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Los templarios, por Juan De Dios Mora (página 7)



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     -Seguid mi consejo, no penséis en semejante cosa.

     -Enseñadme antes a no pensar.

     El caballero suspiró profundamente.

     El Templario comenzó a creer que su interlocutor padecía algunos raptos de demencia. Y efectivamente, sus palabras y ademanes daban harto motivo para pensarlo y creerlo así.

     Durante largo rato los dos personajes guardaron el más absoluto silencio, y ambos parecían sumergidos en honda meditación.

     -Ahora comprenderéis, -dijo al fin el caballero-, cuán grandes son mis pesares, y que la desgracia me persigue en todo. Mi espíritu, agitado por negras visiones, necesitaba esta noche palabras de paz y de consuelo. Yo venía con la esperanza de oírlas de vuestra boca en este apartado y solitario recinto. Cuando llegué esta tarde di voces y os busqué por todas partes; pero a nadie vi ni nadie me respondió. Ya hacía tres noches que el grato sueño, regalo de los mortales, no había posado sobre mis sienes calenturientas su mano perezosa. Rendido de cansancio al llegar a esta eminencia, y suponiendo que pronto volveríais, me oculté en estas ruinas, y por último mis fatigados miembros se rindieron a una especie de letargo muy semejante al delirio. Pero ¡desdichado de mí! aun entre sueños me perseguían mil lúgubres pensamientos. Acordeme de Castiglione, o, por mejor decir, se me apareció su figura espantosa, que con una risa infernal contaba el oro arrebatado a mi padre, y me miraba pobre y errante… Y luego mi escudero oprimía con sus brazos mi garganta, y me oprimía como una serpiente enroscada, y quería hablar, y mi lengua se resistía, y la fatiga se aumentaba, y creí ahogarme… Oigo palabras cerca de mí; apenas doy crédito a mis oídos; escucho vuestra conversación; el pasmo me hace creer que estoy en el otro mundo; nombráis a Castiglione, causa primitiva de todas mis desgracias; la sangre hierve en mis venas, y el espíritu de las venganzas derrama en mi corazón todos los furores del infierno, a la vez que los obstinados remordimientos me clavan sin cesar sus ponzoñosas espinas. ¡Maldición! ¡Maldición! En vano busco consuelos; inútilmente procuro reclinarme en la margen florida del arroyo cristalino; el mar espumoso me sale al encuentro y amenaza sepultarme en sus ondas embravecidas… ¡Y bien! Ya estoy harto de luchar. ¡Ira de Dios!… ¡No! No más terrores, nada de debilidad; que salgan mil maldiciones de mil abismos… ¡Ya no me espantarán! Sí, estoy condenado, lo sé, no me importa; pero quiero condenarme apurando la deliciosa copa de un placer infernal; quiero embriagarme, como los réprobos, con el placer de la venganza. Y así diciendo, el gigantesco paladín rechinaba los dientes de cólera y prorrumpía en espantosas blasfemias. Diríase que un verdadero acceso de demencia le había acometido. Súbito, como asaltado de una idea repentina, levantose disponiéndose a partir.

     -¿Os marcháis? -preguntó el Templario.

     -Ahora mismo.

     -¿Y no volveréis?      -Sí, sí, debemos vernos a menudo, supuesto que sois enemigo de Castiglione… Tomad, y poned esto en sitio donde ese infame calabrés pueda verlo.

     Y el atleta sacó una cajita y se la entregó al Templario, no sin vacilar algún tanto. En seguida el caballero se alejó rápidamente de las ruinas, y encaminándose al pie del monte adonde había dejado su caballo, negro como la noche, cabalgó en él, y desapareció veloz como un torbellino. El Templario quedose mudo del estupor, si bien aguijado por la más viva curiosidad, volvió muy pronto en sí para ver el contenido de la pequeña caja que el misterioso caballero le había entregado.

     Aquel personaje era el Caballero de la Muerte, de quien ya se ha hecho mención en esta verídica historia.

Capítulo XVII

Planes de ambición

     Notábase grande agitación en la casa de la Encomienda de Alconetar. Todos los caballeros manifestaban en sus semblantes indicios nada equívocos de inquietud y de tristeza.

     El comendador aquel mismo día había recibido la nueva de la muerte de don Sancho Ibáñez, maestre de la orden de los Templarios en Castilla.

     En la iglesia consagrada a Nuestra Señora de la Concepción celebrose una fúnebre ceremonia en honor del finado maestre, asistiendo el comendador, varios ricoshomes y muchos caballeros, así seglares como Templarios.

     Terminadas, las preces y responsos que en tales casos acostumbraban a rezar en todos los templos de la orden, el comendador anunció a sus caballeros que dentro de tres días tendría lugar el capítulo que debía celebrarse entre todos los caballeros dependientes de aquella bailía, con objeto de conferenciar y ponerse de acuerdo acerca de la persona que hubiera de elegirse para el honroso e importante cargo de maestre provincial de Castilla. Después de estos capítulos parciales que se celebraban en las diferentes bailías, era cuando se verificaba el capítulo general, en que definitivamente quedaba elegido el maestre.

     Desde luego se comprenderá que en aquella ocasión no dejaría de asistir a la fúnebre ceremonia Matías Rafael Castiglione, personaje que entre los suyos gozaba de no poca importancia. Pudo notarse que, al salir de la iglesia, un hombre de extraña catadura acercose al italiano y le entregó una carta, después de haber cambiado con él algunas palabras. En seguida el misterioso emisario traspuso el monte y se encaminó hacia la torre en que ordinariamente habitaba Castiglione.

     Ben-Ayub; pues éste era el portador de la mencionada epístola, ocultose entre unos árboles, y allí permaneció largo rato, hasta que, por último, vio aparecer al terrible italiano. Saliole al encuentro, y ambos penetraban poco después en el sombrío recinto de la antigua torre.

     Cuando el Templario estuvo en su aposento, cerró cuidadosamente la puerta. Según todas las trazas, la conferencia que iba a tener con el moro era de grande importancia.

     -¿Estamos seguros de que nadie pueda oírnos? -preguntó Ayub.

     Castiglione hizo una señal afirmativa.

     -¿Habéis leído la carta? -volvió a preguntar el africano.

     -No la he leído del todo. Aguarda.

     El calabrés sacó la epístola y se paso a leerla con mucho detenimiento. A medida que el italiano adelantaba en la lectura, su rostro brillaba con una expresión de inmenso júbilo.

     Terminada su tarea, volvió a guardar la carta, diciendo:

     -¡Está muy bien!      -¿Y os decidís a seguir los consejos de mi señor?      -Desde luego.

     -El infante puede seros muy útil en esta ocasión.

     -¿Y cómo don Juan ha sabido tan pronto la muerte del maestre? Hoy hace nueve días que falleció.

     -Ha habido, sin embargo, tiempo bastante para que semejante noticia haya llegado hasta nosotros.

     -Yo, lo digo con franqueza, deseo ser el sucesor de don Sancho Ibáñez; pero la cuestión aquí es encontrar los medios convenientes para conseguir el objeto.

     -¿Cuándo se celebrará el capítulo?      -Antes de treinta días.

     -¿Y qué dificultades encontráis?      -Muchísimas. Prescindiendo del corto plazo de que podemos disponer para plantear bien nuestro negocio, tocamos el mal de que el infante no puede ayudarme en nada para esta empresa.

     -¿Y en qué se funda esa opinión?      -En que solamente los Templarios de Castilla pueden elegir a su maestre provincial, si bien puede servir de mucho la recomendación del Sumo Pontífice, a cuya aprobación se sujeta el elegido.

     -¿Luego los caballeros eligen al maestre?      -Sin duda. El maestre general, que reside en Jerusalén, remite al Papa el resultado del capítulo para que apruebe el acto en favor del elegido. Esto se hace de algunos años a esta parte, en muestra de una justa y debida deferencia hacia la cabeza de la Iglesia Católica. Pero en los primitivos tiempos de nuestra orden todo se limitaba a que el maestre general aprobase el resultado de la elección hecha por los caballeros de la provincia.

     -Pero no me negaréis que el infante tendrá el influjo suficiente para obtener del Papa la aprobación que decís; y me apoyo más principalmente en esta creencia, por la razón de que el rey don Sancho fue excomulgado por el Pontífice cuando aquel se rebeló abiertamente contra su padre don Alonso.

     -Todo eso es muy cierto; pero no me negarás que de nada podrán servirme ni la recomendación del Papa, ni la aprobación del maestre, ínterin yo no cuente con salir elegido en el capítulo provincial.

     -Pero también, si salís elegido y no tenéis apoyo ni en Jerusalén ni en Roma, quiere decir que nada habréis adelantado.

     -Lo confieso francamente, si bien es verdad que rarísima vez deshacen ni el maestre ni el Papa la elección hecha por los caballeros.

     -Sin embargo, pueden deshacerla.

     -No lo niego.

     -En cuyo caso, quiere decir que la mejor manera de arreglar este negocio es que os encarguéis vos de que los caballeros os elijan, y que el infante se encargue de que la elección sea aprobada. ¿No es esto?      -Justamente.

     -Vos contáis con grandes recursos. No en vano sois procurador de esta bailía, y además depositario de grandes riquezas de la orden. Por otra parte, vuestro celo en favor del aumento y prosperidad del Templo es bien conocido en Castilla; así que me parece os será fácil obtener lo que pretendéis.

     -¿Tú me aseguras que puedo contar con el apoyo del infante don Juan?      -Os dará cuantas seguridades podáis apetecer; pero en cambio es preciso que vos también prometáis solemnemente prestarle otro servicio.

     -¿Cuál?      -Ayudarle con vuestros caballeros para apoderarse por fuerza del lugar de Monforte, dádiva que le hizo su padre don Alonso, y que después le arrebató don Sancho. ¿Que decís?      -Que no es posible que yo le preste semejante servicio.

