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El Intuicionismo – por Jonathan Dancy




    El intuicionismo, por Jonathan Dancy – Monografias.com

    El intuicionismo, por Jonathan Dancy

      Entre las décadas de 1860 y 1920 el término
    «intuicionismo» era sinónimo de pluralismo, la concepción según
    la cual existe un gran número de principios morales diferentes que no
    pueden disponerse en orden de importancia general para contribuir así
    a resolver los conflictos entre ellos. Un pluralismo de este tipo contrastaría
    naturalmente con el utilitarismo. Los utilitaristas (por ejemplo, J. 5. Mill)
    intentaron defender la existencia de un único Principio Supremo. Pero
    en la actualidad se considera intuicionista a alguien que afirma una concepción
    particular sobre la forma en que llegamos a determinar qué acciones son
    correctas y cuáles incorrectas. Los Intuicionistas en este sentido afirman
    que aprehendemos los principios morales básicos por intuición,
    algo en lo que se puede creer sin pensar que exista más de un principio
    semejante. Por poner un ejemplo destacado, Henry Sidgwick era utilitarista pero
    pensaba que los principios básicos que suscribía se captaban mediante
    intuición. Afirmaba que eran autoevidentes, entendiendo por lo cual que
    sólo había que considerarlos para reconocer su verdad.

    Fue la obra de W. D. Ross y de H. A. Prichard en los años treinta la que reunió los dos sentidos del intuicionismo, pues ambos autores eran pluralistas -es decir, intuicionistas en la antigua acepción- y estaban comprometidos con un tipo de conocimiento especial -es decir, eran intuicionistas en la nueva acepción (en esto se acercaban a la posición del precursor del intuicionismo moderno, Richard Price, que escribió doscientos años antes). Para estos autores existían muchos principios morales verdaderos, todos los cuales los conocemos por intuición (es decir, que los consideraban autoevidentes). Ross expone sus argumentos en favor del pluralismo en el artículo 18, «Una ética de los deberes prima facie», y no voy a repetirlos aquí. Lo que a mí me interesa ahora es la tesis de que los principios son conocidos por intuición. Hay aquí dos ideas a diferenciar, primero que los principios morales son un tipo de cosas que pueden ser verdaderas y conocidas, y segundo que son conocidas de manera especial y no habitual, quizás incluso por una facultad especial denominada intuición moral.

    Ambas cosas son discutibles. Muchos pensadores (a menudo denominados no cognitivistas) afirman que las actitudes morales no son verdaderas o falsas, pues no hay nada que las convierta en correctas o incorrectas. Una actitud moral es una expresión de la posición moral del individuo, y como tal puede ser sincera o insincera en sí y congruente o incongruente con otra semejante, pero difícilmente equivocada o correcta. Si las actitudes morales no pueden ser verdaderas o falsas, no deberíamos pretender que ninguna actitud semejante constituye conocimiento, pues el conocimiento es sólo de lo que es verdadero. Así pues, de acuerdo con esta concepción, los principios morales no pueden ni ser verdaderos ni conocidos. Ross y Prichard defendieron sin embargo que existen hechos sobre lo que es moralmente correcto e incorrecto, y que nuestra aprehensión de algunos de estos hechos es lo suficientemente firme como para merecer el apelativo de conocimiento. Esta segunda tesis es incluso más discutible. Si existen estos hechos morales, ¿cómo llegamos a conocerlos? La afirmación de que se conocen por intuición parece sugerir que tenemos una facultad moral que nos revela la verdad moral de forma parecida a como nuestros ojos revelan verdades acerca de nuestro entorno. Si pensásemos esto, tenderíamos a acusar de ceguera moral a quienes disienten moralmente de nosotros; su facultad moral no gozaría de buena salud, como se comprueba en el hecho de que sus ideas difieren de las nuestras. Pero a falta de una explicación de cómo opera supuestamente esta facultad, la idea es misteriosa; no es de extrañar que los filósofos solieran quejarse de que hablar de intuición moral no es más que un intento de otorgar una autoridad a nuestra propia opinión moral que no estamos dispuestos a conceder a la de los demás.

