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Simbolismo y antropomorfismo (página 6)



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Desde luego, la mentalidad especial de ciertos occidentales nos obliga a declarar expresamente que no queremos formular aquí nada que se parezca de cerca o de lejos a "profecías"; quizá no es muy difícil dar la ilusión de ellas exponiendo bajo una forma apropiada los resultados de ciertas deducciones, pero esto va acompañado de algo de charlatanismo, a menos que esté uno en un estado de espíritu que predisponga a cierta autosugestión: de los dos términos de esta alternativa, el segundo presenta un caso que felizmente no es el nuestro. Luego evitaremos las precisiones que no podríamos justificar, por cualquier razón que sea, y que por otra parte, si no fueran aventuradas, serían por lo menos inútiles; no somos de los que piensan que un conocimiento detallado del porvenir podría ser ventajoso para el hombre, y estimamos perfectamente legítimo el descrédito que tiene en Oriente la practica de las artes adivinatorias. Habría ahí ya un motivo suficiente para condenar al ocultismo y a las otras especulaciones similares, que atribuyen tanta importancia a esta clase de cosas, si no hubiera ya, en el orden doctrinal, otras consideraciones todavía más graves y más decisivas para desechar en absoluto concepciones que son a la vez quiméricas y peligrosas.

Admitiremos que no es posible prever actualmente las circunstancias que podrían determinar un cambio de dirección en el desarrollo del Occidente; pero la posibilidad de tal cambio no es discutible más que para los que creen que este desarrollo, en su sentido actual, constituye un "progreso" absoluto. Para nosotros, esta idea de un "progreso" absoluto está desprovista de significado, y hemos indicado ya la incompatibilidad de ciertos desarrollos, cuya consecuencia es que un progreso relativo en un dominio determinado trae en otro una regresión correspondiente; no decimos equivalente, porque no se puede hablar de equivalencia entre cosas que no son ni de la misma naturaleza ni del mismo orden. Es lo que ha sucedido con la civilización occidental: las investigaciones hechas únicamente con vistas a aplicaciones prácticas y de progreso material han traído, como debía suceder necesariamente, una regresión en el orden puramente especulativo e intelectual; y, como no hay ninguna medida común entre estos dos dominios, lo que se pierde así de un lado vale incomparablemente más que lo que se gana del otro; se necesita toda la deformación mental de la gran mayoría de los occidentales modernos para apreciar las cosas de otro modo. Sea como fuere, si se considera sólo que un desarrollo unilateral está sometido forzosamente a ciertas condiciones limitativas que son más estrictas cuando este desarrollo se realiza en el orden material que en cualquiera otro caso, se puede decir que el cambio de dirección de que acabamos de hablar deberá, casi seguramente, producirse en un momento dado. En cuanto a la naturaleza de los acontecimientos que contribuirán a él, es posible que se acabe por percibir que las cosas a las cuales se atribuye al presente una importancia exclusiva son impotentes para proporcionar los resultados que se esperan; pero esto mismo supondría ya cierta modificación de la mentalidad común, aunque el desencanto pueda ser sobre todo sentimental y recaer, por ejemplo, sobre la comprobación de la inexistencia de un "progreso moral" paralelo al progreso llamado científico. En efecto, los medios del cambio, si no vienen de otro modo, deberán ser de una mediocridad proporcionada a la de la mentalidad sobre la cual tendrán que obrar; pero esta mediocridad más bien haría augurar mal lo que de esto resultará. Se puede suponer también que las invenciones mecánicas, llevadas siempre más lejos, llegarán a un grado en que parecerán de tal modo peligrosas que se estará obligado a renunciar a ellas, ya sea por el terror que engendrarán poco a poco algunos de sus efectos, o bien a consecuencia de un cataclismo del cual dejaremos a cada uno la posibilidad de representárselo a su gusto. En este caso también el móvil del cambio sería de orden sentimental, pero de esa sentimentalidad que está muy cerca de lo fisiológico; y haremos notar, sin insistir en ello, que se han producido ya síntomas que se refieren a una y otra de estas dos posibilidades que acabamos de indicar, aunque en una débil medida, a causa de los recientes acontecimientos que han perturbado a Europa, pero que todavía no son lo bastante considerables, piénsese lo que se quiera sobre ellos, para determinar a este respecto resultados profundos y durables. Por otro lado, cambios como los que consideramos pueden operarse lenta y gradualmente, y necesitan de algunos siglos para realizarse, así como también pueden surgir de improviso, por trastornos rápidos e imprevistos; sin embargo, aun en el primer caso, es verosímil que deba llegar un momento en que haya una ruptura más o menos brusca, una verdadera solución de continuidad con relación al estado anterior. De todas maneras, admitiremos también que es imposible fijar por anticipado, ni siquiera aproximadamente, la fecha de tal cambio; no obstante debemos, verdaderamente, decir que los que tienen algún conocimiento de las leyes cíclicas y de su aplicación a los períodos históricos, podrían permitirse por lo menos algunas previsiones y determinar épocas comprendidas entre ciertos límites; pero nos abstendremos aquí por completo de este género de consideraciones, tanto más cuanto que han sido simuladas a veces por gentes que no tenían ningún conocimiento real de las leyes a las cuales acabamos de hacer alusión, y para las que era mucho más fácil hablar de estas cosas porque las ignoraban completamente: esta última reflexión no debe ser tomada como una paradoja, porque lo que expresa es literalmente exacto.

