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La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 10)



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A las mujeres les ha dado

La belleza, nada más.

Es su único escudo

Y su única espada.

Pero triunfan sobre el hierro y el fuego

Todas las que son hermosas.

La señora Sriva supo que era Laxus, que cantaba bajo la ventana de su alcoba. La sangre le palpitó desenfrenadamente; el espíritu de la decisión daba alas a su imaginación; no llevándola hacia él, ni hacia Corinius, sino por caminos seductores, extraños y peligrosos, con los que no había soñado hasta entonces. Su padre el duque se acercó a ella, derribando las sillas a su paso, y diciendo:

-¡Córund y su tropa de hijos! ¡Córund y su joven reina! Si él conspira con la rosa blanca, ¿por qué no hemos de conspirar tú y yo con la roja? No es menos hermosa, ¡así me lleve el diablo!, y exhala un perfume dulce y excelso.

Ella le miró con los ojos muy abiertos y con las mejillas enrojecidas. Él le tomó la mano entre las suyas.

-¿Quieres que esta extranjera y su galán cetrino nos pasen por encima? -dijo él-. Creo que las barbas largas, ya sean blancas o negras, son una tacha demasiado grande para nuestra vista. No parece que debamos tolerar que esta señora tan arreglada, con sus modas extranjeras… ¿Te atreves a medirte con ella?

Sriva apoyó la frente en su hombro y dijo, casi inaudible:

-Te lo demostraré, si a ello viene.

-Debe ser ahora -dijo Corsus-. Según me has dicho, Prezmyra pedirá audiencia a primera hora de la mañana. Además, las mujeres están mejor por la noche.

-¡Si te oyera Laxus! -dijo ella.

-¡Bah! -respondió él-. No tendrá nada de qué culparte, aunque lo supiera, y podremos arreglarlo. La necia de tu madre ha dicho no se qué del honor. No es más que una palabra que se lee en las escuelas; y si no fuera así, dime: ¿de dónde mana la fuente del honor, sino del rey de reyes? Si te recibe, quedarás honrada, tú y todos los que tengan que ver contigo. Todavía no he oído decir a nadie que quede deshonrado el hombre o la mujer a quien honra el rey.

Ella rió, apartándose de él y dirigiéndose a la ventana, con las manos todavía entre las suyas.

-¡Oh, qué bebida más fuerte me has dado! Creo que me mueve más que tus muchos argumentos, oh padre mío; y, a decir verdad, no los recuerdo bien, porque no los creo mucho.

El duque Corsus la tomó de los hombros. Su rostro se alzaba un poco sobre el de ella, que no era alta.

-Por los dioses -dijo él-, el dulce aroma de la roja rosa embriaga más a un hombre que el de la blanca, por más que ésta sea mayor. -Y añadió-. ¿Por qué no? Como broma, como locura. Un manto y una caperuza; un antifaz si quieres, y mi anillo para demostrar que vas en mi nombre. Te acompañaré por el patio hasta el pie de la escalera.

Ella no respondió, sonriéndole al volverse hacia él, que le puso en los hombros el gran manto de terciopelo.

-¡Ah! -dijo él-; bien se ve que una hija vale por diez hijos.

Mientras tanto, el rey Gorice estaba sentado en su cámara privada escribiendo en un pergamino que estaba extendido ante él sobre la mesa de mármol serpentino[224]A su izquierda ardía una lámpara de plata. La ventana estaba abierta a la noche. El rey se había quitado la corona, que relucía oscuramente en la sombra, bajo la lámpara. Apartó la pluma y volvió a leer lo que había escrito, que era del tenor siguiente:

De mí, Gorice XII, gran rey de Brujolandia y de Duendelandia y de Demonlandia y de todos los reinos que alumbra el sol con sus rayos, a mi criado Corsus: te mando por ésta que, con toda la rapidez necesaria, te dirijas a Demonlandia con fuerza suficiente de hombres y de barcos, porque aquella ralea vil y alevosa que allí habita ha de sufrir el peso de mi castigo. Quiero que tú, a título de general en dicha tierra, entres por la fuerza en ella, y con toda diligencia la saquees, la devastes y la despuebles, tomando esclavos, oprimiendo o dando muerte a los que caigan en tu poder, según te parezca más conveniente; y, sobre todo, que derribes todos aquellos castillos fuertes, como son Galing, Drepaby, Krothering, Owlswick y otros. Esta empresa será una de las más grandes que se hayan emprendido jamás, pues se trata de someter a Demonlandia y de derrocar de una vez para todas a sus cabecillas, que pueden ponernos en peligro; y debes comprender que no te confiaría esta misión, y sobre todo en este momento, sin la extraordinaria experiencia de tus méritos pasados. Y como todas las grandes empresas deben llevarse a cabo con presteza y resolución, ésta debe estar concluida y ejecutada para la próxima cosecha, a más tardar. Por lo tanto, mando que tú, Corsus, ordenes la provisión inmediata de barcos, marineros, soldados, jinetes, oficiales y personas particulares, armas, provisiones y todo lo demás que se considere necesario para el ejército, y que será reclutado y requisado para la empresa antedicha; para lo cual tendrás autoridad suficiente con esta carta escrita de mi mano. Sellada con mi sello del Uróboros en mi palacio de Carcé este día XXIX de mayo, que es el día vil de mi año II.

El rey tomó lacre y una vela de la gran escribanía de oro, y selló la carta con la cabeza de rubí de la serpiente Uróboros, diciendo:

-El rubí conforta mucho el corazón, el cerebro, el vigor y la memoria del hombre. Entonces, está confirmado.

En aquel instante, con el lacre todavía caliente en el sello del rey que confirmaba aquella comisión para Corsus, alguien golpeó suavemente la puerta de la cámara. El rey dio orden de entrar, y entró el capitán de su guardia de corps y llegó ante el rey y le dijo que una persona esperaba fuera y pedía audiencia inmediata.

-Y me mostró como señal, oh rey y señor, una cabeza de toro que echa fuego por la nariz, tallada en ópalo negro montado en un anillo, que conocí ser el sello de mi señor Corsus, el que siempre lleva su señoría en el pulgar izquierdo. Y sólo eso, oh rey, me persuadió a transmitir el mensaje a vuestra majestad a hora tan intempestiva. Y, si he cometido falta en ello, espero humildemente que vuestra majestad me perdone.

-¿Conoces al hombre? -dijo el rey.

-No pude conocerlo -respondió-, oh temido señor, pues lleva antifaz y un gran manto con caperuza. Es hombre pequeño, y habla susurrando roncamente.

-Déjale pasar -dijo el rey Gorice; y, cuando entró Sriva con caperuza y antifaz y mostrando el anillo, dijo- Tienes un aspecto dudoso, aunque esta señal te ha franqueado el paso. Quítate esos atavíos y deja que te reconozca.

Pero ella, todavía susurrando roncamente, pidió que quedaran a solas antes de descubrirse. Y el rey mandó que los dejasen solos.

-Temido señor -dijo el soldado-, ¿queréis que me quede dispuesto ante la puerta?

-No -dijo el rey-. Despeja la antecámara, dispón la guardia y que nadie me moleste.

Y dijo a Sriva:

-Si tu encargo no es más honrado que tu aspecto, mal viaje es el que has emprendido esta noche. Puedo convertirte en mandrágora con alzar un dedo. Si es que no lo eres ya.

Cuando quedaron solos, la señora Sriva se despojó del antifaz y se echó atrás la caperuza, descubriendo su cabeza, coronada de dos pesados mechones de su cabello castaño oscuro, atados y entretejidos sobre su frente y sus orejas, y llenos de alfileres de plata con cabeza de granate, de color de carbones ardientes. El rey la contempló desde debajo de la gran sombra de sus cejas, oscuramente, sin revelar nada de lo que le pasaba por la mente ante esta revelación, sin mover una pestaña ni un músculo del rostro.

Ella tembló y dijo:

-Oh rey y señor mío, espero que disculpéis y perdonéis este atrevimiento. Yo misma me maravillo de mi propia osadía, que me ha hecho atreverme a acudir a vos.

Con un gesto de la mano, el rey la invitó a sentarse en un sillón a su derecha, junto a la mesa.

-No debes tener miedo, señora -dijo-. Ya que te he dejado entrar, puedes estar segura de que eres bienvenida. Hazme saber tu mensaje.

Sentada allí con el rey Gorice XII, en el círculo de luz de la lámpara, el fuego del vino de su padre vaciló en su interior como una pequeña hoguera en una ráfaga de viento. Respiró hondo para tranquilizar los latidos de su corazón, y dijo:

-Oh rey, tenía mucho miedo de venir, y era para pediros un don: poca cosa para que vos la otorguéis, pero gran presente para mí, que soy la menor de vuestras doncellas. Pero, ahora que he llegado, no oso pedirlo.

El brillo de sus ojos, que salía de debajo de aquellos aleros oscuros, la desalentaba, y poco hacían para darle ánimo la corona de hierro que él tenía a su lado, rutilante de joyas y feroz con sus pinzas de cangrejo enhiestas; ni las serpientes de cobre trenzadas que formaban los brazos del sillón del rey, ni la imagen reluciente de la lámpara sobre la superficie de la mesa, con vetas rojas como hilos de sangre, y vetas negras como filos de espadas que recorrían la superficie verde y brillante de la piedra.

