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La serpiente Uroboros, por Eric Rucker Eddison (página 14)



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-Te complaces en reírte -dijo el señor Gro-. Muchos antes de ahora, como se ha visto en la práctica, han rechazado mis sanos consejos con gran perjuicio por su parte.

Pero Brándoch Dahá dijo vivamente:

-No temas, mi señor Gro. No despreciaremos los consejos honrados de un consejero tan sabio como tú. Pero -y sus ojos tomaron un brillo que sobresaltó a Gro- si alguien osara proponerme en serio que hiciese un acto de cobardía, lo atravesaría con mi espada por la parte más querida de su cuerpo.

El señor Brándoch Dahá se dirigió a los demás.

-Juss -dijo-, amigo de mi corazón, me parece que todos sois de la misma opinión, y ninguno es de la mía. Entonces, me despido de vosotros. Adiós, Gaslark. Adiós, La Fireez.

-Pero ¿adónde vas? -dijo Juss, levantándose de su asiento-. No debes dejarnos.

-A mi propia casa, ¿dónde, si no?-dijo, y salió de la cámara.

-Está muy irritado -dijo Gaslark-. ¿Qué has hecho para enfadarlo así?

-Iré tras él y lo aplacaré -dijo Mevrian a Juss. Y salió, pero volvió al poco rato diciendo- De nada sirve, señores míos. Se ha ido de Galing, cabalgando tan aprisa como lo llevaba su caballo.

Y todos quedaron muy alborotados; unos conjeturaban una cosa y otros otra. Sólo el señor Juss y la señora Mevrian guardaban silencio y tenían tranquilo el semblante. Y, al cabo, Juss dijo a Gaslark:

-Es que le irrita cada día que se retrasa su combate con Corinius. Ciertamente, no lo culpo, sabiendo las injurias viles que le hizo dicho sujeto y su insolencia contigo, señora. No os preocupéis. Su propio ser lo hará volver a mí a su debido tiempo, pues ningún otro poder es capaz de oponerse a su voluntad; el cielo no puede doblegar por la fuerza su gran corazón.

Y así fue. La noche siguiente, cuando la gente estaba acostada y dormida y Juss velaba leyendo en su alta alcoba, oyó el sonido de unas bridas. Y llamó a sus pajes para que lo acompañasen a la puerta con antorchas. Y allí, a la luz movediza de las antorchas, llegaba cabalgando al castillo de Galing el señor Brándoch Dahá, y llevaba atado en el arzón de la silla algo que tenía el tamaño de una gran calabaza, envuelto en un paño de seda. Juss lo recibió en la puerta él solo.

-Deja que me baje del caballo -dijo-, y recibe de mis manos a tu compañero de cama, con el que debes dormir junto al lago de Ravary.

-¿Lo tienes? -dijo Juss-. ¿Has sacado tú solo el huevo del hipogrifo de la laguna de Dule?

Y tomó el bulto entre sus manos con mucha suavidad.

-Sí -respondió él-. Estaba donde lo fuimos a ver tú y yo el verano pasado, según las palabras del pequeño martinete que nos lo encontró por primera vez. La laguna estaba helada, y ha sido difícil bucear, y hacía un frío espantoso. No es de extrañar que seas hombre afortunado en tus empresas, oh Juss, cuando tienes tal arte para inducir a tus amigos a que te sigan.

-Creí que no me abandonarías -dijo Juss.

-¿Creíste? -exclamó Brándoch Dahá-. ¿Has llegado a soñar que te dejaría ir solo a hacer esta locura? No, te acompañaré primero al lago encantado, y que espere Carcé mientras tanto. Con todo, lo haré contra mi buen criterio.

Después de sólo seis días más de preparativos, el segundo día de abril, todo estuvo dispuesto en Lookinghaven para que se hiciera a la mar tan poderosa armada: cincuenta y nueve barcos de guerra y cinco barcos de carga, y seis mil guerreros.

La señora Mevrian estaba montada en su yegua blanca como la leche contemplando la bahía, donde los barcos estaban anclados en orden, de un color gris sombrío sobre el rutilar brillante del mar bajo el sol, con una mancha de color aquí y allá, carmesí, azul o verde de hierba, de los cascos pintados o del reflejo de un rayo de sol en sus mástiles dorados o en sus mascarones de proa. Gro estaba de pie junto a ella, sujetando las riendas. El camino de Galing, que serpenteaba desde la Lengua de Havershaw, transcurría cerca y por debajo de ellos, y seguía la costa hasta los muelles de Lookinghaven. A lo largo del camino, la dura tierra resonaba con las pisadas de los hombres armados y de los caballos, y el viento ligero del oeste llevaba a Gro y a Mevrian, en su colina cubierta de césped, trozos de canciones bélicas cantadas con voz profunda, o de las notas galopantes de una trompeta y una chirimía, y del tambor que hace saltar los corazones de los hombres.

El señor Zigg cabalgaba en vanguardia, con cuatro trompeteros caminando ante él vestidos de oro y púrpura. Su armadura relucía de plata desde la barbilla hasta la punta de los pies, y brillaban las joyas en su gorguera y en su tahalí[301]y en la empuñadura de su espada recta y larga. Montaba un garañón negro de ojos salvajes, que echaba hacia atrás las orejas y barría la tierra con la cola. Una gran compañía de jinetes lo seguía, y otra, la mitad en número, de altos peones armados de picas, con coletos de cuero pardo cubiertos de bronce y plata.

-Estos son de Kelialand -dijo Mevrian-, y de las costas de la ría de Arrowfirth, y sus propios vasallos de Rammerick y Amadardale. Ese es Hesper Golthring, el que cabalga un poco por detrás de él y a su derecha; dos cosas le gustan en el mundo: un buen caballo y un navío veloz. El de la izquierda, que lleva el yelmo de plata mate con alas de cuervo, tan largo de piernas que se diría que, si montase un caballo pequeño, podría ir caminando a la vez, es Styrkmir de Blackwood. Es de nuestra estirpe; todavía no ha cumplido veinte años, pero, desde la batalla de la ladera de Krothering, se le considera uno de los mejores.

De este modo, le iba mostrando a todos los que pasaban cabalgando[302]a Peridor de Sule, capitán de los de Mealand, y a su sobrino Stypmar. A Fendor de Shalgreth con Emeron Galt, su hermano menor, que acababa de curarse de la gran herida que le había hecho Corinius en la ladera de Krothering; los rabadanes y vaqueros de los

grandes brezales al norte de Switchwater, que se agarran al estribo y, con sus rodelas ligeras y sus espadas pequeñas y pardas, entran en la batalla junto a los jinetes, a todo galope contra el enemigo. Bremery, con su yelmo de oro con cuernos de carnero y su sobrevesta[303]bordada de terciopelo escarlata, a la cabeza de los hombres de los valles de Onwardlithe y Tivarandardale. Trentmar de Scorradale, con las levas del nordeste, de Byland y de las playas y de Breakingdale. Astar de Rettray, delgado y grácil, de rostro huesudo, de ojos valientes, de piel blanca, con el pelo y la barba rojos brillantes, cabalgando en su hermoso caballo roano a la cabeza de dos compañías de peones con picas, con enormes escudos tachonados de hierro: hombres de la región de Depraby y de los valles del sureste, hombres con tierras y domésticos del señor Goldry Bluszco. Después venían los habitantes de las islas del oeste, con el viejo Quazz de Dalney cabalgando en el puesto de honor, de noble aspecto con su barba nevada y su armadura reluciente, pero sus verdaderos jefes en la guerra eran hombres más jóvenes: Melchar de Strufey, de ancho pecho, de ojos fieros, con el pelo castaño, espeso y rizado, que montaba un caballo castaño y bajo, con su loriga reluciente de oro y un rico manto de brocado de seda de color crema sobre sus anchos hombros, y Tharmrod en su pequeña yegua negra, con loriga de plata y yelmo con alas de murciélago, el que tenía Kenarvey como feudatario del señor Brándoch Dahá, agudo y dispuesto como una flecha tendida en el arco hasta la punta. Y tras ellos venían los hombres de Westmark, con Arnund de By como capitán. Y tras ellos, cuatrocientos jinetes, no superados en hermosura ni en orden por ningunos otros de aquel gran ejército, y el joven Kamerar en cabeza, fornido como un gigante, derecho como una lanza, ataviado como un rey, llevando en su poderosa lanza el pendón del señor de Krothering.

-Míralos bien -dijo Mevrian cuando pasaron ante ellos-. Son nuestros propios hombres, de la comarca, de la ría de Tllunder y de Stropardon. Puedes recorrer todo el ancho mundo sin encontrar otros iguales a ellos en ligereza, en fuego, en buena belicosidad y en obediencia a la voz de mando. Pareces triste, mi señor.

