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El galopar del rinoceronte blanco



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    Si pasas por África tráeme

    Un Rinoceronte Blanco

    -¿Usted es cubano, no? -Me interrogó un hombre de pelo canoso, sesentón y se sentó a mi lado en la barra de un bar en el centro de Madrid. Para su edad aparentaba estar muy bien de salud y se movía con cierta soltura. Este gesto, con ese descaro hubiese sido mal visto para los europeos pero no entre los cubanos.

    -Si, -dije, apurando un poco de "Daiquiri" cóctel típico de la Habana asociado con el escritor Ernest Hemingway, en sus andanzas por "El Floridita" a mediados del siglo XX.

    -Buen ron se toma aquí, sin adulterar, -dijo.

    -Si, bastante puro.

    -Óigame, póngame un Caney doble, carta blanca, como el que se tomaba cuando la guerra en Angola. –Dijo dirigiéndose esta vez al barman.

    -¿Usted estuvo en África?, -le pregunté.

    -Si, esa pregunta me la han hecho muchas veces en los últimos meses, y no precisamente los cubanos, para bien o para mal.

    -Sí, ¿por qué?, -interrogué con curiosidad.

    -Le puedo contar la historia, pero es larga y puede que no la crea, aunque no importa, me sobra el tiempo.

    -Cuente, cuente, es mi día libre y siempre me ha interesado este tema, era muy niño cuando aquello.

    -Pero más que con la guerra está relacionada con un rinoceronte. ¿Usted ha visto alguna vez este soberbio animal?

    -No, ni siquiera visito los zoológicos.

    -Pues es sobre un rinoceronte, en su habitad natural, en plena sabana, el único verdaderamente blanco que existe y una mujer, demasiado joven para mis viejos huesos, que me abandonó y no se si ir a buscarla a Asia o volver con un viejo amor en África o rebuscar en mis recuerdos alguno de juventud, en Cuba, en nuestra América.

    -¿Y qué le ocurrió?

    Todo comenzó una tarde aquí en Madrid cuando, por casualidad o designios del destino, entré a un bazar chino y un joven empleado con su acostumbrada voz suave y dulzona me dijo:

    -¡Hola!, quiero hablar con usted.

    Era la primera vez que un empleado de un bazar chino me decía algo parecido. Yo como muchos occidentales no mantenía relaciones con los grupos sociales chinos de la ciudad, no por razones personales o étnicas, sino porque estos asiáticos constituyen una sociedad al parecer bastante cerrada con sus típicas costumbres, en todo o en la mayor parte, lo cual puede que también ellos piensen de los europeos.

    Al chinito lo había visto en varias ocasiones, obligado a realizar alguna que otra compra de un artículo, que solo existía en este tipo de establecimientos y no encontraba en otros, o porque en particular me interesaba el de éste o a sabiendas que en sus tiendas siempre hay de todo: bueno, malo o regular.

    Pero ¿qué relación podía tener yo con este chino? con el cual prácticamente no cruzaba siquiera saludos o los mínimos de cortesía.

    -Señor Torres, ¿es usted el Sr. Torres, no?

    -Si, yo soy Torres.

    -¿Dionisio Torres, no? -volvió a preguntar el chino.

    -Si, Dionisio Torres, ¿por qué?

    -Mi nombre es Yan Yan y mi jefe de China quiere verlo, ¿por qué usted estuvo en África, no?

    -Si, ¿pero qué saben de mi, acaso son del FBI o de la KGB china, o realmente cual es el motivo de sus preguntas?, – le respondí algo molesto.

    -No, no se enfade, es algo que le puede convenir mucho y de paso nos ayuda.

    -¿Qué cosa?

    -No se apresure, ya mi jefe se lo dirá.

    Acto seguido Yan Yan tomó su teléfono móvil, un iphone de última generación, demasiado caro para un empleado que no debía pasar de ser un "mileurista" como yo y habló en el más inentendible idioma del Celeste Imperio que alguien pudiese imaginar y donde al parecer le contestaron de la misma manera: Chino vs. Chino.

    -Mi jefe llegó ayer de China y quiere invitarlo a cenar con él mañana en el "Mandarín", nuestro mejor restaurant. Dice que no se va a arrepentir, que lo tome como una reunión de trabajo. Mi hermana Mei-Yin estará para traducirle, será sobre las 8:00 de la noche.