Pero tuvo valor suficiente para decir:

-Si yo fuera un gran señor que hubiera hecho servicios a vuestra majestad como los ha hecho mi padre, o como aquellos otros a los que habéis honrado esta noche, oh señor, sería diferente.

Él calló, y ella volvió a hacer acopio de valor y dijo:

-Yo también quisiera serviros, oh rey. Y he venido a preguntaros cómo puedo hacerlo.

El rey sonrió.

-Os estimo mucho, señora. Haz lo que has hecho hasta ahora, y me tendrás contento de ti. Disfruta y ten alegría, y no te cargues la cabeza con esas preguntas a medianoche; no vaya a ser que los cuidados te hagan enflaquecer.

-¿Estoy flaca, oh rey? Juzgad vos mismo.

Y, dicho esto, la señora Sriva se levantó y se puso de pie ante él, a la luz de la lámpara. Abrió los brazos lentamente, a derecha y a izquierda, retirándose de los hombros el manto de terciopelo, hasta que el manto oscuro que caía en pliegues de cada una de sus manos levantadas era como las alas de un pájaro abiertas para el vuelo. Sus hombros y sus brazos desnudos, su garganta y su pecho relucían con una belleza turbadora. Una gran piedra de jacinto, que colgaba de su cuello suspendida de una cadena de oro, descansaba sobre el hueco de sus pechos. Brillaba y dormía con el surgir y el caer de su respiración.

-Me habéis amenazado hace un momento con convertirme en mandrágora, señor -dijo-. ¿Podríais convertirme en hombre?

Ella no fue capaz de leer nada en la oscuridad peñascosa de su semblante, en sus labios de hierro, en sus ojos que eran como luz de hogueras que sale de dentro de unas cuevas.

-Os serviría mejor así, oh señor, que con mi pobre belleza. Si yo fuera hombre, habría venido ante vos esta noche y os habría dicho: «oh, rey, no suframos más a aquel perro de Juss. Dadme una espada, oh rey, y derribaré a Demonlandia para vos, y la someteré bajo mis pies».

Volvió a caer suavemente en su sillón, dejando que su manto de terciopelo cayera sobre el respaldo. El rey acarició pensativamente con el dedo las pinzas enhiestas de la corona que tenía a su lado, sobre la mesa.

-¿Es éste el don que me pides?-dijo al fin-. ¿Una expedición a Demonlandia?

Ella respondió que sí.

-¿Deben partir esta misma noche? -dijo el rey, observándola aún.

Ella sonrió estúpidamente.

-Lo único que quisiera saber -dijo él-, es qué mosca de la prisa te ha picado para hacerte venir tan embozada y tan de improviso, y a medianoche.

Ella quedó callada un momento; luego, haciendo acopio de valor, dijo:

-Para que no llegase otra antes de mí, oh rey -respondió-. Creedme, sé que hay preparativos, y que vendrá a veros por la mañana otra pidiendo esto mismo para otro. No sé los designios que pueden tener otros, pero estoy segura de esto que os digo.

-¿Otra? -dijo el rey.

-Señor, no diré nombres -respondió Sriva-. Pero hay algunas, oh rey, que son suplicantes dulces y peligrosas, y que hacen colgar sus esperanzas de cuerdas que nosotros no podemos tañer.

Ella había inclinado la cabeza sobre la mesa pulida, observando sus profundidades con curiosidad. El cuerpo de su vestido y sus vuelos de brocado[225]de seda escarlata eran como el cáliz de una gran flor, sus blancos brazos y hombros eran como los pétalos de la flor. Al fin, alzó la vista.

-Sonríes, señora Sriva -dijo el rey.

-Mis propios pensamientos me hicieron sonreír -dijo ella-. Os reiríais si lo oyerais, oh rey y señor mío, por ser tan diferente de lo que estábamos hablando. Pero es cierto que los pensamientos de la mujer no son más estables ni más fijos que una veleta que gira con todos los vientos.

-Déjame oírlo -dijo el rey, inclinándose hacia delante, con la mano delgada y vellosa extendida perezosamente sobre el borde de la mesa.

-Pues era esto, oh señor -dijo ella-. me vino a la mente de pronto lo que dijo la señora Prezmyra cuando se casó con Córund y vino a vivir aquí a Carcé. Dijo que la mitad derecha de su cuerpo era de Brujolandia, pero que la izquierda era de Trasgolandia. Entonces, nuestra gente se alegró mucho al oírla decir que había entregado a Brujolandia la mitad de su cuerpo. Pero ella añadió que tenía el corazón en la mitad izquierda.

-¿Y dónde llevas tú el tuyo? -preguntó el rey.

Ella no osaba mirarle; por lo que no advirtió la luz burlona que había iluminado el semblante oscuro del rey como un relámpago de verano cuando ella había pronunciado el nombre de Prezmyra.

Había dejado caer la mano del borde de la mesa; Sriva la sintió sobre su rodilla. Ella temblaba como una vela henchida que pierde el viento por un instante. Sentada muy quieta, dijo en voz baja:

-Hay una palabra, rey y señor mío, que, con sólo que la digáis, encenderíais una luz para mostraros mi respuesta.

Pero él se acercó más, diciendo:

-¿Crees que voy a hacer tratos contigo? La respuesta ya la sé, incluso a oscuras.

-Señor -susurró ella-, no habría acudido ante vos a esta hora tardía y callada de la noche si no supiera que sois un rey grande y noble, y no un hombre ávido de amores que me tratase con falsedad.

Su cuerpo exhalaba especias: aromas blandos y cálidos que turbaban los sentidos: perfume de malabatro machacado en vino, esencias de lirios de color de azufre plantados en el jardín de Afrodita. El rey se acercó a ella. Ella le rodeó el cuello con los brazos, y dijo cerca de su oído:

-Señor, no podré dormir hasta que me digáis que se han de hacer a la mar, y que Corsus será su capitán.

El rey la tomó en sus brazos y la alzó del suelo como a una niña, mientras ella lo abrazaba. La besó en la boca, un beso largo y profundo. Después se puso de pie de un salto, la puso ante él, como a una muñeca, sobre la mesa, junto a la lámpara, y volvió a sentarse en su sillón; quedó allí sentado, contemplándola con una sonrisa extraña y perturbadora.

De pronto, su ceño se oscureció; y, acercando su rostro al de ella, con la barba espesa y recortada sobresaliendo bajo la curva de su labio superior afeitado, dijo:

-Muchacha, ¿quién te ha enviado a esta misión?

Le dirigió una mirada de Gorgona tal que a ella se le retiró la sangre al corazón de golpe, y respondió de manera casi inaudible:

-En verdad, oh rey, que fue mi padre el que me envió.

-¿Estaba borracho cuando te envió? -preguntó el rey.

-En verdad que creo que lo estaba, señor =dijo ella.

-Pues la copa en que bebió -dijo el rey Gorice- debería conservarla y tenerla en gran estima durante el resto de sus días. Si hubiera tenido tan bajo concepto de mí como para juzgar que podía ganarse mi favor con una bona roba[226]por vida mía, que lo hubiera hecho para su mal; pues no le hubiera costado menos que la vida.

Sriva rompió a llorar, diciendo:

-Oh rey, perdonad, por favor.

Pero el rey se paseaba por la estancia como un león que merodea.

-¿Temía que enviase a Córund en su lugar? -dijo-. Buena manera de moverme a hacerlo, si es que sus ardides me pueden mover a una cosa o a otra. Que aprenda a acudir a mí con su propia boca, si es que espera recibir bienes de mi parte. Si no, que se vaya de Carcé y se ponga fuera de mi vista; que todos los grandes señores del infierno se lo lleven.

Al cabo, el rey se detuvo junto a Sriva, que todavía estaba sentada en la mesa y que manifestaba una especie de dulzura lacrimosa, sollozando con gran pena, con la cara oculta entre las manos. La contempló durante un rato; luego, la bajó, y, mientras se sentaba en su gran sillón, sosteniéndola sobre su rodilla con una mano, con la otra le retiró suavemente la mano del rostro.

-Vamos -dijo-, no te echo a ti la culpa. Déjate de llantos. Alcánzame ese documento de la mesa.

Ella se volvió entre sus brazos y extendió una mano para coger el pergamino.

-¿Conoces mi sello? -dijo el rey.

Ella asintió con la cabeza.

-Lee -dijo él, soltándola.

Ella se puso de pie junto a la lámpara y leyó.

El rey estaba tras ella. La tomó por debajo de los brazos, inclinándose para hablar cálidamente a su oído.

-¿Ves? Ya había escogido a mi general. Te lo hago saber por esto: porque no voy a dejarte ir hasta la mañana; y porque no quiero que creas que tu belleza, por mucho que me agrade, es capaz de hechizarme hasta el punto de alterar mi política.

Ella se inclinó sobre su pecho, flácida y sin fuerzas, mientras él le besaba el cuello, los ojos y la garganta; después, sus labios se unieron en un beso largo y voluptuoso. Sentía sobre ella las manos del rey como carbones encendidos.

