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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 18)



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     Llevaba el Templario la antorcha en una mano, y en la otra un desnudo puñal, que relucía a los rayos de la luz como una víbora a los rayos del sol. Nuestro personaje llegó por último, después de varias vueltas y revueltas, al espacioso recinto circular donde ya en otras ocasiones le hemos visto, y en donde en otro tiempo lloraba emparedado el infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento. Allí el Templario permaneció largo rato inmóvil como una estatua, como oprimido por dolorosos recuerdos, y mirando fijamente al sitio en que por tantos años había vivido don Gonzalo en el angosto recinto de una tumba. A la sazón el cubículo se hallaba en el mismo estado que la noche aquella en que fue libertado Pérez Sarmiento por el fantasma y el trovador. Queremos decir que en aquella jaula de piedra había una abertura producida por la falta de los sillares que había derribado Castiglione con el ansia de buscar el manuscrito, en que estaban las señas del lugar donde se ocultaba el tesoro de Casib, el mago de Sierra Elvira. Súbito el Templario hizo un movimiento de espanto, y sus cabellos se erizaron de terror. Acababa de oír un lamento lúgubre, y que al través de aquellos espacios subterráneos se dilató vago, confuso, lejano, perdido, múltiplemente sonoro, ya en tono agudo, ya ronco, ora argentino y fuerte, ora áspero y débil. Todas estas distintas vibraciones tuvo aquel lamento, que al principio salió unido y después fue ondulando y abriéndose como un manojo de voces que se hubiese lanzado en los espacios. Súbito el Templario se dio una palmada en la frente, como asaltado de una idea luminosa.

     -¡Ah! -pensó-. Es el león que guarda la entrada de estos subterráneos. Estas bóvedas y la sinuosidad de estos departamentos es lo que ha producido esa confusa multiplicidad de tonos… ¡Cuánto la imaginación preocupa al hombre!… La noche, el sitio, mis recuerdos… ¡Yo creí que era una voz de los abismos!…

     El blanco fantasma se dirigió hacia donde estaba la puerta del bafomet. Causole terror el efecto que la temblorosa luz de la antorcha producía sobre aquella fantástica y repugnante figura, que representaba el genio del mal. El Templario hizo un movimiento marcado de sorpresa. Había encontrado cerrada la puerta que daba paso al callejón en donde estaba la entrada de los tres salones que servían de depósito de todas las riquezas de la orden del Templo en Castilla. Esta circunstancia dio mucho que pensar al Templario. ¿Había sospechado tal vez Castiglione la existencia de aquella oculta entrada? ¿Habría sido aquella simplemente una medida de precaución? No era fácil atinar con la verdadera causa que había motivado el cerrar aquella puerta.

     A la vez se le ocurrieron al Templario dos explicaciones. La una de ellas era que acaso el calabrés se había ausentado de la torre, por más que sus satélites y espías no le hubiesen visto salir. La otra explicación, y la más plausible, fue que el Templario recordó que por la entrada oculta habían logrado escapar la noche que libertaron al infeliz Pérez Sarmiento. Castiglione no habría podido menos, después de la desaparición del prisionero, de reconocer minuciosamente todos los subterráneos de la torre; mas esta inspección fue inútil, supuesto que no pudo encontrar ni aun rastro siquiera de la oculta comunicación, sólo sabida por el Templario, el cual tenía siempre gran cuidado en cerrar la entrada por medio de un ingenioso mecanismo, que consistía en una puerta de piedra, la cual cerrada presentaba el muro una apariencia homogénea, siendo imposible al observador más lince sospechar siquiera aquel secreto.

     No obstante, Castiglione, a pesar de su estéril investigación, abrigaba la convicción íntima de que alguna comunicación subterránea existía, como lo denunciaba incontestablemente la desaparición de Pérez Sarmiento. Otras veces el calabrés, dotado de una imaginación vivísima y excitada por los terrores y remordimientos de su conciencia, llegaba a creer, en sus accesos de sangriento somnambulismo, que su víctima había sido arrebatada del inmundo tugurio en que vivía agonizando, por un poder sobrenatural, por los ángeles del cielo.

     Esta idea le estremecía de terror, le perseguía despierto, le abrumaba soñando. Pero aquel hombre feroz, enérgico y valiente hasta la temeridad, dado que supersticioso, tenía el poder bastante, el satánico poder de encadenar a sus plantas los temores, los remordimientos, las angustias de su conciencia. Sobre este agitado mar de sangre, bajo este cielo sombrío, tachonado de estrellas fúnebres, como la antorcha del crimen nocturno, como la hoja del puñal del asesino, volvía siempre a campear vencedora la voluntad enérgica de aquel hombre; voluntad de diamante, que se sobreponía a todas las tempestades, como el altivo bajel que, burlándose de todos los vientos, llega al fin adonde quiere, a la orilla deseada, al puerto de antemano previsto. De cualquier manera que Castiglione se explicase la desaparición de Pérez Sarmiento, lo cierto del caso fue que desde entonces, cuando se ausentaba de la torre, tenía siempre muy buen cuidado de cerrar las comunicaciones del subterráneo circular con el sitio en que se encontraba el depósito del Templo.

     A la sazón habitaba en la torre el viceprocurador de la Encomienda de Alconetar, si bien Castiglione y Sechín de Flexián habían extraído secretamente de la torre la parte más considerable de los tesoros de los Templarios. Viéndose el fantasma blanco detenido en su camino, comprendió que Castiglione se hallaba ausente, y con ademán desesperado echó una última mirada a aquel lóbrego recinto, y volviose por el mismo callejón que había entrado. Cuando salió al campo, apagó la antorcha, y encaminose al sitio en que le aguardaban Garcés y el caballero de la Muerte. Grande sorpresa experimentó el fantasma cuando vio a sus satélites que estaban en conversación muy tirada con un nuevo personaje.

     -¿Qué tenemos? -preguntó el caballero de la Muerte.

     -He sido asaz desafortunado en mis investigaciones. Supongo que Castiglione se ha ausentado.

     -Así es la verdad.

     -¿Acaso sabéis vosotros?…

     -Que aún podemos alcanzarle.

     -¡Cómo! ¿Es posible?      -Todavía no es cosa muy segura, -dijo Garcés-.Escuchad lo que ha sucedido. Este muchacho que aquí veis es de mi partida, y como para hacer negocio es preciso siempre tener la gente bien situada. En fin, por los caminos más frecuentados tenemos espías para saber los caminantes que pueden merecer la pena de que les demos un asalto…

     -Vamos al caso, Garcés.

     -Este muchacho sabía que esta noche habíamos de venir por estos sitios, y yo le dejé apostado cerca de la Encomienda mientras que os fui a buscar, para que, si salía Castiglione, no se nos escapase.

     -¿Y lo ha visto? -preguntó el Templario con viveza.

     -Sí, señor; él dice que sí; pero como él no conoce bien a Castiglione…

     -Veamos, veamos.

     El Templario interrogó al joven bandido, y por él supo que había encontrado dos caballeros que se encaminaban hacia Valdecañas, y que en uno de ellos había reconocido a Castiglione.

     -¿Estás seguro de que era él? -preguntó el fantasma blanco.

     -Segurísimo, -respondió el joven.

     En resolución, el Templario se informó minuciosamente de la dirección que llevaba Castiglione, y al punto dispuso que el bandido Garcés y su partida fuesen siguiendo la pista al italiano. El fantasma blanco no dudaba que Castiglione, a cualquiera parte que se ausentase, llevaría consigo a Elvira. Acordose también el misterioso personaje del sueño que había tenido la noche anterior, en que se le presentaron Elvira y Castiglione a punto de embarcarse.

     Ya sabemos la extraordinaria importancia que el incógnito daba a los sueños y presentimientos; así es que este recuerdo se le apareció en aquel instante como la verdad más calificada. Pensó, pues, que el italiano había emprendido el largo viaje que, digámoslo así, le había sido revelado. El Templario y el caballero de la Muerte se encaminaron a Jaraicejo, donde hicieron rápidamente todos sus preparativos de marcha, y al día siguiente fueron a reunirse con Garcés y los suyos, que habían tomado el camino de Talavera la Vieja.

     Durante muchos días no fueron muy afortunados nuestros expedicionarios, si bien siempre hallaron los datos bastantes para no desanimarse y proseguir su excursión con esperanza de buen éxito. Así llegaron hasta las fronteras del reino de Valencia, y allí se convencieron evidentemente de que Elvira y Plácida iban en compañía de Castiglione y Sechín de Flexián. Luego supieron que el calabrés y su comitiva habían retrocedido un poco, girando hacia la derecha, de cuya evolución dedujeron que su intención primera había sido dirigirse a Valencia, pero después, variando de rumbo, y acaso por estar más cercano, se dirigieron a Alicante. Por lo ya referido podrá deducirse hasta qué punto era irrevocable la resolución del misterioso Templario en perseguir al italiano, pues había sido capaz por esta causa de intentar y proseguir un tan dilatado viaje; y de seguro el incógnito no hubiera abandonado la pista de Castiglione, aun cuando hubiese tenido que ir hasta el último cabo del mundo. Cuando llegaron a Alicante les señalaron aún la nave en que se habían embarcado Castiglione y sus compañeros.

     El bajel se perdía en el horizonte, y el blanco fantasma permaneció inmóvil en el puerto, contemplando el movible aposento en que a la sazón habitaban el calabrés y Elvira, horrible pareja reunida por el crimen, disfrazado de amor, por el crimen más repugnante, por el incesto. ¿Qué pasaba en el corazón del incógnito, que a la orilla del mar miraba desaparecer aquellos dos seres tal vez amados, tal vez aborrecidos, pero cuya suerte le interesaba tanto? El misterioso personaje revelaba en su rostro una tristeza inconsolable. Al fin salió de su distracción, y volviéndose a los suyos les encargó se informaran de cuándo salía un buque, y que le avisasen.

