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Oriente y occidente, por Abd Al-Wahid Yahia (página 3)



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Hasta aquí sólo hemos tratado de manera negativa la cuestión que planteamos, porque hemos mostrado sobre todo la insuficiencia de ciertas denominaciones, insuficiencia que va hasta provocar su falsedad; ahora debemos indicar, si no una definición propiamente hablando, por lo menos una concepción positiva de lo que verdaderamente constituye la religión. Diremos que la religión permite esencialmente la reunión de tres elementos de órdenes diversos: un dogma, una moral, un culto; cuando falte uno de estos elementos, no se tratará ya de una religión en el sentido propio de esta palabra. Agregaremos desde luego que el primer elemento forma la parte intelectual de la religión, que el segundo forma su parte social, y que el tercero, que es el elemento ritual, participa a la vez de una y otra; pero esto exige algunas explicaciones. El nombre de dogma se aplica propiamente a una doctrina religiosa; sin investigar más por el momento cuáles son las características especiales de tal doctrina, podemos decir que, aunque evidentemente intelectual en lo que tiene de más profundo, no es sin embargo de orden puramente intelectual; y, por lo demás, si lo fuera, sería metafísica y no religiosa. Se necesita, pues, que esta doctrina, para que tome la forma particular que conviene a su punto de vista, sufra la influencia de elementos extra-intelectuales, que son, en su mayor parte, de orden sentimental; la misma palabra "creencias", que sirve por lo común para designar las concepciones religiosas, marca bien este carácter, porque es una observación psicológica elemental la de que la creencia, entendida en su acepción más precisa, y en tanto que se opone a la certidumbre que es toda intelectual, es un fenómeno en el que la sentimentalidad desempeña un papel esencial, una especie de inclinación o de simpatía por una idea, lo que, por lo demás, presupone necesariamente que esta idea fue concebida con un matiz sentimental más o menos pronunciado. El mismo factor sentimental, secundario en la doctrina, se vuelve preponderante y aun casi exclusivo en la moral, cuya dependencia de principio con respecto al dogma es una afirmación sobre todo teórica; esta moral cuya razón de ser es puramente social, podría ser considerada como una especie de legislación, la única que continúa surgiendo de la religión allí donde las instituciones civiles son independientes. En fin, los ritos cuyo conjunto constituye el culto, tienen un carácter intelectual en tanto que se los considera como una expresión simbólica y sensible de la doctrina, y un carácter social en tanto que se los ve como practicas que solicitan, de una manera que puede ser más o menos obligatoria, la participación de todos los miembros de la comunidad religiosa. El nombre de culto se debería reservar propiamente a los ritos religiosos; sin embargo, de hecho, se emplea también corrientemente, pero de un modo algo abusivo, para designar otros ritos, los ritos puramente sociales por, ejemplo, como cuando se habla del "culto de los antepasados" en China: Hay que hacer notar que, en una religión en la cual el elemento social y sentimental supera al elemento intelectual, la parte del dogma y la del culto se reducen simultáneamente más y más, de manera que tal religión tiende a degenerar en un "moralismo" puro y simple, como se ve un ejemplo muy claro en el caso del Protestantismo; en el límite que casi ha alcanzado en la actualidad cierto "protestantismo liberal", lo que queda no es ya en absoluto una religión, porque no ha conservado más que una de las partes esenciales de ella, sino que es simplemente una especie de pensamiento filosófico especial. Importa precisar, en efecto, que la moral puede ser concebida de dos maneras muy diferentes: ya sea en modo religioso, cuando se une en principio a un dogma al cual se subordina, o bien en modo filosófico, cuando se la considera como independiente; insistiremos más adelante sobre esta segunda forma. Ahora se podrá comprender por qué motivo decíamos antes que es difícil aplicar rigurosamente el término de religión fuera del conjunto formado por el Judaísmo, el Cristianismo y el Islamismo, lo que confirma el origen específicamente judaico de la concepción que esta palabra expresa actualmente. Y es que, por dondequiera que sea, las tres partes que acabamos de caracterizar no se encuentran reunidas en una misma concepción tradicional; así, en China, vemos el punto de vista intelectual y el punto de vista social, representados por dos cuerpos de tradición distintos, pero el punto de vista moral está ausente en absoluto, incluso de la tradición social. En la India igualmente, es este punto de vista moral el que falta: si la legislación no es religiosa como en el Islam, es que está desprovista por completo del elemento sentimental, único que puede imprimirle el carácter especial de moralidad; en cuanto a la doctrina, es puramente intelectual, es decir metafísica, sin ninguna huella tampoco de esta forma sentimental que sería necesaria para darle el carácter de un dogma religioso, y sin la cual la unión de una moral a un principio doctrinal es del todo inconcebible. Puede decirse que el punto de vista moral y el mismo punto de vista religioso suponen esencialmente cierta sentimentalidad, que en efecto se ha desarrollado sobre todo en los occidentales, en detrimento de la intelectualidad. Hay pues aquí algo verdaderamente especial a los occidentales, a los que habría que agregar los musulmanes, pero sin hablar siquiera del aspecto extra-religioso de la doctrina de estos últimos, con la gran diferencia de que para ellos la moral, mantenida en su rango secundario, jamás ha podido ser considerada como existente por sí misma; la mentalidad musulmana no podría admitir la idea de una "moral independiente", es decir "filosófica", idea que se encontró en otro tiempo en los Griegos y en los Romanos, y que se ha difundido de nuevo en Occidente en la época actual.

Es indispensable aquí una última observación: no admitimos de ningún modo, como los sociólogos de que hablamos antes, que la religión sea pura y simplemente un hecho social; sólo afirmamos que tiene un elemento constitutivo que es de orden social, lo que, evidentemente, no es en absoluto la misma cosa, puesto que este elemento es normalmente secundario con relación a la doctrina, que es de otro orden, de manera que la religión, siendo social bajo cierto aspecto, es al mismo tiempo algo más. Por otra parte, hay casos en que todo lo que es del orden social se encuentra unido y como supeditado a la religión: es el caso del Islamismo, como ya tuvimos ocasión de decirlo, y también del Judaísmo, en el cual la legislación también es esencialmente religiosa, pero con la particularidad de no ser aplicable sino a un pueblo determinado; es igualmente el caso de una concepción del Cristianismo que podríamos llamar "integral", y que tuvo en otro tiempo una realización efectiva. La opinión sociológica sólo corresponde al estado actual de Europa, y eso haciendo abstracción de consideraciones doctrinales, que no han perdido sin embargo realmente su importancia primordial sino en los pueblos protestantes; cosa bastante curiosa, podría servir para justificar la concepción de una "religión de Estado", es decir, en el fondo, de una religión que es más o menos completamente asunto del Estado, y que, como tal, corre peligro de ser reducida a un papel de instrumento político: concepción que, en ciertos aspectos, nos lleva a la de la religión greco-romana, así como antes lo indicamos. Esta idea aparece como diametralmente opuesta a la de la "Cristiandad": ésta, anterior a las nacionalidades, no podría subsistir o restablecerse después de su constitución sino a condición de ser esencialmente "supranacional"; por el contrario, la "religión de Estado" ha sido considerada siempre de hecho, si no de derecho, como nacional, ya sea por completo independiente o que admita una unión a otras instituciones similares por una especie de lazo federativo, que no deja en todo caso a la autoridad superior y central más que un poder considerablemente disminuido. La primera de estas dos concepciones, la de la "Cristiandad", es eminentemente la de un "Catolicismo" en el sentido etimológico de la palabra; la segunda, la de una "religión de Estado", encuentra lógicamente su expresión, según los casos, ya sea en un galicanismo a la manera de Luis XIV, o bien en el Anglicanismo o en ciertas formas de la religión protestante, a la cual, en general, no parece repugnarle este descenso. Agreguemos para terminar que, de estas dos maneras occidentales de considerar la religión, la primera es la única capaz de presentar, con las particularidades propias al modo religioso, los caracteres de una verdadera tradición tal como la concibe, sin excepción alguna, la mentalidad oriental.

