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Oriente y occidente, por Abd Al-Wahid Yahia (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Como el Nyâya, el Vaishêsika distingue cierto número de padârthas, pero, naturalmente, determinándolos desde un punto de vista distinto; estos padârthas no coinciden pues con los del Nyâya, y pueden hasta entrar todos en las subdivisiones del segundo de éstos, pramêya, o "lo que es objeto de prueba". El Vaishêsika considera seis padârthas, de los cuales, el primero se llama dravya; se traduce ordinariamente esta palabra por "sustancia", y se puede hacerlo en efecto, a condición de entender este término, no en el sentido metafísico o universal, sino exclusivamente en el sentido relativo en el que designa la función del sujeto lógico, y que es el que tiene igualmente en la concepción de las categorías de Aristóteles. El segundo padârtha es la cualidad, que es llamada guna, palabra que volveremos a encontrar a propósito del Sânkhya, pero aplicada de otro modo; aquí, las cualidades de que se trata son los atributos de los seres manifestados, lo que la escolástica llama "accidentes" considerándolos con relación a la sustancia o al sujeto de los cuales es el soporte, en el orden de la manifestación en modo individual. Si se transpusiesen estas mismas cualidades más allá de este modo especial para considerarlas en el principio mismo de su manifestación, se debería considerarlas como constitutivas de la esencia, en el sentido en que este término designa un principio correlativo y complementario de la sustancia, ya sea en el orden universal, o también, relativamente y por correspondencia analógica, en el orden individual; pero la esencia, aun individual, en la cual los atributos residen "eminentemente" y no "formalmente", escapa al punto de vista del Vaishêsika, que está del lado de la existencia entendida en su sentido más estricto, y por ello los atributos no son verdaderamente para él más que "accidentes". Hemos expuesto voluntariamente estas últimas concepciones en un lenguaje que debe hacerlas más particularmente comprensibles a los que están acostumbrados a la doctrina aristotélica y escolástica; tal lenguaje es, en, este caso el menos inadecuado de los que el Occidente pone a nuestra disposición. La sustancia, en los dos sentidos de que es susceptible esta palabra, es la raíz de la manifestación, pero no está manifestada en sí misma, no lo está sino en y por sus atributos, que son sus modalidades, y que, inversamente, no tienen existencia real, según este orden contingente de la manifestación, sino en la sustancia y por la sustancia; es en ésta donde subsisten las cualidades, y es por ella que se produce la acción. El tercer padârtha es, en efecto, karma, o la acción; y la acción, cualquiera que sea su diferencia con relación a la cualidad, entra con ésta en la noción general de los atributos, porque no es otra cosa que una "manera de ser" de la sustancia; es ello lo indicado, en la constitución del lenguaje, por la expresión de la cualidad y de la acción bajo la forma común de los atributivos. Se considera que la acción consiste esencialmente en el movimiento, o más bien en el cambio, porque esta noción mucho más extendida, en la cual el movimiento no constituye más que una especie, es la que se aplica más exactamente aquí, y también a lo que presenta de análogo, la física griega. Se podría decir, por consecuencia, que la acción es para el ser un modo transitorio y momentáneo, mientras que la cualidad es un modo relativamente permanente y estable en cierto grado; pero, si se considerase la acción en la integridad de sus consecuencias temporales y aun intemporales, esta misma distinción se borraría, como se podría preverlo observando que todos los atributos, cualesquiera que sean, proceden igualmente de un mismo principio, y esto lo mismo bajo el concepto de la sustancia que bajo el de la esencia. Podemos ser más breves sobre los tres padârthas que vienen enseguida y que representan, en suma, categorías de relaciones, es decir también ciertos atributos de las sustancias individuales y de los principios relativos que son las condiciones determinantes inmediatas de su manifestación. El cuarto padârtha es sâmânya, es decir, la comunidad de cualidades que, en los diversos grados de que es susceptible, constituye la superposición de los géneros; el quinto es la particularidad o la diferencia, llamada más especialmente vishêsha, y que es lo que pertenece en propiedad a una sustancia determinada; es por lo que se diferencia de todas las otras; en fin, el sexto es samavaya, la agregación, es decir la relación íntima de inherencia que une la sustancia y sus atributos, y que es ella misma un atributo de esta sustancia. El conjunto de estos seis padârthas, que comprenden así las sustancias y todos sus atributos, constituye bhâva o la existencia; en oposición correlativa está abhâva, o la no-existencia, de la que se hace algunas veces un séptimo padârtha, pero cuya concepción es puramente negativa: es propiamente la "privación" entendida en él sentido aristotélico.

Por lo que hace a las subdivisiones de estas categorías, no insistiremos más que sobre las de la primera: son las modalidades y las condiciones generales de las sustancias individuales. Se encuentran aquí, en primer lugar, los cinco bhûtas o elementos constitutivos de las cosas corporales, enumerados a partir del que corresponde al último grado de este modo de manifestación, es decir según el sentido que corresponde propiamente al punto de vista analítico del Vaishêsika: prithwi o la tierra, ap o el agua, têjas, el fuego, vâyu o el aire, âkâsha o el éter; el Sânkhya, por el contrario, considera estos elementos en el orden inverso, que es el de su producción o de su derivación. Los cinco elementos se manifiestan respectivamente por las cinco cualidades sensibles que les corresponden y les son inherentes, y que pertenecen a las subdivisiones de la segunda categoría; son determinaciones sustanciales constitutivas de todo lo que pertenece al mundo sensible; sería gran error considerarlas como más o menos análogas a los "cuerpos simples", por lo demás hipotéticos, de la química moderna, y aun asimilándolas a los "estados físicos", según una interpretación bastante común pero insuficiente, de las concepciones cosmológicas de los Griegos. Después de los elementos, la categoría de dravya comprende kâla, el tiempo, y dish, el espacio; éstas son las condiciones fundamentales de la existencia corporal, y agregaremos, sin poder detenernos sobre ellas, que representan respectivamente, en este modo especial que constituye el mundo sensible, la actividad de los dos principios que, en el orden de la manifestación universal son designadas como Shiva y Vishnú. Estas siete subdivisiones se refieren exclusivamente a la existencia corporal; pero, si se considera íntegramente a un ser individual tal como el ser humano, comprende, además de su modalidad corporal, elementos constitutivos de otro orden, y estos elementos están representados aquí por las dos últimas subdivisiones de la misma categoría, âtmâ y manas. El manas o, para traducir esta palabra por una de raíz idéntica, "lo mental", es el conjunto de las facultades psíquicas de orden individual, es decir, de las que pertenecen al individuo como tal, y entre las cuales, en el hombre, la razón es el elemento característico; en cuanto a âtmâ, que se traduciría muy mal por "alma", es propiamente el principio trascendente al cual se une la individualidad y que le es superior, principio al cual debe aquí ser restituido el intelecto puro, y que se distingue del manas, o más bien del conjunto compuesto por el manas y por el organismo corporal, como la personalidad, en el sentido metafísico, se distingue de la individualidad.

En la teoría de los elementos corporales es donde aparece especialmente la concepción atomista: un átomo o un anu, es, por lo menos potencialmente, de la naturaleza de uno u otro de los elementos, y es por la unión de átomos de estas diferentes clases, bajo la acción de una fuerza "no perceptible" o adrishta, como se forman todos los cuerpos. Hemos dicho ya que esta concepción es expresamente contraria al Vêda, que afirma en cambio la existencia de cinco elementos; no hay, pues, ninguna solidaridad real entre ésta y aquélla. Es muy fácil hacer aparecer las contradicciones que son inherentes al atomismo, cuyo error fundamental consiste en suponer elementos simples en el orden corporal, cuando todo lo que es cuerpo es necesariamente compuesto, siendo divisible siempre por el hecho mismo de que es extenso, es decir sometido a la condición espacial; no se puede encontrar algo simple o indivisible sino cuando se sale de la extensión, esto es, de esa modalidad especial de manifestación que es la existencia corporal. Si se toma la palabra "átomo" en su sentido propio, el de "indivisible", lo que no hacen ya los físicos modernos, pero que hay que hacer aquí, se puede decir que un átomo, como debe ser sin partes, debe ser también sin extensión; ahora bien, una suma de elementos sin extensión no formará nunca una extensión; si los átomos son lo que deben ser por definición, es pues imposible que lleguen a formar los cuerpos. A este razonamiento bien conocido, y por otra parte decisivo, agregaremos también éste que Shankarâchârya emplea para refutar el atomismo[11]dos cosas pueden entrar en contacto por una parte de ellas mismas o por su totalidad; para los átomos, que no tienen partes, la primera hipótesis es imposible; no queda más que la segunda, lo que equivale a decir que el contacto o la agregación de dos átomos no se puede realizar sino por su coincidencia pura y simple, de donde resulta manifiestamente que dos átomos reunidos no son ya, en cuanto a la extensión, sino un solo átomo, y así sucesivamente de manera indefinida; así pues, como precedentemente, los átomos en número cualquiera no formarán nunca un cuerpo. De modo que, el atomismo no representa más que una imposibilidad, como lo habíamos indicado al precisar el sentido en que debe ser entendida la heterodoxia; pero, haciendo a un lado el atomismo, el punto de vista del Vaishêsika, reducido entonces a lo que tiene de esencial, es perfectamente legítimo, y la exposición que precede determina de manera suficiente su alcance y su significado.

