -¿Qué hacías conversando con mi hermana, animal?, te voy a destrozar.

Leoncio sonrió y no le respondió nada, de manera que el joven Caldeira hizo como si le fuera a pegar y éste con voz calmada le dijo – atrévete si quieres andar con el brazo partido por el pueblo; y apretó su mano fuertemente en un gesto que los demás pensaron que era de caballerosidad, pero donde Javier mostró una mueca de dolor por el fuerte apretón del guajiro.

El gesto no pasó desapercibido para Don Sebastián, enfurecido y con ganas de intervenir.

-Al fin Leoncio liberó lentamente la mano de Javier manteniendo una ligera sonrisa.

Volvió a recordar a Bartolomé. "Mientras más furor muestre el contrario su juego será más débil pues lo dominará la soberbia y el ajedrez es puro razonamiento"

Le correspondían piezas las blancas y volvió a hacer tributo al casino, reducto de sus enemigos de clase, abriendo el juego con el peón rey central hasta la cuarta posición en espera de una apertura española.

En efecto esto ocurrió, pero notó demasiada alegría en el rostro de su oponente.

"¿Qué tramará?", – pensó

Sí, Javier planteó una apertura española, pero en la cual las negras comienzan atacando desde el inicio en lo que se llamaría el actual "Ataque o variante Marshall" por ser este jugador norteamericano quien la creó y la ensayó muchas veces antes de emplearla contra el cubano José Raúl Capablanca. Aunque éste último logró, no sin dificultad, neutralizarla

Leoncio no conocía los entrecejos de esta apertura y al principio se sintió atenazado y acorralado por la agresividad de su oponente, entonces volvió a pensar en su mentor, "en situaciones complejas, mantén la calma y da paso a la intuición, pues muchas veces no es tal la gravedad y tu rival actúa más bien como un toro al que se puede marear con el capote".

Y efectivamente, y ha sido siempre mi curiosidad ¿cómo respondió o salió de esa situación nuestro joven campesino?, puede que no exactamente como Capablanca, pero quizás lo ayudara la intuición del hombre de campo en su constante enfrentamiento con la naturaleza en situaciones diversas y complejas. A poco el feroz ataque fue calmándose luego que las blancas devolvieran el peón tomado al inicio, quedando en ligera superioridad por sus dos alfiles blancos enfocando dominantes las posiciones del indefenso rey negro. Sin embargo, se hacía necesario jugar rápido, con un mínimo de meditación, pues había consumido más tiempo de lo normal y aún las negras tenían posibilidad de obtener la victoria por esta vía.

Y eso hizo Leoncio, que en la ciudad de Santa Clara había tenido que jugar muchas veces partidas de cinco minutos "rapid transit", único requisito que le ponía el encargado de la sala de ajedrez para que durmiera en el local una vez cerrado y comiera un congrís (arroz cocido mezclado con frijoles negros) con plátano y bistec o picadillo en un puesto de comidas chino.

El jaque final sería cuestión de tiempo y así se lo hizo saber Leoncio: – Mate en nueve jugadas.

Palabras que resonaron en el silencio del salón atónito, sorprendido, suspendido en el tiempo y presenciando aquel dramático espectáculo. La sorpresa fue general y en un cuchicheo de Don Justiniano pasadas algunas jugadas, el experimentado maestro vaticinó lo mismo.

Entonces Javier hizo ademán de levantarse y como que fuese a perder el equilibrio, de modo que algunas piezas podrían caer o quedar fuera de posición, pero las fuertes manos del guajiro sujetaron con firmeza la mesa, mientras hábilmente el joven Caldeíra con una rapidez inaudita, propia de un mago de circo tomó, sin ser visto por los demás, uno de los alfiles contrarios e iba a guardarlo en su chaqueta, cuando Leoncio, también con una rapidez solo posible de adquirir por un campesino en las cotidianas labores de campo, le agarró la mano mientras que con la otra equilibraba la mesa. Luego le dijo – suelta la pieza, tramposo, – y a poco bajo la fuerte presión del guajiro su mano se abrió apareciendo la susodicha figura blanca y oyéndose a continuación un murmullo de repudio y desaprobación por parte de los presentes.

-Haces las mismas trampas que tu padre – le dijo Leoncio -sobre todo con su paisano Bartolomé Barroso que le dio techo y comida cuando llegó desamparado de Galicia y después con una artimaña semejante le arrebató su finca. Los jueces presurosos pararon momentáneamente los relojes y todos posaron su mirada en Don Sebastián que pálido y nervioso balbuceaba palabras incoherentes pues jamás se hubiese esperado aquello. No sabía qué decir. De pronto se oyó un fuerte murmullo y muchos recordaron partidas anteriores, aparentemente ganadas, que por sucesos como éste habían perdido y que siempre el Notario aludía a que le daban algunos mareos.