Capítulo V: CARACTERES ESENCIALES DE LA METAFÍSICA

Mientras que el punto de vista religioso implica esencialmente la intervención de un elemento de orden sentimental, el punto de vista metafísico es exclusivamente intelectual; pero esto, por más que tiene para nosotros un significado muy claro, podría parecer a muchos que caracteriza de manera insuficiente este último punto de vista, poco familiar a los occidentales, si no tuviésemos cuidado de aportar otras precisiones. La ciencia y la filosofía, en efecto, tal y como existen en el mundo occidental, tienen también pretensiones de intelectualidad; si nosotros no admitimos que estas pretensiones estén fundadas, y: si sostenemos que hay una diferencia de las más profundas entre todas las especulaciones de este género y la metafísica, es que la intelectualidad pura, en el sentido en que la consideramos, es otra cosa que lo que se entiende ordinariamente por ella de manera más o menos vaga.

Debemos declarar desde luego que, cuando empleamos el término "metafísica" como lo hacemos, poco nos importar su origen histórico, que es algo dudoso, y que sería puramente fortuito si hubiese que admitir la opinión, por lo demás muy poco verosímil a nuestros ojos, según la cual habría servido al principio para designar simplemente lo que venía "después de la física" en la colección de las obras de Aristóteles. No tenemos tampoco por qué preocuparnos de las acepciones diversas y más o menos abusivas que algunos atribuyeron a esta palabra en esta o en aquella época; éstos no son motivos suficientes para hacérnosla abandonar, porque, tal como es, es muy apropiada para lo que debe designar normalmente, al menos tanto como puede serlo un término tomado a las lenguas occidentales. En efecto, su sentido más natural, aun etimológicamente, es aquel según el cual designa lo que está "más allá de la física", entendiendo aquí por "física", como lo hicieron siempre los antiguos, el conjunto de todas las ciencias de la naturaleza, considerado de una manera por completo general, y no simplemente una de estas ciencias en particular, según la acepción restringida que es propia a los modernos. Es pues con tal interpretación como tomamos este término de metafísica, y debe entenderse bien de una vez por todas que, si nos adherimos a él, es nada más por la razón que acabamos de indicar, y porque estimamos que es siempre desagradable tener que recurrir a neologismos fuera de los casos de absoluta necesidad?

Diremos ahora que la metafísica, comprendida así, es esencialmente el conocimiento de lo universal, o, si se quiere, de los principios de orden universal, únicos a los que conviene este nombre de principios; pero no queremos verdaderamente dar con esto una definición de la metafísica, lo que es rigurosamente imposible, en razón de esta misma universalidad que consideramos como el primero de sus caracteres, del cual se derivan todos los otros. En realidad, sólo puede ser definido lo que es limitado, y la metafísica es por el contrario, en su esencia misma, absolutamente ilimitada, lo que evidentemente, no nos permite encerrar su noción en una fórmula más o menos estrecha; una definición en este caso sería tanto más inexacta cuanto más se esforzase uno por hacerla más precisa. Importa resaltar que hemos dicho conocimiento y no ciencia; nuestra intención, en esto, es indicar la distinción profunda que hay que establecer necesariamente entre la metafísica por una parte, y, por la otra, las diversas ciencias en el sentido propio de esta palabra, es decir todas las ciencias particulares y especializadas, que tienen por objeto tal o cual aspecto determinado de las cosas individuales. Ésta es, en el fondo, la misma distinción de lo universal y de lo individual, distinción que no se debe tomar por una oposición, porque no hay entre sus dos términos ninguna medida común ni ninguna relación de simetría o de coordinación posible. Por otra parte, no podría haber oposición o conflicto de ninguna especie entre la metafísica y las ciencias, precisamente porque sus dominios respectivos están profundamente separados; sucede exactamente lo mismo, por lo demás, con la religión. Hay que comprender bien, sin embargo, que la separación de que se trata no se refiere tanto a las cosas mismas como a los puntos de vista bajo los cuales consideramos las cosas; y esto es particularmente importante para lo que diremos de manera más especial sobre el modo como deben ser concebidas las relaciones que tienen entre si las diferentes ramas de la doctrina hindú. Es fácil darse cuenta de que un mismo objeto puede ser estudiado por diversas ciencias bajo aspectos diferentes; así también, todo lo que consideramos desde ciertos puntos de vista individuales y especiales puede igualmente, por una transposición adecuada, considerarse desde el punto de vista universal, que por lo demás no es ningún punto de vista especial, al igual que aquello que no se puede considerar de modo individual. De esta manera, se puede decir que el dominio de la metafísica lo comprende todo, lo cual es necesario para que sea verdaderamente universal, como debe serlo esencialmente; y los dominios propios de las diversas ciencias no quedan por ello menos distintos del de la metafísica, porque ésta, como no se coloca sobre el mismo terreno de las ciencias particulares, no es su análoga en ningún grado, de tal manera que no puede haber jamás motivo para establecer ninguna comparación entre los resultados de la una y los de las otras. Por otra parte, el dominio de la metafísica no es de ningún modo, como lo piensan ciertos filósofos que no saben de lo que se trata aquí, lo que las diversas ciencias pueden dejar fuera de ellas porque su desarrollo actual es más o menos incompleto, sino lo que, por su misma naturaleza, escapa al alcance de estas ciencias y supera inmensamente la extensión a la cual pueden aspirar legítimamente. El dominio de cualquier ciencia depende siempre de la experiencia, en una cualquiera de sus modalidades diversas, mientras que el de la metafísica está esencialmente constituido por aquello donde no hay ninguna experiencia posible: como está "más allá de la física", estamos también, y por ello mismo, más allá de la experiencia. Por consecuencia, el dominio de cada ciencia particular puede extenderse indefinidamente, si es susceptible de ello, sin llegar nunca a tener el menor punto de contacto con el de la metafísica.