Capítulo XI: EL SÂNKHYA

El Sânkhya se refiere también al dominio de la naturaleza, es decir de la manifestación universal, pero, como lo indicamos ya, considerado esta vez sintéticamente a partir de los principios que determinan su producción y de donde toma toda su realidad. El desarrollo de este punto de vista, intermedio en cierto modo entre la cosmología del Vaishêsika y la metafísica, se atribuye al antiguo sabio Kapila; pero, a decir verdad, este nombre no designa a un personaje, y todo lo que sobre él se dice presenta un carácter puramente simbólico. En cuanto a la denominación del Sânkhya, ha sido diversamente interpretada; se deriva de sânkhya, que significa "numeración" o "cálculo", y también a veces "razonamiento"; designa propiamente una doctrina que procede por la enumeración regular de los diferentes grados del ser manifestado, y es esto, en efecto, lo que caracteriza al Sânkhya, que puede resumirse todo entero en la distinción y la consideración de veinticinco tattwas o principios y elementos verdaderos, que corresponden a estos grados jerarquizados. Colocándose en el punto de vista de la manifestación, el Sânkhya toma por punto de partida Prakriti o Pradhâna, que es la sustancia universal, indiferenciada y no-manifestada en sí, pero de la cual proceden todas las cosas por modificación; este primer tattwa es la raíz o mûla de la manifestación, y los tattwas siguientes representan sus modificaciones en diversos grados. En el primer grado está Buddhi, al que también se llama Mahat o el "gran principio", y que es el intelecto puro, trascendente con relación a los individuos; aquí estamos ya en la manifestación, pero estamos todavía en el orden universal. En el grado siguiente, por el contrario, encontramos la conciencia individual, ahankara, que procede del principio intelectual por una determinación "particularista", si es posible expresarse así, y que produce a su vez los siguientes elementos. Éstos son desde luego los cinco tanmâtras, determinaciones elementales incorpóreas y no-perceptibles, que serán los principios respectivos de los cinco bhûtas o elementos corporales; el Vaishêsika no tenía por qué considerar mas que estos últimos, y no los tanmâtras, cuya concepción no es necesaria sino cuando se quiere relacionar la noción de los elementos o de las condiciones de la modalidad corporal a los principios de la existencia universal. Enseguida vienen las facultades individuales, producidas por diferenciación de la conciencia de la que son como otras tantas funciones, y a las que se les considera como once, diez externas y una interna: las diez facultades externas comprenden cinco facultades de conocimiento, que, en el dominio corporal, son facultades de sensación, y cinco facultades de acción; la facultad interna es el manas, a la vez facultad de conocimiento y facultad de acción, que está unida directamente a la conciencia individual. En fin, encontramos los cinco elementos corporales, enumerados esta vez en el orden de su producción o de su manifestación: el éter, el aire, el fuego, el agua y la tierra; y se tienen así veinticuatro tattwas, que comprenden a Prakriti y a todas sus modificaciones.

Hasta aquí, el Sânkhya no considera las cosas sino bajo el aspecto de la sustancia, entendida en el sentido universal; pero, así como antes lo indicamos, hay motivo para considerar correlativamente, como el otro polo de la manifestación, un principio complementario de éste, y que se puede llamar la esencia. A este principio es al que el Sânkhya da el nombre de Purusha o de Pumas, y que considera como un vigésimo quinto tattwa por completo independiente de los anteriores; todas las cosas manifestadas son producidas por Prakriti, pero sin la presencia de Purusha estas producciones no tendrían más que una existencia puramente ilusoria. Al contrario de lo que piensan algunos, la consideración de estos dos principios no presenta el menor carácter dualista: no se derivan uno de otro y no son reductibles uno al otro, sino que los dos proceden del Ser universal, en el cual constituyen la primera de todas las distinciones. Por lo demás, el Sânkhya no tiene que ir más allá de esta misma distinción, y la consideración del Ser puro no entra en su punto de vista; pero, no siendo sistemático, deja posible todo lo que lo supera, y es por lo que de ningún modo es dualista. Para conectar esto con lo que hemos dicho a propósito del dualismo, agregaremos que la concepción occidental del espíritu y la materia no corresponde a la distinción de la esencia y de la sustancia sino en un dominio muy especial y a título de simple aplicación particular entre un sinfín de otras análogas e igualmente posibles; se ve por esto cuán lejos estamos ya de las limitaciones del pensamiento filosófico, sin estar todavía en el terreno de la metafísica pura.

Hay que insistir un poco todavía sobre la concepción de Prakriti: posee tres gunas o cualidades constitutivas, que están en perfecto equilibrio en su indiferenciación primordial; toda manifestación o modificación de la sustancia representa una ruptura de este equilibrio, y los seres, en sus diferentes estados de manifestación, participan de los tres gunas en grados diversos y, por decirlo así, según proporciones indefinidamente variadas. Luego estos gunas no son pues estados, sino condiciones de la existencia universal, a las cuales están sometidos todos los seres manifestados, y que hay que tener cuidado en distinguir de las condiciones especiales que determinan tal o cual estado o modo de la manifestación, como el espacio y el tiempo, que condicionan el estado corporal con exclusión de los otros. Los tres gunas son: sattwa, la conformidad a la esencia pura del Ser o Sat, que está identificada a la luz inteligible o al conocimiento, y representada como una tendencia ascendente; rajas, el impulso expansivo, según el cual el ser se desarrolla en un determinado estado y, en fin, tamas, la oscuridad, asimilada a la ignorancia, y representada como una tendencia descendente. Se puede comprobar cuán insuficientes son y hasta falsas las interpretaciones corrientes de los orientalistas, sobre todo para los dos primeros de los cuales pretenden traducir las designaciones respectivas por "bondad" y "pasión", cuando no hay allí, evidentemente, nada de moral ni de psicológico. No podemos exponer aquí de manera más completa esta concepción muy importante, ni hablar de las aplicaciones diversas a las cuales da lugar, principalmente en lo que concierne a la teoría de los elementos; nos contentaremos con señalar su existencia.

Por otra parte, sobre el Sânkhya en general no tenemos necesidad de insistir tan ampliamente como habría que hacerlo si no hubiésemos ya marcado, en una buena parte, los caracteres esenciales de este punto de vista al mismo tiempo que los del Vaishêsika y por comparación con éste; pero nos quedan todavía algunos equívocos por disipar. Los orientalistas que toman al Sânkhya por un sistema filosófico lo califican de buena gana como doctrina materialista y atea; no hay ni que decir que es la concepción de Prakriti la que ellos identifican con la noción de materia, lo que es totalmente falso, y que, además, no tienen para nada en cuenta a Purusha en su interpretación deformada. La sustancia universal es otra cosa que la materia, que no es en todo caso sino una determinación restrictiva y especializada de ella; tuvimos ya la ocasión de decir que la noción misma de materia, tal como está constituida entre los occidentales modernos, no existe entre los Hindúes, como no existió entre los mismos Griegos. No se ve lo que podría ser un "materialismo" sin la materia; el atomismo de los antiguos, aun en Occidente, si fue "mecanicista", no fue por ello "materialista", y conviene dejar a la filosofía moderna los rótulos que, habiendo sido inventados por ella, no podrían realmente aplicarse fuera de ella. Por lo demás, aunque refiriéndose a la naturaleza, el Sânkhya, por la manera como la considera, no corre peligro ni siquiera de producir una tendencia al "naturalismo" como la que observamos a propósito de la forma atomista del Vaishêsika; a mayor abundamiento no puede ser de ningún modo "evolucionista", como algunos se lo han imaginado, y esto aun si se toma el "evolucionismo" en su concepción más general y sin hacer de él el sinónimo de un grosero "transformismo", esta confusión de puntos de vista es demasiado absurda para detenerse más sobre ella.