     Supieron nuestros expedicionarios que al día siguiente salía otra nave para Italia, y en consecuencia, lo dispusieron todo para partir. Garcés y los suyos iban en traje de caballeros, y habían atravesado una gran distancia sin el menor peligro y sin cometer tampoco el menor desmán, que no se lo permitiera la hidalguía del Templario. Este, antes de partir, dio sus instrucciones al bandido Garcés, el cual le prometió solemnemente no separarse un ápice de sus órdenes. Por lo demás, se convino en que se embarcasen ocho hombres de los más valerosos y leales en compañía del Templario y del caballero de la Muerte. Al partir, el fantasma blanco dijo a Garcés:

     -No olvides nada de lo que te he dicho, y sobre todo protege y vela por la seguridad de don Gonzalo Pérez Sarmiento… ¡Infeliz! Mucho me temo que la ausencia de su hijo no le cause la muerte… ¡Oh! ¿Y qué será de Jimeno?      Los ojos del Templario se inundaron de lágrimas.

     -Descuidad, señor, -repuso Garcés-, que yo cumpliré fielmente con todos vuestros encargos.

     En resolución, el Templario y el caballero de la Muerte, acompañados de su pequeña, pero valerosa escolta, se embarcaron con el mismo rumbo que sabían llevaba la nave en que iba Castiglione. Este se apercibió de que espiaban todos sus pasos, pues en Génova llegaron a reunirse en la misma posada unos y otros. Castiglione, cuya astucia y malicia ya conocemos, se puso en guardia desde el momento en que vio al fantasma blanco y a los que le acompañaban. No conoció a Juan Osorio (nombre que en aquel viaje había adoptado el Templario), ni conoció tampoco al caballero de la Muerte, porque ambos habían adoptado un disfraz que consistía particularmente en luengas barbas postizas. Pero aun así y todo, Castiglione, suspicaz y receloso como todo criminal, temió alguna emboscada de parte de aquellos hombres.

     Sospechaba que acaso le espiaban los mismos Templarios, a quienes era casi imposible se les ocultase ninguna resolución de importancia, atendidos los medios con que contaba la poderosa orden del Templo. Por otra parte, recelaba que el rey Felipe el Hermoso y Nogaret espiasen su conducta y la de Sechín de Flexián, para saber hasta qué punto eran servidos con lealtad. De cualquier manera, Castiglione quería sustraerse a toda inspección, y comunicando sus temores o recelos con su colega Sechín de Flexián, resolvieron, de común acuerdo, ausentarse de Génova repentinamente. Por más que las gentes de Osorio estuviesen alerta, Castiglione supo burlar su vigilancia, saliendo por la populosa ciudad de Génova como a dar un paseo con Elvira, Plácida y sus criados.

     Ya Sechín de Flexián estaba emboscado en las afueras de la población con otros servidores que llevaban los caballos. Así, pues, se marcharon sin ser vistos de sus espías. Mucho sintió Osorio perder la pista; mas, sin embargo, no estaba desorientado completamente. Por una conversación sorprendida por él mismo desde la puerta del aposento del calabrés, había sabido, no sólo que conspiraban contra la orden del Templo, sino también que se encaminaban a Jerusalén para dirigir sus tiros contra el gran maestre.

     Fácilmente pudo inferir Osorio con estos datos que el calabrés se había dirigido a Nápoles. Y en esta inteligencia, y seguro de encontrarle, volvió a embarcarse en Génova con toda su gente para aquella ciudad. Pero en esta ocasión Osorio acertó en cuanto al punto adonde se encaminaban, mas se equivocó respecto al camino. Castiglione había ido por tierra, como ya tuvimos ocasión de ver en Capua, cuando llegó a media noche a la posada de Pietro Maccarroni. Mas en Nápoles al fin volvieron a encontrarse, y entonces Osorio tornó tan bien sus medidas, que Castiglione no se apercibió del lazo que se le tendía.

     El caballero de la Muerte tuvo arte para trabar amistad con Mendo, cuya biografía le había bosquejado Osorio. Mendo, que fue traidor para la infeliz doña Fidela, no podía dejar de serlo para Castiglione, siempre que en ello ganase. El caballero de la Muerte no le habló por lo pronto con toda franqueza, sino que con algunos obsequios consiguió hacerle entrar en largas pláticas, que sirvieron de gran luz para deducir los proyectos del calabrés. Por de pronto supieron positivamente que ambos caballeros, Castiglione y Sechín de Flexián, se dirigían a Jaffa. No contento Osorio con tantas seguridades, quise aguardar a que se embarcasen, y su previsión llegó a tal extremo, para no abandonar segunda vez la pista, que se embarcó con los suyos en el mismo bajel de Castiglione. Para no inspirar sospechas, Osorio hizo que los suyos fuesen en traje de judíos unos, y otros como peregrinos. El caballero de la Muerte y Osorio habían adoptado este último hábito.

     Rápida y feliz fue la navegación, y muy pronto dieron vista a la antigua Joppe, ciudad antediluviana, y que entonces llevaba, como hoy, el nombre de Jaffa. Aquella ciudad pertenecía a los caballeros del Templo, que la defendían con heroica constancia de los continuos ataques de los infieles desde los tiempos del gran Godofredo, que asentó su trono en la patria de Dios.

     Vieron los navegantes asomar la ciudad reclinada sobre una colina que se interna en el mar, desplegando a la vista del puerto los magníficos edificios de la Casa del Templo, rodeada de castillos y torres, el hospital de los peregrinos, un convento de religiosos con la advocación de San Juan Bautista, y algunos minaretes de los árabes, que estaban sujetos a los cristianos.

     Desembarcaron, pues, nuestros viajeros, y los unos se encaminaron al Templo y los otros a la hospedería del convento de San Juan. Por la parte del Norte la ciudad presentaba un aspecto encantador, pues se veía rodeada de jardines deliciosos, y sobre sus murallas inclinaban su pintoresco y odorífero ramaje las altivas palmeras, pompa magnífica del desierto y bello emblema de la victoria. Por doquiera se veían granados que ostentaban su manto de verdura salpicado de cálices de fuego, que tales parecían sus rojas y brillantes flores, envidia de la púrpura de Tyro; y recreaban la vista y el olfato cedros marítimos cuyas copas parecían de aéreas filigranas, naranjos de aterciopelada verdura bordada de nacaradas flores de azahar, y limoneros de prodigioso tamaño que inclinaban las ramas bajo el peso de su fruto y de sus flores.

     Y a lo lejos se divisaba el mar por Occidente, y hacia el lado oriental el fondo blanco de la arena del desierto que separa a la ciudad del Egipto. Diríase que Joppe, la más antigua de las ciudades del mundo, estaba rodeada de dos océanos, uno de arena y otro de agua; por una parte rizadas ondas de cristal, y por la otra la pálida mortaja del desierto. Pero después de los arenales, la naturaleza parecía querer compensar su pasado ceño con las presentes sonrisas. Para llegar al paraíso es necesario atravesar los arenales. Respirábase allí un ambiente perfumado, y las frescas brisas del mar y los últimos rayos del sol poniente hacían de aquel sitio una de las mansiones más deliciosas del globo.

     El caballero de la Muerte y el supuesto Juan Osorio contemplaban todas aquellas bellezas naturales con esa profunda y a la vez grata melancolía propia de las almas sensibles y que han llorado y padecido mucho. Ambos guardaron durante largo rato profundo silencio.

     Al fin Osorio dijo:

     -¿Habéis quedado en veros con Mendo?      -Esta misma noche.

     -¿En dónde?      -Me ha prometido ir al convento a buscarme.

     -¡Muy bien! -exclamó gozoso Osorio-. Veo que habéis ejercido sobre Mendo una fascinación magnética, y de esta circunstancia podemos sacar mucho partido.

     -Así lo creo.

     Ambos guardaron silencio, y pocos minutos después se hallaban ellos y sus ocho compañeros, o mejor dicho, súbditos, en la hospedería del convento de San Juan Bautista, donde fueron recibidos por los religiosos con el mayor cariño y agasajo. Juan Osorio había elegido aquel asilo con preferencia a cualquiera otro, no sin motivo.

     Sabía que en aquel convento era religioso un su antiguo amigo y deudo que había abandonado la España por causas tan poderosas como lamentables. Cortesanos envidiosos y malévolos le habían malquistado con el rey, haciéndole dudar de su lealtad acrisolada y despreciar sus eminentes servicios. Añadiose a esta desgracia, que no es poca el ser calumniado para un hombre de honor e inocente, el que también por aquella misma época una joven hermosísima, de quien estaba apasionado el tal caballero, cometió un desliz mientras su amante estaba en la guerra; lo cual, sabido por el desdichado galán, fue causa de tan negra melancolía en el guerrero, que estuvo a punto de suicidarse; pero su espíritu, que siempre había abrigado una tendencia religiosa, fue herido, de repente, a consecuencia de tales sucesos, por una idea salvadora, y que engendró en él una resolución irrevocable.

     Pensó retirarse del mundo y ocultar sus insignias de caballero y sus amargas desilusiones bajo el áspero sayal del monje. Aquel caballero se llamaba don Rodrigo de Osorio, y este recuerdo fue la causa de que el misterioso Templario hubiese tomado aquel apellido, que hasta cierto punto también le pertenecía, pues ya hemos dicho que entre ambos mediaban vínculos de parentesco.

     Después de las preguntas naturales entre el prior del convento y el Templario, éste demandó si en aquel monasterio había un religioso llamado Rodrigo de Osorio.

