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Comparación de Platón Aristóteles (página 2)



Partes: 1, 2, 3

El dios no pensó en hacer el alma más joven que el cuerpo, tal como hacemos ahora al intentar describirla después de aquél –pues cuando los ensambló no habría permitido que lo más viejo fuera gobernado por lo más joven–, mas nosotros dependemos en gran medida de la casualidad y en cierto modo hablamos al azar. Por el contrario, el demiurgo hizo al alma primera en origen y en virtud y más antigua que el cuerpo. La creó dueña y gobernante del gobernado a partir de los siguientes elementos y como se expone a continuación. En medio del ser indivisible, eterno e inmutable y del divisible que deviene en los cuerpos mezcló una tercera clase de ser, hecha de los otros dos. En lo que concierne a las naturalezas de lo mismo y de lo otro, también compuso de la misma manera una tercera clase de naturaleza entre lo indivisible y lo divisible en los cuerpos de una y otra. A continuación, tornó los tres elementos resultantes y los mezcló a todos en una forma: para ajustar la naturaleza de lo otro, difícil de mezclar, a la de lo mismo, utilizó la violencia y las mezcló con el ser. Después de unir los tres componentes, dividió el conjunto resultante en tantas partes como era conveniente, cada una mezclada de lo mismo y de lo otro y de ser. Comenzó a dividir así: primero, extrajo una parte de todo; a continuación, sacó una porción el doble de ésta posteriormente tomó la tercera porción, que era una vez y media la segunda y tres veces la primera; y la cuarta, el doble de la segunda, y la quinta, el triple de la tercera, y la sexta, ocho veces la primera, y, finalmente, la séptima, veintisiete veces la primera. Después, llenó los intervalos dobles y triples, cortando aún porciones de la mezcla originaria y colocándolas entre los trozos ya cortados, de modo que en cada intervalo hubiera dos medios, uno que supera y es superado por los extremos en la misma fracción, otro que supera y es superado por una cantidad numéricamente igual. Después de que entre los primeros intervalos se originaran de estas conexiones los de tres medios, de cuatro tercios y de nueve octavos, llenó todos los de cuatro tercios con uno de nueve octavos y dejó un resto en cada uno de ellos cuyos términos tenían una relación numérica de doscientos cincuenta y seis a doscientos cuarenta y tres. De esta manera consumió completamente la mezcla de la que había cortado todo esto. A continuación, partió a lo largo todo el compuesto, y unió las dos mitades resultantes por el centro, formando una X. Después, dobló a cada mitad en círculo, hasta unir sus respectivos extremos en la cara opuesta al punto de unión de ambas partes entre sí y les imprimió un movimiento de rotación uniforme. Colocó un círculo en el interior y otro en el exterior y proclamó que el movimiento exterior correspondía a la naturaleza de lo mismo y el interior a la de lo otro. Mientras a la revolución de lo mismo le imprimió un movimiento giratorio lateral hacia la derecha, a la de lo otro la hizo girar en diagonal hacia la izquierda y dio el predominio a la revolución de lo mismo y semejante; pues la dejó única e indivisa, en tanto que cortó la interior en seis partes e hizo siete círculos desiguales. Las revoluciones resultantes estaban a intervalos dobles o triples entre sí y había tres intervalos de cada clase. El demiurgo ordenó que los círculos marcharan de manera contraria unos a otros, tres con una velocidad semejante, los otros cuatro de manera desemejante entre sí y con los otros tres, aunque manteniendo una proporción.

Una vez que, en opinión de su hacedor, toda la composición del alma hubo adquirido una forma racional, éste entramó todo lo corpóreo dentro de ella, para lo cual los ajustó reuniendo el centro del cuerpo con el del alma. Ésta, después de ser entrelazada por doquier desde el centro hacia los extremos del universo y cubrirlo exteriormente en círculo, se puso a girar sobre sí misma y comenzó el gobierno divino de una vida inextinguible e inteligente que durará eternamente. Mientras el cuerpo del universo nació visible, ella fue generada invisible, partícipe del razonamiento y la armonía, creada la mejor de las criaturas por el mejor de los seres inteligibles y eternos. Puesto que el dios la compuso de estos tres elementos –la naturaleza de lo mismo, la de lo otro y el ser–, la dividió proporcionalmente y después la unió, cuando [el alma], al girar sobre sí misma, toma contacto con algo que posee una esencia divisible o cuando lo hace con algo que la tiene indivisible, dice, moviéndose en su totalidad, a qué es, eventualmente, idéntico, de qué difiere o de qué es relativo y, más precisamente, cómo y de qué manera y cuándo sucede que un objeto particular es relativo a o afectado por otro objeto del mundo del devenir o del de los entes eternos e inmutables. Cuando en el ámbito de lo sensible tiene lugar el razonamiento verdadero y no contradictorio sobre lo que es diverso o lo que es idéntico, que se traslada sin sonido ni voz a través de lo que se mueve a si mismo, y cuando el círculo de lo otro, en una marcha sin desviaciones, lo anuncia a toda su alma, entonces se originan opiniones y creencias sólidas y verdaderas, pero cuando el razonamiento es acerca de lo inteligible y el círculo de lo mismo con un movimiento suave anuncia su contenido, resultan, necesariamente, el conocimiento noético y la ciencia. Si alguna vez alguien dijere que aquello en que ambos surgen es algo que no sea el alma, dirá cualquier cosa, menos la verdad.

Cuando su padre y progenitor vio que el universo se movía y vivía como imagen generada de los dioses eternos, se alegró y, feliz, tomó la decisión de hacerlo todavía más semejante al modelo. Entonces, como éste es un ser viviente eterno, intentó que este mundo lo fuera también en lo posible. Pero dado que la naturaleza del mundo ideal es sempiterna y esta cualidad no se le puede otorgar completamente a lo generado, procuró realizar una cierta imagen móvil de la eternidad y, al ordenar el cielo, hizo de la eternidad que permanece siempre en un punto una imagen eterna que marchaba según el número, eso que llamamos tiempo. Antes de que se originara el mundo, no existían los días, las noches, los meses ni los años. Por ello, planeó su generación al mismo tiempo que la composición de aquél. Éstas son todas partes del tiempo y el «era» y el «será» son formas devenidas del tiempo que de manera incorrecta aplicamos irreflexivamente al ser eterno. Pues decimos que era, es y será, pero según el razonamiento verdadero sólo le corresponde el «es», y el «era» y el «será» conviene que sean predicados de la generación que procede en el tiempo –pues ambos representan movimientos, pero lo que es siempre idéntico e inmutable no ha de envejecer ni volverse más joven en el tiempo, ni corresponde que haya sido generado, ni esté generado ahora, ni lo sea en el futuro, ni en absoluto nada de cuanto la generación adhiere a los que se mueven en lo sensible, sino que estas especies surgen cuando el tiempo imita la eternidad y gira según el número –y, además, también lo siguiente: lo que ha devenido es devenido, lo que deviene está deviniendo, lo que devendrá es lo que devendrá y el no ser es no ser; nada de esto está expresado con propiedad. Pero ahora, quizá, no es el momento oportuno para buscar exactitud.

El tiempo, por tanto, nació con el universo, para que, generados simultáneamente, también desaparezcan a la vez, si en alguna ocasión tiene lugar una eventual disolución suya, y fue hecho según el modelo de la naturaleza eterna para que este mundo tuviera la mayor similitud posible con el mundo ideal pues el modelo posee el ser por toda la eternidad, mientras que éste es y será todo el tiempo completamente generado. La decisión divina de crear el tiempo hizo que surgieran el sol, la luna y los otros cinco cuerpos celestes que llevan el nombre de planetas para que dividieran y guardaran las magnitudes temporales. Después de hacer el cuerpo de cada uno de ellos, el dios los colocó en los circuitos que recorría la revolución de lo otro, siete cuerpos en siete circuitos, la luna en la primera órbita alrededor de la tierra, el sol, en la segunda sobre la tierra y el lucero y el que se dice que está consagrado a Hermes, en órbitas que giran a la misma velocidad que la del Sol pero con una fuerza contraria a él, razón por la que regularmente se superan unos a otros el sol, el planeta de Hermes y el lucero. Si alguien quisiera detallar dónde colocó los restantes planetas y todas las causas por las que así lo hizo, la argumentación, aunque secundaria, presentaría una dificultad mayor que la que merece su objeto. No obstante, quizá más tarde, con tranquilidad, podamos explicarlo de manera adecuada. Una vez que cada uno de los que eran necesarios para ayudar a crear el tiempo estuvo en la revolución que le correspondía y, tras sujetar sus cuerpos con vínculos animados, fueron engendrados como seres vivientes y aprendieron lo que se les ordenó, comenzaron a girar según la revolución de lo otro, que en un curso oblicuo cruza la de lo mismo y es dominada por ella. Unos recorren un círculo mayor y otros, uno menor; los del menor tienen revoluciones más rápidas, los del mayor más lentas. Como giran alrededor de la revolución de lo mismo, los más rápidos parecen ser superados por los más lentos, aunque en realidad los superan. Aquélla, como todos los círculos avanzan en dos direcciones opuestas al mismo tiempo, los retuerce en espiral y hace aparecer al que se aleja más lentamente de ella como si la siguiera más de cerca a ella que es la más rápida. Para que hubiera una medida clara de la lentitud y rapidez relativa en que se mueven las ocho revoluciones, el dios encendió una luz en el segundo circuito contando desde la tierra, la que actualmente llamamos sol, con la finalidad de que todo el cielo se iluminara completamente y los seres vivientes correspondientes participaran del número, en la medida en que lo aprendían de la revolución de lo mismo y semejante. Así y por estas razones, nacieron la noche y el día, el ciclo de tiempo de la unidad de revolución más racional. El mes se produce, cuando la luna, después de recorrer toda su órbita, supera al sol; el año, cuando el sol completa su revolución. Como tan sólo unos pocos entienden las revoluciones de los restantes, ni se las nombra ni, por medio de la observación, se hacen mediciones relativas, de modo que, en una palabra, no saben que sus caminos errantes de una magnitud enorme y maravillosamente variada son tiempo. Sin embargo, es posible comprender que, cuando las velocidades relativas de las ocho órbitas, medidas por el círculo de lo mismo en progresión uniforme, se completan simultáneamente y alcanzan el punto inicial, entonces el número perfecto de tiempo culmina el año perfecto. De esta manera y por estos motivos, fueron engendrados todos los cuerpos celestes que en sus marchas a través del cielo alcanzan un punto de retorno, para que el universo sea lo más semejante posible al ser vivo perfecto e inteligible en la imitación de la naturaleza eterna.