En cuanto al reproche de "ateísmo", he aquí lo que hay que pensar de ello: el Sânkhya es nirishwara, es decir, que no hace intervenir la concepción de Ishwara o de la "personalidad divina"; pero si no se encuentra en él esta concepción, es que no tiene por qué encontrarse, dado el punto de vista de que se trata, como no se encuentra tampoco en el Nyâya ni en el Vaishêsika. El no estar comprendido en un punto de vista más o menos especial no se vuelve negación sino cuando este punto de visto pretende imponerse como exclusivo, es decir cuando se constituye en sistema, lo que no acontece aquí; podríamos preguntar a los orientalistas si la ciencia europea, bajo su forma actual, debe ser declarada esencialmente "atea" porque no hace intervenir la idea de Dios en su dominio, lo que no tiene por qué hacer tampoco, porque hay allí algo que está fuera de su alcance. Por lo demás, al lado del Sânkhya, del cual acabamos de hablar, existe otro darshana que se considera a veces como una segunda rama del Sânkhya, complementaria de la precedente, y que para distinguirla de ésta se califica entonces de sêshwara, como considerando por el contrario la concepción de Ishwara; este darshana, del cual nos vamos a ocupar, es el que se designa más habitualmente con el nombre de Yoga, identificando así la doctrina con el fin mismo que ella se propone expresamente.

Capítulo XII: EL YOGA

La palabra "yoga" significa propiamente "unión"; digamos de paso, aunque la cosa tiene en suma poca importancia, que no sabemos la razón para que buen número de autores europeos hagan femenina esta palabra, cuando es masculina en sánscrito. Lo que este término designa principalmente, es la unión efectiva del ser humano con lo Universal; aplicado a un darshana, cuya formulación en sûtras se atribuye a Patañjali, indica que este darshana tiene por objeto la realización de esta unión y contiene los medios de llegar a ella. Mientras que el Sânkhya es sólo un punto de vista teórico, aquí se trata esencialmente de realización, en el sentido metafísico que hemos indicado, aunque no lo piensen así los que quieren ver en él, ya sea una filosofía, como los orientalistas oficiales o ya como pretendidos "esoteristas" que se esfuerzan por reemplazar con ensoñaciones la doctrina que les falta, "un método de desarrollo de los poderes latentes del organismo humano". El punto de vista en cuestión se refiere a otro orden, incomparablemente superior al que se refieren interpretaciones de este género, y que escapa igualmente a la comprehensión de unos y otros; y esto es bastante natural, porque no hay nada análogo en Occidente que sea conocido.

Desde el punto de vista teórico, el Yoga completa al Sânkhya introduciendo la concepción de Ishwara, que, siendo idéntico al Ser universal, permite la unificación, primero de Purusha, principio múltiple cuando se le considera sólo en las existencias particulares, y, a continuación, de Purusha y de Prakriti, estando el Ser universal más allá de su distinción, puesto que es su principio común. Por otra parte, el Yoga admite el desarrollo de la naturaleza o de la manifestación tal como la describe el Sânkhya, pero tomándola como base de una realización que debe conducir más allá de esta naturaleza contingente, la considera en cierto modo en un orden inverso del de su desarrollo, y como en vía de retorno hacia su fin último, que es idéntico a su principio inicial. Con relación a la manifestación, el principio primero es Ishwara, o el Ser universal; esto no quiere decir que este principio sea absolutamente primero en el orden universal, puesto que hemos indicado la distinción fundamental que hay que hacer entre Ishwara, que es el Ser, y Brahma, que está más allá del Ser; pero, para los seres manifestados, Ia unión con el Ser universal puede considerarse que constituye como un estado necesario con vistas a la unión con el supremo Brahma. Por lo demás, la posibilidad de ir más allá del Ser, ya sea teóricamente, o bien en cuanto a la realización, supone la metafísica total, que el Yoga-Shâstra de Patañjali no tiene la pretensión de representar por sí solo. Como la realización metafísica consiste esencialmente en la identificación por el conocimiento, todo lo que no es el conocimiento mismo no tiene más que un valor de medios accesorios; así pues, el Yoga toma por punto de partida y medio fundamental lo que se llama êkâgrya, es decir, la "concentración". Esta concentración es, como lo confiesa Max Müller[12]algo completamente extraño al espíritu occidental, acostumbrado a poner toda su atención en las cosas exteriores y a dispersarse en su multiplicidad indefinidamente cambiante; esta concentración se le ha vuelto casi imposible, y, sin embargo, es la primera y la más importante de todas las condiciones para una realización efectiva. La concentración puede tomar por sostén, sobre todo al principio, un pensamiento cualquiera; un símbolo tal como una palabra o una imagen; pero, después, estos medios auxiliares se vuelven inútiles, lo mismo que los ritos y otras "ayudas" que pueden ser empleados juntamente con vistas al mismo objetivo. Es evidente, por lo demás, que este objeto no podría ser alcanzado sólo por los medios accesorios, extrínsecos al conocimiento, que acabamos de mencionar en último lugar; pero no es menos cierto que estos medios, sin tener nada de esencial, no son de ningún modo despreciables, porque pueden tener una gran eficacia para facilitar la realización y conducir, si no a su término, por lo menos a sus estados preparatorios. Tal es la verdadera razón de ser de todo lo que está designado por el término de hatha-yoga, y que está destinado, por una parte, a destruir o más bien a "transformar" lo que, en el ser humano, supone un obstáculo a su unión con lo Universal, y, por otra, a preparar esta unión por la asimilación de ciertos ritmos, principalmente ligados a la regulación de la respiración; pero, por los motivos que hemos dado antes, no insistiremos sobre las modalidades de la realización. En todo caso, siempre hay que recordar que, de todos los medios preliminares, el conocimiento teórico es el único verdaderamente indispensable, y que después, en la realización misma, es la concentración la que más importa y de la manera más inmediata, porque está en relación directa con el conocimiento, y, mientras que una acción cualquiera está siempre separada de sus consecuencias, la meditación o la contemplación intelectual, llamada en sánscrito dhyâna, lleva su fruto en sí misma; en fin, la acción no puede tener por efecto hacernos salir del dominio de la acción, lo que implica, en su fin verdadero, una realización metafísica. Solamente que se puede ir más o menos lejos en esta realización e incluso detenerse en la obtención de estados superiores, pero no definitivos; es a estos grados secundarios a los que se refieren sobre todo las observancias especiales que prescribe el Yoga-shâstra; pero, en lugar de franquearlas sucesivamente, se puede también, aunque con más dificultad sin duda, superarlas de un solo golpe para alcanzar definitivamente el objeto final, y es esta última vía la que designa a menudo el término de râja-yoga. Sin embargo, esta expresión debe entenderse también, más estrictamente, del objeto mismo de la realización, cualesquiera que sean los medios o los modos particulares, que naturalmente deben adaptarse lo mejor que sea posible a las condiciones mentales y aun fisiológicas de cada uno; en este sentido, el hatha-yoga, en todos sus estadios, tiene por razón de ser esencial el conducir al râja-yoga.

El Yogui, en el sentido propio de la palabra, es el que ha realizado la unión perfecta y definitiva; no se puede pues sin abuso aplicar esta denominación al que se entrega simplemente al estudio del Yoga como darshana, ni tampoco al que sigue efectivamente la vía de realización que está indicada en él, sin haber llegado todavía al fin supremo hacia el cual tiende. El estado del Yogui verdadero es el del ser que ha alcanzado y posee en pleno desarrollo las posibilidades más altas; todos los estados secundarios a los cuales hemos hecho alusión le pertenecen también al mismo tiempo y por esto mismo, pero por añadidura, se podría decir, y sin más importancia que la que tienen, cada uno en su rango, en la jerarquía de la existencia total de la cual son otros tantos elementos constitutivos. Se puede decir otro tanto de la posesión de ciertos poderes especiales y más o menos extraordinarios, tales como los llamados siddhis o vibhûtis: muy lejos de tener que ser buscados por ellos mismos, estos poderes no constituyen más que simples accidentes, que dependen del dominio de la "gran ilusión" como todo lo que es de orden fenoménico, y el Yogui no los ejerce sino en circunstancias del todo excepcionales; considerados de otro modo, no podrían ser más que obstáculos para la realización completa. Se ve lo desnuda que está de fundamento la opinión vulgar que hace del Yogui una especie de mago, hasta de hechicero; de hecho, los que hacen alarde de ciertas facultades singulares, que corresponden al desarrollo de algunas posibilidades que no son, por lo demás, únicamente de orden "orgánico" o "fisiológico", de ningún modo son Yoguis, sino hombres que, por una u otra razón, y generalmente por insuficiencia intelectual, se han detenido en una realización parcial e inferior, que no supera la extensión de que es susceptible la individualidad humana, y puede uno estar seguro de que no irán jamás muy lejos. Por la realización metafísica verdadera, desprendida de todas las contingencias, por lo tanto esencialmente supra-individual, el Yogui deviene idéntico a este "Hombre universal" sobre el cual dijimos antes algunas palabras; pero, para extraer las consecuencias que esto encierra, necesitaríamos salir de los límites que nos hemos impuesto. Por otra parte, es sobre todo al hatha-yoga, es decir, a la preparación, a la que se refiere el darshana a propósito del cual hemos presentado estas breves consideraciones, destinadas sobre todo, en nuestra intención, a cortar por lo sano los errores más difundidos sobre este asunto; el resto, es decir, lo que concierne al fin último de la realización, debe ser remitido de preferencia a la parte puramente metafísica de la doctrina, que es el Vedanta.

