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La resolución de conflictos en el acuerdo de Belfast y el Pacto de Estella (página 7)



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El talante en Irlanda del Norte, que propiciaría negociaciones
inclusivas, o, si se quiere, que daría lugar a un acuerdo con un acusado
carácter de inclusividad, comenzó a gestarse antes del cambio
de actitud sin precedentes en el republicanismo norirlandés, por el que
el SF reconoció de forma explícita las instituciones adoptadas
bajo el signo de la partición de la isla, es decir, aceptó el
marco legal vigente, y por tanto admitió la partición del país[346]En
el capítulo VIII de esta tesis hemos estudiado este fenómeno,
denominado "constitucionalización". Otro gesto del SF, muy
anterior al aludido arriba, ya que comenzó en los años ochenta,
fue el inicio de conversaciones exploratorias con el SDLP y con el Gobierno
de Irlanda (era Primer Ministro entonces Charles Haughey).

Dicho talante inclusivo se comenzó a manifestar con la apertura de conversaciones entre los republicanos y el Ejecutivo británico, poniendo el énfasis en la conveniencia de buscar un acuerdo de acomodación, no una imposición[347]que estuvo respaldado por actores tales como los Gobiernos de Reino Unido y de Irlanda, la Casa Blanca, las diferentes Iglesias, el SDLP, y asociaciones de apoyo a las víctimas, aunque las reticencias fueron más difíciles de superar en el sector unionista.

La inclusividad se vio favorecida por el énfasis puesto por los responsables de las negociaciones en la necesidad de trabajar codo con codo entre las partes, generando medidas de confianza que desactivasen el descontento en Irlanda del Norte[348]Para ello, en esencia, se adoptaron tres vectores de actuación: la exclusión de la influencia de quienes podían boicotear el proceso; la difuminación del descontento, aclarando ciertos elementos confusos; y la incorporación al proceso de personas con talante positivo. No obstante, esta evolución se tradujo, también, en un sentimiento de frustación y desmoralización en las filas republicanas[349]y unionistas[350]

En efecto, en los prolegómenos del Acuerdo de Viernes Santo, todos los partidos (incluido el SF) y grupos paramilitares estuvieron representados, lo que provocó, sin embargo, la autoexclusión de algunos (DUP, UKUP, el Partido Conservador de Irlanda del Norte). No obstante, las exclusiones correspondieron a fuerzas minoritarias, escasamente representativas de la sociedad norirlandesa; así, la participación del SF, representante de algo más del 16% del voto, provocó la marginación de los ya señalados, que ostentaban la representatividad del 13,6% (DUP), 1,6% (UKUP), y 1,2% (conservadores). En todo caso, el Acuerdo fue suscrito por los representantes mayoritarios del Reino Unido, de Irlanda, de los nacionalistas y de los unionistas.

A pesar de las ausencias citadas, el Acuerdo fue posible, lo que demostró que los maximalismos nacionalistas no conducían sino a un bloqueo de la situación, y que una mayor flexibilidad por parte de dicho bando permitió que se pudiera alcanzar el punto de encuentro histórico de 1998. Dicho en otras palabras, la estabilidad lograda por el consenso entre las fuerzas políticas mayoritarias fue superior a la desestabilidad de la exclusión de las facciones minoritarias más radicales.

La flexibilidad del texto de Estella, en cuyo desarrollo no aparecen condiciones o limitaciones expresas, es solamente aparente, ya que al referirse a la necesidad de solucionar un "problema político" en su origen y su naturaleza[351]mediante la correspondiente "solución política", colocó –de facto, que no de iure– un impedimento de primera magnitud a la participación de los partidos no nacionalistas mayoritarios, además de al Gobierno español, que rechazaron dichos origen y naturaleza tanto del "problema" como de la eventual solución.

Este aspecto es de suma importancia, por tres razones: por el conocimiento previo por parte del nacionalismo de la reacción de los partidos no nacionalistas; el ejercicio de la iniciativa por parte también de ese mismo sector; y por la anteposición del interés en incluir a un 12% de la población (representada por HB en ese momento) a costa de excluir a otro 40% (el representado por el PP y el PSOE). El documento tampoco señala cómo habría de materializarse la participación de Francia en el diálogo.

Estas exclusiones suponen un problema añadido a la hora de ejecutar los acuerdos alcanzados, ya que los recursos políticos en manos de los partidos nacionalistas y del propio Gobierno vasco no son suficientes para llevar adelante lo pactado[352]La celebración del referéndum; la eventual modificación de la Constitución; y una decisión en cuanto a la territorialidad –Navarra-; son cuestiones vetadas para los nacionalistas vascos, puesto que su solución legal exige el concurso del Gobierno central.

Sin embargo, el texto de Estella no sólo no marca de forma explícita la exclusión de ETA mientras siga desarrollando actividades terroristas, sino que elimina la posibilidad de vetar su presencia al referirse al diálogo "abierto", a desarrollar "sin exclusiones respecto de los agentes implicados".

Desde el punto de vista del respaldo social, el exclusivismo de Estella se pone de manifiesto si comprobamos que el Pacto representó la voluntad, aproximadamente, del 50% de la sociedad vasca, mientras que el Pacto de Ajuria Enea fue representativo para un 90% de los ciudadanos vascos.

Para comprobar esta aseveración, basta con cuantificar el electorado de los firmantes de ambos pactos, en las épocas en las que fueron suscritos. En efecto, cuando en 1988 fue rubricado el Pacto de Ajuria Enea, las formaciones políticas que lo respaldaron acapararon el 80,5% de los votos vascos en las últimas elecciones autonómicas de 1996. Por su parte, el porcentaje pasa al 59,4% cuando nos referimos al de los votos logrados por las formaciones firmantes del Pacto de Estella en 1998, según las elecciones autonómicas de 1998[353]

Veamos ahora el método propuesto, es decir, el "cómo" habría que resolver el hipotético "conflicto político" según los términos del Pacto de Estella. El concepto clave que los nacionalistas adoptaron fue la "inclusividad", acompañado de un calificativo al que podríamos referirnos como "igualitaria", y de otro, como el de "incondicional". El documento de Estella deja claro que se debe establecer un diálogo sin exclusiones entre todos los agentes que intervienen en el conflicto, que éstos deben actuar en igualdad de condiciones entre sí, y que ninguno de ellos debe establecer premisas previas a los demás.

La "estrategia inclusiva" que subyace en los planteamientos de Estella surge de la confrontación entre dos planteamientos opuestos -el que defiende la marginación de los movimientos político-militares anti-sistema (que, en su caso, puede llevar a la ilegalización de dichos movimientos), y el que propugna su incorporación de forma incondicional y en igualdad de condiciones que las demás formaciones políticas- y la adopción del segundo.

En efecto, en la redacción de Estella se ve cómo el nacionalismo vasco adoptó un acuerdo basado en el último planteamiento, es decir, en el de la incorporación sin limitación del mundo nacionalista al "diálogo constitucional vasco"; en su decisión final, el nacionalismo buscó situarse dentro del marco del hipotético proceso negociador, así como tratar de forzar a los elementos no nacionalistas a la aceptación de esa situación como mal menor; incluso al precio de la autoexclusión de estos últimos.

En septiembre de 1998, a los partidos "constitucionalistas" (los que aceptan sin reservas el marco legal actual; los más señalados son el PP, el PSOE y UA) les cupo acogerse a una de estas tres posturas posibles: a) la aceptación de Estella; b) el rechazo de Estella y la articulación de una alianza anti-nacionalista; y c) el rechazo de Estella y la búsqueda de la ilegalización de las formaciones vinculadas al terrorismo vasco.

A la inviabilidad de la primera se unieron los riesgos de la tercera. En efecto, la alternativa de la exclusión vía ilegalización, tendría un coste político elevado para quienes la adoptasen, ya que resulta complejo y delicado excluir de un diálogo a quienes tienen la representación democrática, aunque ésta se derive de un sistema político cuestionado[354]De ahí que la redacción del Pacto de Estella deje entrever la inclusividad como el marco adecuado para traspasar, desde las instancias estatales a los políticos nacionalistas, la responsabilidad del cese de las acciones terroristas.