-Señora -dijo el señor Gro-, a los oídos del que tiene por costumbre, como yo, considerar la vanidad de todas las pompas terrenales, la música de estos poderíos y glorias tiene una gran resonancia de tristeza. Los reyes y los gobernantes que se precian de su fuerza, de su belleza, de su vigor y de su rico aparato, mostrándose a sí mismos durante un tiempo en el teatro del mundo y bajo los anchos dominios de los altos cielos, ¿qué son sino la mosca dorada del verano, que perece al caer el día?

-Mi hermano y los demás no deben retrasarse por esperarnos -dijo la señora-. Querían subir a bordo en cuanto el ejército bajase a la bahía, pues sus barcos deben ser los primeros que naveguen por la ría. ¿Está ya decidido que los acompañes en este viaje?

-Lo decidí yo, señora -respondió él. Ella empezaba a ponerse en marcha hacia el camino y la bahía, pero Gro la detuvo poniéndole una mano en las riendas-. Querida señora -dijo-, las tres noches pasadas he soñado un sueño. Un sueño extraño, y todos sus detalles representan grandes angustias, aumento de peligros y desventuras atroces, prometiéndome algún suceso terrible. Creo que, si parto para este viaje, jamás volverás a ver mi rostro.

-Oh, basta, mi señor -exclamó ella, extendiéndole la mano-; no pienses siquiera en esas imaginaciones morbosas. No ha sido más que un reflejo de la luna en tus ojos. O, si no es así, quédate aquí y burla al destino.

Gro le besó la mano y la conservó entre las suyas.

-Mi señora Mevrian -dijo-, no podemos hacer trampas al destino, por buenos fulleros que seamos. Creo que no hay muchos que teman noblemente al rostro de la muerte menos que yo. Iré a este viaje. Sólo hay una cosa capaz de hacerme volver atrás.

-¿Cuál es?-dijo ella, pues él se había quedado callado de pronto. Hizo una pausa, mirando la mano enguantada de ella que tenía entre las suyas.

El hombre se queda ronco y mudo si el lobo tiene la ventaja de verlo primero -dijo él-. ¿Te has buscado un lobo para que me dejase mudo cuando quería decírtelo? Pero ya te lo dije una vez lo bastante para que me entendieras. Oh Mevrian, ¿recuerdas Neverdale?

Alzó la mirada hacia ella. Pero Mevrian estaba sentada con la cabeza erguida, como su divina Patrona; sus labios dulces y frescos estaban inmutables, y miraba con ojos firmes la bahía y los barcos fondeados. Retiró suavemente su mano de las de Gro, y él no intentó retenerla. Echó las riendas hacia delante. Gro montó y la siguió. Cabalgando en silencio, bajaron hasta el camino, y se dirigieron por éste al sur hacia la bahía. Antes de llegar adonde podían oírla en los muelles, Mevrian habló y dijo:

-No me tengas por desagradecida ni olvidadiza, mi señor. Pídeme todo lo que es mío, y te lo daré a manos llenas. Pero no me pidas lo que no está en mis manos darte, pues, si te lo diera, te daría oro falso. Y eso no es cosa buena para ti ni para mí, ni querría hacérselo a un enemigo; mucho menos a ti, que eres mi amigo.

Todo el ejército subió a bordo, y se despidieron de Volle y de los que debían quedar en casa con él. Los barcos salieron a la ría remando en orden, con las velas de seda desplegadas, y aquella gran armada puso rumbo sur, hacia alta mar, bajo un cielo despejado. El viento les favoreció, y tuvieron una rápida travesía, de modo que la trigésima mañana después de que salieran de Lookinghaven, vieron la línea larga y gris de los acantilados de Duendelandia Mayor, borrosa entre el vapor del mar arrastrado por el viento, y navegaron a través del estrecho de Melikaphkhaz en columna de a uno, pues apenas podrían pasar dos barcos a la vez por aquel paso estrecho. A ambos lados del estrecho había acantilados negros, y miles de aves marinas blanqueaban como la nieve todas las pequeñas repisas de aquellos acantilados. Grandes bandadas surgían y trazaban círculos por encima cuando los barcos pasaban, y el aire estaba lleno de sus quejidos. Y a izquierda y derecha, como resoplidos de ballenas jóvenes, saltaban continuamente de la superficie del mar columnas de espuma blanca. Y eran los alcatraces, de alas majestuosas, que pescaban en aquel estrecho. Volaban en grupos de tres y de cuatro, siguiéndose unos a otros en filas ordenadas, a muchos mástiles de altura; y, de vez en cuando, uno se detenía en su vuelo como si lo hubiera golpeado un rayo, y caía en picado con las alas semiextendidas, como un dardo de cabeza ancha y de blancura deslumbrante, hasta que, cuando estaba a pocos pies de la superficie, cerraba las alas y hendía el agua con un ruido como el de una gran peña arrojada al mar. Un momento después volvía a aparecer, blanco y airoso, con la presa en el buche; se posaba en las olas un rato, para descansar y meditar; luego, con grandes aleteos, volvía a subir para reanudar su vuelo.

Después de una o dos millas, el estrecho se abría, y los acantilados se hacían más bajos, y la flota pasó por delante de los arrecifes rojos de Uaimnaz y de los altos farallones de Pashnemarthra, blancos de gaviotas, hasta la soledad azul del mar Didorniano. Navegaron todo el día con rumbo sureste y viento flojo. La costa de Melikaphkhaz fue cayendo a popa, pálida entre las brumas de la distancia, y se perdió de vista, hasta que sólo el perfil cuadrado y hendido de las islas Pashnemarthranas interrumpía el horizonte llano del mar. También éstas se perdieron de vista, y los barcos siguieron hacia el sureste remando con calma chicha. El sol descendió hasta las olas de occidente, metiéndose en su baño de fuego rojo como la sangre. Se hundió, y todo se oscureció. Remaron suavemente toda la noche bajo las estrellas extrañas del sur, y las aguas de aquel mar, cortadas a cada golpe de remo, parecían fuego ardiente. Después salió del mar por el oriente el lucero matutino, anunciando la aurora, más brillante que todas las estrellas de la noche, marcando un pequeño sendero de oro a lo largo de las aguas.

A continuación, la aurora, que llenaba el cielo bajo de oriente de una flota de pequeñas caracolas de fuego dorado y brillante; luego, el gran rostro del sol ardiente. Y, al subir el sol, surgió un viento suave, que hinchó sus velas por estribor; de modo que, antes de que cayera el día, los acantilados de Muelva se cernían, blancos sobre la bruma, por su banda de babor. Vararon los barcos en una playa de conchas blancas tras un promontorio que la protegía del viento este y del norte. Allí, la barrera de acantilados se apartaba un poco de la costa, dejando lugar a un prado fértil de pastos verdes, y a bosques que se amontonaban al pie de los acantilados, con un pequeño manantial en el centro.

Durmieron a bordo aquella noche, y al día siguiente alzaron el campamento, descargando los barcos de carga que llevaban los caballos y el equipo. Pero el señor Juss no tenía intención de esperar en Muelva una hora más allá del tiempo suficiente para dar las órdenes necesarias a Gaslark y a La Fireez para que supieran lo que debían hacer y cuándo debían esperar su regreso, y para prepararse él mismo y los que debían acompañarlo más allá de aquellos acantilados sombríos, por la desolación llena de espíritus del Moruna. Todo estuvo dispuesto antes del mediodía, y se despidieron, y los señores Juss, Spitfire y Brándoch Dahá se dirigieron hacia el sur a lo largo de la playa, hacia un punto donde parecía más fácil escalar el acantilado. Iba con ellos el señor Gro, tanto por su propia voluntad como porque había conocido el Moruna en tiempos pasados, y aquella región del mismo; e iban con ellos, además, los dos cuñados Zigg y Astar, portando la carga preciosa del huevo, pues Juss les había otorgado aquel honor y confianza tras pedirlo ellos con gran insistencia. Así, con algún trabajo, superaron la pared rocosa

después de una hora o más, y se detuvieron un momento en el borde del acantilado.

La piel de las manos de Gro estaba herida por las rocas agudas. Se puso cuidadosamente los guantes de lana de oveja, y tembló un poco, ya que el viento de aquel desierto era frío y cortante, y parecía que había una sombra en el aire hacia el sur, pues en la parte inferior, de donde habían venido, el tiempo era suave y luminoso. Pero, a pesar de que su frágil cuerpo temblaba, se le elevó el espíritu con imaginaciones altas y nobles mientras estaba de pie al borde de aquel acantilado. La bóveda sin nubes del cielo; la risa incontable del mar; aquella rada tranquila bajo sus pies, y aquellos barcos de guerra y aquel ejército acampado junto a los barcos; el vacío de los yermos al sur, donde todas las rocas parecían una calavera, y todas las matas de hierbas ásperas parecían de pesadilla; el porte de aquellos señores de Demonlandia que estaban a su lado, como si nada fuera más natural para ellos en su empresa que dar la espalda a la tierra viva y entrar en aquellas regiones de los muertos; estas cosas, con una fuerza como de música poderosa, hacían que a Gro se le cortase el aliento en la garganta y le asomase una lágrima a los ojos.