    Voy a comenzar con la noción de sentido o facultad moral denominada intuición. Antes de criticar a los intuicionistas conviene tener claro cuales fueron realmente sus ideas. En primer lugar, ¿qué era lo que, según Ross, podemos conocer por intuición? Como expliqué en el ensayo antes citado, Ross pensaba que el conocimiento moral surge por vez primera cuando advertimos un rasgo de la situación en que nos encontramos que supone una diferencia moral sobre nuestra forma de comportarnos en ella; una razón para que no te diga lo que en realidad pienso sobre tu matrimonio es que tendría que molestarte. Este conocimiento es el conocimiento de algo que importa aquí; al principio su relevancia se limita al caso en que nos encontramos. Pero inmediatamente advertimos que lo que aquí importa debe importar de la misma manera allí donde se dé; descubrimos un principio moral mediante inducción intuitiva a partir de lo que contiene el caso inicial. Ross decía que los principios que llegamos a conocer son para nosotros autoevidentes, pero con esto sólo quiere decir que no necesitamos nada más para constatar su verdad como guías generales para nuestra conducta que lo que tenemos en el caso planteado. No significa que podamos descubrir si un principio es o no verdadero simplemente reflexionando sobre él.

    ¿De qué modo supone esta explicación que tengamos una facultad misteriosa de intuición moral? (Ross utilizó en contadas ocasiones el término intuición».) Esta explicación asigna dos lugares a esta facultad. La segunda se encuentra el en tránsito desde lo que consideramos relevante para nuestra acción aquí a la idea de que el mismo rasgo es relevante de la misma manera por doquier. Ross considera este tránsito similar al que realizamos cuando la consideración de un argumento particular nos ayuda a ver que cualquier argumento de esa forma es válido (repárese en que la noción de intuición aparece en Ross precisamente por transición lógica denominada inducción intuitiva»). La mayoría consideraría bastante inocuo este tipo de generalización; sería difícil sugerir que para operar con ella necesitamos una facultad especial. Así pues, cuando la intuición propiamente dicha supuestamente se da debe de ser en una etapa anterior, cuando constatamos cierto rasgo en la situación como un rasgo relevante para lo que debemos hacer. La idea es que silo que sucede es aquello que decidimos para permitir que ese rasgo nos influya, no hay ningún problema. Sólo se plantea el problema cuando decimos que hay un elemento en esta situación- la relevancia de este rasgo- que discernimos de algún modo y que nosotros u otra persona puede haber pasado por alto; no es tanto una cuestión de decisión como de descubrimiento. Pero ¿con qué lo descubrimos?; ¿con nuestros ojos?; ¿podemos ver literalmente que hay aquí algo importante?

    Hubiese sido peor que Ross hubiese afirmado que discernimos directamente la verdad de los principios morales, pues entonces tendría que haber mostrado qué facultad nos lo permitía. Una facultad que apunta a los principios verdaderos y naturalmente rechaza los falsos es realmente muy misteriosa (aunque Sidgwick parece no tener problema en suponer que la tenemos). Pero Ross no dice eso. Nuestro conocimiento de los principios no es directo sino indirecto; lo alcanzamos mediante algo que conocemos mejor, a saber la naturaleza del caso particular en que nos encontramos.

    Dije antes que los intuicionistas defendían dos nociones en general polémicas. La primera es que existen verdades morales que pueden conocerse y la segunda una explicación de cómo llegamos a conocerlas (¿por intuición?). Quizás, para comprender cómo llegamos a conocerlas sería mejor plantear algunas cuestiones sobre esas denominadas verdades. Ross no parece haber dudado nunca de que existen verdades morales, cuestiones de hecho en ética que podemos llegar a conocer. Pero podría haber defendido su posición del siguiente modo. Pensemos en qué consiste nuestra decisión de actuar en una situación moralmente difícil. En primer lugar, intentamos decidir qué rasgos son relevantes para nuestra decisión de cómo actuar. Es verdad que a esto lo llamamos «decisión», pero no es diferente de contar con que probablemente mañana no lloverá; en ambos casos pensamos de lo que estamos haciendo como del intento de determinar lo correcto. No suponemos que lo que importa está en nuestras manos, de forma que cualquier «decisión» sincera es correcta, como tampoco está en nuestras manos el tiempo que hará mañana. Pensamos que bien podemos faltar a la verdad, y por lo tanto un rasgo así no es importante porque nosotros lo consideremos con tal -más bien esperamos que lo consideramos importante porque es importante. Somos nosotros quienes tenemos que reconocer su importancia, y si dejamos de hacerlo hay una verdad que hemos dejado de advertir. Esta es la razón por la que todo este proceso transmite una sensación de fragilidad. Ross dice que esta sensación está justificada; afirma en general que su teoría es fiel al pensamiento moral común, y diría que también en este caso.