El caso es que Estella, conocido entre algunos observadores como el Basque Storming, provocó la exclusión, sin embargo, de los dos principales actores, es decir, de los dos partidos mayoritarios españoles y no nacionalistas (PP y PSOE), circunstancia que no se dio en Irlanda del Norte.

Por tanto, el resultado más evidente de Estella fue la ruptura del espectro político en dos grandes grupos, los afines a las pretensiones nacionalistas, y los opuestos a las mismas. Poco después de producirse esta polarización, ETA reanudó e intensificó sus atentados contra personas e intereses de los no nacionalistas (populares y socialistas)[355].

La estrategia "rupturista" en el plano político es causa y efecto a la vez de una polarización social extrema en el caso vasco, aun sin llegar ni mucho menos a los enfrentamientos de Irlanda del Norte, y en alguna medida resultado también de la descentralización española y la consiguiente búsqueda y enaltecimiento de las identidades colectivas de las diferentes entidades sub-estatales. Este extremo se abordará con mayor amplitud y profundidad en el punto 8 de este capítulo.

9.2. INCONDICIONALIDAD (PREDISPOSICIÓN AL CONSENSO)

La búsqueda del acuerdo que desembocó en el texto de Viernes Santo se hizo con la convicción de que el consenso sería determinante para alcanzar el fin de la violencia y lograr así la creación de las instituciones fruto de dicho Acuerdo; esta búsqueda del consenso ya se puso de manifiesto en la Declaración de Downing Street de 1995, que desencadenó el proceso de paz que culminaría en abril de 1998.

El final del proceso de paz en Irlanda del Norte tuvo su origen más próximo en el alto el fuego, es decir, en el abandono previo de la violencia, decretado por el IRA en agosto de 1994. Sin embargo, los hechos determinantes para llegar a la declaración del citado cese de las hostilidades fueron, en primer lugar, la ronda de conversaciones que propugnó el Gobierno de Londres (retórica, predisposición a diálogo inclusivo) con los principales partidos de Irlanda del Norte, a la que se adhirió, en 1992, el Gobierno irlandés; en segundo lugar, las declaraciones públicas de los Gobiernos británicos e irlandeses a favor de la generosidad en caso de producirse un alto el fuego; y, finalmente, la implicación (no oficial) de todas los actores locales y otros, como es el caso de la Administración Clinton, en pro de la causa nacionalista[356]

Más tarde, a la citada declaración de alto el fuego del IRA se añadió la de los grupos paramilitares unionistas (los legalistas). A partir de este momento, el Gobierno británico mantuvo diálogos de acercamiento con los grupos paramilitares. Por último, el 22 de febrero de 1995 se redactó el documento marco Frameworks for the Future: por un lado, incluía propuestas para establecer relaciones entre la isla de Irlanda y los dos Gobiernos y, por otro, para crear nuevas instituciones en Irlanda del Norte.

A raíz de este documento, el 10 de junio de 1996 se iniciaron en el castillo de Stormont las negociaciones formales entre todos los partidos políticos con representación en Irlanda del Norte; 22 meses después – el 10 de abril de 1998 – dieron sus frutos en lo que se conoce como Acuerdo de Belfast, un tratado de paz realmente histórico y de carácter multi-partidista, que atribuyó al Ulster competencias de autogobierno, legislativas y ejecutivas, en más de diez áreas de Gobierno. Este tratado fue aprobado por un referéndum el 22 de mayo del mismo año, y reemplazó al Tratado Anglo-irlandés de 1985; el 25 de junio fueron convocadas elecciones para designar los 108 miembros de la Asamblea norirlandesa.

Con posterioridad al Acuerdo, las instituciones surgidas bajo su amparo han ido asumiendo las funciones que hasta ese momento habían sido responsabilidad de Londres, y el IRA ha aceptado el desmantelamiento de su arsenal, bajo la supervisión de la Comisión Internacional de Desarme, presidida por el general canadiense John de Chastelain.

El Pacto de Estella -cuando sostiene que "la negociación no debe ser concebida como un proceso de ganancias particularizadas", así como que la "negociación resolutiva no comporte imposiciones específicas"[357]- está defendiendo la necesidad de alcanzar el consenso, sin temor al resultado final, como si éste fuera la garantía mejor de la democracia. Los nacionalistas sostuvieron en Estella que el principio del consenso forzaría a las partes dialogantes a formular propuestas intermedias, por lo tanto, alejadas de las fórmulas maximalistas doctrinales, tratando de evitar que una mayoría coyuntural pudiera imponer de forma unilateral un acuerdo que, por ser impuesto por esa mayoría, fuera sólo un acuerdo en su aspecto formal.

En este punto, es claro el afán nacionalista por olvidar el acuerdo previo que se alcanzó con la redacción y aprobación de la Constitución y del Estatuto vasco; así como el que rodeó y amparó al Pacto de Ajuria Enea hasta que los nacionalistas decidieron buscar su propio acuerdo, para el que esgrimieron la existencia de una pretendida "falla constitucional vasca"[358] como justificación del eventual establecimiento de un diálogo político sin exclusiones (en alusión al nacionalismo radical).

CAPÍTULO 10

Carácter de transición de un pacto y su reflejo en Belfast y Estella

La teoría original de Lijphart sobre la democracia consociativa establece que es el modelo de democracia caracterizado por "culturas políticas fragmentadas"[359] y por un poder ejercido por un sector excluyente de las elites. Es la democracia por consenso, que representa una base social compleja y fragmentada (como la vasca) "dominada por la voluntad excluyente de un sector social momentáneamente mayoritario", en contraposición a la democracia mayoritaria, útil solamente para sociedades muy homogéneas desde el punto de vista cultural[360]Según el profesor Ruiz Martínez, los parámetros consociativos son de consenso intercomunitario[361]

Por otra parte, establecida la definición de pacto, trataremos de averiguar si podemos referirnos a una clase de pacto al que podríamos calificar de "transición", es decir, un pacto o acuerdo por el cual las partes establecen un nuevo marco de relaciones (o reglas de juego), pasando desde una situación previa no democrática o deficitariamente democrática (también podemos referirnos a una situación de partida caracterizada por la ausencia de autogobierno), hasta otra regida por normas e instituciones democráticas (o hasta una situación de autogobierno).

A este respecto, hay que señalar los momentos o distintos consensos a los que se refiere Cotarelo[362]el primero de ellos versa sobre el pasado de las partes, que es respetado por las restantes en el sentido de no convertirlo en instrumento de deslegitimación de las posiciones actuales (es el básico y primero en el tiempo)[363]; el segundo se refiere a las reglas que regirían de forma provisional el juego político (es éste al que nos estamos refiriendo en estas líneas, y el clave en una transición); y el tercer pacto es por el que se adoptan las reglas definitivas del juego (forma parte de la consolidación general del proceso).

Las partes, sean o no Estados, son capaces de establecer pactos "de transición", o dicho de otro modo, pactos "para el período de transición", por los cuales dichas partes fijan cuestiones tales como las reglas de comportamiento, los calendarios, las cuestiones a resolver, los objetivos finales, etc.[364] Los términos del pacto pueden no ser explícitos, pero en cualquier caso deben ser garantes del consenso alcanzado. Los pactos de transición, en los procesos de transición política, deben perseguir la consecución de un objetivo básico: el reconocimiento de los derechos civiles y de los políticos.

La HNT establece que el ser humano tiene unas necesidades básicas que satisfacer, lo que redunda en beneficio de la estabilidad social; también vimos que ese afán de satisfacer necesidades básicas está vinculado al fenómeno estímulo-respuesta y a la teoría de la Frustación-Agresión (referida a aspiraciones más amplias que las consideradas como básicas).

Estas consideraciones resultan significativas sobre todo en el proceso que culminó en el Acuerdo de Belfast en lo referido al eventual reconocimiento y garantía de los derechos civiles, elemento de particular transcendencia en un proceso consensuado de transición política, de modo que se abandonaría el carácter de conflicto de suma cero (satisfaciendo las necesidades de uno a costa de las del otro) para adoptar el de "todos ganan", puesto que, además, las necesidades básicas no tienen por qué ser excluyentes, y su importancia supera con mucho la que pueda alcanzar el estatus político final.