Capítulo XIII: LA MÎMÂNSÂ

La palabra Mîmânsâ significa literalmente "reflexión profunda"; se aplica, de manera general, al estudio reflexivo del Vêda, que tiene por objeto determinar el sentido exacto de la shruti y deducir las consecuencias que implica, ya sea en el orden práctico, o bien en el orden intelectual. Entendida así, la Mîmânsâ comprende los dos últimos de los seis darshanas, que son entonces designados como Pûrva-Mîmânsâ y Uttara-Mîmânsâ, es decir, la primera y la segunda Mîmânsâ, y que se refieren respectivamente a los dos órdenes que acabamos de indicar. A la primera Mîmânsâ se la llama también Karma-Mîmânsâ, como concerniente al dominio de la acción, mientras que a la segunda se la llama Brahma-Mîmânsâ, porque se refiere esencialmente al conocimiento de Brahma; hay que hacer notar que es el supremo Brahma, y no ya Ishwara, el que es considerado aquí, porque el punto de vista de que se trata es el de la metafísica pura. Esta segunda Mîmânsâ es propiamente el Vedanta; y, cuando se habla de la Mîmânsâ sin epíteto, como lo hacemos en el presente capítulo, es siempre de la primera Mîmânsâ de la que se trata exclusivamente.

La exposición de este darshana es atribuida a Jaimini, y el método que en ella se sigue es éste: las opiniones erróneas sobre una cuestión son primero desarrolladas, luego refutadas, y la solución verdadera de la cuestión es dada finalmente como conclusión de toda esta discusión; este método de exposición presenta una analogía notable con el de la doctrina escolástica en la Edad Media occidental. En cuanto a la naturaleza de los asuntos tratados, está definida, al principio mismo de los sûtras de Jaimini, como un estudio que debe establecer las pruebas y las razones de ser del dharma, en su conexión con kârya o "lo que debe ser cumplido". Hemos insistido bastante sobre la noción de dharma, y sobre lo que hay que entender por la conformidad de la acción al dharma, que es de lo que se trata precisamente aquí; recordaremos que la palabra karma tiene un doble sentido; en el sentido general, es la acción bajo todas sus formas, que es a menudo opuesta a jnâna o el conocimiento, lo que corresponde también a la distinción de los dos últimos darshanas; en el sentido especial y técnico, es la acción ritual, tal y como está prescrita en el Vêda, y este último sentido es naturalmente frecuente en la Mîmânsâ, que se propone dar las razones de estas prescripciones y precisar su alcance. La Mîmânsâ comienza por considerar los diversos pramânas o medios de prueba, que son los que han indicado los lógicos, además de otras fuentes de conocimiento de las cuales éstos no tenían que preocuparse en su dominio particular; se podrían, por lo demás conciliar fácilmente las diferentes clasificaciones de estos pramânas considerándolos simplemente como más o menos desarrollados y completos, porque no tienen nada de contradictorio. Se distinguen enseguida varias clases de prescripciones o de órdenes, siendo la división más general la de la orden directa y la de la orden indirecta; la parte del Vêda que encierra los preceptos es llamada brâhmana, por oposición al mantra o fórmula ritual, y todo lo que está contenido en los textos védicos es mantra o brâhmana. Por lo demás, no hay mas que preceptos en el brâhmana, puesto que los Upanishads, que son puramente doctrinales, y que son el fundamento del Vedanta, entran en esta categoría; pero el brâhmana practico, al cual se vincula sobre todo la Mîmânsâ, es el que indica la manera de realizar los ritos, las condiciones de esta realización, las modalidades que se aplican a las diversas circunstancias, y que explica el significado de los elementos simbólicos que entran en estos ritos y de los mantras que conviene emplear en ellos para cada caso determinado. A propósito de la naturaleza y de la eficacia del mantra, como también, de una manera más general, a propósito de la autoridad tradicional del Vêda y de su origen "no-humano", la Mîmânsâ desarrolla la teoría de la perpetuidad del sonido a la cual hemos hecho antes alusión, y, más precisamente, la de la asociación original y perpetua del sonido articulado con el sentido del oído, que hace del lenguaje algo distinto a una convención más o menos arbitraria. Se encuentra en ella igualmente una teoría de la infalibilidad que debe ser concebida como inherente a la misma doctrina y que, consecuentemente, no pertenece de ningún modo a los individuos humanos; éstos no participan de ella sino en la medida que conozcan efectivamente la doctrina y la interpreten de manera exacta, y, todavía entonces, esta infalibilidad no debe ser referida a los individuos como tales, sino siempre a la doctrina que se expresa a través de ellos. Por eso, sólo los que conocen el Vêda integral están calificados para componer escritos tradicionales verdaderos, cuya autoridad es una participación de la de la tradición primordial, de la cual se deriva y en la cual tiene su fundamento exclusivo, sin que la individualidad del autor humano tenga en ella la menor parte; esta distinción de la autoridad fundamental y de la autoridad derivada en el orden tradicional es la de la shruti y de la smriti, que habíamos indicado ya a propósito de la "Ley de Manú". La concepción de la infalibilidad como inherente a la sola doctrina es, por lo demás, común a los hindúes y a los musulmanes; también es, en el fondo, la que el Catolicismo aplica especialmente al punto de vista religioso, porque la "infalibilidad pontifical", si se la comprende bien en su principio, aparece como esencialmente unida a una función, que es la interpretación autorizada de la doctrina, y no a una individualidad, que nunca es infalible fuera del ejercicio de esta función cuyas condiciones están rigurosamente determinadas.

En razón de la naturaleza de la Mîmânsâ, con este darshana se relacionan más directamente las Vêdângas, ciencias auxiliares del Vêda que hemos definido antes; basta acudir a estas definiciones para darse cuenta del lazo estrecho que presentan con el asunto actual. Así es como la Mîmânsâ insiste sobre la importancia que tienen, para la comprehensión de los textos, la ortografía exacta y la pronunciación correcta que enseña la shikshâ, y cómo distingue las diferentes clases de mantras según los ritmos que les son propios, lo que pertenece al Chhandas. Por otra parte, se encuentran en ella consideraciones relativas al vyâkarana, es decir, gramaticales, como la distinción de la acepción regular de las palabras y de sus acepciones dialectales o bárbaras, observaciones sobre ciertas formas particulares que son empleadas en el Vêda y sobre los términos que en él tienen un sentido diferente de su sentido usual; hay que agregar, en muchas ocasiones, las interpretaciones etimológicas y simbólicas que son el objeto del nirukta. En fin, el conocimiento del jyotisha es necesario para determinar el tiempo en que se deben efectuar los ritos, y, en cuanto al kalpa, hemos visto que resume las prescripciones que se refieren a su mismo cumplimiento. Además, la Mîmânsâ trata un gran número de cuestiones de jurisprudencia, y no hay motivo para asombrarse, puesto que, en la civilización hindú toda la legislación es esencialmente tradicional; se puede notar, por lo demás, cierta analogía en la manera como son conducidos, por una parte, los debates jurídicos, y, por otra, las discusiones de la Mîmânsâ, y aun hay identidad en los términos que sirven para designar las fases sucesivas de unos y otros. Esta semejanza sin duda que no es fortuita, pero no hay que ver en ella otra cosa que lo que es en realidad, un signo de la aplicación de un mismo espíritu a dos actividades conexas, aunque distintas; esto para reducir a su justo valor las pretensiones de los sociólogos, que, impulsados por la manía bastante común de reducir todo a su especialidad, se aprovechan de todas las semejanzas de vocabulario que pueden encontrar, particularmente en el dominio de la lógica, para concluir en plagios hechos a las instituciones sociales, como si las ideas y los modos de razonamiento no pudiesen existir independientemente de estas instituciones, que no representan sin embargo, a decir verdad, más que una aplicación de ciertas ideas necesariamente preexistentes. Algunos han creído salir de esta alternativa y mantener la primacía del punto de vista social inventando lo que han llamado la "mentalidad prelógica"; pero esta extraña suposición, lo mismo que su concepción general de los "primitivos", no descansa sobre nada serio, incluso la contradice cuanto sabemos de cierto sobre la antigüedad, y lo mejor sería relegarla al dominio de la fantasía pura, con todos los "mitos" que sus inventores atribuyen gratuitamente a los pueblos de los cuales ignoran la verdadera mentalidad. Hay bastantes diferencias reales y profundas entre las maneras de pensar de cada raza y de cada época, sin necesidad de imaginar modalidades inexistentes, que complican las cosas más de lo que las explican, y sin ir a buscar el llamado tipo primordial de la humanidad en alguna población degenerada, que no sabe ya muy bien ella misma lo que piensa, pero que con seguridad jamás pensó lo que se le atribuye; solamente que, los verdaderos modos del pensamiento humano, distintos de los del Occidente moderno, escapan también por completo a los sociólogos lo mismo que a los orientalistas.

