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Simbolismo y antropomorfismo (página 5)



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Acabamos de decir que los conocimientos prácticos, aun cuando se unen a la tradición y en ella tienen su origen, no son sin embargo más que conocimientos inferiores; su derivación determina su subordinación, lo cual es estrictamente lógico, y, por lo demás, los orientales, que por temperamento y por convicción profunda se preocupan muy poco de las aplicaciones inmediatas, nunca han pensado en trasladar al orden del conocimiento puro ninguna preocupación de interés material o sentimental, único elemento susceptible de alterar esta jerarquización natural y normal de los conocimientos. Esta misma causa de perturbación intelectual es también la que, generalizándose en la mentalidad de una raza o de una época, conduce principalmente al olvido de la metafísica pura, a la cual sustituye ilegítimamente por puntos de vista más o menos especiales, al mismo tiempo que da nacimiento a ciencias que no dimanan de ningún principio tradicional. Estas ciencias son legítimas mientras se mantienen en justos límites, pero no hay que tomarlas por otra cosa que por lo que ellas son, es decir, conocimientos analíticos, fragmentarios y relativos; y así, al separarse radicalmente de la metafísica, con la cual su propio punto de vista no permite en efecto ninguna relación, la ciencia occidental perdió necesariamente en alcance lo que ganó en independencia, y su desarrollo hacia las aplicaciones prácticas estuvo compensado por un empobrecimiento especulativo inevitable.

Estas breves observaciones completan todo lo que ya hemos dicho sobre lo que separa profundamente los puntos de vista respectivos del Oriente y del Occidente: en Oriente la tradición es verdaderamente toda la civilización, puesto que abarca, por sus consecuencias, todo el ciclo de los conocimientos verdaderos, de cualquier orden que sean, y todo el conjunto de las instituciones sociales; todo está incluido en ella en germen desde el origen, por el hecho mismo que ella asienta los principios universales de donde se derivan todas las cosas con sus leyes y sus condiciones, y la adaptación necesaria a una época cualquiera no puede consistir más que en un desarrollo adecuado, según un espíritu rigurosamente deductivo y analógico, de las soluciones y de las explicaciones que convienen de manera más especial a la mentalidad de esta época. Se concibe que, en estas condiciones, la influencia de la tradición tenga una fuerza a la cual no es posible sustraerse y que cualquier cisma, cuando se produce, termine inmediatamente en la constitución de una pseudo-tradición; en cuanto a romper abierta y definitivamente todo vínculo tradicional, ningún individuo tiene el deseo de hacerlo, así como tampoco la posibilidad. Esto permite comprender también la naturaleza y los caracteres de la enseñanza por la cual se transmite, con los principios, el conjunto de las disciplinas propias para asimilar e integrar todas las cosas a la intelectualidad de una civilización.

Capítulo XVI:

LA ENSEÑANZA TRADICIONAL

Hemos dicho que la casta superior, la de los brahmanes, tiene por función esencial la de conservar y transmitir la doctrina tradicional; ésta es su verdadera razón de ser, puesto que es sobre esta doctrina sobre la que reposa todo el orden social, que no podría encontrar en otra parte los principios sin los cuales no hay nada estable ni durable. Ahí donde la tradición lo es todo, los que son los depositarios de ella deben lógicamente serlo todo; o por lo menos, como la diversidad de funciones necesarias al organismo social acarrea una incompatibilidad entre ellas y exige su realización por individuos diferentes, estos individuos dependen todos esencialmente de los depositarios de la tradición, puesto que si no participasen efectivamente en ésta no podrían tampoco participar eficazmente en la vida colectiva; éste es el sentido verdadero y completo de la autoridad espiritual e intelectual que pertenece a los brahmanes. Ésta es también, al mismo tiempo, la explicación del apego profundo e indefectible que une el discípulo al maestro, no sólo en la India, sino en todo el Oriente y del cual se buscaría en vano algo análogo en el Occidente moderno; la función del instructor es verdaderamente, en efecto, una "paternidad espiritual", y por esto, el acto ritual y simbólico por el cual principia, es un nacimiento, para el que es admitido a recibir la enseñanza por una transmisión regular. Es esta idea de "paternidad espiritual" la que expresa muy exactamente la palabra Gurú, que designa al instructor entre los Hindúes, y que tiene también el sentido de "antepasado"; es a esta misma idea a la que hace alusión entre los Arabes la palabra Shaij, que, con el sentido propio de "anciano", tiene un empleo idéntico. En China, la concepción dominante de la "solidaridad de la raza" da al pensamiento correspondiente un matiz distinto y hace asimilar el papel del instructor al de un "hermano mayor", guía y apoyo natural de los que le siguen en la vía tradicional; y que no se tornará un "antepasado" sino después de su muerte; pero la expresión "nacer al conocimiento" es también, como por dondequiera, de uso corriente.

La enseñanza tradicional se transmite en condiciones que están determinadas estrictamente por su naturaleza; para producir su pleno efecto, debe siempre adaptarse a las posibilidades intelectuales de cada uno de aquellos a los cuales se dirige, y graduarse en proporción a los resultados ya obtenidos, lo que exige por parte del que la recibe y que quiere ir más lejos, un esfuerzo constante de asimilación personal y efectiva. Son consecuencias inmediatas de la manera como es considerada toda la doctrina, y esto es lo que indica la necesidad de la enseñanza oral o directa, a la que nada puede suplir, y sin la cual, por lo demás, la conexión de una "filiación espiritual" regular y continua faltaría inevitablemente, fuera de ciertos casos muy excepcionales en los que la continuidad puede estar asegurada de otro modo, y de manera muy difícilmente explicable en lenguaje occidental para que nos detengamos sobre este punto. Sea como fuere, el oriental está al abrigo de esta ilusión, demasiado común en Occidente, que consiste en creer que todo se puede aprender en los libros, y que termina por poner la memoria en el lugar de la inteligencia; para él, los textos nunca han tenido más que el valor de un "apoyo", en el sentido en el cual ya hemos empleado a menudo esta palabra, y su estudio no puede ser más que la base para un desarrollo intelectual, sin confundirse jamás con este mismo desarrollo: esto reduce la erudición a su justo valor, colocándola en el rango inferior, único que le conviene normalmente, el de medio subordinado y accesorio del conocimiento verdadero.

