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El realismo – por Michael Smith




    El Realismo, por Michael Smith – Monografias.com

     

    Es sabido que valoramos la conducta y actitudes de los demás desde
    el punto de vista moral. Por ejemplo, decimos que hicimos mal cuando
    nos negamos a hacer una donación este año a la ayuda para el hambre,
    aunque quizás hicimos bien cuando devolvimos el monedero que
    encontramos en la calle; que seriamos mejores si tuviésemos
    una mayor sensibilidad hacia los sentimientos de los demás, aunque quizás
    peores si al hacerlo perdiésemos la preocupación especial que
    tenemos por nuestros familiares y amigos.

    La mayoría de nosotros damos bastante por supuesta una valoración de este tipo. En la medida en que nos preocupa la valoración moral, simplemente nos preocupa efectuarla correctamente. También los filósofos se han interesado por obtener la respuesta correcta a los interrogantes morales. Sin embargo, tradicionalmente también se han interesado por la empresa toda de la propia valoración moral. Este interés puede presentarse atendiendo a dos de los rasgos más característicos de la práctica moral; pues, para nuestra sorpresa, estos rasgos se contraponen mutuamente, amenazando así con volver incoherente la idea misma de un punto de vista «moral».

    Para empezar, como hemos visto, lo distintivo de la práctica moral es que nos interesa obtener la respuesta correcta a los interrogantes morales. Pero este interés presupone que existen respuestas correctas a los interrogantes morales. Parece presuponer así que existe un ámbito de hechos morales sobre el cual nos podemos formar creencias y sobre el cual podemos equivocarnos. Además, estos hechos son de orden particular. Al parecer pensamos que el único determinante relevante de la rectitud de un acto son las circunstancias en las que tiene lugar la acción. Los agentes cuyas circunstancias son idénticas se enfrentan a la misma elección moral: si hicieron lo mismo, ambos actuaron de manera correcta o bien de manera indebida.

    En realidad, una noción de la práctica moral semejante a esta parece explicar nuestro interés por la discusión moral. Lo que parece otorgar a ésta su sentido e intensidad es la idea de que, como todos vamos en la misma barca, una minuciosa revisión y valoración de las razones a favor y en contra de nuestras opiniones morales constituye la mejor manera de descubrir cuáles son en realidad los hechos morales. Si los participantes tienen un criterio abierto y piensan de manera correcta -parecemos pensar- semejante discusión debería desembocar en una convergencia de opiniones morales (una convergencia en la verdad). La reflexión individual puede tener la misma finalidad, pero sólo cuando estimula una verdadera discusión moral; pues sólo entonces podemos estar seguros de que estamos otorgando la consideración debida a cada parte de la discusión. Podemos resumir este primer rasgo de la práctica moral en los términos siguientes: al parecer pensamos que las cuestiones morales tienen respuestas correctas, que las respuestas correctas se vuelven tales en virtud de hechos morales objetivos, que los hechos morales están determinados por las circunstancias y que, reflexionando moralmente, podemos descubrir cuáles son estos hechos morales objetivos determinados por las circunstancias. El término «objetivo» significa aquí simplemente la posibilidad de una convergencia de las opiniones morales de la índole citada.

    Un segundo rasgo más bien diferente de la práctica moral atañe a las implicaciones prácticas del juicio moral, a la forma en que las cuestiones morales aumentan de significación para nosotros en razón de la influencia especial que supuestamente tienen nuestras opiniones morales sobre nuestros actos. La idea es que cuando, por ejemplo, llegamos a pensar que hicimos mal al negarnos a hacer una donación para el socorro del hambre, llegamos a pensar que dejamos de hacer algo para hacer lo cual había una buena razón. Y esto tiene implicaciones motivacionales. Imaginemos ahora la situación si nos negamos a hacer una donación al socorro del hambre cuando se plantea la siguiente oportunidad. Nuestra negativa nos causará un grave desconcierto, pues hemos rechazado hacer algo para lo cual -según sabemos- disponemos de una buena razón. Quizás seamos capaces de explicarnos. Quizás pensemos que había una razón mejor para hacer otra cosa, o quizás fuimos débiles de voluntad. Pero subsiste el hecho de que tendremos que ofrecer una explicación de algún tipo. Tendremos que ofrecer una explicación porque -parecemos pensar- en igualdad de circunstancias, tener una opinión moral sencillamente es encontrarse con una motivación correspondiente para obrar.

    Por lo general se piensa que estos dos rasgos característicos de la práctica moral -la objetividad y la dimensión práctica del juicio moral- tienen implicaciones tanto metafísicas como psicológicas. Sin embargo, y desgraciadamente, estas implicaciones son exactamente contrapuestas. Para conocer por qué consideramos que esto es así, tenemos que detenernos unos instantes a reflexionar de manera general sobre la naturaleza de la psicología humana.