La consecuencia inmediata de lo que precede es que, cuando se habla del objeto de la metafísica, no se debe tener en consideración algo más o menos análogo a lo que puede ser el objeto especial de tal o cual ciencia. También, que este objeto debe siempre ser absolutamente el mismo, que no puede ser de ningún modo algo cambiante y sometido a las influencias de los tiempos y de los lugares; lo contingente, lo accidental, lo variable, pertenecen al dominio de lo individual, y aun son caracteres que condicionan necesariamente las cosas individuales como tales, o, para hablar de una manera todavía más rigurosa, el aspecto individual de las cosas con sus modalidades múltiples. De modo que, cuando se trata de metafísica, lo que puede cambiar con los tiempos y los lugares son nada más que los modos de exposición, es decir las formas más o menos exteriores de las que puede estar revestida la metafísica, y que son susceptibles de adaptaciones diversas, y tal es también, evidentemente, el estado de conocimiento o de ignorancia de los hombres, o por lo menos de la generalidad de ellos, con respecto a la metafísica verdadera; pero ésta permanece siempre, en el fondo, perfectamente idéntica a sí misma, porque su objeto, es esencialmente uno, o con más exactitud, "sin dualidad", como dicen los hindúes, y este objeto, por estar "más allá de la naturaleza", también está más allá del cambio: es lo que expresan los árabes al decir que "la doctrina de la Unidad es única". Yendo más lejos todavía en el orden de las consecuencias, podemos agregar que no hay absolutamente descubrimientos posibles en metafísica, porque, desde el momento en que se trata de un modo de conocimiento que no recurre al empleo de ningún medio especial y exterior de investigación, todo lo que es susceptible de ser conocido puede haberlo sido igualmente por ciertos hombres en todas las épocas; y esto es, efectivamente, lo que resulta de un examen profundo de las doctrinas metafísicas tradicionales. Por otra parte, aun admitiendo que las ideas de evolución y de progreso pueden tener cierto valor relativo en biología y en sociología, lo que está lejos de haberse probado, no sería menos cierto que no tienen ninguna aplicación posible con relación a la metafísica; de modo que estas ideas son completamente extrañas a los orientales, como lo fueron por lo demás hasta fines del siglo XVIII a los mismos occidentales, que ahora las creen elementos esenciales del espíritu humano. Esto implica, notémoslo bien, la condenación formal de cualquier tentativa de aplicación del "método histórico" a lo que es de orden metafísico: en efecto, el mismo punto de vista metafísico se opone radicalmente al punto de vista histórico, o llamado así, y hay que ver en esta oposición no sólo una cuestión de método, sino también y sobre todo, lo que es mucho más grave, una verdadera cuestión de principio, porque el punto de vista metafísico, en su inmutabilidad esencial, es la negación misma de las ideas de evolución y de progreso; de modo que podría decirse que la metafísica no se puede estudiar más que metafísicamente. No hay que tener en cuenta aquí contingencias tales como las influencias individuales, que rigurosamente no existen a este respecto y no pueden ejercerse sobre la doctrina, puesto que ésta, siendo de orden universal, y por lo tanto esencialmente supra-individual, escapa por fuerza a su acción; aun las circunstancias de tiempo y de lugar no pueden, insistimos de nuevo, influir más que sobre la expresión exterior, y de ningún modo sobre la esencia misma de la doctrina; y en fin, en metafísica no se trata, como en el orden de lo relativo y contingente, de "creencias" o de "opiniones" más o menos variables y cambiantes porque son más o menos dudosas, sino exclusivamente de certidumbre permanente e inmutable. En efecto, por lo mismo que la metafísica no participa de ningún modo de la relatividad de las ciencias, debe implicar la certidumbre absoluta como carácter intrínseco, y esto desde luego por su objeto, pero también por su método, si es que esta palabra puede aplicarse aquí todavía, sin lo cual éste método, o con cualquier otro nombre con que se le quiera designar, no sería adecuado al objeto. La metafísica excluye, pues, necesariamente, cualquier concepción de carácter hipotético, de donde resulta que las verdades metafísicas, en sí mismas, no pueden de ningún modo ser discutibles; por lo tanto, si puede haber motivo a veces de discusión y de controversia, no será nunca sino por causa de una exposición defectuosa o de una comprehensión imperfecta de estas verdades. Por lo demás, cualquier exposición posible es aquí necesariamente defectuosa, porque las concepciones metafísicas, por su naturaleza universal, no son jamás totalmente expresables, ni siquiera imaginables, ni pueden ser alcanzadas en su esencia más que por la inteligencia pura y "no-formal"; superan inmensamente a todas las formas posibles, y especialmente a las fórmulas en que quisiera encerrarlas el lenguaje, fórmulas siempre inadecuadas que tienden a restringirlas, y por esto a desnaturalizarlas. Estas fórmulas, como todos los símbolos, sólo sirven de punto de partida, de "sostén" por decirlo así, para ayudar a concebir lo que permanece inexpresable en sí, y cada uno debe esforzarse por concebirlo efectivamente según la medida de su propia capacidad intelectual, supliendo así, en esta misma medida precisamente, a las imperfecciones fatales de la expresión formal y limitada; es por lo demás evidente que estas imperfecciones llegarán a su máximo cuando la expresión deba hacerse en lenguas que, como las europeas, sobre todo las modernas, parecen lo menos aptas que cabe imaginar para la exposición de las verdades metafísicas. Como lo dijimos antes, justamente a propósito de las dificultades de traducción y adaptación, la metafísica, porque se abre sobre posibilidades ilimitadas, debe siempre reservar la parte de lo inexpresable que, en el fondo, es para ella todo lo esencial.

Este conocimiento de orden universal debe estar mas allá de todas las distinciones que condicionan el conocimiento de las cosas individuales y del cual el sujeto y el objeto es el tipo general y fundamental; esto muestra también que el objeto especial de la metafísica no es nada comparable al objeto especial de no importa qué otro género de conocimiento, y que ni siquiera puede ser llamado objeto sino en un sentido puramente analógico, porque está uno obligado, para poder hablar, a atribuirle una denominación cualquiera. Así también, si se quiere hablar del medio para el conocimiento metafísico, este medio no podrá ser más que uno con el conocimiento mismo, en el cual el sujeto y el objeto están esencialmente unificados; es decir que este medio, si se nos permite llamarlo así, no puede ser nada que se asemeje al ejercicio de una facultad discursiva como la razón humana individual. Se trata, lo hemos dicho, del orden supra-individual, y, por consecuencia, suprarracional, lo que de ningún modo quiere decir irracional: la metafísica no podría ser contraria a la razón, pero está por encima de la razón, que no puede intervenir aquí sino de una manera por completo secundaria, para la formulación y la expresión exterior de estas verdades que superan su dominio y su alcance. Las verdades metafísicas no pueden ser concebidas sino por una facultad que ya no es del orden individual, y que el carácter inmediato de su operación permite llamar intuitiva, pero, bien entendido, a condición de agregar que no tiene absolutamente nada en común con lo que algunos filósofos contemporáneos denominan intuición, facultad puramente sensitiva y vital que está propiamente por debajo de la razón y no por encima de ella. Hay que decir pues, para mayor precisión, que la facultad de que hablamos aquí es la intuición intelectual, cuya existencia ha negado la filosofía moderna porque no la comprendía, a menos que no haya preferido ignorarla pura y simplemente; se puede designarla también como el intelecto puro, siguiendo en esto el ejemplo de Aristóteles y de sus continuadores escolásticos, para quienes el intelecto es lo que posee inmediatamente el conocimiento de los principios. Aristóteles declara expresamente[6]que "el intelecto es más verdadero que la ciencia", es decir, en suma, que la razón construye la ciencia, pero que "nada es más verdadero que el intelecto", porque necesariamente es infalible por lo mismo que su operación es inmediata, y, como en realidad no es distinto de su objeto, no forma más que uno con la misma verdad. Tal es el fundamento esencial de la certidumbre metafísica; se ve por esto que no se puede introducir el error sino con el uso de la razón, es decir al formular verdades concebidas por el intelecto, y esto porque la razón es evidentemente falible a causa de su carácter discursivo y mediato. Por otra parte, como toda expresión es por fuerza imperfecta y limitada, el error es inevitable en cuanto a la forma, si no en cuanto al fondo: por rigurosa que se quiera hacer a la expresión, lo que deja fuera de ella es siempre mucho más de lo que puede encerrar; pero este error puede no tener nada de positivo como tal y no ser más que una verdad menor, en suma, que reside sólo en una fórmula parcial e incompleta de la verdad total.

Ahora podemos darnos cuenta de lo que es, en su sentido más profundo, la distinción del conocimiento metafísico y del conocimiento científico: el primero procede del intelecto puro, que tiene por dominio lo universal; el segundo procede de la razón, que tiene por dominio lo general, porque, como lo dijo Aristóteles, "solamente hay ciencia de lo general". No hay pues que confundir de ninguna manera lo universal y lo general, como acontece muy a menudo a los lógicos occidentales, que no se elevan nunca realmente por encima de lo general, aun cuando le dan abusivamente el nombre de universal. El punto de vista de las ciencias, dijimos, es de orden individual; y es que lo general no se opone a lo individual sino sólo a lo particular, y es, en realidad, lo individual extendido; pero lo individual puede recibir una extensión, aun indefinida, sin perder por esto su naturaleza y sin salir de sus condiciones restrictivas y limitativas, y, por esta razón, decimos que la ciencia podría extenderse indefinidamente sin alcanzar nunca a la metafísica, de la que siempre permanecerá también profundamente separada, porque sólo la metafísica es el conocimiento de lo universal.