A pesar de que ya el demiurgo había completado todo lo demás en lo que atañe a la similitud con aquello a lo que se asemejaba, hasta la generación del tiempo inclusive, el universo todavía no poseía en su interior todos los animales generados, en lo que aún era disímil. Este resto lo llevó a cabo estampando una impresión en la naturaleza de la copia. Pensó, pues, que este mundo debía tener en sí especies de una cualidad tal y en tanta cantidad como el intelecto ve que hay en el ser viviente ideal. Hay, ciertamente, cuatro: una es el género celeste de los dioses, otra el alado y de los animales que surcan el aire; la tercera es el género acuático y la cuarta corresponde al que marcha sobre los pies y a los animales terrestres. Hizo la mayor parte de la forma de lo divino de fuego para que fuera el género más bello y más luminoso para la vista, y lo construyó perfectamente circular, semejante al universo. Lo colocó en la inteligencia de lo excelso, para que lo siguiera, y lo distribuyó por todo el cielo en círculo, de modo que fuera un verdadero adorno bordado en toda su superficie. A cada uno le dio dos movimientos, uno en lo mismo y según lo mismo, para que piense para sí siempre lo mismo acerca de lo mismo, el otro hacia adelante, dominado por la revolución de lo mismo y semejante, pero inmóvil y fijo respecto de los cinco movimientos, para que cada uno de ellos llegara a ser lo más perfecto posible. Por esta causa, por tanto, surgieron las estrellas fijas, que son seres vivos divinos e inmortales que giran según lo mismo en el mismo punto y permanecen siempre. Las que tienen un punto de retorno y un curso errático, como fue descrito más arriba, nacieron como fue dicho. Construyó la tierra para que sea nodriza nuestra y, por medio de su rotación alrededor del eje que se extiende a través del universo, guardia y artesana de la noche y del día, la primera y más anciana de las divinidades que hay en el universo. Sería un esfuerzo vano nombrar sin representaciones visuales las danzas corales de estas últimas, sus mutuas conjunciones, el retorno de las órbitas sobre sí mismas y sus avances y qué dioses se unen en los encuentros y cuántos se oponen, y en qué y después de qué tiempos se nos ocultan colocándose uno delante de otro y, al reaparecer, producen temor, y dan signos de lo que ha de suceder a los que no son capaces de calcular. Sea éste, por tanto, un final adecuado para estos asuntos y para lo dicho acerca de la naturaleza de los dioses visibles y generados.

Decir y conocer el origen de las otras divinidades es una tarea que va más allá de nuestras fuerzas. Hay que creer, por consiguiente, a los que hablaron antes, dado que en tanto descendientes de dioses, como afirmaron, supongo que al menos conocerían bien a sus antepasados. No es posible, entonces, desconfiar de hijos de dioses, aunque hablen sin demostraciones probables ni necesarias, sino, siguiendo la costumbre, debemos creerles cuando dicen que relatan asuntos familiares. Aceptemos y refiramos pues el origen de los dioses tal como lo exponen ellos. Océano y Tetis fueron hijos de Gea y Urano, de ellos nacieron Forcis, Cronos, Rea y todos los de su generación; de Cronos y Rea, Zeus, Hera y todos los que sabemos que son llamados sus hermanos y, además, los restantes que son descendientes de éstos. Después de que nacieran todos los dioses que marchan de manera visible y todos los que aparecen cuando quieren, el creador de este universo les dijo lo siguiente: «Dioses hijos de dioses, las obras de las que soy artesano y padre, por haberlas yo generado, no se destruyen si yo no lo quiero. Por cierto, todo lo atado puede ser desatado, pero es propio del malvado el querer desatar lo que está construido de manera armónicamente bella y se encuentra en buen estado. No sois en absoluto ni inmortales ni indisolubles porque habéis nacido y por las causas que os han dado nacimiento; sin embargo, no seréis destruidos ni tendréis un destino mortal, porque habéis obtenido en suerte el vínculo de mi decisión, aún mayor y más poderoso que aquellos con los que fuisteis atados cuando nacisteis. Ahora, enteraos de lo que os he de mostrar. Hay tres géneros mortales más que aún no han sido engendrados. Si éstos no llegan a ser, el universo será imperfecto, pues no tendrá en él todos los géneros de seres vivientes y debe tenerlos si ha de ser suficientemente perfecto. Pero si nacieran y participaran de la vida por mi intermedio, se igualarían a los dioses. Entonces, para que sean mortales y este universo sea realmente un todo, aplicaos a la creación de los seres vivos de acuerdo con la naturaleza e imitad mi poder en vuestra generación. Comenzaré por plantar la simiente de lo que conviene que haya en ellos del mismo nombre que los inmortales, dado que es llamado divino y gobierno en los que quieren obedecer siempre a la justicia y a vosotros, y os lo entregaré. Vosotros haréis el resto, entretejiendo lo mortal con lo inmortal. Engendrad seres vivientes, alimentadlos, hacedlos crecer y recibidlos nuevamente cuando mueran.»

Dijo esto y vertió nuevamente en el recipiente, en el que antes había mezclado el alma del universo, los restos de la mezcla anterior y los mezcló de una manera que era en cierto sentido igual, aunque ya no eran igualmente puros, sino que poseían una pureza de segundo y tercer grado. Una vez que hubo compuesto el conjunto, lo dividió en un número de almas igual a los cuerpos celestes y distribuyó una en cada astro. Después de montarlas en una especie de carruaje, les mostró la naturaleza del universo y les proclamó las leyes del destino. Todas tendrían prescrita una primera y única generación, para que nadie fuera perjudicado por él. Después de implantadas en los instrumentos del tiempo correspondientes a cada una, deberían nacer en el más piadoso de los animales, pero, puesto que la naturaleza humana es doble, tal género mejor sería el que luego se habría de llamar hombre. Cuando se hubieran necesariamente implantado en cuerpos, al entrar o salir, deberían tener, primero, una única percepción connatural a todas producida por cambios violentos; en segundo lugar, amor mezclado con placer y dolor; además, temor e ira y todo lo relacionado con ellos y cuanto por naturaleza se les opone. Si los dominaran, habrían de vivir con justicia, pero si fueran dominados, en injusticia. El que viviera correctamente durante el lapso asignado, al retornar a la casa del astro que le fuera atribuido, tendría la vida feliz que le corresponde, pero si fallara en esto, cambiaría a la naturaleza femenina en la segunda generación; y si en esa vida aún no abandonara el vicio, sufriría una metamorfosis hacia una naturaleza animal semejante a la especie del carácter en que se hubiera envilecido. Sometido al cambio, no dejaría de sufrir si, conjuntamente con la revolución de lo mismo y semejante que hay en él, no controlara la gran multitud de ruidos e irracional hecha de fuego, agua, aire y tierra que le ha nacido como un agregado posterior y, tras haberla dominado con el razonamiento, no llegara a la forma de la primera y mejor actitud moral. Después de establecer estas leyes para no ser culpable luego del vicio de cada una, las plantó, unas, en la tierra, otras, en la luna y las demás, en los restantes instrumentos del tiempo. Tras la siembra, encargó a los dioses jóvenes plasmar los cuerpos mortales y comenzar a hacer cuanto aún restaba por generar del alma humana y todo lo relacionado con ello, y gobernar en la medida de lo posible de la manera más bella y mejor al animal mortal, para que no se convirtiera en culpable de sus males.