La señora Sriva pensó en Corinius, iracundo ante una puerta abierta y una alcoba vacía; pero, con todo, se sintió satisfecha.

El Rey hace volar su águila montesina

De cómo la señora Prezmyra acudió al rey en una misión de Estado,

y de cómo le fue en su misión;

y se da noticia de porqué quiso enviar el rey a Demonlandia al duque Corsus

y de cómo, a quince de julio, los señores Corsus, Laxus, Gro y Gallandus

se hicieron a la mar en Tenemos con una armada.

Al día siguiente, acudió la señora Prezmyra a pedir audiencia al rey, y, una vez admitida a su cámara privada, se llegó ante él con gran belleza y esplendor, y le dijo:

-Señor, he venido a daros las gracias, pues no tuve buena ocasión de hacerlo anoche en el salón de banquetes. En verdad que no es fácil, pues, si os lo agradezco como quisiera, parecerá que me olvido de los méritos de Córund, que ha ganado este reino; pero, si hablo demasiado de éste, parecerá que menosprecio vuestra generosidad, oh rey. Y la ingratitud es un vicio aborrecible.

-Señora -dijo el rey-, no tienes que darme las gracias. Y los grandes hechos resuenan por sí solos en mis oídos.

Entonces, ella le habló de las cartas de Córund que habían llegado de Duendelandia.

-Bien se ve, señor -dijo ella-, que en estos días sometéis a vos a todos los pueblos y entronizáis a nuevos reyes tributarios vuestros para aumentar vuestra gran gloria en Carcé. Oh rey, ¿por cuánto tiempo nos ofenderá esta mala hierba de Demonlandia, que todavía crece sin que nadie la pise?

El rey no respondió palabra. Tan sólo su labio dejó al descubierto un brillo de dientes, como hace un tigre cuando le molestan mientras come.

Pero Prezmyra dijo con mucho valor:

-Señor, no os enfadéis conmigo. Creo que es deber de un criado fiel al que ha honrado su señor buscar nuevos servicios que hacerle. Y ¿dónde podría Córund prestaros mejores servicios que en occidente, más allá del mar, dirigiendo ahora mismo una armada para acabar con ellos, antes de que su poderío se recupere del golpe que les infligisteis en mayo pasado?

-Señora -dijo el rey-, es asunto mío. Cuando necesite vuestro consejo, os lo haré saber. Y ahora no lo necesito.

Y, poniéndose de pie como para dar por terminada la cuestión, dijo:

-Hoy quiero cazar un poco. He oído decir que tienes un halcón que se cienie[227]tan bien que sobrepasa al mejor de Corinius. El dia está claro y tranquilo. ¿Quieres sacarlo hoy y mostrarnos cómo persigue una garza?

-Con gran placer, oli rey -respondió ella-. Pero os suplico que añadáis otro favor a todas vuestras bondades anteriores: que rne oigáis una palabra más. Algo me hace creer que ya habéis decidido esta empresa, y, al interrumpirme, temo que vuestra majestad quiera decir que no será Corund el que la emprenda, sino otro.

El rey Gorice la contempló de pie, oscuro e inmóvil como su propia fortaleza oscura de cara a la mañana luminosa. La luz del sol que entraba a raudales por la ventana que daba al este iluminaba esplendores de color dorado rojizo en los pesados rizos del cabello de aquella dama, y se derramaba en lluvias deslumbrantes de los diamantes que tenía prendidos entre aquellos rizos. Al cabo de un tiempo, dijo:

-Imagina que soy un jardinero. No voy a pedir consejos a la mariposa. Que se alegre de que haya rosales para su disfrute; si faltan, le daré más en cuanto los pida, como yo te daré más bailes de máscaras, fiestas y todos los alegres placeres de Carcé. Pero la guerra y la política no son para las mujeres.

-Olvidáis, oh rey -dijo la señora Prezmyra-, que Córund me ha nombrado embajadora suya…

Pero, viendo caer una sombra sobre el semblante del rey, añadió a toda prisa:

-Pero no en todo, oh rey. Os seré clara como la luz del día. Recomendó vivamente la expedición, pero no se recomendó a sí misrno como jefe de la misma.

El rey la miró malévolamente.

-Me alegro de oírlo-dijo. Después, desarrugando el ceño, añadió- Sabed por vuestro bien, señora, que ya está ordenado todo esto. Antes de que vuelvan a llegar las noches de invierno, Demonlandia será el escabel de mis pies. Escribe a tu señor, por lo tanto, que le otorgué su deseo antes de que lo pidiera.

A Prezmyra se le reflejó el triunfo en los ojos, qué bailaron.

-¡Oh día feliz! -exclamó-. ¿También el mío, oh rey?

-Si el tuyo es el mismo que el suyo -dijo el rey.

-Ah -dijo ella-, bien sabéis que el mío galopa más que el suyo.

-Entonces, doma el tuyo -dijo el rey-, para que aprenda a tirar del carro. ¿Por qué crees que envié a Córund a Duendelandia sino porque sabía que tenía excelente ingenio y valía para gobernar un gran reino? ¿Queríais que me portase como un niño caprichoso y le arrancase Duendelandia como si fuera una muestra de bordado a la mitad de la labor?

Después, despidiéndose de ella con mayor cortesía, le dijo:

-Entonces, espero verte, señora, a la tercera hora antes del mediodía. -Y golpeó un gong para llamar al capitán de su guardia-. Soldado -dijo-, acompaña a la reina de Duendelandia. Y di al duque Corsus que acuda a mí ahora mismo.

A la tercera hora antes del mediodía, el señor Gro se reunió con Prezmyra en la puerta del patio interior. Ella llevaba un vestido de cazadora de gasa[228]verde oscuro, y una golilla estrecha bordeada de aljófares.

-¿Vienes con nosotros, mi señor? -dijo-. Mucho te lo agradezco. Ya sé que no te gusta la caza, pero necesito que me acompañes para librarme de Corinius. Esta mañana me está incomodando mucho con cortesías poco comunes; aunque no sé por qué ha dado en ello así, de pronto.

-Soy tu criado para esto -dijo el señor Gro-, como para cuestiones de mayor importancia. Pero creo que todavía tenemos tiempo. El rey no estará dispuesto hasta dentro de media hora. Lo dejé encerrado con Corsus, que se ocupa ahora de la armada contra los demonios. ¿Lo habías oído?

-¿Soy sorda acaso -dijo Prezmyra- para no haber oído una campana que resuena por toda Carcé?

-¡Lástima que velásemos anoche hasta tan tarde -dijo Gro-, y que nos levantásemos tan tarde esta mañana!

-Yo no hice tal -respondió Prezmyra-. Pero ahora lamento no haberlo hecho así.

-¿Cómo? ¿Viste al rey antes del consejo?

Ella asintió con la cabeza.

-¿Y te negó lo que le pedías?

-Con infinita paciencia -dijo ella-, pero irrevocablemente. Mi señor debe quedarse en Duendelandia hasta que esté bien domada. Y en verdad, cuando lo pienso, veo que no le falta razón.

-Señora -dijo Gro-, lo llevas con serenidad, propia de la nobleza y la cordura que había esperado de ti.

-Si se somete a Demonlandia, tengo lo principal de mi deseo -dijo ella riendo-. Pero no deja de maravillarme que el rey haya escogido para esta misión una cachiporra tan ruda cuando tiene a su disposición tantas buenas espadas. Mira, aquí están sus armas.

Desde la puerta que dominaba la cuesta empinada que bajaba hasta el río, contemplaban a los señores de Brujolandia, reunidos más allá de la puerta del puente, para cabalgar a la caza de cetrería. Prezmyra dijo:

-¿No es gran cosa vivir en Carcé, mi señor Gro? ¿No es muy gran cosa estar en Carcé, que domina toda la tierra[229]

Bajaron, y cruzaron el puente hasta llegar al camino de los reyes, para reunirse con ellos en el claro abierto de la orilla derecha del Druima. Prezmyra dijo a Laxus, que cabalgaba en un caballo castrado negro lleno de pelos plateados:

-Veo que hoy has traído tus azores[230]mi señor.

-Sí, señora -dijo él-. No hay halcón más fuerte que ellos. Y están muy feroces y malhumorados, y debo mantenerlos separados para que no maten a las demás aves.

Sriva, que estaba al lado, extendió una mano para acariciarlos.

-En verdad que quiero bien a tus azores -dijo-. Son fuertes y majestuosos como reyes. En verdad que hoy no me digno mirar a nadie que sea menos que rey -añadió, riendo.

-Entonces, puedes mirarme -dijo Laxus-, aunque no me ciño la corona cuando salgo al campo.

-Sólo por eso, no te miraré -dijo ella.

-¿No alabarás tú mis azores, oh reina? -dijo Laxus a Prezmyra.

-Los alabo con circunspección -respondió ella-. Pues creo que se amoldan más a tu carácter que al mío. Son buenos azores para volar hacia los arbustos, mi señor. Yo prefiero remontarme bien alto.