Hay también otro aspecto bajo el cual la vía oriental está en oposición absoluta con los métodos occidentales: los modos de la enseñanza tradicional, que la hacen, no precisamente "esotérica", sino más bien "iniciática", se oponen evidentemente a toda difusión inconsciente, difusión más nociva que útil a los ojos de quien no se engañe con ciertas apariencias. Desde luego, está permitido dudar del valor y del alcance de una enseñanza distribuida indistintamente, y bajo forma idéntica a individuos desigualmente dotados, los más distintos en aptitudes y temperamento, como la que se practica actualmente en todos los pueblos europeos: este sistema de instrucción, sin duda el más imperfecto de todos, lo exige la manía igualitaria, que ha destruido, no sólo la noción verdadera, sino hasta el sentimiento más o menos vago de la jerarquía; y sin embargo, a los ojos de las gentes para quienes los "hechos" son la base de todo criterio, según el espíritu de la ciencia experimental moderna, ¿habría, si no estuviesen completamente cegados por sus prejuicios sentimentales, un hecho más evidente que el de las desigualdades naturales, tanto en el orden intelectual como en el orden físico? Luego, hay otra razón por la cual el oriental, que no tiene el menor espíritu de propaganda, al no encontrar ningún interés en querer difundir a toda costa sus concepciones, se opone resueltamente a toda "vulgarización": y es que ésta deforma y desnaturaliza inevitablemente la doctrina, al pretender ponerla al nivel de la mentalidad común, con el pretexto de hacerla accesible; no le corresponde a la doctrina rebajarse y restringirse a la medida del entendimiento limitado del vulgo; toca a los individuos elevarse, si pueden, a la aprehensión de la doctrina en su pureza integral. Éstas son las únicas condiciones posibles de formación de una "élite" intelectual, por una selección apropiada, deteniéndose cada uno necesariamente en el grado que corresponde a la extensión de su propio "horizonte mental"; y es también el obstáculo para todos los desórdenes que despierta, cuando se generaliza, una semiciencia mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; así pues, los orientales estarán siempre mucho más persuadidos de los inconvenientes muy reales de la "instrucción obligatoria", que de sus supuestos beneficios; y, a nuestro juicio, les sobra la razón. Habría que decir otras muchas cosas sobre la naturaleza de la enseñanza tradicional, que es posible considerar bajo aspectos más profundos aún; pero, como no tenemos la pretensión de agotar estas cuestiones, nos atendremos a estas observaciones, que se refieren más inmediatamente al punto de vista en el que nos hemos colocado aquí. Estas últimas consideraciones, lo repetimos, no sólo valen para la India, sino para todo el Oriente; parece pues que habrían debido encontrar sitio más apropiado en la segunda parte de este estudio, pero hemos preferido exponerlas aquí, pensando que podrían ser comprendidas mejor después de lo que teníamos que decir en particular de las doctrinas hindúes, que constituyen un ejemplo muy representativo de las doctrinas tradicionales en general. Antes de terminar, sólo nos queda por precisar, tan brevemente como sea posible, lo que hay que pensar de las interpretaciones occidentales de estas mismas doctrinas hindúes; y por lo demás, para algunas de ellas, ya lo hicimos de manera casi suficiente, a medida que se presentó la oportunidad en todo el curso de esta exposición.

CUARTA PARTE:

LAS INTERPRETACIONES OCCIDENTALES

Capítulo I: EL ORIENTALISMO OFICIAL

Del orientalismo oficial diremos aquí poca cosa, porque ya señalamos, en muchas ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si lo hemos tenido así casi constantemente a la vista, cuando no nos hemos preocupado en ningún caso de las otras interpretaciones occidentales, es por presentarse al menos con una apariencia de seriedad que las otras no tienen, lo que nos obliga a establecer una diferencia a su favor. No queremos de ningún modo discutir la buena fe de los orientalistas, que por lo general está fuera de duda, como tampoco la realidad de su erudición especial; lo que discutimos es su competencia para todo lo que va más allá del dominio de la simple erudición. Es necesario, por lo demás, rendir un homenaje a la modestia muy laudable con la cual algunos de ellos, teniendo conciencia de los límites de su verdadera competencia, rechazan entregarse a un trabajo de interpretación de las doctrinas; pero, desgraciadamente, éstos son una minoría, y la mayor parte está constituida por los que, tomando la erudición por un fin en sí misma, como lo dijimos al principio, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan derecho para hablar de toda clase de cosas. Creemos que no se es lo bastante severo con estos últimos, por los métodos que emplean y los resultados que obtienen, guardando respeto, como es natural, a las individualidades que pueden merecerlo en todos los aspectos, ya que son muy poco responsables de sus prejuicios y de sus ilusiones. El exclusivismo es una consecuencia natural de la pequeñez de miras, de lo que hemos llamado la "miopía intelectual", y este defecto mental parece tan incurable como la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de ciertos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que se de uno cuenta, por más que sea necesario sin duda estar predispuesto. En estas condiciones no hay motivo para asombrarse de la hostilidad de la que da prueba la mayoría de los orientalistas contra los que no se someten a sus métodos ni adoptan sus conclusiones; éste no es más que un caso particular de las consecuencias que trae normalmente el abuso de la especialización, y una de las innumerables manifestaciones de este espíritu "científico" que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Sólo que, a pesar de todas las excusas que se puedan encontrar para la actitud de los orientalistas, los pocos resultados de valor a que han dado cima en sus trabajos, desde el punto de vista especial de la erudición, que es el suyo, están muy lejos de compensar el mal que pueden hacer a la intelectualidad general, obstruyendo todas las otras vías, que podrían conducir mucho más lejos a los que fuesen capaces de seguirlas; dados los prejuicios del Occidente moderno, basta, para desviar de estas vías a casi todos los que se viesen tentados de seguirlas, declarar solemnemente que esto "no es científico", porque ello no está conforme con los métodos y las teorías aceptadas y enseñadas oficialmente en las Universidades. En cuanto se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, no se pierde generalmente el tiempo en buscar responsabilidades; si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que éste es el caso aquí, habrá que esforzarse por destruirlas sin preocuparse de los que las emitieron o las defienden, y cuya honorabilidad de ningún modo es puesta en tela de juicio. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa con respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente que se combatan las teorías que son un obstáculo para ciertas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las cuales insistiremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como nos está prohibida toda preocupación de propaganda, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente en el terreno en que ellas se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad, restableciendo la verdad pura y simple, única que importa de manera esencial a los que pueden comprenderla. Ésta es la gran diferencia, sobre la cual no hay acuerdo posible con los especialistas de la erudición: cuando hablamos de verdad, no entendemos simplemente por esto una verdad de hecho, que sin duda tiene su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que está expresado por ella. Por el contrario, los que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan de ningún modo de la verdad de las ideas en el fondo, no saben lo que es esto, ni siquiera sí existe, y no se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, fuera del caso muy especial en que se trate exclusivamente de verdad histórica. La misma tendencia se afirma, de igual modo, entre los historiadores de la filosofía: lo que les interesa no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; se trata únicamente de saber quién emitió esta idea, en qué términos la formuló, en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo hizo; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba así por perder lo poco de valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por otra parte, no hay ni que decir que tal actitud es todo lo que han establecido en su beneficio los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizá más completamente todavía que los otros. La voluntad bien determinada de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de tratar de desacreditarlo por todos los medios, encuentra su justificación en los mismos prejuicios que ciegan a las gentes de miras estrechas, y que las impulsan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; en esto también, no incriminamos su buena fe, sino que comprobamos simplemente el efecto de una tendencia muy humana, por la cual se está más persuadido de una cosa mientras más se tiene por ella un interés cualquiera.