    Según la imagen estándar de la psicología humana -una imagen que debemos a David Hume, el famoso filósofo escocés del siglo XVIII- hay dos tipos principales de estados psicológicos. Por una parte se encuentran las creencias, estados que pretenden representar el mundo tal como es. Dado que nuestras creencias pretenden representar el mundo están sujetas a la crítica racional: específicamente, pueden ser valoradas en términos de verdad y falsedad según si consiguen o no representar el mundo de la forma en que éste es en realidad.

    Sin embargo, por otra parte, también hay deseos, estados que representan cómo ha de ser el mundo. Los deseos se diferencian de las creencias en que ni siquiera pretenden representar el mundo tal cual es. Por ello no pueden valorarse en términos de verdad y falsedad. En realidad, según la imagen estándar, en el fondo nuestros deseos no son susceptibles de ningún tipo de crítica racional. El hecho de que tengamos un determinado deseo es sencillamente con una condición que se cita a continuación- un hecho a reconocer relativo a nosotros mismos. Puede ser desafortunado que tengamos determinadas combinaciones de deseos -quizás nuestros deseos no pueden satisfacerse todos a la vez- pero, en si mismos, nuestros deseos son todos por igual neutrales desde el punto de vista racional.

    Esto es importante pues sugiere que aun cuando podamos realizar descubrimientos sobre el mundo, y aunque estos descubrimientos puedan afectar correctamente a nuestras creencias, estos descubrimientos no deberían tener -de nuevo con una condición que se cita a continuación- una influencia racional sobre nuestros deseos. Por supuesto pueden tener una influencia no racional. Al ver a una araña puedo experimentar un temor mórbido y desear no estar nunca cerca de una. Sin embargo, esto no constituye un cambio de mis deseos exigido por la razón. Es un cambio no racional de mis deseos.

    Veamos ahora la condición. Supongamos, contrariamente al ejemplo que acabo de ofrecer, que llego a tener el deseo de no estar nunca cerca de una araña porque llego a creer, falsamente, que las arañas despiden un olor desagradable. Sin duda normalmente diríamos que tengo un «deseo irracional». Sin embargo, la razón por la que diríamos esto claramente no va en contra del espíritu de lo que hemos dicho hasta aquí. Pues mi deseo de no estar nunca cerca de una araña se basa en un deseo y creencia adicional: mi deseo de no oler ese desagradable olor y mi creencia de que las arañas desprenden ese olor. Así como puedo ser criticado racionalmente por tener la creencia, pues es falsa, puedo ser criticado racionalmente por tener el deseo que ésta genera.

    Así pues, la condición es bastante menor: los deseos están sujetos a crítica racional, pero sólo en tanto en cuanto se basen en creencias que estén sujetas a crítica racional. Los deseos que no estén relacionados de algún modo con creencias que pueden ser criticadas racionalmente no están sujetos en modo alguno a la crítica racional. Más adelante volveremos a este punto.

    Así pues, según la imagen estándar existen dos tipos de estados psicológicos -creencias y deseos- extremadamente distintos y diferentes entre si. Es importante la imagen estándar de la psicología humana porque nos proporciona un modelo para comprender la acción humana. De acuerdo con esta imagen, la acción humana es el resultado de una combinación de ambos estados. Expresado de manera tosca, nuestras creencias nos dicen cómo es el mundo, y por lo tanto, como ha de cambiarse para volverlo como nos piden nuestros deseos. Una acción es así producto de estas dos fuerzas: un deseo representa la forma en que ha de ser el mundo y una creencia nos dice cómo ha de cambiarse el mundo para volverlo de ese modo.

    Volvamos ahora a los dos rasgos del juicio moral antes presentados. Consideremos en primer lugar la objetividad de semejante juicio: la idea de que las cuestiones morales tienen respuestas correctas, de que las respuestas correctas están determinadas por hechos morales objetivos y de que los hechos morales están determinados por las circunstancias; y de que -por último- reflexionando moralmente, podemos descubrir cuáles son estos hechos morales objetivos. Las implicaciones metafísicas y psicológicas de este tipo pueden resumirse ahora del siguiente modo. Desde el punto de vista metafísico esto implica que, entre los diversos hechos que existen en el mundo, no sólo hay hechos sobre (por ejemplo) las consecuencias de nuestros actos sobre el bienestar de nuestros familiares y amigos, sino también hechos característicamente mora/es: hechos sobre la rectitud y la no rectitud de nuestros actos que tienen estas consecuencias. Y, desde el punto de vista psicológico, esto implica que cuando realizamos un juicio moral expresamos con él nuestras creencias sobre la forma de ser de estos hechos morales. Al formarnos opiniones morales adquirimos creencias, representaciones de la forma de ser del mundo desde el punto de vista moral.