La cuestión que se plantea ahora es ésta: suponiendo que se produzca una reacción en Occidente en una época indeterminada, y a causa de cualesquiera acontecimientos, y que provoque el abandono de aquello en lo que consiste enteramente la civilización europea actual, ¿qué resultará ulteriormente? Son posibles varios casos, y hay motivo para considerar las diversas hipótesis que a ellos corresponden: la más desfavorable es aquella en la que nada vendrá a reemplazar a esta civilización, y en la que, al desaparecer ésta, el Occidente, entregado a sí mismo, se encontraría sumergido en la peor barbarie. Para comprender esta posibilidad hasta reflexionar que, sin remontar siquiera más allá de los tiempos llamados históricos, se encuentran muchos ejemplos de civilizaciones que han desaparecido enteramente; a veces eran las de pueblos que igualmente se han extinguido, pero esta suposición no es realizable más que para civilizaciones muy estrictamente localizadas, y, para las que tienen una extensión mayor, es más verosímil que los pueblos sobrevivan a ellas encontrándose reducidos a un estado de degeneración, más o menos comparable al que representan, como dijimos antes, los salvajes actuales; no es necesario insistir más largamente en esto para darse cuenta de todo lo que tiene de inquietante esta primera hipótesis. El segundo caso seria aquel en el que los representantes de otras civilizaciones, es decir los pueblos orientales, para salvar el mundo occidental de esta decadencia irremediable se lo asimilaran de grado o por fuerza, suponiendo que la cosa fuese posible, y que por otra parte el Oriente consintiera en ello, en su totalidad o en alguna de sus partes componentes. Esperamos que nadie estará bastante cegado por los prejuicios occidentales como para no reconocer lo preferible que sería esta hipótesis a la precedente: habría con seguridad, en tales circunstancias, un período transitorio de revoluciones étnicas muy penosas, de las cuales es muy difícil formarse una idea, pero el resultado final sería de naturaleza tal que compensaría los daños causados fatalmente por semejante catástrofe; sólo que el Occidente debería renunciar a sus características propias y se encontraría absorbido pura y simplemente. Por esto conviene considerar un tercer caso más favorable desde el punto de vista occidental, aunque equivalente, a decir verdad, al punto de vista del conjunto de la humanidad terrestre, puesto que, si llegara a realizarse, el efecto sería el de hacer desaparecer la anomalía occidental, no por supresión como en la primera hipótesis, sino, como en la segunda, por retorno a la intelectualidad verdadera y normal; pero este retorno, en lugar de ser impuesto y obligado, o cuando más sufrido y aceptado desde fuera, se efectuaría entonces voluntariamente y como de manera espontánea. Se ve lo que implica, para ser realizable, esta última posibilidad: se necesitaría que el Occidente, en el momento mismo en que su desarrollo en el sentido actual tocara a su fin, encontrara en sí mismo los principios de un desarrollo en otro sentido, que podría desde entonces realizarse de manera natural; y este nuevo desarrollo, haciendo comparable su civilización a las del Oriente, le permitiría conservar en el mundo, no una preponderancia para la cual no tiene ningún título y que no debe más que al empleo de la fuerza bruta, sino, al menos, el sitio que puede ocupar legítimamente como representante de una civilización entre otras, y de una civilización que, en estas condiciones, no sería ya un elemento de desequilibrio y de opresión para el resto de los hombres. No hay que creer, en efecto, que la dominación occidental pueda ser apreciada de otro modo por los pueblos de civilizaciones diferentes sobre los cuales se ejerce en la actualidad; no hablamos, naturalmente, de ciertos pueblos degenerados, y aun para éstos es quizá más nociva que otra, porque no toman de sus conquistadores sino lo peor que éstos tienen. Para los orientales, hemos indicado ya en diversas ocasiones lo justificado que nos parece su menosprecio del Occidente, tanto más cuanto que la raza europea pone más insistencia en afirmar su odiosa y ridícula pretensión a una superioridad mental inexistente, y en querer imponer a todos los hombres una asimilación que, en razón de sus caracteres inestables y mal definidos, es por fortuna incapaz de realizar. Se necesita de toda la ilusión y de toda la ceguera que engendra el más absurdo prejuicio para creer que la mentalidad occidental atraerá nunca al Oriente, y que hombres para los que no existe verdadera superioridad más que en la intelectualidad llegarán a dejarse seducir por invenciones mecánicas, por las cuales experimentan mucha repugnancia, pero no la más mínima admiración. Sin duda, puede suceder que los orientales acepten o más bien sufran ciertas necesidades de la época actual, pero mirándolas como puramente transitorias y más incómodas que ventajosas, y no aspirando en el fondo más que a desprenderse de todo este material, en el cual no se interesaron nunca verdaderamente fuera de ciertas excepciones individuales debidas a una educación completamente occidental; de un modo general, las modificaciones en este sentido quedan mucho más superficiales que lo que ciertas apariencias podrían inducir a hacer creer a veces a los observadores de fuera, y esto a pesar de todos los esfuerzos del proselitismo occidental más ardiente y más intempestivo. Los orientales tienen el mayor interés, intelectualmente, en no cambiar hoy como no han cambiado en el curso de los siglos anteriores; todo lo que hemos dicho aquí lo prueba, y es una de las razones por las cuales un acercamiento verdadero y profundo no puede venir, como es lógico y normal, sino de un cambio realizado del lado occidental.