Una vez que hubo dispuesto lo que antecede, retornó a su actitud
habitual. Mientras permanecía en ella, sus hijos, después de meditar
sobre la orden del padre, la llevaron a cabo. Tomaron el principio inmortal
del viviente mortal e imitaron al que los había creado. Tomaron prestadas
del universo porciones de fuego y tierra, agua y aire –porciones que posteriormente
le deberían ser devueltas– y las unieron y pegaron, no con los vínculos
indisolubles que ellos mismos poseían, sino que las ensamblaron con numerosos
nexos invisibles por su pequeñez. Hicieron de todo un cuerpo individual
y ataron las revoluciones del alma inmortal a un cuerpo sometido a flujos y
reflujos. Éstas, atadas a la gran corriente, ni dominaban ni eran dominadas,
eran movidas con violencia y con violencia movían, de modo que todo el
animal se movía y, de manera desordenada e irracional, avanzaba sin dirección
porque poseía los seis movimientos. En efecto, iba hacia adelante y hacia
atrás, hacia la derecha y la izquierda y hacia arriba y hacia abajo y
erraba en todas direcciones según los seis lugares. Aunque la ola alimenticia
que fluía y refluía era grande, los procesos desatados por lo
que se introducía ocasionaban una conmoción todavía mayor,
cuando el cuerpo de alguien chocaba con un fuego ajeno exterior, con la solidez
corpórea de la tierra o con el deslizamiento húmedo de las aguas
o era atrapado por un huracán de vientos movidos por el aire, y, los
movimientos que éstos suscitaban, tras transmitirse a todo el cuerpo,
afectaban el alma. Por eso, más tarde se denominó a estos procesos
percepciones y aún hoy se los llama así. En ese momento en particular,
producían un movimiento extremadamente intenso y muy violento, porque,
conjuntamente con la corriente que afluía de modo continuo, movían
y agitaban las revoluciones del alma con violencia. Al fluir en sentido contrario
a la revolución de lo mismo, la encadenaron completamente y le impidieron
gobernar y marchar. Asimismo, convulsionaron totalmente la revolución
de lo otro, de modo que los intervalos dobles y triples, tres de cada clase,
y los medios y uniones de tres medios, cuatro tercios y nueve octavos –como
no eran completamente disolubles, excepto por el que los había unido–
se retorcieron completamente y sus círculos se rompieron y destruyeron
cuando era posible, de forma que, aunque, mantenidos unidos con dificultad,
se movían, lo hacían de manera desordenada, unas veces enfrentados,
otras oblicuos, otras de espaldas; como cuando uno, acostado boca arriba, con
la cabeza sobre la tierra, levanta los pies y los apoya sobre algo; entonces,
al que lleva a cabo esta acción y a los que lo ven se les aparecerá
respectivamente a cada uno lo derecho del otro izquierdo y lo izquierdo, derecho.
Si las revoluciones sufren con violencia estos y otros procesos semejantes,
cuando se encuentran con un objeto exterior del género de lo mismo o
de lo otro, anuncian de manera contraria a lo verdadero lo que es igual y lo
diferente de él y se vuelven mentirosas y carentes de inteligencia. En
ese momento, ninguna de las dos revoluciones es jefe ni guía.

Cuando algunas sensaciones provenientes del exterior asaltan las revoluciones
del alma y las arrastran junto con toda la cavidad del alma, entonces, aunque
dominadas, parecen dominar. Por todos estos fenómenos, tanto ahora como
al comienzo, cuando el alma es atada al cuerpo mortal, en un primer momento
se vuelve irracional. Pero cuando la afluencia de crecimiento y alimentación
es menor y, al pasar el tiempo, las revoluciones, tranquilizadas, retoman y
restablecen su camino, las órbitas, que se han corregido y reinsertado
en el curso que recorre cada uno de los círculos y anuncian correctamente
lo igual y lo diferente, hacen que se vuelva prudente el que ha llegado a poseerlas.
En caso de que se reciba, además, una correcta formación educativa,
se llegará a ser completamente sano, puesto que se habrá evitado
la enfermedad más grave. Pero cuando uno se descuida y lleva una forma
de vida coja, como un no iniciado e insensato, retorna al Hades. Mas este discurso
tendrá lugar más tarde en alguna ocasión; acerca de lo
planteado ahora debemos discurrir con mayor exactitud y también lo anterior
a este asunto: sobre los cuerpos, la generación de sus partes, y respecto
del alma, por qué causas y con qué intenciones los dioses la engendraron,
todo lo cual, si nos atenemos a lo más probable de manera consecuente,
debemos tratarlo como sigue.

Para imitar la figura del universo circular, ataron las dos revoluciones
divinas a un cuerpo esférico, al que en la actualidad llamamos cabeza,
el más divino y el que gobierna todo lo que hay en nosotros. Los dioses
reunieron todas las partes del cuerpo y se las entregaron para que se sirviera
de él porque habían decidido que debía poseer todos los
movimientos que iba a haber. Se lo dieron como ágil vehículo para
que, al rodar sobre tierra que tuviera variadas elevaciones y depresiones, no
careciera de medios para superar las unas y salir de las otras. Por eso, el
cuerpo recibió una extensión y, cuando dios concibió su
modo de traslación, le nacieron cuatro miembros extensibles y flexibles
con cuya ayuda y sostén llegó a ser capaz de marchar por todas
partes con la morada de lo más divino y sagrado encima de nosotros. Así,
y por estas razones, les nacieron a todos piernas y manos. Los dioses concedieron
el peso principal de la traslación a la parte anterior del cuerpo, porque
la consideraban más valiosa y más digna de ejercer el mando que
la posterior. Ciertamente, era necesario que la parte delantera del cuerpo humano
se diferenciara y distinguiera de la trasera. Por ello, primero pusieron la
cara en el recipiente de la cabeza, le ataron los instrumentos necesarios para
la previsión del alma y dispusieron que lo anterior por naturaleza poseyera
el mando. Los primeros instrumentos que construyeron fueron los ojos portadores
de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego
que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron
que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través
de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente
su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más
espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual,
entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en
línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín, donde
quiera que el rayo proveniente del interior coincida con uno de los externos.
Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes 49, siempre
que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, transmite sus
movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción
que denominamos visión.

Cuando al llegar la noche el fuego que le es afín se marcha, el
de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo desemejante muta y
se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de fuego.
Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño, pues los dioses
idearon una protección de la visión, los párpados. Cuando
se cierran, se bloquea la potencia del fuego interior que disminuye y suaviza
los movimientos interiores y cuando éstos se han suavizado, nace la calma,
y cuando la calma es mucha, el que duerme tiene pocos sueños. Pero cuando
quedan algunos movimientos de mayor envergadura, según sea su cualidad
y los lugares en los que quedan, así es el tipo y la cantidad de las
copias interiores que producen y que, al despertar, recordamos como imágenes
exteriores. No es nada difícil comprender la formación de imágenes
en los espejos y en todo lo que es reflectante y liso. En efecto, fenómenos
semejantes tienen lugar necesariamente por la combinación de los dos
fuegos, el interior y el exterior, porque el fuego del rostro [que se refleja]
se funde con el fuego de la vista en la superficie lisa y brillante una vez
que en ésta se ha originado un fuego que sufre múltiples distorsiones.
Lo que se encuentra a la izquierda aparece a la derecha porque, contra lo que
es usual en el choque de los rayos, las partes entran en contacto con las partes
opuestas de la visión. Contrariamente, lo que está a la derecha
aparece a la derecha y lo que se encuentra a la izquierda, a la izquierda, cuando
la luz cambia de posición al unirse con el otro rayo, esto es, cuando
la superficie pulida de los espejos está curvada hacia arriba en ambos
lados y desplaza la parte derecha hacia la izquierda de la visión y la
otra parte, hacia la derecha. Si se retuerce el espejo longitudinalmente a la
cara, todo aparece cabeza abajo, desplazando la parte inferior del brillo hacia
arriba y la superior hacia abajo.

Todas éstas son — causas —- auxiliares de las que se sirvió dios al realizar la idea de lo mejor según la posibilidad. La mayoría cree que lo que enfría o calienta, solidifica o funde y cuanto. Produce efectos semejantes no son causas secundarias sino las causas efectivas de todo. Sin embargo, carecen absolutamente de raciocinio e inteligencia. En efecto, hay que afirmar que el alma es el único ser al que le corresponde tener inteligencia –pues ésta es invisible, mientras que el fuego, el agua, la tierra y el aire son todos cuerpos visibles– y el que ama el espíritu y la ciencia debe investigar primero las causas de la naturaleza inteligente y, en segundo lugar, las que pertenecen a los seres que son movidos por otros y a su vez mueven necesariamente a otros. Por cierto, nosotros debemos actuar de la misma manera. Es necesario que tratemos ambos géneros de causas por separado las que conjuntamente con la razón son artesanas de lo bello y bueno y cuantas carentes de inteligencia son origen de lo desordenado casual en todos los procesos. Ya hemos tratado, pues, las causas auxiliares adicionales de los ojos que colaboran para que alcancen la capacidad que ahora poseen. A continuación tenemos que considerar su utilidad principal, por la que dios nos los obsequió. Ciertamente, la vista, según mi entender, es causa de nuestro provecho más importante, porque ninguno de los discursos actuales acerca del universo hubiera sido hecho nunca si no viéramos los cuerpos celestes ni el sol ni el cielo. En realidad, la visión del día, la noche, los meses, los períodos anuales, los equinoccios y los giros astrales no sólo dan lugar al número, sino que éstos nos dieron también la noción de tiempo y la investigación de la naturaleza del universo, de lo que nos procuramos la filosofía. Al género humano nunca llegó ni llegará un don divino mejor que éste. Por tal afirmo que éste es el mayor bien de los ojos. Y de lo restante que proveen, de menor valor, aquello que alguien no amante de la sabiduría lamentaría en vano si hubiera perdido la vista, ¿qué podríamos ensalzar? Por nuestra parte, digamos que la visión fue producida con la siguiente finalidad: dios descubrió la mirada y nos hizo un presente con ella para que la observación de las revoluciones de la inteligencia en el cielo nos permitiera aplicarlas a las de nuestro entendimiento, que les son afines, como pueden serlo las convulsionadas a las imperturbables, y ordenáramos nuestras revoluciones errantes por medio del aprendizaje profundo de aquéllas, de la participación en la corrección natural de su aritmética y de la imitación de las revoluciones completamente estables del dios. Y acerca de la voz y el oído, otra vez el mismo razonamiento: nos fueron concedidos por los dioses por las mismas razones y con la misma finalidad. Pues el lenguaje tiene la misma finalidad, ya que contribuye en su mayor parte a lo mismo y, a su vez, cuanto de la música utiliza la voz para ser escuchado ha sido dado por la armonía. Ésta, como tiene movimientos afines a las revoluciones que poseemos en nuestra alma, fue otorgada por las Musas al que se sirve de ellas con inteligencia, no para un placer irracional, como parece ser utilizada ahora, sino como aliada para ordenar la revolución disarmónica de nuestra alma y acordarla consigo misma. También nos otorgaron el ritmo por las mismas razones, como ayuda en el estado sin medida y carente de gracia en el que se encuentra la mayoría de nosotros.