     Era el prior un hombre muy respetable, de aspecto bondadoso, de tez pálida, y que, a causa de su vida ascética, representaba mucha más edad que la que tenía realmente. Con dificultad pudiera encontrarse un hombre más inteligente, más virtuoso, más circunspecto; y aunque en extremo caritativo, manifestaba señaladamente su predilección por los españoles, sus compatriotas. El prior, pues, era el antiguo caballero que en el mundo llevaba el nombre de don Rodrigo de Osorio. ¡Figúrese el lector cuán agradable no sería aquel encuentro para el misterioso Templario!      El supuesto Juan Osorio indicó al prior que tenía que hablarle de asuntos tan reservados como importantes. El religioso le condujo a su celda, y ambos allí encerrados, tuvieron el siguiente diálogo:

     -¡Válgame Dios! ¿Tan mudado estoy, que no me conoces?      El prior clavó sus ojos en el viajero, y después de contemplarle largo rato, le respondió:

     -Os confieso francamente que no caigo en quién sois, por más que vuestra fisonomía no me sea desconocida completamente.

     -Pues somos parientes, y hemos sido amigos.

     Estas indicaciones fueron inútiles, pues el prior se dio por vencido, diciendo que no recordaba su nombre. Juan Osorio entonces comenzó a referirle su historia, la cual era tan lamentable, que arrancó muchas lágrimas al buen religioso. Al fin, lleno de sorpresa, exclamó:

     -¡Es posible! ¿Quién había de creer que después de tantos años había de encontrarte en este sitio y con ese traje?      -Sobre esto te encargo la mayor reserva, el más inviolable secreto.

     -Haz cuenta, mi querido… ¿cómo deberé llamarte?      -Juan Osorio.

     -Pues bien, mi querido Juan, haz cuenta que te has confesado conmigo, y puedes estar seguro de que nadie sabrá por mi boca lo que acabas de confiarme… ¡Oh Dios! ¿Es posible que haya hombres tan infames, tan malvados como tu enemigo?      -Desgraciadamente los hay.

     -¿Y podré yo complacerte en algo?      -Es posible que me puedas ayudar mucho.

     -Desde luego puedes mandarme.

     -Por ahora nada tengo meditado. Es preciso estar a la expectativa de los acontecimientos y de los planes de mi adversario.

     Durante mucho tiempo ambos parientes estuvieron hablando de su patria y de su familia. Entretanto en el recinto del convento tenía lugar otra escena muy interesante para nuestra historia. Mendo, el criado de más confianza de Castiglione, había ido a ver, según lo había prometido, al caballero de la Muerte.

     -¡Cuánto he sentido tener que separarnos!      -Parece, sin embargo, que nos quedaremos aquí, en cuyo caso tendremos el gusto de vernos frecuentemente.

     -¿Lo sabéis de cierto? ¿Estáis seguro de que ese caballero a quien servís permanecerá en Jaffa?      -Hasta ahora no tengo ningún motivo para creer lo contrario.

     -Es un caballero muy sabio y que le gusta mucho viajar, así al menos he oído decirlo. ¿No viaja por gusto?      -Sí… sí, señor; es un hombre muy instruido… -murmuró Mendo.

     El caballero de la Muerte guardó silencio, y durante largo rato fijó sus ojos en Mendo como si quisiese leer en lo más profundo de su corazón. Al fin el caballero de la Muerte le preguntó:

     -¿Quién es ese caballero?      -Es un señor muy rico de Italia, que ha vivido mucho tiempo en España, donde yo le conocí y entré a servirle.

     -Y la dama que viene en su compañía, ¿quién es?      -Su hermana.

     -¿Y cuál es su nombre?      -¿El de él, o el de ella?      -El nombre del caballero.

     -Don Diego de Mendoza.

     -Y ella, ¿cómo se llama?      -Doña Leonor.

     Sonriose el caballero de la Muerte oyendo mentir tan descaradamente al bueno de Mendo, quien no podía sospechar que quien le preguntaba conocía aun mejor que él mismo a Castiglione. Tuvo tentaciones el caballero de hacerle alguna proposición a Mendo, relativa a que descubriese en lo sucesivo todos los planes del calabrés en cambio de gruesas sumas de dinero; mas se contuvo por temor de errar el golpe y de poner en guardia a sus adversarios, si por acaso Mendo quería permanecer leal para con su señor.

     Mendo, después de algunos momentos de silencio, dijo:

     -¿Sabéis que en la casa de los Templarios he oído hablar de una mala noticia?      -¡De veras!      -Como lo oís.

     -¿Y qué es ello?      -Dícese que con frecuencia caen sobre Jaffa todas las plagas de la guerra. Casi todos los años las caravanas que vienen del desierto hacia Galilea, intentan acometer la ciudad por asalto, y este año, según afirman, se han reunido varias tribus muy poderosas, con el designio de llevar a cabo de una vez la ardua empresa de conquistar a Jaffa. Parece que dentro de pocos días llegarán los enemigos, en cuyo caso habremos tenido la suerte de encontrarnos en una guerra en la cual deberemos tomar parte, aunque yo, maldita de Dios la gana que tengo de meterme en tales andanzas.

     -Sin embargo, nuestro deber como cristianos es ayudar a la defensa de esta ciudad, que desde el tiempo de las Cruzadas ha estado constantemente bajo el poder de los nuestros.

     -Estoy muy conforme con que ese será nuestro deber; pero es preciso convenir en que hay deberes muy penosos de cumplir, especialmente, cuando ahora es probable que nos toque perder, porque, según yo me imagino, los Templarios no son tan poderosos como otras veces.

     -Es preciso que no olvidéis que la orden del Templo es la más acatada de los cristianos y la más temida de los infieles, porque los Templarios son los más esforzados guerreros que jamás hubo en el mundo.

     El caballero de la Muerte, dado que aborrecía a los Templarios, hablaba de ellos en estos términos, no sólo porque su valor realmente así lo merecía, sino también porque, extrañando sobremanera ver a Mendo hostil para el Templo, intentaba sondearle y averiguar la causa de aquella enemistad hacia la orden, enemistad que no dejaba de ser extraña en un hombre que estaba al servicio de un personaje de importancia entre los Templarios.

     -Yo tampoco niego que los caballeros del Templo sean valerosos, -repuso Mendo-; mas lo que sí digo es que en el día tienen muchos enemigos poderosos.

     -¿Y quiénes son esos enemigos?      -De manera es, señor, que yo digo lo que oigo y lo que por ahí dice todo el mundo… En fin… Dios quiera que el mejor día del año no le suceda una desgracia a la orden.

     -¿Y quién se atrevería a quebrantar las fuerzas de la gloriosa orden del Templo?      -Para Dios no hay nada imposible. Además, que por muy poderosa que la orden sea, si todos los pueblos de la cristiandad se sublevasen contra ella, de seguro que no podría resistirlos.

     -¿Y cómo es posible que los pueblos de la cristiandad se subleven contra los soldados de Cristo?      -¡Ay, señor! ¿Decís eso de veras? ¡Soldados de Cristo! Mejor diríais soldados del diablo. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Pues ahí es nada lo que se dice de los Templarios!      -¿Pues qué se dice? -preguntó el caballero de la Muerte haciéndose el lelo.

     -Uf… Af… ¡Bah! ¿Pues estamos ahí ahora? Se cuentan cosas estupendas de los Templarios. ¿No sabéis que adoran un ídolo espantoso, el cual dicen que es la verdadera figura de Dios? Y además, añaden que en sus iglesias, detrás del Tabernáculo y en un lugar oculto, en vez de la imagen del Crucificado, tienen un ídolo que representa la figura de un gato negro. ¡Valientes hechiceros están los buenos de los Templarios!… Y han encontrado muchas veces en las cercanías de las casas del Templo cadáveres de mujeres y de niños, porque solamente los niños y las mujeres dicen que son a propósito para los maleficios y hechicerías que ellos hacen; pero yo creo que muy pronto les llegará la hora de pagarlas todas juntas a esos malditos brujos.

     -Esos son cargos injustos, o por lo menos muy difíciles de averiguar.

     -La cosa está averiguada, y la voz y fama pública lo cantan y lo rezan. Además que se les hacen otros cargos, que al golpe se conoce que no son calumniosos, antes muy fundados, y el principal de ellos es que aspiran al dominio universal. La orden ha ensanchado de tal manera su poderío, que por cualquiera parte que vayáis, sea en Europa o en Asia, encontraréis siempre las principales ciudades en su poder, por cuya razón todos los reyes de Europa están recelosos de los Templarios, que han sabido adquirir tanta prepotencia y riquezas tantas, que es cosa de hechicería. ¿Habrán adivinado ellos lo que muchos sabios dicen que es posible hacer?      -¿El qué?      -El modo de hacer oro.

     -¡Qué disparate!      -Vamos, vamos, que de menos nos hizo Dios.

     Largo rato estuvo Mendo consejando con el caballero de la Muerte acerca de las hablillas que sobre la orden del Templo corrían. Al fin se separaron, y Mendo prometió volver al convento a visitar a su nuevo conocido, siempre y cuando sus ocupaciones se lo permitiesen. Mostrose el caballero muy afectuoso para Mendo, agradeciéndole su adhesión. Además le ofreció amistad y le encargó que lo tuviese al corriente de cuantas noticias pudiese adquirir, con lo cual el caballero de la Muerte echó los cimientos de su principal intriga, que consistía en picar la codicia de Mendo y prepararle poco a poco a que al fin por dinero vendiese a su señor, revelando todos los secretos que pudiera sorprenderle. Apenas partió Mendo, el caballero de la Muerte dirigiose al aposento de Juan Osorio, que ya aguardaba impaciente. Repitió el caballero palabra por palabra a Osorio todo cuanto había hablado con Mendo, manifestándole asimismo la extrañeza que le había causado ver al criado de Castiglione con disposiciones hostiles hacia los Templarios.

     Sonriose Juan Osorio.

     -¿Qué pensáis de todo esto? -preguntó el caballero de la Muerte.

     -Pienso, -repuso Osorio-, que hemos encontrado ya la clave de la conducta de Castiglione.