De este modo, después de más de dos años, el señor Juss emprendió su segunda travesía del Moruna en busca de su querido hermano, el señor Goldry Bluszco.

El Zora Rach Nam Psarrion

De cómo cabalgó el señor Juss en el hipogrifo hasta Zora Rach,

y de los males que encontró en aquel lugar maldito,

y de la manera en que llevó a cabo su gran empresa

para liberara su hermano del cautiverio.

El lago encantado de Ravary soñaba bajo la luna, arrullado por brisas ligeras, demasiado blandas y suaves para ondular su superficie de espejo, brisas cálidas y cargadas de incienso, endulzadas del perfume de flores inmortales. Era la última hora antes del alba. Barcas encantadas, que parecían formadas de luz de luciérnagas, iban a la deriva por el regazo estrellado del lago. Las estribaciones de las montañas bajaban sobre los bosques en pendiente; incontables, vastas, misteriosas bajo el brillo de la luna. Más allá, en los espacios altos y remotos de la noche, relucían las agujas del Koshtra Pivrarcha y las nieves vírgenes del Romshir y del Koshtra Belorn. No se movía ave ni bestia alguna en aquella quietud; sólo un ruiseñor que cantaba a las estrellas desde un bosquecillo de olivos cerca del pabellón de la reina, en la orilla oriental. Y sus notas no eran como las de un ave de la tierra media, sino que eran notas para encantar a los espíritus del aire, o para embelesar los sentidos imperecederos de los dioses cuando quisieran entrar en comunión con la Noche sagrada y hacerla perfecta, y hacer perfectas a sus ojos todas sus luminarias y todas sus voces.

Las colgaduras de seda de la puerta del pabellón, apartándose como en el pórtico de una visión, se abrieron para dejar pasar a la reina, hija adoptiva de los altos dioses. Se detuvo un paso o dos después del umbral, mirando hacia donde los señores de Demonlandia, Spitfire y Brándoch Dahá, con Gro, Zigg y Astar, envueltos en sus capas, yacían en la ribera cubierta de rocío y de margaritas que caía en pendiente hasta el borde del agua.

-Dormidos -susurró-. Como el que está dentro; duermen hasta el alba. Bien creo que sólo en el pecho de un gran hombre encuentra el sueño un lecho tan suave cuando se avecinan grandes hechos.

Allí estaba, como un lirio, o como un rayo de luna que se aventurase en un bosque atravesando su techo de hojas; tenía el rostro levantado hacia la noche estrellada, donde todo el aire estaba bañado del fulgor plateado de la luna. Y con voz dulce se puso a suplicar a los dioses eternos, invocándolos por sus nombres sagrados: a Palas, de ojos grises; a Apolo; a Artemisa, la veloz cazadora; a Afrodita, y a Hera, reina de los cielos, y a Ares y a Hermes, y al dios de mechones oscuros que hace temblar la tierra[304]Y tampoco temió dirigir sus oraciones sagradas a aquel[305]que, desde su porche oculto junto al Aqueronte y al lago Leteo, somete a su voluntad a los diablos de las oscuridades inferiores, ni al gran padre de todo[306]ante cuya vista el tiempo, desde su principio hasta hoy, es como una varilla sumergida en el océano sin límites de la eternidad. Así rezó a los dioses benditos, pidiéndoles con gran insistencia que pudiera llevarse a cabo bajo su rostro aquella monta como no había conocido otra igual la tierra: la monta del hipogrifo, no de manera temeraria por un asno que se buscó con ello su propia destrucción, sino por el hombre entre los hombres que, con intenciones puras y determinación inquebrantable, le obligaría a que lo llevase hasta donde quisiera su corazón.

Por oriente, más allá de las cumbres ligeras y de la gran pared de nieve de Romshir, se abrían las puertas del día. Los durmientes se despertaron y se levantaron. Se oía un gran ruido dentro del pabellón. Se volvieron con los ojos muy abiertos, y por entre las colgaduras de la puerta asomó aquella cría, recién salida del cascarón, pálida y dudosa como la nueva luz que temblaba en el cielo. Juss caminaba a su lado, con la mano en sus crines de zafiro. Tenía un aspecto animoso y decidido cuando dio los buenos días a la reina, a su hermano y a sus amigos. No dijeron palabra, pero le estrecharon la mano uno tras otro. Llegaba el momento. Pues, así como el día, flotando sobre los campos de nieve orientales, expulsaba de los altos cielos a la noche, de ese mismo modo y con tan raudo incremento de esplendor nacían en aquel corcel salvaje las fuerzas corporales y el deseo del aire superior. Brillaba como iluminado por una lámpara que se moviese en su interior; olfateaba el dulce aire de la mañana y relinchaba, pisando la hierba de la ribera y arrancándola con sus garras de oro. Juss palmeó el cuello arqueado de la criatura, revisó la brida que le había puesto en la boca, comprobó las fijaciones de su armadura y aflojó su gran espada en su vaina. Y entonces salió el sol.

-Recuerda -dijo la reina-. cuando veas a tu señor hermano bajo su propia forma, no será una ilusión. Desconfía de todo lo demás. Y que los dioses todopoderosos te amparen y te den fuerzas.

Entonces, el hipogrifo, como enloquecido por los rayos del sol, saltó como un caballo salvaje, extendió sus alas de color arco iris, se alzó de manos y echó a volar. Pero el señor Juss había saltado sobre él y sus rodillas le oprimían las costillas como abrazaderas de bronce. Le pareció que la tierra firme se alejaba aprisa de él por su espalda; el lago, su orilla y sus islas aparecieron pequeños y remotos en un momento, y las figuras de la reina y de sus compañeros parecieron juguetes, después puntos, y por último se redujeron a la nada, y el vasto silencio del aire superior se abrió y lo recibió en una soledad absoluta. En aquel silencio, la tierra y el cielo giraban como el vino en un vaso que se sacude, mientras el corcel salvaje ascendía cada vez más alto en grandes espirales. Una nube blanca y ondulante les ocultaba el cielo a la vista; se hizo cada vez más brillante en su blancura deslumbradora mientras se acercaban velozmente a ella, hasta que la tocaron y su gloria se disolvió en una niebla gris que se hacía más oscura y más fría cuanto más alto volaban, hasta que de pronto surgieron por el otro lado de la nube y entraron en un esplendor de azul y oro, cegador de puro glorioso.

Volaron así durante un tiempo, sin dirección fija, subiendo cada vez más, hasta que al fin el hipogrifo se dejó de juegos, bajo el gobierno de Juss, y se volvió obedientemente hacia el este, y así, siguiendo un curso recto y veloz y todavía ascendiendo, pasó rápidamente sobre el Ravary hacia la noche que se iba. Y entonces pareció en verdad que habían alcanzado a la noche en sus cavernas occidentales. Pues el aire que los rodeaba se oscurecía cada vez más, hasta que quedaron ocultos los grandes picos que rodeaban el Ravary, y toda la verde tierra de Zimiamvia, con sus llanuras, sus ríos serpenteantes y sus colinas y tierras altas y bosques encantados, que quedaron ocultos y perdidos en una penumbra maléfica. Y los altos cielos bullían de portentos: ejércitos completos de guerreros que escaramuzaban en el aire, dragones, bestias salvajes, centellas sangrientas, cometas ardientes, exhalaciones[307]flamígeras, y otras apariciones incontables. Pero todo en silencio, todo frío, de modo que Juss tenía las manos y los pies entumecidos de frío, y los bigotes tiesos de escarcha.

Ante ellos se levantaba, invisible hasta entonces, el lúgubre pico del Zora Rach, negro, gélido y vasto, que seguía cerniéndose sobre ellos, por mucho que ascendían cada vez más, grandioso y solitario sobre la desolación helada de los glaciares de Psarrion. Juss contempló el pico hasta que el viento de su vuelo le cegó los ojos llenándoselos de lágrimas; pero estaba todavía demasiado lejos para vislumbrar lo que anhelaba ver: ni ciudadela de bronce, ni cerco de llamas, ni vigía en las alturas. El Zora, como una reina oscura del infierno que rehuye que ojos mortales presuntuosos osen contemplar con amor su temida belleza, se ocultó el ceño con un velo de nubes de tormenta. Siguieron volando, y el palio de azul acerado de vapores tormentosos siguió creciendo hasta que cubrió todo el cielo sobre ellos. Juss, buscando calor, metió las dos manos en las axilas plumosas de las alas del hipogrifo, donde las alas se unían al cuerpo de la criatura. Hacía un frío tan cortante, que hasta tenía helados y fijos los ojos; pero aquel dolor era poca cosa comparado con algo que sentía en su interior y que no había conocido jamás: un horror de muerte que se le agarraba al corazón, como de la soledad inhóspita del espacio vacío.