Tenemos que insistir también sobre las tres hipótesis que describimos, para marcar más precisamente las condiciones que determinarían la realización de una u otra de ellas; todo depende evidentemente, a este respecto, del estado mental en el cual se encontraría el mundo occidental en el momento en que llegara a detenerse su civilización actual. Si este estado mental fuera entonces tal, como lo es ahora, es la primera hipótesis la que debería necesariamente realizarse, puesto que no habría nada que pudiera reemplazar aquello a lo que se renunciara y que, por otra parte, la asimilación por otras civilizaciones sería imposible, porque iría hasta la oposición la diferencia de mentalidades. Esta asimilación, que responde a nuestra segunda hipótesis, supondría, como mínimo de condiciones, la existencia de un núcleo intelectual en Occidente, aun formado nada más por una "élite" poco numerosa, pero muy fuertemente constituida que suministrara el intermediario indispensable para conducir la mentalidad general, imprimiéndole una dirección que, por lo demás, no tendría ninguna necesidad de ser consciente para la masa, hacia las fuentes de la intelectualidad verdadera. En cuanto se considera como posible el supuesto de una detención de la civilización, la constitución previa de esta "élite" aparece pues como la sola capaz de salvar al Occidente, en el momento requerido, del caos y de la disolución; y, por lo demás, para interesar en la suerte del Occidente a los poseedores de las tradiciones orientales, sería esencial mostrarles que, si sus apreciaciones más severas no son injustas hacia la intelectualidad occidental tomada en su conjunto, puede haber en ella por lo menos honorables excepciones, que indican que la decadencia de esta intelectualidad no es absolutamente irremediable. Hemos dicho que la realización de la segunda hipótesis no estaría exenta, al menos transitoriamente, de ciertos actos desagradables, desde el momento en que el papel de la "élite" se reduciría a servir de punto de apoyo a una acción en la que el Occidente no tendría la iniciativa; pero este papel sería otro si los acontecimientos le dejasen el tiempo de ejercer tal acción, directamente y por ella misma, lo que correspondería a la posibilidad de la tercera hipótesis. Se puede concebir en efecto que la "élite" intelectual, una vez constituida, obrase en cierto modo a la manera de un "fermento" en el mundo occidental, para preparar la transformación que, tornándose efectiva, le permitiera tratar, si no de igual a igual, por lo menos como una potencia autónoma con los representantes autorizados de las civilizaciones orientales. En este caso, la transformación tendría una apariencia de espontaneidad, tanto más cuanto que podría verificarse sin choque, por poco que la "élite" hubiese adquirido a tiempo una influencia suficiente para dirigir realmente la mentalidad general; y, por otra parte, el apoyo de los orientales no le faltaría en esta tarea, porque siempre serán favorables, como es natural, a un acercamiento que se realice sobre tales bases, porque ellos tendrían igualmente en esto un interés que, aunque de otro orden que el que pudieran encontrar los occidentales, no sería de ningún modo desatendible, pero que tal vez seria muy difícil y aún inútil tratar de definir aquí. Sea como fuere, sobre lo que insistimos es que, para preparar el cambio de que se trata, no es de ningún modo necesario que la masa occidental, aún limitándose a la masa llamada intelectual, tome parte en él de inmediato; aunque esto no fuese por completo imposible, sería más bien nocivo bajo ciertos aspectos; basta pues, para comenzar, con que algunas individualidades comprendan la necesidad de tal cambio, pero a condición, bien entendido, que la comprendan verdadera y profundamente.