     -¿Cómo así?      -Escuchadme bien. Hasta ahora hemos sido enemigos de los Templarios, sola y exclusivamente porque Castiglione pertenecía a la orden del Templo; pero desde hoy nosotros debemos ser fieles amigos de los Templarios, que ciertamente no merecen ser aborrecidos en corporación; pues en una orden tan numerosa, naturalmente debe haber de todo, bueno y malo. En prueba de esta verdad, yo pudiera deciros que un Templario, Castiglione, me ha hecho muchísimo mal, ha llenado para siempre mi vida de amargura, y no hay una sola desgracia en este valle de miserias que no me haya venido de su mano. En cambio, otro Templario, el noble don Martín Núñez, que de Dios goce, me hizo inmensos beneficios, sin conocerme y sin saberlo, sin más impulso que el de su generoso corazón. Todo el consuelo que pueda recibir mi alma hasta la muerte, se lo debo al comendador Núñez. Él salvó por caridad, solamente por caridad, a un desgraciado niño, que encontró cerca de la Encomienda de Alconetar dentro de un cesto y pendiente de un árbol. ¡Aquel niño era mi hijo!…

     -¿Jimeno?      -El mismo. Ya veis que en una misma casa se encontraban el genio del mal y el genio del bien.

     -Sin duda; no es posible creer que todos los Templarios sean indignos de la gloria que adquirieron sus antecesores.

     -Ellos han prestado grandes servicios a la causa de Dios y de los hombres en esta tierra santa. Los caballeros Templarios han sido la prolongación magnífica del eco resonante de los guerreros cruzados. Ellos han servido de valladar insuperable a las bárbaras legiones del islamismo, que apoderadas del Santo Sepulcro, amenazaban tragarse el culto cristiano en Europa. Los Templarios son y han sido la muralla viviente y broncínea de la cristiandad, la muralla contra la cual se han estrellado las irrupciones de la barbarie. Bajo el escudo de los guerreros del Templo de Salomón, ha podido crecer, desarrollarse y fructificar en estas apartadas regiones la mística palma del cristianismo, que con su sombra convida al peregrino en el desierto de la vida.

     ¡Ya lo veis! La ciudad de Jaffa está poblada en su mayor parte de cristianos. Este convento, el hospital de peregrinos, la ciudad que duerme tranquila entre el desierto y el mar, ¿a quién sino a los Templarios debe su seguridad y defensa?      -Veo que tenéis una manera de juzgar a los Templarios, que, no obstante ser muy diversa del común de las gentes, es muy profunda y acertada. Pero se me ocurre una observación

     -Decid.

     -Si hemos de mirar como amigos a los Templarios, no entiendo cómo hemos de hacer la guerra a Castiglione.

     -Precisamente; poniéndonos en favor del Templo contrariamos a Castiglione y a su compañero.

     -¿Cómo así?      -Vos mismo me habéis dicho que extrañáis la enemistad de Mendo hacia el Templo, y cabalmente en esta circunstancia he leído yo todas las intenciones del calabrés.

     -¿Y qué intenciones son esas?      -Conozco tan a fondo a Castiglione, que soy capaz de razonar su conducta mejor aún que él mismo. Ya recordaréis que Castiglione ha pretendido dos veces ser maestre provincial de la orden en Castilla.

     En ambas ocasiones han sido vanos sus intentos, por lo cual el rencoroso calabrés, lleno de despecho, trata ahora de hacer la guerra a sus mismos correligionarios. Estoy seguro de que su misión en este viaje no es otra que la de hacer daño al Templo, para lo cual se habrá puesto de acuerdo con los enemigos de la orden, que envidian su esplendor, su poder y sus riquezas.

     -Me parece que son muy aventuradas vuestras suposiciones…

     -No supongo nada; lo que os digo es la verdad.

     -¿Y en qué fundáis vuestro juicio?      -En mil razones que cada una por sí sola me bastaría para convencerme de lo que os he dicho. A más del resentimiento inextinguible que Castiglione abriga contra los Templarios, porque no han querido hacerlo maestre, tengo otra razón muy poderosa, y que precisamente he sabido hace poco por vuestra boca. ¿No os ha dicho Mendo que Castiglione se llama don Diego de Mendoza?      -Así me lo ha dicho.

     -Pues bien, ¿qué más queréis para convenceros de que Castiglione conspira contra los Templarios? Si así no fuera, no procuraría encubrir su nombre.

     -Puede ser que tengáis razón; mas en ese caso, ¿cómo ha ido a albergarse en la Casa del Templo?      Esta reflexión pareció impresionar bastante a Juan Osorio, el cual, después de algunos momentos, dijo:

     -Necesito que averigüéis el concepto bajo el cual Castiglione se ha introducido en la Casa del Templo, si como caballero Templario, o bajo algún otro pretexto.

     -Pues bien, lo preguntaré mañana.

     -Es también indispensable saber en dónde se ha alojado la supuesta doña Leonor de Mendoza, y en ese caso podremos formar un juicio exacto de la situación.

     Quedaron conformes ambos caballeros en la necesidad de hacer esta averiguación, y en seguida pensó cada cual en irse a su aposento para entregarse al descanso. A la vez que en el convento latino tenía lugar la conversación antecedente, en la Casa de los Templarios se había entablado otro diálogo entre Castiglione y Mendo.

     -¿Fuiste a visitar a tu nuevo amigo?      -Sí, señor, y he hablado con él largo rato.

     -¿Y qué has sacado en limpio?      -Hasta ahora nada, señor.

     -¿No habéis hablado con intimidad?      -He hecho todo cuanto he sabido por inspirarle confianza, y en mi concepto, creo haberlo conseguido; pero aun así y todo, nada he averiguado que merezca la pena de molestarse espiando a ese caballero. Permitidme, señor, que os diga que dais mucha importancia a vuestras sospechas, y que yo las creo infundadas.

     -¡Hum! ¡Hum! -refunfuñó el calabrés-. Podrá ser que tengas razón; pero yo no sé por que se me ha metido en la cabeza que ese caballero viene espiando todos mis pasos… En fin, no lo dejes de la mano, visítalo a menudo, sondéalo bien, y cuenta con mi generosidad, siempre que me sirvas astuta y lealmente en este negocio, que es más delicado de lo que tú te imaginas.

     Y esto diciendo, Castiglione dio a Mendo algunas monedas de oro, como indicándole que aquella gratificación no era más que el preludio de una recompensa mucho más considerable, siempre que en este encargo desplegase toda su actividad y destreza.

     -Pero ¿quién piensas que es ese caballero? -preguntó Sechín de Flexián después que Mendo hubo salido.

     -Al principio creí que fuese un espía de los Templarios; pero ahora imagino que es un emisario del rey de Francia.

     -¿Y qué interés tiene el rey Felipe en espiarnos?      Acaso desconfíe de la sinceridad de nuestras palabras y de nuestro odio hacia el Templo.

     Esto lo pronunció Castiglione en voz tan baja, que tuvo necesidad de repetirlo para que Sechín de Flexián lo entendiese bien.

     -En verdad que tienes razón, porque Nogaret es muy suspicaz.

     -Y en verdad que la orden podía darle un golpe al rey…

     -Ya lo creo, si fuésemos como antes…

     -Es decir, Templarios…

    -De buena fe.

     Durante algunos minutos, ambos caballeros guardaron silencio. Luego Sechín de Flexián preguntó.

     -¿Y qué te ha parecido el comendador?      Castiglione hizo un gesto que quería decir:

     -Un pobre hombre.

     -Dicen que es valiente, -añadió Sechín.

     -Podrá ser. ¿Qué trabajo cuesta el ser valiente?      -Don Hernando Sotomayor tiene fama de ser uno de los comendadores más ilustres de la orden del Templo.

     -Me ha parecido estúpidamente orgulloso, como lo son todos los españoles. Por lo demás, creo que es un buen hombre, sencillo y cándido hasta la simpleza. Estoy seguro de que se le engaña impunemente diez veces al día.

     -Pues me parece que te equivocas en cuanto al juicio que has formado del comendador.

     -Allá veremos.

     Aquí llegaban nuestros interlocutores, cuando súbito oyeron grande ruido de voces y de caballos, cuyas herraduras restallaban en los patios de la Encomienda. Llamaron en esto a la puerta de la estancia en que se hallaban Sechín de Flexián y Castiglione. Presentose un aspirante diciendo:

     -El comendador desea hablaros al punto.

     Dichas estas palabras, desapareció el aspirante, dejando a los dos caballeros sumergidos en un mar de confusiones.

     -¿Que será esto? -preguntó Sechín de Flexián.

     -¿Habrán sabido algo?      -¡Tal vez nos hayan escuchado!      -Habría sido inútil. ¿Crees que pueda oírse nada en el tono que hemos hablado?      -En efecto, por este camino están a oscuras.

     -Puede que por otro conducto…

     -¿Y cuál? Sería necesario que monsieur Nogaret nos hubiese hecho traición, porque él es el único que sabe nuestro negocio…

     -Eso no es probable…

     -Claro está; a él mismo no la convendría obrar tan disparatadamente.

     -Esto debe ser otra cosa.

     -¿Para qué será?      -¡Qué ruido!      -Vamos allá, y sea lo que fuere.

     Encamináronse al aposento del comendador, el cual les salió al encuentro, acompañado de gran número de caballeros. Don Hernando Sotomayor, perteneciente a una de las más distinguidas familias de España, era hombre ya de cincuenta años, pero ágil y vigoroso como un joven. Era alta su estatura, de miembros fornidos, de andar majestuoso y de aspecto venerable. Es verdad que, como había dicho Castiglione, había algo de orgulloso y altivo en el rostro del comendador. Esta noble altivez del guerrero en nada perjudicaba a los bondadosos impulsos de su corazón; amaba a sus soldados, y cuidaba de que nada les faltase con una solicitud verdaderamente paternal. Más de una vez se le había visto en el campo de batalla ceder su caballo a algún caballero herido que había perdido su corcel en el fragor de la pelea.

     También es cierto que don Hernando era sencillo de corazón, y rara vez se inclinaba a pensar mal de nada ni de nadie. A esta elevación de carácter, noble cualidad de un caballero, llamaba el villano calabrés simpleza, que es decir, sandez o tontería. ¡Cuánto se equivocaba Castiglione! Sotomayor reunía a su modo recto de pensar y obrar suma perspicacia; pero jamás manifestaba sospechas ni recelos, que le ofendían a él tanto como al que se los inspiraba.