Volviendo a la Mîmânsâ después de esta digresión, señalaremos también una noción que desempeña en ella un papel importante: esta noción, designada por la palabra apûrva, es de las que son difíciles de explicar en las lenguas occidentales; vamos a intentar, sin embargo, hacer comprender en qué consiste y lo que encierra. Hemos dicho en el capítulo precedente que la acción, aunque diferente del conocimiento en esto como en todo el resto, no lleva sus consecuencias en sí misma; en este aspecto, la oposición es, en el fondo, la de la sucesión y la de la simultaneidad, y éstas son las condiciones mismas de toda acción que hacen que no pueda, producir sus efectos sino en modo sucesivo. Sin embargo, para que una cosa pueda ser causa, es necesario que exista actualmente, y por ello la verdadera relación causal no puede concebirse sino como una relación de simultaneidad: si se la concibiese como una relación de sucesión, habría un instante en el que algo que ya no existe más produciría algo que no existe todavía, suposición que es manifiestamente absurda. Por lo tanto, para que una acción, que no es en sí misma sino una modificación momentánea, pueda tener resultados futuros y más o menos lejanos, se necesita que tenga, en el instante mismo en que se realiza, un efecto no perceptible en el presente, pero que, subsistiendo de manera permanente, por lo menos de modo relativo, producirá más tarde, a su vez, el resultado perceptible. Este efecto no perceptible, potencial en cierto modo, es llamado apûrva, porque es sobreañadido y no anterior a la acción; puede ser considerado, ya sea como un estado posterior de la acción misma, o bien como un estado antecedente del resultado, debiendo siempre el efecto estar contenido virtualmente en su causa, de la que no podría proceder de otro modo. Por lo demás, aunque fuera el caso en que cierto resultado parece seguir inmediatamente a la acción en el tiempo, la existencia intermedia de un apûrva no es menos necesaria, puesto que hay en él sucesión y no perfecta simultaneidad, y que la acción, en sí misma, está siempre separada de su resultado. De esta manera, la acción escapa a la instantaneidad, y aún, en cierta medida, a las limitaciones de la condición temporal; en efecto, el apûrva, germen de todas sus consecuencias futuras, como no está en el dominio de la manifestación corporal y sensible, está fuera del tiempo ordinario, pero no fuera de toda duración, porque pertenece también al orden de las contingencias. Ahora bien, el apûrva, puede, por una parte, permanecer unido al ser que ha realizado la acción, siendo desde entonces un elemento constitutivo de su individualidad considerada en su parte incorporal, donde persistirá tanto como dure esta misma, y, por otra parte, salir de los límites de esta individualidad para entrar en el dominio de las energías potenciales del orden cósmico; en esta segunda parte, si se le representa, por una imagen sin duda imperfecta, como una vibración emitida en un determinado punto, esta vibración, después de propagarse hasta los confines del dominio que puede alcanzar, regresará en sentido inverso a su punto de partida, y esto, como lo exige la causalidad, bajo la forma de una reacción de la misma naturaleza que la acción inicial. Esto es, muy exactamente, lo que el Taoísmo, por su lado, designa como las "acciones y reacciones concordantes"; toda acción, y más generalmente toda manifestación, que es una ruptura de equilibrio, como lo dijimos a propósito de los tres gunas, necesita de la reacción correspondiente para restablecer éste equilibrio, y la suma de todas las diferenciaciones debe equivaler siempre, finalmente a la indiferenciación total. Esto, donde se juntan el orden humano y el orden cósmico, completa la idea que se puede uno formar de las relaciones del karma con el dharma; y hay que agregar inmediatamente que la reacción, que es una consecuencia natural de la acción, no es de, ningún modo una "sanción" en el sentido moral; no hay nada ahí sobre lo cual pueda hacer presa el punto de vista moral, y hasta, a decir verdad, este punto de vista podría nacer nada más que de la incomprehensión de estas cosas y de su deformación sentimental. Sea como fuere, la reacción, en su influencia de regreso sobre el ser que produjo la acción inicial, recobra el carácter individual y aun temporal que no tenía ya el apûrva intermediario; si este ser no se encuentra -ya entonces- en el estado en que estaba primero, y que no era sino un modo transitorio de su manifestación, la misma reacción, pero despojada de las condiciones características de la individualidad original, podrá también alcanzarlo en otro estado de manifestación, por los elementos que aseguran la continuidad de este nuevo estado con el estado antecedente: es aquí donde se afirma el encadenamiento causal de los diversos ciclos de existencia, y lo que es verdadero para un ser determinado lo es también, según la analogía más rigurosa, para el conjunto de la manifestación universal. Si hemos insistido algo extensamente sobre esta explicación, no es simplemente porque suministra un ejemplo interesante de cierto género de teorías orientales, ni tampoco porque tendremos ocasión de señalar más adelante una interpretación falsa que se ha dado de ella en Occidente; es sobre todo, porque esto tiene un alcance efectivo de los más considerables, aun prácticamente, por más que sobre este último punto conviene no apartarse de cierta reserva, y vale más contentarse con dar indicaciones muy generales, como aquí lo hacemos, dejando a cada uno el cuidado de extraer los desarrollos y las conclusiones de acuerdo con sus facultades propias y sus tendencias personales.

Capítulo XIV: EL VEDANTA

Con el Vedanta estamos, como ya lo dijimos, en el dominio de la metafísica pura; es pues superfluo repetir que no se trata ni de una filosofía ni de una religión, aunque los orientalistas quieran por fuerza ver en él una u otra, o aun, como Schopenhauer, una y otra a la vez. El nombre de este último darshana significa etimológicamente "fin del Vêda" y la palabra "fin" debe entenderse aquí en el doble sentido de conclusión y de término; en efecto, los Upanishads, sobre los cuales se basa esencialmente, forman la última parte de los textos védicos, y lo que en ellos se enseña, en la medida en que puede serlo, es el fin último y supremo del conocimiento tradicional todo entero, separado de todas las aplicaciones más o menos particulares y contingentes a las cuales puede dar lugar en diversos órdenes. La misma designación de los Upanishads indica que están destinados a destruir la ignorancia, raíz de la ilusión que envuelve al ser en los lazos de la existencia condicionada, y que realizan este efecto suministrando los medios para acercarse al conocimiento de Brahma; si no es cuestión más que de acercarse a este conocimiento, es que, siendo rigurosamente incomunicable en su esencia, no puede ser alcanzado efectivamente más que por un trabajo estrictamente personal, al cual ninguna enseñanza exterior puede reemplazar por elevada y profunda que sea. La interpretación que acabamos de dar es la que recibe el asentimiento de todos los Hindúes competentes; sería evidentemente ridículo preferir la conjetura sin autoridad de algunos autores europeos, que quieren que el Upanishad sea el conocimiento obtenido sentándose a los pies de un preceptor; por lo demás, Max Müller[13]aun aceptando este último significado, se ve constreñido a reconocer que no indica nada verdaderamente característico, y que convendría lo mismo a no importa cuál de las otras partes del Vêda, puesto que la enseñanza oral es su modo común de transmisión regular.