Por tanto, la HNT puede complementar el análisis de la medida en que el Acuerdo de Belfast y del Pacto de Estella fueron un acuerdo de transición, tratando de descubrir cómo las partes implicadas en las redacciones de los citados textos pretendieron la satisfacción de las necesidades básicas (por ejemplo, paz) o la consecución de una ventaja política sobre el adversario.

Como conflictos de larga duración y fuertemente implantados en las sociedades respectivas, para su resolución se precisa una serie de cambios (en los niveles de percepciones, actitudes, estructuras, relaciones), que se pueden producir en dos ámbitos no excluyentes: los cambios políticos se pueden lograr mediante la TOD, pero a menudo resultan insuficientes y deben ser complementados mediante la TTD, que trata de lograr la implicación de todos los sectores sociales con las estructuras de poder, a fin de cambiar completamente la situación en aras de la solución definitiva del problema.

Como señala Mouffe[365]en clara alusión a Clausewitz, la continuación de la guerra civil por otros medios (incruentos) se deriva del convencimiento sobre la imposibilidad de vencer por medio de la violencia y de la consecuente decisión de pactar reglas incruentas de juego a fin de alcanzar el poder. Este es el modelo, entre otros, de Dankwart Rustow[366]aplicado por Cotarelo al estudio del caso de la transición española[367]

En dicho enfrentamiento cívico y no violento, como señalan Gil Calvo[368]y Linz[369]son precisas dos condiciones: el reconocimiento igualitario e inviolable de los derechos civiles de las partes (condición necesaria); y el pacto consensuado sobre las reglas de juego –derechos políticos- que arbitran la competición por el poder (condición suficiente).

El consenso más frecuente es uno de carácter instrumental; si se quiere incluso accesorio, porque sirve para consensuar las reglas de juego político (consenso procedimental). Ahora bien, puede existir otro tipo de consenso, de mayor calado, llamésmosle sustancial, capaz de modificar las raíces del enfrentamiento civil y del conflicto, incluyendo el resultado mismo del juego, es decir, el resultado electoral y el reparto de poder.

Según el origen de las iniciativas consensuales, podemos referirnos también a consensos verticales (tutelados por los poderes públicos) y consensos horizontales (a cargo de los grupos sociopolíticos, sin intervención de dichos poderes). En los primeros, los poderes públicos otorgan parte de las nuevas reglas de juego; en los segundos, son los grupos en el poder y la oposición quienes consensúan dicha formulación. Podemos referirnos a un tipo mixto, en el que un modelo evoluciona en el tiempo hacia el otro. Cuando el desenlace es satisfactorio para las partes, ha habido consentimiento mutuo.

Cuando se pone como ejemplo de transiciones a la española, se cita a la civilización del enfrentamiento político[370]como el factor que contribuyó a suplantar la cultura del enfrentamiento violento por la del político, ya que las partes implicadas renunciaron definitivamente a la violencia como instrumento válido para alcanzar el poder. No obstante, lo que se cumple en la generalidad del territorio español tiene su excepción en el País Vasco, donde el nacionalismo radical, firmante del Pacto de Estella, continúa conculcando los derechos civiles de la población vasca, sobre todo, de la no nacionalista.

Los diversos modelos de ciclo político que estudian el comportamiento y el rendimiento de los sistemas políticos en sus diferentes etapas[371]coinciden en señalar las diversas causas que originan tensión y el consiguiente cambio en el sistema y la alternancia en el poder. En los casos que nos ocupan, hay dos causas de conflicto que alimentan tensión: el antagonismo ideológico derecha-izquierda (o monárquicos y republicanos; católicos y protestantes), y el antagonismo territorial centro-periferia (españolistas o constitucionalistas, y unionistas e independentistas).

Mientras que la apuesta materializada en el Acuerdo de Belfast por el reconocimiento de los derechos civiles fue resultado de la evidencia para las partes de que ninguna de ellas podría imponerse a las demás mediante la fuerza (de modo similar a la Transición española), el nacionalismo vasco ha tolerado y, en su caso, justificado el uso de la violencia para tratar de lograr el monopolio de la legitimidad, y redactó el Pacto de Estella buscando el consenso de los nacionalistas, lejos de la inspiración norirlandesa, que apostó por la participación de todas las partes en la construcción de nuevas reglas de confrontación civil. El Pacto de Estella parece poner en evidencia la fragmentación política vasca, y las escasas garantías de respeto de los derechos civiles y políticos de la sociedad vasca, máxime si se compara la situación en el País Vasco con la del resto de España.

Desde la puesta en marcha del Acuerdo de Belfast, las expectativas de pacificación han ido consolidándose en la sociedad norirlandesa, así como que de la misma manera ésta ha marcado cierta distancia con respecto a los partidos políticos, en un doble movimiento de apuesta por el nuevo sistema político a la vez que de alejamiento del fraccionamiento partidario tradicional[372]lo que revela un fenómeno sociopolítico de moderación.

Tras la aprobación del Acuerdo de Belfast se hicieron numerosos sondeos[373]en todos ellos, se puede encontrar varios denominadores comunes: para los unionistas, cuya división interna era evidente[374]la prioridad residía en la cuestión del desarme de los paramilitares republicanos; para el bando católico, más cohesionado[375]las preocupaciones esenciales eran la reforma del sistema policial y el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, existía un apreciable grado de consenso entre ambas comunidades en aspectos tales como la necesidad de alcanzar el consenso en cuanto a un futuro regido por un sistema democrático[376]

El documento del Acuerdo de Belfast fue consensuado por la mayor parte de los grupos hasta ese momento en conflicto abierto en Irlanda del Norte, en un intento de alcanzar la normalización democrática; las consideraciones a las que aludiremos a continuación permiten sostener su carácter de transición, pues, en líneas generales, supuso un cambio novedoso y fundamental en el ordenamiento constitucional británico, y dotó de una base constitucional democrático-consociativa al proyecto para Irlanda del Norte. En efecto:

  • Fue inclusivo hacia todas las opciones políticas e ideológicas.

  • Permitió el inicio del proceso de devolución de poderes.

  • Estableció el compromiso de modificar la constitución irlandesa (Bunreacht na hÉireann) de 1937, en el sentido de incluir la renuncia a las demandas territoriales.

  • Sentó las bases jurídicas para la creación de organizaciones político-administrativas transnacionales, en las que participasen, en igualdad de condiciones, los Gobiernos de Dublín y de Belfast[377]

  • Legitimó al Gobierno de Dublín, de forma realmente efectiva, como parte implicada en la resolución de la cuestión norirlandesa[378]

  • Se consagró el principio de consentimiento, es decir, el compromiso británico e irlandés de respetar la voluntad de la población norirlandesa[379]

El proceso de conversaciones multipartitas que dio como resultado el Acuerdo de Belfast, reúne los cuatro requisitos del acuerdo consociativo establecido por Lijphart[380]que son los siguientes:

  • Poder ejecutivo compartido "transcomunitario".

  • Reglas proporcionales aplicadas al relevo al frente de las entidades de gobierno y de los sectores públicos.

  • Gobierno autónomo y paridad cultural.

  • Derecho de veto a cargo de las minorías.

En el Acuerdo de Belfast existe una serie de disposiciones legales que permiten articular la estructura político-administrativa de la autonomía gubernativa de Irlanda del Norte (elección y constitución de una asamblea parlamentaria; formación de gobierno; y desarrollo de un aparato de administración pública). Desde un punto de vista comparativo, podemos decir que el Acuerdo de Belfast situó a Irlanda del Norte en una situación similar a la que se encontraba el País Vasco en las proximidades de 1980.

Las negociaciones, tanto las previas a la redacción y aprobación del Acuerdo de Belfast, como las de su desarrollo posterior, estuvieron marcadas por dos problemas de calado: la oposición de parte del unionismo a desarrollar las reformas constitucionales previstas en el Acuerdo de Belfast (que en el futuro podrían habilitar la pérdida del carácter británico de Irlanda del Norte y la reunificación de la isla), y la resistencia de parte del republicanismo a abandonar la relativa capacidad de control de la situación y del proceso de paz (eso es lo que lo que sostiene el republicanismo acerca de lo que supondría el desarme del IRA). No obstante, estas consideraciones fueron elementos claves para el futuro del proceso de devolución de poderes a Belfast por parte de Londres[381]

Tras la firma del Acuerdo, la situación cambió mucho en relación con la de febrero de 1996, hasta el punto de que conforme ha ido transcurriendo el tiempo se ha ido reduciendo el riesgo de una involución en la marcha del proceso, aunque esta posibilidad no se puede excluir. Varios son los factores que permiten apuntalar ese cambio, ligados a cada uno de los protagonistas en el proceso.