     Pronunció Castiglione estas palabras con un acento tal de resolución, que Ayub comprendió desde luego que no conseguiría su propósito.

     No obstante, se aventuró a preguntar:

     -¿Y por qué no pudierais complacer a mi señor en lo que os pide?      -Porque los caballeros Templarios, siempre que desenvainan su espada, es en favor de la religión y de la patria; pero nunca para ser indigno instrumento de rencillas particulares.

     Ayub quedose estupefacto oyendo hablar en tales términos a Castiglione, quien en esta ocasión manifestaba hasta qué punto era intensa su adhesión a los Templarios. Entiéndase, sin embargo, que aquel lenguaje no era el de la dignidad, sino el del orgullo. La única afección de Castiglione era la que profesaba a los Templarios, no a este o a aquel caballero en particular, sino colectivamente a la institución, a la orden entera. Y al hablar en los términos que acababa de hacerlo, no era impulsado por el sentimiento del deber, sino por la soberbia de que un caballero Templario no se rebajase a los ojos del mundo. He aquí la diferencia entre el orgullo y la dignidad; la una es horror a la vileza, el otro es amor propio; la una es un deber, el otro es un vicio.

     -¿Y estáis resuelto a llevar a cabo lo que decís? ¿No prestaréis auxilio al infante? -preguntó el africano.

     -Por medio de los caballeros, no. Esto, además de manchar el lustre de la orden, sería una imprudencia imperdonable, porque nos malquistaríamos con el rey.

     -Y vos ¿no aborrecíais a don Sancho?      -Y lo aborrezco todavía. Nadie mejor que tú lo sabe.

     -¿Pues entonces?…

     -Lo cortés no quita lo valiente. Para todo hay remedio.

     -Mi señor me manda deciros que olvidéis vuestros antiguos resentimientos, pues que en esta ocasión os conviene sobremanera caminar unidos.

     -Francamente, lo creo así, por más que me haya ofendido el infante don Juan.

     Nada más cierto que aquello de que los lobos no se muerden, lo cual quiere decir que los malvados, aun cuando alguna vez se contraríen atendiendo a sus particulares intereses, no por ello guardan rencor, y siempre están dispuestos a unirse cuando su conveniencia mutua se lo aconseja; en lugar que el hombre honrado jamás transige con los perversos, aun cuando personalmente no le hayan ofendido.

     El resentimiento que mediaba entre aquellos dos hombres, a cual más ruin y malvado, traía su origen desde la muerte de don Gómez García, antecesor en el maestrazgo provincial de Castilla de don Sancho Ibáñez, que acababa de fallecer.

     Sin duda recordará el lector que Castiglione fingió una carta escrita por su desgraciado amigo don Gonzalo Pérez Sarmiento, el cual aparecía como autor del envenenamiento del maestre don Gómez García.

     Ahora bien; en la tenebrosa intriga tramada contra el maestre víctima del tósigo, Castiglione y el infante don Juan habían estado perfectamente de acuerdo; el uno deseando, como siempre, ser maestre de los Templarios, y el otro ansioso de riquezas.

     El calabrés Castiglione, el moro Ayub y el infante don Juan se habían confabulado para llevar a cima su inicuo proyecto.

     El esclavo africano aguardaba una magnífica recompensa, y por ella se ofreció a confeccionar un veneno sutilísimo y cuyos efectos no fuesen fácilmente conocidos.

     Castiglione, soñando en la dignidad de maestre, que con tanta ansiedad ambicionaba su corazón, obligose a suministrar a don Gómez la ponzoña.

     Y el infante prometió su protección y ayuda a Castiglione, mediante la oferta que éste le hizo de darle participación en un riquísimo tesoro.

     Para realizar este proyecto, el moro Ayub contaba con sus profundos conocimientos en botánica y toxicología.

     Castiglione contaba con la confianza y familiaridad que le dispensaba el maestre, por cuya razón le era fácil suministrar el veneno. En cuanto a las riquezas que sin peligro alguno podía dar al infante, tomaba en cuenta el manuscrito cuya posesión había resuelto adquirir a todo trance, porque en él se contenía la descripción de un sitio en que había ocultos inmensos tesoros.

     Y por último, el infante contaba con la protección y cariño de su padre el rey don Alonso, cariño que a la sazón se había aumentado, o por mejor decir, reconcentrado en don Juan, atento que el rey había llegado hasta el extremo de maldecir a su hijo don Sancho, que se le había rebelado en guerra abierta, disputándole la corona, por cuya causa el Papa lanzó sobre don Sancho los rayos de la excomunión.

     Pero nada hay más débil e incierto que los cálculos humanos, sobre todo cuando se dirigen hacia el crimen.

     Ayub confeccionó su brebaje; pero no recibió la magnífica recompensa que esperaba.

     El calabrés suministró la muerte al desdichado don Gómez García; pero no consiguió la suspirada dignidad de maestre.

     Los Templarios eligieron en lugar de Castiglione a don Sancho Ibáñez; y aun cuando así no hubiera sucedido, el infante habría sido completamente inútil al italiano, supuesto que la influencia de aquel se desvaneció como el humo. Joven don Juan a la sazón, no tenía aún bastante influjo personal para hacerse oír y respetar en Roma, donde era en sumo grado respetada la voz de su padre don Alonso. Este murió casi al mismo tiempo que don Gómez García, por lo cual el infante nada pudo influir en la elección del nuevo maestre de los Templarios.

     Ya comenzaba a despuntar en el infante aquel carácter ambicioso, intrigante y cruel que con tan negros colores nos ha trasmitido la historia, y a la sazón no era solamente aquella tenebrosa empresa la que traía entre manos. A la vez que los infantes de la Cerda, disputaba el trono a su hermano don Sancho. Para llevar a cabo sus ambiciosos planes, manifestó a Castiglione que le suministrase algo de las riquezas ofrecidas, pues en ninguna otra ocasión podían serle más necesarias y oportunas para levantar gentes de armas.

     Como era natural, negose el italiano, tanto por el despecho que le había causado ver sus más bellas esperanzas completamente desvanecidas respecto al maestrazgo, cuanto por otra contrariedad no menos dolorosa que había experimentado en sus infernales cábalas. Hablamos del manuscrito que poseía en calidad de depósito el malaventurado don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Castiglione no pudo saber dónde se ocultaba aquel inestimable documento, que equivalía a grandes riquezas.

     Hechas estas explicaciones, por más que ligeramente y de pasada, el lector comprenderá el estado de las cosas y el origen de la enemiga que había mediado entre aquellas dos naturalezas, cuya perversidad establecía entre ambas el vínculo de una horrible simpatía, fraternidad odiosa, interrumpida por largo tiempo, desde que Castiglione se negó a socorrer con dinero al cómplice de un crimen entre todos cometido, pero cuyo fruto ninguno recogiera.

     -Ahora no será como en otro tiempo, -dijo Ayub-; el triunfo sería seguro, siempre que aceptaseis las proposiciones de don Juan.

     -No estoy lejos de esa opinión.

     -¿Y estáis resuelto a no aceptar la oferta de mi señor?      -Don Juan quiere recuperar el lugar de Monforte. ¿No es eso?      -Justamente.

     -Pues bien: en dándole los medios necesarios para que se apodere de su antigua posesión, no tendrá nada más que pedir.

     -Ni desear; pero es el caso que los medios que necesita mi señor consisten en hombres de armas.

     -Yo pondré a su disposición sumas considerables para armar gente que le conquiste a Monforte. Esto es exactamente lo que desea don Juan, y de esta manera uno y otro conseguiremos nuestro objeto sin el menor inconveniente.

     -Me parece que es muy posible se conforme el infante con el medio que acabáis de proponerme.

     -En esto se abrió la puerta y apareció un gallardo mancebo, quien no pudo menos de palidecer espantosamente cuando se halló en presencia del italiano.

     El recién llegado era un armiguero de la Encomienda que llevaba un recado del comendador.

     -¿Qué traes, Jimeno? -preguntó Castiglione con una amabilidad que solamente usaba con el joven trovador.

     -Don Diego de Guzmán me envía para deciros que vayáis al punto a la Encomienda.

     -Ahora acabo de venir.

     -En efecto, el comendador juzgaba que estabais allí todavía.

     -Pues dile que al punto voy.

     -Creo que es asunto muy urgente.

     Jimeno desapareció lanzando una mirada indescriptible al italiano. Este le siguió a los pocos momentos.

Capítulo XVIII

La señorita Amalia Molay

     Matías Rafael Castiglione comprendió al punto que algún negocio de grande importancia había dado motivo a que le llamase el comendador.

     Y como las circunstancias en que la orden se encontraba en Castilla eran tan críticas, sospechó si alguna nueva noticia habría llegado, que fuese de un interés general para los Templarios.

     Apenas llegó a la Encomienda, encontró grandísima o inesperada novedad, ocurrida durante su breve ausencia a la torre en que habitualmente residía.

     En los patios veíase multitud de apuestos caballeros, de pajes y de corceles de batalla. Por todas partes notábase el rumor y el bullicio que se advierte siempre en una casa invadida por numerosos huéspedes. No sin sorpresa observó el calabrés que todos los caballeros que encontraba al paso hablaban un idioma extraño.

     Un armiguero avisó al comendador de que allí se hallaba Castiglione.

     En cada Encomienda o casa de Templarios había un caballero que desempeñaba el cargo de procurador, el cual cuidaba de la provisión de paños, monturas, armas y vituallas que consumían los caballeros y armigazos.

     Castiglione desempeñaba el susodicho empleo en la bailía de Alconetar.

     Don Diego de Guzmán salió al encuentro del procurador.

     -¿Qué sucede? -preguntó éste.

     -No creí que tan pronto os hubieseis marchado.

     -Ni yo imaginara nunca que tan pronto me necesitaseis. Ya estoy aquí a vuestras órdenes.