     Así, pues, era una naturaleza muy avara de manifestaciones malévolas, pues temía humillarse sobremanera, si por acaso sus malos pensamientos hacia alguna persona se veían luego desmentidos por la experiencia. Esto, sin embargo, no impedía el que Sotomayor fuese un hombre sagaz y astuto lo bastante para no dejarse engañar fácilmente, y no tan en sumo grado, que tuviese una idea mezquina de la humanidad. El comendador había mandado reunir a los más idóneos de los caballeros, a fin de deliberar sobre el importante suceso que acababa de saber. Sin embargo, cuando vio a Castiglione y a Sechín de Flexián, volviose solo con ellos a su estancia, mandando a sus caballeros que le aguardasen en la sala del Capítulo.

     Castiglione hablaba perfectamente el español, y era imposible que nadie reconociese su origen italiano. Así, pues, Castiglione se había presentado al comendador como caballero Templario de Castilla, y llevaba cartas de recomendación, en que se exageraban sus méritos, tanto para el gran maestre, como para el comendador de Jaffa, don Hernando Sotomayor. Excusado parece decir que estas cartas eran fingidas, así como también era falso el nombre de don Diego de Mendoza. Castiglione había imitado perfectamente las armas y sellos de la orden y la letra del maestre provincial de Castilla don Rodrigo Ibáñez. Lo propio había hecho Sechín de Flexián con el prior o maestre de Tolosa, monsieur de Villeneuve. Sechín se había presentado con el supuesto nombre de monsieur de Legneville.

     Ambos intrigantes llevaban la misión de aniquilar por todos los medios imaginables el poder de los Templarios en Oriente. Ya sabemos que el rey de Francia tenía particular empeño en atraer a sus dominios al gran maestre de la orden, Santiago Molay, y éste cabalmente era el encargo principal que el rey Felipe y Nogaret habían dado a los dos aviesos personajes en la abadía de San Ponce. Difícilmente habrían podido encontrar Felipe el Hermoso y su consejero personas más a propósito que Sechín de Flexián y Castiglione para llevar a cabo sus tenebrosas cábalas. Unidos por una horrible simpatía, el supuesto monsieur de Legneville y el falsario don Diego de Mendoza hallaban dentro de sí mismos una fecundidad asoladora de recursos y expedientes para obrar el mal. Eran aquellos hombres dos genios maléficos que desplegaban sus negras alas en la tempestuosa y lóbrega atmósfera de la intriga subterránea, del crimen sanguinario y de la cobarde y pérfida calumnia. Cuando se hallaron solos en presencia del comendador, éste les dijo:

     -Ya sabéis que en la sala del Capítulo me están aguardando todos mis caballeros, y esta circunstancia os habrá hecho comprender que se trata de un asunto de grande importancia para la orden. Siento que hayáis venido a Jaffa en momentos harto críticos. Precisamente acabo de recibir una noticia funesta. Casi todos los años acampan en las cercanías de esta ciudad las innumerables tribus que del desierto pasan a la tierra de Galilea, y nunca se ha verificado todavía que en su tránsito no intenten apoderarse de Jaffa. Todos los años hemos podido resistir sus asaltos, gracias al valor incomparable de nuestros caballeros…

     -Y en esta ocasión sucederá lo mismo, el triunfo será nuestro, -interrumpió el terrible tuerto, que a duras penas podía disimular el júbilo inmenso que semejante noticia le había causado.

     -Mucho me temo que este año no nos suceda alguna desgracia, -dijo el comendador con acento melancólico-. A vosotros, que ocupáis un lugar tan distinguido en nuestra orden, no he querido ocultaros mis temores, pues ya veréis que en el Capítulo uso de otro lenguaje; que no conviene al jefe de guerreros esclarecidos manifestarse vacilante ni temeroso.

     -¿Y en qué fundáis vuestros recelos, mayores hoy que otras veces?      -En que la peste ha acabado con la tercera parte de mis caballeros; muchos aún están débiles por sus dolencias pasadas, y todos abatidos por el horroroso estrago de que han sido testigos en esta ciudad infortunada. A mayor abundamiento, acabo de saber que mañana mismo estará sobre Jaffa innumerable muchedumbre de árabes, y es lo peor que según me dicen, viene mandando esas fuerzas el más famoso de todos los jefes de las tribus del desierto. Llámase este jefe Khalil-Ben-Kelaun, el cual, por parte de padre, es de raza árabe y baharita de los soldanes de Egipto; pero su madre es turca. El joven Khalil parece que ha recibido a manos llenas todos los dones de las dos razas de que desciende. Al valor indomable del scytha, reúne la generosa altivez y la brillante y fecunda imaginación del árabe. Los turcos le respetan, y los árabes le aman y le obedecen. Este es el hombre que mañana estará con los suyos a vista de Jaffa.

     -En efecto, la cosa es más grave de lo que yo pensaba, -dijo Sechín de Flexián.

     -¿Y qué pensáis hacer? -preguntó Castiglione.

     -No me queda más recurso sino es defender la ciudad hasta el último trance.

     -¿No decís que son muy escasas vuestras fuerzas?      -Sin embargo, moriremos todos antes que huir o entregarnos a los infieles.

     -¿Y no pudierais reunir más fuerza?      -Enviare a Jerusalén a pedir algún refuerzo al gran maestre.

     -En ese caso, no tenéis que perder ni un instante.

     -Precisamente para hablar de este asunto os he llamado.

     -Estamos a vuestra disposición.

     -Nuestro mayor placer sería que pudiésemos contribuir en algo a la gloriosa defensa que proyectáis.

     -Se os proporciona una ocasión oportunísima de prestar un gran servicio a la orden.

     -La aceptamos.

     -Decid.

     -Nadie mejor que vosotros pudiera llevar al gran maestre la noticia del conflicto en que nos encontramos.

     -¿Y cuándo es necesario partir?      -Dentro de pocas horas.

     Sechín de Flexián y Castiglione cambiaron una mirada de inteligencia, como para consultarse la conducta que en aquel caso debían seguir. Castiglione pareció reflexionar profundamente durante algunos minutos; pero al fin el semblante del supuesto don Diego de Mendoza tomó una expresión de júbilo infernal. Sin duda se le había ocurrido al italiano una idea luminosa y conveniente para llevar a cabo sus tenebrosos proyectos.

     -Estamos dispuestos, comendador, a partir sin pérdida de tiempo, -dijo Castiglione.

     Don Hernando Sotomayor dio sus instrucciones a los dos caballeros, que pocas horas después salieron de Jaffa para llevar a Jerusalén la nueva de la próxima llegada del temible Khalil-Ben-Kelaun. Mendo había recibido el encargo de permanecer al cuidado de Elvira, la cual se había alojado en el hospital de peregrinos. Castiglione le prometió volver dentro de muy breve tiempo.

     En cuanto a Juan Osorio y al caballero de la Muerte, debemos decir que, a pesar de sus disfraces y astucias, no habían podido evitar que el astuto Castiglione dejase de entrar en sospechas. El caballero de la Muerte intentaba engañar a Mendo, y éste pretendía averiguar las intenciones de los misteriosos caballeros.

     Cada cual pensaba engañar a su contrario, y se imaginaba que lo conseguía. La guerra era de astucia contra astucia.

Capítulo LII

Funesta fascinación

     La blanca luna destella su luz suave sobre los edificios de Roma. Era la media noche; las calles estaban desiertas. Un gallardo joven, rebozado en una especie de esclavina, caminaba a tales horas por la dormida ciudad. El mancebo iba muy embebido en la contemplación de los edificios, a juzgar por las interrupciones que a cada instante hacía en su marcha; o tal vez algún pensamiento fijo le impulsaba a vagar por las calles en el silencio de la noche y al pálido fulgor de las estrellas. No se representaba ahora Álvaro del Olmo en su imaginación los numerosos y antiguos monumentos que ya habían desaparecido quedando sólo su fama, ni tampoco los que a la sazón existían y que podían ver sus propios ojos. Álvaro no pensaba en el Foro, ni en los templos de la Paz, de Júpiter y de la Fortuna; ni tampoco en las basílicas de Santa María y de San Pedro, ni en las Catacumbas. Ni la ciudad de Júpiter, ni la ciudad del Príncipe de los Apóstoles llamaba la atención del conturbado mancebo, que pisaba el sagrado recinto de Roma con la misma indiferencia que el pastor pisa en el invierno las amarillentas hojas del bosque.

     Sólo un pensamiento llenaba ahora el alma de Álvaro. El amor que profesaba a Cattinara le arrastraba invenciblemente hacia la calle de Bancuo, en que habitaba la hermosa. Después que el joven hubo leído el aciago manuscrito que le entregó Cattinara, experimentó vehementísimos deseos de ir al punto a su casa, para que la hermosa agraviada le manifestase en dónde vivía el aborrecido Guarnacci, pero se detuvo por consideración a sus amigos, a quienes se avergonzaba de confesar su amorosa flaqueza. Sin embargo, después que ya los tres jóvenes se habían recogido, Álvaro sentíase tan acosado por el recuerdo de la hermosa que había herido su corazón de amores, que no pudo resistir a la tentación, o mejor dicho, a la necesidad de respirar el aire libre y pasear la calle de su dama.

     Contemplaba el joven las paredes de la casa, y quería traspasarlas con sus ojos, imaginándose la felicidad suprema que gozaría si en la horas calladas de la noche él se encontrase departiendo amorosamente con la bella Cattinara. Súbito llegó a su oído el eco melodioso de una orquesta y la bulliciosa algazara de un baile. Álvaro del Olmo reparó en que la puerta del palacio de Cattinara estaba entornada solamente.