En primer lugar, el Gobierno Blair, con la suficiente mayoría parlamentaria propia (no como los gobiernos conservadores anteriores)[382] y el apoyo total del Ejecutivo irlandés, adoptó un modelo de reforma constitucional para alcanzar el consenso, bajo la dirección consecutiva de Mo Mowland y de Peter Mandelson, Ministros para Irlanda del Norte.

En segundo lugar, los unionistas, que inicialmente persiguieron el colapso de las nuevas instituciones, vinculando la cuestión del desarme a la presencia institucional de los partidos políticos ligados a los grupos armados, tuvieron que cambiar su posicionamiento desde la hostilidad más absoluta hasta la aceptación de la inclusión de los republicanos en el juego político, resignados ante la claridad del texto del Acuerdo, que no establece precondición alguna en la cuestión del desarme, y ante el compromiso real de los republicanos.

Por su parte, los republicanos cumplieron las condiciones estipuladas en el Acuerdo de Belfast[383]

"All participants accordingly reaffirm their commitment to the total disarmament of all paramilitary organisations. They also confirm their intention to continue to work constructively and in good faith with the Independent Commission, and to use any influence they may have, to achieve the decommissioning of all paramilitary arms within two years following endorsement in referendums North and South of the agreement and in the context of the implementation of the overall settlement".

por lo que no se encontró razón alguna para su exclusión inicial de las tareas de gobierno en Irlanda del Norte.

Así las cosas, el 27 de junio de 1998 tuvo lugar la elección[384]de la Asamblea Autónoma; y pocos días después, atendiendo al consenso intercomunitario (sistema consociativo) establecido en el Acuerdo de Belfast fueron designados el Primer Ministro David Trimble, como líder del partido (UUP) con mayor representación parlamentaria; y el Viceprimer Ministro Seamus Mallon, en su calidad de líder del partido (SDLP, de John Hume) más votado y representativo de la comunidad opuesta a la representada por el partido más votado. Siguiendo la ley d"Hont, ambos tuvieron que formar Gobierno con los representantes de las cuatro formaciones con mayor representación parlamentaria, existiendo una gran incertidumbre, sobre todo, acerca de la evolución de la cuestión del desarme y de la participación del SF en las instituciones[385]

En todo caso, el nombramiento de este Ejecutivo[386]estuvo sujeto a fuertes tensiones derivadas de la negativa unionista a admitir nombramientos de republicanos antes de que el IRA acordase los términos del desarme, aunque estas reticencias fueron finalmente superadas en otoño de 1999, como señala el profesor Ruiz Martínez[387]tras la publicación del Informe Patten sobre la reforma policial, y la remodelación ministerial del Gabinete británico, con la designación de Mandelson en sustitución de Mowland.

Como hemos apuntado anteriormente, desde la formación del Gobierno norirlandés, se hizo patente que el futuro del proceso de paz en Irlanda del Norte quedaría supeditado a un fenómeno sociopolítico de cohesión doble[388]por un lado, de la población ubicada mayoritariamente en posiciones de centro (que favorecería las relaciones intracomunitarias); de otro, de cada una de las dos comunidades, la republicana y la unionista (la primera en mayor medida que la segunda).

Esta cohesión vería su reflejo en el proceso de toma de decisiones gubernamentales, que incluye dos procedimientos para abordar las decisiones en asuntos de gran importancia, y que podrían ser vetados por una de las comunidades, en especial por la unionista, la más dividida[389]

  • La primera, sólo serían aprobadas las propuestas apoyadas por "(i) parallel consent, i.e. a majority of those members present and voting, including a majority of the unionist and nationalist designations present and voting". Esto supondría que bastaría con que votasen en contra de la propuesta 30 –la mitad más uno- de los 58 parlamentarios declarados unionistas para paralizar el proceso constitucional[390]

  • La segunda, más compleja, habilitaba el desbloqueo anterior, y consiste en hacer que la propuesta sea aprobada por "(ii) a weighted majority (60%) of members present and voting, including at least 40% of each of the nationalist and unionist designations present and voting"[391].

Cuando en febrero de 1999 fue votada la puesta en marcha de las instituciones de autogobierno, no fue preciso utilizar este segundo procedimiento, ya que quienes se oponían al Acuerdo obtuvieron 29 votos, número insuficiente para lograr el bloqueo del proceso.

El senador estadounidense George Mitchell, mediador convocado por Londres y Dublín, logró que el 16 de noviembre de 1999 David Trimble y Gerry Adams presentaran una declaración conjunta[392]seguida al día siguiente por otra del IRA legitimando las decisiones adoptadas por el SF.

Lo más significativo de dicha declaración fue que el UUP se comprometió a "la aplicación del Acuerdo de Belfast en todos su aspectos"; y reconoció y aceptó la legitimidad del objetivo político nacionalistas "de una Irlanda unida a través de métodos exclusivamente pacíficos y democráticos"; este reconocimiento fue el primero expreso de la mayoría unionista hacia el derecho de una Irlanda unida[393]

No de menor importancia porque ya hubiera sido anunciado anteriormente, fue la declaración del republicanismo por la que el SF aceptaba que "la entrega de armas es una parte esencial del proceso de paz" y que "todas las partes tienen la obligación de llevar a cabo la entrega de armas. El SF se compromete a cumplir con sus responsabilidades a este respecto", lo cual fue una concesión política esencial del SF a favor de las tesis consociativas y elemento básico de la denominada constitucionalización del republicanismo.

El 2 de diciembre de 1999 se formó el nuevo Gobierno, como paso de suma importancia en el proceso de devolution por parte de Londres, mientras que Dublín promulgaba la nueva redacción constitucional en lo referente a los artículos 2 y 3; todos estos acontecimientos eran los pilares de una transición en Irlanda del Norte por métodos democráticos, pacíficos y por consenso, no exenta de riesgos, muestra de los cuales fue que el 6 de febrero de 2000 el Gobierno británico suspendió temporalmente[394]las instituciones y asumió las competencias que dos meses antes había cedido a Belfast, fruto del primer informe de la comisión encargada de supervisar el proceso de desarme de los grupos paramilitares.

Así, la solución en Irlanda del Norte materializada en el Acuerdo del Viernes Santo, dio como resultado la redacción de un "paquete constitucional"[395] que posibilitara la realidad identitaria norirlandesa, incluyendo la britaneidad unionista y el nacionalismo republicano; como en todo acuerdo, todas las partes cedieron algo y obtuvieron diversas contrapartidas.

El Acuerdo de Belfast puede ser calificado como de transición, ya que permitió pasar desde una situación de dependencia total respecto de Londres, es decir, desde el "no autogobierno", hacia el inicio del autogobierno, aunque fuera bajo tutela, función ésta desarrollada por los niveles cooperativos del pacto. Y fue un acuerdo de transición en su sentido de progreso o de movimiento "hacia adelante", porque estableció reglas y mecanismos para pasar de un estado inicial carente de opciones políticas de autogobierno a otro final más avanzado, posibilista y con capacidad de autodesarrollo. También sería posible entender el apelativo de "transición" en su acepción de estadio intermedio entre escenarios tales como una Irlanda unida, la pertenencia a Gran Bretaña, o la autodeterminación, aunque esas opciones fueron obviadas o pospuestas por las partes.

En todo caso, el objetivo que primó en las formaciones políticas que intervinieron en el proceso norirlandés que desembocó en el Acuerdo de Belfast fue la pacificación de la región, no la consecución de una u otra ventaja política sobre el adversario.

Por su parte, la declaración del Pacto de Estella, que, según Arzalluz[396]fue una ampliación del apartado 10 del "Plan Ardanza", y que para ETA fue un "marco de lealtad"[397], presenta dos partes. En la primera, se analizan las características del Acuerdo de Belfast, exponiendo los factores que lo hicieron posible. En la segunda, los firmantes sugieren la manera de aplicar esos factores en el País Vasco.