La descripción anterior, salvo unos pocos detalles, constituye la demostración de lo que ha sido creado por la inteligencia. Debemos adjuntarle también lo que es producto de la necesidad. El universo nació, efectivamente, por la combinación de necesidad e inteligencia. Se formó al principio por medio de la necesidad sometida a la convicción inteligente, ya que la inteligencia se impuso a la necesidad y la convenció de ordenar la mayor parte del devenir de la mejor manera posible. Por tanto, una exposición de cómo se originó realmente según estos principios debe combinar también la especie de la causa errante en tanto forma natural de causalidad. Debemos reiniciar, por ello, nuestra tarea y, tal como hicimos anteriormente, empezar ahora otra vez desde el principio, adoptando un nuevo punto de partida adecuado a esta perspectiva. Tenemos que considerar la naturaleza del fuego, agua, aire y tierra y su estado antes de la creación del universo, pues creo que nadie hasta ahora reveló su origen, sino que como si nos dirigiéramos a quienes ya saben lo que es el fuego y cada uno de ellos, los llamamos principios y los hacemos elementos del universo, aunque quienquiera que tenga un poco de inteligencia debería utilizar dicha similitud sólo de manera aproximada y no como si se tratara de tipos de sílaba. Pues bien, nuestra posición es la siguiente. Ahora no he de hablar ni de principio ni de principios de todas las cosas ni de lo que me parece acerca de ellos, no por nada, sino por lo difícil que es demostrar lo que creo en la forma presente de exposición y ni vosotros creéis que sea necesario que yo lo diga, ni yo sería capaz de convencerme a mí mismo de que actuaría correctamente si me propusiera tamaña empresa. Teniendo presente lo dicho al comienzo de la exposición respecto de las características de los discursos probables, intentaré uno no menos probable que ningún otro, sino más, y procuraré disertar acerca de cada uno de los elementos en particular y acerca del conjunto, tomando un punto de partida anterior al usual. Recomencemos el discurso, después de invocar también ahora al principio de nuestra disertación al dios protector para que nos conduzca sanos y salvos de esta exposición rara y desacostumbrada a la doctrina probable.

El comienzo de nuestra exposición acerca del universo, por tanto,
debe estar articulado de una manera más detallada que antes. Entonces
diferenciamos dos principios, mientras que ahora debemos mostrar un tercer tipo
adicional. En efecto, dos eran suficientes para lo dicho antes, uno supuesto
como modelo, inteligible y que es siempre inmutable, el segundo como imagen
del modelo, que deviene y es visible. En aquel momento, no diferenciamos una
tercera clase porque consideramos que estas dos iban a ser suficientes. Ahora,
sin embargo, el discurso parece estar obligado a intentar aclarar con palabras
una especie difícil y vaga. ¿Qué características
y qué naturaleza debemos suponer que posee? Sobre todas, la siguiente:
la de ser un receptáculo de toda la generación, como si fuera
su nodriza. Aunque lo dicho es verdadero, deberíamos hablar con mayor
propiedad acerca de él, lo que no es fácil, especialmente porque
hay que comenzar con las dificultades preliminares acerca del fuego y de los
otros elementos por lo siguiente: porque es difícil decir acerca de cada
uno de ellos a cuál se le aplica con más propiedad el nombre de
agua que el de fuego o a cuál qué nombre más que todos
o uno en particular, de tal modo que se use un discurso fiable y sólido.
¿Cómo trataríamos, entonces, esto mismo de manera probable
y de qué manera y planteándonos qué problemas?

En primera instancia, tomemos lo que acabamos de denominar agua. Vemos
que cuando se solidifica, así creemos, se convierte en piedras y tierras,
pero cuando se disuelve y separa, se convierte en viento y aire, y el aire,
cuando se quema, en fuego, y el fuego se vuelve a combinar, se apaga y retorna
a la forma del aire, y el aire torna a reunirse y condensarse en nube y niebla
y de éstas, que se concentran todavía más, fluye el agua;
del agua, nuevamente, tierra y piedras y así, como parece, se dan nacimiento
en ciclo unos a otros. Por cierto, si ninguno de éstos se manifiesta
nunca de la misma manera, ¿cómo no se pondría en ridículo
quien afirmara sin reservas que cualquiera de ellos es éste y no otro?
Imposible; es mucho más seguro hablar acerca de ellos suponiendo lo siguiente:
cuando vemos que algo se convierte permanentemente en otra cosa, por ejemplo
el fuego, no hay que denominarlo en toda ocasión 'este' fuego, sino siempre
'lo que posee tal cualidad' y no 'este' agua, sino siempre 'lo que tiene tal
característica', ni hay que tratar jamás nada de aquello para
lo que utilizamos los términos 'eso' y 'esto' para su designación,
en la creencia de que mostramos algo, como si poseyera alguna estabilidad, puesto
que lo que no permanece rehuye la aseveración del 'eso' y el 'esto' y
la del 'para esto' y toda aquella que lo designe como si tuviera una cierta
permanencia'.

Pero si bien no es posible llamar a cada uno de ellos 'esto', lo que
tiene tales características y permanece siempre semejante en el ciclo
de las mutaciones puede ser denominado según las cualidades que posee,
y así es fuego lo que posee en todo momento tal rasgo e, igualmente,
todo lo generado. Sólo aquello en lo que continuamente aparece cada uno
de ellos al nacer y en lo que nuevamente desaparece, debe ser nombrado por medio
de 'esto' y 'eso', pero a nada de lo que tiene alguna cualidad, calor o blancura
o cualquiera de los contrarios y todo lo que proviene de éstos, se le
puede aplicar la denominación de 'aquello'. Mas tengo que intentar [hablar]
expresamente de manera más clara todavía acerca de eso. Bien,
si alguien modelara figuras de oro y las cambiara sin cesar de unas en otras,
en caso de que alguien indicara una de ellas y le preguntase qué es,
lo más correcto con mucho en cuanto a la verdad sería decir que
es oro –en ningún caso afirmar que el triángulo y todas las otras
figuras que se originan poseen existencia efectiva, puesto que cambian mientras
hace dicha afirmación– y contentarse si eventualmente aceptan con alguna
certeza la designación de «lo que tiene tal característica». El
mismo razonamiento vale también para la naturaleza que recibe todos los
cuerpos.

Debemos decir que es siempre idéntica a sí misma, pues
no cambia para nada sus propiedades. En efecto, recibe siempre todo sin adoptar
en lo más mínimo ninguna forma semejante a nada de lo que entra
en ella, dado que por naturaleza subyace a todo como una masa que, por ser cambiada
y conformada por lo que entra, parece diversa en diversas ocasiones; y tanto
lo que ingresa como lo que sale son siempre imitaciones de los seres, impresos
a partir de ellos de una manera difícil de concebir y admirable que investigaremos
más adelante. Ciertamente, ahora necesitamos diferenciar conceptualmente
tres géneros: lo que deviene, aquello en lo que deviene y aquello a través
de cuya imitación nace lo que deviene. Y también se puede asemejar
el recipiente a la madre, aquello que se imita, al padre, y la naturaleza intermedia,
al hijo, y pensar que, de manera similar, cuando un relieve ha de ser de una
gran variedad, el material en que se va a realizar el grabado estaría
bien preparado sólo si careciera de todas aquellas formas que ha de recibir
de algún lugar. Si fuera semejante a algo de lo que entra en él,
al recibir lo contrario o lo que no está en absoluto relacionado con
eso, lo imitaría mal porque manifestaría, además, su propio
aspecto. Por tanto, es necesario que se encuentre exento de todas las formas
lo que ha de tomar todas las especies en sí mismo. Como sucede en primera
instancia con los óleos perfumados artificialmente, se hace que los líquidos
que han de recibir los perfumes sean lo más inodoros posible.

Los que intentan imprimir figuras en algún material blando no
permiten en absoluto que haya ninguna figura, sino que lo aplanan primero y
lo dejan completamente liso. Igualmente corresponde que lo que va a recibir
a menudo y bien en toda su extensión imitaciones de los seres eternos
carezca por naturaleza de toda forma. Por tanto, concluyamos que la madre y
receptáculo de lo visible devenido y completamente sensible no es ni
la tierra, ni el aire, ni el fuego ni el agua, ni cuanto nace de éstos
ni aquello de lo que éstos nacen. Si afirmamos, contrariamente, que es
una cierta especie invisible, amorfa, que admite todo y que participa de, la
manera más paradójica y difícil de comprender de lo inteligible,
no nos equivocaremos. En la medida en que sea posible alcanzar a comprender
su naturaleza a partir de lo expuesto, uno podría expresarse de la siguiente
manera: la parte de él que se está quemando se manifiesta siempre
como fuego, la mojada, como agua; como tierra y aire, en tanto admite imitaciones
de éstos. Pero, ciertamente, debemos investigarlos intentando dar una
definición más precisa de aquello que habíamos definido
como «lo que tiene tales características». ¿Acaso el fuego es
algo en sí y todo aquello a lo que hacemos referencia en el lenguaje
tiene una entidad independiente?, ¿o lo que vemos y cuanto percibimos
a través del cuerpo, es lo único que posee una realidad semejante,
y no hay, además de esto, nada en absoluto y en vano afirmamos que hay
una forma inteligible de cada objeto, puesto que esto sería una mera
palabra? En verdad, no es correcto que, mientras dejo el asunto presente sin
juicio ni resolución, hable y afirme que es así, ni tampoco debo
añadir un largo excurso a una larga exposición. Lo más
oportuno sería que surgiera una definición relevante de pocas
palabras. Por lo tanto, yo, al menos, hago el siguiente voto. Si se dan como
dos clases diferenciadas la inteligencia y la opinión verdadera, entonces
poseen una existencia plena e independiente estas cosas en sí –ideas
no perceptibles de manera sensible por nosotros, sino sólo captables
por medio de la inteligencia–. Pero si, como les parece a algunos, la opinión
verdadera no se diferencia en nada de la inteligencia, hay que suponer que todo
lo que percibimos por medio del cuerpo es lo más firme. Sin embargo,
hay que sostener que aquéllas son dos, dado que tienen diferente origen
y son disímiles.