Ya indicamos el carácter esencialmente tradicional de todas las civilizaciones orientales; la falta de vinculación efectiva a una tradición es, en el fondo, la raíz misma de la desviación occidental. El retorno a una civilización tradicional en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones aparece, pues, como la condición fundamental de la transformación de que acabamos de hablar, o más bien como idéntica a esta misma transformación, que se realizaría en cuanto este retorno se efectuara plenamente y en condiciones que hasta permitirían guardar lo que la civilización occidental actual puede contener de verdaderamente ventajoso bajo algunos aspectos, con tal solamente que las cosas no llegaran antes hasta un punto en que se impusiera una renunciación total. Este retorno a la tradición se presenta, pues, como el más esencial de los fines que la "élite" intelectual debería asignar a su actividad; la dificultad está en realizar integralmente todo lo que esto implica en órdenes diversos, y también en determinar exactamente sus modalidades. Diremos solamente que la Edad Media nos ofrece el ejemplo de un desarrollo tradicional propiamente occidental; se trataría, en suma, no de copiar o de reconstruir pura y simplemente lo que existió entonces, sino de inspirarse en ello para la adaptación que requieren las circunstancias. Si hay una "tradición occidental", es allí donde se encuentra, y no en las fantasías de los ocultistas y de los pseudo-esoteristas; esta tradición fue concebida entonces en modo religioso, pero no vemos que el Occidente esté apto para concebirla de otro modo, ahora menos que nunca; bastaría con que algunos espíritus tuviesen conciencia de la unidad esencial de todas las doctrinas tradicionales en su principio, como debió suceder en aquella época, porque hay muchos indicios que permiten pensarlo así, a falta de pruebas tangibles y escritas cuya ausencia es muy natural, a pesar del "método histórico", del cual no dependen en absoluto estas cosas. Indicamos, a medida que se presentó la ocasión durante el curso de nuestra exposición, los caracteres principales de la civilización de la Edad Media, en lo que presenta de analogías, muy reales aunque incompletas, con las civilizaciones orientales, y no insistiremos ya; todo lo que deseamos decir ahora es que el Occidente, encontrándose en posesión de la tradición más apropiada a sus condiciones particulares y, por lo demás, suficiente para la generalidad de los individuos, estaría dispensado por esto de adaptarse más o menos penosamente a otras formas tradicionales que no han sido hechas para esta parte de la humanidad; se ve lo apreciable que seria esta ventaja.

El trabajo por realizar debería, al principio, atenerse al punto de vista puramente intelectual, que es el más esencial de todos, puesto que es el de los principios, de los cuales depende el resto; es evidente que las consecuencias se extenderían después, más o menos rápidamente, a todos los otros dominios, por una repercusión muy natural; modificar la mentalidad de un medio es la única manera de producir en él, aun socialmente, un cambio profundo y durable, y querer comenzar por las consecuencias es un método eminentemente ilógico, que no es digno más que de la agitación impaciente y estéril de los occidentales actuales. Por lo demás, el punto de vista intelectual es el único inmediatamente abordable, porque la universalidad de los principios los hace asimilables para cualquier hombre, de no importa qué raza, bajo la sola condición de una capacidad de comprehensión suficiente; puede parecer singular que lo que es más fácilmente perceptible en una tradición sea precisamente lo que ésta tiene de más elevado, pero esto se comprende sin embargo sin esfuerzo, puesto que es lo que está despojado de todas las contingencias. Es también lo que explica que las ciencias tradicionales secundarias, que no son más que aplicaciones contingentes, no sean, en su forma oriental, enteramente asimilables para los occidentales; en cuanto a constituir o a restituir el equivalente en un modo que convenga a la mentalidad occidental, es una tarea cuya realización no puede aparecer más que como una posibilidad muy lejana, y cuya importancia, por otro lado, aunque muy grande también, no es en suma sino accesoria.