Creemos haber caracterizado a la metafísica suficientemente, y no podríamos hacer más sin entrar en la exposición de la doctrina misma, que no encontraría lugar aquí; estos datos serán completados en los siguientes capítulos, y particularmente cuando hablemos de la distinción de la metafísica y lo que generalmente se designa con el nombre de filosofía en el Occidente moderno. Todo lo que acabamos de decir es aplicable, sin ninguna restricción, a no importa cuál de las doctrinas tradicionales del Oriente, a pesar de las grandes diferencias de forma que pueden disimular la identidad del fondo a un observador superficial: esta concepción de la metafísica es verdadera a la vez en el Taoísmo, en la doctrina hindú, y también en el aspecto profundo y extra-religioso del Islamismo. Ahora bien, ¿hay algo parecido en el mundo occidental? Si se considera nada más lo que actualmente existe, con seguridad no se podría dar a esta cuestión más que una respuesta negativa, porque lo que el pensamiento filosófico moderno se complace a veces en decorar con el nombre de metafísica no corresponde en ningún grado a la concepción que hemos expuesto; tendremos ocasión de insistir sobre este punto. Sin embargo, lo que hemos indicado a propósito de Aristóteles y de la doctrina escolástica muestra que, por lo menos, hubo realmente en ella metafísica en cierta medida, aunque no la metafísica total; y, a pesar de esta reserva necesaria, esto es algo acerca de lo cual la mentalidad moderna no ofrece el menor equivalente, y cuya comprehensión parece que le está prohibida. Por otra parte, si se impone la reserva que acabamos de hacer, es que hay, como antes lo dijimos, limitaciones que parecen en verdad inherentes a toda la intelectualidad occidental, por lo menos a partir de la antigüedad clásica; y hemos notado ya a este respecto, que los Griegos no tenían la idea de lo Infinito. Por lo demás, ¿por qué motivo los occidentales modernos, cuando creen pensar en el Infinito, se representan casi siempre un espacio, que no podría ser sino indefinido, y por qué confunden invariablemente la eternidad, que reside esencialmente en el "no-tiempo", si cabe expresarse así, con la perpetuidad, que no es más que una extensión indefinida del tiempo, pero no se les ocurren parecidos errores a los orientales? Es que la mentalidad occidental, dirigida casi exclusivamente hacia las cosas sensibles, hace una confusión constante entre concebir e imaginar, a tal punto que lo que no es susceptible de ninguna representación sensible le parece por esto mismo realmente impensable; y, ya entre los Griegos, las facultades imaginativas eran preponderantes. Esto es, evidentemente, todo lo contrario del pensamiento puro; en tales condiciones, no puede haber intelectualidad en el verdadero sentido de esta palabra, ni, por consiguiente, metafísica posible. Si se agrega a estas consideraciones otra confusión ordinaria; la de lo racional y de lo intelectual, se percibe que la pretendida intelectualidad occidental no es en realidad, sobre todo en los modernos, más que el ejercicio de estas facultades del todo individuales y formales que son la razón y la imaginación; y entonces se puede comprender todo lo que separa de la intelectualidad oriental, para la que no hay conocimiento verdadero y que valga, si no es el que tiene su raíz profunda en lo universal y en lo "informal".

Capítulo VI: RELACIONES DE LA METAFÍSICA Y DE LA TEOLOGÍA

La cuestión que acabamos de considerar ahora no se plantea en Oriente, en razón de la ausencia del punto de vista propiamente religioso, al cual es inherente el pensamiento teológico; por lo menos, no podría plantearse sino en lo que concierne al Islam, en el que se plantearía más exactamente la cuestión de las relaciones que deben existir entre sus dos aspectos esenciales, religioso y extra-religioso, que se podrían llamar justamente teológico y metafísico. En Occidente, es por el contrario la ausencia del punto de vista metafísico la que hace que la misma cuestión no se plantee generalmente; no ha podido plantearse, de hecho más que para la doctrina escolástica, que, en efecto, era a la vez teológica y metafísica, aunque bajo este segundo aspecto su alcance fuese restringido, como ya lo indicamos; pero no parece que se haya aportado nunca una solución muy precisa. Hay, por lo mismo, mayor interés en tratar esta cuestión de manera por completo general, y lo que ella implica esencialmente es, en el fondo, una comparación entre dos modos de pensamiento diferentes, el pensamiento metafísico puro y el pensamiento específicamente religioso.

El punto de vista metafísico, ya lo dijimos, es el único verdaderamente universal, por lo tanto ilimitado; cualquier otro punto de vista está, por consiguiente, más o menos especializado y obligado, por su naturaleza propia, a ciertas limitaciones. Mostramos ya que así es principalmente desde el punto de vista científico, y mostraremos también que lo mismo sucede con otros diversos puntos de vista a los que se agrupa por lo general bajo la denominación común y bastante vaga de filosóficos, y que, por lo demás, no difieren muy profundamente del punto de vista científico propiamente dicho, aunque se presenten con pretensiones mayores y del todo injustificadas. Ahora bien, esta limitación esencial, susceptible de ser más o menos estrecha, existe también para el punto de vista teológico; en otros términos, éste es también un punto de vista especial, aunque, naturalmente, no lo sea de la misma manera que el de las ciencias, ni en los límites que le asignan un alcance tan restringido; pero es precisamente porque la teología está, en un sentido, más cerca de la metafísica que las ciencias, por lo que es más delicado distinguirla claramente, y por lo que pueden introducirse confusiones con más facilidad todavía aquí que en otras partes. De hecho, no han dejado de producirse estas confusiones y han llegado hasta un trastorno de las relaciones que deberían existir normalmente entre la metafísica y la teología, puesto que aun en la Edad Media, que fue sin embargo la única época en que la civilización occidental recibió un desarrollo verdaderamente intelectual, sucedió que la metafísica, por otra parte insuficientemente separada de diversas consideraciones de orden simplemente filosófico, fue concebida como dependiente de la teología; y si pudo ser así, fue porque la metafísica, tal como la consideró la doctrina escolástica, había permanecido incompleta, de manera que no podía uno darse cuenta por completo de su carácter de universalidad, que implica la ausencia de cualquier limitación, puesto que no se la concebía efectivamente sino dentro de ciertos límites, y que ni siquiera se sospechaba que hubiese más allá de estos límites una posibilidad de concepción. Esta observación suministra una excusa suficiente al error que se cometió entonces, y es cierto que los Griegos, aun en la medida en que hicieron metafísica verdadera, habrían podido engañarse exactamente de la misma manera, si hubiese habido entre ellos algo que correspondiese a lo que es la teología en las religiones judeo-cristianas; esto es, en suma, lo que ya dijimos, que los Occidentales, aun los que fueron verdaderamente metafísicos hasta cierto punto, no conocieron nunca la metafísica total. Acaso hubo, sin embargo, excepciones individuales, porque, así como lo notamos antes, nada se opone en principio a que haya habido, en todos los tiempos y en todos los países, hombres que pudieran alcanzar el conocimiento metafísico completo; y esto sería posible aun en el mundo occidental de hoy, aunque más difícilmente sin duda, en razón de las tendencias generales de la mentalidad que determinan un medio tan desfavorable como es posible bajo este concepto. De todos modos, conviene agregar que si ha habido tales excepciones no existe de ellas ningún testimonio escrito, y que no han dejado huella en lo que es habitualmente conocido, lo que por lo demás no prueba nada en el sentido negativo, y que tampoco tiene nada de sorprendente dado que, si se produjeron efectivamente casos de este género, sólo pudo ser gracias a circunstancias muy particulares, acerca de cuya naturaleza no nos es posible insistir aquí.

Volviendo a la cuestión que nos ocupa, recordaremos que indicamos ya lo que distingue, de la manera más esencial, una doctrina metafísica de un dogma religioso: mientras que el punto de vista metafísico es puramente intelectual, el punto de vista religioso implica, como característica fundamental, la presencia de un elemento sentimental que influye sobre la misma doctrina y que no le permite conservar la actitud de una especulación puramente desinteresada; esto es, en efecto, lo que acontece con la teología, aunque de manera más o menos marcada según que se considere una u otra de las diferentes ramas en que se la puede dividir. Este carácter sentimental en ninguna parte se acentúa tanto como en la forma propiamente "mística" del pensamiento religioso; y decimos a este propósito que, en contra de una opinión muy difundida, el misticismo, por el hecho de que no podría ser concebido fuera del punto de vista religioso, es totalmente desconocido en Oriente. No entraremos aquí en detalles más amplios sobre el particular, lo que nos conduciría a desarrollos muy extensos; en la confusión tan común que acabamos de señalar, y que consiste en atribuir una interpretación mística a ideas que de ningún modo lo son, se puede ver un ejemplo de la tendencia habitual de los occidentales, en virtud de la cual quieren encontrar por doquiera el equivalente puro y simple de los modos de pensamiento que les son propios.