    Pero esta imagen estándar de la psicología humana tiene una implicación Psicológica adicional. Pues el que la gente que tiene una determinada creencia moral desee o no obrar en consecuencia ha de considerarse ahora una cuestión adicional y totalmente diferente. Se puede tener el deseo correspondiente, o no tenerlo. Sin embargo, sea como sea, no pueden ser criticados racionalmente. El tener o dejar de tener un deseo correspondiente es simplemente un hecho adicional sobre la psicología de una persona.

    Pero consideremos ahora el segundo rasgo, la dimensión práctica del juicio moral. Como vimos anteriormente, tener una opinión moral simplemente es, contrariamente a lo que acaba de decirse, encontrar que tenemos la motivación de obrar correspondiente. Si pensamos que es correcto hacer tina donación para el socorro del hambre, en igualdad de circunstancias, debemos estar motivados a donar para el socorro del hambre. La dimensión práctica del juicio moral parece tener así una implicación psicológica y metafísica propia. Desde el punto de vista psicológico, dado que efectuar un juicio moral exige tener un determinado deseo, y ningún reconocimiento de un hecho sobre el mundo puede obligarnos racionalmente a tener un deseo en vez de otro, en realidad nuestro juicio debe ser simplemente una expresión de ese deseo. Y esta implicación psicológica tiene una contrapartida metafísica. Pues de ella parece seguirse que, contrariamente a lo que parecía al principio, cuando juzgamos correcto hacer una donación al socorro del hambre, no estamos respondiendo a hecho moral alguno -el carácter correcto de hacer una donación para el socorro del hambre. En realidad, los hechos morales constituyen un postulado ocioso. Al juzgar correcto hacer una donación para el socorro del hambre en realidad estamos expresando simplemente nuestro deseo de que las personas hagan donaciones al socorro del hambre. Es como si estuviésemos gritando «¡hurra por las donaciones al socorro del hambre!», sin que haya ahí hecho moral alguno, en realidad pretensión fáctica alguna.

    Estamos ahora en condiciones de ver por qué los filósofos se han interesado por la empresa toda de la valoración moral. El problema es que la objetividad y la dimensión práctica del juicio moral tiran en direcciones bastante opuestas. La objetividad del juicio moral sugiere que existen hechos morales, determinados por las circunstancias, y que nuestros juicios morales expresan nuestras creencias sobre estos hechos. Esto nos permite entender la discusión moral, y similares, pero hace que sea totalmente misterioso cómo o por qué tener una concepción moral consiste en tener supuestamente vínculos especiales con aquello que estamos motivados a hacer. Y la dimensión práctica del juicio moral sugiere exactamente lo contrario, a saber, que nuestros juicios morales expresan nuestros deseos. Si bien esto nos permite entender el vínculo entre tener una concepción moral y estar motivado, hace que sea totalmente misterioso el contenido supuesto de una discusión moral.

    La idea de juicio moral parece ser así bastante incoherente, pues lo que se necesita para entender un juicio semejante es un tipo de hecho raro acerca del universo: un hecho cuyo reconocimiento influye necesariamente sobre nuestros deseos. Pero la imagen estándar nos dice que no existen hechos semejantes. No existe nada que pueda ser todo lo que pretende ser un juicio moral -o al menos esto parece.

    Al final estamos en situación de ver aquello dc lo que trata este ensayo. Pues el realismo moral es sencillamente la concepción metafísica (u ontológica) de que existen hechos morales. La contrapartida psicológica al realismo se denomina «cognitivismo», la concepción de que los juicios morales expresan nuestras creencias sobre lo que son estos hechos morales, y de que podemos llegar a descubrir cuales son estos hechos participando en la discusión y la reflexión morales.

    El realismo moral contrasta así con dos concepciones metafísicas alternativas sobre la moralidad: el irrealismo (en ocasiones denominado «antirrealismo») y el nihilismo moral. Según los irrealistas, no existen hechos morales, ni tampoco se necesitan hechos morales para entender la práctica moral. Felizmente podemos reconocer que nuestros juicios morales expresan simplemente nuestros deseos sobre cómo se comporta la gente. Esta posición, la contrapartida psicológica al irrealismo, se denomina «no-cognitivismo» (el irrealismo tiene diferentes versiones: por ejemplo, el emotivismo, el prescriptivismo y el proyectivismo. Para una exposición más detallada de estas teorías, véanse el artículo 36, «El intuicionismo», el artículo 38, «El subjetivismo», y el artículo 40, «El prescriptivismo universal»).