     -Es indispensable que dispongáis todo lo necesario para regalar espléndidamente a la lucida tropa que por acá tenemos.

     -¿Son caballeros Templarios por ventura?      -Algunos hermanos nuestros vienen en esta cabalgata: el resto son caballeros particulares.

     -Me han parecido de diversas naciones.

     -Algunos son alemanes; pero los más son franceses, que vienen acompañando al ilustre caballero monsieur Federico Molay.

     -¡Ah! ¡Ilustre apellido por vida mía! ¿Acaso ese caballero es deudo de nuestro gran maestre?      -Es hermano de monsieur Santiago Molay, maestra general de nuestra orden.

-¿Y adónde camina nuestro huésped?      Según he entendido, se dirige a Jerusalén para ver a su hermano, que hace muchos años abandonó la Francia. Pero no perdáis tiempo, Castiglione; disponed un banquete que sea digno de tan ilustres huéspedes.

     -Descuidad, don Diego, que todo se liará según y como conviene a su regalo y nuestro decoro.

     -Os advierto que hagáis preparar la mesa en los aposentos exteriores, es decir, en la hospedería.

     -¿Qué decís?      -Ante todo es preciso cumplir rigurosamente con la observancia de nuestra regla. Ya sabéis que no pueden penetrar mujeres en el recinto interior de nuestros claustros.

     -En efecto, nuestra regla lo prohíbe severamente.

     -Monsieur Federico trae en su compañía, a una joven encantadora, hija suya, que tiene por nombre Amalia.

     -Me alegro mucho de saberlo, para dar a nuestro banquete algunos de esos toques delicados que sólo las señoras saben comprender y apreciar.

     -Por esa misma razón os lo he manifestado así. ¡Adiós!      El comendador tornó a la sala de recibimiento, en donde estaban Mr. Federico, su hermosa hija y varios caballeros de su comitiva.

     Excusado parece decir que los opulentos Templarios obsequiaron de una manera verdaderamente suntuosa a sus nobles huéspedes.

     Como era natural, el comendador, Castiglione y algunos otros Templarios respetables por su edad y nacimiento hicieron los honores de la casa y de la mesa con suma discreción y cortesanía.

     Ya era bien entrada la noche cuando todos se retiraron a sus respectivos aposentos.

     Verdaderamente que era encantadora la joven Amalia. Nada más expresivo que sus ojos garzos y serenos como el límpido azul de los cielos en un hermoso día de primavera. Su cuello, de suavísimos contornos, era blanco y erguido como el de un cisne. Tenía las cejas altas y perfectamente arqueadas; su nariz, de extraordinaria pureza, se adelantaba formando ese recto perfil propio de la belleza griega, y sus labios coralinos describían una línea ondulosa, en la cual podía leerse un sentimiento de dignidad, de melancolía y desdén a un mismo tiempo. Aquella graciosa cabeza estaba engalanada por una abundante cabellera de color castaño que caía en flotantes rizos sobre sus hombros, idealmente modelados. Como una mariposa de espléndidos matices se ostenta radiante en el cáliz aromoso de una flor, así brillaba una magnífica piocha de diamantes entre sus sedosos y perfumados cabellos.

     Un traje de chamelote de aguas, flordelisado de oro y ceñido por un cinturón de seda azul, hacía resaltar su estatura gentil y su talle esbelto.

     Brillaba en sus ojos la ternura, la tristeza en su sonrisa, la discreción en sus palabras y en todos sus ademanes algo de orgullo.

     Nadie podía contemplar a la ilustre doncella sin experimentar el despótico prestigio, la magia irresistible de su belleza incomparable.

     Varios armigueros vestidos de lujo habían servido aquella noche a la mesa, y por consiguiente habían tenido ocasión de admirar la peregrina belleza de la señorita Amalia Molay. Uno de estos armigueros había sido Jimeno, el hermoso e infortunado trovador.

     ¿Quién podrá pintar lo que sintió el mancebo al contemplar aquella mujer tan favorecida por la naturaleza? Las miradas de la hermosa fueron flechas agudísimas que traspasaron su corazón indefenso. ¡Desdichado Jimeno! Aquel día memorable fue el que decidió de tu destino. Un azar presentó a aquella mujer delante de sus ojos; pero esta circunstancia, al parecer insignificante, encendió en su corazón la hoguera de un amor inextinguible, mostró a su alma nuevos y desconocidos horizontes, trastornó los resortes de su vida, cambió la esencia de su ser, y mil y mil torrentes con ímpetu bramador se desencadenaron dentro de su pecho.

     Todo yacía en silencio y soledad.

     La blanca luna brillaba en el cielo, seguida de su innumerable coro de estrellas.

     ¿Qué suave rumor es el que turba el augusto silencio de la noche? ¿Es el suspiro de las brisas entre las flores? ¿Son tal vez los murmurios sollozantes de la cristalina fuente? ¿Son los trinos armoniosos del ruiseñor enamorado? ¡Ay! No… Es el eco melancólico del laúd del poeta, que exhala en el silencio de la noche el primer suspiro de su amor.

     El triste Jimeno, en el patio exterior de la casa de la Encomienda, al pie de las rejas del aposento de Amalia, entonaba a media voz una canción de amores. Pulsaba el laúd tan suavemente, con tan recatada timidez por temor de ser oído de sus compañeros, que aquella encantada música resonaba a lo lejos dulcísima y vaga, como una melodía desprendida de las regiones etéreas.

     El trovador cantaba, o mejor decir, suspiraba la letra siguiente:

Monografias.com      Aquí llegaba el nocturno cantor, cuando súbito se detuvo, como si hubiera oído algún rumor, o como si le hubiese asaltado algún recuerdo.

     Inmediatamente Jimeno se dispuso a ir a la huerta, donde tenía preparados los instrumentos y armas que necesitaba para la expedición que debía verificar aquella noche.

     Cuando ya el amartelado trovador dirigía a la ventana del aposento de la hermosa francesa la última mirada de despedida, experimentó un placer inexplicable. Detrás de la reja había sonado un suspiro, y el mancebo no dudó que la bella Amalia había escuchado su amorosa cántiga.

     Como se arroja el ciervo herido a las frescas aguas del cristalino arroyuelo, del mismo modo, fuera de sí el armigazo, se encaminó velozmente a colocarse debajo de la reja de Amalia, tal vez aguardando en su amorosa locura alguna muestra de gratitud o de cariño.

     De pronto Jimeno volvió su rostro con ademán de profunda sorpresa. El armiguero había sentido posarse sobre su hombro una pesada mano.

     -¿Es así, -preguntó el recién llegado-, es así como yo debía encontrarte?      -Perdonad, señor; pero los acontecimientos imprevistos.

     -Para los hombres de un carácter enérgico y de una voluntad firme no hay acontecimientos imprevistos, -interrumpió vivamente el recién llegado.

     -Yo no creí que fuese tan tarde…

     -Desesperado de aguardarte, y temiendo que algún otro motivo de más importancia te habría impedido concurrir a la cita, determiné venir a buscarte, muy ajeno de encontrarte en este sitio y en tal ocupación distraído.

     Y el Templario señalaba al laúd que en la mano tenía el trovador.

     -¡Sígueme! -añadió el Templario de las ruinas con voz severa.

     Jimeno obedeció lleno de confusión y sobresalto.

Capítulo XIX

¡Ya es tarde!

     Es la medianoche.

     Nos hallamos en el subterráneo de la torre donde se ocultaban los tesoros de los caballeros Templarios en Castilla.

     En el lóbrego recinto circular que ya en otra ocasión hemos procurado describir, se estaba verificando a la sazón una escena desgarradora.

     Un hombre vestido de blanco y con una lamparilla en la mano, estaba de pie ante la rejilla que servía de respiradero al ataúd de piedra en que vivía muriendo y muerto para todo el mundo el mísero viviente, víctima de la más negra y refinada crueldad. Nunca ha podido escucharse un diálogo en que contrastasen más rudamente la fuerza y la debilidad, el crimen y la virtud, la cólera y la resignación. Allí, en aquel lugar recóndito y solitario, como en el último confín del mundo, se encontraban luchando frente a frente la fuerza que viene de Dios y la fuerza que viene del demonio. A veces la víctima es capaz de burlarse de todos los temores con que pretende abrumarla su verdugo. Es verdad que esto sucede sólo cuando la víctima ve en la muerte su único consuelo.

     -Sí, -decía el emparedado-; sí, los tengo en mi poder; pero nunca, nunca tu codicia se verá satisfecha.

     -Yo te dejaré libre, si accedes a mis deseos, -repuso Castiglione.

     -Calla, serpiente; ya no volverás a seducirme.

     -¿Dudas acaso de mis palabras?      -¿Por ventura se le puede dar crédito a Luzbel?      -¡Ira de Dios! Yo derribaré esta pared que te separa de mí; examinaré piedra por piedra tu infame y hediondo tugurio, y por último seré dueño de lo que ya es inútil para ti, de ese manuscrito, origen de tu desgracia y de mi furor.

     -Te cansarás inútilmente. ¿No recuerdas que al encerrarme aquí me examinaste también minuciosamente? Mucho te has ensangrentado contra mí; pero yo te desafío: no me vencerás. ¿Pensabas acaso que las muestras de dolor que me dabas por mi suerte pudieran seducirte? Tarde, muy tarde conocí la iniquidad de tu corazón; pero después que ya supe tus intentos, a lo menos parte de ellos, adiviné también la causa por que no me habías asesinado. Esta piedad, inaudita e incomprensible para mí durante mucho tiempo, la comprendí al fin con maravillosa evidencia.

     -Veamos. ¿Y cuál ha sido la causa de esa piedad que no mereces?      Y al hacer esta pregunta, Castiglione, se sonreía.

     -Tú quieres el manuscrito: por obtenerlo me has concedido una vida más cruel que mil muertes; pero yo sufriría gustoso mil muertes tan crueles como mi vida, por tal de que tus intentos te saliesen vanos.