Su hijastro Heming, de ceño oscuro y de mirada torva, se rió para sí, sabiendo que ella se burlaba y pensaba en Demonlandia. Mientras tanto, Corinius, montado en un gran caballo blanco como la plata, con las orejas, las crines y la cola negras, y con las cuatro patas negras como el carbón, se acercó a la señora Sriva y habló con ella aparte, diciéndole en secreto de manera que sólo ella pudo oírle:

-La próxima vez no lo harás así, sino que te tendré donde y cuando quiera. Podrás engañar al diablo con tu perfidia, pero no a mí por segunda vez, raposa falsa y mentirosa.

-Hombre brutal -respondió ella en voz baja-, yo cumplí mi juramento a la letra, y te dejé abierta mi puerta anoche. Si esperabas encontrarme detrás de ella, eso era más de lo que prometí. Y has de saber que por esto voy a buscar a uno más grande que tú, y más a mi gusto: a uno que no sea capaz de besar en los labios a todas las mozas de la cocina. Conozco tu condición, mi señor, y tus costumbres.

El enrojeció vivamente.

-Si ésa fuera mi costumbre, la enmendaría ahora mismo. Pues tú eres un cachorro de su misma camada, y me repugnarían tanto como me repugnas tú ahora.

-¡Vaya! -dijo ella-. ¡Has hablado con mucho ingenio, a fe mía! Como un vulgar mozo de cuadra, que es lo que eres.

Corinius espoleó su caballo y lo hizo saltar, luego, gritó a Prezmyra:

-Señora incomparable, te mostraré mi caballo nuevo: las vueltas, los saltos y el porte con que hace el galope gallardo[231]

Y, trotando hasta ella, hizo que el caballo diera una vuelta apoyado sobre un casco, y se alejó al paso, luego al trote, y, después de algunas vueltas dobles, volvió al galope hasta quedar parado junto a Prezmyra.

-Es muy bonito, mi señor -dijo ella-. Pero no quisiera ser tu caballo.

-¿Cómo así, señora? -exclamó él-. ¿Por qué razón?

-Aunque yo fuera de la condición más templada, más gentil y más fuerte del mundo -dijo ella-, tan vivo como el jengibre, muy veloz en las corvetas y cabriolas[232]', temo que se me acabarían cayendo las crines de cansancio de tanto como me clavarías las espuelas.

Y, dicho esto, la señora Sriva se echó a reír.

Entonces llegó el rey Gorice con sus cetreros[233]y halconeros, y sus monteros, con galgos y podencos, y grandes alanos en una traílla. Cabalgaba en una yegua negra con ojos rojos como el fuego, tan alta que un hombre alto apenas le llegaba a la cruz con la cabeza. Llevaba en la diestra un guante de cuero, sobre el que iba posada un águila, con caperuza y quieta, aferrándose con las garras. Dijo:

-Estamos todos. Corsus no viene con nosotros: lo destino para caza de más alto vuelo. Sus hijos le esperan, sin perder una hora en los preparativos para este viaje. Los demás, disfrutemos de la caza.

Y ellos alabaron al rey y cabalgaron con él hacia el este. La señora Sriva susurró al oído de Corinius:

-Mi señor, los encantamientos mandan en Carcé, y deben ser ellos los que hacen que nadie me pueda ver ni tocar entre la medianoche y el canto del gallo si no es rey de Demonlandia.

Pero Corinius hizo como si no la hubiera oído, y se volvió hacia la señora Prezmyra, que a su vez se dirigió hacia Gro. Sriva rió. Parecía alegre de corazón aquel día, animosa como el pequeño neblí[234]que tenía posado en el puño, y deseosa de hablar con el rey Gorice a cada momento. Pero el rey no le hacía el menor caso, y no le dirigía ni una mirada, ni una palabra.

Así cabalgaron durante un rato, charlando y bromeando, hacia la frontera con Trasgolandia, levantando garzas por el camino; y nadie las cazaba mejor que los halcones de Prezmyra, que salían tras ellas desde su puño a muchos centenares de pasos de distancia al levantarse la presa, y ascendían con ella hasta las nubes trazando espirales, círculo tras círculo, subiendo y subiendo hastaque la garza no era más que un punto en lo más alto del cielo, y sus dos halcones eran dos puntos menores a su lado.

Pero, cuando llegaron al terreno más alto, con matorrales y bosque bajo, entonces el rey despidió a su águila del puño con un silbido. Echó a volar como si jamás fuera a volver la cabeza, pero volvió a él al oír su grito; después esperaba, cerniéndose en las alturas sobre su cabeza, hasta que los perros hacían salir a un lobo de la maleza. Caía sobre él tan rauda como una centella, y el rey desmontaba y la ayudaba con su cuchillo de monte; y así tres y cuatro veces, hasta que mataron cuatro lobos. Y aquélla era la caza más grandiosa.

El rey hizo muchas fiestas a su águila, le dio a devorar el bofe y el hígado del último lobo. Y se la entregó a su halconero, y dijo:

-Cabalguemos ahora hasta las llanuras de Armany, pues quiero hacer volar mi águila montesina[235]que fue capturada en marzo pasado en las colinas de Largos. Me ha costado muchas noches de reposo hacerla velar y acostumbrarla al hombre, y enseñarla a conocer mi llamada y a ser obediente. Ahora la lanzaré sobre el gran jabalí negro de Largos, que lleva dos años afligiendo a los granjeros de esas partes y llenándolos de muerte y desolación. Veremos una buena caza, si es que no es demasiado huidiza y silvestre.

Y el halconero del rey trajo el águila montesina, y el rey la tomó en el puño. Era un águila negra, de pico rojo y de aspecto glorioso. Sus pihuelas eran de cuero rojo, con arillos de plata en los que iba grabado, en pequeño, el cangrejo de Brujolandia. Su caperuza[236]era de cuero rojo con borlas de plata. Primero se revolvió en el puño del rey, chillando y aleteando, pero pronto se tranquilizó. Y el rey cabalgó, enviando por delante a sus grandes alanos berrendos para que ojeasen el jabalí; y toda su compañía le seguía.

Encontraron en poco rato al jabalí, que se volvió con ojos rojos y furioso sobre los alanos del rey, y cayó sobre ellos desgarrando al primero de tal manera que se le salieron las tripas. El rey descaperuzó a su águila y la hizo volar desde su puño. Pero ella, silvestre y brutal, no cayó sobre el jabalí, sino sobre un alano al que le había hecho presa en la oreja. Clavó sus crueles garras en el cuello del perro y le sacó los ojos en menos tiempo del que se tardaría en maldecirla dos veces.

-Oh, no me gusta esto. Es de mal agüero -dijo Gro, que estaba junto al rey.

Pero el rey ya había cabalgado hasta el jabalí, y lo atravesó con su lanza, hiriéndolo sobre el brazuelo y un poco hacia atrás, de modo que la lanza atravesó el corazón, y cayó muerto entre su sangre. Después, lleno de ira, golpeó a su águila con el cuento de su lanza; pero la golpeó suavemente y de refilón, y ella salió volando y se perdió de vista. Y el rey, a pesar de que había matado al jabalí, estaba irritado por la pérdida de su alano y por la de su águila, y por la mala conducta de ésta. Mandó a sus monteros que desollaran el jabalí y llevasen la piel como trofeo, y se volvió hacia el palacio.

Al cabo de un rato, el rey llamó a su lado al señor Gro para que cabalgase con él, por delante de los demás y donde no podían oírlos. El rey le dijo:

-Tienes aspecto de descontento. ¿Es porque no envío a Córund a Demonlandia para que remate la labor que empezó en Eshgrar Ogo? Además, no sé qué farfullas de agüeros.

-Rey y señor mío -respondió Gro-, perdonad mis temores. Pues con los agüeros suele suceder lo que dice el refrán: «Dice la campana lo que cree el necio». Hablé atolondrado. Pues ¿quién puede cambiar el rumbo fijo del destino? Pero, ya que pronunciáis el nombre de Córund…

-Lo he pronunciado -dijo el rey- porque todavía me zumban los oídos con charlas mujeriles. Las cuales no dudo que tú también conoces.

-Sólo en la medida en que creo esto -respondió él-. es el mejor, oh rey.

-Puede que sea así -dijo el rey-. Pero ¿quieres que contenga el golpe en el aire mientras la ocasión llama a la puerta? Te diré una cosa: soy poderoso en las artes mágicas, pero no soy capaz de detener las alas del tiempo mientras traigo a Córund de Duendelandia y lo envío a occidente.

Gro calló.

-Y bien -dijo el rey-, quiero oírte decir más.

-Señor -respondió él-, no me gusta Corsus.

El rey hizo una mueca. Gro volvió a callar un rato, pero, viendo que el rey quería oír más, dijo:

-Ya que es la voluntad de vuestra majestad pedir mi consejo, hablaré. Sabéis, señor, que Corinius es el menos amigo mío entre todos los hombres de Carcé; y, si le apoyo, tendréis poca ocasión de creer que me mueve el interés. A mi juicio claro, si se prescinde de Córund para este viaje (como es de razón, lo admito plenamente, pues debe permanecer en Duendelandia; tanto para recoger allí la cosecha de sus victorias como para cerrar el paso a Juss y a Brándoch Dahá si volvieran del Moruna por algún azar, y, además, la ocasión exige actuar con presteza, como dijisteis muy justamente, oh rey); si se prescinde de él, no tenéis a otro mejor que a Corinius. Un soldado completo, un capitán experimentado, joven, fiero y decidido, y que, cuando se pone de pie, no se vuelve a sentar hasta haber hecho su voluntad. Enviadlo a Demonlandia.