    En cambio, según los nihilistas morales, los irrealistas tienen razón en que no existen hechos morales, pero se equivocan acerca de lo necesario para entender la práctica moral. El nihilista piensa que sin hechos morales la práctica moral es un engaño, algo así como la práctica religiosa sin creer en Dios.

    He tardado algo en introducir las ideas de realismo moral, irrealismo y nihilismo porque, a mi entender, todas ellas tienen mucho a su favor y mucho en contra. En lo que viene a continuación voy a explicar con más detalle algunas de las ideas de fondo que se han mantenido en todo este debate. Sin embargo, quiero subrayar desde el principio que casi toda posición de fondo está llena de dificultades y controversias. Es de esperar que la larga introducción haya dado alguna idea de por qué esto es así. La idea misma de la práctica moral puede estar -en gran medida como sugiere el nihilista moral- en serios apuros.

    Recordemos que, según el irrealista, cuando estimamos correcto hacer una donación para el socorro del hambre estamos expresando nuestro deseo de que la gente haga donaciones para el socorro del hambre; es como si estuviésemos gritando «¡hurra por las donaciones para el socorro del hambre!». El irrealismo es sin duda una opción a considerar. Pero a mi parecer es en última instancia una opción poco atractiva.

    Sin duda, el irrealista tiene una explicación perfecta de la dimensión práctica del juicio moral. Pero parece extremadamente poco plausible suponer, como él tiene que suponer, que los juicios morales no pueden valorarse en modo alguno respecto a su contenido veritativo. El irrealista piensa así porque modela el juicio moral de acuerdo con una exclamación de aprobación o de desaprobación. Pero cuando yo exclamo «¡hurra por las donaciones al socorro del hambre!», aun cuando mi grito pueda ser sincero o insincero, difícilmente puede ser verdadero o falso. Mi exclamación revela algo sobre mi mismo el hecho de que yo tengo un determinado deseo- y no sobre el mundo.

    El problema no es simplemente que digamos que los juicios morales puedan ser verdaderos o falsos, aunque sin duda lo hacemos. Más bien el problema es que la empresa toda de la discusión moral y de la reflexión moral sólo tiene sentido sobre la base de que los juicios morales son evaluables por referencia a un contenido veritativo. Cuando nos debatimos entre opiniones morales, parecemos debatirnos sobre si nuestras razones en favor de nuestras creencias son razones suficientemente buenas para creer lo que creemos es verdadero. Y ningún sustituto irrealista cumple la tarea de diluir esta apariencia por explicación alguna. Por ejemplo, parece bastante inútil suponer que nos debatimos sobre si en realidad tenemos los deseos que tenemos. Sin duda no es tan difícil responder a esta cuestión.

    En realidad, en este contexto, vale la pena preguntarse cual es supuestamente la concepción que los irrealistas tienen del debate moral. Estos presumiblemente se imaginan que lo que intentamos hacer cuando participamos en un debate moral es conseguir que nuestro adversario tenga los mismos deseos que nosotros. Pero, en el fondo, también deben decir que intentamos hacer esto no porque el adversario tenga que tener racionalmente estos deseos -recuérdese que, de acuerdo con la condición citada, se supone que los deseos no están sujetos a crítica racional alguna- sino mas bien sólo porque estos son los deseos que nosotros deseamos que él tenga. Pero en este caso, el debate moral empieza a parecer íntegramente centrado en uno mismo de forma obsesiva, es decir a ser una imposición de nuestros deseos a los demás.

    El irrealismo no es una opción atractiva. La concepción que tiene el irrealista del juicio moral como expresión de un deseo sencillamente deja sin explicar la reflexión moral ¡Y además su formulación del debate moral hace que la persuasión moral parezca en sí misma inmoral! ¿Qué decir de la alternativa, el realismo moral?

    Podría pensarse que, como el realista moral admite la existencia de hechos morales, por ello no tiene problema en explicar la objetividad del juicio moral y los fenómenos conexos de la reflexión moral y el debate moral. Podría pensarse que el único problema del realista es que, si quiere evitar la existencia de propiedades morales «raras» cuyo reconocimiento enlace necesariamente con la voluntad, entonces no puede explicar la dimensión práctica del juicio moral. Pero de hecho las cosas son mucho más complejas.

    Sin duda, el realista moral tiene que afrontar el hecho de que la dimensión práctica del juicio moral es, desde su punto de vista, problemática. Pero su problema es aún mayor. Su problema es que, como carece de explicación de la dimensión práctica del juicio moral, no tiene nada plausible que decir sobre qué tipo de hecho es un hecho moral. Y si no tiene nada plausible que decir sobre el tipo de hecho que es un hecho moral, entonces, a pesar de su apariencia inicial, no tiene nada plausible que decir sobre aquello de que trata la reflexión moral y el debate moral.