Si nos limitamos a considerar el punto de vista intelectual, es porque, de todas maneras, es el primero que hay motivo para considerar de hecho; pero recordamos que hay que entenderlo de tal modo que las posibilidades que contiene sean verdaderamente ilimitadas, como lo explicamos al caracterizar el pensamiento metafísico. Se trata de metafísica esencialmente, pues sólo ésta puede llamarse propia y puramente intelectual; y esto nos lleva a precisar que, para la "élite" de la que hemos hablado, la tradición en su esencia profunda no tiene por qué ser concebida bajo el modo específicamente religioso, que no es, después de todo, más que un asunto de. adaptación a las condiciones de la mentalidad general y media. Por otra parte, esta "élite", aun antes de haber realizado una modificación apreciable en la orientación del pensamiento común, podría ya, por su influencia, obtener en el orden de las contingencias algunas ventajas bastante importantes, como la de hacer desaparecer las dificultades y los malentendidos que de otro modo son inevitables en las relaciones con los pueblos orientales; pero, lo repetimos, éstas no son más que consecuencias secundarias de la sola realización primordialmente indispensable, y ésta, que condiciona todo el resto y no está condicionada ella misma por otra cosa, es de un orden por completo interior. Lo que debe desempeñar el primer papel es, pues, la comprehensión de las cuestiones de principios de los cuales hemos intentado indicar aquí su naturaleza verdadera, y esta comprehensión implica, en el fondo, la asimilación de los modos esenciales del pensamiento oriental; además, mientras se piense de modos diferentes y sobre todo sin que, de un lado, se tenga conciencia de la diferencia, evidentemente no es posible ningún acuerdo, exactamente como si se hablasen lenguas distintas, ignorando la del otro uno de los interlocutores. Por ello, los trabajos de los orientalistas no pueden ser de ninguna ayuda para esto de que se trata, cuando no son un obstáculo por las razones que hemos dado; es también por ello que, habiendo juzgado útil escribir estas cosas, nos proponemos además precisar y desarrollar ciertos puntos en una serie de estudios metafísicos, ya sea exponiendo directamente algunos aspectos, de las doctrinas orientales, de las de la India en particular, o bien adaptando estas mismas doctrinas de la manera que nos parezca más inteligible, cuando estimemos tal adaptación preferible a la exposición pura y simple; en todos los casos, lo que presentaremos así será siempre, en el espíritu, si no en la letra, una interpretación tan escrupulosamente exacta y fiel como es posible de las doctrinas tradicionales, y lo que en ellas pondremos como nuestro serán sobre todo las imperfecciones fatales de la expresión.

Al tratar de hacer comprender la necesidad de un acercamiento con el Oriente, nos hemos atenido, aparte de la cuestión del beneficio intelectual que sería su resultado inmediato, a un punto de vista que es también del todo contingente, o que por lo menos parece serlo cuando no se vincula con otras consideraciones que no nos era posible abordar, y que están unidas sobre todo al sentido profundo de estas leyes cíclicas cuya existencia nos limitamos a mencionar; esto no impide que este punto de vista, tal como lo hemos expuesto, nos parezca muy apropiado para retener la atención de los espíritus serios y para hacerlos reflexionar, con la sola condición de que no estén del todo cegados por los prejuicios comunes del Occidente moderno. Estos prejuicios los llevan a su más alto grado los pueblos germánicos y anglosajones, que son así, más todavía mental que físicamente, los más alejados de los orientales; como los eslavos tienen en cierto modo una intelectualidad reducida al mínimo, y como el Celtismo no existe ya más que en estado de recuerdo histórico, sólo quedan los pueblos llamados latinos, y que lo son en efecto por las lenguas que hablan y por las modalidades especiales de su civilización, si no por sus orígenes étnicos, en los cuales la realización de un plan como el que acabamos de indicar podría, con algunas probabilidades de éxito, tomar su punto de partida. Este plan comprende, en suma, dos fases principales, que son la constitución de la "élite" intelectual y su acción sobre el medio occidental; pero sobre los medios de la una y de la otra no se puede decir nada actualmente, porque sería prematuro en todos los aspectos; no hemos querido considerar aquí, lo repetimos, más que posibilidades sin duda muy lejanas, pero que no dejan de ser posibilidades, lo que basta para que debamos considerarlas. Entre las cosas que preceden, hay algunas que quizá habríamos vacilado en escribir antes de los últimos acontecimientos, que parecen haber acercado un poco estas posibilidades, o que, al menos, pueden permitir comprenderlas mejor, sin dar una importancia excesiva a las contingencias históricas, que no afectan en nada a la verdad, no hay que olvidar que existe una cuestión de oportunidad que debe a menudo intervenir en la formulación exterior de esta verdad.