Se posaron por último en una peña de obsidiana negra, un poco por debajo de la nube que ocultaba las rocas más altas. El hipogrifo, agachado sobre la ladera empinada, volvió la cabeza para mirar a Juss. Sintió que el cuerpo de la criatura temblaba entre sus piernas. Tenía las orejas echadas hacia atrás, los ojos muy abiertos por el terror.

-Pobre pequeño -dijo-; te he traído hasta aquí, a tan mal sitio, y sólo hace una hora que saliste del cascarón.

Desmontó; y en el mismo instante quedó solo. Pues el hipogrifo, dando un relincho de terror, echó a volar y desapareció entre el aire tenebroso, cayendo en picado hacia el este, volviendo al mundo de la vida y de la luz del sol.

Y el señor Juss se quedó a solas en aquella región de temor y de hielo, y de tristeza que hacía temblar el alma, bajo las altas rocas de la cúspide del Zora Rach.

Poniendo, como le había aconsejado la reina, toda su alma y su corazón en la temible meta que perseguía, se dirigió al precipicio helado. Mientras escalaba, la nube fría lo cubrió, pero no tan densa que no pudiera ver hasta diez pasos de distancia por delante suyo y a los lados mientras avanzaba. Se aparecían en su camino hartas visiones malignas, suficientes para hacer vacilar la determinación de un hombre fuerte: formas de diablos malditos y Gorgonas del abismo que le cerraban el paso, amenazándole con la muerte y la perdición. Pero Juss, apretando los dientes, seguía escalando y las atravesaba, pues no tenían sustancia. Después sonó un grito espectral:

-¿Qué hombre de la tierra media es este que turba nuestro reposo? ¡Acabemos con él! ¡Llamad a los basiliscos! ¡Llamad al basilisco dorado, que sopla sobre cualquiera que ve y le prende fuego! ¡Llamad al basilisco estrellado, que todo lo que ve lo hace consumirse y perecer! ¡Llamad al basilisco sangriento, que, cuando ve o toca cualquier cosa viva, hace que se disuelva y no le queden sino los huesos!

Era una voz capaz de helar las médulas de los huesos, pero siguió adelante, diciéndose a sí mismo: «Todo son ilusiones, salvo lo que me dijo ella». Y no apareció nada: sólo el silencio y el frío; y las rocas se hacían cada vez más empinadas, y su cubierta de hielo era cada vez más peligrosa, y eran tan difíciles como las barreras de Emshir, por las que había seguido a Brándoch Dahá hacía más de dos años, y en las que había encontrado y matado a la bestia manticora. Fueron pasando las horas plomizas, y cayó la noche, negra, gélida y silenciosa. Pronto dominó a Juss el cansancio corporal, y también tenía cansada y próxima a la muerte toda el alma cuando entró en una garganta con fondo de nieve que cortaba profundamente la faz de la montaña, para esperar allí a que llegara el día. No osó dormir en aquella noche helada; apenas se atrevió a descansar, por miedo a que el frío lo superase, y tuvo que mantenerse en continuo movimiento, pisando fuerte y golpeándose las manos y los pies. Y, con todo, al ir avanzando la lenta noche, le parecía deseable la muerte para terminar con una fatiga tan absoluta.

Llegó la mañana, con sólo un pequeño cambio de la bruma, que pasó de negra a gris, descubriendo las rocas cubiertas de nieve, silenciosas, temibles y muertas. Juss, forzando sus miembros semicongelados para reanudar la escalada, contempló una visión espantosa y terrible en demasía para la vista: un joven de piel negra, con yelmo y armadura de hierro negro, con los ojos saltones y mostrando la dentadura blanca con una sonrisa, sostenía por el cuello a una joven hermosa que estaba arrodillada y le abrazaba las rodillas como suplicándole, y él blandía en alto muy sangrientamente su lanza de seis pies de largo, como con intención de arrancarle la

vida. Esta dama, viendo al señor Juss, le pidió auxilio con gran congoja, llamándole por su nombre y diciendo:

-Señor Juss de Demonlandia, tened piedad, y deteneos en vuestro triunfo sobre los poderes de la noche para liberarme, pobre damisela afligida, de este cruel tirano. ¿No puede vuestro valor destacado, que ha conquistado reinos, abatir a éste? ¡En verdad que sería noble por vuestra parte, y yo os bendeciría por siempre!

Él se compadeció hasta el fondo del corazón, y puso mano a la espada con intención de deshacer un agravio tan cruel. Pero al mismo tiempo recordó los engaños del mal que residían en aquel lugar, y se acordó de su hermano, y siguió adelante con un gran suspiro. En el mismo instante vio de reojo cómo el cruel homicida hería con su lanza a aquella dama delicada, y le tajaba y le cortaba las dos grandes venas del cuello, de modo que ella cayó moribunda, bañada de sangre. Juss subió a grandes pasos hasta la cabecera de la garganta, y, mirando atrás, vio que el negro y la dama se habían convertido en dos serpientes que se retorcían. Y siguió adelante, con el corazón turbado, pero alegre de haber escapado así de los poderes que habían querido atraparlo como con liga.

La bruma se oscureció, y se hizo más pesado el temor melancólico que parecía consustancial a los aires de aquella montaña. Juss se detuvo, casi exhausto, sobre un pequeño montón de nieve, y vio la apariencia de un hombre armado que se revolcaba por el suelo en su camino, arañando la dura roca y la nieve helada; y, bajo él, la nieve era una gran mancha de sangre; y el hombre le pidió con voz ahogada que no siguiera adelante y que lo tomase en brazos y lo bajase de aquella montaña. Y cuando Juss, después de un momento de duda entre la piedad y su determinación, quiso seguir adelante, el hombre exclamó:

-¡Espera, que soy tu mismo hermano, a quien buscas, aunque el rey me ha dado otro aspecto por sus artes, esperando engañarte! ¡Por tu amor, no te engañes!

Y la voz, aunque débil, era como la de su hermano Goldry. Pero el señor Juss volvió a recordar las palabras de la reina Sofonisba, que había dicho que debía ver a su hermano bajo su propia forma, y no confiar en ninguna otra cosa, y pensó: «Esto también es una ilusión», y dijo:

-Si eres en verdad mi querido hermano, adopta su forma.

Pero el hombre exclamó, con voz como la del señor Goldry Bluszco:

-No puedo, hasta que me bajes de la montaña. Bájame, o caiga sobre ti mi maldición para siempre.

El señor Juss estaba atormentado de pena, de duda y de maravilla, al volver a oír aquella voz de su querido hermano que le suplicaba de esa manera. Pero respondió y dijo:

-Hermano, si es que en verdad eres tú, espera hasta que haya subido a esta montaña y a la ciudadela de bronce que vi en un sueño, para que sepa de verdad que no estás allí, sino aquí. Entonces, volveré y te socorreré. Pero, hasta que te vea con tu propia forma, no confiaré en nada. Pues he venido hasta aquí desde el otro extremo de la tierra para liberarte, y no voy a aventurar mi bien en una jugada dudosa, después de haberme afanado tanto y de haber corrido tantos peligros por ti.

Así, con el corazón pesaroso, volvió a atacar aquellas rocas negras, heladas y resbaladizas bajo sus manos. Entonces se alzó un grito espectral:

-¡Alegraos, pues este hijo de la tierra está loco! ¡Alegraos, pues no ha sido perfecto amigo el que ha abandonado a su hermano cuando lo necesitaba!

Pero Juss siguió escalando, y, cuando volvió la vista atrás más adelante, vio que, en lugar de aquel que parecía hombre, se retorcía una serpiente espantable. Y se alegró, en la medida en que era posible la alegría en aquella montaña de aflicción y de desesperanza.

Ya casi no le quedaban fuerzas, mientras el día volvía a dejar paso a la noche y escalaba las últimas peñas bajo el pico del Zora. Y él, que había bebido profundamente toda su vida en la fuente de la alegría de la vida y de la maravilla de vivir, cada vez sentía más mortal y oscuro en su alma aquel horror solitario que había experimentado por vez primera el día anterior, cuando había visto de cerca el Zora, mientras volaba por el aire frío cargado de portentos; y todo su corazón estaba afligido por ello.