La influencia del elemento sentimental daña de modo evidente la pureza intelectual de la doctrina, y representa, en suma, hay que decirlo, una decadencia con relación al pensamiento metafísico, decadencia que, por lo demás, ahí donde se ha producido principal y generalmente, es decir, en el mundo occidental, fue en cierto modo inevitable y aun necesaria en un sentido, si la doctrina tenía que adaptarse a la mentalidad de los hombres a los que se dirigía especialmente, y en los que predominaba la sentimentalidad sobre la inteligencia, predominio que alcanzó su más alto grado en los tiempos modernos. Sea de ello lo que fuere, no es menos cierto que el sentimiento no es más que relatividad y contingencia, y que una doctrina que se dirige a él y sobre la cual él reacciona no puede ser por ella misma sino relativa y contingente; y esto puede observarse con particularidad a propósito de la necesidad de "consolaciones", a la cual responde, en una amplia medida, el punto de vista religioso. La verdad, por sí misma, no tiene por qué ser consoladora; si alguien la encuentra así, tanto mejor para él, ciertamente, pero el consuelo que experimenta no viene de la doctrina, no viene más que de él mismo y de las disposiciones particulares de su propia sentimentalidad. Por el contrario, una doctrina que se adapta a las exigencias del ser sentimental, y que debe por lo tanto revestirse ella misma de una forma sentimental, no puede ser ya identificada a la verdad absoluta y total; la alteración profunda que produce en ella la entrada de un principio consolador es correlativa de un desfallecimiento intelectual de la colectividad humana a la cual se dirige. Por otro lado, de ahí nace la diversidad profunda de los dogmas religiosos, que acarrea su incompatibilidad, porque mientras que la inteligencia es una, y la verdad en toda la medida en que es comprendida no puede serlo más que de una manera, la sentimentalidad es diversa, y la religión que tienda a satisfacerla deberá esforzarse por adaptarse lo mejor que sea posible a sus modos múltiples, que son diferentes y variables según las razas y las épocas. Esto no quiere decir que todas las formas religiosas sufran en un grado equivalente, en su parte doctrinal, la acción disolvente del sentimentalismo, ni la necesidad de cambio que le es consecutiva; la comparación del Catolicismo y del Protestantismo, por ejemplo, sería particularmente instructiva a este respecto.

Podemos ver ahora que el punto de vista teológico no es más que una particularización del punto de vista metafísico, particularización que implica una alteración proporcional; es, si se quiere, una aplicación a condiciones contingentes, una adaptación cuyo modo está determinado por la naturaleza de las exigencias a las que debe responder, puesto que estas exigencias especiales son, después de todo, su única razón de ser. Resulta de aquí que toda verdad teológica podrá, por una transposición que la libere de su forma específica, ser encauzada a la verdad metafísica correspondiente, de la que no es más que una especie de traducción, pero sin que haya por esto equivalencia efectiva entre los dos órdenes de concepciones: hay que recordar aquí lo que antes dijimos, que todo lo que puede ser considerado bajo un punto de vista individual puede serlo también desde el punto de vista universal, sin que estos dos puntos de vista estén por esto menos profundamente separados. Si seguidamente se consideran las cosas en sentido inverso, habrá que decir que ciertas verdades metafísicas, pero no todas, son susceptibles de ser traducidas en lenguaje teológico, porque hay que tener en cuenta esta vez todo lo que, no pudiendo considerarse desde ningún punto de vista individual, pertenece exclusivamente a la metafísica: lo universal no podría encerrarse todo entero en un punto de vista especial, como tampoco en una forma cualquiera, lo que por lo demás es la misma cosa en el fondo. Lo mismo vale para las verdades que pueden recibir la traducción de que se trata; esta traducción, como cualquiera otra fórmula, siempre es incompleta y parcial, y lo que deja fuera de ella mide precisamente todo lo que separa el punto de vista de la teología del de la metafísica pura. Ello se podría apoyar en numerosos ejemplos; pero estos mismos ejemplos, para ser comprendidos, presupondrían desarrollos doctrinales que no podemos emprender aquí; tal sería, para limitarnos a un caso típico entre otros, una comparación establecida entre la concepción metafísica de la "Liberación" en la doctrina hindú y la concepción teológica de la "salvación" en las religiones occidentales, concepciones esencialmente distintas, que sólo la incomprehensión de algunos orientalistas ha pretendido asimilar, de un modo, por otro lado, puramente verbal. Notemos de paso, puesto que se presenta aquí la ocasión, que casos como éste deben servir para poner en guardia contra otro peligro muy real: si se afirma a un hindú, al que son extrañas las concepciones occidentales, que los europeos entienden por "salvación" exactamente lo que él mismo entiende por "Moksha", no tendrá ninguna razón, sin duda, para discutir esta aserción o para sospechar de su exactitud, y podría suceder después, por lo menos hasta que esté mejor informado, que él mismo emplease esta palabra "salvación" para designar una concepción que no tiene nada de teológica; habría entonces incomprehensión recíproca, y la confusión se haría más inextricable. Sucede lo mismo con las confusiones que se producen por la asimilación no menos errónea del punto de vista metafísico con los puntos de vista filosóficos occidentales: recordamos el ejemplo de un musulmán que aceptó de buen grado y como cosa del todo natural la denominación de "panteísmo islámico" atribuida a la doctrina metafísica de la "Identidad suprema", pero que, en cuanto se le hubo explicado lo que es realmente el panteísmo en el sentido propio de esta palabra, principalmente en Spinoza, rechazó con verdadero horror semejante nombre.

Por lo que hace a la manera como se puede comprender lo que hemos llamado la traducción de las verdades metafísicas en lenguaje teológico, pondremos sólo un ejemplo en extremo simple y elemental: esta verdad metafísica inmediata: "el Ser es", si se quiere expresar en modo teológico o religioso, dará nacimiento a esta otra proposición: "Dios existe", que no le sería estrictamente equivalente sino con la doble condición de concebir a Dios como el Ser universal, lo que está muy lejos de haber tenido lugar siempre efectivamente, y la de identificar la existencia al ser puro, lo que es metafísicamente inexacto. Sin duda, este ejemplo, por su gran simplicidad, no responde por completo a lo que puede haber de más profundo en las concepciones teológicas; tal como es, no carece de interés, porque es precisamente de la confusión entre lo que está implicado respectivamente, en las dos fórmulas que acabamos de citar, confusión que procede de la de los dos puntos de vista correspondientes, es de ahí, decimos, de donde resultan las controversias interminables que han surgido en torno del famoso "argumento ontológico", el cual es, él mismo, un producto de está confusión. Otro punto importante que podemos notar desde luego a propósito de este mismo ejemplo, es el de que las concepciones teológicas, por no estar al abrigo de las influencias individuales como lo están las concepciones metafísicas puras, pueden variar de un individuo a otro, y sus variaciones están entonces en función de las de la más fundamental de entre ellas, queremos decir de la concepción misma de la Divinidad: los que discuten sobre cosas tales como las "pruebas de la existencia de Dios" deberían, ante todo, para poder entenderse, asegurarse de que, al pronunciar la misma palabra "Dios", quieren expresar con ella una concepción idéntica, y se darían cuenta a menudo de que no es así, de manera que tienen tantas probabilidades de ponerse de acuerdo como si hablaran lenguas diferentes. Es aquí, sobre todo, en el dominio de estas variaciones individuales, de las cuales la teología oficial y docta no podría ser de ningún modo responsable, donde se manifiesta una tendencia eminentemente antimetafísica que es casi general entre los occidentales, y que constituye propiamente el antropomorfismo; pero esto requiere algunas explicaciones complementarias, que nos permitirán considerar otro aspecto de la cuestión.