     -Pues veremos si sucede así.

     -¡Oh! No lo dudes.

     Castiglione fijó su ojo de cíclope en el emparedado con una expresión tan horriblemente feroz, que habría infundido espanto al hombre más temerario.

     Por fortuna no hay temeridad mayor que la que inspira la desesperación, y el infeliz prisionero era tan temerario como lo puede ser un hombre que ha llegado a perder hasta el último resquicio de esperanza. Así, pues, mientras que Castiglione daba muestras del más ardiente furor, el infeliz emparedado le contemplaba con una sonrisa insultante.

     Fuera de sí el italiano se abalanzó a una palanca que había dejado en el suelo, y que a prevención había llevado aquella noche. En seguida comenzó su trabajo de derribar la hilada de piedras que cubrían el frente del miserable tugurio. Ardua empresa parecía para un hombre solo el intentar siquiera conmover aquellos enormes sillares.

     Pero el soberbio calabrés estaba dotado de una fuerza titánica y de una voluntad de hierro. A cada rudo empuje de sus musculosos brazos se conmovía profundamente el sólido muro. De vez en cuando se oía un doloroso gemido que lanzaba el mísero emparedado. El bárbaro verdugo no tenía en cuenta que lastimaba cruelmente al infeliz anciano, quien, por último, se acurrucó en un ángulo del cubículo, procurando resguardarse lo mejor que le era posible del daño que le causaba el desplome de las piedras. Entretanto el fiero calabrés repetía sus golpes ciclópeos, sin cuidarse siquiera de que allí se encontraba un débil y moribundo anciano.

     Al fin descarnó completamente el yeso que unía el primero de los sillares, y con el auxilio de la férrea palanca, y haciendo un esfuerzo sobrehumano, Castiglione consiguió derribar la piedra. Sucesivamente fue repitiendo esta operación hasta dejar franca la salida de aquella especie de ataúd, colocado perpendicularmente.

     Entonces el italiano asió al prisionero y lo sacó de aquel nicho, arrojándolo sobre el terroso pavimento del subterráneo. El primer movimiento de Castiglione fue maniatar al emparedado; pero cuando advirtió que éste se desplomó en el suelo como una cosa sin vida, consideró inútil su propósito. El infeliz anciano apenas podía sostenerse. Después de tantos años de tan horrible reclusión, sus músculos se hallaban contraídos.

     Dícese que en Italia, cuando dominaron a este país aquellos gobernantes que la historia conoce con el nombre de tiranos, era frecuente encontrar en los muros de los calabozos algunos esqueletos en la actitud de un hombre sentado con las mejillas apoyadas en la palma de la mano. Así morían aquellos desgraciados. Tales prisiones hacían tomar a los prisioneros aquella actitud de desconsuelo, como si allí, en aquella estéril y hedionda cavidad, los hubiesen concebido las peñas inertes.

     Aun cuando vivo, pero muy semejante a un esqueleto, tal era también el ademán que tenía el triste emparedado a quien Castiglione dejara arrimado contra el muro.

     El prisionero era un enemigo muy débil e inofensivo para el formidable tuerto. Y aun cuando así no fuese, toda fuga le estaba cerrada. El hombre más listo y fuerte no pudiera escapar de allí sin ser víctima del fiero león que amarrado a la cadena guardaba la entrada del subterráneo.

     Con la luz en la mano, el feroz Castiglione escudriñaba el inmundo chiribitil, que exhalaba un olor en extremo nauseabundo y un aire tan mefítico, que hacía oscilar a la luz violentamente.

     Apartó los escombros con mano ansiosa; examinó piedra por piedra con ojos hidrópicos; sacudió algunos andrajos con la curiosidad de un naturalista que observa objetos microscópicos; husmeó, rastreó, rebuscó hasta las últimas rendijas y escondrijos con la astucia y ligereza de un raposo. ¡Trabajo inútil!      Mientras que Castiglione se desesperaba practicando sus estériles investigaciones, el emparedado, sobre cuyo rostro escuálido iba a caer de tiempo en tiempo un rayo de luz, contemplaba a su enemigo con una expresión siniestra e inexplicable de ira, de júbilo y rencor.

     De pronto, cansado y mohíno de su tarea, Castiglione volviose hacia el prisionero, y al sorprender en su fisonomía aquel regocijo infernal, sintió que la ira le devoraba las entrañas.

     -¿En dónde, -gritó con voz de trueno-, en dónde tienes los manuscritos?      -Ya te he dicho que al principio sospeché que tu crueldad no tenía otro origen que satisfacer tu codicia por medio de esos papeles que con tanta ansia buscas…

     -¿En dónde están? -interrumpió el italiano, azul de ira.

     El prisionero continuó con la misma calma:

     -Te iba diciendo que, sospechando tus intenciones, tomé mis medidas para evitar que tales documentos cayesen en tus manos… Después me he convencido hasta la evidencia de que mis sospechas eran harto bien fundadas, y… te lo digo, villano Castiglione, no, no caerán en tu poder esos manuscritos que valen un inmenso tesoro. ¿Lo oyes? Un tesoro de inestimable riqueza. ¡Ah! ¡Y no lo tendrás!      La cólera hizo que durante algunos minutos el italiano permaneciese inmóvil y silencioso, pero con una expresión tan ceñuda, que causaba espanto.

     Por último, se conoció que hacía un grande esfuerzo sobre sí mismo, y, logrando dominarse, dijo con acento en que procuraba manifestar bondadosas disposiciones:

     -Vamos, no seas avieso, yo te lo suplico. Mira que así nunca verás el término de tu desgraciada suerte.

     -Ni tú tampoco tocarás el término de tus deseos.

     -Bien, lo confieso francamente. Conozco tu carácter enérgico, y estoy muy convencido de que serías capaz de arrostrarlo todo por tal de dejarme derrotado y quedar tú vencedor. ¿No es así?… Pero yo no quiero que te perjudiques; yo deseo tu bien, y en tu mano está el que todo se acabe entre nosotros, que podamos entendernos, vuelvas a gozar de la vida, del aire, de la libertad. Yo deseo que esto se verifique, te lo digo en verdad; lo deseo tan ardientemente como tú mismo pudieras desearlo… Vamos, conoce tus verdaderos intereses, procura vivir, no seas rencoroso, cede a mis súplicas, dime en dónde están esos manuscritos.

     Guardó silencio Castiglione.

    Nunca la astucia, la perfidia y la crueldad han encontrado acento más engañoso, palabras más insinuantes intenciones más torcidas.

     Harto bien conoció el mísero anciano que la serpiente trataba de ocultarse entre frescas flores a la orilla del arroyuelo; que el tigre intentaba cubrirse con la piel del cordero; que aquellas palabras melosas eran voz de sirena, llanto de cocodrilo.

     Clavó el prisionero sus ojos vidriosos en el disforme y fiero rostro de Castiglione, y así lo estuvo contemplando largo rato con sonrisa irónica, una sonrisa en que hubieran podido leerse mil maldiciones.

     Al fin el anciano rompió aquel prolongado silencio, diciendo:

     -La inocente víctima de tu astucia infernal es ahora más astuta que su infame verdugo. ¿Piensas acaso que no leo en tu frente de sayón tus intenciones diabólicas? Después de haberte conocido a fondo, ¿imaginas tal vez que podrás seducirme de nuevo? ¡Me prometes la vida! ¿Y a qué precio? En cambio de hacerte poderoso, intensamente opulento, más aún que el mismo rey de Castilla. Esto me pides, esto pudiera yo darte, si tú lo merecieras… Porque ese tesoro es mío, siempre que haya dejado de existir la persona que me dio a guardar esos manuscritos…

     -Esa persona ya debe de haber muerto.

     -Para el caso es igual.

     -¿Qué quieres decir?      -Que de todas maneras, nunca sería tuyo el tesoro. El único medio para conseguir tanta riqueza ha estado en tu mano, y lo has malogrado miserablemente.

     -¡En mi mano!      -Sí, Castiglione.

     -Yo he hecho cuanto he podido; por tal de conseguir mi objeto, ni aun el crimen me ha arredrado.

     -¿Te crees muy previsor?      -Nada puede sucederme que me sorprenda.

     -Y para adquirir este tesoro, has puesto en práctica toda tu astucia y toda tu crueldad, ¿no es cierto?      -Y toda mi previsión.

     -En verdad que eres muy corto de vista.

     -¿Por qué?      -Dices que para conseguir tu intento no has omitido nada, y que ni el crimen te ha hecho retroceder… ¡Es mucha verdad! Pero ¿no conoces que has elegido el camino peor para realizar tu propósito? Tú habrías recibido de mi mano esos papeles por cuya adquisición tanto te afanas, y los habrías recibido con mano pura, con tu conciencia tranquila, sin necesidad de haberte manchado con horrendos crímenes, sin haber necesitado otra cosa que continuar siendo mi amigo sincero, franco, leal, como yo lo era tuyo… ¡Ah! Para conseguir tus intentos, fuerza es que lo confieses, Castiglione, has elegido el peor camino, porque has elegido las vías tenebrosas, porque has contado con la mentira, porque has implorado al crimen en tu ayuda, porque te preciabas de astuto, porque me juzgabas sencillo y que, por lo tanto, sería juguete de tus cábalas. Tú creías que todo lo habías urdido a pedir de boca, que todo lo habías medido y pesado con esa astucia de que estás dotado, con la reserva, con la previsión de que tanto te envaneces. ¡Insensato! Tú no habías previsto que a la sencillez del corazón, que a la nobleza de sentimientos va unida la rectitud de la inteligencia y la indómita pujanza de una voluntad que tiene conciencia de que obra justamente. ¿Y sabes por qué no lo habías previsto? Porque eres previsor.