    Efectivamente, en otras ocasiones había visto en ese bazar una preciosa chinita semejante a una muñequita de porcelana, por lo que de ser así, el asunto empezaba a interesarme, aunque aun recelaba de todo aquello, pero como decían en mi pueblo que "hombre cobarde no puede tener mujer bonita" o en un lenguaje más varonil, "de los cobardes no se ha escrito nada", estaba convencido que asistiría a la cena.

    A la noche siguiente y no se si por curiosidad o por interés con la chinita, me presenté con mi mejor ropa, aunque no tan buena como para entrar en el "Mandarín" y sin comer nada en el día, por si el asunto no era importante al menos me quedara el consuelo de llenar el estómago y que todo no resultase una total pérdida de tiempo.

    Al llegar no tuve que decir nada pues de inmediato el portero me preguntó:

    -¿Usted debe ser el Sr. Torres no?

    -Si, -contesté.

    -Pues acompáñeme, lo están esperando.

    Con la mayor solemnidad y respeto el portero, que estaba mucho mejor ataviado que yo, me condujo atravesando el salón donde entre varias mesas pude reconocer famosos del cine o de la tele y políticos del momento elegantemente vestidos que me miraban con desdén o indiferencia.

    -No haga caso a las miradas Señor, ninguno vale la mitad de usted, -me consoló el portero acostumbrado a este tipo de situaciones.

    Al final, me condujo hasta un sitio algo alejado, en una esquina del salón donde estaba sentado un hombre un poco mayor que yo en edad y de mirada penetrante y escudriñadora para no decir también afilada por los ojos oblicuos de su portador. Fue presentado como el Sr. Wu. A su lado se encontraba Mei-Yin, la preciosa china del bazar. En la mesa contigua se hallaban sentados dos chinos corpulentos semejantes a los de las películas de Kung-fu., que podrían ser sus guardaespaldas aunque parecían más bien matones de vacaciones.

    -Siéntese, por favor, Sr. Torres, -dijo la china de porcelana mientras el Sr. Wu esbozaba una sonrisa un tanto maliciosa.

    -¿Ha estado alguna vez aquí Señor? -Noticia de más, si compraba en un bazar chino de cuarta categoría, estaba claro que mis escasos recursos no me permitirían comer en uno de primera, pues lo que me quedara de mi sueldo del mes se me iría solo en los entrantes.

    -No, prefiero la comida mediterránea -dije a modo de justificación.

    -Pues aquí también sirven comida mediterránea -dijo Mei-Yin, maliciosamente.

    Había pifiado sin darme cuenta del sexto y séptimo sentido de los asiáticos.

    -¡Ah! no lo sabia, lo tendré en cuenta en lo adelante.

    La joven le traducía cada una de mis palabras al viejo Wu, que asentía compasivamente.

    -El Sr. Wu dice que si usted lo desea podrá venir aquí cuantas veces quiera invitado por la casa.

    -Muy amable, -contesté secamente.

    -¿Qué vino prefiere tomar?

    Me cogió de nuevo por sorpresa, no conocía nada de vinos, solamente había oído decir que los mejores eran los de la Rioja o de la Rivera del Duero por los comentarios propagandísticos o por los precios de la botellas, pues tomaba generalmente cervezas baratas, muchas de ellas de marcas blancas que hoy podían tener un sabor y mañana otro, dependiendo del estado de ánimo del maestro cervecero o de la calidad de las materias primas de bajo costo empleadas en su elaboración.

    -Quiero sumarme a sus gustos esta noche. -Solo atiné a decir.

    -Muy amable, sonrió Mei-Yin -y pronto vino un camarero, chino por supuesto, y tuve que pasar por todo el absurdo ritual de oler el pico de la botella y degustar el fondo de una copa y todas las torturas siguientes.

    La cena continuó con los consiguientes absurdos protocolos hasta que el viejo Wu habló con la joven y le dijo que querían hacerme sentir a gusto y que olvidara las formalidades y actuase como quisiese, y si quería pasase por la cocina y me sirviese yo mismo. Pues a ellos tampoco les gustaba mucho este protocolo y solo acudían a él ante una situación profesional.

    -Se lo agradezco, entonces dígale al chino de la pajarita que me traiga una Heineken sin vaso, tomaré directamente de la botella.

    Los asiáticos sonrieron con toda la alegría propia de su idiosincrasia, incluyendo los dos gorilas de la mesa de al lado, pues parecían estar al tanto de todo lo que se hablaba. Por primera vez los había visto sonreír de forma natural y cumplieron con mis deseos pero con un vaso al que le pasaron no sé cuantos paños.