    Pero, ¿qué tipo de hechos son estos hechos morales? ¿Hay algún lugar para hechos como estos en un mundo que puede ser descrito por la ciencia?. Sería más fácil responder a esta pregunta si pudiésemos identificar los hechos morales con hechos naturales. El naturalismo es la tesis de que los hechos morales son precisamente hechos naturales (véase el artículo 37, «El naturalismo»). Por ejemplo, algunos utilitaristas son naturalistas, y afirman que el hecho de que esta acción produzca menos felicidad que una alternativa posible es el mismo hecho que el hecho de que es incorrecta. Si esto fuera así, no habría mucho problema en encontrar lugar para hechos morales en un mundo de dominio científico. Pero los intuicionistas rechazan el naturalismo. Lo rechazan por su pluralismo. Si uno piensa que hay diferentes tipos de cosas relevantes para la forma en que uno ha de actuar, sin un orden o forma muy claros, hay que pensar que las cosas pueden ser correctas o incorrectas de maneras muy diferentes. La rectitud no puede identificarse con ninguna de estas maneras con preferencia sobre las demás, y si las reunimos todas veremos que no existe una semejanza natural entre ellas -el único rasgo común es el moral, porque cada una de ellas es una forma en que una acción se vuelve correcta. La base natural de los hechos morales no tiene una forma natural, y de aquí que no existe un rasgo natural común con el que podamos identificar la rectitud.

    El mejor enfoque para un intuicionista es intentar mostrar que aunque los «hechos» morales no pueden identificarse con hechos naturales, no son tan diferentes de otros hechos como podría suponerse inicialmente. Si concedemos que el mundo en que vivimos es aproximadamente el que describe la física, ¿ en qué lugar de ese mundo se encuentran los hechos morales? La primera respuesta consiste en decir que el mundo no contiene hechos. Los hechos son hechos sobre el mundo, y no cosas que se encuentran en él. En segundo lugar, los hechos morales son hechos sobre las acciones y los agentes, cosas que existen claramente aun cuando la física no diga gran cosa sobre ellas. En tercer lugar, existe una relación comprensible entre los hechos morales y los no morales; no es que ambos estén totalmente desvinculados. Los hechos morales existen en virtud de los no morales. Este «existir en virtud de» no se entiende bien, pero es lo suficientemente común en otros ámbitos como para no plantear problemas especiales en ética. Por ejemplo, el carácter peligroso de un acantilado establece esta relación con otros rasgos del acantilado, como su posible desprendimiento y su carácter escarpado. En ocasiones expresamos inocuamente esta relación mediante el término «porque». Cuando decimos que esto es una casa porque tiene paredes sólidas, puertas, habitaciones y un techo, estamos diciendo que esto es lo que constituye una casa. De forma similar, lo que constituye una acción buena puede ser su generosidad, su consideración, etc; es buena en razón de su generosidad o de cualquier otra cosa, y generosa porque supuso quizás un considerable sacrificio personal. Vemos aquí un hecho moral que existe en virtud de otros no morales. Así, aún cuando el mundo pueda ser descrito por la física, no puede ser totalmente descrito de ese modo; quedan por citar otros hechos, incluidos los hechos morales, que están comprensiblemente relacionados con hechos físicos básicos de los cuales resultan.

    Queda aún por responder la cuestión de cómo percibimos estos hechos. Creo que esta cuestión se vuelve más difícil por la posición que adoptó Ross y sobre la cual cayeron con razón sus críticos. Ross aceptaba la tesis de Hume de que las creencias no pueden constituir una fuente de motivación independiente. Hume decía que nuestros motivos (nuestras razones para actuar) son nuestras creencias y nuestros deseos. Las creencias son representaciones del mundo inertes, y no puede comprenderse que sea lo que nos mueve a obrar. Lo que nos impulsa a obrar son nuestros deseos, que son estados pulsionales. Tenemos un deseo (por ejemplo de una naranja) que se canaliza por la creencia de que hay una en la despensa, lo cual nos mueve en esa dirección. Ahora bien, para Ross nuestras actitudes morales son creencias, y dependen así de la existencia de un deseo adecuado para movernos a actuar. Así pues, si nuestras opiniones han de ser relevantes para la forma de obrar, debe de existir también en nosotros algo como un deseo general a hacer el bien -un deseo del que según puede comprenderse podemos haber carecido. Y si carecimos de él, aún habríamos sido capaces de discriminar entre lo correcto y lo incorrecto. Meramente no habríamos encontrado en la distinción entre correcto e incorrecto nada relevante para la forma en que nos sentimos llamados a actuar. La moralidad, al ser puramente fáctica, se despoja así de cualquier relación intrínseca con la conducta de una forma que los críticos pudieron ridiculizar fácilmente.