Y llegó al círculo de fuego que rodeaba la cumbre de la montaña. Estaba más allá del horror y del deseo de vivir, y pisó el fuego como si hubiera sido el umbral de su propia casa. Las lenguas de fuego azules murieron bajo sus pies, abriendo camino ante él. Las puertas de bronce estaban abiertas de par en par. Entró; subió la escalinata de bronce; llegó a aquella alta azotea que había contemplado en sueños; buscó, como en un sueño, al que había ido a buscar más allá de los confines de los muertos: el señor Goldry Bluszco, que velaba solo en las alturas impías del Zora. El señor Goldry no se había movido ni un pelo de la postura en que lo había visto Juss otrora, aquella primera noche en el Koshtra Belom, hacía tanto tiempo. Estaba inclinado, apoyado en un codo sobre aquel banco de bronce, con la cabeza erguida, los ojos fijos como mirando el espacio lejano, contemplando la oscuridad más allá del brillo de las estrellas, como si esperase a que acabase el tiempo.

No se volvió al oír el saludo de su hermano. Juss se dirigió a él y se puso a su lado. El señor Goldry Bluszco no movió un párpado. Juss volvió a hablar, y le tocó la mano. Estaba rígida, y era como la tierra húmeda. Su frío recorrió el cuerpo de Juss y le hirió el corazón. Dijo para sí: «Está muerto».

Con ello, el horror cayó sobre el alma de Juss como una locura. Miró a su alrededor temerosamente. La nube se había levantado del pico de la montaña, y colgaba sobre su desnudez como un palio. Aire helado que era como el aliento de la tumba de todo el mundo; barreras de nubes vastas y vacías: formas lejanas y apagadas de nieve y hielo, silenciosas, solitarias, pálidas, como montañas de los muertos: era como si se hubiera abierto el fondo del mundo para dejar al descubierto la verdad: la Nada definitiva. Para apartar de su alma el horror, Juss volvió su recuerdo a la vida querida en la tierra, a las cosas que más había estimado en su corazón, a los hombres y mujeres que había querido más en los días de su vida; las batallas y los triunfos de sus primeros años de hombría, los grandes festivales en Galing, los mediodías dorados de verano bajo los pinos de Westmark, las mañanas de caza en los altos brezales de Mealand; el primer día en que se subió a un caballo, una mañana de primavera, en un prado cubierto de prímulas, cuando sus piernas pequeñas y morenas apenas eran tan largas como era ahora su antebrazo, y su padre querido le sostenía el pie mientras trotaba, y le mostraba dónde tenía su nido la ardilla en el viejo roble.

Agachó la cabeza como para esquivar un golpe, tan claro le pareció que tenía dentro algo que exclamaba con voz alta y clara:

-No eres nada. Todos tus deseos y recuerdos y amores y sueños: nada. La pequeña pulga de arena muerta valdría más que tú, si no fuera porque no es nada, así como tú no eres nada. Pues todo es nada: la tierra, el cielo, el mar y los que en ellos viven. Y tampoco te consueles, si es que puedes, con la ilusión de que, cuando tú perezcas, estas cosas durarán un tiempo, volverán las estrellas y los meses, y los hombres se harán viejos y morirán, y nuevos hombres y mujeres vivirán, amarán, morirán y serán olvidados. Pues ¿qué te importa a ti, que serás como una llama apagada de un soplido? Y todas las cosas del cielo y de la tierra, y las cosas pasadas y las cosas por venir, y la vida y la muerte, y los elementos mismos del espacio de tiempo, del ser y del no ser: todo eso no será nada para ti, porque tú no serás nada, para siempre.

Quedó un rato con este ánimo negro y lleno de horror, hasta que un rumor de llantos y lamentos le hizo alzar la cabeza, y contempló una procesión funeraria de personas que iban en fila sobre la azotea de bronce, vestidas todas de luto y llorando la muerte del señor Goldry Bluszco. Y recordaban sus hechos gloriosos y alababan su belleza, su poderío, su bondad y su fuerza: lamentos de voces dulces de mujeres, de modo que el alma del señor Juss, al oírlos, pareció volver a salir del desierto de la aniquilación, y se le volvió a ablandar el corazón, hasta que fue capaz de llorar. Sintió un roce en su brazo y, alzando la vista, encontró la mirada de dos ojos, suaves como los de una paloma, inundados de lágrimas, que miraban los suyos desde la oscuridad de aquella capucha de luto; y una voz de mujer habló y dijo:

-Este día recordamos la muerte del señor Goldry Bluszco, que lleva muerto hace ahora un año; y nosotros, sus compañeros de cautiverio, le lloramos, como puedes ver, y volveremos a llorarle año tras año mientras tengamos vida. Y debemos lamentarnos más tristemente aún por ti, gran señor, pues éste es el galardón[308]vacío de todas tus grandes obras, y así culminan tus ambiciones. Pero ven; descansa un rato, pues el destino ha marcado el final de todos los dominios, y en el camino de la muerte no hay reyes.

Y el señor Juss, con el corazón muerto en el pecho, de pena y de desesperación, le permitió que lo tomara de la mano y lo condujera por una escalera de caracol que llevaba de aquella azotea de bronce a una cámara interior fragante y deliciosa, iluminada por lámparas vacilantes. La vida y sus tumultos parecieron mitigarse como un murmullo lejano y fútil, y el horror del vacío parecía allí una imaginación vana, bajo la pesada dulzura de aquella cámara. Se le desvanecieron los sentidos; se volvió a su velada guía. Ella, con un movimiento repentino, se quitó el manto de luto y quedó allí con todo su hermoso cuerpo descubierto a su mirada, con los brazos abiertos, una visión capaz de embelesar el alma de amor y de toda delicia.

Casi llegó a estrechar contra su pecho aquella visión de belleza deslumbrante. Pero la fortuna, o los altos dioses, o la fuerza de su propia alma, volvió a despertar en su mente embotada el recuerdo de su determinación, de modo que se apartó violentamente de aquel señuelo preparado para su destrucción, y marchó de la cámara a aquella azotea donde estaba sentado como muerto su querido hermano. Juss le tomó la mano.

-Háblame, deudo mío. Soy yo, Juss. Soy Juss, tu hermano.

Pero Goldry no se movió, ni respondió palabra.

Juss miró la mano que tenía en la suya, tan parecida a la suya, hasta en la forma de las uñas y en el vello del dorso de la mano y de los dedos. La soltó, y la mano cayó yerta.

-Es muy cierto que estás helado en cierto modo -dijo-, y tu espíritu y tu entendimiento están helados y congelados dentro de ti.

Dicho esto, se inclinó para mirar de cerca los ojos de Goldry, tocándole el brazo y el hombro. No movió ni un miembro; no sacudió ni un párpado. Le tomó de la mano y de la manga como para obligarle a levantarse del banco, llamándole por su nombre en voz alta, sacudiéndolo duramente, exclamando:

-Háblame, habla a tu hermano, que ha cruzado el mundo para encontrarte. -Pero se movía como un peso muerto en manos de Juss-. Si estás muerto-dijo Juss-, entonces yo muero contigo. Pero, hasta entonces, no te tendré por muerto.

Y se sentó sobre el banco, junto a su hermano, tomando su mano entre las suyas, y miró a su alrededor. Sólo un silencio absoluto. Había caído la noche, y el resplandor tranquilo de la luna y las estrellas parpadeantes se mezclaba con los fuegos pálidos que rodeaban aquella cumbre con luz incierta. El cielo ya no soltaba sus huestes por los aires, y, desde el momento en que Juss se había liberado en aquella cámara interior de su última ilusión, no había visto presencia alguna ni simulacro de hombre o de diablo, sino sólo a su hermano Goldry; y tampoco se adueñaba de su corazón aquel horror; pero su recuerdo era como el frío penetrante de un mar invernal que corta un momento la respiración al nadador cuando se arroja a las aguas heladas.

Así, con ánimo tranquilo y constante, el señor Juss pasó allí su segunda noche sin dormir, pues no osaba dormir en aquel lugar maldito. Pero Juss apenas recordaba su gran cansancio por la alegría de haber encontrado a su hermano, aunque parecía privado del habla, de la vista y del oído. Y se alimentó de la ambrosía que le había dado la reina, pues bien juzgó que debería poner a prueba el límite de las fuerzas de su cuerpo en la tarea que le esperaba.

Cuando fue de día, se levantó y, echándose a la espalda a su hermano Goldry, se puso en camino. Lo cargó más allá de las puertas de bronce, y más allá de la barrera de fuego, y, lenta y dificultosamente, lo bajó por el risco norte que domina los glaciares de Psarrion. Pasaron en la montaña todo el día, y la noche siguiente, y

todo el día siguiente, y Juss estaba casi muerto de cansancio cuando al segundo día, una o dos horas antes de la puesta del sol, alcanzaron la morrena. Pero tenía el triunfo en el corazón, y la alegría de haber realizado una gran obra. Pasaron aquella noche en un bosquecillo de madroños bajo la base inclinada de una montaña, unas diez millas más allá de la costa occidental del Ravary, y, al caer el día siguiente, se encontró con Spitfire y Brándoch Dahá, que habían esperado con su barca dos noches en el punto señalado.