     Aproximose, y vio en el portal y en los patios multitud de pajes, rodrigones y literas. El enamorado joven comprendió que aquella noche, mientras que él se entregaba a sus melancólicas y amorosas meditaciones, la hermosa dama daba un festín a sus amigos y conocidos. Informose el mancebo de los requisitos que se necesitaban para penetrar en las salas del festín, y supo que era necesario presentar la invitación al convite.

     -¿Y no me permitiréis pasar? -preguntó Álvaro a uno de los porteros.

     -Por mi parte, no hay inconveniente; pero arriba lo encontraréis.

     Sin más, el joven subió la suntuosa escalera, y llegó a una puerta, donde fue detenido por algunos camareros.

     -¿Adónde vais? -le preguntaron.

     -Deseo hablar a la señora Cattinara.

     -¿Estáis convidado al banquete?      -No en verdad; pero estoy seguro de que vuestra señora no tomará a mal el que me dejéis penetrar hasta donde ella se encuentre.

     -Perdonad, caballero; pero no nos es posible separarnos ni un ápice de las órdenes que se nos han comunicado.

     Insistiendo Álvaro, consiguió que uno de los camareros avisase al mayordomo, el cual, reconociendo en Álvaro a uno de los jóvenes que, acompañados de Jeroboam, habían visitado a su señora, consintió en ir a avisarle. Pocos momentos después volvió el mayordomo con el permiso de Cattinara para que Álvaro entrase a verla. Álvaro fue conducido por varias habitaciones y galerías espléndidamente iluminadas. Por todas partes resonaba el jubiloso estruendo de la música, y por doquiera veíanse hermosas damas y gallardos caballeros resplandecientes de joyas y galas. El mayordomo condujo al mancebo a un gabinete, en donde le dijo que aguardase. No se hizo esperar la encantadora Cattinara sino lo bastante para hacer que su presencia fuese ardientemente deseada por el mancebo. Como un ciego de nacimiento que de repente recobrase la vista fijándola en el espléndido disco del sol, así, y aun más gratamente admirado y sorprendido, quedose Álvaro al contemplar a la bellísima joven, como siempre seductora, y más que nunca con exquisito gusto ataviada. Por espacio de algunos minutos, Álvaro estuvo imposibilitado de articular una sola palabra. Al fin serenose algún tanto, y dijo:

     -Dispensad, hermosa señora mía, el que me haya atrevido a interrumpir vuestros solaces. Tal vez mi venida os haya parecido inoportuna; pero me hubiera sido imposible entregarme al descanso sin pasear antes vuestra calle.

     Y el joven le refirió cómo pensando en ella había abandonado su alojamiento, llegado al palacio, y por último, de que manera había sido introducido hasta allí, ignorando de todo punto que aquella noche tuviese lugar semejante fiesta.

     -No extrañéis, caballero, que no os haya convidado, supuesto que, cuando aquí estuvisteis, nos ocupamos de cosas muy ajenas de saraos, y muy propias para despertar en mi corazón dolorosísimos recuerdos…

     -Esos recuerdos, señora mía, debéis hundirlos para siempre en el olvido.

     -¿Y es posible que tal me digáis, vos que ya sabréis a fondo mi afrenta?      -Confieso que es imposible encontrar quien sea tan infame como monseñor Guarnacci; pero os suplico, bella señora, que ya no debéis pensar en semejantes recuerdos.

     La hermosa Cattinara comprendió perfectamente el sentido de las palabras de Álvaro, y ella entonces, con infernal artificio, dirigió al amartelado galán una sonrisa de miel y una mirada de fuego.

     -¡Oh! -exclamó la hermosa-. ¿Me vengaréis, gallardo caballero?      -¡Si os vengaré! ¿Y me lo preguntáis? Señora, lo he jurado, y vos debéis saber la fuerza que tiene un juramento, sobre todo para un caballero español. ¡Y os lo repito ahora! ¡Por el alma de mis padres, por la salvación de mi alma, por la otra vida, por el cielo y la tierra, os juro que vos, hermosa señora, seréis vengada!      Cattinara escuchó estas palabras terribles tan conmovida de júbilo, que ni aun podía hablar siquiera. Para mostrar su agradecimiento al joven, le tendió su mano, que el galán besó con frenética avaricia.

     Luego Álvaro continuó:

     -A más del deseo de veros, me ha traído a vuestra presencia la necesidad que tengo de que me digáis en dónde habita el villano monseñor Guarnacci. Es indispensable, hermosa señora mía, que esta misma noche sepa yo en dónde podré encontrar a vuestro injusto y ruin ofensor.

     -¡Ah, caballero! ¿Con qué pagaré vuestra noble y generosa adhesión?      -¡Oh! ¡Si me amaseis!      -¿Y podéis dudarlo? ¿No os he dado bastantes testimonios de mi afecto? Desde el punto en que os vi, una voz secreta, una simpatía irresistible me impulsó, a pesar mío, a manifestarme con vos franca, apasionada, y ¿quién sabe? acaso me habéis motejado de liviana, porque casi sin conoceros me he entregado a vos sin reserva, manifestándoos lo que a nadie me he atrevido a revelar todavía.

     -¡Cuán feliz soy, bella Cattinara, por haber merecido vuestra confianza, vuestro amor, que es para mí la ventura celestial!      La pérfida Cattinara dejó al mancebo entrever el más delicioso premio por el servicio que el español había prometido prestarle.

     -¿Y pensáis permanecer mucho tiempo en Roma? -preguntó la dama.

     -Eso dependerá de vos, hermosa señora; pero en tanto que os dignéis mirarme con ternura, yo permaneceré aguardando vuestras órdenes. Vuestros bellos ojos serán para mí las estrellas en que deba leer mi destino.

     -A fe que, sois galante, caballero, y en verdad que me place mucho veros tan apasionado. Creedme, soy muy dichosa considerando que un corazón como el vuestro me consagra su culto.

     -¡Os adoro con toda mi alma!      Sonriose la hermosa con un aire de satisfacción que las mujeres comprenderán muy bien. Entretanto la música llegaba a intervalos hasta el aposento en que se encontraba la amorosa pareja, despertando en ella los placenteros sentimientos que conmueven el corazón siempre a la idea de una fiesta.

     -¿No queréis venir al sarao?      -En donde vos estéis, señora, está para mí el paraíso.

     -Pues venid.

     -Antes quisiera tuvieseis la bondad de responderme a lo que os he preguntado.

     -¿Y qué deseáis saber?      -El paradero de monseñor Guarnacci.

     -Pues bien, caballero, voy a satisfacer vuestro deseo. Guarnacci habita, en la actualidad en una casa de campo que posee en las inmediaciones de Cívoli, junto al Tíber.

     -¿Y está muy lejos ese sitio?      -A muy pocas millas de Roma.

     -En ese caso, mañana en la noche sabréis el resultado. No puede ser otro que mi muerte o la de Guarnacci.

     La dama fingió que palidecía y temblaba a la sola idea de ver en peligro a su amado caballero.

     -Os advierto, -dijo al fin Cattinara-, os vuelvo a repetir que Guarnacci es el hombre más astuto e insinuante que conozco. Me temo mucho que os seduzca con su exterior bondadoso y con sus palabritas de miel.

     -Todos sus artificios se estrellarán en mi furor, como las saetas se despuntan en la acerada coraza del impávido guerrero.

     -¡Ojalá que así sucediese!      -Descuidad, señora. Mis resoluciones son siempre enérgicas, y rara vez dejan de cumplirse; y cuando esto suceda es por causas completamente ajenas a mi voluntad.

     Cattinara se sonrió gozosa.

     -¿Queréis saber algo más?      -No, por ahora.

     -Si os place, pudiera daros un guía para que os condujese a Cívoli.

     -No, yo puedo y quiero ir solo… En fin, sobre eso yo meditaré lo que crea más oportuno.

     -Como gustéis.

     -En seguida Cattinara condujo al mancebo a la sala del baile. Al principio Álvaro del Olmo no estaba dispuesto a tomar parte en aquella alegría universal. Veía cruzar ante sus ojos atónitos mil y mil beldades que, extendiendo los torneados brazos y sonriéndole con sus labios de rosa, parecían convidarle a que con ellas se arrojara al rápido y voluptuoso torbellino de la danza.

     Álvaro del Olmo había vivido siempre con el mayor recogimiento, bajo la inspección severa del buen Gil Antúnez, cuya muerte aún era ignorada por los tres amigos. Olmo sólo había gozado de ciertas libertades juveniles cuando se encontraba en Nápoles; pero en aquella ocasión, sus emociones, por enérgicas que fuesen, pertenecían a la turbia y nebulosa atmósfera de los sentidos, y no a esa esfera de melancólico y suave resplandor que agita gratamente el alma, como en las noches de verano se agitan los trémulos rayos de la luna sobre las aguas argentadas del sereno río. Es verdad que Álvaro había tenido la primera revelación del sentimiento con ocasión de Elvira, que a la vez había herido de amores a los dos amigos de infancia; pero también es cierto que el desengaño sufrido por don Guillén había afectado de rechazo a Olmo, si bien nunca con la misma intensidad, como que él no había recibido de Elvira una promesa solemne de ser amado.

     Así es que el joven no había penetrado abiertamente todavía en la esfera del sentimiento, hasta tanto que no encontró en su camino a la encantadora mujer que para siempre había de decidir de su suerte. Una mujer es en la vida como un líquido de una virtud colorante extraordinaria, que basta una sola gota para teñir el agua de un anchuroso estanque. Si el líquido es perfumado y de color de rosa, ¡bien hayan las aguas cristalinas que recibieron aromas deliciosos y matices brillantes! Pero ¡ay! si el líquido es negro y hediondo, el estanque para siempre quedará emponzoñado y negruzco y fétido.      Como todas las naturalezas cándidas y que nunca han prodigado los recónditos tesoros de su ternura, Álvaro se hallaba tan conmovido, que tuvo necesidad de sentarse para no desplomarse en tierra. Bastábale sólo mirar a Cattinara, o contemplar sus cabellos, o aspirar el aroma de unas flores que ella misma le había dado, o escuchar el crujir de su vestido, para que Álvaro se conmoviese profundamente. Su corazón palpitaba con extraordinaria violencia, queriendo romper las venas de su ardiente pecho, y un temblor nervioso agitaba todo su cuerpo, y un ardor febril coloreaba su rostro.