En el documento, que implica no sólo al Estado español sino al francés, los firmantes definen el problema como un "conflicto histórico de origen y naturaleza política" cuya resolución depende, en esencia, de la resolución de las tres cuestiones siguientes: el sujeto de la decisión, la territorialidad, y la soberanía política.

Esta declaración fue saludada con parabienes por el Foro de Irlanda, que consensuó un documento debatido el mismo día 12 de septiembre en la localidad de Estella; para los integrantes del Foro, el Pacto de Estella permitía la posibilidad de iniciar una negociación multilateral (sin exclusiones de ninguna clase) sin exigencias previas inaceptables (para el colectivo nacionalista, es decir, con independencia del cese de las acciones terroristas) para seguir con una segunda etapa resolutoria, en unas "condiciones de ausencia permanente de la violencia"[398]. Como podemos ver, texto de Estella apostó por dejar en un segundo plano el cese de la violencia, término en el que hasta la fecha había existido consenso entre todas las fuerzas democráticas[399]

De ese modo, el Foro de Irlanda buscó soslayar los obstáculos que habían frenado inicialmente el diálogo en Irlanda del Norte: la exigencia de un alto el fuego permanente (incluida en la Declaración de Downing Street que abrió el proceso de paz irlandés) y de la entrega previa de las armas, ya que el Foro entendió que, desechados ambos requisitos previos por el Gobierno británico, el proceso de paz pudo comenzar. El Foro de Irlanda, también a semejanza del caso norirlandés, logró que algún grupo no nacionalista (como IU) firmase el Pacto, aunque el incumplimiento de la tregua por parte de ETA provocó la salida de la coalición comunista, hecho de gran calado político porque echó por tierra la coartada del nacionalismo de que "la Declaración de Lizarra-Garazi no es un frente nacionalista"[400] y puso de manifiesto el carácter excluyente del Pacto.

Así, el Pacto abonó en apariencia el terreno para que ETA aceptase la vía política y no la armada, aunque en realidad satisfizo los propósitos de ETA: defender la discusión política acerca de la territorialidad y la soberanía. Además, supuso todo un torpedo en la santabárbara del que hasta la fecha, Estatuto e instituciones vascas aparte, había sido el buque insignia del diálogo democrático acerca de la violencia en el País Vasco: el Pacto de Ajuria Enea.

El Pacto de Estella supuso, en principio, tres cosas: la primera de ellas, la intensificación de una campaña de desprestigio de los militantes del PP y del PSE-EE, que volvieron a convertirse de modo público y notorio en objetivo de las iras nacionalistas y de la organización terrorista ETA[401]La segunda, la desmovilización social vasca por la ausencia temporal de terrorismo[402]lo que significó que en algunos sectores de la sociedad vascongada se asumiera que el precio del final del terrorismo sería la concesión de las demandas nacionalistas[403]

El tercer efecto del Pacto de Estella fue el intento de conformar las dos sociedades que pretende el nacionalismo excluyente: la nacionalista y la no nacionalista, "nosotros" y "ellos"; los primeros al amparo de Estella, y los segundos, los "españolistas" o "constitucionalistas", al amparo de la Carta Magna. A este respecto, para el nacionalismo el Pacto es mucho más que un acuerdo entre partidos: es "un marco para superar el conflicto y la base para abordar el proceso democrático de Euskal Herria"[404]. La terminología adoptada por el PNV en su Ponencia Política de la III Asamblea resulta significativa cuando se refiere a la necesidad de que dialoguen "unionistas e independentistas", con un vocabulario tan en clara sintonía con el empleado en el conflicto norirlandés como en discordancia con la situación real vasca.

No obstante, tal vez la consecuencia más perniciosa de cuantas ha producido Estella fue la regresión[405]que en un proceso de estas características supone el debilitamiento o la quiebra del pacto suscrito entre los partidos que defienden el cese de la violencia, el Estatuto de Guernica y la Constitución. Y ese debilitamiento o rotura se tradujo en inestabilidad, lo que afectó negativamente a la consolidación de la democracia en la CAV, por cuanto reforzó el apoyo político de los objetivos nacionalistas, rompió el consenso en el marco del Pacto de Ajuria Enea, y trató de deslegitimar la referencia estatutaria.

Sin embargo, el Pacto de Estella quedó parcialmente descalificado con los resultados electorales del PNV y de EA en los comicios autonómicos del 25 de octubre de 1998 (descenso en el número de votos obtenidos en relación con las anteriores elecciones), que pusieron de manifiesto el rechazo de la población vasca ante ese acuerdo que suponía que todas las formaciones nacionalistas compartían el objetivo fundamental de la "construcción nacional vasca" (basta leer el comunicado del PNV de 2 de diciembre de 1999, tras la rotura de la tregua)[406]; no obstante, esas reacciones no fueron suficientes para evitar el mantenimiento de la alianza nacionalista.

Malograda la tregua y descubierta la inutilidad de los foros "soberanistas", Ibarreche persistió[407]en su propuesta de pacificación, cuya piedra angular es "el reconocimiento mutuo de las dos partes" y el "derecho de los vascos a decidir su futuro", propuesta cuya ejecución condicionó a la existencia de un "escenario sin violencia", para lo que los principales partidos nacionalistas coordinarían sus actividades para intentar que ETA declarase una nueva tregua. Según el "plan Ibarreche", las diversas fuerzas políticas vascas deberían alcanzar un acuerdo político que, finalmente, debería ser aprobado en referéndum.

El rechazo del PNV hacia el planteamiento terrorista (convocar elecciones en toda Euskal Herria "por parte del mayor número de instituciones", y mantener Udalbiltza, que desembocase en la creación de un "Parlamento Nacional" que impulsara el proceso constituyente vasco[408]no satisfizo a los radicales, quienes entendieron que las elecciones generales –es decir, que la sociedad y el Estado "enemigos"- influían desfavorablemente en el juego político vasco, y que la actitud del PNV intentaba buscar la división en el nacionalismo radical. Por ello, ETA dio por incumplido el acuerdo rubricado en agosto de 1998 por parte del PNV y EA, lo que desembocó en el final de la tregua.

El cuestionamiento de Estella, tras las elecciones autonómicas del 25 de octubre de 1998, quedó nuevamente en evidencia en tres ocasiones más: la primera, por el propio Presidente del Gobierno autónomo vasco, que calificó el Pacto como de invalidado después del primer atentado etarra que dio por finalizada la tregua; la segunda, por el Presidente del Gobierno autónomo catalán, Jordi Pujol, quien sostuvo que la vía de Estella había "fracasado" [409]la tercera, por el abandono del Pacto por parte de IU[410]

En suma, el Pacto de Estella, a diferencia de lo que hemos visto en el Acuerdo de Belfast, parece no reunir las características de lo que hemos venido en denominar acuerdo de transición, sino más bien de un proceso de ruptura y de inicio de una nueva etapa en la que involucrar solamente a las fuerzas afines al proyecto nacionalista.

CAPÍTULO 11

Carácter político de un conflicto y los dos acuerdos. Cuestión nacional, territorialidad, y autodeterminación

Burton considera, teniendo en cuenta la HNT, que los poderes públicos
tienen obligación de satisfacer las demandas del individuo y de la colectividad,
aunque si la autoridad incumple o impide dicha tarea, el conflicto parece inevitable,
y tendría un carácter político en el caso de que las demandas
insatisfechas fueran de tipo político (históricos o derivados
del carácter nacional de un grupo), ya que entonces el poder estaría
mermando su propia legitimidad, convirtiéndose en no democrático,
y tal propiciando la utilización de la práctica de la violencia
por parte del grupo afectado, que entonces argumentaría que esa violencia
tendría carácter político.

De esta forma, el estudio analítico de los dos acuerdos desde este punto de vista -el del tipo de cuestión a satisfacer, necesidad básica o interés político y material- también puede resultar de utilidad para determinar el grado en el que el conflicto pueda ser de carácter político, así como su plasmación en los textos finales de Belfast y Estella en los aspectos referidos a la cuestión nacional, a la territorialidad y al derecho de autodeterminación.