-No -dijo el rey-. No enviaré a Corinius. ¿No has visto halcones que están en la plenitud y en la flor de su belleza y de su valentía, pero que deben ser domados antes de hacerlos volar sobre la presa? Tal es él, y lo domaré con dureza y con aspereza hasta que esté seguro de él. Además, el año pasado, cuando por su borrachera traicionó mis órdenes y trastocó todos nuestros planes, me hizo romper con Trasgolandia y perder a mis prisioneros, le dije y le juré que Córund, Corsus y Laxus serían preferidos y ascendidos antes de que él, por sus servicios callados, se volviese a ganar mi voluntad.

-Entonces, dad la gloria a Corsus, y a Corinius el trabajo duro, para irlo domando. Enviadlo como asistente de Corsus, y así se cumplirá mejor vuestra misión, oh rey.

Pero el rey dijo:

-No. Eres un necio si crees que lo aceptaría, que, estando en desgracia, no podría humillarse sin parecer más alto que antes. Y desde luego que no se lo pediré, para darle la gloria de rehusar.

-Rey y señor mío -dijo Gro-, cuando te dije que no me gustaba Corsus, pusisteis mal gesto. Pero no lo dije por simpleza, sino porque creo verdaderamente que será mal paño: se encogerá al mojarse y no saldrá airoso de la prueba.

-¡Por la perdición de Satanás! -dijo el rey-, ¿qué locuras son éstas? ¿Te has olvidado de los ghouls, hace doce años? verdad es que tú no estuviste presente. Y aun así, ¿qué importa? Pues ha dado la vuelta al mundo la fama de su gran arremetida, en la que Brujolandia sufrió el mayor peligro de su historia, y el mérito de nuestra liberación fue sobre todo de Corsus. Y después de aquello, cinco años más tarde, cuando defendió a Harquem de Goldry Bluszco, y le obligó por último a levantar el sitio y a volver a su casa con gran ignominia; y, si no fuera por ello, todo el infantado[237]de la costa de Sibrion sería de los demonios, y no nuestro.

Gro bajó la cabeza, sin tener nada que responder. El rey quedó un rato en silencio, y luego enseñó los dientes.

-Cuando quiero quemar la casa de mi enemigo -dijo-, elijo una buena tea, bastante cargada de pez y de resina, que chisporrotee bien en el fuego y los abrase. Así es Corsus, desde que viajó a Goblinlandia hace diez años, en aquel viaje malhadado que yo jamás habría consentido si hubiera sido rey por entonces; cuando Brándocb Dahá lo hizo prisionero en la batalla de Lormeron y lo trató con gran desprecio: lo desnudó, lo rasuró por un lado hasta dejarlo liso como una pelota de tenis, lo pintó de amarillo y lo mandó a su casa de Brujolandia, donde llegó con gran vergüenza. Que me trague el infierno si no creo que pondrá toda su alma en esta empresa. Creo que verás grandes hechos en Demonlandia cuando llegue allí.

Gro seguía callado, y el rey dijo al cabo de un rato:

-Creo que te he dado bastantes razones por las que envío a Corsus a Demonlandia. Existe aún otra, que es una nonada[238]por sí misma, pero que hace peso en la balanza con las demás si te ha ce falta. He encomendado grandes tareas a mis otros criados, y les he dado grandes recompensas: Duendelandia a Córund con su corona real; lo mismo a Laxus en Trasgolandia; a ti, espero darte lo mismo en Goblinlandia. Pero este viejo perro de caza mío sigue sentado en su perrera sin siquiera un hueso que roer con sus dientes. Eso no está bien, y tampoco seguirá así, pues no hay razón para ello.

-Señor -dijo Gro-, me habéis vencido con todos vuestros argumentos y vuestros sabios acuerdos. Pero mi corazón duda. Queréis cabalgar hasta Galing. Para ello, habéis tomado un caballo que no tiene una estrella en la frente. Veo que, en vez de ella, tiene una nube en el rostro; y éstos suelen resultar furiosos, resabiados, llenos de mala intención y de mala ventura.

Ya bajaban por el camino de los reyes. Ante ellos, al oeste, se extendían las marismas, con la gran masa de Carcé a ocho o diez millas de distancia como accidente principal, y, más allá, las torres de Tenemos, que sobresalían del horizonte llano. Después de un largo silencio, el rey miró a Gro. Su semblante delgado y anguloso se perfilaba oscuramente sobre el cielo, temible y orgulloso.

-También tú irás en este viaje a Demonlandia -dijo-. Laxus mandará mientras estéis a flote, pues el agua es su elemento. Gallandus será asistente de Corsus, y tú estarás con ellos en sus consejos. Pero el mando es de Corsus, tal como he ordenado. No voy a recortar su autoridad; no, ni en un pelo. Ya qué Juss nos invita a jugar, jugaré del lado de Corsus. Si pierdo con él, que se pudra en el infierno por fullero. Pero no voy a aventurarlo todo en una tirada. Tengo en la faltriquera un dado cargado que me hará ganar el resto al final, por mucho que los demonios hagan fullas contra mí.

Así terminó la montería aquel día. Y aquel día, y el siguiente, y durante casi un mes, el duque Corsus se afanó por todo el país preparando su gran armada. Y, el día quince de julio, la flota estaba armada y despalmada en el cruce de Tenemos, y aquel gran ejército de cinco mil hombres de armas, con caballos y todo tipo de armas de guerra, bajó hasta el mar desde su campamento, que estaba delante de Carcé.

Iba en cabeza Laxus con su guardia de hombres de la mar, él llevando la corona de Trasgolandia y ellos aclamándolo ruidosamente por rey, y a Gorice de Brujolandia como señor suyo. Parecía hombre valeroso, de aspecto presto y duro, bien armado, de semblante abierto y ojos brillantes de marino, y con el cabello y la barba castaños y crespos. Después marchaba el ejército principal de a pie, con armas pesadas: hacha, lanza y la espada corta propia de Brujolandia; hombres libres y granjeros de las tierras bajas próximas a Carcé, de los viñedos del sur o del territorio de colinas próximo a Trasgolandia: tipos fornidos y bravucones, rudos como osos, resistentes como bueyes, ágiles como simios; cuatro mil luchadores escogidos por Corsus por todo el país como los mejores para su gran conquista. Los hijos de Corsus, Dekalajus y Gorius, cabalgaban ante ellos con veinte gaiteros que tocaban un aire marcial. Las pisadas de aquel gran ejército sobre el camino empedrado eran como las pisadas del destino que llegaba de oriente. El rey Gorice, sentado en sitial de honor en el adarve, sobre las compuertas, olisqueaba abriendo las narices como un león que huele la sangre. Era a primera hora de la mañana, y soplaba el viento del sur, y los grandes estandartes, azules, verdes, púrpuras y dorados, ondeaban al sol, cada uno de ellos rematado por un cangrejo de hierro.

Después pasaron cuatro o cinco compañías de a caballo, más de cuatrocientos en total, con armaduras de bronce y sables y lanzas relucientes; y, por último, el mismo Corsus, con su legión selecta de quinientos veteranos que guardarían la retaguardia, fieros soldados de las tierras de la costa que le habían seguido en días pasados al mar de oriente y a Goblinlandia, y que habían estado a su lado en aquellos días grandes cuando venció a los ghouls en Brujolandia. A la izquierda y a la derecha de Corsus, un poco por detrás suyo, cabalgaban Gro y Gallandus. Gallandus tenía la tez rojiza; el porte alegre y agradable; era membrudo y tenía los bigotes largos y castaños, y los ojos grandes y amables, como los de un perro.

Prezmyra estaba de pie junto al rey, y con ella las señoras Zenambria y Sriva, viendo cómo marchaba hacia el mar la larga columna. Heming, hijo de Córund, estaba apoyado en las almenas. Tras él estaba Córund, con una mueca burlona en los labios, los brazos cruzados, vestido con grandes galas de fiesta, la frente ceñida por una corona de belladama[239]y llevando en su ancho pecho la insignia de oro de capitán general del rey en Carcé.

Cuando Corsus cabalgó bajo ellos, puso en la punta de su espada su gran yelmo de bronce con penacho de plumas de avestruz teñidas de verde y lo alzó muy alto sobre su cabeza en homenaje al rey. Los mechones grises y ralos de su cabello se alzaron con la brisa, y en su rostro pesado ardía el orgullo como una puesta de sol de noviembre. Montaba un caballo bayo oscuro, cuyos cascos resonaban pesadamente como cargados del cuerpo pesado de su jinete y del gran peso de su equipo y de sus arneses de batalla. Sus veteranos, que marchaban tras él, alzaron sus yelmos sobre las lanzas, las espadas y las alabardas[240]cantando su antigua canción de marcha al ritmo de sus pies cubiertos de malla de hierro, mientras marchaban por el camino de los reyes:

Cuando Corsus vivía en Tenemos

junto al mar en Tenemos,

T ra la ra la,

Los ghouls bajaron a Tenemos;

Quemaron su casa en Tenemos,

Dan dara dan dey.