     Al oír tal razonamiento, Castiglione prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

     -¡Pues me gusta el enigma! -exclamó-. ¡Conque el previsor es precisamente el que no puede prever! ¡A fe que es donosa la idea! ¿Te has propuesto entretenerme con trabalenguas? A lo que imagino, tan prolongada reclusión ha servido maravillosamente para avivarte el ingenio. ¡Me alegro mucho, señor don Gonzalo!      Y así diciendo, el inicuo Castiglione hacía irrisorios saludos al desdichado prisionero, que escuchaba impasible las burlas de su verdugo.

     -Te digo, -insistió el anciano-, te digo que para preverlo todo es preciso antes ser capaz de saberlo todo, y el entendimiento del hombre es muy limitado. La fuerza que te arrastra en tu previsión, a más de humana, y por consiguiente restringida, es también despreciable y digna de castigo, porque la diriges hacia el crimen, porque la alejas del bien, porque la empleas en practicar el mal. Por cima de tu fuerza de mala ley hay otra fuerza superior y divina, que por esta misma razón no cabe ni puede caber en el estrecho límite de tus pensamientos mundanales. El hombre se lo finge todo a su imagen y semejanza; por su corazón juzga y mide el ajeno; y si esta necesidad es la gloria más pura y el goce más vivo de las almas grandes, que todo lo ven a su propia altura, también este es el castigo de los corazones ruines y egoístas, que en todo no ven más que a sí mismos. Se creen fuertes y sabios, y son ciegos y débiles, porque no tienen el valor de hacer un esfuerzo de voluntad para condenar severamente sus pasiones y vivificar el germen del bien que duerme en el interior de todos los mortales, aun a pesar suyo. Toda tu previsión está reducida a conjeturar lo que otros hombres pueden hacer y pensar y prever, en cuyo caso tú podrás luchar con ellos con armas de la misma especie, y unas veces serás vencido y otras vencedor, pues aun en armas de la misma fábrica cabe que unas salgan de mejor temple que otras. Pero, por lo mismo que tu previsión es de esta especie, tu no podrás vencer sino a hombres astutos y previsores, es decir, a tus semejantes. Cuando en tu camino se presente un hombre honrado, sabio y enérgico, cesará toda tu magia; todas tus facultades quedarán reducidas a la impotencia, y no hacer otra cosa que desaciertos. Porque entonces estará frente a frente la fuerza verdadera del hombre contra aquella otra fuerza del hombre que tiene algo de Luzbel; cuando la virtud es heroica, no la vence jamás el crimen, por atrevido que sea; cuando lucha la fuerza divina contra la fuerza diabólica, la victoria no es dudosa para el bien; el poder del cielo, que es la libre aspiración del hombre hacia lo bueno, arrojará una y mil veces a los abismos al poder del infierno. A cada día, a cada hora, a cada instante se está repitiendo la batalla de los ángeles, la eterna lucha entre el bien y el mal, entre la virtud y el crimen. Tú tienes la energía del infierno; pero no habías previsto la energía incomparablemente más poderosa de la virtud. He aquí lo que tú no habías visto en el corazón de los hombres honrados, porque tu corazón está encallecido en la perversidad…

     -¡Qué lastima, -interrumpió Castiglione con burlona sonrisa-, qué lastima que no fueras predicador! Desde luego te digo que habías de convertir a muchos pícaros idólatras… Y todo eso me lo deberías a mí, desagradecido. Estás cubierto de andrajos; tienes la barba luenga, encanecida y aborrascada; ostentas un rostro larguirucho y macilento, en fin, estás dotado de una facha eremítica y ascética, y pudieras pasar sin contradicción por una vera efigies de San Pablo o de San Jerónimo… Te lo repito, ¡qué buenas homilías se pierde el mundo con no oírte!… ¡Lástima grande!      Y Castiglione se reía cada vez más estrepitosamente.

     Aquellas carcajadas, que se dilataban huecas y sonoras por el lúgubre ámbito del subterráneo, la actitud fiera y a la vez horriblemente sardónica de Castiglione, la melancólica y venerable figura del anciano; tan insultante crueldad de una parte, tanto infortunio y resignación de otra; la hora, el sitio, la escena iluminada por la oscilante luz de la lamparilla, todo esto formaba un cuadro repugnante, tristísimo, indescribible.

     Aunque exasperado por tan crueles burlas, el mísero anciano ahogó un suspiro, y se esforzó por aparecer sereno e impasible, como si intentase demostrar a su adversario la superioridad y firmeza de su carácter.

     Como si nada hubiese oído, continuó su interrumpido razonamiento:

     -Sí, Castiglione, te lo repito una y mil veces: has obrado, no sólo como un hombre ruin y criminal, sino, lo que es peor para tu vanidad, has procedido también de la manera más estúpida para conseguir tus intentos. Porque era sencillo y generoso, me creías débil y cándido, y creíste que te sería fácil por los medios más infames hacerte dueño de incalculables riquezas. Tú tienes el orgullo de no equivocarte nunca en tus criminales cábalas; pero conmigo te has engañado, pese a tu orgullo de demonio.

     -¡Me he engañado! -exclamó Castiglione riéndose-. ¡Es donosa la idea! ¿Quieres ahora echarla también conmigo de soberbio? ¡Miserable! ¿Te atreves a compararte conmigo? Inteligencia ruin y mezquina, pobre diablo, estúpido topo, ¿quién sino yo sedujo a tu esposa, os arrebató vuestros bienes y te engañó como a un chiquillo?      Aguijado por su amor propio, que creía herido, Castiglione tuvo la horrible crueldad, el cinismo espantoso de referir al desdichado prisionero todo lo que ya sabe el lector, respecto a la triste historia de doña Beatriz, a quien, por último, había seducido el pérfido italiano.

     -Sí, sí, -añadió-; en esta misma torre yo gocé de su belleza, y aquella esposa que para ti era un tesoro de amor y de ternura, aun cuando te engañaba y se burlaba de tu cariño, fue para mí no más que un objeto de risa y pasatiempo. ¡Dominarme una mujer! ¡A mí, a Castiglione! ¡Qué delirio! Eso se queda bueno para los imbéciles maridos como vos, señor don Gonzalo Pérez Sarmiento.

     Estas palabras fueron acompañadas de una risa satánica.

     Luego añadió:

     -Y yo, yo mismo la asesiné hallándose encinta. ¿Te convences ahora de que eres un pobre diablo? ¿Conoces ahora que no me he equivocado tampoco respecto a ti? Porque te he deshonrado, te he engañado, te he emparedado. ¿A qué, pues, viene ese necio orgullo? ¿Quieres hacer conmigo alarde de soberbia? ¡Conmigo! Ni el mismo Luzbel se atreviera a tanto; y si lo intentara, quedaría vencido.

     Palideció, o por mejor decir, de pálido que estaba el infeliz don Gonzalo, se puso lívido al escuchar tales palabras.

     -Todo eso lo había yo adivinado, -respondió-. Nada de eso me sorprende lo más mínimo.

     Esto fue pronunciado con una calma que dejó atónito a Castiglione, quien había creído desconcertar con tales revelaciones a su adversario; pero éste se había propuesto no abdicar un punto de la firmeza de su carácter en presencia de su cruel tirano.

     No obstante, fuerza es decir que las orgullosas palabras de Castiglione le habían mortificado de la manera más cruel y dolorosa.

     Por su parte, el calabrés se mordió los labios hasta hacerse sangre, cuando vio la impasibilidad de su enemigo, impasibilidad con que él no contaba, y que por completo dejaba vencido y derrotado a su orgullo satánico.

     Durante largo rato reinó en el subterráneo un silencio sepulcral.

     Al fin Castiglione lo rompió diciendo:

     -Con tu charla inoportuna nos hemos alejado extraordinariamente de nuestro objeto.

     -Pues yo no te he dicho todo cuanto quería decirte…

     -Ni es necesario. Sólo te exijo que me respondas categóricamente a lo que voy a preguntarte. ¿Quieres hacerlo así?      -Pregunta.

     -¿En dónde están los manuscritos que te he pedido?      -No están aquí.

     -¿Quieres entregármelos?      -No.

     -¿Lo haces por vengarte? ¡Tú, tan virtuoso! ¿Me guardas rencor?      -Desprecio.

     -Haces bien, a lo menos en fingirlo así; pero vamos al caso. ¿Por qué no quieres entregarme el manuscrito?      -Porque no debo.

     -Pues yo lo quiero.

     -Pues veremos quién puede más.

     -¿Sí? En ese caso, el tesoro será mío, supuesto que yo podré más.

     -¡De veras! ¿Y por qué?      -Porque te atravesaré el corazón con mi puñal, si rehúsas obedecerme.

     -Esas palabras pintan bastante bien tu ruindad y cobardía.

     -¿Quieres explicármelo?      -La explicación es muy sencilla. Tú eres cruel, y piensas que todo cede a la crueldad; eres cobarde, le temes a la muerte, y piensas que en amenazando con matar, el triunfo es seguro.

     -¡Muy bien! ¡Muy bien explicado! Pero se me ocurre una dificultad a que no sé yo cómo responderás.

     -¿Y es?      -Que siendo dueño de tu vida, he cuidado por muchos años de que no te mueras.

     -Lo has hecho así, en primer lugar, porque me martirizabas más cruelmente prolongándome una vida tan horrible; y en segundo, porque jamás te ha abandonado la esperanza de que te entregue algún día el manuscrito que tanto ambicionas.

     -Pues bien; lo has acertado, y ahora te prometo dejarte ir libre, si consientes en decirme dónde está ese tesoro.

     -Si tal hiciera, me asesinabas al punto. Mientras guarde mi secreto, guardo mi vida.

     -¿Lo crees así? -preguntó Castiglione con voz reconcentrada por el furor.

     -Estoy seguro.

     El rostro del italiano se ponía cada vez más ceñudo. Nada le mortificaba tanto como el que leyesen sus íntimos pensamientos.