Como hemos ido viendo a lo largo del trabajo, las teorías del enemigo y de las necesidades ofrecen una referencia válida sobre el conflicto y la situación en Irlanda del Norte y en el País Vasco, de igual forma que en el ámbito de la resolución de conflictos tanto la CRT como la TTD, con su aproximación holística al problema y a su solución, parecen explicar de modo satisfactorio el modo de desarrollar lo apuntado por Burton.

Estas teorías nos han parecido adecuadas para tratar de abordar el aspecto de carácter político de cada conflicto respectivo, así como lo relacionado con conceptos tales como la cuestión nacional, la territorialidad y la autodeterminación.

Nos hemos referido a los conflictos y a su tipología, aunque no nos hemos detenido especialmente en la caracterización de lo que entendemos por conflicto político. ¿Dónde reside la politicidad del conflicto? En el capítulo 2 ya apuntábamos las causas de un conflicto, y entre ellas citábamos algunas bien diferenciadas de los aspectos sociales, económicos, religiosos, etc., entendidos estos términos en sentido estricto, pues todos ellos forman parte de lo que denominamos política. Es cierto que una cosa son las causas de un fenómeno, y otra bien diferente el fenómeno en cuestión, pero no es menos cierto que cuando aquellas pueden ser incluidas en una catalogación determinada, el fenómeno derivado suele presentar un sesgo inequívoco, de modo que sus rasgos son diferentes del fenómeno que, aun siendo el mismo, tiene sus raíces en aspectos diferentes.

Como sostiene Carl Schmitt, el concepto político de conflicto o de batalla en el pensamiento liberal se trastoca en competición en el dominio de la economía, y viceversa, de modo que la pugna económica puede derivar en lucha política; es decir, que el carácter político puede alcanzarse partiendo del económico y también de cualquier otro ámbito[411]Y esta afirmación parece ser válida tanto en el plano interno como en el de las relaciones internacionales.

Al referirse al carácter político de las relaciones humanas y los conflictos entre grupos, Schmitt[412]hace hincapié en los aspectos del conflicto surgido en el juego entre el amigo y el enemigo, considerando que lo que confiere carácter político a un conflicto es, en esencia, el grado de tensión entre las partes implicadas, de manera que sólo cuando aquel alcanza el nivel suficiente como para poner en riesgo la unidad social, es cuando adquiere el carácter político.

Por su parte, Hannah Arendt[413]pone el énfasis de lo político en el consenso que permite el reconocimiento de las identidades respectivas que deben ser reconocidas por las partes implicadas para lograr la estabilidad social necesaria para convivir, fundamentada en una doble legitimidad: la de la coacción o las fuerzas; y la del consenso, la de las normas válidas que regulan la convivencia. Así, Arendt liga lo político a lo público en la medida que esta esfera pública es donde se define y reconoce la identidad particular de cada actor social; de esta manera, la política es inseparable del conflicto.

Las dos visiones, de Schmitt y de Arendt, no son incompatibles sino complementarias, ya que la primera pone su acento en la fractura, y la segunda en la cohesión; de hecho, creemos que cuando el primero se refiere a la unidad social amenazada por un alto grado de tensión –o, dicho de otro modo, por un conflicto de gran intensidad-, y la segunda a la estabilidad social, ambos se refieren a la misma cosa: a que un conflicto político es aquel en el que se han vulnerado las condiciones políticas (conjunto de derechos) que posibilitan la convivencia mediante el consenso, quedando sólo la posibilidad de recurrir al uso de la fuerza para la conservación del marco político vigente[414]

En esta misma línea, Enrique Serrano[415]vincula el conflicto (en tanto que lo político es una variedad del conflicto social) y el consenso (su referencia al consensus iuris), para llegar a definir lo político, hasta el punto de concluir que la relación amigo-enemigo entre las partes es el criterio diferencial de lo político, y que un conflicto político es un conflicto social en el que se da una triple condición:

  • La tensión alcanzada entre las partes rebasa la esfera privada y entra de lleno en la esfera pública; es decir, cuando los actores involucrados son actores políticos.

  • Se cuestionan determinadas señas de identidad particular y/o los fines colectivos aceptados hasta el momento; en otras palabras, se exigen reivindicaciones políticas; y

  • El consensus iuris se mantiene aún como referencia; o sea, se acepta el marco consensual vigente como el entorno donde negociar.

Si las partes aceptan que la estabilidad social exige la unión (no la exclusión) de esfuerzos, si acuerdan que los demás implicados son elementos con los que hay que convivir, ese consensus iuris se convierte en la legitimación del sistema y en la referencia del conflicto político.

Sin embargo, cuando esta referencia es cuestionada y rechazada por al menos una de las partes; cuando se pretende excluir y destruir (incluso físicamente) a la otra parte, porque se la considera como el enemigo con quien la convivencia no es factible; cuando la única salida posible del conflicto es la violenta, haciendo uso del terrorismo como instrumento al servicio de un determinado objetivo político; podríamos estar hablando no de un conflicto político, sino de un terrorismo político que puede tratarse como delito común desde el punto de vista del consenso legal.

El profesor Carlos Echeverría sostiene que "un problema es político cuando los actores involucrados son actores políticos; (…) es imprescindible que el otro actor exija reivindicaciones políticas. (…) El conflicto entre un Estado y un actor no estatal que utiliza el terrorismo como instrumento para la consecución de unos objetivos que son políticos (independencia política, cambio de sistema político, etc) se inscribe en lo que es un claro problema político, o mejor, de terrorismo político"[416].

De ahí el interés de quienes alegan la existencia de un supuesto conflicto político por anular el consenso sobre el marco legal establecido mediante el consenso democrático, y por referirse al otro en términos de enemigo para con quien la violencia está justificada, desde su punto de vista.

Ahora bien, que una de las partes denuncie el marco consensual; que adopte formas violentas –e ilegítimas- de lucha; y que alegue la existencia de conflicto político, no hace que éste exista en realidad; en otras palabras, no basta con que una de las partes denuncie la existencia de un conflicto político para que éste sea una realidad.

En Irlanda del Norte existía un conflicto político, cuya solución se aproximaba y se alejaba de forma cíclica, conforme eran habilitadas o inhabilitadas las instituciones norirlandesas al dictado de Londres, según las circunstancias sociopolíticas en la región. Dicho conflicto político se basaba en la desigualdad política y la desigualdad socioeconómica de los norirlandeses, en la pugna entre la autodeterminación y el mantenimiento del statu quo, y en la ausencia de mecanismos institucionales adecuados para dar respuesta a dichos problemas, porque los mecanismos existentes hasta alcanzar y desarrollar el Acuerdo de Belfast habían tendido a favorecer a la comunidad protestante en perjuicio de la católica. Este problema -la carencia de instrumentos capaces de solucionar democráticamente ese déficit democrático- supuso una merma importante del Estado de Derecho en Irlanda del Norte, región en la que la legislación vigente antes de 1998 había concedido, de iure y de facto, preeminencia a una comunidad sobre la otra.

Tras lo que hemos llamado la "constitucionalización" del republicanismo, es decir, la aceptación de las reglas del juego democrático, el núcleo de ese conflicto dejó de ser varias cosas: la reclamación al derecho de autodeterminación; la reivindicación irlandesa de la reunificación; la imposición británica desde Londres, consagrando el "principio de consentimiento". El conflicto político en Irlanda del Norte pasó entonces a centrarse en asuntos que dejaban de lado las cuestiones de soberanía y de territorio, aceptando el marco legal vigente, así como el que pudiera desarrollarse al amparo del nuevo Acuerdo, para tratar de solucionar cuestiones mucho más básicas y urgentes (como la paz) que las reclamaciones sobre intereses de grupo (como la soberanía o las cuestiones territoriales).

Por su parte, el Pacto de Estella fue firmado escasos días antes de la declaración de una tregua por parte de ETA, en un momento en el que ETA estuvo fuertemente presionada por la seguridad estatal y, por tanto, con escasa capacidad para cometer actos terroristas[417]Es decir, el nacionalismo aprovechó un momento de debilidad "táctica" para tratar de ofrecer una imagen de superioridad estratégica, y aparentar un interés a favor de una salida dialogada al conflicto.