    Para comprenderlo recordemos lo que dijimos al principio cuando introdujimos la idea de dimensión práctica del juicio moral. Dijimos entonces que la dimensión práctica del juicio moral es una consecuencia del hecho de que los juicios sobre lo correcto y lo no correcto son juicios sobre aquello que tenemos razón para hacer y para no hacer. Esta es la materia de la reflexión moral y del debate moral, nuestras razones para obrar. Pero el realista moral que admita una serie de hechos morales sobre los cuales podamos ser neutrales desde el punto de vista motivacional debe rechazar semejante concepción de la rectitud y la no-rectitud. Después de todo, difícilmente podríamos seguir siendo neutrales desde el punto de vista motivacional sobre aquello que pensamos tenemos una razón para hacer. El desafío a que se enfrenta Semejante realista consiste en proporcionarnos una explicación alternativa de qué tipo de hecho es un hecho moral; una explicación alternativa de aquello de lo que trata la reflexión moral y el debate moral.

    Algunos realistas morales dan la cara ante esta crítica. Afirman, por ejemplo, que los hechos morales son hechos que desempeñan un determinado papel explicativo en el mundo social: los actos correctos son aquellos que tienden hacia la estabilidad social, mientras que los actos incorrectos son los que tienden a la inestabilidad social. Una versión aristotélica de esto podría ser ésta: los actos correctos son aquéllos que concuerdan con la «verdadera función» del ser humano -una noción cuasi biológica- y los actos incorrectos los que no concuerdan con esta verdadera función. Según éstos, la reflexión moral y el debate moral son discusiones sobre qué rasgos de las acciones nutren esta tendencia hacia la inestabilidad y la estabilidad. O bien, en la versión aristotélica, son discusiones sobre qué actos concuerdan con la verdadera función del ser humano (y así, en última instancia, sobre cuál es la verdadera función de un ser humano). El término «tendencia» no es aquí ocioso, pues estos realistas se apresuran a subrayar que otros factores pueden impedir que los humanos cumplan con su verdadera función.

    Centrémonos por unos momentos en la idea de que un hecho moral puede caracterizarse en términos de una tendencia hacia la estabilidad o inestabilidad social. Esta idea no puede descartarse de entrada, pues la reflexión sociológica de sillón sugiere que los actos que estamos dispuestos a considerar correctos -por ejemplo, los que proporcionan una satisfacción más equitativa de los diferentes intereses de la gente- tienden a la estabilidad social, y que los actos que estamos dispuestos a considerar incorrectos -por ejemplo, los que proporcionan una satisfacción menos equitativa de los diferentes intereses de las personas- tienden hacia la inestabilidad social. Así pues, lo mejor es suponer que tenemos aquí dos concepciones enfrentadas de hecho moral. ¿Qué concepción parece más plausible?

    Por una parte tenemos la idea de un hecho moral como de un hecho sobre lo que tenemos razones para hacer o no hacer. Por otra, tenemos la idea de hecho moral en términos de lo que tiende hacia la estabilidad y la inestabilidad social. Si la cuestión es «¿qué concepción nos permite entender mejor el debate moral?» seguramente responderemos con lo primero. Pues, en la medida en que el debate moral se centre en lo que tienda hacia la estabilidad social, lo hace porque se considera moralmente importante la estabilidad social, un resultado que tenemos razones para producir.

    En realidad me parece que incluso este tipo de enfoque del realista moral en la explicación nos hace retroceder en la dirección de la idea de un hecho moral como un hecho sobre lo que tenemos razón para hacer. Pues una vez más en la medida en que concibamos los actos correctos como actos que tienden a la estabilidad social, pensamos que tienen esta tendencia porque representan algo que la gente considera razonable hacer. Lo que realiza la función explicativa es la tendencia de la gente a hacer lo que es razonable. Pero también eso simplemente nos devuelve a la concepción original de un hecho moral en términos de aquello que tenemos razón para hacer (podríamos decir cosas parecidas sobre la idea de que podemos caracterizar a un hecho moral en términos de la verdadera función de los seres humanos; pues en tanto en cuanto comprendemos la idea de «verdadera función» del ser humano, pensamos que su verdadera función es ser razonable y racional).

    A la postre pues, podemos objetar que este tipo de realista moral no nos ofrece una verdadera alternativa a nuestra concepción original de hecho moral. La verdadera cuestión es pues si el realista moral se ve obligado a rechazar la idea de que la rectitud y la no-rectitud tienen que ver con aquello que tenemos razón para hacer y razón para no hacer. En el resto de este ensayo voy a examinar esta cuestión.