Pero Corsus trinchó a los ghouls

La carne más dura

Que comieron jamás,

Se hizo ligas con sus tripas,

Cuando volvió a su casa de Tenemos,

Y regresó de nuevo a Tenemos,

A la ronda, ronda.[241]

El rey alzó su cetro devolviendo a Corsus su saludo, y toda Carcé gritó desde los muros.

Así cabalgó el señor Corsus hasta los navíos con su gran ejército, que había de llevar el mal y el dolor a Demonlandia.

La muerte de Gallandus a manos de Corsus

De cómo fueron las guerras del rey GoriceXII en Demonlandia;

donde se ve cómo en un viejo guerrero puede imponerse

la tozudez y la prepotencia sobre el buen consejo de general,

y cómo el enfado de un gran rey sólo dura mientras conviene a su política.

No sucedió nada digno de mención desde que zarpó de Tenemos la flota hasta que casi hubo acabado el mes de agosto. Por entonces, llegó un barco de Brujolandia que venía de occidente y subió el río hasta Carcé y atracó junto a las compuertas. Su patrón saltó a tierra de inmediato y subió al palacio real de Carcé y al nuevo salón de banquetes, donde el rey Gorice XII estaba comiendo y bebiendo con los suyos. Y el patrón puso unas cartas en la propia mano del rey.

Había caído la noche, y todas las luces brillantes estaban encendidas en el salón. El festín había concluido en sus tres cuartas partes, y los esclavos escanciaban, al rey y a los que se sentaban con él a la mesa, los vinos oscuros que rematan los banquetes. Y ante los comensales pusieron dulces de maravillosa belleza: toros, cerdos y grifos, y otros animales, hechos todos de alfeñique, con vinos y espitas en sus vientres para que todos pudieran probarlos; cada uno tenía su tenedor de plata. Aquella noche reinaba la alegría y el placer en el gran salón de Carcé, pero entonces quedaron todos en silencio estudiando el semblante del rey mientras leía sus cartas. Nadie era capaz de leer el semblante del rey, que era tan inescrutable como los muros altos y ciegos de Carcé que contemplaban las marismas. Así, en aquel silencio expectante, sentado en su alto sitial, leyó sus cartas, que eran de Corsus y del tenor siguiente:

Rey glorioso y muy alto príncipe y señor Gorice XII de Brujolandia y de Demonlandia y de todos los reinos que el sol ilumina con sus rayos. Vuestro siervo Corsus se postra ante vuestra grandeza, tendido sobre la faz de la tierra. Los dioses os concedan, muy noble señor, salud y seguridad, y os guarden muchos años. Después de que recibiera mi despacho y las órdenes de vuestra majestad, por las que vuestra majestad fue servido darme y otorgarme el cargo de comandante en jefe de todas las fuerzas de guerra que proveísteis y enviasteis a Demonlandia, en servicio de vuestra majestad llevé con diligencia a mi ejército y a todas sus armas, municiones, vituallas y otras provisiones hacia las partes de la costa de Demonlandia que dan a los mares orientales. Allí, con XXVII navíos y la mayor parte de mi gente, subiendo por la ría de Micklefirth, encontramos X o XII navíos de demonios que navegaban, comandados por Volle, ante el puerto de Lookinghaven, y acabamos hundiendo todos los navíos del dicho Volle sin excepción, y matamos a los más de los que iban con él y a sus tripulaciones.

Y hágoos saber, oh rey y señor mío, que, antes de bajar a tierra, dividí a mi ejército en II tropas y mandé a Gallandus con XIII navíos hacia el norte para que tomara tierra con XV centenares de hombres en Eccanois, con órdenes de que desde allí subiera hasta las colinas a través de Celyaland y así ganase el paso llamado Stile, que nadie puede tomar por el oeste; pues es un lugar fuerte que un hombre puede defender a placer contra grandes números si no es un asno.

Habiéndome librado así de Volle, y con esperanzas y noticias secretas de que la que había hundido y destruido era toda su armada, y en verdad que fue cosa de poco y un ligero trabajo, tan pocos fueron los que se me opusieron, tomé tierra en el lugar llamado Grunda, en la orilla norte de la ría, donde caen al mar las aguas del Breakingdale. Allí establecí mis reales, con el agua salada a mi espalda, cubriéndome la retaguardia, y reuní provisiones y saqueé y maté y envié jinetes a la descubierta. Y al cuarto día tuve noticias de una gran fuerza y ejército que se dirigía hacia mí desde el sur, procedente de Owlswick, para atacarme en Grunda. Y luché contra ellos y los hice retirarse, y eran IV o V millares de soldados. Y al día siguiente, siguiéndolos hacia Owlswick, me enfrenté con ellos en una llanura llamada Crossby Outsikes, donde se habían hecho fuertes para defender los vados y los pasos del río Ethrey. Aquí acaeció una enorme y sangrienta batalla, en la que vuestro criado venció y derrotó con gran destreza a aquellos demonios, haciendo en ellos una mortandad tan cruel y sangrienta como no se han visto una ni dos en la memoria de los hombres, y os digo con alegría que Vizz, su jefe y capitán, murió de las heridas que recibió en la batalla de Crossby.

Así, tengo ahora en la mano, por esta victoria, la conquista y la posesión de toda esta tierra de Demonlandia, y me propongo ahora ocuparme de sus castillos, pueblos, riquezas, ganados, caballos y gentes que encuentre en mi camino por toda esta costa oriental hasta L millas a la redonda, con ultrajes, muertes, incendios y todo tipo de castigos severos como lo manda vuestra majestad. Y ahora estoy con mi ejército ante Owlswick, el castillo grande y notable del sanguinario Spitfire, única fortaleza de vuestros enemigos peligrosos, malvados y maliciosos que persiste en esta tierra, y, habiendo huido a las montañas el propio Spitfire ante mi llegada, todos se rinden y se dan por vasallos de vuestra majestad. Pero no concluiré ni trataré las paces con hombre, mujer o niño de ellos, sino que los mataré a todos, pues siempre tengo presente la satisfacción de vuestra real voluntad.

Por no ser prolijo, dejo de referiros muchos sucesos y observaciones raras y notables, que tengo intención de haceros saber al volver a casa o en nuevas cartas. Laxos, que ostenta título de rey, se hincha afirmando que fue él quien ganó el combate naval, pero yo probaré a vuestra majestad lo contrario. Gro sigue la guerra tan bien como lo permite su cuerpo flaco y enjuto. Debo decir de Gallandus que interfiere mucho en mis consejos, siempre diciéndome que debo hacer tal cosa o tal otra. Se ha comportado hasta ahora de esa manera poco respetuosa, y yo lo he consentido hasta ahora, pero no lo consentiré más. Y, si pasa a calumniarme en algo, os ruego, señor, que me lo hagáis saber, aunque lo desprecio a él y a todos los que son como él. Y, en reconocimiento de los altos favores de vuestra majestad para conmigo, beso la mano de vuestra majestad.

Al rey mi señor, con toda humildad y reverencia, sellada con mi sello.

CORSUS

El rey se guardó en el seno el documento.

-Traedme la copa de Corsus -dijo.

Le obedecieron, y el rey dijo:

-Llenadla con vino thramniano. Dejad caer en él una esmeralda, para dar buena suerte a la copa, y bebed por su fortuna y su sabiduría en la victoria.

Prezmyra, que había observado al rey como una madre observa a su hijo durante una crisis febril, se alzó radiante ante su asiento, gritando: «¡Victoria!». Y todos se pusieron a gritar y a golpear las mesas, hasta que temblaron las vigas del techo con sus grandes gritos, mientras el rey bebía el primero y hacía pasar la copa para que todos bebieran en ella por turnos.

Pero el rey Gorice estaba sentado entre ellos oscuro como un acantilado de serpentina[242]que frunce el ceño sobre las ondas saltarinas de un mar de verano durante una marea viva.

Cuando las mujeres salieron del salón de banquetes, la señora Prezmyra dijo:

-Tenéis el ceño muy oscuro, señor, si es que todas las nuevas que iluminan por dentro vuestro corazón y vuestra mente son buenas.

El rey respondió y dijo:

-Señora, son muy buenas nuevas. Pero recuerda que es difícil alzar una copa llena sin derramarla.

Terminó el verano y se recogió la cosecha, y veintisiete días después de las nuevas dichas llegó a Brujolandia otro barco que venía de occidente, navegando sobre el vinoso mar, y con la marea alta subió por el Druima y atravesó las marismas Ergaspianas, y arrojó el ancla bajo Carcé una hora antes de la cena. Era un atardecer tranquilo, despejado y soleado, y el rey Gorice cabalgaba hacia el palacio, de vuelta de la caza, en el instante en que el barco echaba las amarras junto a la compuerta. Y venía en él el señor Gro; y, cuando salió del barco y se llegó a saludar al rey, tenía el rostro del color de la cal viva cuando la están apagando[243]

El rey lo miró estrechamente, y luego le saludó afectando gran despreocupación y agrado, y le hizo subir con él a los aposentosprivados del rey. Allí, el rey hizo beber a Gro un gran vaso de vino, y le dijo:

-Estoy sucio del sudor de la caza. Ven conmigo a mis baños y cuéntamelo todo mientras me baño antes de la cena. Los príncipes somos los hombres que estamos en mayor peligro, pues nuestros hombres no osan revelarnos los peligros. Tienes un aspecto pésimo. Has de saber que, aunque me anuncies que toda mi armada y mi ejército han sido destruidos en Demonlandia, no me quitarás el apetito para el banquete de esta noche. Brujolandia no es tan pobre que yo no pueda cubrir esa pérdida tres y cuatro veces y quedarme con dinero en la bolsa.

