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Misionero de la Misericordia: Compilación de fragmentos de discursos del Papa Francisco (página 3)



Partes: 1, 2, 3

Papa Francisco: Primero el "los". No recibir "los". No, no recibí ninguna audiencia privada. Eso es para todos y hubo una de un jefe de Estado, se le dijo que no y que no tenía nada que ver con los disidentes. El trato con los disidentes fue el que expliqué. La Iglesia acá, la Iglesia en Cuba hizo un manojo de listas de indultos, fueron indultados dos mil 200 o por ahí, la cifra me la dijo el presidente de la conferencia episcopal.

P. Federico Lombardi: Fueron más de tres mil….

El Papa en los Estados Unidos de América.

DISCURSO EN EL ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN LA CATEDRAL DE SAN MATEO EN WASHINGTON, D.C.

Miércoles 23 de setiembre de 2015

La esencia de nuestra identidad se ha de buscar en la oración asidua, en la predicación (cf. Hch 6,4) y el apacentar (cf. Jn 21,15-17; Hch 20,28-31).

El diálogo es nuestro método, no por astuta estrategia sino por fidelidad a Aquel que nunca se cansa de pasar una y otra vez por las plazas de los hombres hasta la undécima hora para proponer su amorosa invitación (cf. Mt 20,1-16).

Nuestra misión episcopal consiste en primer lugar en cimentar la unidad, cuyo contenido está determinado por la Palabra de Dios y por el único Pan del Cielo, con el que cada una de las Iglesias que se nos ha confiado permanece Católica, porque está abierta y en comunión con todas las Iglesias particulares y con la de Roma, que «preside en la caridad».

No es lícito por tanto eludir dichas cuestiones o silenciarlas. No menos importante es el anuncio del Evangelio de la familia que, en el próximo Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia, tendré ocasión de proclamar con fuerza junto a ustedes y a toda la Iglesia.

Estos aspectos irrenunciables de la misión de la Iglesia .

Antes de concluir estas reflexiones, permítanme hacerles aún dos recomendaciones que considero importantes. La primera se refiere a su paternidad episcopal. Sean Pastores cercanos a la gente, Pastores próximos y servidores. Esta cercanía ha de expresarse de modo especial con sus sacerdotes. Acompáñenles para que sirvan a Cristo con un corazón indiviso, porque sólo la plenitud llena a los ministros de Cristo. Les ruego, por tanto, que no dejen que se contenten de medias tintas. Cuiden sus fuentes espirituales para que no caigan en la tentación de convertirse en notarios y burócratas, sino que sean expresión de la maternidad de la Iglesia que engendra y hace crecer a sus hijos. Estén atentos a que no se cansen de levantarse para responder a quien llama de noche, aun cuando ya crean tener derecho al descanso (cf. Lc 11,5-8)..

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DISCURSO EN LA VISITA AL CONGRESO DE ESTADOS UNIDOS

DE AMÉRICA EN WASHINGTON, D.C.

Jueves 24 de setiembre de 2015

VIDEO: https://youtu.be/eFXFEtu4zW8

Cada hijo o hija de un país tiene una misión, una responsabilidad personal y social. La de ustedes como Miembros del Congreso, por medio de la actividad legislativa, consiste en hacer que este País crezca como Nación. Ustedes son el rostro de su pueblo, sus representantes. Y están llamados a defender y custodiar la dignidad de sus conciudadanos en la búsqueda constante y exigente del bien común, pues éste es el principal desvelo de la política.

La sociedad política perdura si se plantea, como vocación, satisfacer las necesidades comunes favoreciendo el crecimiento de todos sus miembros, especialmente de los que están en situación de mayor vulnerabilidad o riesgo. La actividad legislativa siempre está basada en la atención al pueblo. A eso han sido invitados, llamados, convocados por las urnas.

Se trata de una tarea que me recuerda la figura de Moisés en una doble perspectiva. Por un lado, el Patriarca y legislador del Pueblo de Israel simboliza la necesidad que tienen los pueblos de mantener la conciencia de unidad por medio de una legislación justa. Por otra parte, la figura de Moisés nos remite directamente a Dios y por lo tanto a la dignidad trascendente del ser humano. Moisés nos ofrece una buena síntesis de su labor: ustedes están invitados a proteger, por medio de la ley, la imagen y semejanza plasmada por Dios en cada vida humana.

En esta perspectiva quisiera hoy no sólo dirigirme a ustedes, sino con ustedes y en ustedes a todo el pueblo de los Estados Unidos.