    El punto espinoso está en lo que he venido denominando la «imagen estándar» de la psicología humana. Pues esta imagen estándar nos ofrece un modelo de lo que es tener una razón en términos del par deseo/creencia. El realista moral, si quiere conseguir combinar la objetividad y la dimensión práctica del juicio moral sin apelar a hechos morales «raros», debe desafiar esta imagen estándar.

    Sin embargo, el problema es que esta imagen estándar parece sustancialmente correcta como explicación de la motivación humana. Después de todo, es incontrovertible que los estados psicológicos que motivan las acciones deben ser disposiciones de algún tipo, disposiciones a producir actos de carácter relevante. Y también es incontrovertible que las acciones están motivadas por estados psicológicos que tienen un contenido: o están producidas por estados que representan la forma de ser del mundo (creencias) o por estados que representan la forma en que ha de ser el mundo (deseos), o bien, como quiere la imagen estándar, son producidas por el emparejamiento de ambos (de un deseo y de una creencia).

    Pero reflexionemos unos instantes. Una disposición a producir actos relevantes de algún tipo, si tiene contenido, debe tener, como contenido, una representación de la forma en que ha de ser el mundo, y por lo tanto debe ser también un deseo. Pues ¿de qué otro modo podría el estado psicológico en cuestión alcanzar la situación a producir? (¿cómo podría producir lo que ha de producir sin haberlo alcanzado?). Además, si este estado tiene que producir la situación propuesta, debe ir también unido a una representación de la forma de ser del mundo, y así debe ir emparejado a una creencia. Pues sólo así se producirá el cambio relevante en el mundo para producir la situación propuesta.

    Por ello parece que la imagen estándar tiene razón al insistir en que se necesitan deseos para motivar las acciones. Así pues, el lugar para desafiar la imagen estándar no es su explicación de lo que motiva la acción, sino más bien su tácita fusión de razones con motivos. El percibir por qué esto es una fusión también nos permite ver por qué podemos hablar legítimamente acerca de nuestras creencias sobre las razones que tenemos, y por qué tener estas creencias hace que sea racional tener los correspondientes deseos.

    Imaginemos que estamos bañando al bebé. Mientras lo bañamos, empieza a gritar sin control. Al parecer nada puede calmarle. Mientras lo vemos gritar, nos vence el deseo de sumergir al bebé en la bañera. Sin duda ahora podemos estar motivados para ahogar al bebé (eventualmente incluso podemos hacerlo). Pero el mero hecho de que tengamos este deseo, y de estar así motivados, ¿significa que tengamos una razón para ahogar al bebé?

    Una respuesta de sentido común es que, como no vale la pena cumplir el deseo, no nos proporciona Semejante razón; es decir, que en este caso estamos motivados a hacer algo que no tenemos razón para hacer. Sin embargo, la imagen estándar parece extremadamente incapaz de aceptar esta respuesta. Después de todo, nuestro deseo de ahogar al bebé no tiene que basarse en una creencia falsa. Como tal, está totalmente más allá de la crítica racional, o al menos esto nos dice la imagen estándar.

    El problema es que la imagen estándar no otorga un privilegio especial a aquello que desearíamos si fuésemos «fríos, tranquilos y contenidos» (por utilizar una expresión frívola). Pero al parecer normalmente pensamos que el no ser frío, tranquilo y contenido puede dar lugar a todo tipo de estallidos emocionales e irracionales. El tener los deseos que tendríamos si fuésemos fríos, tranquilos y contenidos, parece ser así un ideal racional independiente. Si fuésemos fríos, tranquilos y contenidos no desearíamos ahogar al bebé, por mucho que éste llore, y por muy desbordados que estemos, en nuestro estado no frío, intranquilo y desenfrenado, por el deseo de ahogarlo. Esta es la razón por la que no tenemos razones para ahogar al bebé.

    Quizás hemos dicho ya bastante para reconciliar la objetividad del juicio moral con su dimensión práctica. Los juicios sobre lo correcto y lo incorrecto son juicios sobre lo que tenemos razón para hacer y para no hacer. Pero ¿qué tipo de hecho es un hecho sobre lo que tenemos razón para hacer? La discusión anterior sugiere la respuesta. Sugiere que los hechos sobre aquello que tenemos razón para hacer no son hechos sobre lo que deseamos, como querría la imagen estándar, sino más bien hechos sobre lo que desearíamos si estuviésemos en determinadas condiciones ideales de reflexión: si, por ejemplo, estuviésemos bien informados, fríos, tranquilos y contenidos. Así pues, según esta formulación yo tengo una razón para hacer una donación al socorro del hambre en mis circunstancias particulares sólo si, estando en semejantes condiciones ideales de reflexión, yo desearía que, incluso en mis circunstancias particulares, debería hacer una donación al socorro del hambre. Y este tipo de hecho puede ser sin duda objeto de una creencia.