El carácter incomunicable del conocimiento total y definitivo proviene de lo que hay de necesariamente inexpresable en el orden metafísico, y también de que este conocimiento, para ser verdaderamente todo lo que debe ser, no se limita a la simple teoría; sino que lleva en sí mismo la realización correspondiente; por ello decimos que no es susceptible de ser enseñado sino en cierta medida, y se ve que esta restricción se aplica bajo el doble aspecto de la teoría y de la realización, por más que para esta última el obstáculo sea mucho más insuperable. En efecto, un simbolismo cualquiera puede siempre sugerir por lo menos posibilidades de concepción, aunque no se puedan expresar enteramente, y esto sin hablar de ciertos modos de transmisión que se efectúan fuera y más allá de toda representación formal, modos cuya sola idea debe parecer demasiado inverosímil a un occidental para que sea necesario o simplemente posible insistir. Es verdad, por otra parte, que la comprehensión, aun teórica, y a partir de sus grados más elementales, supone un esfuerzo personal indispensable y está condicionada por las aptitudes receptivas especiales de aquel al que se comunica una enseñanza; es demasiado evidente que un maestro, por excelente que sea, no podría comprender en lugar de su discípulo, y que es a éste al que toca exclusivamente asimilarse lo que se pone a su alcance. Si así sucede, es porque todo conocimiento verdadero y verdaderamente asimilado es ya por sí mismo, no una realización efectiva sin duda, pero por lo menos una realización virtual, si se pueden unir estas dos palabras que aquí no se contradicen más que en apariencia; de otro modo, no se podría decir con Aristóteles que un ser "es todo lo que él conoce". En cuanto al carácter puramente personal de toda realización, se explica muy simplemente por esta observación, cuya forma es quizá singular, pero es por completo axiomática: que lo que un ser es, no puede ser sino él mismo quién lo es con exclusión de cualquier otro; si es necesario formular verdades tan inmediatas, es que éstas son precisamente las que se olvidan lo más a menudo y acarrean, por otro lado, más consecuencias de las que pueden creer los espíritus superficiales o analíticos. Lo que se puede enseñar, y eso incompletamente, no son más que los medios más o menos indirectos y mediatos de la realización metafísica, como lo indicamos a propósito del Yoga; y el primero de todos estos medios, el más indispensable, y aun el único absolutamente indispensable, es el conocimiento teórico. Sin embargo, conviene agregar que, en la metafísica total, la teoría y la realización no se separan jamás completamente; se puede comprobarlo a cada instante en los Upanishads, donde a menudo es muy difícil distinguir lo que se refiere respectivamente a una y a otra, y donde, a decir verdad, las mismas cosas se refieren a las dos, según la manera de considerarlas. En una doctrina que es metafísicamente completa, el punto de vista de la realización actúa sobre la exposición misma de la teoría, que la supone al menos implícitamente y no puede nunca independizarse, porque la teoría, como no tiene en sí misma sino un valor de preparación, debe estar subordinada a la realización como el medio lo está al fin con vistas al cual fue instituido.

Todas estas consideraciones son necesarias para comprender el punto de vista del Vedanta, o, mejor aún, su espíritu, puesto que el punto de vista metafísico, como no tiene ningún punto de vista especial, no puede ser llamado así más que en un sentido del todo analógico; se aplicarían igualmente a cualquier otra forma de la cual puede estar revestida, en otras civilizaciones, la metafísica tradicional, puesto que ésta, por las razones que ya hemos precisado, es esencialmente una y no puede dejar de serlo. No se insistirá bastante sobre el hecho de que son los Upanishads los que, formando parte integrante del Vêda, representan aquí la tradición primordial y fundamental; el Vedanta, tal y como de él se desprende expresamente, fue coordinado sintéticamente, lo que no quiere decir sistematizado, en los Brahma-sûtras, cuya composición se atribuye a Bâdarâyana; éste, por lo demás, ha sido identificado a Vyâsa, lo que es particularmente significativo para el que sabe cuál es la función intelectual que designa este nombre. Los Brahma-sûtras, cuyo texto es de extrema concisión, han dado lugar a muchos comentarios, entre los cuales los de Shankarâchârya y de Râmânuja son, con mucho, los más importantes; estos dos comentarios son rigurosamente ortodoxos uno y otro, a pesar de sus aparentes divergencias que no son en el fondo más que diferencias de adaptación; el de Shankarâchârya representa más especialmente la tendencia shaiva (shivaíta) y el de Râmânuja la tendencia vaishnava (vishnuíta); las indicaciones generales que hemos dado a este respecto nos dispensarán de desarrollar esta distinción, que conduce por caminos que tienden hacia un fin idéntico.

El Vedanta, por lo mismo que es puramente metafísico, se presenta esencialmente como adwaita-vâda o "doctrina de la no-dualidad"; hemos explicado el sentido de esta expresión que diferencia el pensamiento metafísico del pensamiento filosófico. Para precisar su alcance tanto como es posible, diremos ahora que, mientras que el Ser es "uno", el Principio supremo, designado como Brahma, puede solamente ser denominado "sin-dualidad", porque estando más allá de toda determinación, aun de la del Ser, que es la primera de todas, no puede estar caracterizado por ninguna atribución positiva: así lo exige su infinitud, que es necesariamente la totalidad absoluta, comprendiendo en sí todas las posibilidades. No puede pues haber nada que esté realmente fuera de Brahma, porque esta suposición equivaldría a limitarlo; como consecuencia inmediata, el mundo, entendiendo por esta palabra, en el sentido más amplio del que es susceptible, el conjunto de la manifestación universal, no es distinto de Brahma, o por lo menos no se distingue de él sino en modo ilusorio. Sin embargo, por otra parte, Brahma es absolutamente distinto del mundo, puesto que no se le puede aplicar ninguno de los atributos determinativos que convienen al mundo, porque la manifestación universal toda entera es rigurosamente nula con respecto a su infinitud; y se notará que esta no-reciprocidad de relación trae consigo la condenación formal del "panteísmo", así como la de todo "inmanentismo". Por lo demás, el "panteísmo", por poco que se quiera guardar para esta denominación un sentido suficientemente preciso y razonable, es inseparable del "naturalismo", lo que equivale a decir que es claramente antimetafísico; es absurdo, pues, ver "panteísmo" en el Vedanta y, sin embargo, esta idea, por absurda que sea, es la que se forman lo más comúnmente los occidentales, aun especialistas: ¡he aquí con seguridad algo que se ha hecho para dar, a los orientales que saben lo que es realmente el "panteísmo", una alta idea del valor de la ciencia europea y de la perspicacia de sus representantes!

Es evidente que no podemos dar ni siquiera una rápida ojeada de la doctrina en su conjunto; algunas de las cuestiones que en ella son tratadas, como, por ejemplo, la constitución del ser humano considerada metafísicamente, podrán ser objeto de estudios particulares. Nos detendremos solamente sobre un punto, concerniente al fin supremo, que se llama moksha o mukti, es decir, la "liberación", porque el ser que llega a él está liberado de los lazos de la existencia condicionada, en cualquier estado y bajo cualquier modo que sea, por la identificación perfecta con lo Universal: es la realización de lo que el esoterismo musulmán llama la "Identidad suprema", y es por ahí, y sólo por ahí, como un hombre se vuelve un Yogui en el verdadero sentido de esta palabra. El estado de Yogui no es, pues, lo análogo de un estado especial cualquiera, sino que contiene todos los estados posibles como el principio contiene todas sus consecuencias; el que llega a él es llamado también jîvan-mukta, es decir, "liberado en vida", por oposición al vidêha-mukta, o "liberado fuera de la forma", expresión que designa al ser para el que no se produce la realización, o más bien, de virtual que era, no se vuelve efectiva sino después de la muerte o la disolución del compuesto humano. Por lo demás, en un caso como en el otro, el ser es definitivamente liberado de las condiciones individuales, o de todo lo que en su conjunto es llamado nâma y rûpa, el nombre y la forma, y aun de las condiciones de toda manifestación; escapa al encadenamiento causal indefinido de las acciones y reacciones, lo que no tiene lugar en el simple paso a otro estado individual, aunque ocupe un rango superior al estado humano en la jerarquía de los grados de la existencia. Es manifiesto, por lo demás, que la acción no puede tener consecuencias sino en el dominio de la acción, y que su eficacia se detiene precisamente donde cesa su influencia; la acción no puede pues tener por efecto liberar de la acción y hacer obtener la "liberación"; así pues, una acción, cualquiera que ella sea, conducirá cuando mucho a realizaciones parciales, que corresponden a ciertos estados superiores, pero todavía determinados y condicionados. Shankarâchârya declara expresamente que "el único medio de obtener la «liberación» completa y final es el conocimiento; la acción, que no se opone a la ignorancia, no puede alejarla, mientras que el conocimiento disipa la ignorancia como la luz disipa las tinieblas"[14]; y como la ignorancia es la raíz y la causa de toda limitación, cuando desaparece, la individualidad, que se caracteriza por sus limitaciones, desaparece por sí misma. Esta "transformación", en el sentido etimológico de "paso más allá de la forma", no cambia, por otro lado, nada a las apariencias; en el caso del jîvan-mukta, la apariencia individual subsiste naturalmente sin ningún cambio exterior, pero no afecta ya al ser que está revestido de ella, en cuanto éste sabe efectivamente que es ilusoria; sólo que, bien entendido, saber esto efectivamente es otra cosa que tener de ello una concepción puramente teórica. Después del pasaje que acabamos de citar, Shankarâchârya describe el estado del Yogui en la medida, por lo demás muy restringida, en que las palabras puedan expresarlo o más bien indicarlo; estas consideraciones forman la verdadera conclusión del estudio de la naturaleza del ser humano a la cual hicimos alusión, mostrándola como el fin supremo y último del conocimiento metafísico, las posibilidades más altas a las cuales este ser es capaz de llegar.