Capítulo VII: SIMBOLISMO Y ANTROPOMORFISMO

El nombre de "símbolo", en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal lo mismo que figurada: la palabra no puede tener otra función, ni otra razón de ser que la de simbolizar la idea, es decir, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente analógica. Comprendido así, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o de imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del cual el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente natural al espíritu humano, por lo tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas, las enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro no hay, a decir verdad, límites precisos, porque es cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, también en esta segunda acepción, por más que sólo en China haya permanecido así de manera exclusiva. Sea como fuere, el simbolismo, tal como se le entiende comúnmente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y esto se comprende con facilidad si se piensa que es un medio de expresión mucho menos estrechamente limitado que el lenguaje usual; sugiriendo más aún de lo que expresa, es el sostén más apropiado para posibilidades de concepción que no podrían alcanzar las palabras. Este simbolismo, en el cual lo indefinido conceptual no excluye un rigor matemático, y que concilia así exigencias aparentemente contrarias es, pues, valga la expresión, la lengua metafísica por excelencia; y, además, símbolos primitivamente metafísicos pudieron, por un proceso de adaptación secundaria paralela a la de la doctrina misma, volverse ulteriormente símbolos religiosos. Los ritos, sobre todo, tienen un carácter eminentemente simbólico a cualquier dominio que se vinculen, y siempre es posible la transposición metafísica para el significado de los ritos religiosos, lo mismo que para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, hay que remontarse del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. No pretendemos decir, por lo demás, que los ritos no sean mas que puros símbolos; son esto sin duda, y no pueden dejar de serlo, so pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero se les debe concebir al mismo tiempo como poseedores en sí mismos de una eficacia propia, como medios de realización que obran con vistas al fin al cual están adaptados y subordinados. Ésta es, evidentemente, en el plano religioso, la concepción católica de la virtud del "sacramento"; es también, metafísicamente, el principio de ciertas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, cuando debe servir esencialmente de apoyo a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el mismo sacramento religioso, mientras es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de sostén para la "influencia espiritual" que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de manera análoga al caso en el cual las potencialidades intelectuales incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. En este aspecto, el rito es también un caso particular del símbolo: es, podría decirse, un símbolo "producido", pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es él en realidad, y no sólo su exterioridad contingente: aquí, como en el estudio de los textos, hay que saber ir más allá de la "letra" para dar paso al "espíritu". Ahora bien, esto es precisamente lo que no hacen por lo común los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas suministran un ejemplo característico, porque consisten muy a menudo en desnaturalizar los símbolos estudiados, de la misma manera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente los que encuentra a su alcance. El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa por incapacidad de elevarse hasta su significado puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda "idolatría" en el sentido propio de esta palabra, el que le da el Islamismo de manera particularmente precisa. Cuando sólo se ve la forma exterior del símbolo, su razón de ser y su eficacia actual desaparecen igualmente; el símbolo no es más que un "ídolo", es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que pura "superstición", hasta que no se encuentre alguien cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que perdió, o por lo menos lo que no contiene ya sino en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido cayó en el olvido, y especialmente el de toda religión a la que la incomprehensión común de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; citamos ya el ejemplo más notable quizá de esta degeneración, el de la religión griega. También entre los Griegos se encuentra en su grado más alto una tendencia que aparece como inseparable de la "idolatría" y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: no concebían sus dioses como representantes de ciertos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres de forma humana, dotados de sentimientos humanos, y obrando a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, no tenían ya nada que pudiera distinguirse de la forma con que los habían revestido el arte y la poesía, no eran nada literalmente fuera de esta misma forma. Una antropomorfización tan completa dio pretexto a lo que se ha llamado, con el nombre de su inventor, el "evemerismo", es decir, la teoría según la cual los dioses no fueron en su origen más que hombres ilustres; no se podría en verdad, ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera todavía que la de ciertos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o un ensayo de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del "mito solar". El "mito", como el "ídolo", sólo ha sido siempre un símbolo incomprendido: el uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los Griegos la poesía produjo el primero como el arte produjo el segundo; pero en los pueblos donde, como en los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni uno ni otro podían nacer, y no lo pudieron en efecto sino en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los intérpretes de lo que no comprendían. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de orden inferior a lo simbolizado. De igual manera, es sin duda una tendencia general y natural del hombre la de utilizar la forma humana en el simbolismo; pero esto, que no se presta en sí a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye de ningún modo el antropomorfismo, siempre que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada semejante a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos con figura humana, aunque de uso corriente, no se tornaron "ídolos" jamás; y se puede hacer notar a este propósito cuánto se opone el simbolismo a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero ahí donde el arte no es más que un medio de expresión y como un vehículo de ciertas concepciones intelectuales, no se le podría evidentemente considerar como un fin en sí, lo que sólo acontece en los pueblos en los que predomina la sentimentalidad. Sólo a estos mismos pueblos les es natural el antropomorfismo, y hay que notar que es entre ellos, por la misma razón, donde se pudo constituir el punto de vista propiamente religioso; pero, por otra parte, la religión se esforzó siempre en ellos por reaccionar contra la tendencia antropomórfica y por combatirla en principio, cuando su concepción más o menos falseada en el espíritu popular contribuyó a veces por el contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los Judíos y los Arabes, son vecinos en este aspecto de los pueblos occidentales: no podría haber, en efecto, otra razón para la prohibición de los símbolos con figura humana, común al Judaísmo y al Islamismo, pero con la restricción de que, en este último, jamás se aplicó rigurosamente entre los Persas, para los cuales el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, ya que, más orientales que los Arabes, y además de otra raza, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo.

Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de "creación"; esta concepción, que es tan extraña a los orientales, con excepción de los musulmanes, como lo fue a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción, que recibió con el Cristianismo, porque "creare" no quiso decir al principio más que "hacer", sentido que ha guardado siempre en sánscrito, el de la raíz verbal "kri", que es idéntico a esta palabra; hubo ahí un cambio profundo de significado, y éste es, como lo hemos dicho, similar al del término "religión".

Es evidente que la idea de que se trata pasó del Judaísmo al Cristianismo y al Islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, en el fondo es la misma que la de la interdicción de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como a un ser más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener por corolario natural, por donde quiera que existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente "demiúrgico", queremos decir una acción que se ejerce sobre una "materia" que se supone exterior a él, lo cual es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad y de la infinitud divinas, afirmar expresamente que Dios ha "hecho el mundo de nada", es decir, en suma, de nada que le fuese exterior, suposición que tendría por efecto limitarlo dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica es aquí la expresión de un absurdo metafísico, lo que por lo demás es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, se volvió muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, en esta forma derivada, no apareció ya evidente. La concepción teológica de la "creación" es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la "manifestación universal", y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero no hay, por lo demás, equivalencia que establecer entre estas dos concepciones, puesto que hay necesariamente entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los cuales se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que expusimos en el capítulo precedente.

Capítulo VIII: PENSAMIENTO METAFÍSICO Y PENSAMIENTO FILOSÓFICO

Hemos dicho que la metafísica, que está profundamente separada de la ciencia, no lo está menos de cuanto los occidentales, y sobre todo los modernos, designan con el nombre de filosofía, bajo el cual se encuentran reunidos elementos muy heterogéneos, y hasta desemejantes por completo. Poco importa aquí la intención primera que los Griegos hayan querido encerrar en esta palabra "filosofía", que parece haber comprendido al principio para ellos, de manera bastante indistinta, todo conocimiento humano, en los limites en que eran aptos para concebirlo; sólo nos preocuparemos de lo que actualmente existe de hecho bajo esta denominación. Sin embargo, conviene hacer notar en primer lugar que, cuando hubo en Occidente metafísica verdadera, se trató siempre de unirla a consideraciones que dependen de puntos de vista especiales y contingentes, para hacerla entrar con ellas en un conjunto que llevaba el nombre de filosofía; esto muestra que los caracteres esenciales de la metafísica, con las distinciones profundas que implican, no fueron separados con claridad suficiente. Diremos más: el hecho de tratar a la metafísica como a una rama de la filosofía, ya sea colocándola así en el mismo plano de no importa qué relatividades, o bien calificándola de "filosofía primera", como, lo hizo Aristóteles, denota esencialmente un desconocimiento de su verdadero alcance y de su carácter de universalidad: el todo absoluto no puede ser parte de alguna cosa, y lo universal no puede ser encerrado o comprendido en cualquier cosa que sea. Este hecho es, por sí solo, una prueba evidente del carácter incompleto de la metafísica occidental, la cual se reduce a la sola doctrina de Aristóteles y de los escolásticos; porque, con excepción de algunas consideraciones fragmentarias que pueden encontrarse diseminadas aquí y allá, o bien de cosas que no son conocidas de manera bastante cierta, no se encuentra en Occidente, por lo menos a partir de la antigüedad clásica, ninguna otra doctrina que sea verdaderamente metafísica, ni siquiera con las restricciones que exige la mezcla de elementos contingentes, científicos, teológicos o de cualquiera otra naturaleza; no hablamos de los alejandrinos, sobre los que se ejercieron directamente influencias orientales.