Diciendo esto, el rey entró con Gro en su gran cámara de baños, con paredes y suelo de serpentina verde, y con delfines tallados de la misma piedra, de los que manaba agua que caía en los baños, revestidos de mármol blanco y hundidos en el suelo, anchos y profundos; el de agua caliente a la izquierda, y el baño frío, mucho mayor, a la derecha, según se entraba en la cámara. El rey despidió a todos sus criados y mandó a Gro que se sentase en un banco lleno de almohadones sobre el baño caliente, y que bebiese más vino. Y el rey se despojó de su coleto de cuero de vaca negro, de sus calzas y de su camisa de lana beshtriana blanca, y bajó al baño humeante. Gro contempló maravillado los miembros poderosos del rey Gorice, de aspecto tan delgado pero tan fuerte a la vez, como si estuviera hecho todo de hierro; y era una gran maravilla ver cómo el rey, cuando se había desnudado de todo su atuendo y de sus atributos reales y bajaba desnudo al baño, parecía como si no se hubiese despojado ni de un ápice de su realeza ni de su majestad, ni del temor que inspiraba.

Se sumergió un rato en las aguas turbulentas del baño; se enjabonó de la cabeza a los pies, y volvió a sumergirse; después, tumbado cómodamente en el agua, dijo a Gro:

-Háblame de Corsus y de sus hijos, y de Laxus y Gallandus, y de todos mis hombres que están en occidente, más allá del mar, como si hablases de aquellos cuya vida o cuya muerte nos importasen tan poco como la de un escarabajo pelotero[244]Habla y no temas; no me ocultes nada y no me disimules nada. Sólo debes temerme si quieres engañarme.

Gro habló y dijo:

-Rey y señor mío, creo que tenéis cartas de Corsus que os refieren cómo llegamos a Demonlandia, y cómo vencimos a Volle en la batalla naval, y luchamos dos batallas contra Vizz y al final le vencimos y él murió.

-¿Viste tú esas cartas? -preguntó el rey.

-Sí -respondió Gro.

-¿Y me cuentan la verdad?

-En lo principal, sí, oh rey -respondió Gro-, aunque algunas veces adorna la verdad a su favor, hinchando demasiado sus propios logros. Como en Grunda, donde exagera el tamaño del ejército de los demonios, que, según un cálculo ajustado, eran menos que nosotros; y la victoria no fue ni nuestra ni suya, pues si bien nuestra ala izquierda los contuvo junto al mar, llegaron a entrar en nuestros reales por la derecha. Y creo firmemente que si Vizz se retiró hacia Owlswick por la noche, fue más bien con el propósito de hacer que nos adentrásemos en un terreno más adecuado para sus planes. Pero, en lo que se refiere a la batalla de Crossby Outsikes, Corsus no fanfarronea demasiado. La planeó y la combatió admirablemente; mató a Vizz con sus propias manos en lo más reñido del combate, logró una gran victoria sobre ellos y dispersó todas sus fuerzas, pues cayó sobre ellos por sorpresa y los tomó con ventaja.

Dicho esto, Gro extendió sus dedos blancos y delicados hacia la copa que tenía al lado y bebió.

-Y ahora, oh rey -dijo, inclinándose hacia delante sobre sus rodillas y pasándose los dedos por los rizos blancos y perfumados que le caían sobre las orejas-, tendré que hablaros del surgimiento de descontentos que infestaron toda nuestra fortuna y nos hundieron a todos. Llegó Gallandus de Breakingdale con unos pocos hombres, habiendo dejado a su fuerza principal de catorce mil para defender el Stile, tal como se había acordado de antemano. Gallandus tenía noticias de que Spitfire había salido del país occidental, donde estaba cuando llegamos a Demonlandia, dedicado a la caza de los osos que viven allí, y que ahora se dirigía a marchas forzadas hacia el este reuniendo hombres en Galing. Y, ante la insistencia de Gallandus, se celebró un consejo de guerra tres días después de la batalla de Crossby Outsikes, y en él Gallandus expuso su consejo de que debíamos dirigirnos hacia el norte, a Galing, para dispersarlos.

»A todos les pareció bien este acuerdo, salvo a Corsus. Pero éste lo llevó muy mal, ya que estaba empeñado en apurar su victoria de Crossby Outsikes a base de muertes, ultrajes e incendios por toda la región de Tivarandardale Superior e Inferior y por Onwardlithe y por la costa sur, para mostrar a aquella chusma que él era el señor que les hacía falta, y el látigo en vuestra mano, oh rey, que debía flagelarlos hasta dejarles los huesos al descubierto.

»Gallandus respondió a todo esto que los preparativos en Galing exigían que se hiciera algo y pronto, y que "bueno estaría que Owlswick y Drepaby nos obligasen a mirar por encima del hombro mientras los que tenemos por delante" (lo decía por Galing) "nos abren los sesos de un golpe"; Corsus respondió muy mal, diciendo: `No quedaré satisfecho de esta noticia hasta que no tenga pruebas más sólidas". Y no quería escuchar, sino que decía que ésta era su opinión y que todos teníamos que seguirla o nos iría mal; que, una vez ganado este rincón suroriental de la tierra con gran terror y crueldad se doblegaría el espinazo a todas las guerras de Demonlandia, y a todos los demás, ya estuvieran en Galing o en otra parte, no les quedaba sino morir como perros; que era una locura atacar Galing, por la dureza y los malos pasos del país, y que pronto mostraría a Gallandus que él era allí el jefe. Y el consejo se levantó con gran descontento. Y Gallandus acampó ante Owlswick, que es un lugar muy fuerte, como sabéis, oh rey, pues está situado en un brazo de tierra que se adentra en el mar junto a la bahía, y llega a él un camino empedrado que queda cubierto por el mar, salvo en la bajamar cuando hay marea viva. Y allí hicimos acopio de muchas provisiones por si quedábamos sitiados. Pero Corsus, con el grueso de su fuerza, partió hacia el sur, matando y saqueando por toda la región hacia la casa nueva de Goldry Bluszco en Drepaby anunciando que desde entonces las gentes ya no hablarían más de Drepaby Mire, ni de Drepaby Combust, que quemaron los ghouls, pues ambas arderían como dos pavesas.

-Sí -dijo el rey, saliendo del baño-, y ¿las quemó tal como dijo?

-Eso hizo, oh rey -respondió Gro.

El rey alzó los brazos sobre la cabeza y se tiró de cabeza a la gran piscina de agua fría. Salió al cabo de poco rato, tomó una toalla para secarse y, sujetando un extremo de la misma en cada mano, se acercó a Gro y se quedó a su lado, frotándose la espalda con el vaivén de la toalla, y le dijo:

-Prosigue; cuéntame más.

-Señor -dijo Gro-, sucedió que los de Owlswick rindieron al fin la plaza a Gallandus, y que Corsus regresó de la quema de Drepaby Mire. Había reducido a la miseria más extrema a todos los habitantes de aquella parte de Demonlandia. Pero entonces descubrió a su pesar los frutos de su negligencia al no haber partido hacia el norte, hacia Galing, como le había aconsejado Gallandus.

»Pues llegaron noticias de que Spitfire salía de Galing con dos mil doscientos de a pie y doscientos cincuenta de a caballo. Al recibir esta inteligencia, nos pusimos en buen orden de combate y salimos al norte a su encuentro, y en la última mañana de agosto nos encontramos con su ejército en un lugar llamado Rapes Brima, en la parte más abierta de Tivarandardale inferior. Estábamos alegres de corazón, pues teníamos doble ventaja: la numérica (pues éramos más de tres mil cuatrocientos guerreros, entre ellos cuatrocientos jinetes), y nuestra buena situación para el combate, pues estábamos sobre el borde de un pequeño valle, dominando a Spitfire y a su gente. Allí quedamos cierto tiempo, esperando a ver qué hacía él, hasta que Corsus se cansó de aquello y dijo: "Somos más que ellos. voy a marchar al norte y luego al este, para cerrarles la retirada y que no vuelvan a escapar al norte, hacia Galing, después de la batalla, cuando los superemos".

»Pero Gallandus se opuso fuertemente a esto, pidiéndole que esperase su ataque en aquel punto; pues, si esperábamos, ellos, que eran gentes montañesas, acabarían por decidir atacarnos subiendo la ladera, con gran ventaja para nosotros. Pero Corsus, que era más intratable cada día, no quiso hacerle caso, y por fin no dudó en acusarle ante todos (y muy falsamente) de querer alzarse con el mando, y de que había querido matar a Corsus y a sus hijos cuando se dirigían a sus aposentos la noche anterior.