En efecto la una surge en nosotros por medio de la enseñanza razonada
y la otra es producto de la persuasión convincente. Mientras la primera
va siempre acompañada del razonamiento verdadero, la segunda es irracional;
la una no puede ser alterada por la persuasión, mientras que la otra
está abierta a ella y hay que decir que aunque cualquier hombre participa
de esta última, de la inteligencia sólo los dioses y un género
muy pequeño de hombres. Si esto se da de esta manera, es necesario acordar
que una es la especie inmutable, no generada e indestructible y que ni admite
en sí nada proveniente de otro lado ni ella misma marcha hacia otro lugar,
invisible y, más precisamente, no perceptible por medio de los sentidos,
aquello que observa el acto de pensamiento. Y lo segundo lleva su mismo nombre
y es semejante a él, perceptible por los sentidos: generado, siempre
cambiante y que surge en un lugar y desaparece nuevamente, captable por la opinión
unida a la percepción sensible. Además, hay un tercer género
eterno, el del espacio, que no admite destrucción, que proporciona una
sede a todo lo que posee un origen, captable por un razonamiento bastardo sin
la ayuda de la percepción sensible, creíble con dificultad, y,
al mirarlo, soñamos y decimos que necesariamente todo ser está
en un lugar y ocupa un cierto espacio, y que lo que no está en algún
lugar en la tierra o en el cielo no existe. Cuando despertamos, al no distinguir
claramente a causa de esta pesadilla todo esto y lo que le está relacionado
ni definir la naturaleza captable solamente en vigilia y que verdaderamente
existe, no somos capaces de decir la verdad: que una imagen tiene que surgir
en alguna otra cosa y depender de una cierta manera de la esencia o no ha de
existir en absoluto, puesto que ni siquiera le pertenece aquello mismo en lo
que deviene, sino que esto continuamente lleva una representación de
alguna otra cosa. Además, el razonamiento exacto y verdadero ayuda a
lo que realmente es: que mientras uno sea una cosa y el otro, otra, al no generarse
nunca uno en otro, no han de llegar a ser uno y lo mismo y dos al mismo tiempo.

Por tanto, recapitulemos los puntos principales de mi posición: hay ser, espacio y devenir, tres realidades diferenciadas, y esto antes de que naciera el mundo. La nodriza del devenir mientras se humedece y quema y admite las formas de la tierra y el aire y sufre todas las otras afecciones relacionadas con éstas, adquiere formas múltiples y, como está llena de fuerzas disímiles que no mantienen un equilibrio entre sí, se encuentra toda ella en desequilibrio: se cimbrea de manera desigual en todas partes, es agitada por aquéllas y, en su movimiento, las agita a su vez. Los diferentes objetos, al moverse, se desplazan hacia diversos lugares y se separan distinguiéndose, como lo que es agitado y cernido por los cedazos de mimbre y los instrumentos utilizados en la limpieza del trigo donde los cuerpos densos y pesados se sedimentan en un lugar y los raros y livianos en otro. Entonces, los más disímiles de los cuatro elementos –que son agitados así por la que los admitió, que se mueve ella misma como instrumento de agitación–, se apartan más entre sí y los más semejante se concentran en un mismo punto, por lo cual, incluso antes de que el universo fuera ordenado a partir de ellos, los distintos elementos ocupaban diferentes regiones. Antes d e la creación, por cierto todo esto carecía de proporción y medida. Cuando dios se puso a ordenar el universo, primero dio forma y número al fuego, agua, tierra y aire, de los que, si bien había algunas huellas, se encontraban en el estado en que probablemente se halle todo cuando dios está ausente. Sea siempre esto lo que afirmamos en toda ocasión: que dios los compuso tan bellos y excelsos como era posible de aquello que no era así. Ahora, en verdad, debo intentar demostraros el orden y origen de cada uno de los elementos con un discurso poco habitual, pero que seguiréis porque por educación podéis recorrer los caminos que hay que atravesar en la demostración.

En primer lugar, creo que para cualquiera está más allá
de toda duda que fuego, tierra, agua y aire son cuerpos. Ahora bien, toda forma
corporal tiene también profundidad. Y, además, es de toda necesidad
que la superficie rodee la profundidad. La superficie de una cara plana está
compuesta de triángulos. Todos los triángulos se desarrollan a
partir de dos, cada uno con un ángulo recto y los otros agudos. Uno tiene
a ambos lados una fracción de ángulo recto dividido por lados
iguales, el otro partes desiguales de un ángulo recto atribuida a lados
desiguales. En nuestra marcha según el discurso probable acompañado
de necesidad, suponemos que éste es el principio del fuego y de los otros
cuerpos. Pero los otros principios anteriores a éstos los conoce dios
y aquél de entre los hombres que es amado por él. Ciertamente,
debemos explicar cuáles serían los cuatro cuerpos más perfectos,
que, aunque disímiles entre sí, podrían nacer unos de otros
cuando se desintegran. En efecto, si lo logramos, tendremos la verdad acerca
del origen de la tierra y el fuego y de sus medios proporcionales. Pues no coincidiremos
con nadie en que hay cuerpos visibles más bellos que éstos, de
los que cada uno representa un género particular. Debemos, entonces,
esforzarnos por componer estos cuatro géneros de cuerpos de extraordinaria
belleza y decir que hemos captado su naturaleza suficientemente. De los dos
triángulos, al isósceles le tocó en suerte una naturaleza
única, pero las de aquel cuyo ángulo recto está contenido
en lados desiguales fueron infinitas. Para un buen comienzo hay que hacer otra
elección, es necesario elegir en la clase de los triángulos de
infinitas formas aquel que sea el más perfecto.

El que eventualmente esté en condiciones de afirmar que el triángulo
por él escogido es el más bello para la composición de
los elementos, impondrá su opinión, puesto que no es un adversario,
sino un amigo. Por nuestra parte, nosotros dejamos los demás de lado
y suponemos que en la multiplicidad de los triángulos uno es el más
bello: aquel del que surge en tercer lugar el isósceles. Pero especificar
el porqué exige un razonamiento mayor y los premios amistosos yacen allí
para el que ponga a prueba esta afirmación y descubra que es así
efectivamente. Sean elegidos, por tanto, dos triángulos de los cuales
están construidos el cuerpo del fuego y el de los otros elementos: uno
de ellos isósceles, el otro con un lado mayor cuyo cuadrado es tres veces
el cuadrado del menor. Ahora, debemos precisar más lo que dijimos antes
de manera oscura. Pues los cuatro elementos parecían tener su origen
unos de otros, aunque esa apariencia era falsa, pues a pesar de que los cuatro
elementos nacen de los triángulos que hemos elegido, mientras tres derivan
de uno –el que tiene los lados desiguales–, el cuarto es el único que
se compone del triángulo isósceles. Por ende, no es posible que,
mediante la disolución de todos en todos, muchos pequeños den
origen a unos pocos grandes y viceversa; pero sí lo es en el caso de
tres elementos, porque cuando se disuelven los mayores de aquellos que por naturaleza
están constituidos por un tipo de triángulo, se componen muchos
pequeños a partir de ellos, que adoptan las figuras correspondientes
y, a su vez, cuando muchos pequeños se dividieran en triángulos,
al surgir una cantidad de volumen único, podría dar lugar a otra
forma grande. Ésta es, pues, nuestra teoría acerca de la génesis
de unos en otros.

A continuación deberíamos decir de qué manera se
originó la figura de cada uno de los elementos y a partir de la unión
de cuántos triángulos. En primer lugar, trataré la figura
primera y más pequeña cuyo elemento es el triángulo que
tiene una hipotenusa de una extensión del doble del lado menor. Cuando
se unen dos de éstos por la hipotenusa y esto sucede tres veces, de modo
que las hipotenusas y los catetos menores se orienten hacia un mismo punto como
centro, se genera un triángulo equilátero de los seis. La unión
de cuatro triángulos equiláteros según tres ángulos
planos genera un ángulo sólido, el siguiente del más obtuso
de los ángulos llanos. Cuatro ángulos de éstos generan
la primera figura sólida, que divide toda la superficie de la esfera
en partes iguales y semejantes. El segundo elemento se compone de los mismos
triángulos cuando se unen ocho triángulos equiláteros y
se construye un ángulo sólido a partir de cuatro ángulos
planos. Cuando se han generado seis de tales ángulos, se completa así
el segundo cuerpo. El tercer cuerpo nace de ciento veinte elementos ensamblados
y doce ángulos sólidos, cada uno rodeado de cinco triángulos
equiláteros planos y con veinte triángulos equiláteros
por base. La función de uno de los triángulos elementales se completó
cuando generó estos elementos; el triángulo isósceles,
por otra parte, dio nacimiento al cuarto elemento, por composición de
cuatro triángulos y reunión de sus ángulos rectos en el
centro para formar un cuadrilátero equilátero. La reunión
de seis figuras semejantes produjo ocho ángulos sólidos, cada
uno de ellos compuesto según tres ángulos planos rectos. La figura
del cuerpo creado fue cúbica con seis caras de cuadriláteros equiláteros.
Puesto que todavía había una quinta composición, el dios
la utilizó para el universo cuando lo pintó.

Si uno, al razonar sobre todo esto, tropezara con la natural dificultad de si se debe decir que los mundos son infinitos o de un número limitado, podría pensar, quizás, que el afirmar su infinitud es una doctrina de alguien que no conoce lo que debe; pero, por otra parte, si se encuentra en este punto sería más razonable que dudara si conviene afirmar alguna vez que es uno o en realidad son cinco. Si bien lo que nosotros exponemos según el discurso probable proclama que es por naturaleza un dios único, es probable que algún otro, al considerar otros aspectos, sostenga algo diferente. Pero ahora debemos dejar esto de lado, y atribuyamos los tipos de figuras que acaban de surgir en el discurso al fuego, tierra, agua y aire. Asignemos, pues, la figura cúbica a la tierra, puesto que es la menos móvil de los cuatro tipos y las más maleable de entre los cuerpos y es de toda necesidad que tales cualidades las posea el elemento que tenga las caras más estables. Entre los triángulos supuestos al comienzo, la superficie de lados iguales es por naturaleza más segura que la de lados desiguales y la superficie cuadrada formada por dos equiláteros está sobre su base necesariamente de forma más estable que un triángulo, tanto en sus partes como en el conjunto. Por tanto, si atribuimos esta figura a la tierra salvamos el discurso probable, y, además, de las restantes, al agua, la que con más dificultad se mueve; la más móvil, al fuego y la intermedia, al aire; y, otra vez, la más pequeña, al fuego, la más grande, al agua, y la mediana, al aire; y, finalmente, la más aguda, al fuego, la segunda más aguda, al aire y la tercera, al agua. En todo esto es necesario que la figura que tiene las caras más pequeñas sea por naturaleza la más móvil, la más cortante y aguda de todas en todo sentido, y, además, la más liviana, pues está compuesta del mínimo de partes semejantes, y que la segunda tenga estas mismas cualidades en segundo grado y la tercera, en tercero. Sea, pues, según el razonamiento correcto y el probable, la figura sólida de la pirámide elemento y simiente del fuego, digamos que la segunda en la generación corresponde al aire y la tercera, al agua. Debemos pensar que todas estas cosas son en verdad tan pequeñas que los elementos individuales de cada clase nos son invisibles por su pequeñez, pero cuando muchos se aglutinan, se pueden observar sus masas y, también, que en todas partes dios adecuó la cantidad, movimientos y otras características de manera proporcional y que todo lo hizo con la exactitud que permitió de buen grado y obediente la necesidad.

A partir de todo aquello cuyos géneros hemos descrito antes, muy probablemente se daría lo siguiente. Cuando el fuego choca con la tierra y con su agudeza la disuelve, ésta se trasladaría, ya sea que se hubiera diluido en el mismo fuego o en una masa de aire o de agua, hasta que sus partes se reencontraran en algún lugar, se volvieran a unir unas con otras y se convirtieran en tierra –pues nunca pasarían a otra especie–, pero si el agua es partida por el fuego, o también por el aire, es posible que surjan un cuerpo de fuego y dos de aire. Cuando se disuelve una porción de aire, sus fragmentos darían lugar a dos cuerpos de fuego. A la inversa, cuando el fuego, rodeado por el aire o el agua o alguna tierra, poco entre muchos, se mueve entre sus portadores, lucha y, vencido, se quiebra; dos cuerpos de fuego se combinan en una figura de aire; mas cuando el aire es vencido y fragmentado, de dos partes y media se forjará una figura entera de agua. Reflexionemos esto nuevamente así: cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquél –pues nada es capaz de cambiar a un género semejante e igual a él ni de sufrir nada a causa de lo que le es semejante e idéntico–, pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nace del fuego el aire y del aire, el agua. Pero siempre que se concentran y alguno de los restantes géneros los ataca y combate, no cesan de disolverse hasta que, batiéndose en retirada y dispersados, huyen hacia lo que es del mismo género, o, vencidos, de muchos cuerpos pequeños surge uno semejante al vencedor y permanece junto a él. Además, todos los elementos cambian de región por estos fenómenos. En efecto, la cantidad principal de cada uno de los elementos está separada en un lugar propio por el movimiento del receptáculo y cuando unos corpúsculos se diferencian de sí mismos para asemejarse a otros, se trasladan, a causa de la vibración existente, al lugar donde se encuentran los cuerpos a los que eventualmente se han asemejado.

Estas causas produjeron todos los cuerpos puros y primeros; pero también hay que mencionar como causa de que haya diversas variedades en sus especies la estructuración de cada uno de los elementos, ya que ésta al principio no sólo dio lugar a un tipo de triángulos de una única magnitud sino también a triángulos menores y mayores, cuyo número se correspondía con las variedades de las especies. Por tanto, dado que se mezclan entre sí y con otros, su variedad es infinita, de la que, por cierto, deben llegar a ser observadores los que han de utilizar un razonamiento probable acerca de la naturaleza.

Si no se acordara de qué manera y con qué se producen el movimiento y el reposo, surgirían muchas dificultades en el razonamiento que sigue. Acerca de ellos ya se dijeron algunas cosas, a las que, sin embargo, todavía hay que agregar lo siguiente: el movimiento nunca existirá donde haya un estado de equilibrio. Pues es difícil que se dé lo que ha de ser movido sin lo que ha mover o lo que ha de mover sin lo que ha de ser movido, más aún, es imposible. Si estos dos elementos no están presentes, no hay movimiento y es imposible que estén alguna vez en equilibrio. Así, pues, hemos de identificar el descanso con el equilibrio y el movimiento con el desequilibrio. La causa es, a su vez, la desigualdad de la naturaleza desequilibrada y ya hemos descrito el origen de la desigualdad. Pero no mencionamos de qué manera cada uno de los elementos, aunque separados en géneros, no cesa nunca de convertirse uno en otro y de trasladarse de un lugar a otro. Lo expondremos de la manera siguiente. Dado que la revolución del universo al incluir a los elementos es circular y por naturaleza tiende a retornar sobre sí misma, los mantiene juntos y no permite nunca que quede un espacio vacío. Por tanto, el fuego es lo que más se expande en todas direcciones, el aire en segundo lugar, porque es el segundo elemento más tenue por naturaleza y los restantes lo hacen de manera análoga; pues lo que se compone de partes mayores deja el mayor vacío en su estructura, lo que tiene partes menores, menos. La concentración de elementos durante la condensación empuja a los pequeños en los intersticios de los grandes. Cuando los pequeños están colocados junto a los grandes de tal modo que los menores separan a los mayores y éstos juntan a aquéllos, todos los elementos se cambian de posición de arriba a abajo, trasladándose a las regiones que les son propias. Pues cuando cada uno cambia su magnitud, cambia también de lugar. De esta manera, el origen del desequilibrio se preserva y produce continuamente el movimiento presente y futuro de estos cuerpos.

A continuación, debemos observar que hay muchas clases de fuego,
por ejemplo, la llama y lo que se desprende de la llama, que aunque no quema
proporciona luz a los ojos, y lo que queda de fuego en las ascuas tras apagarse
la llama. Del mismo modo, en lo que concierne al aire, uno, el más brillante,
lleva el nombre de éter, otro, el más turbio, es llamado niebla
y oscuridad y hay otras formas anónimas, nacidas a causa de la desigualdad
de los triángulos. Las clases de agua son dos, en primera instancia,
una líquida y otra fusible. Dado que el género líquido
participa de las clases pequeñas de agua, al ser éstas desiguales,
a causa de su desequilibrio y de la forma de su figura, puede moverse por sí
mismo o por la acción de otro agente. El que está formado de las
clases grandes y equilibradas, sólido y pesado a causa de su equilibrio,
es más estable que aquél; no obstante bajo la acción del
fuego que se le aproxima y lo diluye, pierde el equilibrio y, una vez que lo
ha destruido, participa más del movimiento. Cuando se ha hecho muy móvil,
el aire circundante lo empuja y extiende sobre la tierra.

Cada uno de estos fenómenos recibe una denominación, la
reducción de su dimensión, licuefacción, y la extensión
sobre la tierra, flujo. Cuando el fuego se retira nuevamente de allí,
como no sale al vacío, empuja al aire circundante, que comprime violentamente
la masa húmeda, que aún es muy móvil, hacia el lugar que
ocupaba el fuego, y la mezcla consigo mismo. La masa comprimida y nuevamente
equilibrada por el alejamiento del fuego, artífice del desequilibrio,
recupera su estado anterior. La liberación del fuego se llama enfriamiento
y se dice que la compresión que se produce cuando éste se aleja
es el estado sólido. De todos los tipos de agua que hemos denominado
fusibles, el más denso, nacido de las partículas más tenues
y homogéneas, único y de color amarillo brillante, es la posesión
más preciosa, el oro, que, una vez filtrado a través de la piedra,
se solidifica.