    Los críticos se preguntaron, con razón, por qué si los hechos morales son como decían los intuicionistas teníamos que preocuparnos de ellos. Es muy plausible la idea de que las actitudes morales están intrínsecamente relacionadas con la conducta; adoptar una actitud es simplemente aceptar una razón para obrar -estar motivado a hacer o no hacer determinado tipo de acciones. Por supuesto esa motivación puede ser anulada por una motivación más fuerte por otra parte, o incluso ser anulada por un arrebato de depresión grave. Pero, al margen de estos accidentes, no puede ser correcto decir que uno podría ser perfectamente consciente del carácter incorrecto de lo que está haciendo y no pensar en esto como una razón para dejar de hacerlo. Podríamos expresar esto diciendo que existe una relación interna entre las actitudes morales y la acción, mientras que Ross pensaba que esta relación era externa; para él, los juicios morales sólo son relevantes para quienes tienen un deseo independiente de hacer lo correcto, algo así como que los juicios sobre la horticultura sólo son relevantes para quienes se interesan por semejante cosa. Así, la concepción de los críticos se ha denominado internalismo; un internalista afirma que aceptar que nuestra acción es mala es en sí mismo estar motivado a no llevarla a cabo. En cambio, un externalista afirma que los juicios morales precisan la ayuda de un deseo independiente para motivarnos y ser relevantes de cara a nuestra forma de obrar.

    Así, al preguntar por qué hemos de preocuparnos por los hechos morales de que hablan los intuicionistas, estos críticos se quejaban del exteriorismo de Ross. Y creo que con razón. Es absurdo decir que podemos aceptar que una acción es ultrajantemente incorrecta y pensar que esto no nos da en sí una buena razón para abstenemos de ella. Sin duda, aceptar que la acción es incorrecta es precisamente cuidar de no llevarla a cabo. Pero en este caso, dadas las ideas de Hume sobre la motivación y la diferencia entre creencia y deseo, un juicio moral debe de ser alguna forma de deseo (o, en términos más generales, alguna forma de «pro-actitud») en vez de, como pensaron los intuicionistas, una forma de creencia. Pues los deseos son formas de tener en cuenta o preocuparse, mientras que no lo son las creencias. Es este el argumento que determinó el dominio del no cognitivismo en el mundo de habla inglesa entre los años treinta y los setenta, y el eclipse del intuicionismo (véase el artículo 38, «El subjetivismo»). La discusión entre cognitivistas y no cognitivistas versa sobre si las actitudes morales se parecen más a las creencias o a los deseos; los intuicionistas se revelan en esta tesitura como cognitivistas, y por lo tanto (dada la imagen de Hume) como externalistas.

    La concepción de que los hechos morales son estados inertes del mundo moral, que podemos percibir de una forma que no guarda relación directa con nuestra acción elegida, hizo más difícil a los intuicionistas responder a la pregunta de cómo llegamos a conocer estos curiosos hechos. En realidad no era plausible decir que los inferimos de otra cosa; nuestras creencias morales no son producto de la razón. Así pues, deben de ser producto de los sentidos, y como no pueden ser producto de los cinco sentidos normales deben estar generadas por un sentido adicional, de carácter moral. Ésta es la razón por la cual el intuicionismo se denomina en ocasiones la teoría del sentido moral. Y la falta de una explicación de cómo opera este sentido adicional y no conocido es lo que propició la conocida acusación de G.J. Warnock de que aquí los intuicionistas no ofrecen otra cosa que una confesión de perplejidad disfrazada como una respuesta.