Capítulo XV: OBSERVACIONES COMPLEMENTARIAS SOBRE EL CONJUNTO DE LA DOCTRINA

En esta exposición, que hemos querido hacer tan sintética como es posible, tratamos de indicar constantemente, al mismo tiempo que los caracteres distintivos de cada darshana, de qué manera se une éste a la metafísica, que es el centro común a partir del cual se desarrollan, en diversas direcciones, todas las ramas de la doctrina; esto nos suministró por lo demás la ocasión de precisar cierto número de puntos importantes relativos a la concepción de conjunto de esta doctrina. A este respecto, hay que comprender bien que si el Vedanta es considerado como el último de los darshanas, porque representa el acabamiento de todo conocimiento, también es, en su esencia, el principio del que todo el resto se deriva y que no es nada más que su aplicación o su especificación. Si un conocimiento no dependiese así de la metafísica, carecería literalmente de principio, y, por consecuencia, no podría tener ningún carácter tradicional; ello es lo que crea la diferencia capital entre el conocimiento científico, en el sentido en el que se toma esta palabra en Occidente, y el que, en la India, corresponde a él lo menos inexactamente. Es manifiesto que el punto de vista de la cosmología no es equivalente al de Ia física moderna, así como el punto de vista de la lógica tradicional no equivale tampoco al de la lógica filosófica considerada, por ejemplo, a la manera de John Stuart Mill; ya hemos indicado estas distinciones. La cosmología, aun en los límites del Vaishêsika, no es una ciencia experimental como la física de hoy, en razón de su unión a los principios; es, como las otras ramas doctrinales, más deductiva que inductiva; la física cartesiana, es verdad, era también deductiva, pero cometió el gran error de no apoyarse, en materia de principios, sino sobre una simple hipótesis filosófica, y es lo que ocasionó su fracaso. La diferencia de método que acabamos de señalar y que traduce una diferencia profunda de concepción, existe también en las ciencias que son verdaderamente experimentales, pero que, siendo a pesar de esto mucho más deductivas de lo que son en Occidente, escapan a cualquier empirismo; sólo en tales condiciones estas ciencias tienen motivo para ser consideradas como conocimientos tradicionales, aun de importancia secundaria y de orden inferior. Aquí pensamos sobre todo en la medicina considerada como un Upavêda; y lo que decimos de ella vale igualmente para la medicina tradicional del Extremo Oriente. Sin perder nada de su carácter práctico, esta medicina es algo mucho más extenso que lo que estamos acostumbrados a designar por este nombre; además de la patología y de la terapéutica comprende principalmente muchas consideraciones que la harían entrar en Occidente en la fisiología o hasta en la psicología, pero que, naturalmente, son tratadas de manera muy distinta. Los resultados que tal ciencia obtiene en su aplicación pueden, en numerosos casos, parecer extraordinarios a los que se hacen de ella una idea demasiado inexacta; creemos, por lo demás, que es extraordinariamente difícil a un occidental llegar a un conocimiento suficiente en este género de estudios, en los que se emplean otros medios de investigación que aquellos a los que está acostumbrado.

Acabamos de decir que los conocimientos prácticos, aun cuando se unen a la tradición y en ella tienen su origen, no son sin embargo más que conocimientos inferiores; su derivación determina su subordinación, lo cual es estrictamente lógico, y, por lo demás, los orientales, que por temperamento y por convicción profunda se preocupan muy poco de las aplicaciones inmediatas, nunca han pensado en trasladar al orden del conocimiento puro ninguna preocupación de interés material o sentimental, único elemento susceptible de alterar esta jerarquización natural y normal de los conocimientos. Esta misma causa de perturbación intelectual es también la que, generalizándose en la mentalidad de una raza o de una época, conduce principalmente al olvido de la metafísica pura, a la cual sustituye ilegítimamente por puntos de vista más o menos especiales, al mismo tiempo que da nacimiento a ciencias que no dimanan de ningún principio tradicional. Estas ciencias son legítimas mientras se mantienen en justos límites, pero no hay que tomarlas por otra cosa que por lo que ellas son, es decir, conocimientos analíticos, fragmentarios y relativos; y así, al separarse radicalmente de la metafísica, con la cual su propio punto de vista no permite en efecto ninguna relación, la ciencia occidental perdió necesariamente en alcance lo que ganó en independencia, y su desarrollo hacia las aplicaciones prácticas estuvo compensado por un empobrecimiento especulativo inevitable.

Estas breves observaciones completan todo lo que ya hemos dicho sobre lo que separa profundamente los puntos de vista respectivos del Oriente y del Occidente: en Oriente la tradición es verdaderamente toda la civilización, puesto que abarca, por sus consecuencias, todo el ciclo de los conocimientos verdaderos, de cualquier orden que sean, y todo el conjunto de las instituciones sociales; todo está incluido en ella en germen desde el origen, por el hecho mismo que ella asienta los principios universales de donde se derivan todas las cosas con sus leyes y sus condiciones, y la adaptación necesaria a una época cualquiera no puede consistir más que en un desarrollo adecuado, según un espíritu rigurosamente deductivo y analógico, de las soluciones y de las explicaciones que convienen de manera más especial a la mentalidad de esta época. Se concibe que, en estas condiciones, la influencia de la tradición tenga una fuerza a la cual no es posible sustraerse y que cualquier cisma, cuando se produce, termine inmediatamente en la constitución de una pseudo-tradición; en cuanto a romper abierta y definitivamente todo vínculo tradicional, ningún individuo tiene el deseo de hacerlo, así como tampoco la posibilidad. Esto permite comprender también la naturaleza y los caracteres de la enseñanza por la cual se transmite, con los principios, el conjunto de las disciplinas propias para asimilar e integrar todas las cosas a la intelectualidad de una civilización.

Capítulo XVI: LA ENSEÑANZA TRADICIONAL

Hemos dicho que la casta superior, la de los brahmanes, tiene por función esencial la de conservar y transmitir la doctrina tradicional; ésta es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina sobre la que reposa todo el orden social, que no podría encontrar en otra parte los principios sin los cuales no hay nada estable ni durable. Ahí donde la tradición lo es todo, los que son los depositarios de ella deben lógicamente serlo todo; o por lo menos, como la diversidad de funciones necesarias al organismo social acarrea una incompatibilidad entre ellas y exige su realización por individuos diferentes, estos individuos dependen todos esencialmente de los depositarios de la tradición, puesto que si no participasen efectivamente en ésta no podrían tampoco participar eficazmente en la vida colectiva; éste es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brahmanes. Ésta es también, al mismo tiempo, la explicación del apego profundo e indefectible que une el discípulo al maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente y del cual se buscaría en vano algo análogo en el Occidente moderno; la función del instructor es verdaderamente, en efecto, una "paternidad espiritual", y por esto, el acto ritual y simbólico por el cual principia, es un nacimiento, para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de "paternidad espiritual" la que expresa muy exactamente la palabra Gurú, que designa al instructor entre los Hindúes, y que tiene también el sentido de "antepasado"; es a esta misma idea a la que hace alusión entre los Arabes la palabra Shaij, que, con el sentido propio de "anciano", tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la "solidaridad de la raza" da al pensamiento correspondiente un matiz distinto y hace asimilar el papel del instructor al de un "hermano mayor", guía y apoyo natural de los que le siguen en la vía tradicional; y que no se tornará un "antepasado" sino después de su muerte; pero la expresión "nacer al conocimiento" es también, como por dondequiera, de uso corriente.

La enseñanza tradicional se transmite en condiciones que están determinadas estrictamente por su naturaleza; para producir su pleno efecto, debe siempre adaptarse a las posibilidades intelectuales de cada uno de aquellos a los cuales se dirige, y graduarse en proporción a los resultados ya obtenidos, lo que exige por parte del que la recibe y que quiere ir más lejos, un esfuerzo constante de asimilación personal y efectiva. Son consecuencias inmediatas de la manera como es considerada toda la doctrina, y esto es lo que indica la necesidad de la enseñanza oral o directa, a la que nada puede suplir, y sin la cual, por lo demás, la conexión de una "filiación espiritual" regular y continua faltaría inevitablemente, fuera de ciertos casos muy excepcionales en los que la continuidad puede estar asegurada de otro modo, y de manera muy difícilmente explicable en lenguaje occidental para que nos detengamos sobre este punto. Sea como fuere, el oriental está al abrigo de esta ilusión, demasiado común en Occidente, que consiste en creer que todo se puede aprender en los libros, y que termina por poner la memoria en el lugar de la inteligencia; para él, los textos nunca han tenido más que el valor de un "apoyo", en el sentido en el cual ya hemos empleado a menudo esta palabra, y su estudio no puede ser más que la base para un desarrollo intelectual, sin confundirse jamás con este mismo desarrollo: esto reduce la erudición a su justo valor, colocándola en el rango inferior, único que le conviene normalmente, el de medio subordinado y accesorio del conocimiento verdadero.