NOTA: En las tres primeras ediciones, este capítulo terminaba con el párrafo siguiente:

Creemos haber dicho lo bastante para precisar nuestra posición con respecto al orientalismo oficial, de manera que no haya sitio para ningún equívoco, y para no permitir que se nos atribuyan otras intenciones que las que tenemos en realidad. Sin embargo, para terminar con este orientalismo, nos queda todavía por tratar un punto al que los recientes acontecimientos dan una especie de actualidad muy particular: queremos hablar de la influencia alemana, de la cual lleva la huella muy nítida, en el doble aspecto de los métodos que emplea y del espíritu mismo con el cual pretende interpretar las doctrinas, sobre todo cuando se trata especialmente de las doctrinas hindúes.

Capítulo II: LA CIENCIA DE LAS RELIGIONES

Es adecuado el decir aquí algunas palabras concernientes a lo que se llama la "ciencia de las religiones", porque aquello de lo que trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra "religión" no es tomada en el sentido exacto que nosotros le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece que fue el primero que dio su denominación a esta ciencia, o llamada tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; esto le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan en absoluto con el punto de vista religioso, porque reconoce al menos con razón que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la "ciencia de las religiones", que pretende reunir bajo su mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero otras muchas confusiones han venido a agregarse a éstas, sobre todo desde que la erudición alemana introdujo en este dominio su temible aparato de exégesis, de "crítica de los textos" y de "hipercrítica"; más propia para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias.

La pretendida "ciencia de las religiones" descansa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, por ejemplo, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el "naturalismo", en el cual, por el contrario, vemos nosotros una desviación que, dondequiera que se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar los textos que no se comprenden, se acaba siempre por sacar de ellos alguna interpretación conforme con este espíritu "naturalista". Así es como fue elaborada toda la teoría de los "mitos", y principalmente la del "mito solar", el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Müller, que hemos tenido ya ocasión de citar en varias circunstancias porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas, y aún de los orientalistas alemanes, aunque hayan vivido en Inglaterra y escrito en inglés (*). Esta teoría del "mito solar" no es otra cosa que la teoría astro-mitológica emitida y sostenida en Francia, hacia el fin del siglo XVIII, por Dupuis y Volney[9]Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción al Cristianismo, así como a todas las otras doctrinas, y señalamos ya la confusión que implica esencialmente: en cuanto se observa en el simbolismo una correspondencia con ciertos fenómenos astronómicos, hay prisa en concluir que no hay allí más que una representación de estos fenómenos, cuando éstos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de otro orden, y la correspondencia observada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar "naturalismo" por todas partes, y hasta sería asombroso que no se encontrara, desde el momento que el símbolo, que pertenece por fuerza al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los "nominalistas" que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y así es cómo, los eruditos modernos, alentados por el prejuicio que les hace imaginarse a todas las civilizaciones como construidas sobre el tipo greco-romano, fabrican ellos mismos los mitos por incomprehensión de los símbolos, la cual es la única manera de que éstos puedan nacer.

Se debe comprender por cuál motivo calificamos un estudio de este género de "pretendida ciencia", y por qué razón nos es del todo imposible tomarla en serio; hay que agregar también que, aparentando un aire de imparcialidad desinteresada, y ostentando la necia pretensión de "dominar todas las doctrinas"[10], lo cual rebasa la justa medida en este sentido, esta "ciencia de las religiones" es simplemente, la mayor parte del tiempo, un instrumento vulgar de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es la de servirse de ella contra la religión, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición con un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del "método histórico"; es el espíritu mismo de este método esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legitimo; y por ello a cuantos conceden un valor real al punto de vista religioso se les recusa como incompetentes. Sin embargo, entre los especialistas de la "ciencia de las religiones" hay algunos que, en apariencia por lo menos, no van tan lejos: son los que pertenecen a la tendencia, muy alemana también, del "Protestantismo liberal", pero éstos, conservando nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirlo a un simple "moralismo", lo que equivale de hecho a destruirlo por la doble supresión del dogma y del culto, en nombre de un racionalismo que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así pues, el resultado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de "moral independiente", por más que la intención esté quizá mejor disimulada; ésta no es, en suma, más que la terminación lógica de las tendencias que el espíritu protestante, que es también el espíritu germánico moderno, lleva en sí desde el principio. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desenmascarada, para hacer penetrar este mismo espíritu, -bajo el nombre de modernismo– en el propio Catolicismo, y es también de Alemania de donde partió este movimiento, que se proponía reemplazar la religión por una vaga "religiosidad", es decir por una aspiración sentimental que la "vida moral" basta para satisfacer, y que, para llegar a día, debía esforzarse por destruir los dogmas -aplicándoles la crítica- y constituyendo una teoría de su "evolución", es decir, sirviéndose siempre de esta misma arma de guerra que es la "ciencia de las religiones", que acaso no tuvo nunca otra razón de ser.

Hemos dicho ya que el espíritu "evolucionista" es inherente al "método histórico", y se puede ver una aplicación del mismo, entre otras muchas, en esta singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o que se supone religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las cuales las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que fue emitida en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábica, aglutinante y flexiva: ésta es una suposición del todo gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la cual los hechos son también claramente contrarios, dado que jamás se ha podido descubrir el menor indicio del paso real de una a la otra de estas formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos distintos a los cuales se unen respectivamente los diversos grupos lingüísticos, permaneciendo cada uno siempre en el tipo al cual pertenece. Se puede decir lo mismo de otra hipótesis de orden más general, la que Auguste Comte formuló bajo el nombre de "ley de los tres estados", y en la cual transforma en estados sucesivos los dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se imaginó que todo conocimiento posible tenía exclusivamente por objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al solo conocimiento científico. Se ve que esta concepción caprichosa de Comte, que sin ser propiamente "evolucionista" tenía algo de este mismo espíritu, está emparentada con la hipótesis del "naturalismo" primitivo, puesto que en ella las religiones no pueden ser más que ensayos prematuros y provisionales, al mismo tiempo que una preparación indispensable de lo que será más tarde la preparación científica; y en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados, fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás generalmente conocida, pero hemos creído oportuno marcar la correlación, muy a menudo inadvertida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno.

Para acabar de mostrar lo que hay que pensar de estas tres pretendidas fases de las concepciones religiosas recordaremos ante todo lo que anteriormente dijimos: que no ha habido jamás ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los "mitos" que se unen a él tan estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, politeísmo y antropomorfismo no se generalizaron verdaderamente sino entre los Griegos y los Romanos, y en otras partes permanecieron en el dominio de los errores individuales. Toda doctrina verdaderamente tradicional es, pues, en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una "doctrina de unidad", o también de "no-dualidad", que se vuelve monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo, es demasiado evidente que son puramente monoteístas. Ahora, por lo que se refiere al fetichismo, esta palabra de origen portugués significa literalmente "hechicería"; lo que designa no es, pues, religión o alguna cosa más o menos análoga, sino magia, y hasta de la clase más inferior. La magia no es de ningún modo una forma de religión, ya se la suponga primitiva o desviada, y tampoco es, como otros lo han sostenido, algo que se opone en su esencia a la religión, una especie de "contra-religión", si se puede emplear esta expresión; en fin, tampoco es de ella de donde surgieron a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que los que hablan de esto no saben de qué se trata. En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; a ella corresponde el manejo de ciertas fuerzas, que en el Extremo Oriente son llamadas "influencias errantes", y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, no dejan de ser fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los otros. Esta ciencia es sin dudarlo susceptible de una base tradicional, pero, aun así, sólo tiene el valor de una aplicación contingente y secundaria; hay que agregar también, para estar al tanto de su importancia, que es generalmente desdeñada por los verdaderos poseedores de la tradición, los que, salvo en ciertos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes, que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos se encuentran a menudo en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de "faqirs", es decir, "pobres" o "mendigos", y son hombres a quienes su incapacidad intelectual ha detenido en el camino de una realización metafísica; como ya lo hemos dicho, interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les conceden sus compatriotas. No queremos discutir de ningún modo la realidad de los fenómenos producidos así, aunque a veces sólo sean imitados o simulados, en condiciones que suponen por otra parte un poder de sugestión poco común, junto al cual los resultados obtenidos por los occidentales que tratan de entregarse al mismo género de experimentación, aparecen como despreciables e insignificantes, lo que discutimos es el interés de estos fenómenos, que son absolutamente independientes de la doctrina pura y de la realización metafísica que aquella admite. Éste es el momento de recordar que todo lo que proviene del dominio experimental nunca prueba nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir cuando mucho para ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, aun relativo, de una de sus aplicaciones particulares.