Los jueces iban a dar la partida por perdida para Javier pero Leoncio se lo impidió. – No, deje que la termine, sólo faltan cinco jugadas para el jaque mate.

A regañadientes Javier se sentó y bajo la atenta mirada hasta culminar la partida con el jaque mate calculado en la esquina misma del tablero.

Se hizo un profundo silencio y entonces Estefanía valientemente, y mirando desafiante a su padre, comenzó a aplaudir y de hecho, poco a poco lo hicieron, aunque a regañadientes los demás, en un gesto de caballerosidad que de no hacerlo hubiese dejado en entredicho las buenas costumbres exigidas para los "hidalgos" miembros del Casino Español.

Leoncio sonriente reclamó de inmediato el premio, que a falta de cartera metió en su sombrero con el que cubrió su pelambre tosca y lacia, y pidió que lo dejaran abandonar el casino pues su maestro se le moría. Esto hicieron, no ocultando su enfado los honorables miembros de aquel selecto club, aunque ninguno se ofreció para llevarlo pese a la gravedad del asunto que requería su abandono presuroso del local.

-Ve con suerte le dijo Estefanía, – ante el reproche de su familia y los demás presentes, sobre todo de las aburridas y pasmosas damas de aquella hipócrita sociedad.

Partió a la carrera, sólo se detuvo en la piquera de autos de alquiler y tomó uno con un chofer somnoliento que aquel viaje le venía bien después de una noche de escaso movimiento.

-Vaya rápido por favor, queme las llantas que mi maestro se muere.

El coche apuró el terraplén dejando una estela de polvo en el medio de la noche.

Al llegar, Leoncio se encontró a su madre, hermanas y demás vecinos alrededor del camastro de Bartolomé, éste apenas respiraba.

Traiga un médico por favor ordenó al chofer pero su padre se interpuso, no es necesario, no lo atormentes, le quedan minutos, casi no respira, es un milagro que aún esté vivo.

Entonces Leoncio se sentó al lado del escuálido cuerpo y le agarró las manos mientras miraba aquel rostro estático surcado de arrugas.

Sacó de su sombrero el reloj de oro que el viejo le había dado y se lo puso en sus manos, – ganamos maestro, ganamos, al fin se hizo justicia, ya don Sebastián no hará más fechorías, incluso es posible que alguno intente llevarlo a los tribunales por sus mucho delitos. Hemos ganado, lo que usted me enseñó valió para algo.

Entonces, el moribundo en un último acto sobrehumano agarró con fuerza el reloj y las manos de Leoncio y esbozó una sonrisa, la última de aquel santo hombre, que sólo había hecho el bien en la vida.

Gruesas lágrimas corrieron por el rostro de Leoncio, de las mujeres y de muchos de los presentes, incluso de los duros hombres de campo acostumbrados, las más de las veces, a la desgracia y el infortunio.

Lo velaron esa misma noche y al siguiente día partió el cortejo fúnebre hacia el cementerio, previa la despedida de duelo hecha por un paisano pues el cura no se daba por enterado de los sucesos de los campos. Durante el trayecto se incorporó detrás, al final, un lujoso coche con las ventanillas cerradas en cuyo asiento trasero se hallaba sentada una mujer con el rostro cubierto por un velo negro emitiendo ligeros sollozos. Flores no faltaron, tampoco sencillas coronas, algunas hechas a mano por las guajiras del lugar. Asistieron todos los vecinos de la colonia y sus contornos y sólo tal vez faltó un epitafio en el que se leyera: "A Don Bartolomé Barroso, el más insigne de los paisanos gallegos".

Una semana después, un joven vestido con ropa sencilla se detuvo un instante frente al lujoso Casino Español, observó el edificio de arriba abajo y dijo en voz baja: -Un día nos volveremos a ver, -luego siguió hasta la cercana estación donde tomó el tren de primera clase procedente de Santiago de Cuba y con destino a la Habana, la capital del país. Antes había dejado a sus a padres alojados en una pequeña finca que compró y a la cual pertenecía el bohío del difunto Bartolomé Barroso, y de repartir lo que pudo entre los pobres vecinos de la colonia.

Ya en el tren se dirigió al puesto asignado al lado
de una oven con sombrero negro que miraba distraída por la ventanilla,
-Con permiso, señorita -dijo, mientras subía el equipaje por encima
de su asiento y se quitaba el sombrero blanco de pajilla. Al sentarse, la joven
viró su rostro para ver a su acompañante y entonces él
pudo observar los dientes nacarados que adornaban la sonrisa de la mujer más
bella que había conocido nunca: Estefanía Caldeira, su compañera
de viaje a la capital y para toda la vida.

 

 

 

Autor:

C. López Hernández

Rosalía Rouco Leal,

Isla de Tenerife,

Febrero de 2016

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter