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Consideraciones sobre el pecado, el juicio y la misericordia de dios



  1. La misericordia de Dios y la salvación
  2. La misericordia de Dios y el pecado
  3. El juicio y la misericordia
  4. El pecado y yo

Aprovechando que estamos en el Año Jubilar de la Misericordia, no estará de más hacer unas consideraciones referentes al pecado, al juicio y la condenación y a la misericordia de Dios y su salvación.

La misericordia de Dios y la salvación

Según san Pablo es voluntad de Dios que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad. Por la educación que hemos recibido,
en particular las personas mayores, tenemos un concepto distorsionado del hecho
de nuestra salvación. Hemos recibido una educación que ha puesto
siempre el acento en nuestro propio esfuerzo. Éramos nosotros los que
a base de esforzarnos teníamos que lograr salvarnos. 

Con esta manera de pensar, lo que debería ser una virtud, el
santo temor de Dios, lo hemos transformado en miedo a Dios. Esta actitud es
radicalmente opuesta a lo que el Señor desea de nosotros. Si trasladamos
nuestra relación con Dios, a la relación humana de un padre con
su hijo, comprenderemos lo absurdo que sería que un hijo sintiera pánico
o sintiera miedo ante la presencia de su padre. Pues, exactamente esa es la
sensación que tiene el Señor cuando nosotros en vez de dirigirnos
a él como Padre, sólo tememos su reprensión o castigo. 

El amor es la misma esencia de Dios. Nosotros, podemos preguntarnos
¿cuál es la manifestación más eminente de ese amor?
Sin duda alguna, la misericordia. Dios tiene corazón de padre y entrañas
de madre. Ama a su criatura, a ti y a mí, con una intensidad rayana en
la locura. Nada de lo que nosotros hagamos le es indiferente. Nada de lo que
nosotros hagamos puede provocar en Él ningún escándalo.
Dice el salmo 32: «Él modeló cada corazón y comprende
todas sus acciones».
 

Si esto es así, ¿cómo puedo pensar, ni remotamente,
que Dios desee castigarme? Me hizo libre para que le ame libremente, y al mismo
tiempo lo hizo con la certeza de que usando mal mi libertad le sería
infiel. Así se comprenden las palabras de san Pablo en la epístola
a los Romanos: «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía
para usar con todos ellos de misericordia».
No me hizo pecador, pero
dándome la libertad tenía la certeza de que caería en los
lazos del pecado, y de esta forma podría mostrarme su misericordia, perdonando
sin límite todas mis faltas

El hecho de nuestra salvación es pura misericordia de Dios. Nada
hemos hecho y nada es posible hacer para merecerla. Ningún mérito
tenemos ni podemos presentar. No depende de nosotros. Los únicos méritos
que podemos aplicarnos, son los que ha ganado para nosotros el Señor
Jesús, muriendo en la Cruz y resucitando para nuestra justificación.
 

Llegados a este punto podemos preguntarnos: Si esto es así, ¿dónde
queda la condenación? La respuesta es evidente. El infierno existe y
por lo tanto la condenación es posible. Sin embargo, también es
cierto que Dios no condena a nadie. Dios, como buen padre, aconseja y reprende
a sus hijos. Lo hace porque les ama y porque desea su salvación, pero
nunca lo hace hasta el extremo de forzar su voluntad. Somos tú y yo los
que voluntariamente elegimos la condenación. La condenación es
la máxima expresión de nuestra libertad, y al mismo tiempo es
expresión del amor de Dios, que de ningún modo violentará
jamás nuestra libertad. 

Después de lo expuesto podríamos preguntarnos a qué salvación nos estamos refiriendo, sin duda a la salvación final, a la del último día. Sin embargo hay que tener en cuenta que existe otra salvación, la del día a día De ésta, hablaremos D. m. en otra ocasión.

La misericordia de Dios y el pecado

Tenemos un falso concepto de lo que es el pecado, en particular las personas mayores, porque en vez de haber sido educados en el régimen de la gracia, lo hemos sido en el régimen de la ley.

 Desde siempre hemos relacionado directamente el cumplimiento
de le ley con el hecho de nuestra salvación. Es totalmente falso pensar
que el premio que recibimos por cumplir la ley sea salvarnos. Salvarnos es algo
que de ningún modo está al alcance de nuestro esfuerzo. A base
de nuestro empeño en el cumplimiento de la ley, por más que lo
pretendamos nunca lograremos salvarnos. La salvación es un don gratuito
otorgado por Dios a los hombres, como fruto de la sangre derramada por su Hijo
en la Cruz.

 Antes de seguir será importante aclarar lo que significa
el pecado en nuestra vida. Pecamos cuando usando mal de nuestra libertad nos
apartamos de lo que es la voluntad de Dios para nosotros. El Señor nos
ha creado para ser felices y nos ha mostrado el camino que debemos seguir para
lograrlo. Si tú y yo, siguiendo nuestro libre albedrío nos apartamos
de la voluntad de Dios, caemos en el pecado.

 ¿Cuál es la reacción del Señor
ante nuestro pecado? Nunca el castigo y la condenación. Nuestro pecado
nunca corta el amor que Dios siente por ti y por mí. Si algo siente el
Señor, hablando humanamente, es pena ante el sufrimiento que nos acarrea
el pecado. De la misma manera que un padre siente amor y compasión por
el hijo que vive en el error y se aparta de él, el corazón de
Dios desborda misericordia hacia nosotros cuando por el pecado le volvemos la
espalda.

 Por nuestra educación legalista relacionamos directamente
al pecado con el castigo de Dios. Nada más falso. Lo que nosotros atribuimos
a Dios como castigo, no es más que la consecuencia y el sufrimiento que
trae consigo nuestro propio pecado. El pecado es un veneno que mata. Si yo peco,
si yo me tomo el veneno, la muerte que me acarrea, no hay que atribuirla de
ninguna manera a Dios, es solo consecuencia de mi mala cabeza, de mi pecado.

 Dios, como el padre del Hijo Pródigo, nunca reacciona
con ira ante nuestro pecado. Todo lo contrario, su corazón misericordioso
sufre y espera impaciente nuestro regreso. Mientras, fruto del amor que siente
hacia sus hijos, pone en nuestro camino acontecimientos para que nos demos cuenta
de nuestro error, respetando siempre nuestra libertad. Si no escuchamos y al
final nos perdemos, Dios no lo permita, nunca podremos afirmar que nuestra condenación
ha venido de Dios. Será nuestra ceguera y nuestro empecinamiento en el
mal, los que nos lleven a la perdición. Nadie se condena por voluntad
de Dios. El que se condena lo hace por voluntad propia. 

El juicio y la misericordia

Nuestra mentalidad, nuestra manera de pensar, está muy influenciada por el Derecho Romano. Quiere esto decir que ante una acción punible, una conducta inaceptable, nuestra reacción consiste en recurrir a la ley, juzgar el hecho en sí, y si es el caso aplicar el castigo correspondiente.

 Esta forma de pensar no se limita exclusivamente a los
hechos de la vida ordinaria, sino que se ha introducido desde hace siglos en
la Iglesia, influyendo en la idea que nosotros tenemos de la forma de actuar
de Dios. Aún recuerdo aquella definición que sobre Dios daba el
Catecismo: «Dios es un ser bueno, sabio, poderoso, creador de cielo y
tierra, que premia a los buenos y castiga a los malos».
Es de notar
por el final de la definición, que atribuíamos a Dios la misma
forma de actuar que la de los tribunales humanos.

 Teniendo en cuenta que se decía de Dios que premia
a los buenos y castiga a los malos, era normal que la idea de ser sometidos
a un juicio, atormentara a muchos de los creyentes, e incluso a los santos al
acercarse la hora de la muerte.

 La voluntad de Dios al promulgar la ley se había
tergiversado. Dios no supeditó al cumplimiento de la ley nuestra salvación.
Promulgó la ley para ayudarnos a descubrirnos pecadores; para que fuéramos
conscientes de nuestro pecado, y acudiéramos a Él pidiéndole
ayuda. La ley no salva, la ley nos acusa de pecado y, como para nosotros es
imposible cumplirla, en vez de darnos vida, nos mata.

 El Señor Jesús se encarnó, padeció,
murió y resucitó, precisamente para dar solución al dilema
que nos planteaba la ley. Él dio cumplimiento a la ley por nosotros,
hasta en la última tilde. Él dice en el evangelio de san Juan:
«Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él».

 ¿Cuál ha sido, pues, el veredicto de Dios,
su sentencia, al juzgar al hombre, al juzgarnos a ti y a mí? El
veredicto ha sido el perdón y la misericordia
. Dios ha clavado
en el madero de la Cruz de su Hijo, la nota de cargo, la factura, que nosotros
debíamos pagar por nuestras infidelidades y pecados. La factura está
pagada y bien pagada.

 Dios-Padre nos muestra en la Cruz de su Hijo hasta dónde
llega su amor y su misericordia por ti y por mí, que no teníamos
remedio, que estábamos necesariamente condenados. Si en su locura de
amor ha sido capaz de entregar a una muerte ignominiosa a su propio Hijo, ¿cómo
podemos pensar que quiera condenarnos? Cada persona que se condena supone un
fracaso para el plan de Dios, que la creó para una vida plena y feliz.

 Por nuestra parte lo único que debemos hacer es
no rechazar la salvación que nos ofrece. Es, al contemplar nuestro pecado,
acogernos a su infinita misericordia. No dudar de su amor.  

El pecado y yo

Venimos hablando de Dios, de su misericordia ante nuestro pecado, y del juicio al que seremos sometidos.

 Al ponderar la misericordia y el perdón de Dios
hacia todos nuestros pecados, sean cuales fueren, y al tener la seguridad absoluta
de que el veredicto del Padre en el juicio llevado a cabo en la Cruz del Señor
Jesús, ha sido de perdón y misericordia para todos, podemos caer
en la tentación de vivir despreocupados de nuestra condición de
pecadores.

 Podemos pensar: si todos mis pecados, los de ayer, los
de hoy y los de mañana, están perdonados, ¿de qué
me preocupo? ¡A pecar y a divertirme, que la vida son dos días!
Esta manera de razonar es del todo insensata. Si piensas así, es porque
no has entendido nada y no tienes la menor idea del daño que te hace
el pecado.

 El pecado es intrínsecamente, es decir en sí
mismo, un mal. San Pablo nos dice que «el pecado es el aguijón
de la muerte»
¿Cómo hay que entender esta frase? El hombre,
ha sido creado por Dios para una vida plena, eterna y feliz. Esa vida la recibe
directamente de Dios que es el origen de la vida. La condición indispensable
para que el hombre viva, es estar unido a Dios como fuente de vida, lo mismo
que una lámpara eléctrica ha de estar unida a la corriente eléctrica
para que pueda alumbrar.

 Cuando nosotros pecamos nos apartamos deliberadamente de
Dios, rompemos los lazos que nos unen a Él. Si la lámpara, en
un arranque de orgullo le dijera a la corriente, no te necesito, ¿Qué
le ocurriría? Sin duda, dejaría de alumbrar, se apagaría.
Lo mismo sucede cuando nosotros de manera insensata volvemos la espalda a Dios
por el pecado. Si a mí la vida me viene de Dios y yo corto con él,
sin duda alguna lo que encontraré es la muerte. Por eso el Apóstol
dice que el veneno que mata, está almacenado en el aguijón de
la muerte que es el pecado.

 El demonio y el mundo nos han hecho creer que, mediante
la Ley, mediante los Mandamientos, Dios nos priva de cosas que son buenas y
agradables. Nos priva de disfrutar del sexo sin ninguna limitación, nos
priva de la sensación de bienestar y euforia que proporcionan las drogas,
nos priva de la seguridad que nos dan las riquezas, el dinero… etc. Todo esto,
te dicen, es bueno y te dará felicidad. Nosotros, hacemos caso. Caemos
en estas tentaciones. Damos la razón al demonio y al mundo, sin darnos
cuenta que lo que nos ofrecen es un regalo envenenado que solo tiene de agradable
el envoltorio. Lo de dentro es muerte y sufrimiento.

 Por todo esto, aunque tengamos la absoluta seguridad de
que todo está perdonado, de que el Señor nos ofrece la salvación
de manera toralmente gratuita, y de que su amor es mucho más grande que
el más grande de nuestros pecados, sería suicida dedicarnos a
pecar porque ese pecado ya está perdonado. Si pecas, morirás.

 Tampoco esto ha de servir para que vivamos obsesionados
por la posibilidad de pecar. Somos débiles y nuestro hombre de la carne
reclama sus derechos. Quiere hacer su voluntad con independencia de lo que es
la voluntad de Dios. Por eso caeremos en más de una ocasión. El
justo, dice la Escritura, cae sietes veces al día, pero de las siete
se levanta. Si caes, no te mires a ti mismo. Mira a Aquel que te ama y te perdona.
Teniendo la certeza de su perdón, no lo dudes, levántate y sigue
sin complejos tu camino.

 

 

 

Autor:

José Miguel Rubert Aymerich

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