    Además, esta formulación de lo que constituye tener una razón explica por qué la imagen estándar de la psicología humana se equivoca al insistir en que las creencias y deseos son totalmente distintos; por qué, por el contrario, tener determinadas creencias, creencias sobre lo que tenemos razón para hacer, hace que sea racional que tengamos determinados deseos, deseos de hacer aquello que creemos tenemos razón para hacer.

    Para comprender esto, supongamos que creo que desearía hacer una donación al Socorro del hambre si estuviese en un estado de ánimo frío, tranquilo y contenido es decir, en términos más coloquiales, que creo que tengo una razón para hacer una donación al socorro del hambre- pero como no estoy con ánimo frío, tranquilo y contenido, no deseo hacer semejante donación. ¿Se me puede criticar racionalmente por no tener el deseo? Sin duda. Después de todo, desde mi propio punto de vista mis creencias y deseos forman un todo más coherente, y por lo tanto racionalmente preferible, si de hecho yo deseo hacer lo que creo que desearía si estuviese con un estado de ánimo frío, tranquilo y contenido. Ello se debe a que, como es un ideal racional independiente tener los deseos que tendría si estuviese en semejante estado de ánimo, así, desde mi propio punto de vista, si creo que tendría un determinado deseo en esas condiciones y dejo de tenerlo, entonces mis creencias y deseos no satisfacen este ideal. Creer que yo desearía hacer una donación al socorro del hambre si estuviese en estado de animo frío, tranquilo y contenido y sin embargo no desear hacer esta donación es manifestar así una suerte de fracaso racional fácil de percibir.

    Si esto es correcto, de ello se Sigue que, contrariamente a la imagen estándar de la psicología humana, de hecho no plantea problema alguno suponer que yo pueda tener creencias genuinas sobre lo que tengo razón para hacer, cuando tener esas creencias hace que sea racional que tenga los deseos correspondientes. Y si no plantea problema suponer que esto pueda ser así, no hay problema en reconciliar la dimensión práctica del juicio moral con la tesis de que los juicios morales expresan nuestras creencias sobre las razones que tenemos.

    Sin embargo, esto no basta aún para resolver el problema que se le plantea al realista moral. Pues los juicios morales no son sólo juicios sobre las razones que tenemos. Son juicios sobre las razones que tenemos cuando aquellas razones se suponen determinadas por completo por nuestras circunstancias. Como indiqué anteriormente, personas en idénticas circunstancias se enfrentan a la misma opción moral: si llevaron a cabo la misma acción ambas actuaron o bien correctamente (ambas hicieron lo que tenían razón para hacer) o ambas actuaron incorrectamente (ambas hicieron lo que tenían razón para no hacer). Esta explicación de lo que es tener una razón, ¿implica que esto es así?

    Supongamos que nuestras circunstancias son idénticas, y preguntémonos si es correcto que cada uno de nosotros haga una donación al socorro del hambre: es decir, si cada uno de nosotros tiene una razón para hacerlo. Según la explicación ofrecida, es correcto que yo haga una donación al socorro del hambre sólo si tengo una razón para hacerla, y tengo semejante razón sólo si, en las condiciones ideales de reflexión -estando bien informado, con ánimo frío, tranquilo y contenido- yo desearía hacer una donación para el socorro del hambre. Y lo mismo puede decirse de usted. Si nuestras circunstancias son pues las mismas, supongamos, ambos tendríamos una razón semejante o careceríamos de una razón Semejante. Pero, ¿es así?

    La cuestión es si, en el caso de que estuviésemos bien informados, con ánimo frío, tranquilo y contenido, tenderíamos a converger en nuestros deseos. ¿Convergeríamos o bien siempre cabría la posibilidad de una diferencia no explicable racionalmente de nuestros deseos incluso en estas condiciones? La imagen estándar de la psicología humana vuelve ahora al centro de la escena. Pues ésta nos dice que siempre cabe la posibilidad de una diferencia no explicable racionalmente en nuestros deseos incluso en condiciones de reflexión tan ideales. Este es el residuo de la concepción del deseo de la imagen estándar como un estado psicológico que está más allá de la crítica racional.