Si hemos querido precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace desempeñar a ésta un papel considerable en cierta concepción de la "ciencia de las religiones", que es la llamada "escuela sociológica"; después de haber buscado largo tiempo, sobre todo para dar una explicación psicológica de los "fenómenos religiosos", se trata más bien ahora, en efecto, de dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de esto a propósito de la definición de religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón de la tradición en general. Auguste Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos con la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que ellos llaman "primitivos", cuando nosotros, por el contrario, los consideramos como degenerados. Si los salvajes hubiesen estado siempre en el estado inferior en que los vemos no podría explicarse que exista entre ellos una multitud de usos que ellos mismos no comprenden ya, y que, siendo muy diferentes de lo que se encuentra por dondequiera, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden ser considerados sino como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que debieron ser, en una antigüedad muy remota, hasta prehistórica, las de los pueblos de los que estos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer en el terreno de los hechos y sin perjuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y a otros "observadores" analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite a menudo interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las cuales se ligaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fueran reducidos al estado de "supersticiones"; de igual manera, la misma unidad permite también comprender en una amplia medida las civilizaciones que sólo nos han dejado monumentos escritos o figurados: es lo que indicamos desde el principio, hablando de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos los que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que, tratando de obtener enseñanzas que valgan la pena, no se contentan con el punto de vista del todo exterior y superficial de la simple erudición.

Capítulo III: EL TEOSOFISMO

Si se debe, deplorando la ceguera de los orientalistas oficiales, respetar por lo menos su buena fe, no sucede lo mismo cuando se trata de los autores y propagadores de ciertas teorías de las que vamos a hablar ahora, y que no pueden tener por efecto más que desacreditar los estudios orientales y alejar de ellos a los espíritus serios pero mal informados, presentándolos como la expresión auténtica de las doctrinas de la India, un tejido de divagaciones y de absurdos, indignos sin duda de retener su atención. La difusión de estos desvaríos, por lo demás, no sólo tiene el inconveniente negativo, pero ya grave, que acabamos de señalar; como la de muchas cosas análogas, es, además, eminentemente apropiado para desequilibrar los espíritus más débiles y las inteligencias menos sólidas que los toman en serio, y a este respecto constituye un verdadero peligro para la mentalidad en general, peligro cuya realidad testimonian demasiados ejemplos lamentables. Estas empresas son tanto menos inofensivas cuanto que los occidentales de hoy tienen una marcada tendencia a dejarse atrapar por todo lo que presenta apariencias extraordinarias y maravillosas; el desarrollo de su civilización en un sentido exclusivamente práctico, al quitarles toda dirección intelectual efectiva, abre el camino a todas las extravagancias pseudo-cientifícas y pseudo-metafísicas, por poco que parezcan aptas para satisfacer este sentimiento que desempeña en ellos un papel considerable, en razón de la ausencia misma de la intelectualidad verdadera. Además, el hábito de dar la preponderancia a la experimentación en el dominio científico, el de apegarse casi exclusivamente a los hechos y de atribuirles más valor que a las ideas, viene también a reforzar la posición de todos los que, para edificar las teorías más inverosímiles, pretenden apoyarse en fenómenos cualesquiera, verdaderos o supuestos, a menudo mal comprobados, y en todo caso mal interpretados, y que tienen por esto mismo muchas más probabilidades de éxito entre el gran público que los que deseando enseñar doctrinas serias y seguras se dirigen únicamente a la pura inteligencia. Ésta es la explicación muy natural de la concordancia, desconcertante a primera vista, que existe, como se puede comprobar en Inglaterra y sobre todo en América, entre el desarrollo exagerado del espíritu práctico y un despliegue casi indefinido de toda clase de locuras semirreligiosas, en las cuales la experimentación y el pseudo-misticismo de los pueblos anglosajones encuentran a la vez su satisfacción; esto prueba que, a pesar de las apariencias, la mentalidad más práctica no es la mejor equilibrada.

En la misma Francia, el peligro que señalamos no es despreciable por ser menos visible; lo es tanto menos cuanto que el espíritu de imitación del extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en ciertos medios y para hacerles encontrar en ellos los elementos materiales de una difusión más amplia aún, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para llegar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no permiten guardar ningún miramiento a los que son la causa de él; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si hay que compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la mayoría de los que se complacen en ellos, las gentes que conducen conscientemente esta clientela de cándidos y hacen que sirva a sus intereses, en cualquier orden que sea, sólo deben inspirar menosprecio. Hay por otra parte, en esta clase de cosas, varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre los mismos que las combaten por razones diversas, la mayoría están insuficientemente armados y cometen la falta involuntaria, pero capital sin embargo, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos a menudo con las más laudables intenciones, pierden por esto casi todo su alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también en serio estas teorías; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, porque, dado el punto de vista especial en el cual se colocan, no se plantean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de cierta parte o de cierto aspecto de la mentalidad oriental, y es en esto que están engañados: por no conocer esta mentalidad, y con tanta mayor facilidad cuanto que no les parece encontrar allí para ellos una competencia incómoda. Hay también a veces extrañas alianzas, principalmente en el terreno de la "ciencia de las religiones", de las que Burnouf da el ejemplo; quizá este hecho se explica simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía y aun de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. El que no quiera atenerse a las apariencias podría hacer observaciones muy curiosas y muy instructivas, en éste como en otros dominios, sobre la parte que es posible extraer a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que así parece, con vistas a la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan los que no son más que instrumentos más o menos conscientes; éstos son, en cierto modo, medios políticos; pero de una política un poco especial y, por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, aun en el sentido más estrecho en que se la entiende por lo común, no es del todo extraña a las cosas que consideramos en este momento.