    Sin embargo, creo que el problema está más en el externalismo de Ross que en su tesis de que hay hechos morales (que podemos llamar su realismo; véase el artículo 35, «El realismo»). Ross habría hecho mejor no aceptando la concepción humeana de la motivación y la explicación de Hume de las diferentes funciones de la creencia y el deseo. Más recientemente escritores de la tradición intuicionista como Thomas Nagel y John McDowell han criticado aquí a Hume, afirmando que el deseo no es necesario para iniciar una acción; en ocasiones, la sola creencia basta para ello. Normalmente admiten- las cosas suceden como explica Hume. Yo quiero una naranja (deseo) y mis creencias que son inertes en sí, canalizan el deseo de manera que pueda orientarme en una dirección (la despensa) en vez de en otra. Pero las cosas no siempre son así. Cuando estoy sobre la acera buscando un hueco en el tráfico para poder cruzar con seguridad la calle, no lo hago porque deseo una vida larga y sana: yo no experimento deseo alguno; simplemente busco un hueco en el tráfico antes de cruzar. ¿Por qué insistir que debe haber habido ahí un deseo? Todo lo que aquí sucede es que asumo un hecho (viene un autobús) como una razón para no bajar aún de la acera. Esto es lo que se llama ser prudente; las personas prudentes son personas cuyas creencias sobre la seguridad y el peligro son suficientes para motivarías. Lo mismo puede decirse en ética. Nuestras creencias sobre el bien y el mal pueden bastar para dejar de hacer lo que estamos haciendo o cambiar nuestras intenciones, sin precisar la ayuda de un deseo independiente. Esta creencias morales pueden motivarnos (servirnos de razones) por derecho propio.

    Esta posición es internalista, y por esa razón preferible en general al externalismo de Ross. El externalismo siempre fue poco plausible, y como surgió a consecuencia directa de aplicar las ideas de Hume sobre la motivación a las concepciones éticas de Ross, la manera de mejorar la posición de éste último debe ser abandonar la explicación humeana de la creencia y el deseo. Y yo creo que esta iniciativa también ofrece una respuesta más fácil a la cuestión de cómo hallamos los hechos morales. Cuando concebíamos estos hechos como hechos inertes, a modo humeano, sólo quedaban dos posibles explicaciones de la forma de conocerlos -por los sentidos o por la razón. Pero ahora los concebimos de manera diferente, como razones para obrar. De este modo podemos afirmar que su hallazgo es una cuestión de juicio práctico, no de inferencia ni de percepción, y de este modo intentar evitar la idea de que hemos inventado una facultad especial o sentido moral. Después de todo, estaremos afirmando que lo que sucede con el caso moral no es significativamente diferente de lo que sucede en el caso de la prudencia, y sin duda cuando asumimos el hecho de que viene un autobús como razón para no bajar aún de la acera es una cuestión de juicio, no de percepción.

    Sin embargo, todo esto es extremadamente controvertido en el estado actual de la filosofía moral (para una concepción alternativa véase el artículo 35, «El realismo»). Lo que he aspirado a hacer hasta aquí es presentar las objeciones más efectivas planteadas contra el intuicionismo de Ross y Prichard, y ver entonces cómo podemos escapar de ellas, con la intención de conocer lo que ha sucedido realmente en la filosofía moral posterior. La cuestión más discutible es la idea de que Hume puede haber estado equivocado acerca de la motivación, por lo que sólo un conjunto de creencias puede bastar para motivar una acción. Como la tradición no cognitivista se basa aquí en la concepción de Hume, no podemos esperar un gran consenso sobre la cuestión.

    La aplicación decisiva de la posición de Hume es el argumento siguiente. Ningún conjunto de creencias por sí sólo basta para motivarnos (para mover a actuar). Pero cuando a un conjunto de creencias añadimos un actitud moral, pasamos a un conjunto nuevo capaz de motivar. La actitud moral debe ser o bien al menos contener nuclearmente un deseo, probablemente el deseo altruista general del bienestar de los demás (lo que Hume denominó «simpatía natural»). De esto se sigue que no puede haber hechos morales. Las creencias apuntan a hechos, pero no los deseos. Si los juicios morales expresasen creencias, podríamos suponer que debe de haber hechos morales a los que apuntan aquellas creencias. Pero como expresan deseos, no existe semejante necesidad de hechos morales. Y ésta es una conclusión plausible, pues nos aparta de todo tipo de desagradables posibilidades como la idea de que puedan existir expertos morales acreditados que de algún modo estuviesen en situación de dictar al resto de la gente qué acciones son moralmente aceptables y cuales no.