Cuando Juss lo sacó de la montaña, la frigidez del señor Goldry se había deshelado hasta tal punto que era capaz de ponerse de pie y de caminar; pero no era capaz de decir palabra, ni consiguieron que los mirase, sino que tenía la mirada rígida e inalterable, y, cuando se posaba en sus compañeros, parecía que los atravesaba con la vista y miraba más allá de ellos, hacia algún objeto lejano que viera entre brumas. De manera que cada uno de ellos recelaba en secreto, temiendo que este estado del señor Goldry Bluszco resultase incurable, y que lo que habían recuperado de la prisión no fuese sino los tristes despojos del que habían deseado tanto.

Desembarcaron y lo llevaron a la reina Sofonisba, que se apresuró a reunirse con ellos en el hermoso césped ante su pabellón. La reina, como si conociera de antemano la enfermedad y su remedio, tomó de la mano al señor Juss y dijo:

-Oh señor mío, te falta hacer una cosa para liberarlo por completo, tú que has afrontado horrores sobrehumanos para recobrarlo: en verdad que es una piedra muy pequeña para rematar este edificio tuyo, pero, sin ella, todo sería en vano, como sería ella en vano sin el resto, que ha sido todo obra tuya; y esta última es mía, y te la doy con corazón puro.

Dicho esto, hizo al señor Juss que se inclinara hasta que pudo besarle en la boca, dulce y mesuradamente, un beso ligero. Y dijo:

-Entrégaselo a tu señor hermano.

Y Juss lo hizo así, besando del mismo modo a su hermano en la boca, y ella dijo:

-Tomadlo, señores míos queridos. Yo he retirado completamente de su corazón el recuerdo de estas cosas. Tomadlo, y agradecédselo a los altos dioses.

Entonces, el señor Goldry Bluszco los miró a ellos y a aquella hermosa reina, y las montañas, y los bosques, y la hermosura del fresco lago, como un hombre que se despierta de un sueño profundo. Y en verdad que se alegraron sus corazones aquel día.

La Armada en Muelva

De cómo los señores deDemonlandia regresaron a sus barcos en Muelva,

y de las nuevas que allí les dieron.

Los señores de Demonlandia pasaron nueve días con la reina Sofonisba en el Koshtra Belorn y junto al lago de Ravary, saboreando delicias elevadas y puras que nadie más ha saboreado, salvo los espíritus de los bienaventurados en el Elíseo. Cuando se despidieron de ella, la reina dijo:

-Mis pequeños martinetes me traerán noticias vuestras. Y cuando hayáis llevado a su perdición el reino malvado de Brujolandia y hayáis regresado de nuevo a vuestra querida tierra natal, entonces llegará la hora, mi señor Juss, de lo que te he dicho muchas veces y cuyo pensamiento ha alegrado con frecuencia mis sueños: de volver a visitar la tierra y las moradas de los hombres, y ser vuestro huésped en Demonlandia, la de las muchas montañas.

Juss le besó la mano y le dijo:

-No dejes de hacerlo, reina querida, pase lo que pase.

Y la reina los sacó por un camino secreto a los altos campos de nieve que están entre el Koshtra Belorn y el Romshir, de donde bajaron a la cañada del agua oscura que baja del glaciar de Temarm, y de allí, pasando muchos peligros, volvieron al cabo de muchos días por el Moruna a Muelva y a los barcos.

Allí, después de los saludos de Gaslark y La Fireez y de su alegría, éstos dijeron al señor Juss:

-Hemos pasado aquí demasiado tiempo. Nos hemos metido en el barril y le han echado el tapón.

Entonces trajeron a su presencia a Hesper Golthring, que, navegando hasta el estrecho para recoger forraje, había vuelto el día anterior con noticias de que se había encontrado con ciertos barcos de Brujolandia tres días antes, y había combatido con ellos, y había hundido uno antes de dejar el combate, y había tomado ciertos prisioneros.

-Y de su interrogatorio -dijo-, además de por señales que yo advierto y observo, se desprende que Laxus es dueño del estrecho con ciento sesenta navíos de guerra, los mayores que han caminado sobre el mar hasta este día, y que han venido hasta aquí con el propósito de destruirnos.

-¿Ciento sesenta navíos? -dijo el señor Brándoch Dahá-. Brujolandia no dispone ni de la mitad, ni de la tercera parte de tal fuerza, desde que los derrotamos en los días de la última cosecha en la bahía de Aurwath. No es de creer, Hesper.

-Vuestra alteza verá que es cierto -respondió Hesper-, con dolor y admiración.

-Son los restos de sus súbditos y aliados -dijo Spitfire-. No nos resultarán tan duros de despachar como los pasados.

-¿Qué te parecen estas nuevas, señor mío? -dijo Juss al señor Gro.

-No me maravillan -respondió-. El de Brujolandia tiene buena memoria, y recuerda vuestra destreza de marinos ante Kartadza. No está acostumbrado a estar mano sobre mano, ni a arriesgarlo todo en una jugada. Y tampoco debes confiar, mi señor Spitfire, en que sean bateles de placer prestados por los blandos beshtrianos o por los sencillos foliots. Son navíos nuevos, construidos para nosotros, señores míos, y para nuestra perdición. No os lo digo por conjeturas, sino porque lo sé de cierto, aunque su número me parece muy superior a lo que había llegado a soñar. Pero antes incluso de que yo navegase con Corinius hacia Demonlandia, ya comenzaba la construcción de una gran armada en Tenemos.

-Bien creo que nadie lo sabrá mejor que tú -dijo el rey Gaslark-, porque fuiste tú mismo el que lo aconsejaste.

-Oh Gaslark -dijo el señor Brándoch Dahá-, ¿todavía quieres jugar a los huesos de cereza cuando ya ha pasado el tiempo de las cerezas? Déjale en paz. Ahora es amigo nuestro.

-Ciento sesenta navíos en el estrecho -dijo Juss-. Y los nuestros son un centenar. Bien se ve la gran diferencia y desventaja en que estamos. Y debemos encontrarnos con ellos, o no volver nunca a casa, mucho menos ir a Carcé. Pues este mar no tiene salida para los navíos si no es por el estrecho de Melikaphkhaz.

-Haremos a Laxus lo que piensa hacernos a nosotros -dijo el señor Brándoch Dahá.

Pero Juss había quedado callado, con la barbilla apoyada en la mano.

-Yo estoy dispuesto a vencerle dándole ventaja -dijo Goldry Bluszco.

-Debería darte vergüenza desanimarte por esto, oh Juss -dijo Brándoch Dahá-. ¿Qué importancia tiene que sean más en número que nosotros? Son muy inferiores en ánimos, valor y fuerza.

Pero Juss, todavía meditando, extendió la mano y le asió la manga, sujetándolo así un momento, y después alzó la mirada hacia él y dijo:

-Eres el amigo más regañón que he conocido en mi vida, y, si yo fuera hombre malhumorado, no podría soportarte. ¿Es que no puedo pasar tres minutos estudiando nuestras posibilidades sin que saltes llamándome gallina?

Rieron, y el señor Juss se levantó y dijo:

-Convoquemos un consejo de guerra. Y que acuda al mismo Hesper Golthring, y los patronos que lo acompañaron en aquel viaje. Y embalad el equipo, pues partimos por la mañana. Si no nos gustan estas lechugas, podemos apartar los labios. Pero no nos queda otra opción. Si Laxus no nos deja vía franca a través del estrecho de Melikaphkhaz, creo que se alzará en éste un ruido que, cuando lo oiga el rey, sabrá que es nuestro primer golpe en las puertas de Carcé.

Noticias de Melikaphkhaz

De las nuevas que recibió el rey Gorice en Carcé del sur,

donde el señor Laxus, que ocupaba el estrecho con su armada,

tenía aprisionada en el mar de Midland a la armada deDemonlandia.

Una noche de finales del verano, cerca ya del otoño, ocho semanas después de que los demonios zarparan de Muelva como queda dicho, la señora Prezmyra estaba sentada ante su espejo en la alta alcoba de Córund en Carcé. Fuera, la noche era suave y estaba llena de estrellas. Dentro, las llamas amarillas de las velas que ardían inmóviles a ambos lados del espejo irradiaban mechones de claridad de oropel, en glorias gemelas o esferas luminosas de calor. En aquel blando resplandor flotaban y trazaban círculos granos como de fuego dorado, que se perdían en los límites de la oscuridad, en la que los pesados muebles y los tapices y los paramentos con figuras de la cama no eran sino divisiones más nebulosas y congestiones de la oscuridad general. El cabello de Prezmyra recogía los rayos y los apresaba en una maraña rojiza de esplendor que rodeaba su cabeza y sus hombros y caía hasta los broches de esmeralda de su cinturón. Sus ojos contemplaban perezosamente su propia imagen hermosa en el espejo reluciente; hablaba de trivialidades ligeras con su dueña de alcoba, que, manejando el peine, estaba tras su silla de oro y de concha.