El Pacto hizo de cuestiones tales como la soberanía y la autodeterminación la esencia del supuesto problema político, obviando los avances democráticos establecidos por la Constitución y el Estatuto de Autonomía, y negando reiteradamente su validez. Por tanto, el supuesto conflicto "de origen y naturaleza política"[418] cuya existencia alegan los nacionalistas es la conjunción de tres reclamaciones: la "territorialidad", el "sujeto de decisión" y la "soberanía política", y en cuya resolución los nacionalistas pretenden implicar a los Estados español y francés, a pesar de que dicho problema es inexistente desde que la CAV comenzó a ser regida por reglas e instituciones democráticas.

No siendo la pretensión de este trabajo abordar en profundidad una materia tan compleja y, por otra parte, tan amplia y profundamente tratada, como es el derecho de autodeterminación, no se puede obviar que este aspecto está en el núcleo del pretendido "problema político" planteado por el nacionalismo vasco en el documento de Estella, texto que hace hincapié en la necesidad de buscar un espacio de encuentro entre la unidad constitucional de España y el derecho de autodeterminación que reclaman los nacionalistas para dar paso a un País Vasco independiente.

En general, la reflexión y la acción política de las últimas décadas han tratado de huir de posturas extremas para dirigirse a espacios plurales donde no tenga cabida la autoafirmación nacional excluyente; en la contemporaneidad, el concepto de lo identitario[419]es diferente del que fue en la modernidad (individual o ideológico)[420]. Las sociedades, al menos en el marco occidental, que es el que nos interesa a efectos de este trabajo, parecen haber asimilado la importancia de la pluralidad como marco para el desarrollo de cualquier proyecto de progreso, y la necesidad de dirimir las diferencias existentes en cuanto a lo que somos y a la forma de vivir que deseamos mediante procedimientos ajenos a la violencia y neutrales en lo que se refiere a las diferentes y, en ocasiones, contrapuestas concepciones del bien.

La clave en la articulación justa de una realidad plural reside en el procedimiento; por tanto, en este capítulo veremos cómo los procedimientos adoptados tanto en el escenario norirlandés como en el vasco para la resolución de sus conflictos (las estrategias políticas elegidas para dar lugar al Acuerdo de Belfast y al Pacto de Estella) persiguieron fines distintos[421]según métodos diferentes.

En general, aparece de modo frecuente la simultaneidad de dos fenómenos: de un lado, la universalidad identitaria; de otro, la proliferación de nacionalismos que exigen su reconocimiento como diferentes, reacción hasta cierto punto lógica ante un mundo cambiante y sometido a un proceso globalizador, pero que en ese reconocimiento llevan implícita una dicotomía contradictoria, pues incluyen en sí mismos una tendencia uniformadora que dificulta el reconocimiento de diferencias internas. Coincidimos con Rafael del Águila en que "existe un claro vínculo entre estos excesos implacables de las identidades y su definición como una reacción "natural" ante la opresiva homogeneidad moderna", aunque la ciudadanía moderna no supone un abandono de la identidad básica ante otra de orden superior o más amplio, sino su reordenación y subordinación, en lo que este autor denomina "cambio de adscripción de identidades"[422].

Como hemos visto, el conjunto que los nacionalistas entienden por nosotros es sumamente excluyente, pues no sólo rechaza al claramente clasificado como fuera del grupo, sino que también rechaza al perteneciente al grupo pero que no acepta la identificación plena.

La identidad no parece un concepto fijo en el tiempo, ni tan siquiera determinado de forma exclusiva por el sujeto identificado con ella, sino que es un rasgo con múltiples facetas, pues es algo de algún modo voluntarista, aunque también dependiente del entorno de cada sujeto; por lo tanto, la identidad es algo cambiante y, como tal, sujeto a tensiones, conflictos, negociaciones y a acuerdos temporales, con independencia del plazo al que nos estemos refiriendo. Así, la identidad se convierte en objeto de elaboración continua, y no de lucha por la recuperación de una esencia perdida, como es interpretada por el nacionalismo.

Rafael del Águila establece tres tipos diferentes de sociedad, según el grado de aceptación del pluralismo identitario: la democrática (principios liberales aceptados voluntariamente por todas las partes), la jerárquica (subordinación parcial de la libertad a la consecución de la paz, legitimidad popular, respeto a los derechos humanos) y la tiránica (concepción unitaria del bien impuesta por la coacción y el terror)[423]. Parece fácil vislumbrar el modelo por el que apostó el nacionalismo vasco en el Pacto de Estella, a diferencia del elegido por el republicanismo norirlandés y reflejado en el Acuerdo de Belfast.

Podemos sostener que el principio y el derecho de autodeterminación arranca del principio de las nacionalidades formulado a la altura de 1918, por el que toda nación cultural (nacionalidad), tiene derecho a articular una organización política propia. Este sujeto, el de la nación cultural, es un hecho objetivo, a diferencia, como veremos más adelante, de la subjetividad que anima el derecho de autodeterminación, surgido finalizada la II Guerra Mundial. No obstante, los hechos nacionales son muy plurales, aunque podemos señalar dos grandes tipos de nación: la nación política y la nación cultural.

La nación política, tratada magistralmente por K. Meinecke[424]es producto de la acción del Estado liberal con vocación de Estado-nación, como señala Ortega y Gasset[425]por lo que es dicho Estado el que genera políticamente a la nación y, por tanto, un nacionalismo a la medida de sus necesidades, según Kamenka[426]hasta cierto punto, como señala A. Cobban, el Estado hace una concepción utilitarista del Estado-nación[427]

En contraposición, la nación cultural está ligada a concepciones herderistas[428]basadas en la "escogibilidad" de un pueblo. Así como la nación política es fruto de una génesis política, la nación cultural resulta de una concepción cultural de base territorial, en la que el valor supremo a preservar es la personalidad cultural (entendida como identidad[429]diferencial del pueblo. Este aspecto último confiere a la nación cultural un cierto carácter defensivo ante agresiones, supuestas o reales, que le puede hacer incurrir en el victimismo. Ligado a este concepto de nación cultural aparece el nacionalismo de base étnica, en el que los derechos de la población no se derivan de la condición de ciudadanía, sino de la étnica.

Según mencionábamos en el inicio de esta exposición referida al principio de las nacionalidades, diremos que a la conclusión de la segunda conflagración mundial sobrevino la crisis de dicho principio, derivado, como señala Andrés de Blas, de su "potencialidad antidemocrática a la vista de la base supraindividual del beneficiario del principio (la nación cultural o nacionalidad), y su inadecuación para afrontar el proceso descolonizador"[430].

Dicha crisis franqueó el paso al principio de autodeterminación, ligado a conceptos kantianos[431]-en el sentido de un principio de participación y de autogobierno de la población de todo sistema político liberal democrático-, quepronto se deslizó desde esta concepción puramente "interna" de la autodeterminación hacia otra "externa", según la cual la ciudadanía tiene el derecho a constituir libremente su propia entidad estatal. Esta última postura tiene un claro sesgo subjetivo, ligado íntimamente a la voluntad de un conjunto de habitantes del territorio nacional de dotarse de un nuevo Estado.

El ejercicio del derecho de autodeterminación plantea dos grandes problemas, como señala el profesor De Blas: de un lado, la necesidad de definir el "auto", es decir, la colectividad sujeto potencial del principio y del derecho; de otro, el gran alcance de orden nacional e internacional de su ejercicio[432]por la dificultad de "establecer unos límites razonables a tal ejercicio"[433], sin los cuales podríamos presenciar una sucesión interminable de invocaciones a tal derecho, hasta la completa atomización (individualización) social del mundo.

En principio, la legalidad internacional es inequívoca en cuanto a la definición del derecho de autodeterminación. La Carta de Naciones Unidas (1945)[434] en sus artículos 1 y 55; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (aprobado en 1966 y en vigor en 1976)[435], el Acta Final de Helsinki (1975)[436]; y la Declaración de Argelia (1988)[437], son documentos que señalan como sujetos del derecho citado a los pueblos colonizados y a los sometidos a gobiernos "ajenos" o racistas. El reconocimiento de esta doctrina está vinculado a los procesos de descolonización, tal y como queda plasmado en las Resoluciones 1415 y 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidas.