     Le parecía que nunca hasta entonces su alma había percibido el dulce e inefable encanto de la música. Su alma se abría gozosa y sedienta a todos esos placeres envueltos en el aéreo y luminoso velo del primer amor como las auras matinales. ¡Tan profundas e indelebles son las primeras impresiones de un corazón virgen! Poco a poco Álvaro fue serenándose y experimentando el deseo vivísimo de gozar también de la embriaguez jubilosa de la danza y de la música. La misma Cattinara, que, como mujer de mundo, conocía hasta dónde llegaba la extensión de su imperio en aquel corazón apasionado, propuso al joven que danzase con ella.

     Figúrese el lector lo que experimentaría Álvaro cuando sintió estrecharse su mano con la mano de la mujer a quien adoraba, respirando los dos el mismo aliento, y agitando todos sus miembros al compás de una sonata melodiosa y rápida. El joven se inclinaba sobre la hermosa, y creía que vagaba en una nube de felicidad a merced de céfiros perfumados y en brazos de la más bella de las sílfidas, y creyendo descubrir desde las alturas etéreas nuevas y distantes y luminosas regiones, adonde les sería fácil llegar en las alas del amor. De repente el mancebo exhaló un grito desgarrador y palideció espantosamente. Interrumpiose la danza, y algunos acudieron a sostener al joven, que tendía en torno suyo miradas vagarosas y terribles.

     Hubiérase dicho que la desacordada demencia se había apoderado de su alma, según eran furiosos e intempestivos sus ademanes e incoherentes sus palabras. Cattinara llorando, o fingiendo que lloraba, se aproximó al mancebo, e intentó prodigarle algunos cuidados; pero él la rechazó con un brusco movimiento, como si se le hubiese acercado una serpiente.

     ¿Qué había sucedido en el espíritu del apuesto y enamorado galán? ¿Quién había de pensar algunos momentos antes que pudiera efectuarse una transición tan rápida y violenta? ¡Ah! Por encima de las dulces melodías de la orquesta, de las voluptuosas imágenes de la danza, y entre los rizos bellamente desordenados de aquella mujer a la cual adoraba con tan ciega idolatría, el virtuoso Álvaro había visto asomar la cabeza de un venerable sacerdote, con los cabellos blancos, con el rostro lívido, con el pecho atravesado de una feroz puñalada y con las manos juntas implorándole perdón. Aquella imagen de crimen y de remordimiento había ahuyentado todas las doradas y voluptuosas visiones que pocos momentos antes revolaban en fúlgidos tropeles en torno de la frente serena del mancebo. ¡Oh! Aquel era el primer gemido de un alma inocente que se veía impulsada por la ruda mano de las pasiones a atravesar el lóbrego dintel del crimen. Aquel era un remordimiento de una especie diversa, pues roía el corazón del joven antes que hubiese cometido su atentado.

     Álvaro era de vigoroso temple, así en el alma como en el cuerpo, y consiguió al cabo de algunos minutos reponerse completamente de la impresión producida por aquella idea que lo había asaltado en medio del júbilo de una fiesta, como el carnívoro halcón que clava sus garras crueles sobre el ruiseñor enamorado en el momento mismo en que exhala sus trinos más melodiosos. Levantose, y pasándose la mano por su frente, como para arrancarse aquel recuerdo, dijo con voz serena:

     -Perdonad, amables señoras…

     -¿Qué ha sido eso? -preguntó Cattinara, fingiendo grande interés y casi llorando.

     -¡Ay, señora! -exclamó el joven, consiguiendo disimular su turbación-. ¿Quién había de creer que en medio de tanta alegría habían de asaltarme tan crueles dolores?      -¿Y cómo os encontráis?      -Muy bien, señora. Sentí un gran desvanecimiento en la cabeza y vehementes panzadas en el corazón… Yo creí que iba a desmayarme; pero afortunadamente mi turbación pasó pronto.

     Álvaro verdaderamente había sufrido mucho con las imágenes espantosas que se habían presentado a su imaginación, pero lo terrible de su sufrimiento consistía más en la parte moral que en la física. En resolución, Olmo continuó en el baile hasta que se terminó ya cerca del día. Luego se dirigió a su posada, y ordenó a su criado que ensillase dos caballos, y se aprestase a seguirle. Al partir, llamó a Jeroboam, y le dijo que un negocio muy urgente le obligaba a hacer un pequeño viaje; pero que al día siguiente estaría de vuelta. Todo lo cual dijo al judío que se lo manifestase así a sus compañeros. En seguida partieron. El escudero no sabía qué pensar del aire meditabundo, triste y abatido que se notaba en el semblante de Álvaro, quien de ordinario estaba alegre y apacible. A la tarde llegaron al pueblo de Cívolo, donde se informaron de la casa en que habitaba monseñor Guarnacci. Fácilmente les dieron razón, pues el sacerdote era muy conocido en el pequeño pueblo, a causa de su beneficencia y buena reputación. En todos estos informes Álvaro no vio otra cosa que la astucia de Guarnacci, que sabía maravillosamente ocultar sus crímenes horrendos y captarse la veneración de aquellas sencillas gentes. Por último, Álvaro descubrió la casa en que habitaba el sacerdote, y se detuvo largo rato. Al fin salió de su profunda meditación, y descendiendo de su caballo, dijo a su escudero:

     -Aguárdame emboscado en las orillas del Tíber, y cuidado que no te duermas.

     -Descuidad, señor. Pero, poco más o menos, ¿no pudierais decirme a que hora terminaréis vuestro negocio?      -No puedo decírtelo.

     -Entonces…

     -Entonces, aguardarás alerta, muy alerta, a que yo vaya a reunirme contigo. Para que yo no ande titubeando mucho tiempo, será bien que me salgas al encuentro cuando oigas el sonido de mi silbato.

     Quedáronse convenidos en la dirección en que se debían encontrar, y el escudero fue a ocultarse entre algunos árboles que había cerca del famoso río, y Álvaro se encaminó resueltamente hacia la solitaria casita de Guarnacci.

     Era por demás pintoresco el sitio en que aquella modesta mansión se encontraba, rodeada de frondosos olmos y de árboles frutales, y junto a las márgenes del río donde encontró Eneas el término de sus peregrinaciones. Las cercanías de la casa ofrecían un aspecto encantador. Por todas partes se veían rosales en flor que embriagaban el ambiente de perfumes. Álvaro caminaba por una calle terraplenada perfectamente y flanqueada de frondosos tilos.

     Al fin de aquella calle el joven descubrió a un hombre ya entrado en años, pero cuyo aspecto revolaba la salud y la alegría. Aquel hombre acariciaba a un enorme lebrel, que comenzó a gruñir sordamente cuando divisó al extranjero; mas el anciano apaciguó al furioso animal, que parecía dispuesto a lanzarse sobre Álvaro. Éste saludó al dueño de la quinta, pues desde luego conoció que aquel hombre era monseñor Guarnacci, tanto por las señas que de él le habían dado, cuanto por su traje rigurosamente negro.

     -¿En qué puedo complaceros? -preguntó Guarnacci levantándose y respondiendo atentamente el saludo que Olmo le había dirigido.

     -¿Sois el dueño de esta quinta?      -Para serviros, caballero.

     -Me alegro mucho, monseñor Guarnacci, -dijo Álvaro con una sonrisa espantosa.

     -¿Conocéis mi nombre? -dijo el sacerdote con bondadosa sonrisa.

     -Perfectamente, monseñor; vuestro nombre es muy conocido.

     -En efecto; por estas cercanías me conocen mucho y me quieren bastante.

     -Quisiera hablaros de un asunto de grande importancia.

     -Cuando queráis podéis comenzar.

     -Desearía que estuviésemos completamente solos.

     -Justamente aquí nadie nos oye.

     -Si os place, podemos dar un paseo por estos sitios tan deliciosos. En verdad que habitáis en una mansión encantadora.

     -Ciertamente lo creo así. En esta quinta, lejos del bullicio de las ciudades, encuentro yo toda mi alegría, una calma deliciosa y un consuelo inexplicable. Aquí admiro la mano de la Providencia, que ha dado a cada árbol, a cada planta, a cada flor su aroma, sus virtudes, sus frutos para regalo del hombre.

     -¡Hipócrita! -murmuró Álvaro, que comenzó a pasear.

     -¡Cuán deliciosa vida la que se pasa en el campo! -añadió el sacerdote entusiasmado y siguiendo al joven!-. Ved las purpúreas rosas que recrean la vista y el olfato y engalanan el manto de la primavera; oíd cómo murmuran las brisas en el ramaje de los tilos, y mirad, mirad el sol que se oculta en Occidente entre nubes de grana… ¡Qué espectáculo tan soberbio!… ¡Oh magnificencia del Criador!… Pero yo me olvido de vuestro negocio… dispensadme, es mi flaco; en hablándome de las bellezas de la naturaleza, todo lo olvido… ¿No veis allá a lo lejos al famoso Tíber, que rodea estas verdes campiñas como una anchurosa banda de plata?      -Sí; todo esto es muy bello y muy bueno, -repuso lacónicamente Álvaro.

     Siguieron ambos durante algún tiempo su paseo, sumergidos en el más profundo silencio. Olmo había tomado la precaución de dirigirse hacia donde debía aguardarle su escudero. Entretanto el sacerdote, viendo la distracción de aquel mancebo, cuya noble figura le había interesado sobremanera, comenzó a hacerle caricias a su enorme lebrel.

     -Parece que tenéis en mucha estima a ese animal.