Entre las pseudo doctrinas que ejercen una influencia nefasta sobre porciones más o menos extensas de la mentalidad occidental, y que, siendo de origen muy reciente, pueden agruparse en su mayor parte bajo la denominación común de "neo-espiritualismo"; las hay, como el ocultismo y el espiritismo por ejemplo, sobre las que no diremos nada aquí, porque no tienen ningún punto de contacto con los estudios orientales; de la que se trata más precisamente, y que no tiene de oriental más que la forma exterior bajo la cual se presenta, es la que llamaremos el "teosofismo". El empleo de esta palabra, a pesar de lo que tiene de inusitado, se justifica suficientemente por el cuidado de evitar confusiones; no es posible, en efecto, servirse en este caso de la palabra "teosofía", que existe desde hace largo tiempo para designar, entre las especulaciones occidentales, otra cosa mucho más respetable, cuyo origen debe buscarse en la Edad Media; aquí se trata únicamente de las concepciones que pertenecen en propiedad a la organización contemporánea que se intitula "Sociedad Teosófica", cuyos miembros son "teosofistas", expresión que por otra parte es de uso corriente en inglés, y no "teósofos". No podemos ni queremos hacer aquí, ni siquiera someramente, la historia, sin embargo interesante bajo ciertos aspectos, de esta "Sociedad Teosófica", cuya fundadora supo poner en juego, gracias a la influencia singular que ejerció en los que la rodeaban, los conocimientos bastante variados que poseía, y que les faltan totalmente a sus sucesores; su pretendida doctrina, formada de elementos tomados en las fuentes más diversas, a menudo de valor dudoso, y unidos en un sincretismo confuso y poco coherente, se presentó al principio bajo la forma de un "Budismo esotérico" que, como ya lo indicamos, es puramente imaginario; terminó recientemente en un llamado "Cristianismo esotérico" que no es menos caprichoso. Nacida en América, esta organización, aunque aparecía como internacional, se volvió puramente inglesa por su dirección, excepto algunas ramas disidentes de muy pequeña importancia; a pesar de todos sus esfuerzos, apoyados por ciertas protecciones que le aseguran consideraciones políticas que no precisaremos, nunca ha podido reclutar más que un pequeño número de Hindúes descarriados, profundamente menospreciados por sus compatriotas, pero cuyos nombres pueden causar impresión a la ignorancia europea; por lo demás, se cree muy generalmente en la India que ésta no es más que una secta protestante de un género algo particular, asimilación que parecen justificar a la vez su personal, sus procedimientos de propaganda y sus tendencias "moralistas", sin hablar de su hostilidad, ya solapada, ya violenta, contra todas las instituciones tradicionales. En el aspecto de las producciones intelectuales, han aparecido sobre todo, desde las indigestas compilaciones del principio, una multitud de relatos fantásticos, debidos a la "clarividencia" especial que se obtiene, según parece, por el "desarrollo de los poderes latentes del organismo humano"; ha habido también algunas traducciones bastante ridículas de textos sánscritos, acompañadas de comentarios y de interpretaciones más ridículas todavía, y que no se atreven a exponer demasiado públicamente en la India, donde se difunden de preferencia las obras que desnaturalizan la doctrina cristiana bajo el pretexto de exponer su pretendido sentido oculto; un secreto como ése, si realmente existiera en el Cristianismo, no se explicaría y no tendría ninguna razón de ser válida, porque es evidente que seria trabajo inútil el buscar profundos misterios en todas estas elucubraciones "teosofistas".

Lo que a primera vista caracteriza al "teosofismo", es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, en la que las palabras son tomadas a menudo en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no es asombroso, desde el momento en que sólo sirven para encubrir concepciones esencialmente occidentales, y tan alejadas como es posible de las ideas hindúes. Para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa "acción" como lo hemos dicho, es empleada constantemente en el sentido de "causalidad", lo cual es más que una inexactitud; pero lo más grave todavía, es que esta causalidad está concebida de manera muy especial, y que, por una falsa interpretación de la teoría del apûrva que expusimos a propósito de la Mîmânsâ, se llega a disfrazarla en una sanción moral. Nos hemos explicado lo bastante sobre este particular para darnos cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación y, sin embargo, al reducirla a lo esencial, hacemos a un lado todos los absurdos accesorios de los que está rodeada; sea como fuere, muestra cuánto se ha penetrado el "teosofismo" de esta sentimentalidad tan especial de los occidentales, y por lo demás, para ver hasta dónde llega el "moralismo" y el pseudo-misticismo, no hay más que abrir cualquiera de las obras en las que se expresan estas concepciones; y también cuando se examinan obras mas o menos recientes, se percibe que se van acentuando todavía más estas tendencias, quizá porque los jefes de la organización tienen una mentalidad cada vez más mediocre, pero quizá también esta orientación es verdaderamente la que responde mejor al fin que se proponen. La sola razón de ser de la terminología sánscrita en el "teosofismo" es la de dar a lo que hace las veces de doctrina (porque no consentimos en llamar a esto una doctrina) una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y seducir a algunos de entre ellos, que aman el exotismo en la forma, pero que en cuanto al fondo, se quedan muy satisfechos con volver a encontrar ahí concepciones y aspiraciones conformes a las suyas, y que serían incapaces de comprender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente entre las que se llaman "gentes mundanas", es bastante comparable al de los filósofos que experimentan Ia necesidad de emplear palabras extraordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo.

El "teosofismo" concede una importancia considerable a la idea de "evolución", lo cual es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al cual está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de "reencarnación". Esta última concepción parece que nació entre ciertos soñadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para los cuales estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente desagradable a sus ojos, aunque es muy natural en el fondo, y que, para el que comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la naturaleza de las diferencias individuales, no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del "evolucionismo", no explican nada realmente, y, aun remontando la dificultad, indefinidamente si se quiere, la dejan subsistir finalmente toda entera, si es que hay dificultad en ello; y, si no la hay, son perfectamente inútiles. Por lo que hace a la pretensión de hacer remontar la concepción reencarnacionista a la antigüedad, no descansa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde nació una grosera interpretación de la "metempsicosis" pitagórica en el sentido de una especie de "transformismo psíquico"; de igual modo se han podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino también en el Budismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en la que cada estado tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de los otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y la existencia terrestre, o aún, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una infinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero hemos tenido por fuerza que hacer alguna alusión a ella, principalmente a propósito del apûrva y de las "acciones y reacciones concordantes". En cuanto al "reencarnacionismo", que no es más que una necia caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizá algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, se oponen a ella unánimemente; su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, porque admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir a negar el Infinito, y esta negación es, en sí misma, contradictoria en sumo grado. Conviene dedicarse especialmente a combatir la idea de reencarnación, primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y luego por otra razón de orden más contingente, la de que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la menos inteligente de todas las escuelas "neo-espiritualistas", y al mismo tiempo la más difundida, es una de las que contribuyen con más eficacia a este trastorno mental que señalamos al principio del presente capítulo, y cuyas víctimas son desgraciadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar los que no están al corriente de estas cosas. No podemos naturalmente insistir aquí sobre ese punto de vista; pero, por otro lado, hay que agregar también que mientras los espiritistas se esfuerzan por demostrar la pretendida "reencarnación", así como la inmortalidad del alma, "científicamente", es decir por la vía experimental, que es incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayoría de los "teosofistas" parecen ver en ella una especie de dogma o de artículo de fe que hay que admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar para dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Esto prueba muy claramente que se trata de constituir una pseudo-religión, en competencia con las religiones verdaderas del Occidente, y sobre todo con el Catolicismo, porque, en lo que hace al Protestantismo, se acomoda muy bien con la multiplicidad de las sectas, que engendra aun espontáneamente, por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudo-religión "teosofista" trata actualmente de darse una forma definida tomando por punto central el anuncio de la venida inminente de un "gran instructor", al que sus profetas presentan como el Mesías futuro y como una "reencarnación" del Cristo: entre las transformaciones diversas del "teosofismo", ésa, que alumbra singularmente su concepción del "Cristianismo esotérico", es la última en fecha, al menos hasta hoy, pero no es la menos significativa.