    Si esto es correcto, el intento del realista moral de unir la objetividad y la dimensión práctica del juicio moral debe considerarse un fracaso. Nos vemos obligados a aceptar que en nuestras razones existe una esencial relatividad. Aquello que tenemos razón para hacer es relativo a lo que desearíamos en determinadas condiciones ideales de reflexión, y esto puede diferir de una persona a otra. No está totalmente determinado por nuestras circunstancias como supuestamente lo están los hechos morales.

    Muchos filósofos aceptan el pronunciamiento de la imagen estándar sobre el particular. Pero el aceptar que exista semejante relatividad esencial en nuestras razones me parece demasiado prematuro. Pone la carreta delante de los bueyes. Pues sin duda la práctica moral es ella misma el foro en el que descubriremos si nuestras razones son esencialmente relativas.

    Después, de todo, en la práctica moral intentamos cambiar las creencias morales de las personas implicándolas en el debate racional: es decir, haciendo que sus creencias se aproximen a las que tendrían en condiciones de reflexión más ideales. Y en ocasiones lo conseguimos. Cuando lo conseguimos, en igualdad de circunstancias, conseguimos cambiar sus deseos. Pero si aceptamos que hay una esencial relatividad en nuestras razones, podemos decir, de antemano que este proceder nunca determinará una convergencia masiva de creencias morales; pues sabemos de antemano que nunca habrá una convergencia en los deseos que tenemos en estas condiciones ideales de reflexión. O más bien, y más exactamente, si existe una esencial relatividad en nuestras razones, de ello se sigue que cualquier convergencia que hallemos en nuestras creencias morales, y por lo tanto en nuestros deseos, debe ser totalmente contingente. En modo alguno podría explicarse por -o sugerir- el hecho de que los deseos que se formen tengan un estatus racional privilegiado.

    Lo que yo pregunto es: «¿por qué aceptar esto?». ¿Por qué no pensar en cambio que si se diese semejante convergencia en la práctica moral esto sugeriría que estas creencias morales particulares, y los deseos correspondientes, gozan de un estatus racional privilegiado? Después de todo, a nuestra c<'nviccion de que las tesis matemáticas gozan de un estatus racional privilegiado subyace algo como semejante convergencia en la práctica matemática. Así' pues ¿por qué no pensar que una similar convergencia de la práctica moral mostraría que los juicios morales gozan del mismo estatus racional privilegiado? En este punto, la insistencia de la imagen estándar en que existe una esencial relatividad en nuestras razones empieza a tener un aspecto demasiado semejante al de un dogma vacío.

    El tipo de realismo moral aquí descrito avala una concepción de los hechos morales muy alejada de la imagen presentada al principio: los hechos morales como hechos raros acerca del universo cuyo reconocimiento necesariamente influye en nuestros deseos. En su lugar, el realista ha desechado los hechos raros sobre el universo en favor de una concepción más «subjetivista» de los hechos morales. Esta concepción resulta del análisis del realista de lo que constituye tener una razón (para una exposición más detallada de las teorías subjetivistas, véase el artículo 38, «El subjetivismo»). Sin embargo, la tesis del realista es que semejante concepción de los hechos morales sólo puede volverles subjetivos en el sentido inocuo de que son hechos sobre lo que desearíamos en determinadas condiciones ideales de reflexión, donde los deseos son -sin duda- una especie de estado psicológico de los sujetos. Pero los hechos morales siguen siendo objetivos en tanto en cuanto son hechos sobre lo que nosotros y no sólo usted o yo desearíamos en semejantes condiciones. La existencia de un hecho moral, por ejemplo, la rectitud de hacer una donación para el socorro del hambre en determinadas circunstancias, exige que, en condiciones ideales de reflexión, los seres racionales convergerían en el deseo de hacer una donación para el socorro del hambre en estas circunstancias.

    Por supuesto, todas las partes han de convenir en que el debate moral
    no ha generado aún el tipo de convergencia de nuestros deseos que haría
    parecer plausible la idea de hecho moral (un hecho sobre las razones que tenemos
    totalmente determinado por nuestras circunstancias). Pero tampoco ha tenido
    el debate moral una gran historia en las épocas en que hemos podido participar
    en la reflexión libre no lastrados por una biología falsa (la
    tradición aristotélica) o una falsa creencia en Dios (la tradición
    judeocristiana). Queda por ver si el debate moral sostenido puede producir la
    obligada convergencia de nuestras creencias morales, y de los deseos correspondientes,
    para hacer parecer plausible la idea de hecho moral. El tipo de realismo moral
    aquí descrito alberga la esperanza de que podrá hacerlo. Sólo
    el tiempo lo dirá.

     

    Enviado por:

    Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

    "NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

    www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

    Santiago de los Caballeros,

    República Dominicana,

    2015.

    "DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

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