Me gustaría dialogar con tantos abuelos que atesoran la sabiduría forjada por los años e intentan de muchas maneras, especialmente a través del voluntariado, compartir sus experiencias y conocimientos. Sé que son muchos los que se jubilan pero no se retiran; siguen activos construyendo esta tierra

Me gustaría dialogar con todos esos jóvenes que luchan por sus deseos nobles y altos, que no se dejan atomizar por las ofertas fáciles, que saben enfrentar situaciones difíciles, fruto muchas veces de la inmadurez de los adultos. Con todos ustedes quisiera dialogar y me gustaría hacerlo a partir de la memoria de su pueblo.

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Me limito a mencionar cuatro de estos ciudadanos: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton.

Estamos en el ciento cincuenta aniversario del asesinato del Presidente Abraham Lincoln, el defensor de la libertad, que ha trabajado incansablemente para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad».

El mundo es cada vez más un lugar de conflictos violentos, de odio nocivo, de sangrienta atrocidad, cometida incluso en el nombre de Dios y de la religión.

Somos conscientes de que ninguna religión es inmune a diversas formas de aberración individual o de extremismo ideológico.

Esto nos urge a estar atentos frente a cualquier tipo de fundamentalismo de índole religiosa o del tipo que fuere. Combatir la violencia perpetrada bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico y, al mismo tiempo, proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas requiere un delicado equilibrio en el que tenemos que trabajar. Y, por otra parte, puede generarse una tentación a la que hemos de prestar especial atención: el reduccionismo simplista que divide la realidad en buenos y malos; permítanme usar la expresión: en justos y pecadores.

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El mundo contemporáneo con sus heridas, que sangran en tantos hermanos nuestros, nos convoca a afrontar todas las polarizaciones que pretenden dividirlo en dos bandos. Sabemos que en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior. Copiar el odio y la violencia del tirano y del asesino es la mejor manera de ocupar su lugar. A eso este pueblo dice: No.

Nuestra respuesta, en cambio, es de esperanza y de reconciliación, de paz y de justicia. Se nos pide tener el coraje y usar nuestra inteligencia para resolver las crisis geopolíticas y económicas que abundan hoy. También en el mundo desarrollado las consecuencias de estructuras y acciones injustas aparecen con mucha evidencia

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Es importante, hoy como en el pasado, que la voz de la fe, que es una voz de fraternidad y de amor, que busca sacar lo mejor de cada persona y de cada sociedad, pueda seguir siendo escuchada. Tal cooperación es un potente instrumento en la lucha por erradicar las nuevas formas mundiales de esclavitud, que son fruto de grandes injusticias que pueden ser superadas sólo con nuevas políticas y consensos sociales.

Apelo aquí a la historia política de los Estados Unidos, donde la democracia está radicada en la mente del Pueblo. Toda actividad política debe servir y promover el bien de la persona humana y estar fundada en el respeto de su dignidad. «Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos está la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» (Declaración de Independencia, 4 julio 1776).

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Si es verdad que la política debe servir a la persona humana, se sigue que no puede ser esclava

de la economía y de las finanzas. La política responde a la necesidad imperiosa de convivir para construir juntos el bien común posible, el de una comunidad que resigna intereses particulares para poder compartir, con justicia y paz, sus bienes, sus intereses, su vida social. No subestimo la dificultad que esto conlleva, pero los aliento en este esfuerzo. En esta sede quiero recordar también la marcha que, cincuenta años atrás, Martin Luther King encabezó desde Selma a Montgomery, en la campaña por realizar el «sueño» de plenos derechos civiles y políticos para los afro-americanos. Su sueño sigue resonando en nuestros corazones. Me alegro de que Estados Unidos siga siendo para muchos la tierra de los «sueños». Sueños que movilizan a la acción, a la participación, al compromiso. Sueños que despiertan lo que de más profundo y auténtico hay en los pueblos.

En los últimos siglos, millones de personas han alcanzado esta tierra persiguiendo el sueño de poder construir su propio futuro en libertad. Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros. Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes. Trágicamente, los derechos de cuantos vivieron aquí mucho antes que nosotros no siempre fueron respetados. A estos pueblos y a sus naciones, desde el

corazón de la democracia norteamericana, deseo reafirmarles mi más alta estima y reconocimiento. Aquellos primeros contactos fueron bastantes convulsos y sangrientos, pero es difícil enjuiciar el pasado con los criterios del presente. Sin embargo, cuando el extranjero nos interpela, no podemos cometer los pecados y los errores del pasado.

Nuestro mundo está afrontando una crisis de refugiados sin precedentes desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Lo que representa grandes desafíos y decisiones difíciles de tomar. A lo que se suma, en este continente, las miles de personas que se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos, en un anhelo de vida con mayores oportunidades. ¿Acaso no es lo que nosotros queremos para nuestros hijos? No debemos dejarnos intimidar por los números, más bien mirar a las personas, sus rostros, escuchar sus historias mientras luchamos por asegurarles nuestra mejor respuesta a su situación. Una respuesta que siempre será humana, justa y fraterna. Cuidémonos de una tentación contemporánea: descartar todo lo que moleste. Recordemos la regla de oro: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12).