    Los intuicionistas que desean escapar de este argumento hacen bien en comenzar pronto, negando la primera premisa.

    Pero incluso si se acepta todo lo que hemos dicho hasta aquí, subsisten espinosas cuestiones sobre estos hechos morales. La principal dificultad radica en la cuestión de si estos hechos son o no objetivos. ¿Cómo puede haber hechos acerca del mundo que por propio derecho pueden ser relevantes para determinar como debemos obrar? McDowell se plantea esta cuestión preguntando cómo un hecho objetivo puede estar intrínsecamente relacionado con la voluntad. La razón por la que vale la pena plantear esta cuestión es que existe una concepción muy atractiva de aquello en que consiste la objetividad de un hecho, que deriva de la ciencia física. De acuerdo con esta concepción, un hecho objetivo es simplemente un hecho científico. Pero los hechos científicos se refieren a un mundo que existe independientemente de nosotros. Así pues, los hechos objetivos son hechos con una existencia independiente de la mente humana. ¿Cómo puede haber entonces hechos que son a la vez objetivos y relacionados intrínsecamente con la voluntad humana?

    Se han realizado dos intentos actuales por responder a esta difícil cuestión en la tradición postintuicionista. El primero, de Nagel, acepta el papel de la ciencia natural en la definición de nuestra concepción de objetividad. El segundo, de McDowell, es más escéptico. Pero ambos albergan la idea de en uno u otro sentido hay valores que podemos reconocer o no. El mundo, como dice elegantemente McDowell, no es inerte desde el punto de vista de la motivación. Ya hemos visto una forma de expresar esta idea; afirmamos que las creencias por sí solas pueden bastar para motivarnos, y no son inertes, como pensó Hume. Otra es decir que el mundo es más rico de como la ciencia lo concibe. El mundo físico es inerte desde el punto de vista de la motivación, pero el mundo para nosotros no es el mundo físico y nuestro mundo no está tan limitado.

    Para Nagel, la objetividad no es una cuestión de grado. Un punto de vista es más objetivo si está menos teñido de la perspectiva peculiar de quienes ven el mundo desde ese punto de vista. Así, para literalizar nuestra metáfora, el color que vemos en el mundo no aparecería desde el punto de vista mas objetivo, el punto de vista sin peculiaridad alguna. Desde ese punto de vista, el mundo es el mundo de la ciencia física, y ese mundo es un mundo que carece del tipo de color que conocemos. Sin embargo, muchas de las maneras en que nos aparece el mundo desde nuestro punto de vista subjetivo actual persistirían unos instantes al avanzar a una mayor objetividad, despojándose gradualmente de todos aquellos rasgos cuya presencia se debe a las peculiaridades de nuestra perspectiva. Por ejemplo el temor a las alturas que padezco hace que me aterren las alturas, pero sé perfectamente que desde un punto de vista ligeramente más objetivo que el mío las alturas que a mí me horrorizan no plantean ninguna preocupación. Expreso esto diciendo que en realidad este precipicio no es la horrible sima que a mí me parece. Pero la idea de lo real aquí es una cuestión de grado, y podemos acercarnos a desvelar la verdadera realidad (extrema) diciendo que en realidad no hay nada terrible. No hay ahí nada terrible, sino sólo personas aterradas. Pero el reconocer esto no me impide convenir en que algunas cosas son realmente terribles (por ejemplo, King Kong, o la guerra nuclear) y otras cosas (las arañas) no. Para Nagel, los valores morales son bastante reales de esta manera. No serían visibles desde el punto de vista más objetivo, pero son más que una mera apariencia. Son objetivos, pero otras cosas son más objetivas.

    La forma de McDowell de reclamar la objetividad del valor moral consiste en distinguir dos concepciones de la objetividad (Nagel afirma que sólo existe una, pero es una cuestión de grado). La primera concepción considera objetivo aquello que existe independientemente del conocimiento o respuesta humana, y en este sentido los hechos físicos son objetivos y no los hechos morales. La segunda concepción considera objetivo aquello que existe independientemente de cualquier respuesta humana particular. Esta es una concepción de lo objetivo mucho más amplia. Los colores son objetivos en este sentido, pues para que una manzana sea roja no es necesario que la esté mirando realmente. La rojez de una manzana sigue existiendo aun sin verla; está de alguna manera esperando que nosotros la percibamos. En este sentido más débil, pues, el color es objetivo. No es objetivo en el sentido más fuerte, pues el color es algo que esencialmente tiene que ver con la apariencia, y la apariencia es apariencia para nosotros; así pues, el color no existe independientemente del conocimiento y la respuesta humana. McDowell afirma que los valores tienen este segundo tipo de objetividad, más débil, y considera que esto muestra que existen hechos objetivos sobre el bien y el mal. Si el mundo contiene valores en un sentido tan fuerte como contiene colores, se daría por satisfecho.