Hay también otro aspecto bajo el cual la vía oriental está en oposición absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente "esotérica", sino más bien "iniciática", se oponen evidentemente a toda difusión inconsciente, difusión más nociva que útil a los ojos de quien no se engañe con ciertas apariencias. Desde luego, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo forma idéntica a individuos desigualmente dotados, los más distintos en aptitudes y temperamento, como la que se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, sin duda el más imperfecto de todos, lo exige la manía igualitaria, que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, a los ojos de las gentes para quienes los "hechos" son la base de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuviesen completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más evidente que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Luego, hay otra razón por la cual el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer difundir a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda "vulgarización": y es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, con el pretexto de hacerla accesible; no le corresponde a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; toca a los individuos elevarse, si pueden, a la aprehensión de la doctrina en su pureza integral. Éstas son las únicas condiciones posibles de formación de una "élite" intelectual, por una selección apropiada, deteniéndose cada uno necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio "horizonte mental"; y es también el obstáculo para todos los desórdenes que despierta, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la "instrucción obligatoria", que de sus supuestos beneficios; y, a nuestro juicio, les sobra la razón. Habría que decir otras muchas cosas sobre la naturaleza de la enseñanza tradicional, que es posible considerar bajo aspectos más profundos aún; pero, como no tenemos la pretensión de agotar estas cuestiones, nos atendremos a estas observaciones, que se refieren más inmediatamente al punto de vista en el que nos hemos colocado aquí. Estas últimas consideraciones, lo repetimos, no sólo valen para la India, sino para todo el Oriente; parece pues que habrían debido encontrar sitio más apropiado en la segunda parte de este estudio, pero hemos preferido exponerlas aquí, pensando que podrían ser comprendidas mejor después de lo que teníamos que decir en particular de las doctrinas hindúes, que constituyen un ejemplo muy representativo de las doctrinas tradicionales en general. Antes de terminar, sólo nos queda por precisar, tan brevemente como sea posible, lo que hay que pensar de las interpretaciones occidentales de estas mismas doctrinas hindúes; y por lo demás, para algunas de ellas, ya lo hicimos de manera casi suficiente, a medida que se presentó la oportunidad en todo el curso de esta exposición.

CUARTA PARTE:

LAS INTERPRETACIONES OCCIDENTALES

Capítulo I: EL ORIENTALISMO OFICIAL

Del orientalismo oficial diremos aquí poca cosa, porque ya señalamos, en muchas ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si lo hemos tenido así casi constantemente a la vista, cuando no nos hemos preocupado en ningún caso de las otras interpretaciones occidentales, es por presentarse al menos con una apariencia de seriedad que las otras no tienen, lo que nos obliga a establecer una diferencia a su favor. No queremos de ningún modo discutir la buena fe de los orientalistas, que por lo general está fuera de duda, como tampoco la realidad de su erudición especial; lo que discutimos es su competencia para todo lo que va más allá del dominio de la simple erudición. Es necesario, por lo demás, rendir un homenaje a la modestia muy laudable con la cual algunos de ellos, teniendo conciencia de los límites de su verdadera competencia, rechazan entregarse a un trabajo de interpretación de las doctrinas; pero, desgraciadamente, éstos son una minoría, y la mayor parte está constituida por los que, tomando la erudición por un fin en sí misma, como lo dijimos al principio, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan derecho para hablar de toda clase de cosas. Creemos que no se es lo bastante severo con estos últimos, por los métodos que emplean y los resultados que obtienen, guardando respeto, como es natural, a las individualidades que pueden merecerlo en todos los aspectos, ya que son muy poco responsables de sus prejuicios y de sus ilusiones. El exclusivismo es una consecuencia natural de la pequeñez de miras, de lo que hemos llamado la "miopía intelectual", y este defecto mental parece tan incurable como la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de ciertos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que se de uno cuenta, por más que sea necesario sin duda estar predispuesto. En estas condiciones no hay motivo para asombrarse de la hostilidad de la que da prueba la mayoría de los orientalistas contra los que no se someten a sus métodos ni adoptan sus conclusiones; éste no es más que un caso particular de las consecuencias que trae normalmente el abuso de la especialización, y una de las innumerables manifestaciones de este espíritu "científico" que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Sólo que, a pesar de todas las excusas que se puedan encontrar para la actitud de los orientalistas, los pocos resultados de valor a que han dado cima en sus trabajos, desde el punto de vista especial de la erudición, que es el suyo, están muy lejos de compensar el mal que pueden hacer a la intelectualidad general, obstruyendo todas las otras vías, que podrían conducir mucho más lejos a los que fuesen capaces de seguirlas; dados los prejuicios del Occidente moderno, basta, para desviar de estas vías a casi todos los que se viesen tentados de seguirlas, declarar solemnemente que esto "no es científico", porque ello no está conforme con los métodos y las teorías aceptadas y enseñadas oficialmente en las Universidades. En cuanto se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, no se pierde generalmente el tiempo en buscar responsabilidades; si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que éste es el caso aquí, habrá que esforzarse por destruirlas sin preocuparse de los que las emitieron o las defienden, y cuya honorabilidad de ningún modo es puesta en tela de juicio. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa con respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente que se combatan las teorías que son un obstáculo para ciertas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las cuales insistiremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como nos está prohibida toda preocupación de propaganda, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente en el terreno en que ellas se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad, restableciendo la verdad pura y simple, única que importa de manera esencial a los que pueden comprenderla. Ésta es la gran diferencia, sobre la cual no hay acuerdo posible con los especialistas de la erudición: cuando hablamos de verdad, no entendemos simplemente por esto una verdad de hecho, que sin duda tiene su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que está expresado por ella. Por el contrario, los que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan de ningún modo de la verdad de las ideas en el fondo, no saben lo que es esto, ni siquiera sí existe, y no se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, fuera del caso muy especial en que se trate exclusivamente de verdad histórica. La misma tendencia se afirma, de igual modo, entre los historiadores de la filosofía: lo que les interesa no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; se trata únicamente de saber quién emitió esta idea, en qué términos la formuló, en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo hizo; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba así por perder lo poco de valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por otra parte, no hay ni que decir que tal actitud es todo lo que han establecido en su beneficio los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizá más completamente todavía que los otros. La voluntad bien determinada de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de tratar de desacreditarlo por todos los medios, encuentra su justificación en los mismos prejuicios que ciegan a las gentes de miras estrechas, y que las impulsan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; en esto también, no incriminamos su buena fe, sino que comprobamos simplemente el efecto de una tendencia muy humana, por la cual se está más persuadido de una cosa mientras más se tiene por ella un interés cualquiera.

NOTA: En las tres primeras ediciones, este capítulo terminaba con el párrafo siguiente:

Creemos haber dicho lo bastante para precisar nuestra posición con respecto al orientalismo oficial, de manera que no haya sitio para ningún equívoco, y para no permitir que se nos atribuyan otras intenciones que las que tenemos en realidad. Sin embargo, para terminar con este orientalismo, nos queda todavía por tratar un punto al que los recientes acontecimientos dan una especie de actualidad muy particular: queremos hablar de la influencia alemana, de la cual lleva la huella muy nítida, en el doble aspecto de los métodos que emplea y del espíritu mismo con el cual pretende interpretar las doctrinas, sobre todo cuando se trata especialmente de las doctrinas hindúes.

Capítulo II: LA CIENCIA DE LAS RELIGIONES

Es adecuado el decir aquí algunas palabras concernientes a lo que se llama la "ciencia de las religiones", porque aquello de lo que trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra "religión" no es tomada en el sentido exacto que nosotros le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece que fue el primero que dio su denominación a esta ciencia, o llamada tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; esto le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan en absoluto con el punto de vista religioso, porque reconoce al menos con razón que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la "ciencia de las religiones", que pretende reunir bajo su mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero otras muchas confusiones han venido a agregarse a éstas, sobre todo desde que la erudición alemana introdujo en este dominio su temible aparato de exégesis, de "crítica de los textos" y de "hipercrítica"; más propia para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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