    -¿Usted estuvo en África, no?

    Vuelve con lo de África, pensé, parecía que estos cabrones chinos lo sabían todo sobre mi y que solo pensaban y me asociaban con este Continente.

    -Si, ¿por qué?

    -¿Y no le gustaría volver por allá?

    -Gustarme, gustarme no, prefiero no volver por los lugares donde estuve y en momentos en que la situación no era muy buena, que digamos. -Contesté con toda sinceridad.

    En efecto, había estado cuando la guerra de Angola, un conflicto civil con todas las calamidades que conlleva un enfrentamiento entre hermanos, aunque de diversas etnias, también estaban involucrados cubanos y sudafricanos y duró muchos años y murieron muchas personas, además de los males que traen los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, si sus yeguas no han parido aún más miserias.

    -¿Y si fuera por una cuestión de trabajo muy bien renumerada, aceptaría?, -preguntó Mei-Yin.

    -No tengo interés en volver por allá, además con lo que gano -la miseria que me pagan, pensé, – me alcanza para vivir.

    Entonces intervino el viejo Wu y la joven tradujo:

    -Sr. Torres, sabemos todo sobre usted, como vive, casi al borde de la miseria, sin amigos, abandonado por todos, después de su etapa de alcoholismo al terminar la guerra y en este momento le estamos dando la posibilidad de volver a ser quien fue algún día y esta oportunidad no se le dará de nuevo jamás en la vida.

    -¿Qué oportunidad?

    -La de hacerse rico, muy rico, solo por un pequeño favor.

    -¿Cuál favor?

    -Un pequeño favor que en nada menoscabará su dignidad. Solo ayudarnos a encontrar un rinoceronte blanco, el único verdaderamente de ese color en el mundo y que se rumorea que habita en la zona austral del continente africano.

    -Pero yo no soy Jim de la Selva ni ningún explorador, ni siquiera me he leído muy bien a Hemingway.

    -Lo sabemos.

    Ahora el chino hablaba en su cabrón mandarín y la chinita lo traducía con su voz dulce de zumo de melocotón.

    -Si, y no le vamos a pedir más que eso, solo que nos viabilice esto con las autoridades locales de Angola.

    -Pero si yo no tengo amigos en África y hace más de 30 años que estuve allí y no quiero volver.

    -Se equivoca, tiene muchos amigos y muy importantes, incluyendo el Gobernador de la provincia de Namibe, en Angola que es donde dicen que han visto a nuestro rinoceronte y este es el único que puede autorizarnos a entrar en las reservas naturales de esa región.

    ¡Ah!, ahora recordaba, al cabrón negrito Joao Daniel que en varias ocasiones lo sorprendí robando las latas de carne en conserva con su amigo, Ambrosio, sí, los pillaba y no se abochornaban, al contrario se reían, hasta que al final no ocurrió más pues tan pronto me las daban se las entregaba, y entonces todos reíamos, yo con mis dientes con algún que otro empaste y ellos con los suyos sanos y fuertes, aquello era todo un espectáculo y efectivamente se comentaba que se había convertido en un gran político.

    -Entonces este es el misterio de la cena y el maldito protocolo, habérmelo dicho desde el principio y se hubiesen ahorrado todo esto, pues sepan que no voy a ir a ninguna África, no quiero morirme de malaria, la tuve varias veces, ni de la mordida de una cobra o de la mosca del sueño y mucho menos pasearme por donde están los leones, los leopardos, las hienas, y los peligrosos rinocerontes, estos animales siempre tienen hambre y devoran todo lo que se les acerca.

    Intenté levantarme de la silla después de este corto discurso, pero a la par lo hicieron los dos mastodontes chinos de la mesa de al lado, pudiendo observar sus pistolas que sobresalían por debajo de sus costosos trajes, y no parecían ser de juguete.

    -Cálmese, cálmese, Sr. Torres.

    -La cuestión es más fácil de lo que usted se imagina, es solo conseguir el permiso y acompañar a los guías, yo iré también -dijo la chinita, – por lo que no correrá ningún peligro.

    ¡Ah!, pensé, me quieren sobornar con la chinita, ahora ya no la encuentro tan atractiva.

    -No, no nos malinterprete. El señor Wu quiere proteger a esta especie y crear un habitad natural especial para este ejemplar único lo que es la mejor forma de lograr que sobrevivan especies tan valiosas. No piense que podrá negarse, no conoce aun nuestros métodos persuasivos. Ya lo de su viaje lo saben en Namibe y lo están esperando algunos conocidos, alumnos a los que usted dio clases.