Si consideramos la filosofía moderna en su conjunto, podemos decir, de manera general, que su punto de vista no presenta ninguna diferencia verdaderamente esencial con el punto de vista científico: es siempre un punto de vista racional, o por lo menos que pretende serlo, y cualquier conocimiento que se mantiene en el dominio de la razón, se le califique o no de filosófico, es propiamente un conocimiento de orden científico; si pretende ser otra cosa, pierde por este hecho todo valor, aún relativo, atribuyéndose un alcance que no podría tener legítimamente: es el caso de lo que llamaremos la pseudo-metafísica. Por otra parte, la distinción del dominio filosófico y del dominio científico es tanto menos justificada cuanto que el primero comprende, entre sus múltiples elementos, ciertas ciencias que son tan especiales y restringidas como las otras, sin ningún carácter que pueda diferenciarlas de manera que se les pueda conceder un rango privilegiado; tales ciencias, como la psicología o la sociología por ejemplo, son llamadas filosóficas sólo por el efecto de un uso que no se funda en ninguna razón lógica, y la filosofía no tiene más que una unidad puramente ficticia, histórica si se quiere, sin que se pueda decir por qué no se ha tomado o conservado la costumbre de hacer entrar en ella también a otras ciencias cualesquiera. Por lo demás, ciencias que fueron consideradas como filosóficas en cierta época no lo son ahora, y les basta con adquirir un desarrollo mayor para salir de este conjunto mal definido, sin que haya cambiado para nada su naturaleza intrínseca; el hecho de que algunas permanezcan todavía en él, es un vestigio de la extensión que los Griegos dieron primitivamente a la filosofía, que comprendía en efecto a todas las ciencias.

Dicho esto, es evidente que la metafísica verdadera no puede tener más relaciones, ni relaciones de otra naturaleza, con la psicología, por ejemplo, de las que tiene con la física o con la fisiología: éstas son, exactamente del mismo modo, ciencias de la naturaleza, es decir ciencias físicas en el sentido primitivo y general de esta palabra. Con mayor razón, la metafísica no puede depender en ningún grado de una ciencia especial: pretender darle una base psicológica, como lo querrían algunos filósofos que no tienen otra excusa que la de ignorar totalmente lo que ella es en realidad, es querer hacer depender lo universal de lo individual, el principio de sus consecuencias más o menos indirectas y lejanas, y es también, por otro lado, terminar fatalmente en una concepción antropomórfica y, por lo mismo, propiamente antimetafísica. La metafísica debe necesariamente bastarse a sí misma, siendo el único conocimiento verdaderamente inmediato, y no puede fundarse sobre otra cosa, por el hecho mismo de que es el conocimiento de los principios universales de los cuales se deriva todo lo demás, comprendidos los objetos de las diferentes ciencias, que éstas aíslan de estos principios para considerarlos según sus puntos de vista especiales; y esto, por parte de las ciencias, es sin duda legítimo, puesto que no podrían conducirse de otro modo y unir sus objetos a principios universales, sin salir de los límites de sus dominios propios. Esta última observación muestra que no hay que pensar tampoco en fundar directamente las ciencias sobre la metafísica: la misma relatividad de sus puntos de vista constitutivos es la que les asegura a este respecto cierta autonomía, cuyo desconocimiento tendería a provocar conflictos ahí donde normalmente no deberían producirse; este error, que gravita pesadamente sobre toda la filosofía moderna, fue inicialmente el de Descartes que, por lo demás, sólo hizo pseudo-metafísica y que no se interesó en ella sino a título de prefacio a su física, a la que creyó dar así fundamentos más sólidos.

Si ahora consideramos la lógica, el caso es algo diferente del de las ciencias que hemos considerado hasta aquí, y a todas las cuales se les puede llamar experimentales porque tienen como base los datos de la observación. La lógica es también una ciencia especial, puesto que es esencialmente el estudio de las condiciones propias del entendimiento humano; pero tiene un lazo más directo con la metafísica, en el sentido de que lo que se denomina los principios lógicos no son más que la aplicación y la especificación, en un dominio determinado, de verdaderos principios, que son de orden universal; se puede, pues, con respecto a ellos, operar una transposición del mismo género que la que indicamos como posible a propósito de la teología. La misma observación puede hacerse igualmente en lo que concierne a las matemáticas: éstas, aunque de un alcance restringido, puesto que se limitan exclusivamente al solo dominio de la cantidad, aplican a su objeto especial principios relativos que pueden ser considerados como constitutivos de una determinación inmediata con relación a ciertos principios universales. Así pues, la lógica y las matemáticas, son, en todo el dominio científico, las que ofrecen más relaciones reales con la metafísica; pero, bien entendido, porque entran en la definición general del conocimiento científico, es decir en los límites de la razón y en el orden de las concepciones individuales, también ellas están profundamente separadas de la metafísica pura. Esta separación no permite conceder un valor efectivo a puntos de vista que se establecen como más o menos mixtos entre la lógica y la metafísica, como el de las "teorías del conocimiento" y que han adquirido tanta importancia en la filosofía moderna; reducidas a lo que pueden contener de legítimo, estas teorías no son más que lógica pura y simple, y, en la parte en que pretenden superar a la lógica, no son más que fantasías pseudo-metafísícas sin la menor consistencia. En una doctrina tradicional, la lógica sólo ocupa el sitio de una rama de conocimiento secundario y dependiente, y es lo que sucede en efecto tanto en China como en la India; como la cosmología, que estudió también la Edad Media occidental, pero que ignora la filosofía moderna, no es más que una aplicación de los principios metafísicos desde un punto de vista especial y en un dominio determinado; insistiremos sobre el particular a propósito de las doctrinas hindúes.

Lo que acabamos de decir de las relaciones de la metafísica y de la lógica podrá asombrar algo a los que están acostumbrados a considerar que la lógica domina en un sentido todo conocimiento posible, porque una especulación de un orden cualquiera no es valedera sino a condición de conformarse rigurosamente a sus leyes; sin embargo, es evidente que la metafísica, siempre en razón de su universalidad, no puede ser dependiente de la lógica, como no puede estarlo de no importa qué otra ciencia, y se podría decir que hay aquí un error que proviene de que no se concibe el conocimiento más que en el dominio de la razón. Hay que distinguir, eso sí, entre la metafísica misma, como concepción intelectual pura, y su exposición formulada: mientras que la primera escapa totalmente a las limitaciones individuales, por lo tanto a la razón, la segunda, en la medida en que ella es posible, no puede consistir más que en una especie de traducción de las verdades metafísicas en modo discursivo y racional, porque la misma constitución de cualquier lenguaje humano no permite que sea de otro modo. La lógica, como las matemáticas, es exclusivamente una ciencia del razonamiento; la exposición metafísica puede revestir un carácter análogo en su forma nada más, y, si entonces debe conformarse a las leyes de la lógica, es que estas mismas leyes tienen un fundamento metafísico esencial, sin el cual carecerían de valor; al mismo tiempo, es necesario que esta exposición, para que tenga un alcance metafísico verdadero, sea formulada siempre de tal manera que, como lo indicamos ya, deje abiertas posibilidades ilimitadas, de concepción como el dominio mismo de la metafísica.