     -¿Tanto apego le tienes a la vida? -preguntó.

     -Si no tuviera esperanza, preferiría mil veces la muerte a la existencia que tu ruindad me concede.

     -¡Esperanza! ¿Es posible que tengas esperanza?      -Cada día mayor.

     -¿Y qué esperas?      -Vengarme un día.

     -¡Tú vengarte! ¡Ah, diablo predicador! ¿No abominabas de la venganza, hipócrita?      -En ciertos casos, la venganza es justicia.

     -¡Bah! ¿Conque de buena gana me atravesabas el corazón? ¿No es verdad? He ahí una cosa que la creo naturalísima.

     -Me guardaría, muy bien.

     -¡Diablo! ¿Pues qué harías? Hazte cuenta que esto no es más que una suposición… Ya ves que he destruido tu chiribitil… Vamos, si te vieses libre, completamente dueño de ti mismo, ¿qué harías?      -No creas que es una suposición; estoy íntimamente convencido de que será una realidad algún día.

     -¿Estás en ti?      -Si yo no creyera en esto, no creería en la justicia de Dios, ni en esos misteriosos presentimientos que suele enviar al corazón de los mortales, y que nos consuelan como a las flores el rocío.

     -Veamos. ¿Y qué presientes?      -Que algún día te he de ver en un cadalso público, sirviendo de espectáculo a la multitud y expiando de un modo tan afrentoso todas las afrentas que has hecho.

     Estas palabras hicieron, al parecer, grande impresión en el ánimo de Castiglione, quien en vano procuró ocultar el estremecimiento nervioso que recorrió todo su cuerpo.

     -¿Es posible que tal creas? -dijo.

     -Con la misma fe que creo en Dios.

     -Yo destruiré tu creencia, -repuso Castiglione acariciando la hoja de su puñal-; yo te probaré cuánto te equivocas al creer que vivirás, sólo porque guardas con tesón ese manuscrito…

     -En cuanto a eso, yo te probaré que saldrás vencido… No, no te lo daré.

     -Ni yo tampoco lo quiero. ¡Conmigo bravatas! ¡En un cadalso!… ¡Presentimientos!… ¿Quieres hacerme creer en las locas visiones de tu cerebro? ¡Echarla de profeta! Vamos a ver si tus presentimientos te anuncian lo que va a sucederte esta noche… ¿No me respondes, adivino?      -¿Quieres atemorizarme con la muerte? ¿Piensas que no conozco tus ardides? ¡No, no, el tesoro no será tuyo!      Y el emparedado comenzó a reírse, clavando insultantes miradas en su adversario.

     Fuera de sí Castiglione, se precipitó sobre el mísero don Gonzalo, y clavó su puñal una y otra vez en el pecho del infeliz prisionero, que extendió sus brazos y cayó bañado en su sangre sobre el terroso pavimento, y fijando una mirada tristísima hacia un punto del subterráneo. No parecía sino que el herido aguardaba algún auxilio en tan angustiosos instantes, algún auxilio que había de venir de aquel punto misterioso, en que tan tenazmente clavaba sus ojos el triste don Gonzalo.

     Súbito Castiglione lanzó un grito de horror y se precipitó en una frenética carrera.

     Por el extremo opuesto apareció el fantasma blanco, que llevaba en la mano la armazón huesosa, el esqueleto, por decirlo así, de otra mano.

     -¡Ah! ¿Sois vos? -murmuró don Gonzalo con voz moribunda.

     -¿No os anuncié que vendría esta noche?… Pero… ¡Cielos!… ¡Qué miro! ¡Estáis bañado en vuestra propia sangre! ¡Dios mío! ¿Quién creyera que el día designado para vuestra libertad había de sucederos tamaña desgracia?      -¡Fatalidad terrible! -exclamó el triste anciano.

     La blanca figura se arrojó sobre el desdichado prisionero, y comenzó a besar su rostro venerable con tan tierna efusión, con tales muestras de dolor y desconsuelo, que no parecía sino que intentaba infundirle la vida que se le escapaba por las anchas heridas abiertas por el bárbaro puñal de Castiglione.

     Otro personaje contemplaba esta escena con profundo enternecimiento.

     Aquel personaje llevaba vestido el hábito de los Templarios, con la diferencia de que el manto era negro, según lo usaban los armigueros, a quienes estaba prohibido llevar el manto blanco y la cruz roja.

     -¡Jimeno! -exclamó la blanca figura-. ¡He aquí a tu padre! ¡Gonzalo! ¡He aquí a tu hijo!      -¡Hijo de mi alma!      -¡Padre de mi corazón!      El trovador se abrazó, llorando amargamente, al desdichado y moribundo anciano.

     -¡Gracias, Dios mío, -exclamó el Joven-, gracias porque me habéis concedido la dicha de conocer a mi padre!… ¡Ay! ¡En qué momento tan cruel he llegado a conoceros, padre y señor mío!… ¿Es posible, Dios del cielo y de la tierra, es posible que sólo me hayáis concedido ver espirar a mi amado padre? ¡Oh! En el momento en que veníamos a daros libertad…

     -¡Ya es tarde! -murmuró el anciano con apagado acento.

     -¡Ya es tarde! -repitió la blanca figura con voz sombría.

     -¡Por mi culpa ha sido tarde! -exclamó el trovador con angustia indefinible-. ¡Malditas trovas!… ¡Funesto augurio!… ¡Al nacer mi amor va a espirar mi padre!      Este pensamiento destrozaba de la manera más cruel el corazón de Jimeno.

     -¡Saquémoslo de aquí! -dijo el Templario.

     -Si, sí, hagamos todo lo posible por salvarlo, -añadió el triste trovador.

     Enseguida ambos se perdieron en las tinieblas del subterráneo, conduciendo al infeliz don Gonzalo Pérez Sarmiento.

Capítulo XX

El sueño del criminal

     Apenas se terminó la espléndida cena que en la bailía de Alconetar había dispuesto el comendador, Castiglione fue a recogerse a su solitaria torre, misterioso refugio que nunca abandonaba, a no ser que gravísimas circunstancias le obligasen a ello. Las razones aparentes que el italiano tenía para seguir esta conducta era la inmensa responsabilidad que sobre él pesaba, a causa de estarle encomendada la custodia de la mayor parte de las riquezas y tesoros que en Castilla poseían los Templarios.

     El empeño de Castiglione en irse aquella noche a dormir a la torre traía su origen principal del deseo que abrigaba de departir largamente con un huésped que se albergaba en la solitaria mansión.

     Fácilmente recordará el lector que este huésped no era otro que el esclavo Ayub, el servidor y agente de todas las maquinaciones del infante don Juan.

     Empero antes de hablar con Ayub Castiglione se había dirigido al subterráneo con la resolución irrevocable de intentarlo todo, a fin de obligar a su prisionero a que le entregase el precioso manuscrito, objeto de sus más ardientes deseos, y cuya adquisición en aquella coyuntura era para él de la más trascendental importancia, como que con aquellos anhelados tesoros podía comprar la ayuda del infante y disponer las cosas de modo que sin ningún género de duda se llegasen a realizar sus planes ambiciosos.

     El maestrazgo de la orden de los Templarios en Castilla era el sueño dorado de Castiglione.

     Más que rey, más que emperador, deseaba ser maestre de su orden, tanto por lo honorífico de esta dignidad cuanto porque habiéndose propuesto obtenerla, no estaba en su carácter el cejar de su propósito. El calabrés estaba dotado de una voluntad de hierro.

     Como ya sabemos, aquella misma noche estaban citados Jimeno y el Templario a la margen del arroyo que pasaba cerca de la torre. Jimeno se había detenido algún tiempo cantando al pie de la reja de la encantadora Amalia Molay, olvidando el universo entero. El triste trovador había recibido aquella noche una impresión profunda, que jamás se olvida, que aparece hasta entre las sombras del postrimer instante, la impresión de un amor primero.

     Corta fue la dilación del joven en asistir a la cita, cuyo recuerdo le hizo suspender súbitamente su serenata.

     Pero aquella detención, aunque breve, fue lo bastante larga para causarle serios sinsabores.

     Ya hemos visto en qué estado de desorden y turbación se alejó Castiglione del subterráneo, teatro de un nuevo crimen.

     Insensato, aterrado, roído por los remordimientos, llegó a su estancia, donde se dejó caer en un sitial junto a una mesa, apoyando en ambas manos su frente calenturienta.

     Trascurrido algún tiempo, y experimentando con indecible energía la necesidad de movimiento, se levantó como impelido por un resorte, y comenzó a pasearse por el aposento con la misma rapidez y ademán desatentado que el tigre se pasea por su jaula.

     Súbito quedose parado delante de la mesa, con los cabellos erizados, con la boca entreabierta, los ojos inyectados en sangre, lívido como un difunto e inmóvil como si hubiese echado raíces en el pavimento.

     Indudablemente algún extraño objeto había llamado la atención de Castiglione, a juzgar por la intensidad de su mirada, fija tenazmente en la mesa que delante de sí tenía. Sobre la mesa veíase una pequeña caja abierta. En el interior de la tapa había un retrato que representaba un anciano de venerable aspecto.

     Aquella era la misma caja que el Caballero de la Muerte le había entregado al Templario en las ruinas de la ermita.

     -¡El conde Arnaldo! -exclamó Castiglione pálido y trémulo.

     No cabe en humana lengua expresar el terror que experimentaba el italiano.

     Aquel hombre a sangre fría era incrédulo, valeroso e inteligente. Pero el crimen puede hacerlo todo, menos desentenderse de los roedores remordimientos. Es verdad que las circunstancias extraordinarias que rodeaban a Castiglione infundieran pavor en el corazón más temerario. Así es que un horror supersticioso helaba la sangre de sus venas.