-Alcánzame aquel libro, dueña, para que lea de nuevo la letra de la serenata que me compuso el señor Gro la noche que tuvimos las primeras noticias de mi señor en Duendelandia, cuando conquistó aquella tierra y el rey lo hizo rey de ella.

La vieja le dio el libro, que estaba encuadernado en piel de cabra, labrada y adornada por el arte del dorador, con cierres de oro y enriquecido con pequeñas gemas, esmeraldas y aljófares incrustados en los paneles de sus cubiertas. Prezmyra buscó la página y leyó:

Vosotras, bellezas menores de la noche,

Que satisfacéis poco nuestros ojos,

Más por vuestro número que por vuestra luz;

Vosotras, pueblo llano de los cielos;

¿Qué sois cuando sale la luna?

Vosotros, lindos cantores del bosque,

Que gorjeáis los cantos de la señora Naturaleza,

Pensando que se entiende vuestra pasión

Por vuestros débiles acentos; ¿cuánto valéis

Cuando alza su voz Filomena[309]

Vosotras, violetas que aparecéis

Con vuestros mantos púrpuras puros

Como las vírgenes orgullosas del año,

Como si la primavera fuera toda vuestra,

¿Qué sois cuando nace la rosa?

Así, cuando sea vista mi princesa

En todo su esplendor y belleza,

Primero por su virtud, luego hecha reina,

Decidme si no está destinada

A eclipsar y a ser la gloria de su especie.[310]

Quedó en silencio un rato. Después dijo, en voz baja y dulce en la que parecían dormir todos los acordes del sueño:

-El próximo solsticio de invierno hará tres años que oí esta canción por primera vez. Y todavía no estoy acostumbrada a este título de reina.

-Es por la falta de mi señor Gro -dijo la dueña.

-¿Eso crees?

-Solía acudir la alegría con más frecuencia a vuestro rostro, oh reina, cuando él estaba aquí, y vos solíais disiparle a él la melancolía y reíros de sus presentimientos fantásticos y caprichosos.

-Muchas veces no dudaba de sus vaticinios -dijo Prezmyra-, aunque chascase los dedos al oírlos. Pero yo no he visto jamás que las nubes de tormenta se comporten con la arbitrariedad de los tiranos: que abrasen a los que se enfrentan a ellas y que pasen de largo ante los que temblaban ante ellas.

-Era muy devoto servidor de vuestra belleza -dijo la vieja-. Y, con todo -añadió, mirando de reojo a su señora para ver cómo recibía sus palabras-, ese error sería fácil de reparar.

Se ocupó del peine un rato en silencio. Al cabo de un tiempo, dijo:

-Oh reina, señora de los corazones de los hombres, no hay un solo señor en Brujolandia, ni en toda la tierra, al que no podáis hacer servidor vuestro con un cordel hecho de este vuestro cabello. Los más agraciados y los mejores serían vuestros con una mirada.

La señora Prezmyra miró soñadoramente sus propios ojos reflejados en el vidrio. Después sonrió burlonamente y dijo:

-Entonces, ¿quién consideras que es el hombre más agraciado y mejor de toda la tierra conocida?

La vieja sonrió.

-Oh reina -respondió-, eso mismo discutíamos nosotras en la cena esta misma noche.

-¡Bonita discusión! -dijo Prezmyra-. Deja que me ría. ¿A quién otorgó vuestro alto tribunal examinador el título de más hermoso y más valiente?

-No se llegó a ninguna conclusión unánime, oh reina. Algunas preferían a mi señor Gro.

-Por desgracia, es demasiado femenino -dijo Prezmyra.

-Otras, al rey nuestro señor.

-Ninguno hay más grande ni más digno de veneración -dijo Prezmyra-. Pero, como esposo, más valía casarse con una tempestad o con el mar devorador. Dime algunos más.

-Algunas optaban por el señor almirante.

-Ésas atinaron algo más -dijo Prezmyra-. No es ningún pisaverde ni cortesano blando y azucarado, sino un caballero valiente, alto y gallardo. Pero, ay, cuando nació, brillaba un planeta demasiado acuoso. Para ser hombre, se parece demasiado a una estatua. No, dueña, debes proponerme a otro mejor.

-En verdad, oh reina -dijo la dueña-, las más estuvieron de acuerdo conmigo cuando les propuse a mi elegido: el rey de Demonlandia.

-¡Ay de ti! -exclamó Prezmyra-. No nombres al que no tuvo fuerzas para defender de nuestros enemigos aquella tierra.

-Dicen las gentes que fue derrotado en la ladera de Krothering por artes oscuras y prácticas mágicas. Dicen las gentes que, cuando los demonios nos atacaron bajando la montaña, no iban montados en caballos, sino en espíritus.

-¡Dicen! -exclamó Prezmyra-. Te digo que ha encontrado más factible para su capacidad lucir su corona en Brujolandia que hacer que le humillasen la rodilla en Galing. Ante un buen rey, se humillan sinceramente los corazones y las rodillas. Pero éste, si le doblaron la rodilla, fue en el trasero, para volver a mandarlo a su casa.

-¡Oh, no, señora! -dijo la dama.

-Cuidado con lo que dices, dueña -dijo Prezmyra-. Estaría bien que os dieran a todas de latigazos, por ser un hato de yeguas necias que no distinguís un caballo de un asno.

La vieja, observándola en el espejo, juzgó mejor callarse. Prezmyra dijo entre dientes, como hablando sola:

-Conozco a un hombre que no lo hubiera hecho tan mal.

La vieja dueña, que no apreciaba al señor Córund por sus modos altivos y su manera de hablar grosera y su afición al vino, y además le parecía mal que un hombre tan rudo se adornase con una joya tan rica como era su señora, no comprendió lo que quería decir.

Al cabo de un tiempo, la vieja volvió a hablar suavemente y dijo:

-Estáis llena de pensamientos esta noche, señora.

Prezmyra la miró a los ojos en el espejo.

-¿Por qué no voy a estarlo, si se me antoja? -dijo.

La mirada de piedra de sus ojos hizo saltar, como de un golpe en el corazón de la dueña, un recuerdo de veinte años atrás: la pequeña doncella caprichosa, que se resistía al castigo pero se dejaba guiar, asomándose al cabo de los años en aquel rostro de reina. Se arrodilló de pronto y rodeó con los brazos la cintura de su señora.

-¿Por qué tuvisteis que casaros entonces, querida mía -dijo-, si siempre quisisteis hacer vuestra voluntad? A los hombres no les gusta que sus esposas tengan la cara triste. Podéis tirar de las riendas a un amante, señora, pero, cuando os casáis con él, todo es diferente: todo debe hacerse a su manera, señora, y de nada sirve decir «si lo hubiera sabido».

Su señora la miró burlonamente.

-Esta noche hace siete años que me casé. Ya debería saber esas cosas.

-¡Y esta noche! -dijo la dueña-. Y sólo falta una hora para la medianoche, y sigue sentado a la mesa.

La señora Prezmyra se echó hacia atrás para volver a contemplar su propia belleza reflejada. Su boca orgullosa se ablandó en una sonrisa.

-¿Quieres enseñarme la sabiduría común de las mujeres? -dijo, y todavía temblaba más blandura voluptuosa en su voz-. Te contaré un cuento, como los que me contabas tú en tiempos pasados en Norvasp para arrullarme. ¿No has oído contar cómo el viejo duque Hilmanes de Maltraény, entre otras fantasías que se aparecen por la noche a muchos en diversos lugares, tenía una que era a semejanza de una mujer, vieja de rostro y de pequeña estatura corporal, que le fregaba los cacharros y le hacía todas las labores que hace una criada, gratuitamente y sin hacerle daño alguno? Y él sabía, por sus artes mágicas, que esta criatura sería criada suya, y le traería lo que quisiera, mientras le agradasen las cosas que le traía. Pero este duque, que era hombre necio y goloso, pidió a este su espíritu familiar que le trajera de una vez todos los frutos del año, y los diferentes bienes y placeres y todas las cosas buenas de la tierra. Así, al cabo de seis meses, saciado de todas ellas, y cuando no le quedó cosa alguna que esperar o que desear, se ahorcó de puro fastidio. Yo nunca hubiera tomado marido, dueña, si no hubiera sabido que era capaz de darle un nuevo cielo y una nueva tierra cada vez, y nunca lo mismo dos veces.

Tomó las manos de la vieja entre las suyas y se las llevó al pecho, como para que aprendiesen, acunadas un rato en la dulzura infinita y generosa de aquel lugar, lo infundados que eran sus temores. De pronto, Prezmyra le estrechó con más fuerza las manos y tembló un poco. Se inclinó para susurrar al oído de la dueña:

-No me gustaría morir. Sin mí, el mundo sería un verano sin rosas. Sin mí, Carcé sería una noche sin el brillo de las estrellas.