De acuerdo con esta visión jurídica, ningún pueblo perteneciente a un marco estatal independiente, no colonial, no racista y democrático, puede ejercer dicho derecho de autodeterminación, excepto entendido bajo la concepción "interna" de perfeccionamiento de sus derechos y libertades democráticas. Por tanto, está aceptado que la autodeterminación se aplica en el ámbito del derecho internacional para resolver situaciones coloniales donde los pueblos colonizados no pueden manifestarse o decidir en libertad, por lo que no parece aceptable su aplicación al País Vasco.

De entre las salidas posibles a una demanda de este tipo, citadas con claridad por Gurutz Jáuregui[438]citaremos la autonomista y la federalista, como formas "amplias" y menos rupturistas con el Estado "nodriza", y a la secesión, como la expresión más extrema de separación entre el sujeto y el Estado.

11.1. AUTOIDENTIFICACIÓN Y CONSTRUCCIÓN NACIONAL

Cuando el SF aceptó la vigencia de la Asamblea surgida del Acuerdo de Belfast, reconoció también la identidad geopolítica de Irlanda del Norte, separada de la República de Irlanda, asunto tabú hasta ese momento para los republicanos, quienes habían defendido la reunificación de la isla. En todo caso, tanto los republicanos como los unionistas se avinieron a abandonar el enfoque territorial y el de la soberanía defendido hasta la fecha; sin esta postura, difícilmente se habría alcanzado acuerdo alguno.

La nueva postura del republicanismo confirió al conjunto del
nacionalismo norirlandés una dimensión menos territorial y excluyente,
al reconocer que una imposición de la unificación de la isla,
vía autodeterminación, no resolvería el conflicto; por
tanto, el enfoque nacionalista de la cuestión norirlandesa es autonomista
y no independentista, caracteriza el Acuerdo de 1998, y fue uno de los elementos
que lo hicieron posible.

El fracaso y abandono del "espíritu territorialista" en la resolución del conflicto norirlandés es una de las evidencias de Belfast y que no tuvieron eco en Estella. Como señala John Whyte, "la modificación de las fronteras (…) no solucionará el conflicto. Donde quiera que se ubique, aún habrá dos comunidades en la misma región con esperanzas y miedos opuestos. (…) Cualquier teoría para el problema de Irlanda del Norte debe ir más allá de las líneas en los mapas para examinar a la gente que vive en esa región (…)"[439].

Otro de los elementos significativos del Acuerdo de Belfast fue la subordinación del derecho de autodeterminación de Irlanda al derecho de autodeterminación de Irlanda del Norte[440]situación en la que el "principio de consentimiento" desempeñaba un papel relevante. Los republicanos consintieron en romper su tradicional equiparación entre autodeterminación y soberanía estatal, entre nación y Estado.

Asimismo, otro de los elementos singulares que caracterizaron el desenlace de 1998 fue el cambio republicano en cuanto al enfoque colonial de la cuestión norirlandesa, a pesar de que la presencia británica en la isla fue resultado de una ocupación militar en toda regla y el consiguiente asentamiento de una población foránea, con imposición de sus leyes y costumbres. Los propios nacionalistas parecen haber superado el discurso anticolonial, desechando uno de sus pensamientos más tradicionales (suponer que unionistas son descendientes de los colonos). Uno de los reflejos de este cambio fue la disminución del tono "victimista" de la retórica nacionalista en Irlanda del Norte, lo cual redujo el enfrentamiento entre las dos comunidades.

Sin embargo, los nacionalistas vascos tergiversaron en la Declaración de Estella la filosofía y los términos del mencionado derecho de autodeterminación recogido en el Acuerdo de Belfast, y obviaron dicha subordinación, proponiendo que la simple mención en el Acuerdo de 1998 era la novedad más señalada de aquel pacto. Estella no sugirió en ninguno de sus párrafos que el verdadero factor nuevo que permitió el Acuerdo de Viernes Santo fue el cambio del republicanismo, fenómeno que hemos venido en denominar constitucionalización.

Asimismo, los nacionalistas firmantes de Estella se refirieron al denominado "sujeto de decisión", también llamado "ámbito vasco de decisión", para mencionar de forma implítica al denominado derecho de autodeterminación[441]

Los nacionalistas vascos convirtieron el derecho de autodeterminación en el eje de su discurso y del texto de Estella, y consagraron la "territorialidad" o "integridad territorial" como uno de los pilares sobre los que debía erigirse cualquier pacto sobre el futuro de Euskadi[442]convirtiendo a la identidad territorial en un valor superior a la identidad heterogénea de la población vasca, concepto éste a superar, según el nacionalismo vasco.

El nosotros del discurso nacionalista incluye a los vascos abertzales, independentistas, y excluye a los no vascos, a los vascos no nacionalistas, a los vascos partidarios del marco legal actual; en general, a los no independentistas. Este segundo colectivo constituye toda una identidad ajena a la que suscribió el Pacto de Estella (todo lo contrario de lo que ocurre en el Acuerdo de Belfast), cuya presencia social es vista por el nacionalismo como un potencial mestizaje a modo de estratagema foránea que busca la división interna de aquél. De ahí que para el nacionalismo resulte imprescindible la homogeneización interna y la consecuente lucha, con medios democráticos o no, para lograr el poder y garantizar desde él la seguridad identitaria[443]

En sintonía con lo anterior, en la página web del PNV se puede leer:

"El Pueblo Vasco, conformado como tal desde entonces, con su propia cultura e idioma (…), ha logrado sobrevivir manteniendo su propia identidad. Viendo a lo largo de milenios aparecer y desaparecer otras culturas, reinos e imperios que la pusieron en peligro. Celtas, iberos, romanos, bárbaros, árabes, fueron escribiendo sus líneas en las páginas de una historia que raramente se ocupaba de los 'persistentes' vascos"[444].

El discurso esgrimido por el nacionalismo en el documento de Estella se refiere de forma implícita a favor de la independencia y de la necesidad de contar con un Estado propio para defender su identidad (delimitada territorialmente) amenazada[445]al mencionar a Euskal Herria como entidad situada al mismo nivel que los Estados español y francés, pretendiendo transmitir la idea de que los límites bien establecidos (en aras de una homogeneidad libre de contaminación exterior) contribuyen a mantener buenas relaciones. Y de estas circunstancias, se deducen dos características de la actitud nacionalista:

  • El rechazo a cualquier tipo de alianza entre esa comunidad defensora de su identidad y sus hipotéticos agresores.

  • La adopción de políticas nacionales por encima de políticas democráticas[446]en el sentido de que la pertenencia y la autenticidad identitarias priman sobre la convivencia democrática.

El propio documento de Estella, en su apartado "Identificación", determina claramente el nudo gordiano del problema a resolver:

"Siendo distintas las concepciones que existen sobre la raíz y permanencia del conflicto, expresadas en la territorialidad, el sujeto de decisión y la soberanía política, estos se constituyen en el núcleo de cuestiones fundamentales a resolver"[447].

Por tanto, el Pacto de Estella deja muy claro que la cuestión nacional
y la reivindicación de una estatalidad vasca están tan presentes
en el espíritu y en la letra del Pacto como el rechazo al nacionalismo
español, lo que no deja de ser una contradicción, ya que -en el
caso de que éste existiera- ambos tendrían la misma legitimidad[448]

Según señalábamos en el primer capítulo, los nacionalistas adoptaron en Estella el concepto de "territorialidad" como el ámbito geográfico objeto de la acción política nacionalista, cuya amplitud física deja claro su carácter expansionista y anexionista, ya que ese discurso no ceja en la pretensión territorial reunificadora; de ahí que el término Euskal Herria esté muy presente en la retórica nacionalista.

Este aspecto de recuperación irredentista es clave en el nacionalismo vasco, a diferencia de lo ocurrido en el caso del republicanismo norirlandés, sobre todo tras su "constitucionalización", tanto desde el punto de vista étnico (discurso racial vasco) como del territorial (reivindicación del mito de la frontera mutilada perpetuado en la aspiración a Euskal Herria), y condiciona su actitud defensiva, que encuentra en la retórica de inseguridad y riesgo uno de sus más eficaces aglutinantes para su autodefensa excluyente.

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