     ¿Quién había puesto aquel retrato encima de aquella mesa? La venerable figura del conde Arnaldo, después de largos años, se le aparecía en las altas horas de la noche, en su aposento solitario, y en el instante mismo en que acababa de cometer otro asesinato también en la persona de otro anciano débil e indefenso.

     Llamó Castiglione al esclavo que constantemente velaba en la antecámara de su dormitorio.

     Presentose el esclavo, diciendo todo aturdido, en vista del acento desentonado con que su amo le llamara:

     -¿Qué mandáis, señor?      -¿Quién ha entrado aquí? -preguntó Castiglione con voz de trueno.

     -¡Aquí!… Nadie, señor.

     -No me engañes, villano, -repuso el calabrés fijando una mirada de víbora sobre su servidor.

     -Yo no he visto a nadie… os lo juro…

     -¿Tú conoces de quién es este retrato?      El esclavo fijó en él sus ojos atónitos.

     -No, señor, -dijo-. En mi vida he visto ni aun a quien se le parezca.

     Tales fueron las muestras de asombro que daba el esclavo al contemplar la caja y al escuchar las palabras de su señor, que éste se convenció de que realmente el esclavo nada sabía de la terrible significación que para él tenía aquella caja colocada sobre su mesa.

     El italiano, pues, mandó retirarse a su esclavo.

     Cuando Castiglione se hubo quedado solo se entregó a las más profundas reflexiones; pero de ellas solamente resultaban las hipótesis más absurdas.

     -¿Quién es ese fantasma?-murmuraba-. ¡Es un espíritu del Averno! Constantemente me persigue; por donde quiera se me aparece. ¡Ira de Dios! ¿Es posible que existan espíritus? ¡Es claro! ¿Quién, sino un espíritu infernal, ha podido traer aquí la efigie del conde Arnaldo?…

     Súbito Castiglione tomó la caja y la arrojó por la pequeña ventana enrejada con gruesos barrotes que daba al campo. El calabrés sintió que sus cabellos se erizaban de horror. Le pareció haber oído que, al golpe que la caja hizo al caer, había respondido un lúgubre lamento.

     Durante algunos minutos Castiglione se paseó por su estancia como un insensato, prorrumpiendo en rugidos de furor. Al fin, quebrantado de fatiga y rodeado de negras visiones, se dejó caer en su lecho.

     Entretanto el esclavo, viendo el estado de desorden y delirio en que su señor se encontraba, corrió a llamar a Ben-Ayub, que dormía en un aposento inmediato. El servidor había tenido ocasión de oír que Ayub era muy docto en la ciencia de Avicena. Así, pues, creyó que nadie mejor que el moro podía favorecer en aquellas circunstancias a Castiglione.

     Ayub se hallaba profundamente dormido, por cuya razón tardó bastante tiempo en encontrarse dispuesto para seguir al esclavo hasta la estancia del calabrés, donde ambos penetraron con paso recatado y silencioso. En la antecámara detúvose Ayub, mientras que el esclavo avanzó hasta el lecho de Castiglione, al cual vio sumergido en un letárgico sueño.

     -Ya está más sosegado, -volvió diciendo el esclavo del calabrés.

     -Déjame que vaya a verlo.

     -Señor, os ruego que no le despertéis.

     -Descuida.

     Ayub se adelantó de puntillas hasta el lecho de Castiglione. Allí permaneció largo rato, contemplando al dormido con la atención más minuciosa.

     Luego volvió a incorporarse con el esclavo que impaciente le aguardaba.

     -Yo no veo, -dijo Ayub-, qué motivo hayas tenido para alarmarte y despertarme…

     -¡Ay, señor!… No digáis eso…

     -Pues tu señor duerme como un lirón.

     -Mejor diríais que se ha quedado completamente desvanecido.

     -Su respiración es igual y tranquila. Ningún síntoma he encontrado que pueda confirmar tu escandalosa inquietud.

     -Muy pronto os convenceréis de que tengo muchísima razón. ¡Si supierais las cosas extraordinarias que hace durante su sueño!      -¿Pues qué hace?      -Lo que voy a deciros no sucede todas las noches; pero no deja de suceder con bastante frecuencia.

     -Al caso, habla pronto.

     -Muchas veces he visto a mi señor que en el silencio de la noche se levanta, se dirige a aquel armario, lo abre con mucho tiento, saca un pequeño Crucifijo, y comienza a murmurar algunas palabras con aire consternado y dolorido acento.

     -¡Cosa más rara! ¡Castiglione aterrado por un Crucifijo! -exclamó Ayub en extremo admirado.

     -Luego de pronto arroja el Crucifijo y prorrumpe en hondos y tristísimos sollozos.

     -¡Castiglione! -exclamó el moro cada vez más asombrado.      -¿Estás en ti?      -Es tan cierto como lo digo, señor.

     -¡Es posible! ¿Y él nota si tú lo estás mirando?      -No, señor. Lo más singular es que todo esto lo hace profundamente dormido.

     -¡De veras! He ahí un síntoma que indica grande perturbación en las funciones vitales. ¡Dormir profundamente y obrar como si estuviera despierto!… Pero sin duda este sonambulismo es debido a causas morales… Dime, por tu vida, dime todo cuanto hace y dice.

     -¡Ay, señor! Dice y hace las cosas más extraordinarias y terribles… Pero vedle ahí: ya sale… ¡Bien me lo temía yo que esta noche iba a soñar!      Efectivamente, Castiglione apareció en la estancia, pálido como un difunto y con los ojos abiertos, pero con la expresión de mortuorio reposo propia de un sonámbulo.

     Dirigiose el calabrés a la mesa y tomó la lamparilla.

     -Es extraño, -exclamó Ayub-. ¿Para qué le puede servir la luz?      -Nunca permite que me lleve la luz de este aposento.

     -¡Pobre hombre! -murmuró el médico-. ¡Tan pusilánime, y yo le creía un varón fuerte!      Castiglione se dirigió al referido armario, y pocos momentos después el esclavo y Ayub le vieron sacar una efigie de Jesucristo enclavado en la cruz, y comenzó a besarla con un aire tal de contrición, que cualquiera lo hubiese creído un santísimo anacoreta.

     A la verdad que era sobre toda ponderación extraño el ver al feroz, al insensible, al siempre cruel y pérfido italiano practicar aquel acto a la vez de religiosidad y arrepentimiento.

     Ben-Ayub, que, según todos los datos que nos ofrece la exactísima crónica que seguimos en nuestra no menos verídica narración, tanto creía en el Corán como en la Biblia, no dejaba de admirarse de los vanos terrores del calabrés, terrores que el moro calificaba de absurdos y supersticiosos.

     -Aunque tiene los ojos abiertos, no ve una gota, -dijo el esclavo.

     -¿Y qué querrán decir esos ademanes extraños?      -¿No oís cómo murmura algunas palabras entre dientes?      -Escuchemos.

     Castiglione había dejado la lamparilla en el suelo, y con ambas manos estrechaba el Crucifijo con ademán fervoroso y repitiendo sin cesar:

     -¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Madre mía!… ¡Cuando era niño!… Ninguna noche me entregaba al sueño sin haber rezado mis oraciones… ¡Cristo! ¡Cristo!… ¡Qué horror! ¡Qué horror!… ¡No perdona! No, no, no…

     Y al pronunciar estas frases incoherentes, Castiglione se sonreía de una manera imposible de describir.

     Luego el sonámbulo se encaminó hacía la mesa, en donde colocó el Crucifijo y la lamparilla.

     El inmenso armario quedó abierto, y atrajo por un instante las curiosas miradas de Ayub; pero cuando ya pensaba satisfacer su curiosidad examinando el interior del armario, el moro desistió de su intento por no perder de vista un instante a Castiglione, cuyas palabras y estos le interesaban sobremanera.

     -¡A fe mía que esto es singular! ¿No ves cómo se frota las manos?      El esclavo respondió:

     -Yo le he visto en otras ocasiones hacer lo mismo durante largo rato.

     -Parece que imita la acción de una persona que se lava las manos.

     -Y mientras, dice palabras espantosas.

     -Escucha… Ya habla… Oigamos lo que dice.

     Ayub y el esclavo quedáronse pendientes de los labios de Castiglione, que con un acento sepulcral, extraño, indescriptible, murmuraba:

     -¡Espíritus infernales!… ¡Y tú, blanco y aterrador fantasma!…. ¡Y vosotros, espantosos recuerdos que tomáis la figura de ponzoñosas sierpes!… ¿Por qué eternamente os ponéis delante de mis ojos? ¡Si no fuerais más que espíritus! Acaso no os temería; pero no… Además de vuestra ciencia infernal, os veo, me habláis, me perseguís, me ahogáis, me ahogáis como dogales inhumanos que oprimiesen mi garganta… La duda… la duda… No me queda ni aun me queda el consuelo de dudar de lo que siento..¡La duda!… Este abismo para el resto de los mortales, sería para mi un blando lecho de plumas, una pradera de flores… ¡El lecho! Yo no puedo….

     Castiglione se detuvo, y durante algunos momentos permaneció mudo e inmóvil.

     Luego volvió otra vez a murmurar palabras tan suavemente, que apenas eran inteligibles.

     El calabrés había tomado una actitud suplicante.

     Súbito prorrumpió en una amarga sonrisa. La expresión de su semblante era a un mismo tiempo feroz y tristísima.

     -No perdona, -murmuraba-, no perdona, no perdona… Lo que importa es ser maestre… ¡Un tesoro perdido! ¡Maldito Gonzalo!… Ya no se burlará por más tiempo… Con este ya se va aumentando el número… Nos lavaremos las manos… ¡Que no se conozca la sangre! ¿Quién demonios había de pensar que un cuerpo tan extenuado contuviera tanta sangre?… ¡Secreto! ¡Secreto! ¡Ay! Lo peor de todo es que yo no puedo ignorarlo… ¿Quién puede deshacer lo hecho?… ¡Maestre!…

     Castiglione guardó silencio durante un buen espacio de tiempo.