    He vuelto a hablar sin querer sobre hechos morales, pero lo que pretendía era sugerir que como mejor pueden concebirse estos hechos no es como hechos percibidos sino como razones reconocidas en el ejercicio del juicio moral práctico. Los intuicionistas afirman que estas razones están ahí para que las reconozcamos -que pueden reconocerse. Hay verdades, verdaderas realidades, sobre las cuales hay razones; y si no somos cuidadosos podemos pasar por alto estas verdades. Más aún, de una persona que aprehende suficientemente bien las razones puede decirse que conoce lo que debía hacer. Así pues, con la existencia de la verdad moral se da la posibilidad del conocimiento moral.

    Voy a concluir citando las dos principales críticas formuladas a las puertas del intuicionismo. La primera es la de John Mackie que se refiere a la invención gratuita de propiedades peculiares (la rectitud, la no rectitud) que guardan poca relación con otras y tienen la extraña capacidad de atraernos cuando las reconocemos, como si disfrutasen de una extraña forma de magnetismo (véase Mackie, 1977, cap. 1). Creo que esta crítica está fuera de lugar. Las teorías postintuicionistas de Nagel y McDowell no hablan mucho sobre la rectitud y la no-rectitud, sino que se centran en la idea de que el dolor que causaría a alguien si hago lo que pretendo es una razón para no actuar de ese modo, y es una razón tanto la reconozca o no como tal. No existen ahí propiedades peculiares, sino sólo la idea comparativamente común de que el dolor de los demás es relevante para nuestras opciones morales.

    Una crítica diferente, formulada por Simon Blackburn, vuelve a preguntar cómo se supone que reconocemos la existencia de estas razones. Si sc sugiere que de algún modo son análogas a los colores, quizás nuestro conocimiento de ellas es como el conocimiento de los colores. Pero descubrimos lo que son los colores entrando en relaciones causales con ellos.

    Es muy compleja la explicación causal de cómo pueden impresionarnos los colores de los objetos. Pero no hay tanto que decir sobre la forma en que los valores o razones pueden impresionarnos. Ello se debe a que son incapaces de establecer relaciones causales; así pues, nuestro conocimiento de ellos no puede considerarse una especie de respuesta a algo independiente. En cambio aceptaríamos que proyectamos propiedades morales a un mundo que en si carece de ellas (de aquí que esta posición ha llegado a ser conocida como proyectivismo).

    Hay dos formas de replicar a esta crítica. La primera consiste en decir con McDowell que los valores establecen relaciones causales, aunque no puede decirse que ejerzan ahí una gran función. McDowell lo compara con la forma en que explicamos la percepción de los colores. Hay aquí una explicación causal, pero los colores de los objetos que vemos no ejercen una importante función en esa explicación; en cambio, la explicación va directa desde la naturaleza de las superficies que vemos a nuestra percepción de ellas con este o ese color. Sin embargo, en este caso no estamos tentados a negar que los colores sean reales (en el sentido débil de McDowell) y McDowell diría lo mismo sobre los valores. La otra posibilidad consiste en comparar el intuicionismo en ética con el intuicionismo en matemáticas. En matemáticas, los intuicionistas afirman que los números son objetos abstractos de cuya existencia y naturaleza podemos tener conocimiento, no estableciendo relaciones causales con ellos (lo cual es imposible) sino mediante la razón y el juicio. Esto quiere decir que podemos ser llevados a reconocer las propiedades de objetos reales e independientes de manera no causal.

    Estas cuestiones siguen siendo objeto de acalorada discusión,
    y creo que no sería justo decir que las nuevas e interesantes formas
    de intuicionismo actualmente elaboradas no han escapado aún por completo
    a los problemas que acompañaron a sus predecesoras.

     

    Enviado por:

    Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

    "NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

    www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

    Santiago de los Caballeros,

    República Dominicana,

    2015.

    "DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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