»Y Corsus mandó marchar cruzando su frente como os lo dije, oh rey; y en verdad que fue un acuerdo digno de un loco. Pues Spitfire, cuando vio que nuestra columna cruzaba la cabecera del valle a su derecha, dio orden de atacar, nos tomó por el flanco, nos cortó en dos, y en dos horas aplastó nuestro ejército como se aplasta un huevo que se deja caer desde una atalaya sobre un suelo de duro granito. Jamás he visto tal destrucción caer sobre un gran ejército. Mal y a duras penas pudimos llegar a Owlswick, con sólo mil setecientos hombres, y varios centenares de ellos malheridos. Y, si cayeron doscientos del otro bando, será maravilla, y mucho más de lo creíble: tan grande fue la victoria de Spitfire sobre nosotros en Rapes Brima. Y nuestra desolación fue mayor cuando llegaron a nosotros fugitivos que venían del norte, y que contaban que Zigg había caído sobre la pequeña fuerza que había quedado para defender el Stile, y la había vencido totalmente. Así, quedamos encerrados en Owlswick y sitiados estrechamente por Spitfire y su ejército, que jamás hubieran logrado nada contra nosotros de no ser por la infernal necedad de Corsus.

»Mala noche fue aquélla, oh rey y señor mío, en Owlswick, junto al mar. Corsus estaba borracho, así como sus dos hijos, que tragaban vaso tras vaso del vino de las bodegas de Spitfire en Owlswick. Hasta que al fin cayó vomitando al suelo, entre las mesas, y Gallandus, que estaba de pie entre nosotros, herido en lo más vivo por aquel oprobio y ruina de nuestra suerte, exclamó: "Soldados de Brujolandia, estoy cansado de este Corsus: alborotador, libertino, borracho, pendenciero, desbaratador de ejércitos, pero no los de los enemigos, sino los nuestros, que nos ha de llevar a todos al infierno si no tomamos medidas para evitarlo". Y añadió: 'Voy a volverme a Brujolandia, y no tendré más arte ni parte en este oprobio". Pero todos gritaron: "¡Al diablo con Corsus! ¡Sé tú nuestro general!".

Gro quedó callado un momento.

-Oh rey -dijo al fin-, si sucediere que, por la malicia de los dioses y por mi desventura, yo hubiera llegado a tener algo de culpa en lo que sucedió, no me culpéis demasiado. Poco creía yo que ninguna palabra mía pudiera ayudar a Corsus y a la ejecución de su mala obra. Cuando todos aclamaban a Gallandus, diciendo: «¡Ah, ah, Gallandus! ¡Arrancad la cizaña; que prospere el buen grano! ¡Sé tú nuestro general!», él me llevó aparte para hablar conmigo; porque decía que quería aconsejarse conmigo antes de consentir en cuestión de tal importancia. Y yo, que veía el peligro mortal que suponían aquellos desórdenes, y consideraba que nuestra única salvación era que el mando estuviera en manos de un soldado cuyo corazón aspirase a altos logros y a nobles empresas, le insistí para que lo aceptase. De tal modo que él, aunque a disgusto, acabó por asentir. Y todos aplaudieron su decisión; y Corsus no opinó nada al respecto, pues estaba demasiado cargado de vino para hablar y para moverse, o así lo creímos.

»Con eso, nos acostamos aquella noche. Pero, por la mañana, oh rey, se oyó un gran clamor en el patio principal de Owlswick. Y yo, que salí corriendo en camisa entre la niebla gris de la aurora, vi a Corsus de pie en una galería ante los aposentos de Gallandus, situados en una cámara superior. se hallaba desnudo hasta la cintura, y su pecho y brazos vellosos estaban manchados y cubiertos de sangre hasta los sobacos, y tenía en las manos dos dagas ensangrentadas. Gritó a grandes voces: "¡Traición en el real! Pero yo la he burlado[245]El que quiera tener a Gallandus por general, que suba, y yo mezclaré sus sangres y los haré deudos".

Para entonces, el rey se había puesto sus calzas de seda y una camisa limpia de seda, e iba a atarse el jubón negro bordeado de diamantes.

-Me refieres dos faltas que ha cometido Corsus -dijo-. La primera, que me perdió una batalla y casi la mitad de sus hombres, y la segunda, que mató a Gallandus por resentimiento, cuando éste quería arreglar la situación.

-Mató a Gallandus dormido -dijo Gro-, y lo envió de la sombra a la casa de la oscuridad.

-Bien -dijo el rey-, en cada mes hay dos días en los que cualquier cosa que se comienza jamás llega a concluirse. Y creo que fue en uno de esos días cuando ejecutó su plan contra Gallandus.

-Todo el real está sublevado contra él -dijo el señor Gro-, pues se sienten muy ofendidos por la muerte de un hombre de armas de tanta valía. Pero no osan atacarle directamente, pues sus veteranos defienden su persona, y ha abierto las tripas a una docena o más de los que más murmuraban contra él, de modo que el resto teme rebelarse abiertamente. Os digo, oh rey, que vuestro ejército de Demonlandia corre gran riesgo y peligro. Spitfire está acampado ante Owlswick con muchas fuerzas, y no es de esperar que podamos resistir mucho tiempo sin recibir tropas de refuerzo. También existe el peligro de que Corsus, en su situación extrema, haga alguna locura. Aunque no creo posible que, con un ejército tan sublevado como el que tiene, se atreva a intentar nada. Pero tiene los oídos llenos del rumor continuo de la fama, y del desprecio general e ignominia que se ganará si no enmienda pronto su error de Rapes Brima. Se cree que los demonios no tienen navíos, y Laxus es dueño de la mar. Pero es difícil la comunicación entre la flota y Owlswick, y en Demonlandia hay muchas bahías y lugares a propósito para construir navíos. Si son capaces de impedir que socorramos a Corsus, y se enfrentan a Laxus con una armada en la primavera, caerá sobre nosotros una gran calamidad.

-¿Cómo pudiste salir? -dijo el rey.

-Oh rey -respondió el señor Gro-, después de este homicidio en Owlswick, yo temía cada día la ponzoña o el puñal, y, por mi propia salud y la de Brujolandia, intenté marcharme por todos los medios. Por fin, conseguí llegar en secreto hasta la flota, y allí tomé acuerdo con Laxus, que está muy airado con Corsus por esta mala obra suya, por la cual todas nuestras esperanzas pueden desvanecerse como humo, y me pidió que acudiese a vos, en su nombre y en el mío, y en el de todos los corazones fieles de Brujolandia que buscan vuestra grandeza, oh rey, y que no flaquean, para pediros que les enviéis socorro antes de que todo esté perdido. Pues, sin duda, Corsus ha sufrido una grave alteración que ha cambiado su antigua condición y ha derramado las buenas prendas que le conocisteis. Tiene la fortuna de cara, y ahora es tan desventurado como el hombre que se cayó de espaldas y se rompió la nariz. Os ruego que golpeéis, antes de que el destino dé el primer golpe y nos mande al punto ganador[246]

-¡Basta! -dijo el rey-. No me levantes del suelo antes de que me caiga. Es hora de cenar. Ven conmigo al banquete.

Para entonces, ya se había puesto el rey Gorice todo su atavío de fiesta, con su jubón de gasa y terciopelo negro, recamado de diamantes; calzas de terciopelo negro entrecruzadas con bandas de seda tachonadas de plata, un gran manto de piel de oso y un pesado collar de oro. Llevaba puesta la corona de hierro. Al pasar por su cámara, tomó de la pared una espada de acero azul con el pomo hecho de una sanguinaria[247]tallada en forma de calavera. Portándola desnuda en la mano, entraron en el salón de banquetes.

Los que allí estaban se pusieron de pie en silencio, mirando con expectación al rey, que estaba de pie entre las columnas de la puerta con la espada afilada en alto, y el cangrejo de Brujolandia reluciendo sobre su frente. Pero advirtieron sobre todo sus ojos. La luz de los ojos del rey, bajo sus cejas como escarabajos, era como la luz del cielo del abismo que sale del pozo del infierno.

No dijo palabra, pero llamó a su lado a Corinius con un gesto. Corinius se acercó al rey lentamente, como un sonámbulo, obedeciendo a aquella mirada temible. Le caía de los hombros la capa de seda azul celeste. Su pecho, ancho como el de un toro, se hinchaba bajo las escamas relucientes de plata de su loriga, que era de man

gas cortas y dejaba al descubierto sus fuertes brazos, con brazaletes de oro en las muñecas. Quedó de pie orgullosamente ante el rey, con la cabeza plantada firmemente sobre su cuello y su garganta poderosos; su boca, orgullosa y sensual, hecha para las copas de vino y para los labios de las damas, imperturbable sobre la barbilla y las mandíbulas rasuradas; los rizos espesos y hermosos de su cabello, ceñidos con brionia negra; la insolencia de sus ojos azules oscuros refrenada de momento ante la luz verde y siniestra que surgía y volvía a caer en la mirada firme del rey.

Quedaron así de pie, en silencio, durante el tiempo que tarda un hombre en respirar veinte veces; después habló el rey y dijo:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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