Un retoño del oro, muy duro por su densidad y negro, es llamado
adamante. El género que tiene partículas próximas al oro,
pero con más de una especie y con una densidad mayor que éste,
por participar de la tierra en una parte reducida, lo que lo hace más
duro, es, sin embargo, más liviano que él porque tiene en su interior
grandes intersticios; este género, compuesto de aguas brillantes y solidificadas,
es el cobre. Se denomina herrumbre a la parte de tierra que viene mezclada con
él y que se hace visible cuando ambos envejecen y se vuelven a separar.
Pero no es en absoluto difícil de comprender que distinga el resto de
tales especies el que investiga el género de los mitos probables, que
uno podría practicar en su vida como un juego moderado y prudente cuando,
para descansar de los discursos sobre los seres eternos, se dedica a los probables
acerca de la generación y alcanza un placer despreocupado. Así,
también nosotros dejaremos de lado ahora las especies restantes y expondremos
lo probable que viene a continuación. El agua mezclada con el fuego que
es tenue y líquida se llama líquida por el movimiento y el camino
por el que rueda sobre la tierra y, además, es blanda porque sus bases
ceden al ser menos estables que las de la tierra. Este agua, cuando está
separada del fuego y del aire y aislada, se vuelve más uniforme, se condensa
por los elementos que salen y, de esta manera, alcanza el estado sólido.
Cuando el agua se ha solidificado totalmente, si está en lo alto sobre
la tierra se llama granizo; si se encuentra directamente encima de la tierra,
hielo. Cuando aún no se ha hecho del todo sólida, la que está
en lo alto sobre la tierra se denomina nieve y la que está directamente
encima de la tierra, surgida del rocío, escarcha. Las clases de aguas
se entremezclan, por cierto, en su mayor parte. Cuando se filtran a través
de las plantas de la tierra se llaman humores, que son disímiles a causa
de las mezclas que los constituyen. Muchos conforman otros tantos géneros
anónimos, pero cuatro, todas ellas especies que contienen fuego y han
llegado a ser muy conocidas, recibieron un nombre: el género capaz de
dar calor al alma y al cuerpo, vino; el suave y capaz de cortar el rayo de la
vista y, por esto, de aspecto brillante y resplandeciente y de apariencia grasienta,
género aceitoso –la brea, el aceite de ricino, el aceite de oliva y
todo lo demás que posee la misma cualidad–; cuanto tiene la propiedad
de relajar los conductos bucales hasta su tamaño natural y proporciona
dulzura con esta capacidad, recibió el nombre general de miel; el que
disuelve la carne quemándola, un género espumoso, diverso de todos
los humores, es llamado jugo ácido.

Las especies de la tierra: una, filtrada a través del agua, se hace piedra de la siguiente manera. Cuando el agua entremezclada choca dentro de la mixtura, se convierte en aire y el aire producido vuela a su lugar propio. Como no hay vacío por encima de ellos, empuja al aire vecino. Éste, puesto que es pesado, cuando es empujado y derramado alrededor de la masa de la tierra, la comprime violentamente y la rechaza a la sede de donde subía el nuevo aire. La tierra, comprimida por el aire hasta hacerla insoluble al agua, se hace piedra; la transparente de partes iguales y uniformes es la más bella y la más fea, la contraria. La tierra a la que la rapidez del fuego ha extraído toda la humedad y ha hecho más frágil que aquélla es lo que llamamos arcilla. A veces, cuando queda humedad, se origina tierra fusible al fuego que, al enfriarse, se convierte en la piedra de color negro. Además, están los dos compuestos que, por el mismo procedimiento, se decantan de la mezcla de una gran cantidad de agua y están constituidos por partículas de tierra muy tenues; ambos son salados. Si, cuando se han vuelto semisólidos, el agua los disuelve nuevamente, uno, la soda, limpia el aceite y la tierra; el otro, que se adapta bien a la percepción gustativa, es la substancia salada, según el dicho, cuerpo querido al dios. Los compuestos que participan de ambos (agua y tierra), no solubles por el agua, pero sí por el fuego, se solidifican de la siguiente manera. Ni fuego ni aire disuelven masas de tierra; no es soluble por ellos porque, al ser sus partículas por naturaleza menores que la estructura de los vacíos de aquélla, atraviesan los grandes espacios sin violentarla ni diluirla.

Las partes del agua, puesto que por naturaleza son mayores, se abren paso con violencia y la diluyen. Así, el agua sólo disuelve la tierra que no está comprimida con violencia; a la compacta, empero, no la disuelve ningún elemento salvo el fuego; pues no queda posibilidad de ingreso para nada a excepción de éste. Cuando la concentración de agua se ha producido con suma violencia, la disuelve sólo el fuego, pero cuando es más débil, el fuego y el aire. Éste lo hace por los intersticios, aquél también por los triángulos. El aire que ha alcanzado una estructura fija por una acción violenta sólo puede ser disuelto en sus elementos constitutivos; el que se ha estructurado de manera no violenta es fusible sólo al fuego. Mientras el agua ocupa en los cuerpos mezclados de tierra y agua los intersticios de la tierra que están comprimidos con violencia, las partículas de agua provenientes del exterior, al carecer de una entrada, fluyen alrededor y dejan el cuerpo sin disolver. Contrariamente, las partículas de fuego que se introducen en los intersticios del agua, como tienen el mismo efecto que la acción del agua sobre la tierra, son las únicas causantes de que la totalidad del cuerpo fluya cuando se diluye. Estos compuestos son de los siguientes tipos: por un lado, los que tienen menos agua que tierra, el género de los cristales y de todo lo que es denominado especies fusibles de la piedra, y, por otro lado, los que tienen más agua, los que constituyen los cuerpos cerosos y los aptos para quemar como incienso.

Ya están casi totalmente expuestas las especies en su variedad
de figuras, rasgos comunes y cambios de unas en otras, pero todavía he
de intentar aclarar las causas que dan lugar a sus cualidades. En primer lugar,
dichas cualidades necesitan siempre de una percepción, sin embargo aún
no hemos explicitado el origen de la carne y de lo que la carne rodea, ni de
la parte mortal del alma. Pero ni estas cosas se dan separadas de las cualidades
que denominamos sensibles, ni las últimas pueden ser suficientemente
tratadas sin las primeras, aunque es casi imposible hacerlo al mismo tiempo.
Primero hay que dar por supuesto uno de los factores y luego retornar a él.
Para que el tratamiento de las cualidad siga al de los elementos, demos por
supuesto lo concerniente a la existencia del cuerpo y del alma. En primer lugar
veamos por qué decimos que el fuego es caliente y observemos que pensamos
que produce una escisión y corte en nuestro cuerpo. Pues casi todos percibimos
que se trata de una sensación cortante. Cuando recordamos el origen de
su figura, debemos razonar respecto del filo de sus lados, de la agudeza de
sus ángulos, de la pequeñez de sus partículas y la rapidez
de su movimiento –cualidades con las que, violento y filoso, corta siempre
todo lo que encuentra en su camino–, que es sobre todo este elemento y no otro,
el que por división y partición de nuestros cuerpos en pequeñas
partículas, produce las cualidades y da nombre a ese fenómeno
que ahora llamamos razonablemente calor.

El proceso contrario a éste, aunque evidente, no ha de carecer
de explicación. Cuando ingresan en el cuerpo partículas grandes
de líquidos situados alrededor, expulsan las menores al exterior, pero,
al no ser capaces de ocupar sus lugares, comprimen la humedad de nuestro interior
y por su homogeneidad y compresión la inmovilizan sacándola de
su estado de movimiento y la congelan. Pero lo reunido contra natura por naturaleza
lucha y se empuja a sí mismo hacia el estado contrario. A esta lucha
y vibración se le añade un temblor y estremecimiento, y todo este
fenómeno, así como lo que lo produce, recibe el nombre de frío.
Duro es todo aquello a lo que cede nuestra carne; blando, todo lo que lo hace
ante ella. De la misma manera se dan las relaciones mutuas de blando y duro.
Cede lo que avanza sobre una base pequeña; pero lo compuesto de bases
cuadriláteras es, al ser muy estable, la figura más resistente,
ya que eventualmente alcanza una alta densidad y resistencia. Si se investigaran
lo pesado y lo liviano conjuntamente con la así llamada naturaleza de
lo inferior y de lo superior podrían ser explicados con la máxima
claridad. En efecto, no sería correcto en absoluto considerar que por
naturaleza dos regiones contrarias dividen el universo, la de abajo, hacia la
que se desplaza todo lo que posee una cierta masa de cuerpo, y la de arriba,
hacia la que nada se mueve por propia voluntad. En efecto, al ser el universo
esférico, están todos los extremos a la misma distancia del centro,
por lo que por naturaleza deben ser extremos de manera semejante.

Además, hay que considerar que el centro, como se encuentra a
la misma distancia de los extremos, se halla frente a todos. Ahora bien, si
el mundo es así por naturaleza, ¿cuál de los puntos mencionados
debe uno suponer como arriba o abajo para que no parezca, con razón,
que utiliza un término totalmente inadecuado? En él, la región
del centro, al no estar ni arriba ni abajo, no recibirá con justicia
ninguno de los dos nombres, sino que se dirá que está en el centro.