Faltan todavía muchas cosas a esta conclusión para que esté completa, y tales cosas son las que conciernen a los aspectos más profundos, esto es, a los más verdaderamente esenciales, de las doctrinas orientales y de los resultados. que se pueden esperar de su estudio por los que son capaces de llevarlo bastante lejos; aquello de que se trata puede ser presentido, en cierta medida, por lo poco que hemos dicho a propósito de la realización metafísica, pero indicamos al mismo tiempo las razones por las cuales, no nos era posible insistir más en ella, sobre todo en una exposición preliminar como ésta; quizás insistiremos en otro lugar, pero aquí sobre todo hay que recordar siempre que, según una fórmula extremo-oriental, "el que sabe diez no debe enseñar más que nueve". Sea como fuere, todo lo que puede ser desarrollado sin reservas, es decir, todo lo que hay de expresable en la vertiente puramente teórica de la metafísica, es todavía más que suficiente para que, a los que pueden comprenderlo, aun si no van más allá, se les presenten las especulaciones analíticas y fragmentarias del Occidente moderno tales como son en realidad, es decir, como una investigación vana e ilusoria, sin principio y sin objeto final, y cuyos mediocres resultados no valen ni el tiempo ni los esfuerzos del que tiene un horizonte intelectual bastante amplio para no limitar a ellas su actividad.

Apéndice:

LA INFLUENCIA ALEMANA (**)

Es muy curioso observar que los primeros indianistas, que eran sobre todo ingleses, sin dar prueba de una comprehensión muy profunda, han dicho a menudo cosas más justas que los que vinieron después de ellos; sin duda, cometieron también muchos errores, pero al menos no tenían un carácter sistemático, y no procedían de un prejuicio, ni siquiera inconsciente. La mentalidad inglesa, es cierto, no tiene ninguna aptitud para las concepciones metafísicas, pero tampoco tiene ninguna pretensión sobre el particular, mientras que la mentalidad alemana, que no está mejor dotada en el fondo, se hace grandes ilusiones al respecto; para darse cuenta, no hay más que comparar lo que los dos pueblos han producido en materia de filosofía. El espíritu inglés no sale nunca del orden práctico, representado por la moral y la sociología, y de la ciencia experimental, representada por la psicología de la cual fue el inventor; cuando se ocupa de lógica, es sobre todo la inducción la que tiene en cuenta y a la cual da la preponderancia sobre la deducción. Por el contrario, si se considera la filosofía alemana, no se encuentran en ella más que hipótesis y sistemas con pretensiones metafísicas, deducciones con un punto de partida caprichoso, ideas que quisieran pasar por profundas cuando son simplemente nebulosas; y esta pseudo-metafísica, que es cuanto existe de más alejado de la metafísica verdadera, los alemanes quieren encontrarla en los otros, e interpretan siempre las concepciones en función de las suyas propias: esta última manía en ninguna parte es más invencible que entre ellos, porque ningún otro pueblo tiene una actitud de espíritu tan estrechamente sistemática. Por lo demás, los alemanes no hacen en esto más que llevar al extremo los defectos que son comunes a toda la raza europea: su orgullo nacional les conduce a actuar en Europa como los europeos en general, infatuados por su imaginaria superioridad, se conducen en el mundo entero; la extravagancia es la misma en ambos casos, con una simple diferencia de grado. Es, pues, natural que los alemanes se imaginen que sus filósofos hayan pensado cuanto es posible concebir a los hombres y, sin duda, creen hacer un gran honor a los otros pueblos asimilando las concepciones de ellos a esta filosofía de la cual están tan orgullosos. Esto no impide que Schopenhauer haya disfrazado ridículamente al Budismo haciendo de él una especie de moralismo "pesimista", y que haya dado la justa medida de su nivel intelectual buscando "consolaciones" en el Vedanta; y vemos, por otra parte, a orientalistas contemporáneos como Deussen pretender enseñar a los Hindúes la verdadera doctrina de Shankarâchârya, al que atribuyen simplemente las ideas de Schopenhauer. Y es que la mentalidad alemana, por el hecho mismo de que es una forma excesiva de la mentalidad occidental, es lo opuesto del Oriente y no puede comprender nada de él; como, sin embargo, tiene la pretensión de comprenderlo, por fuerza lo desnaturaliza: de ahí estas falsas asimilaciones contra las cuales protestamos en toda ocasión, y principalmente esta aplicación a las doctrinas orientales de los rótulos de la filosofía occidental moderna.