Capítulo IV: EL VEDANTA OCCIDENTALIZADO

Nos falta mencionar todavía, en un orden de ideas que está en mayor o menor conexión con el orden al cual pertenece el "teosofismo", ciertos "movimientos" que, por haber tenido su punto de partida en la misma India, no dejan de ser por esto de inspiración por completo occidental, y en los cuales hay que conceder una parte preponderante a esas influencias políticas a las que ya hicimos alusión en el capítulo precedente. Su origen remonta a la primera mitad del siglo XIX, época, en la que Râm Mohun Roy fundó el BrahmaSamâj o "Iglesia hindú reformada", cuya idea le fue sugerida por misioneros anglicanos, y en la que se organizó un "culto" exactamente copiado sobre el plan de los servicios protestantes. Nunca había habido, hasta ese momento, algo a lo que se pudiera aplicar una denominación tal como la de "Iglesia hindú" o de "Iglesia brahmánica", porque semejante asimilación no era posible ni por el punto de vista esencial de la tradición hindú, ni por el modo de organización que le corresponde; fue, en efecto, la primera tentativa para hacer del Brahmanismo una religión en el sentido occidental de esta palabra, y, al mismo tiempo, se quiso hacer una religión, animada de tendencias idénticas a las que caracterizan al Protestantismo. Este movimiento "reformador" fue, como era natural, fuertemente estimulado y sostenido por el gobierno británico y por las sociedades de misiones anglo-indias; pero era demasiado manifiestamente antitradicional y demasiado contrario al espíritu hindú para que pudiera tener buen éxito, y no se vio en él más que lo que es en realidad, un instrumento de la dominación extranjera. Por lo demás, por el efecto inevitable de la introducción del "libre examen", el Brahma-Samâj se subdividió bien pronto en múltiples "Iglesias", como el Protestantismo al cual se aproximaba siempre más y más, hasta el punto de merecer el calificativo de "pietismo"; y, después de vicisitudes que es inútil recordar, acabó por extinguirse casi por completo. Sin embargo, el espíritu que había presidido a la fundación de esta organización no debía limitarse a una sola manifestación, y se intentaron otros nuevos ensayos análogos a medida de las circunstancias, y generalmente sin mayor éxito; citaremos solamente el Arya-Samâj, asociación fundada hace medio siglo por Dayânanda Saraswatî, que algunos llamaron el "Lutero de la India" y que estuvo en relaciones con los fundadores de la Sociedad Teosófica. Lo que hay que notar es que, aquí como en el BrahmaSamâj, la tendencia antitradicional tomó por pretexto un retorno a la simplicidad primitiva y a la doctrina pura del Vêda; para juzgar esta pretensión, basta saber cuán extraño es al Vêda el "moralismo", preocupación dominante de todas estas organizaciones; pero el Protestantismo pretende también restaurar el Cristianismo primitivo en toda su pureza, y hay en esta similitud algo más que una simple coincidencia. Tal actitud no carece de habilidad para hacer aceptar las innovaciones, sobre todo en un medio fuertemente apegado a la tradición, con la cual sería imprudente romper muy abiertamente; pero si se admitiesen verdadera y sinceramente los principios fundamentales de esta tradición, se deberían admitir también, por esto mismo, todos los desarrollos y todas las consecuencias que se derivan de ella regularmente; es lo que no hacen los llamados "reformadores", y por ello, cuantos tienen el sentido de la tradición ven sin dificultad que la desviación real no está de ningún modo del lado donde aquellos afirman que se encuentra.

Râm Mohun Roy se dedicó particularmente a interpretar el Vedanta conforme a sus propias ideas, aunque insistiendo con razón sobre la concepción de la "unidad divina", que ningún hombre competente había objetado jamás, pero que expresó en términos mucho más teológicos que metafísicos, desnaturalizó bajo muchos aspectos la doctrina para acomodarla a los puntos de vista occidentales, que se habían vuelto los suyos, e hizo algo que acabó por parecerse a una simple filosofía teñida de religiosidad, una especie de "deísmo" vestido de una fraseología oriental. Tal interpretación está pues, en su espíritu mismo, lo más lejos posible de la tradición y de la metafísica pura; no representa ya más que una teoría individual sin autoridad, e ignora totalmente la realización que es el único fin verdadero de la doctrina toda entera. Éste fue el prototipo de las deformaciones del Vedanta, porque debían producirse otras en lo sucesivo; y siempre en el sentido de un acercamiento con el Occidente, pero de un acercamiento en el cual el Oriente haría todo el gasto, con gran detrimento de la verdad doctrinal; empresa verdaderamente insensata y diametralmente contraria a los intereses intelectuales de las dos civilizaciones, pero en la que la mentalidad oriental, en su generalidad, resulta poco afectada, porque las cosas de este género le parecen del todo despreciables. Dentro de la lógica, no es al Oriente al que corresponde acercarse al Occidente siguiéndolo en sus desviaciones mentales, como tratan de obligarlo insidiosamente, pero en vano, los propagandistas de toda especie que le manda Europa; toca al Occidente volver, por el contrario, cuando lo quiera y lo pueda, a las fuentes puras de toda intelectualidad verdadera, de las que el Oriente, por su parte, no se ha apartado jamás; y ese día el acuerdo se realizará por sí mismo, como por acrecentamiento, sobre todos los puntos secundarios que no provienen más que del orden de las contingencias.

Para volver a las deformaciones del Vedanta, si casi nadie en la India les concede importancia, como lo dijimos hace poco, es necesario, sin embargo, hacer una excepción para algunas individualidades que tienen en ello un interés especial, en el cual la intelectualidad no tiene ni la más mínima parte; hay, en efecto, algunas de estas deformaciones, cuyas razones fueron exclusivamente políticas. No referiremos aquí por qué serie de circunstancias tal Mahârâja usurpador, perteneciendo a la casta de los shûdras, fue conducido, para obtener el simulacro de una investidura tradicional imposible, a desposeer de sus bienes a la escuela auténtica de Shankarâchârya, y a instalar en su lugar otra escuela revistiéndose falsamente del nombre y de la autoridad del mismo Shankarâchârya, y dando a su jefe el título de "instructor del mundo" que no pertenece legítimamente más que al único verdadero sucesor espiritual de éste. Esta escuela, naturalmente, sólo enseña una doctrina disminuida y parcialmente heterodoxa; para adaptar la exposición deI Vedanta a las condiciones actuales, pretende apoyarse en las concepciones de la ciencia occidental moderna, que no tiene nada que ver con este dominio; y, de hecho, se dirige sobre todo a los occidentales, de los cuales varios hasta han recibido de ella el título honorífico de Vêdânta-bhûshana u "ornamento del Vedanta", lo cual no carece de cierta ironía.