El lugar circundante ni es, por cierto, centro ni posee una parte que
se distinga más que otra respecto del centro o alguno de los puntos opuestos.
Pero si el universo es de esta guisa en todos lados, ¿cómo podría
pensar alguien que se expresa correctamente al utilizar respecto de él
qué denominaciones contrarias? Pues si un cuerpo sólido se encontrara
en el medio del universo en situación de equilibrio, nunca se trasladaría
hacia ninguno de los extremos a causa de las semejanza absoluta entre ellos.
Además, si alguien marchara en círculo alrededor de él,
se encontraría a menudo en su región antípoda y llamaría
al mismo punto del universo abajo y arriba. Por tanto, no es propio de alguien
inteligente afirmar que, aun cuando el universo es esférico, como acabamos
de establecer, tiene una región superior y otra inferior. No obstante,
por medio de la siguiente suposición debemos acordar de dónde
nacen estos nombres y en qué objetos tienen vigencia para que nos hayamos
acostumbrados a causa de ellos a expresarnos y a dividir todo el universo así.
Si alguien se introdujera en la región del universo en la que hay más
fuego –cuya mayor parte estaría concentrada en el lugar hacia el que
este elemento se dirige naturalmente– y, si pudiera, arrancara partes de fuego
y las colocara en los platillos de una balanza, tomara la balanza y el fuego
y los arrastrara con violencia hacia el aire disímil, es evidente que
podría ejercer violencia más fácilmente sobre la porción
menor que sobre la mayor. En efecto, cuando dos objetos son levantados por una
única fuerza simultáneamente, es necesario que el menor siga más
la dirección de la fuerza y el mayor, menos, y se dice que el grande
es pesado y se desplaza hacia abajo y que el pequeño es liviano y se
mueve hacia arriba. Ciertamente, debemos observar el mismo fenómeno cuando
hacemos eso en nuestra región. Cuando sobre la tierra separamos sustancias
térreas, y, en ocasiones, la tierra misma, las arrastramos hacia el aire
disímil con violencia y contra la naturaleza, ya que ambas tienden a
lo que es de su mismo género. Cuando ejercemos la fuerza, la porción
más pequeña nos sigue primero hacia lo diferente, con más
facilidad que la mayor. Entonces, denominamos liviano al pequeño y el
lugar hacia el que lo coaccionamos, arriba; al fenómeno contrario a éste,
pesado y abajo. Éstas son, necesariamente, diferencias relativas porque
la mayor parte de los elementos ocupan una región contraria a los otros
–en efecto, se descubrirá que lo que es liviano en un lugar es pesado
en el otro, y lo pesado, liviano, y lo inferior, superior y lo superior, inferior,
y que todos son y llegan a estar y están en zonas contrarias o laterales
o completamente diferentes unas de otras–. Sin embargo, acerca de todos ellos
debemos pensar únicamente que el camino que un elemento recorre hacia
la que se mueve es «abajo» y los que se comportan de una manera diferente, son
lo contrario. Estas son las causas de estas cualidades. Cualquiera sería
capaz de discernir y decir la causa de la suavidad y la aspereza. Pues la dureza
unida a la falta de homogeneidad produce la última, la homogeneidad y
la densidad dan lugar a la primera.

Lo más importante de lo que resta de las afecciones co munes a
todo el cuerpo es la causa del placer y del dolor en lo que hemos tratado y
todas las sensaciones de las partes del cuerpo acompañadas simultáneamente
de dolores y placeres. Para entender las causas de todo proceso sensible e insensible,
recordemos la división anterior entre sustancias con mucha y con poca
capacidad de movimiento, pues, en verdad, así tenemos que investigar
todo lo que pensamos tratar. Lo que por naturaleza es muy móvil, cuando
sufre una afección, aunque pequeña, la transmite en círculo
a las otras partículas, que hacen lo propio a otras, hasta que llegan
a la inteligencia y anuncian la cualidad del agente. Las sustancias opuestas,
al ser estables y no avanzar en círculo, sólo son afectadas y
no mueven a los cuerpos vecinos, de tal manera que, como sus partículas
no transmiten el primer estímulo a las de los otros órganos, sino
que éste se queda en ellas sin expandirse a la totalidad del ser viviente,
el que es afectado no percibe el estímulo. Éste es el caso de
los huesos, pelos y el resto de nuestros órganos que están constituidos
en su mayor parte de partículas térreas. Las sustancias móviles
se encuentran sobre todo en la visión y el oído, que poseen en
ellos la mayor cantidad de fuego y aire.

El placer y el dolor deben ser concebidos de la siguiente manera. Doloroso
es el proceso que, de manera súbita, se produce en nosotros con violencia
y contra la naturaleza; el que nos hace retornar repentinamente a nuestra situación
natural es placentero; el tranquilo y paulatino es imperceptible y lo contrario
a éstos, contrario. Todo lo que se da con facilidad es lo más
perceptible, aunque no participe del dolor ni del placer, como los fenómenos
que conforman la visión misma, de la que se afirmó antes que durante
el día es un cuerpo unido naturalmente a nosotros. Pues a ésta
no le producen dolor los cortes, quemaduras ni nada de lo que sufre, ni tampoco
siente placer cuando vuelven a la forma que les es propia; sin embargo, hay
fenómenos sensibles muy intensos y brillantes que eventualmente la afectan
y con los que entra en contacto, cuando de una cierta manera se proyecta hacia
el objeto. En la división o en la concentración de la visión
no hay violencia en absoluto. Aunque los cuerpos compuestos de partículas
mayores ceden con dificultad ante el agente, transmiten al conjunto sus movimientos
y producen placer y dolor: cuando son sacados de su condición natural,
dolor, y cuando se restablece el estado anterior, placer. Cuando se descarga
y vacía paulatinamente y se carga de manera súbita y en grandes
cantidades, de modo que no se percibe el vaciamiento, pero sí el llenado,
no ocasiona dolores a la parte mortal del alma, sino grandes placeres. Esto
es evidente en el caso de los buenos olores. Todo lo que lleva a un estado diferente
de manera súbita, pero vuelve poco a poco y con dificultad al estado
originario, ocasiona todo lo contrario. Así sucede cuando se producen
quemaduras y cortaduras en el cuerpo.

Han sido tratados casi todos los fenómenos comunes a todo el cuerpo
y hemos mencionado los nombres de sus agentes; pero debemos intentar decir,
si podemos, los propios de nuestros órganos particulares, sus características
y cómo las causan sus agentes. Primero, tenemos que exponer, en la medida
de lo posible, los que omitimos anteriormente al hablar de los humores porque
eran fenómenos propios de la lengua. Éstos parecen darse también,
como, por cierto, muchos, por algún tipo de condensación o separación
y, junto a esto, estar más relacionados que cualquiera de los otros casos
con la aspereza y suavidad. Pues cuando lo que ingresa en las venillas –que
como si fueran medios de prueba de la lengua se extienden hasta el corazón
ataca las partes húmedas y tiernas de la carne y funde sus partículas
térreas, entonces contrae las pequeñas venas y las seca. Si es
más áspero, parece acre y si es menos áspero, amargo. Todo
lo que limpia las venillas y lava lo que se encuentra alrededor de la lengua,
si lo hace de forma desmesurada y la ataca fundiéndola parcialmente,
tal como sucede con la soda, posee el nombre de picante; las sustancias que
con un menor grado de cualidades sódicas son mesuradamente detergentes,
son saladas sin el picor áspero y nos parecen más agradables.
Las sustancias que, tras calentarse y suavizarse en la boca, donde son consumidas
por el fuego bucal y a su vez queman al órgano que les da calor, suben,
a causa de su liviandad, a los órganos de percepción en la cabeza
y cortan todo lo que encuentran en su camino, reciben, por esta cualidad, el
nombre de punzantes.

Cuando sustancias, afinadas por la putrefacción, se introducen
en las venas estrechas y chocan con las partículas térreas en
su interior y las que tienen la proporción debida de aire, de tal manera
que las mueven unas alrededor de otras y las agitan, éstas, en su agitación,
chocan entre sí y las que penetran en unas dejan a otras huecas que se
extienden alrededor de las que entran. Cuando la humedad ahuecada, a veces térrea,
a veces pura, rodea el aire, nacen como vasijas de aire, aguas huecas circulares.
Las de humedad pura se aglutinan claras y se llaman burbujas; las de humedad
térrea, que se agitan y alzan, reciben la denominación de ebullición
y fermentación. Se dice que la causa de estos procesos es ácida.
El fenómeno opuesto a todos los mencionados tiene un motivo opuesto.
Cuando la estructura de lo que entra con las sustancias húmedas, por
ser apropiada para la lengua, suaviza y lubrica lo que se había hecho
áspero y contrae o distiende lo que estaba contraído o distendido
contra la naturaleza, restablece todo de la manera más natural posible;
semejante sustancia, placentera y amena a todos, remedio de las afecciones violentas,
es llamada dulce.

Esto es todo en cuanto a este tema. En lo que atañe a la capacidad que poseen los orificios nasales, no hay diferentes clases. Pues todo olor es incompleto y ninguna figura es apta para tener un olor específico; sino que las venas que se encuentran alrededor de los orificios nasales son demasiado estrechas para las sustancias térreas y las de agua y muy amplias para las ígneas y aéreas, por ello nunca se percibe el olor de ninguna de ellas, sino que los olores se producen cuando algo se humedece, pudre, funde o humea. Se originan, efectivamente, cuando el agua se convierte en aire y el aire, en agua, al alcanzar la figura intermedia entre estos dos elementos. Todos los olores son humo o niebla; ésta nace durante el pasaje del aire al agua y aquél en el del agua al aire. Por eso, todos los olores son más finos que el agua, pero más gruesos que el aire. Esto se hace evidente cuando un objeto obstaculiza la inspiración y se hace entrar el aire con violencia, entonces no se filtra ningún olor y pasa sólo el aire limpio de olores. Sus dos variedades, que carecen de nombre, no las constituyen muchas especies simples, sino que aquí hay que dividir claramente sólo en dos clases: lo placentero y lo doloroso. Éste hace áspera y violenta toda la cavidad que poseemos entre la cabeza y el ombligo, aquél la tranquiliza y la retorna amablemente a la situación que le es natural.

Partes: 1, 2, 3
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