Cuando se es incapaz de hacer metafísica, sin duda que lo mejor es no ocuparse de ella, y el positivismo, a pesar de todo lo que tiene de estrecho y de incompleto, todavía nos parece preferible a las elucubraciones de la pseudo-metafísica. El mayor error de los orientalistas alemanes es, pues, el de no darse cuenta de su incomprehensión, y de hacer trabajos de interpretación que no tienen valor alguno, pero que se imponen a toda Europa y llegan muy fácilmente a sentar autoridad, porque los otros pueblos no tienen nada que oponerles o que poner en comparación, y también porque estos trabajos se rodean de un aparato de erudición que impresiona mucho a las gentes que tienen para ciertos métodos un respeto que llega hasta la superstición. Estos métodos, por lo demás, son igualmente de origen germánico, y sería del todo injusto no reconocer a los alemanes las cualidades muy reales que poseen bajo el concepto de la erudición: la verdad es que sólo en la composición de diccionarios, de gramáticas, y de esas voluminosas obras de compilación y de bibliografía que sólo exigen memoria y paciencia; es extremadamente lamentable que no se hayan especializado enteramente en este género de trabajos muy útiles para ser consultados llegado el caso, y que, cosa apreciable, ahorran pérdida de tiempo a los que son capaces de hacer otra cosa. Lo que no es menos lamentable es que estos mismos métodos, en lugar de continuar como patrimonio de los alemanes, para cuyo temperamento están particularmente adaptados, se hayan difundido en todas las Universidades europeas, y sobre todo en Francia, donde pasan por ser los únicos "científicos", como si la ciencia y la erudición fuesen una sola y misma cosa; y, de hecho, como consecuencia de este deplorable estado de espíritu, la erudición llega a usurpar el sitio de la verdadera ciencia. El abuso de la erudición cultivada por ella misma, la creencia falsa de que puede bastar para dar la comprehensión de las ideas, todo esto, entre los alemanes, puede todavía comprenderse y excusarse en cierto modo; pero en los pueblos que no tienen las mismas aptitudes especiales, no puede verse en eso más que el efecto de una servil tendencia a la imitación, signo de una decadencia intelectual a la cual es tiempo de poner remedio, si no se quiere dejar que se transforme en decadencia definitiva.

Los alemanes se las han ingeniado muy hábilmente para preparar la supremacía intelectual que soñaban, imponiendo a la vez su filosofía y sus métodos de erudición; su orientalismo es, como acabamos de decirlo, un producto de la combinación de estos dos elementos. Es notable la manera como estas cosas se han vuelto instrumentos al servicio de una ambición nacional; sería muy instructivo, a este respecto, estudiar cómo los alemanes han podido aprovecharse de la caprichosa hipótesis del "arianismo", que por lo demás no inventaron. No creemos, por nuestra parte, en la existencia de una raza "indoeuropea", aun cuando no se obstinen en llamarla "aria", lo que no tiene ningún sentido; pero lo que es significativo, es que los eruditos alemanes han dado a esta raza supuesta la denominación de "indogermánica", y que han puesto todo su cuidado en hacer verosímil esta hipótesis apoyándola en múltiples argumentos etnológicos y sobre todo filológicos. No queremos entrar aquí en esta discusión; sólo haremos notar que la semejanza real que existe entre las lenguas de la India y de Persia y las de Europa de ningún modo es la prueba de una comunidad de raza; basta, para explicarla, que las civilizaciones antiguas que conocemos hayan sido primitivamente llevadas a Europa por algunos elementos vinculados a la fuente de donde procedieron directamente las civilizaciones hindú y persa. Se sabe, en efecto, lo fácil que resulta a una ínfima minoría, en ciertas condiciones, imponer su lengua, con sus instituciones, a la masa de un pueblo extranjero, aun cuando ella misma sea étnicamente absorbida en poco tiempo; un ejemplo notable es el del establecimiento de la lengua latina en Galia, donde los Romanos, salvo en algunas regiones meridionales, estuvieron siempre en cantidad insignificante; la lengua francesa es, sin discusión, de origen latino casi puro y, sin embargo, los elementos latinos no entraron sino en débil parte en la formación étnica de la nación francesa; la misma cosa es también verdadera para España. Por otro lado, la hipótesis del "indo-germanismo" tiene tanto menos razón de ser cuanto que las lenguas germánicas no tienen más afinidad con el sánscrito que las otras lenguas europeas; solamente que puede servir para justificar la asimilación de las doctrinas hindúes a la filosofía alemana; pero, desgraciadamente, esta suposición de un parentesco imaginario no resiste a la prueba de los hechos, y nada es en realidad más desemejante que un alemán y un hindú, tanto intelectual como físicamente.