Esta regla nos da un parámetro de acción bien preciso: tratemos a los demás con la misma pasión y compasión con la que queremos ser tratados. Busquemos para los demás las mismas posibilidades que deseamos para nosotros. Acompañemos el crecimiento de los otros como queremos ser acompañados. En definitiva: queremos seguridad, demos seguridad; queremos vida, demos vida; queremos oportunidades, brindemos oportunidades. El parámetro que usemos para los demás será el parámetro que el tiempo usará con nosotros. La regla de oro nos recuerda la responsabilidad que tenemos de custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.

Esta certeza es la que me ha llevado, desde el principio de mi ministerio, a trabajar en diferentes niveles para solicitar la abolición mundial de la pena de muerte. Estoy convencido que este es el mejor camino, porque cada vida es sagrada, cada persona humana está dotada de una dignidad inalienable y la sociedad sólo puede beneficiarse en la rehabilitación de aquellos que han cometido algún delito. Recientemente, mis hermanos Obispos aquí, en los

Estados Unidos, han renovado el llamamiento para la abolición de la pena capital. No sólo me uno con mi apoyo, sino que animo y aliento a cuantos están convencidos de que una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación.

En estos tiempos en que las cuestiones sociales son tan importantes, no puedo dejar de nombrar a la Sierva de Dios Dorothy Day, fundadora del Movimiento del trabajador católico.

Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos.

————————————————————————————————————— El justo uso de los recursos naturales, la aplicación de soluciones tecnológicas y la guía del espíritu emprendedor son parte indispensable de una economía que busca ser moderna pero especialmente solidaria y sustentable. «La actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común» (Laudato si", 129).

Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia porque están privados de oportunidades de futuro. Sin embargo, esa misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una familia. Una Nación es considerada grande cuando defiende la libertad, como hizo Abraham Lincoln; cuando genera una cultura que permita a sus hombres «soñar» con plenitud de derechos para sus hermanos y hermanas, como intentó hacer Martin Luther King; cuando lucha por la justicia y la causa de los oprimidos, como hizo Dorothy Day en su incesante trabajo; siendo fruto de una fe que se hace diálogo y siembra paz, al estilo contemplativo de Merton. Me he animado a esbozar algunas de las riquezas de su patrimonio cultural, del alma de su pueblo. Me gustaría que esta alma siga tomando forma y crezca, para que los jóvenes puedan heredar y vivir en una tierra que ha permitido a muchos soñar. Que Dios bendiga a América.

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HOMILÍA EN LAS VÍSPERAS CON EL CLERO, RELIGIOSOS Y

RELIGIOSAS EN LA CATEDRAL DE SAN PATRICIO EN NUEVA

YORK

Jueves 24 de setiembre de 2015

VIDEO: https://youtu.be/DQj8EHpII7w

Dos sentimientos tengo hoy para con nuestros hermanos islámicos. Primero, mi saludo por celebrarse hoy el Día del Sacrificio. Hubiera querido que mi saludo fuera más caluroso según los sentimientos, que es mi cercanía, mi cercanía ante la tragedia que su pueblo ha sufrido hoy en la Meca. En este momento de oración, me uno, nos unimos en la plegaria a Dios nuestro Padre Todopoderoso y misericordioso.

Escuchamos al apóstol: «Alégrense, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas» (1P 1,6). Estas palabras nos recuerdan algo esencial: tenemos que vivir nuestra vocación con alegría.

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Dios, recientemente han sufrido mucho a causa de la vergüenza provocada por tantos hermanos que han herido y escandalizado a la Iglesia en sus hijos más indefensos.

Con las palabras del Apocalipsis, les digo que ustedes «vienen de la gran tribulación» (7,13).

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Podemos caer en la trampa de medir el valor de nuestros esfuerzos apostólicos con los criterios de la eficiencia, de la funcionalidad y del éxito externo, que rige el mundo de los negocios. Ciertamente, estas cosas son importantes. Se nos ha confiado una gran responsabilidad y justamente por ello el Pueblo de Dios espera de nosotros una correspondencia. Pero el verdadero valor de nuestro apostolado se mide por el que tiene a los ojos de Dios.