Otra rama más completamente desviada todavía, y más generalmente conocida en Occidente, es la que fue fundada por Vivêkânanda, discípulo infiel del ilustre Râmakrishna, y que ha reclutado sobre todo adherentes en América y en Australia, donde sostiene "misiones" y "templos". El Vedanta se ha vuelto en ella lo que Schopenhauer creyó ver en él, una religión sentimental y "consoladora", con una fuerte dosis de "moralismo" protestante; y bajo esta forma aminorada, se acerca extrañamente al "teosofismo", del cual es más bien aliado natural que rival o competidor. El sesgo "evangélico" de esta pseudo-religión le asegura cierto éxito en los países anglosajones, y, hecho que muestra hasta donde va su sentimentalismo, la mayoría de su clientela está formada por el elemento femenino, en el cual se encuentran también los agentes más ardorosos de su propaganda, porque, bien entendido, la tendencia del todo occidental al proselitismo reina con intensidad en estas organizaciones que no tienen de oriental más que el nombre y algunas apariencias puramente exteriores, lo estrictamente necesario para atraer a los curiosos y a los amantes de un exotismo de la calidad más mediocre. Surgido de esta extravagante invención americana, de inspiración también muy protestante, que se intitula el "Parlamento de las religiones", y tanto más adaptado al Occidente cuanto más profundamente desnaturalizado estaba, tal sedicente Vedanta, que no tiene por así decirlo nada ya en común con la doctrina metafísica por la cual quiere hacerse pasar, no merece que nos detengamos en él más tiempo; pero queríamos por lo menos señalar su existencia, como la de las otras instituciones similares, para poner en guardia contra las asimilaciones erróneas que podrían intentar los que las conocen y también porque, para los que no las conocen, es bueno que estén informados un poco sobre estas cosas, que son mucho menos inofensivas de lo que parecen a primera vista.

Capítulo V: ÚLTIMAS OBSERVACIONES

Al hablar de las interpretaciones occidentales nos hemos atenido voluntariamente a las generalidades, tanto como hemos podido, para no agitar cuestiones de personas, a menudo irritantes y, por otra parte, inútiles cuando se trata únicamente de un punto de vista doctrinal, como es el caso aquí. Es muy curioso ver el esfuerzo que tiene que hacer la mayoría de los occidentales para comprender que las consideraciones de este orden no prueban nada absolutamente ni en pro ni en contra del valor de una concepción cualquiera; esto demuestra hasta qué grado llevan el individualismo intelectual lo mismo que el sentimentalismo que le es inseparable. En efecto, se sabe cuánto lugar ocupan los detalles biográficos más insignificantes en lo que debería ser la historia de las ideas, y qué común es la ilusión que consiste en creer que, cuando se conoce un nombre propio o una fecha, se posee por esto mismo un conocimiento real; y ¿cómo podría ser de otro modo, cuando se aprecian más los hechos que las ideas? En cuanto a las ideas mismas, cuando se llega a considerarlas simplemente como la invención y la propiedad de tal o cual individuo, y cuando, además, se está influido y hasta dominado por toda clase de preocupaciones morales y sentimentales, es muy natural que la apreciación de estas ideas, que no son consideradas ya en sí mismas y por ellas mismas, esté afectada por lo que se sabe del carácter y de las acciones del hombre al cual se le atribuyen; en otros términos, se trasladará a las ideas la simpatía o la antipatía que se experimenta por el que las concibió, como si su verdad o su falsedad pudieran depender de semejantes contingencias. En estas condiciones se admitirá también quizá, aunque con cierta pena, que un individuo perfectamente honorable haya podido formular o sostener ideas más o menos absurdas; pero en lo que no se querrá consentir jamás es que otro individuo, al que se juzga despreciable, tenga por lo menos un valor intelectual o aun artístico, genio o solamente talento en un punto de vista cualquiera; y sin embargo casos así están lejos de ser raros. Si hay un prejuicio sin fundamento es éste, caro a los partidarios de la "instrucción obligatoria", según la cual el saber real sería inseparable de lo que se ha convenido en llamar moralidad; y el mismo prejuicio está en el fondo de los cambios de opinión que se han podido comprobar recientemente a propósito del valor de la filosofía y de la erudición alemanas, como ya lo dijimos. No se ve en absoluto, lógicamente, por qué razón un criminal debería ser necesariamente un necio o un ignorante, o por qué motivo le sería imposible a un hombre servirse de su inteligencia o de su ciencia para hacer daño a sus semejantes, lo que por el contrario acontece muy a menudo; tampoco se ve cómo la verdad de una concepción dependería de que haya sido emitida por tal o cual individuo; pero nada es menos lógico que el sentimiento, aunque algunos psicólogos hayan creído poder hablar de una "lógica de los sentimientos". Los pretendidos argumentos en que se hacen intervenir las cuestiones de personas son pues del todo insignificantes; que se sirvan de ellos en política, dominio en el cual el sentimiento desempeña un gran papel, se comprende hasta cierto punto, por más que se abuse de esto a menudo, y que se les haga poco honor a las gentes al dirigirse así exclusivamente a su sensibilidad; pero que se introduzcan los mismos procedimientos de discusión en el dominio intelectual, esto es verdaderamente inadmisible. Hemos creído bueno insistir un poco en esto, porque esta tendencia es muy común en Occidente, y porque, si no explicásemos nuestras intenciones, algunos podrían hasta sentirse tentados de reprocharnos como una falta de precisión y de "referencias" una actitud que, por nuestra parte, está perfectamente reflexionada y determinada.

Por lo demás, creemos haber respondido suficientemente por anticipado a la mayoría de las objeciones y de las críticas que se nos puedan dirigir; esto no impedirá sin duda que nos las hagan a pesar de todo, pero los que las hagan probarán sobre todo, con esto su incomprehensión. Así, pues, se nos reprochará tal vez el no someternos a ciertos métodos reputados de "científicos", lo que sería sin embargo de la mayor inconsecuencia, puesto que estos métodos, que no son en verdad más que "literarios", son los mismos cuya insuficiencia hemos tratado de hacer ver, y que, por razones de principio que hemos expuesto, estimamos imposible e ilegítima su aplicación a las cosas de que aquí se trata. Sólo que, la manía de los textos, de las "fuentes" y de la bibliografía está de tal modo difundida en nuestros días, toma de tal modo el sesgo de un sistema, que muchos, sobre todo entre los "especialistas", experimentarán un verdadero malestar al no encontrar nada de esto, como acontece siempre en casos análogos a los que sufren la tiranía de un hábito; y, al mismo tiempo, no comprenderán sino muy difícilmente, si es que llegan a comprenderla, y si consienten en darse este trabajo, la posibilidad de emplazarse, como lo hacemos, en un punto de vista distinto al de la erudición, que es el único que ellos no han considerado nunca. De modo que no es a estos "especialistas" a los que pretendemos dirigirnos particularmente, sino más bien a los espíritus menos estrechos, más despojados de cualquier prejuicio, y que no llevan la huella de esta deformación mental que produce inevitablemente el uso exclusivo de ciertos métodos, deformación que es una verdadera enfermedad y que nosotros hemos llamado "miopía intelectual". Sería comprendernos mal el tomar esto como un llamamiento al "gran público", en cuya competencia no tenemos la menor confianza, y, por otra parte, sentimos horror de todo lo que se parece a la "vulgarización", por motivos que indicamos ya; pero no cometemos la falta de confundir la verdadera "élite" intelectual con los eruditos de profesión, y la facultad de comprehensión amplia vale incomparablemente más, a nuestros ojos, que la erudición, que no puede ser más que un obstáculo en cuanto se vuelve una "especialidad", en lugar de ser, como seria lo normal, un simple instrumento al servicio de esta comprehensión, es decir, del conocimiento puro y de la verdadera intelectualidad.