    ¡Su madre!, pensé y posiblemente también la caboverdiana Arlinda Isabel, con cualquier moreno como marido de turno y la catana dispuesta pues le dije que iba hasta Luanda y volvía al otro día y ojos que te vieron ir.

    -Pues no acepto, estoy bien aquí y no pienso en mas correrías ni aventuras juveniles, ya estoy muy viejo para eso.

    -Estamos hablando de 50 mil euros, 25 antes del viaje y después los demás, al regreso.

    La cifra me dejó perplejo, con escalofríos por todo el cuerpo. Yo no tenía en ese momento, no esta cantidad, ni cinco, ni siquiera quinientos, a lo sumo unos cincuenta euros y faltaban más de quince días para el próximo mísero cobro y aun debía el alquiler del mes anterior que siempre se iba aplazando de un mes a otro.

    -Pero dije que no y no cambiaré de opinión. -Parecía absurdo, sin embargo, algo me decía que aquello no era bueno y que había un engaño chino detrás de las dulces palabras de Mei-Yin.

    El chino Wu habló en voz baja con la china y ésta tradujo.

    -Digamos 100 mil y no me conteste ahora, piénselo unos días. Esperaremos pacientemente por su respuesta.

    Me levanté sin decir nada, la propuesta era muy tentadora, y los chinos de la mesa de al lado se iban a parar pero con un simple ademan de Wu, volvieron a sus asientos. Éste me miró fijamente, la chinita me sonrío, al parecer dulce o malévolamente, el viejo hizo una especie de reverencia y permitió que me marchara sin ni siquiera terminar la Heineken.

    Tres días más tarde estaba buscando como un loco a Mei-Yin en el bazar donde trabajaba, para cerrar el acuerdo, no porque me hubiesen convencido sus palabras, sino por el simple hecho de que me habían ocurrido demasiadas malas cosas juntas después de aquella memorable cena, propias de los métodos de persuasión asiáticos.

    Al día siguiente de la cena en el restaurante chino me dejaron cesante, sin empleo, expulsado del trabajo por "reajuste de plantilla". Por impago del mes la casera del edificio me echó del piso y mis pertenencias estaban dispersas en la acera de la calle. Mi viejo coche había desaparecido, y el banco, por su parte, me comunicaba la cancelación de mis tarjetas de crédito y unas deudas exorbitantes por productos comprados al por mayor en China, que sumaban decenas de miles de euros.

    En menos de una semana partimos para Angola, digo partimos porque me acompañó Mei-Yin y Xiong, uno de los mastodontes del viejo Wu. Me asombró la rapidez de los visados y no solo eso, sino que en el Aeropuerto de Luanda ya teníamos enlace con Namibe, antigua Mossámedes y con todo el cansancio del viaje desde Europa me encontré de nuevo, 30 años después, frente a los comienzos del árido y extenso desierto de Namibia.

    Nos alojamos en el mejor hotel de la ciudad y pude notar los enormes cambios que se habían producido después de la guerra: nuevas construcciones, un mercado floreciente, tiendas de ropas y electrodomésticos repletas de artículos de diversos géneros y todo lo que no existía en la década de los 80 del siglo pasado. Durante el viaje, y desde la llegada, Mei-Yin hizo lo imposible por hacerme sentir bien y sus sonrisas me provocaban constantemente aunque de seguro yo le llevaba los poco más de los 30 años alejado de África. Pero a partir de allí comenzaba mi trabajo, mi rara odisea por aquellas lejanas tierras australes donde la población desconfiaba de los extranjeros blancos, (claro, muy cerca estaba Sudáfrica) y de los chinos también, no sabía por qué.

    Recordé mi pobre comunicación en portugués e hice de nuevo gala de mi "portuñol" cubano-angolano con mejores resultados que si hubiese hablado otras lenguas. Esa misma noche traté de comunicarme con mi exalumno pero la respuesta en el acostumbrado sistema funcional del país fue que estaba "muito ocupado".

    A la mañana siguiente, libre de la presencia asiática y vestido con las mejores ropas que Mei-Yin había escogido para mi, me hallaba a las puertas del Palacio Provincial de Gobierno aguardando por su máximo exponente, el pequeño Joao Daniel Da Costa, ahora un moreno gigantón con cerca de 200 libras de peso, que no pudo contener su alegría y sorpresa al verme, observarme con atención y finalmente reconocerme, después de cerciorarse de que no era un fantasma y si su antiguo maestro en la niñez.