     Entretanto Ayub experimentaba el vivísimo deseo de examinar lo que contenía el inmenso armario que estaba en la estancia de Castiglione, y que éste se había dejado abierto. Según podía divisarse a la pálida luz de la lamparilla, el armario contenía en sus diferentes departamentos papeles, vasijas, armas, bridas y algunas espuelas de oro.

     Por más que el esclavo quiso disuadir al emisario de don Juan de su propósito, no pudo aquel conseguirlo. Ayub se encaminó de puntillas hacia el armario, objeto de su vehementísima curiosidad.

     Precisamente en el mismo momento que Ayub creyó satisfacer su anhelo, Castiglione comenzó a decir:

     -¡Maestre!… Yo no lo envenené… El moro… El infante… ¡Yo quiero! ¡Yo quiero ser maestre!      El sentido terrible de estas palabras resonó en el corazón de Ayub, en cuyo semblante se reflejó, como en un espejo, una palidez mortuoria, la misma palidez del sonámbulo.

     El moro, pues, se detuvo, y espantadores recuerdos y remordimientos crueles turbaron su corazón.

     Súbito un rumor confuso oyose cerca del armario, cuyo misterioso recinto parecía servir de habitación a los espíritus infernales que, bajo la figura de anfisbenas, se complacen en torturar a los condenados.

     Ayub fijó sus ojos atónitos en dos serpientes, sobre cuyas espaldas de oro, salpicadas de manchas azules, reverberaba la oscilante luz de la lamparilla. Aquellos animales, los más terribles y antipáticos para el hombre, atravesaron la estancia lanzando de sus bocas horrendas silbidos pavorosos.

     Al mismo tiempo que tuvo lugar la tan repugnante aparición de los reptiles, Castiglione gritaba:

     -¡El fantasma! ¡El fantasma blanco!… Ya suena, ya viene, ya está ahí… ¡Huyamos!… ¡Al lecho!… ¡Al lecho!      El calabrés tomó el Crucifijo, lo colocó en el mismo sitio de donde lo había tomado antes, y cerró el armario precipitadamente.

     En seguida se retiró a su alcoba y volvió a colocarse en su lecho, dejando atónitos a Ayub y al esclavo.

     Luego pudo oírse al desdichado Castiglione, que como entre sueños murmuraba:

     -¡No perdona!… ¡Dios no perdona!      Esta idea terrible era la que causaba todo su desconsuelo y desesperación. Perder la esperanza es entrar en el infierno.

     Diríase que el infeliz Castiglione, torturado por los remordimientos, no podía ver que el ángel de su guarda permanecía a alguna distancia del lecho con la faz entristecida, y que en vano procuraba murmurar en su oído esta palabra «arrepentimiento», esta palabra que encierra un dolor tan amargo al principio como después el consuelo es inefable.

     El negro pavor, la ira impotente, la tenacidad incorregible, el sueño perturbado eran los que velaban en torno del lecho del criminal.

Capítulo XXI

Traición

     La risueña aurora con su guirnalda de encendidas rosas y con su manto brillante de fuego se ostentaba en el espacio abriendo las puertas del día.

     Las auras matinales llevaban en sus alas veloces mil y mil rumores alegres y belicosos. Gritería de soldados, estruendo de clarines, relincho de caballos resonaban por todas partes. Un numeroso ejército se acampaba delante de los muros de Tarifa.

     En medio del campamento se levantaba una tienda suntuosa. En aquella tienda habitaba el rey de Marruecos Aben-Jacob. El rey acababa de hacer la zalá u oración de la mañana, cuando lo avisaron que un caballero español quería hablarle. Aquel caballero era el infante don Juan, a quien recibió el rey con muestras de benevolencia y regocijo.

     -¿Has enviado el mensaje? -preguntó el rey.

     -Sí, repuso don Juan.

     -¿Quién ha sido el mensajero?      -Tu fiel servidor Abenzayde.

     -¿Y qué dice don Alonso?      -Todavía no ha vuelto Abenzayde con la respuesta.

     -¿Sabes que no me fío de tu compañero?      -¿Quién?      -Ese… don Nuño Gómez de Lara.

     -Don Nuño es de los nuestros.

     -Más valla que así fuese; pero, por más que me asegures, yo te digo que me inspira desconfianza.

     -Y por qué?      -Puso ayer muy mala cara cuando se enteró de nuestro proyecto.

     -Podrá suceder muy bien que no le agrade mucho; pero no por eso hay motivo para creer que nos haga la guerra. A más de que tampoco puede perjudicarnos en nada, todo en la ocasión presente está reducido a que don Nuño difiere de nuestra opinión, cosa que sucede con harta frecuencia aun entre los mejores amigos.

     El rey hizo un gesto de incredulidad.

     -¿Y tardará mucho Abenzayde? -preguntó.

     -Le aguardo de un momento a otro.

     Súbito oyose fuera de la tienda una terrible gritería.

     El rey preguntó a algunos de sus oficiales la causa de aquel extraño ruido.

     -Has de saber, señor, que los nuestros han cogido en la tienda inmediata a una hechicera.

     -¡Una hechicera! -exclamó el infante.

     -Así dicen nuestros soldados.

     -No sea alguna espía…- murmuró don Juan.

     -Quizás tengas razón, -repuso Aben-Jacob.

     Y volviéndose a los suyos, añadió:

     -Que traigan al punto a la hechicera.

     Pocos momentos después una porción de soldados penetró en la tienda real, llevando, o por mejor decir, arrastrando a una anciana que inútilmente imploraba piedad para que no la maltratasen con insultos y golpes.

     El rey mandó que la soltasen; pero la infeliz llevaba los vestidos destrozados y todo el rostro cubierto de sangre. Los bárbaros soldados marroquíes, juzgándola hechicera, habían desplegado la crueldad más irritante contra aquel ser mísero y débil.

     -Trazas de bruja tiene la vieja, -murmuró don Juan.

     -¡Hola! ¿Quién eres? -preguntó el rey.

     -Señor, tened compasión de mí; yo imploro vuestro favor, supuesto que sois cristiano.

     Y la vieja se abrazó a las rodillas del infante, que pareció asaz sorprendido.

     Aben-Jacob, cuyo carácter era en extremo suspicaz, clavó una mirada escrutadora en el infante.

     -Esta mujer es cristiana, -dijo-; tú la debes conocer.

     -Jamás la he visto, -respondió don Juan.

     -Vos tal vez no recordaréis haberme visto, señor, -dijo la anciana-; pero yo os conozco muy bien: vos erais muy amigo de mi señor, y os he visto muchas veces en su casa, cuando todos estábamos en Castilla.

     -¿Y quién es tu señor?      -Don Alonso Pérez de Guzmán.

     -¿Pues no dicen que eres una hechicera?      -Eso dicen vuestros soldados, señor; pero… ¡Dios mío! ¡Yo que intentaba hacer una buena obra!… ¿Quién había de pensar que Dios no había de querer ayudarme?… ¡Pobre doña María! ¡Qué angustias para una madre!…

     -¡Esta mujer está loca! ¿En dónde habéis cogido a esta vieja? -preguntó el rey a los suyos.

     -Señor, -respondió un moro-, esta hechicera atravesó el campamento esta mañana muy temprano, cuando era apenas de día. Yo la vi entre las sombras del crepúsculo; pero tuve una disputa con mis con mis compañeros, los cuales me aseguraron que ellos nada habían visto. Por mí parte yo no podía dudar del testimonio de mis ojos, y sostuve con calor que había distinguido cruzar un bulto; mas como estaba de guardia, no me fue posible separarme de mi puesto, según lo deseaba, para convencerme de que no me había engañado. Apenas fuimos relevados por la nueva guardia, fuime a buscar a mi hermano Alí, a quien encontré muy preocupado, diciéndome que no podía detenerse, y que iba a averiguar quién era una figura de mujer que había visto pasar ligera como una sombra. Yo impuse a mi hermano de lo que acababa de sucederme, y ambos emprendimos buscar a la mágica, a la cual descubrimos a los pocos pasos que hubimos andado. En el camino se nos reunieron todos estos compañeros, y la hemos seguido hasta verla entrar en la tienda contigua a ésta.

     -¡En mi tienda! -exclamó el infante.

     -Sí, en la tuya, -respondió el moro volviéndose hacia don Juan.

     -¿Y qué hacía allí? -preguntó el rey.

     -En la tienda de este nazareno hay un rapaz que estaba durmiendo profundamente, -continuó el moro señalando al infante-. Nosotros quisimos saber qué causa conducía a esta vieja a tales sitios y en tal hora, y entonces observamos que, después de explorar con una mirada el interior de la tienda, se resolvió a penetrar en ella y se dirigió muy pausadamente adonde dormía el niño, a quien comenzó a llamar en voz muy baja. Luego, viendo que no despertaba, principió a murmurar palabras cuyo sentido no podíamos comprender, y al mismo tiempo le frotaba la frente al rapaz, que continuaba siempre sumergido en el más profundo sueño. Al ver tal escena, señor, ya no pudimos contenernos por más tiempo; pues a pesar de que nada entendíamos de su charla, bien se nos alcanzaba que estaba ejerciendo sus maleficios en el joven que habita en la tienda de tu amigo. Entonces, llenos de indignación, nos precipitamos sobre la bruja, y, como has visto, la hemos conducido a tu presencia, señor.

     A pesar de que en aquella época era muy frecuente entre los cristianos el hablar o entender el árabe, con todo, la pobre anciana se quedó sin comprender la mayor parte de aquel razonamiento. En esto se oyó un ruido no menor que cuando traían a la vieja.

     -Dejadme pasar, -gritaba una voz en la puerta de la tienda.

     Pocos momentos después un rapaz ya crecido se precipitó en la tienda, exclamando con singular expresión de júbilo:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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