Mientras tratamos de explicarnos sobre posibles críticas, debemos señalar también, a pesar de su poco interés, un punto de detalle que podría prestarse a ellas: no hemos creído necesario limitarnos a seguir, para los términos sánscritos que teníamos que citar, la transcripción extraña y complicada que se usa ordinariamente entre los orientalistas. El alfabeto sánscrito tiene muchos más caracteres que los alfabetos europeos, y se está naturalmente forzado a representar varias letras distintas por una sola y misma letra, cuyo sonido es vecino a la vez de unas y de otras, aunque con diferencias muy apreciables, pero que escapan a los recursos de pronunciación muy restringidos de que disponen las lenguas occidentales. Ninguna transcripción puede ser verdaderamente exacta, y lo mejor sería sin duda abstenerse de ella; pero además de que es casi imposible tener, para una obra impresa en Europa, caracteres sánscritos de forma correcta, la lectura de estos caracteres sería una dificultad del todo inútil para quienes no los conocen, y que no son por ello menos aptos que otros para comprender las doctrinas hindúes; por otra parte, hay también "especialistas" que, por inverosímil que esto parezca, no saben servirse más que de transcripciones para leer los textos sánscritos, y existen ediciones hechas bajo esta forma para ellos. Sin duda, es posible remediar en cierta medida, por medio de algunos artificios, la ambigüedad ortográfica que resulta del demasiado pequeño número de letras de que se compone el alfabeto latino; es precisamente lo que han querido hacer los orientalistas, pero el modo de transcripción que han adoptado está lejos de ser el mejor posible, porque implica convenciones demasiado arbitrarias, y, si la cosa hubiera tenido aquí alguna importancia, no habría sido muy difícil encontrar otro modo que fuese preferible, desfigurando menos las palabras y acercándose más a su pronunciación real. Sin embargo, como los que tienen algún conocimiento del sánscrito no deben encontrar ninguna dificultad para restablecer la ortografía exacta, y como los otros no tienen ninguna necesidad de ella para la comprehensión de las ideas, única que importa verdaderamente en el fondo, pensamos que no había serios inconvenientes en dispensarnos de todo artificio de escritura y de toda complicación tipográfica, y que podíamos limitarnos a adoptar la transcripción que nos parecía a la vez la más simple y la más conforme a la pronunciación, y a remitir a las obras especiales a quienes les interesen particularmente los detalles relativos a estas cosas. Sea como fuere, debíamos por lo menos esta explicación a los espíritus analíticos, prontos siempre a las argucias, como una de las raras concesiones que nos fuera posible hacer a sus hábitos mentales, concesión apetecida siempre por la cortesía de la que se debe usar siempre con las personas de buena fe, no menos que por nuestro deseo de alejar todos los malentendidos, que no recaerían más que sobre puntos secundarios y sobre cuestiones accesorias, y que no provendrían estrictamente más que de la diferencia irreductible entre los puntos de vista nuestros y los de contradictores eventuales; para los que se adhirieran a esta última causa no podemos hacer nada, porque no tenemos desgraciadamente ningún medio para suministrar a otro las posibilidades de comprehensión que le faltan. Dicho esto, podemos ahora extraer de nuestro estudio las pocas conclusiones que se imponen para precisar su alcance mejor de como hasta aquí lo hemos hecho, conclusiones en las cuales las cuestiones de erudición no tendrán la menor parte, como es fácil de prever, pero en las que indicaremos, sin apartarnos por lo demás de cierta reserva que es indispensable por más de un concepto, el beneficio efectivo que debe resultar esencialmente de un conocimiento verdadero y profundo de las doctrinas orientales.

CONCLUSIÓN

Si algunos occidentales pudiesen, por la lectura de la precedente exposición, tomar conciencia de lo que intelectualmente les falta, si pudiesen, no digamos siquiera comprenderlo, sino únicamente entreverlo y presentirlo, este trabajo no habría sido hecho en vano. No hablamos únicamente de las ventajas inapreciables que podrían obtener directamente, para ellos mismos, los que así fueran impulsados a estudiar las doctrinas orientales, en las que encontrarían, por poco que tuviesen las aptitudes requeridas, conocimientos a los que no hay nada comparable en Occidente, y junto a los cuales las filosofías que pasan por geniales y sublimes no son más que juegos de niños; no hay medida común entre la verdad plenamente asentida, por una concepción de posibilidades ilimitadas, y en una realización adecuada a esta concepción, y cualesquiera hipótesis imaginadas por fantasías individuales a la medida de su capacidad esencialmente limitada. Hay también otros resultados, de interés más general, y que por lo demás están ligados a aquellas a titulo de consecuencias más o menos lejanas; queremos aludir a la preparación, sin duda a largo plazo, pero no obstante efectiva, de un acercamiento intelectual entre el Oriente y el Occidente.

Al hablar de la divergencia del Occidente con relación al Oriente, que se ha ido acentuando más que nunca en la época moderna, hemos dicho que no pensábamos, a pesar de las apariencias, que esta divergencia pudiera continuar indefinidamente. En otros términos, nos parece difícil que el Occidente, por su mentalidad y por el conjunto de sus tendencias, se aleje siempre más y más del Oriente, como lo hace en la actualidad, y que no se produzca tarde o temprano una reacción que podría, bajo ciertas condiciones, tener los efectos más felices; esto nos parece muy difícil porque el dominio en el cual se desarrolla la civilización occidental moderna es, por su naturaleza propia, el más limitado de todos. Además, el carácter cambiante e inestable, particular a la mentalidad del Occidente, permite no desesperar de que se le vea tomar, llegado el caso, una dirección del todo distinta y aun opuesta, de manera que el remedio se encontraría entonces en lo que, a nuestros ojos, es la marca misma de su inferioridad; pero esto no sería realmente un remedio, lo repetimos, sino bajo ciertas condiciones, fuera de las cuales podría ser por el contrario un mal todavía más grande en comparación del estado actual. Esto puede parecer oscuro, y hay, lo reconocemos, alguna dificultad para hacerlo tan completamente inteligible como fuera de desear, aun colocándose en el punto de vista del Occidente y esforzándose por hablar su lenguaje; ensayaremos hacerlo, sin embargo, pero advirtiendo que las explicaciones que vamos a dar no podrían corresponder a todo nuestro pensamiento.

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