La conclusión que se desprende de todo esto es que, para obtener resultados interesantes, sería necesario desvincularse desde luego de esta influencia que desde hace largo tiempo gravita tan pesadamente sobre el orientalismo; y, aunque no les sea posible a ciertas individualidades independizarse de métodos que constituyen para ellas hábitos mentales inveterados, esperamos que, de una manera general, los recientes acontecimientos serán una ocasión favorable para esta liberación. Sin embargo, compréndase bien nuestro pensamiento: si deseamos la desaparición de la influencia alemana en el dominio intelectual, es porque la estimamos nefasta en sí misma, e independientemente de ciertas contingencias históricas que no cambian nada en ella; no son, pues, estas contingencias las que nos hacen desear que desaparezca la influencia en cuestión, pero es necesario aprovecharse del estado de espíritu que han determinado. En el orden intelectual, el único del que nos ocupamos aquí, no tienen por qué intervenir las preocupaciones sentimentales; las concepciones alemanas valen ahora exactamente lo que valían hace algunos años, ¡es ridículo ver a hombres que habían profesado siempre una admiración sin límites por la filosofía alemana, ponerse bruscamente a denigrarla so pretexto de un patriotismo que no tiene nada que ver en estas cosas! en el fondo, esto no vale más que el alterar más o menos conscientemente la verdad científica o histórica por motivos de interés nacional, así como se les reprocha precisamente a los alemanes. Para nosotros, que no debemos nada a la intelectualidad germánica, que jamás hemos tenido la menor estimación por la pseudo-metafísica en que ella se complace, y que nunca hemos concedido a la erudición y a sus procedimientos especiales más que un valor y una importancia de los más relativos, estamos en muy buenas condiciones para poder decir lo que pensamos; y habríamos dicho absolutamente la misma cosa aunque hubieran sido otras las circunstancias, pero quizá con menos probabilidades de encontrarnos de acuerdo en esto con una tendencia generalmente difundida. Agregaremos nada más que, en lo que concierne especialmente a Francia, lo que es más de temerse en la actualidad es que no escape de la influencia alemana sino para caer bajo otras influencias que no serían menos funestas; reaccionar contra el espíritu de imitación nos parece, pues, una de las primeras condiciones para un resurgimiento intelectual verdadero: no es una condición suficiente sin duda, pero es por lo menos una condición necesaria y hasta indispensable.

 

 

Autor:

Abd Al-Wahid Yahia

René Guénon

Enviado por:

Ing. Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"?

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"?

[1] A la atenci?n de los lectores que hubieran tenido conocimiento de la primera edici?n de este libro, estimamos oportuno expresar brevemente las razones que nos han impulsado a modificar el presente cap?tulo: cuando apareci? esa primera edici?n, no ten?amos ning?n motivo para poner en duda que, como se pretende habitualmente, las formas m?s restringidas y m?s claramente antimetaf?sicas del H?nay?na representaban la ense?anza misma de Sh?kya-Muni; no ten?amos tiempo para emprender las largas investigaciones que habr?an sido necesarias para profundizar adecuadamente esta cuesti?n, y adem?s lo que conoc?amos por entonces del Budismo no era de una naturaleza que nos impulsara a ello. Pero, desde entonces, las cosas han tomado otro cariz tras los trabajos de A. K. Coomaraswamy (que ?l mismo no era budista, sino hind?, lo que garantiza suficientemente su imparcialidad), y de su reinterpretaci?n del Budismo original, del cual es muy dif?cil desprender el verdadero sentido de todas las herej?as que en ?l se han injertado posteriormente y las cuales ten?amos sobre todo en mente cuando nuestra primera redacci?n; es evidente que, en lo que concierne a tales formas desviadas, lo que hemos escrito anteriormente permanece v?lido enteramente. A?adamos en esta ocasi?n que siempre estamos dispuesto a reconocer el valor tradicional de toda doctrina, dondequiera que se encuentre, desde que tenemos pruebas suficientes; pero desgraciadamente, si las nuevas informaciones recibidas han sido enteramente a favor de la doctrina de Sh?kya-Muni (lo que no significa de todas las escuelas b?dicas indistintamente), es muy diferente para todas las otras cosas de las que hemos denunciado su car?cter antitradicional.

[2] The Upanishads, tomo II, Introducci?n, p?gs. XXVI-XXVII y L-LII.

[3] Christus, cap. IV, p?g. 187.

[4] Rig-V?da, X, 90.

[5] M?nava-Dharma-Sh?stra (Ley de Man?), 1? adhy?ya, shloka 31; Vishn? Pur?na (I,6).

[6] Comentario a los Brahma-s?tra, 2? Adhy?ya, 1? P?da, s?tra 29.

[7] Preface to the Sacred Books of the East, p?gs. XXIII-XXIV.

[8] Introduction to the Upanishads, p?gs. LXXIX-LXXXI

[9] Introduction to the Upanishads, p?gs. LXXIX-LXXXI

[10] En las tres primeras ediciones, aparec?a a continuaci?n el p?rrafo siguiente: "Por lo dem?s, en este, como en otros muchos casos, en particular, en el del "arianismo" imaginado por Pictet, y del cual Burnouf fue tambi?n un gran partidario, los alemanes no inventaron nada, sino que se apropiaron simplemente las concepciones de las que cre?an obtener alguna ventaja."

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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