En cuanto a la moral, hablando desde el punto de vista religioso, hemos dicho en parte lo que es, pero nos reservamos entonces lo que se refiere a su concepción propiamente filosófica, en cuanto es claramente distinta de su concepción religiosa. No hay nada, en todo el dominio de la filosofía, que sea más relativo y más contingente que la moral; a decir verdad, no es ya ni siquiera un conocimiento de orden más o menos restringido, sino simplemente un conjunto de consideraciones más o menos coherentes cuyo fin y alcance no podrían ser más que puramente prácticos, aunque a menudo se haga uno muchas ilusiones sobre el particular. Se trata exclusivamente, en efecto, de formular reglas que sean aplicables a la acción humana, y cuya razón de ser está por completo en el orden social porque estas reglas no tendrían ningún sentido fuera del hecho de que los individuos humanos viven en sociedad, constituyendo colectividades más o menos organizadas; y aun se las formula colocándose en un punto de vista especial, que, en lugar de no ser más que social como entre los orientales, es el punto de vista específicamente moral, y extraño a la mayoría de la humanidad. Hemos visto cómo podía introducirse este punto de vista en las concepciones religiosas, por la sujeción del orden social a una doctrina que ha sufrido la influencia de elementos sentimentales; pero haciendo a un lado este caso, no se ve bien lo que puede servirle de justificación. Fuera del punto de vista religioso, que da un sentido a la moral, todo lo que se relaciona con este orden debería reducirse lógicamente a un conjunto de puras y simples convenciones, establecidas y observadas únicamente con vistas a hacer posible y soportable la vida en sociedad; pero, si se reconociese francamente este carácter convencional y tomase uno su partido, no habría ya moral filosófica. También la sentimentalidad interviene aquí y para encontrar materia con la cual satisfacer sus necesidades especiales, se esfuerza por tomar y hacer tomar estas convenciones por lo que no son: de allí un despliegue de consideraciones diversas, unas que permanecen nítidamente sentimentales tanto en su forma como en su fondo, otras disfrazándose bajo apariencias más o menos racionales. Por lo demás, si la moral, como todo lo que corresponde a las contingencias sociales, varía grandemente según los tiempos y los países, las teorías morales que aparecen en un medio dado, por opuestas que puedan parecer, tienden todas a la justificación de las mismas reglas prácticas, que son siempre las que se observan comúnmente en este mismo medio; ello bastaría para mostrar que estas teorías carecen de todo valor real, porque están construidas por cada filósofo para poner –cuando ya es tarde- su conducta y la de sus semejantes, o por lo menos la de los que están más próximos a él, de acuerdo con sus propias ideas y sobre todo con sus propios sentimientos. Hay que hacer notar que el nacimiento de estas teorías morales se produce sobre todo en las épocas de decadencia intelectual, sin duda porque esta decadencia es correlativa o consecutiva a la expansión del sentimentalismo, y también porque, divagando sobre especulaciones ilusorias, se conserva por lo menos la apariencia del pensamiento ausente; este fenómeno tuvo lugar sobre todo entre los Griegos, cuando su intelectualidad proporcionó, con Aristóteles, todo aquello de lo que era susceptible: para las escuelas filosóficas posteriores, tales como las de los epicúreos y de los estoicos, todo se subordinó al punto de vista moral, y lo que determinó su éxito entre los Romanos, para los que cualquier especulación más elevada hubiera sido muy difícilmente accesible. El mismo carácter se encuentra en la época actual, en la que el "moralismo" se vuelve extrañamente invasor pero, sobre todo esta vez, por una degeneración del pensamiento religioso, como lo demuestra el caso del Protestantismo; es natural, por otra parte, que pueblos de mentalidad puramente práctica, cuya civilización es del todo material, traten de satisfacer sus aspiraciones sentimentales con este falso misticismo que encuentra una de sus expresiones en la moral filosófica.

Hemos pasado revista a todas las ramas de la filosofía que presentan un carácter bien definido; pero hay además, en el pensamiento filosófico, toda clase de elementos bastante mal determinados, que no se pueden hacer entrar propiamente en ninguna de estas ramas y cuya ligazón no está constituida por algún rasgo de su propia naturaleza, sino sólo por el hecho de su agrupamiento en el interior de una misma concepción sistemática. Por ello, después de haber separado por completo la metafísica de las diversas ciencias llamadas filosóficas, hay que distinguirla, además, no menos profundamente, de los sistemas filosóficos, una de cuyas causas más comunes es, lo dijimos ya, la pretensión a la originalidad intelectual; el individualismo que se afirma en esta pretensión es manifiestamente contrario a cualquier espíritu tradicional, y también incompatible con cualquier concepción que tenga un alcance metafísico verdadero. La metafísica pura excluye esencialmente todo sistema, porque un sistema, cualquiera que sea, se presenta como una concepción cerrada y limitada, como un conjunto más o menos estrechamente definido y limitado, lo que de ningún modo es conciliable con la universalidad de la metafísica; y, por lo demás, un sistema filosófico es siempre el sistema de alguien, es decir una construcción cuyo valor no puede ser más que individual. Además, cualquier sistema está necesariamente establecido sobre un punto de partida especial y relativo, y puede decirse que no es, en suma, sino el desarrollo de una hipótesis, mientras que la metafísica, que tiene un carácter de absoluta certidumbre, no podría admitir nada de hipotético. No queremos decir que todos los sistemas no puedan contener cierta parte de verdad, en lo que se refiere a tal o cual punto particular; pero es que son ilegítimos en tanto que sistemas, y a la forma sistemática misma le es inherente la falsedad radical de tal concepción tomada en su conjunto. Leibniz decía con razón que "todo sistema es verdadero en lo que afirma y falsa en lo que niega", es decir, en el fondo, que es tanto más falso cuanto más estrechamente limitado está, o, lo que equivale a lo mismo, más sistemático, porque semejante concepción termina inevitablemente en la negación de todo lo que es impotente para contener; y esto debería, en toda justicia, aplicarse al mismo Leibniz, así como a los otros filósofos, en la medida que su propia concepción se presenta también como sistema; todo lo que se encuentra en él de metafísica verdadera está, por lo demás, tomado de la escolástica, y eso, desnaturalizado a menudo, por mal comprendido. Para la verdad de lo que afirma un sistema, no habría que ver ahí la expresión de un "eclecticismo" cualquiera; esto equivale a decir que un sistema es verdadero en la medida que permanece abierto sobre posibilidades menos limitadas, lo que es evidente, pero que implica precisamente la condenación del sistema como tal. Como la metafísica está fuera y más allá de las relatividades, que pertenecen todas al orden individual, escapa por eso mismo a toda sistematización, y no se deja encerrar en ninguna fórmula. Ahora se puede comprender lo que entendemos exactamente por pseudo-metafísica: es todo lo que, en los sistemas filosóficos, se presenta con pretensiones metafísicas, totalmente injustificadas por el hecho de la misma forma sistemática, que basta para quitar a las consideraciones de este género cualquier alcance real. Ciertos problemas que habitualmente plantea el pensamiento filosófico aparecen hasta como desprovistos, no sólo de toda importancia, sino de todo significado; hay allí una multitud de cuestiones que sólo descansan sobre un equívoco, sobre una confusión de puntos de vista, que no existen en el fondo sino porque están mal planteadas, y porque no hay motivo para plantearlas realmente; bastaría pues, en muchos casos, con precisar su enunciado para hacerlas desaparecer pura y simplemente, si la filosofía no tuviera, por el contrario, el mayor interés en conservarlas, porque vive sobre todo de equívocos. Hay también otras cuestiones, que pertenecen a órdenes de ideas muy diversos, que se pueden plantear, pero para las cuales un enunciado preciso y exacto acarrearía una solución casi inmediata, porque la dificultad que en ellas se encuentra es más verbal que real; pero si entre estas cuestiones hay algunas cuya naturaleza sería susceptible de tener cierto alcance metafísico, lo pierden completamente por estar incluidas en un sistema, porque no basta que una cuestión sea de naturaleza metafísica, se necesita además que, siendo reconocida como tal, sea considerada y tratada metafísicamente. Es evidente, en efecto, que una misma cuestión puede ser tratada, ya sea desde el punto de vista metafísico, o bien desde otro punto de vista cualquiera; así también las consideraciones a las cuales la mayoría de los filósofos han creído oportuno entregarse sobre toda clase de cosas, pueden ser más o menos interesantes en sí mismas, pero no tienen, en todo caso, nada de metafísico. Es por lo menos lamentable que la falta de precisión que es tan característica del pensamiento occidental moderno, y que aparece tanto en las mismas concepciones como en su expresión, y permite discutir indefinidamente sin discernimiento y sin llegar a resolver nada, deje libre el campo a una multitud de hipótesis que con seguridad tiene uno el derecho de llamar filosóficas, pero que no tienen absolutamente nada en común con la metafísica verdadera. A este propósito podemos también hacer notar, de manera general, que las cuestiones que se plantean en cierto modo accidentalmente, que sólo tienen un interés particular y momentáneo, como se encuentran muchas en la historia de la filosofía moderna, están por esto mismo manifiestamente desprovistas de cualquier carácter metafísico, puesto que este carácter no es otra cosa que la universalidad; las cuestiones de este género pertenecen por lo común a la categoría de los problemas cuya existencia es artificial. No puede ser verdaderamente metafísico, lo repetimos una vez más, sino lo que es absolutamente estable, permanente, independiente de todas las contingencias, y en particular de las contingencias históricas; lo que es metafísico, es lo que no cambia, y es también la universalidad de la metafísica lo que hace su unidad esencial, independientemente de la multiplicidad de los sistemas filosóficos así como de los dogmas religiosos, y, por consecuencia, su profunda inmutabilidad.

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