Su voz murió como la brisa de la noche en un jardín en verano. En el silencio, oyeron el chapotear de remos fuera, en el río, la voz de alto del centinela, la respuesta del barco.

Prezmyra se levantó aprisa y se dirigió a la ventana. Veía la masa oscura del barco junto a la compuerta, e idas y venidas, pero nada claro.

-Noticias de la flota -dijo-. Recógeme el pelo.

Y, antes de que hubiera terminado de hacerlo, llegó corriendo un pajecillo a la puerta de la cámara y, cuando le abrieron, estaba sin aliento por la carrera, y dijo:

-Vuestro esposo el rey me mandó que os dijese, señora, y os suplicase, que bajaseis con él al gran salón. Me temo que puedan ser malas noticias.

-¿Lo temes, cara de papilla? -dijo la reina-. Haré que te azoten si me vienes con tus temores. ¿Sabes algo? ¿Qué sucede?

-El barco está muy maltratado, ob reina. El patrón está encerrado con el rey nuestro señor. Nadie osa hablar de otra cosa. Se teme que el alto almirante…

-¡Se teme! -exclamó ella, volviéndose para que la dueña le ciñese sobre los hombros blancos su manto de cendal y tejido de plata, que relucía en el cuello de amatistas púrpuras y estaba perfumado de cedro, gálbano[311]y mirra.

Salió al corredor oscuro, bajó la escalera de caracol de mármol, cruzó el patio central y se apresuró a entrar en el salón de banquetes. El patio estaba lleno de gente que hablaba, pero no se sabía nada con certeza; nada más que expectación y dudas, rumores de un gran combate naval en el sur, de una gran victoria que había alcanzado Laxus sobre los demonios; que Juss y los señores de Demonlandia habían muerto y que los cautivos llegarían con la marea de la mañana. Y aquí y allá, como un rumor de fondo de estas nuevas triunfales, rumores contrarios, susurrados en voz baja, como el silbido de una víbora desde su guarida oscura: que todo no iba tan bien, que el señor almirante estaba herido, que había perdido la mitad de sus navíos, que la batalla había sido dudosa, que los demonios habían escapado. Así entró aquella señora en el gran salón; y los señores y capitanes de los brujos guardaban un silencio intranquilo y expectante. El duque Corsus estaba recostado hacia delante en su asiento, hacia el banco transversal; respiraba entre estertores; sus ojos pequeños estaban fijos, con mirada de borracho. Al otro lado estaba sentado Córund, enorme e inmóvil, con el codo apoyado en la mesa, la barbilla en la mano, sombrío y silencioso, mirando a la pared. Otros se reunían en corrillos, hablando en voz baja. El señor Corinius caminaba de un lado a otro por detrás del banco transversal, con las manos unidas a la espalda, chascando impacientemente los dedos de vez en cuando, con la pesada mandíbula levantada y la mirada alta y desafiante. Prezmyra se acercó a Heming, que estaba entre otros tres o cuatro, y le tocó el brazo.

-No sabemos nada, señora -dijo-. Está con el rey.

Se dirigió a su señor.

-Me has hecho llamar.

Córund la miró.

-Sí, eso he hecho, señora. Nuevas de la flota. Puede que haya algo, puede que no. Pero será mejor que las recibas aquí.

-Buenas o malas noticias, los muros de Carcé no temblarán por ellas -dijo ella.

De pronto, se acalló el sordo rumor de las conversaciones. El rey estaba de pie entre los cortinajes de la puerta. Todos se levantaron para recibirle, salvo Corsus, que estaba dormido en su asiento. La corona de Brujolandia arrojaba destellos siniestros sobre la oscuridad del rostro de fortaleza del rey Gorice, el brillo de sus ojos temibles, la línea mortal de su boca, la barba negra y cuadrada que asomaba por debajo. Estaba erguido como una torre, y tras él, en la sombra, estaba el mensajero de la flota, cuyo semblante tenía el color de la argamasa húmeda. El rey habló y dijo:

-Señores míos, hay noticias cuya veracidad he contrastado bien. Y me hablan de la perdición completa de mi flota. Ha habido una batalla en aguas de Melikaplhkliaz, en los mares de Duendelandia. Juss ha hundido nuestros navíos, todos hundidos salvo el que me ha traído la noticia, con Laxus y sus hombres que iban con él.

Hizo una pausa. Después añadió:

-Son nuevas desdichadas, y quiero que las llevéis según la vieja costumbre de Brujolandia: cuanto mayor es el golpe recibido, mayor golpe devolvemos.

En aquel silencio extraño y deformado se oyó un pequeño grito jadeante, y la señora Sriva cayó desmayada.

-Que los reyes de Duendelandia y de Demonlandia se reúnan conmigo -dijo el rey-. Al resto os mando que vayáis a vuestras camas ahora mismo.

El señor Córund dijo al oído de su señora al pasar, rodeándole el hombro con la mano:

-¿Y qué, moza? Si se derrama el caldo, todavía queda la carne. Vete a la cama, y no dudes que nos vengaremos de ellos.

Y siguió al rey con Corinius.

Pasaba de la medianoche cuando se levantó el consejo, y Córund se dirigió a su cámara en la galería oriental sobre el patio interior. Encontró a su señora todavía sentada junto a la ventana, contemplando la falsa aurora sobre Trasgo]andia. Despidiendo a los portadores de antorchas que lo habían acompañado, cerró con llave y atrancó la gran puerta con refuerzos de hierro. Cuando se dio la vuelta, sus anchos hombros casi llenaban el portal sombrío; su cabeza casi tocaba el dintel. Era difícil leer su semblante en la oscuridad incierta, mientras estaba más allá de la región luminosa que creaba la luz de las velas, pero los ojos de Prezmyra pudieron advertir la preocupación que tenía en el ceño, y en el porte de su pesado cuerpo había señorío y la fuerza de una determinación poderosa.

Ella se puso de pie, mirándolo como a un compañero con quien podía ser sincera siendo sincera a sí misma.

-¿Y bien? -preguntó.

-La mesa está servida -dijo él, sin moverse-. El rey me ha nombrado su capitán general en Carcé.

-¿Hemos llegado a tal situación? -dijo Prezmyra.

-Nos han cortado un miembro -respondió él-. Tienen entendimiento suficiente para saber que el golpe siguiente deberá apuntar al corazón.

-¿Es así en verdad? -dijo ella-. ¿Ocho mil hombres? ¿El doble de las fuerzas con las que ganamos Duendelandia? ¿Todos ahogados?

-Fue la diabólica maestría marinera de esos malditos demonios -dijo Córund-. Parece que Laxus era dueño del estrecho, por donde debían pasar si querían volver a sus casas algún día, con intención de combatirlos en el paso y aplastarlos con el peso de sus navíos como quien mata moscas, pues tenía gran ventaja de navíos y de hombres. Ellos, por su parte se quedaron esperando fuera, en el mar, intentando por todos los medios incitarlo a salir, para poder hacer sus ardides de marineros en el mar abierto. Él esperó una semana, o más, hasta que el noveno día (el diablo lo maldiga por necio; ¿por qué no pudo tener paciencia?), la novena mañana, cansado de la inacción y viendo que el viento y la marea le favorecían un poco… -El señor Córund suspiró y chascó los dedos con desprecio-. Oh, te lo contaré por la mañana, señora. Estoy harto de ello esta noche. En suma, Laxus se ahogó con todos los que estaban con él, y Juss se dirigió con su gran armada hacia el norte, rumbo a Brujolandia.

-Y es dueño del ancho mar. ¿Y esperamos que llegue aquí cualquier día?

-Hay vientos del este. Cualquier día -dijo Córund.

-Estuvo bien hecho darte el mando -dijo Prezmyra-. Pero ¿qué hay de nuestro joven e ilustre caballero que ostentó el cargo en su día? ¿Está dispuesto a aceptar la situación?

-Los perros hambrientos se comen los pasteles sucios -dijo Córund-. Creo que lo aceptará, aunque enseñó los dientes al principio.

-Que guarde los dientes para los demonios -dijo ella.

-El mismo navío que llegó fue capturado -dijo Córund-, y lo enviaron ellos como bravata para que nos contase lo que había sucedido: acto estúpido e insolente que les costará caro, porque nos ha puesto sobre aviso. El patrón tenía esta carta para ti; me la entregó con grandísimo secreto.

Prezmyra retiró el lacre y abrió la carta, y reconoció la letra. Se la entregó a Córund.

-Léemela, mi señor. Estoy cansada de velar; leo mal con esta luz vacilante de las velas.

Pero él dijo:

-No entiendo lo bastante de letras, señora. Te ruego que me la leas.

Y a la luz de las velas goteantes, afligida por un viento del este que soplaba antes del alba, leyó la carta, que estaba redactada en estos términos:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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