Ver y valorar las cosas desde la perspectiva de Dios exige que volvamos constantemente al comienzo de nuestra vocación y –no hace falta decirlo– exige una gran humildad. La cruz nos indica una forma distinta de medir el éxito: a nosotros nos corresponde sembrar, y Dios ve los frutos de nuestras fatigas. Si alguna vez nos pareciera que nuestros esfuerzos y trabajos se desmoronan y no dan fruto, tenemos que recordar que nosotros seguimos a Jesucristo, cuya vida, humanamente hablando, acabó en un fracaso: en el fracaso de la cruz.

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El otro peligro surge cuando somos celosos de nuestro tiempo libre. Cuando pensamos que las comodidades mundanas nos ayudarán a servir mejor. El problema de este modo de razonar es que se puede ahogar la fuerza de la continua llamada de Dios a la conversión, al encuentro con Él. Poco a poco, pero de forma inexorable, disminuye nuestro espíritu de sacrificio, nuestro espíritu de renuncia y de trabajo. Y además nos aleja de las personas que sufren la pobreza material y se ven obligadas a hacer sacrificios más grandes que los nuestros, sin ser consagrados.

El descanso es necesario, así como un tiempo para el ocio y el enriquecimiento personal, pero debemos aprender a descansar de manera que aumente nuestro deseo de servir generosamente. La cercanía a los pobres, a los refugiados, a los inmigrantes, a los enfermos, a los explotados, a los ancianos que sufren la soledad, a los encarcelados y a tantos otros pobres de Dios nos enseñará otro tipo de descanso, más cristiano y generoso.

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Quisiera, de modo especial, expresar mi admiración y mi gratitud a las religiosas de los Estados Unidos. ¿Qué sería de la Iglesia sin ustedes? Mujeres fuertes, luchadoras; con ese espíritu de coraje que las pone en la primera línea del anuncio del Evangelio. A ustedes, religiosas, hermanas y madres de este pueblo, quiero decirles «gracias», un «gracias» muy grande y decirles también que las quiero mucho.

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Sé que muchos de ustedes están afrontando el reto que supone la adaptación a un panorama pastoral en evolución. Al igual que San Pedro, les pido que, ante cualquier prueba que deban enfrentar, no pierdan la paz y respondan como hizo Cristo: dio gracias al Padre, tomó su cruz y miró hacia delante.

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DISCURSO EN LA VISITA A LA SEDE DE LA ORGANIZACIÓN DE

LAS NACIONES UNIDAS EN NUEVA YORK

Viernes 25 de setiembre de 2015

VIDEO: https://youtu.be/z-_7FDkGeBs

Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores

Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa-Emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta.

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La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano.

Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esa actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización

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Esta necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia.

La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión.

Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si", 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad.

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. La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte».

Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo

Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza.

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Confío también que la Conferencia de París sobre el cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.

No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque constituyen, ciertamente, un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua:

Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de esta situación y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo

declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.

La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicadores estadísticos, o creer que una única solución teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan, sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.

Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–.

————————————————————————————————————partes–, derecho a la educación que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.

Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos.

Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, el que podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana..

La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y del poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de

Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si", 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias […] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone,

6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si", 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd., 123; 136).

Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables. La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente.

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Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y entre los pueblos.

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Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.

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Por eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.

Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que sean.

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Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones..

«Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, […] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán […] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI.

La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada. Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia de uno mismo, que renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en

el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.)

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La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada. Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia de uno mismo, que renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).

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El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».

El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si",

229).

El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos (cf.

Evangelii gaudium, 223).

No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales.

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La laudable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras.

Y lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los bendiga a Todos.

Bibliografía consultada

  • ACI Prensa.

  • Pedro Jorge Solans*(1)  (Título original: "Cuba atraviesa tiempos de cambio".) En 1973, regreso de una visita por Vietnam el periodista Brian Davis de una agencia inglesa le preguntó y entrevistó a Fidel Castro.

  • Fragmentos de discursos del Papa por Ecuador,Bolivia,Argentina,Paraguay.

  • Fe y Política en la Perspectiva Latinoamericana. Frei Betto.

  • Laudato si: Sobre el cuidado de la casa común, escrita íntegramente
    por el Papa Francisco y dada a conocer al mundo.

  • 30 frases de la encíclica "verde" del Papa Francisco 24
    junio 2015 por Corinna Acosta.

  • Con 2 que se quieran 2. ICRT .TV Cubana.

  • VIDEO: https://youtu.be/z-_7FDkGeBs

 

 

Autor:

Lic. Pedro P Brunet Ramos

Profesor de Español y Literatura; Facultad de Ciencias Médicas, Güines, Mayabeque, Cuba; Presidente de la Asociación Cultural Yoruba de Cuba.

Ing. Noel Ascanio Montero

Profesor de Ecología del Centro Universitario Municipal de Güines, Mayabeque, Cuba.

 

Partes: 1, 2, 3
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