     -¡Oh, sí! Es un amigo fiel que nunca me abandona. ¡El perro es el símbolo de la lealtad! ¿No habéis leído la historia de Tobías, cuando a este padre cariñoso le fue anunciada la vuelta de su hijo por el perro fiel? ¡Qué cuadro tan patético, tan bello y al mismo tiempo tan sencillo!      Parecía que un ángel inspiraba al sacerdote para que pronunciase las palabras que más profunda y dolorosamente podían herir la imaginación del desdichado mancebo. Este, a pesar suyo, recordó la edad serena y venturosa en que su buen tío Gil Antúnez lo hacía leer la Biblia con su voz inocente, con su alma de niño. Involuntariamente se venían a la memoria del mancebo estas palabras terribles, que resonaban dentro de su alma con el fragor de una tempestad:

     -«¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito serás sobre la tierra.

     Pero luego después el demonio del homicidio murmuró en su oído estas sofísticas razones:

     -Ese sacerdote es un hipócrita; bajo el manto de la virtud oculta un alma perversa; él ha ultrajado a Cattinara, y quiso arrebatarle su belleza por los medios más bárbaros o inicuos. ¡Bien me lo decía ella! «Guarnacci te seducirá con su lenguaje bondadoso». Pero no, no será así; no me dejaré engañar… Yo lo he jurado; un juramento es una cosa sagrada e inviolable. ¡Jamás seré perjuro! Yo he jurado matar a este hombre infame, y… ¡morirá!      ¡Cuán lamentable era el estado del triste Álvaro, hasta entonces modelo de generosidad y de virtud! La fascinación que, como una negra nube había esparcido Cattinara sobre el espíritu del joven, llegaba hasta el punto de que éste creía cumplir con un deber sagrado al cometer un asesinato, un sacrilegio además, porque se trataba de un sacerdote.

     -Parece que estáis muy pensativo, -dijo Guarnacci-. ¿De qué tenéis que hablarme? ¿Son acaso asuntos secretos? ¿Tal vez vuestra conciencia inquieta necesita del bálsamo de la religión para tranquilizarse? Hablad, joven, hablad con franqueza y confianza, que en mí encontraréis los consejos de un anciano, la ternura de un padre y la bendición de un sacerdote. Nuestro más grato ministerio es consolar a los afligidos.

     Fueron estas palabras pronunciadas con tal acento de dulzura y mansedumbre, que hubieran conmovido a un tigre; pero el terrible y apasionado Álvaro no veía en todo esto más que una farsa admirablemente representada.

     -Confiadme, hijo mío, confiadme todos vuestros pesares. La misericordia de Dios es infinita, y no rechaza a ninguno de su seno. Vuestro semblante me indica que algún dolor profundo os aqueja.

     Olmo padecía en aquellos momentos todas las torturas de un condenado. Su imaginación luchaba entre varias ideas y sentimientos, como un bajel combatido por vientos contrarios. La lucha era horrorosa, y el desdichado joven casi había perdido su razón, agitándose como un insensato entre las opuestas playas del bien y del mal. De repente cruzó sus manos y cayó de rodillas delante del sacerdote, exclamando:

     -¡Perdón! ¡Perdón!      Guarnacci no dejaba de admirarse de la extraña conducta del mancebo, y mirándole con ojos compasivos, le dijo llorando de ternura:

     -Levantaos, hijo mío; y como vuestra contrición sea sincera, yo os prometo lo que me pedís: yo os ofrezco perdonaros, en el nombre del Cordero de Dios que borra los pecados del mundo.

     En aquel mismo instante, Álvaro del Olmo fijó sus ojos a lo lejos, y creyó distinguir entre las primeras sombras de la noche la blanca figura de la hermosísima Cattinara, que con sarcástica sonrisa se burlaba de él, porque se había dejado seducir por el astuto e hipócrita sacerdote. Todo esto lo veía el desdichado joven como una realidad cruel, irónica y evidente; pero aquella escena infernal era sólo un delirio funesto, una fantasmagoría fascinadora, un ensueño tentador que le fingía el genio del mal. Aquel recuerdo en aquellas circunstancias fue la sentencia de muerte para Guarnacci. Álvaro se levantó como impelido por un resorte, y diciendo con voz atropellada:

     -¿Conoces a Cattinara, sacerdote?      -Sí, sí la conozco, -repuso Guarnacci en extremo sorprendido.

     -¿Y sabes tú lo que es para mí esa mujer?      -¿La conocéis vos también?      -Sí; pero ¿no sabes lo que ella me ha dicho?      -Lo ignoro de todo punto… Cattinara es una hermosa criatura, a la cual yo siempre he profesado un afecto entrañable…

     -¡Villano! ¿Y te atreves a decir en mi presencia que la amas?      Y esto diciendo, el furioso mancebo asió del cuello al sacerdote, y le descargó una furiosa puñalada en el pecho. Cayó el infeliz anciano revolcándose en su sangre, y aun ya caído, Álvaro, exaltado hasta la ferocidad, intentó clavar su puñal una y otra vez en el pecho del venerable ministro de Jesucristo. Pero al levantar el sacrílego brazo, el joven sintió que una fuerza poderosa le detenía, oyó un rugido detrás de sí, y él mismo lanzó un grito espantoso. No obstante, cuando el joven se enteró de cuál era su nuevo enemigo, revolvió furiosamente contra él, y desasiéndose, encaminose velozmente hacia el punto en que debía aguardarle su escudero, quien le salió al encuentro apenas oyó el silbato.

     Montaron a caballo, y partieron a escape con dirección a Roma.

Capítulo LIII

Donde se prueba que el manuscrito de Cattinara era un tejido horrible de falsedades

     Ya se habían alejado un gran trecho, cuando Álvaro no pudo contener sus agudísimos dolores, y comenzó a quejarse. El escudero estaba atónito, y no dejaba de pensar que todo cuanto veía era asaz misterioso. La noche avanzaba, el cielo estaba purísimo, el ambiente perfumado, suaves céfiros recreaban a los caminantes, y la luna se ostentaba en el cielo con todo el esplendor de su melancólica belleza. A la pálida claridad del astro de la noche, el escudero advirtió que la manga de la ropilla de su señor estaba toda desgarrada, y que del brazo derecho le salía mucha sangre.

     -¿Estáis herido, señor? ¡Y no me habéis dicho nada!      -No es cosa de cuidado.

     -Permitidme que os vende la herida.

     -Todo ello no vale un ardite…

     -¿Y quién os ha herido?      -No me ha herido nadie es un perro que me ha mordido, al penetrar en los linderos de una alquería.

     El escudero se empeñó en vendar la herida de su señor, y éste al fin consintió en ello. El escudero, que era un joven asaz avispado, hizo su composición de lugar, interpretando a su modo la expedición de Álvaro, el cual, en su concepto, había ido a la quinta de Guarnacci a conquistar alguna muchacha, o por lo menos a departir amorosamente con ella, y no viendo en la mordedura del perro sino un percance naturalísimo en amores campestres. Así es que el escudero se sonreía contemplando a su señor, mientras que éste se hallaba dolorosamente afectado, manifestando en su semblante las tintas sombrías del crimen y del remordimiento. Llegaron a Roma al amanecer. Cuando penetraron en la posada, aún no se habían levantado Jimeno y Gómez de Lara. Álvaro se encaminó a su aposento, y encargó a su escudero que guardase la mayor reserva acerca de su expedición. El cansancio, la fatiga y la angustia del joven reclamaban imperiosamente algunas horas de sueño; pero por la primera vez de su vida Álvaro se entregó a un sueño horriblemente turbado por las espantosas visiones del crimen. ¡Oh! El infeliz no podía figurarse que, si su sueño había sido horroroso, el despertar había de ser más terrible todavía. Ya sabemos que la encantadora Amalia Molay miraba con buenos ojos al trovador, y que, por dicha suya, vivía en la casa frontera a la que habitaban los caballeros españoles, es decir, en la casa del hermano de Jeroboam. Es inútil encarecer la sorpresa que causó a Jimeno y a don Guillén la extraña conducta de su amigo Álvaro. Apenas éste se levantó, cuando los dos amigos fueron a visitar al desdichado mancebo. Pocos momentos antes el hermano de Jeroboam había manifestado a Jimeno que al siguiente día marchaban de Roma monsieur Molay, su hija y demás caballeros franceses. Desde luego el apasionado trovador había concebido el proyecto de ausentarse también de Roma y no perder la pista a la hermosa joven que tan profunda impresión había causado en su alma. Este proyecto lo había comunicado con su amigo don Guillén, y éste lo había aprobado en todas sus partes. ¡Cuán ajeno se hallaba el trovador de que sus más vehementes deseos habían de encontrar obstáculos tan inesperados como invencibles!      -¡Gracias a Dios que te podemos echar la vista encima! -exclamó alegremente Jimeno cuando entró en la habitación de Álvaro.

     -¿En dónde has estado, buena pieza? -preguntó Gómez de Lara.

     -Perdonadme, amigos míos, que no os haya hablado con toda franqueza de los negocios que traigo entre manos.

     -¿Y de qué se trata? -dijo el trovador.

     -Ahora estamos despacio, y podéis referirnos vuestras hazañas, señor aventurero, -añadió don Guillén.

     El giro que la conversación había tomado ponía a Olmo en el conflicto de engañar a sus amigos o de hacerles revelaciones espantosas. Lo uno era villano, lo otro vergonzoso para él; pues aunque había caído muy bajo, el desdichado joven guardaba siempre rezagos de su natural hidalguía, y érale sobremanera repugnante tratar a sus amigos con falsía ni doblez. Así, pues, para evitar una cosa y otra, Álvaro tomó la resolución irrevocable de guardar el más profundo secreto acerca de su aventura; pues si el mentir es indigno, el callar es propio de hombres prudentes. No dejaba, sin embargo, de ser esta resolución en extremo penosa para quien, como Álvaro, jamás había tenido reserva con sus amigos.

     -¿Qué tienes, hombre? ¡Estás mustio! -exclamó Jimeno.

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