    Sobraron "los camaradas", "la luta continua" y sobretodo "la vitória e certa". Entre copa de whisky de más, no de menos, incluso del Chivas Regal que tomaba o toma el Presidente, transcurrió alegremente aquel memorable encuentro sin darme la oportunidad de narrarle, la puede que lamentable historia de mis últimos años y el nada agradable propósito de mi viaje. Mi dignatario anfitrión sonsacándome constantemente para que me quedara con él, que hacían falta cuadros experimentados y que él me necesitaba y yo ya no recuerdo lo que le contestaba al final. Entrada la tarde me condujo personalmente hasta el Hotel para que me duchara y por supuesto, me recuperara de los whiskys ya que íbamos a "yantar" en su casa, con su mujer, sus tres "filios" y su suegra.

    Ahí si no pude desprenderme de Mei-Yin, aunque si del mastodonte asiático, poco después nos recogió el chofer del Gobernador y nos trasladó hasta su casa, la típica mansión portuguesa de antes de la guerra con suelo de maderas en trocitos unidos y la sonrisa picara de mi anfitrión, al ver a la niña del Celeste Imperio. Pero mi gran sorpresa, y no muy grata por cierto, fue cuando me presentó a su familia y su adorada suegra, Arlinda Isabel mi amor no tan fugaz de Cabo Verde que había compartido conmigo tantas noches estrelladas en el desierto africano.

    De mas esta decir que si mi sorpresa y mi expresión fueron de miedo, la de ella de ira contenida, que me estuvo martillando en toda la excelente comida con pescado asado con mucho picante y unas langostas enormes. Para colmo, me ubicaron a su lado y sin acabar de sentarme empecé a sentir fuertes patadas con mucha frecuencia, que me hacían huir los pies y ponerlos junto a los de la discípula de Confucio, que entendió esto como que me estaba sobrepasando un poco, por lo que su rostro se ruborizó.

    Esto no lo pasó por alto Arlinda Isabel, que al parecer sintió celos y me arrió tremendo puntapié que dio también en la chinita, que pensó que era yo con el mío. Para mi desgracia tuve que ir al baño y por nada del mundo la caboverdiana permitió que me acompañara otra persona que no fuese ella misma. No bien estábamos fuera de la vista de los comensales cuando me sonó el bofetón (galletazo en cubano) más fuerte que he recibido en mi vida y por partida doble, como Jesucristo, por las dos mejillas.

    -¿Así que a Luanda y vuelves mañana? después de 30 años.

    Traté de explicarme y nada, recibí par de empujones más y pensé que de aquello no salía vivo, pero parece que el verdadero motivo de los maltratos era por la presencia de Mei-Yin. Se sentía celosa y engañada, pues pensaba que era mi amante sentimental. Cosa que realmente yo hubiese deseado.

    Después de mi fuga presurosa de Namibe, ella esperó pacientemente por mis cartas que nunca se escribieron, ni llegaron, aunque a decir verdad me gustaba muchísimo, pero comprendí que más de diez mil kilómetros no los camina ningún amor y decidí romper las ilusiones en el mismo avión para lo cual me ayudo la joven azafata de las aerolíneas de Angola con su emblema de la "palanca preta", y hermosas piernas "pretas" fue lo que disfruté con aquella muñeca de ébano esa noche en un predio a las afueras de Luanda.

    Ella, en cambio, parece que la educación era lo suyo pues se casó un par de años después con el Director angolano del liceo, Mauricio José, un tipo que venia de Huila y que se pasaba todo el tiempo hablando del Cristo que hay en el cerro aledaño a la ciudad y los hermosos jardines de la señora Drummond, como más importantes que los mismísimos de Babilonia y con él tuvo una hija, Joana Filomena, que habían enviado a educar a Europa y que hoy era mi anfitriona, esposa del Gobernador de Namibe.

    Su marido había muerto no se de que enfermedad y llevaba mas de diez años viuda y parece que al verme pensó renacer el romance de aquellos tiempos, pero la presencia de Mei-Ying lo aguaba todo.

    Al fin logré liberarme de Arlinda, o al menos eso creía, y tan pronto pude tener un aparte con Joao le explique el motivo de mi viaje. Pero para él, con la serenidad típica de un angolano genuino, aquello no era un problema (no problema pa). Ni siquiera lo del gorila que había dejado rumiándose la pelambre en el Hotel.

    -No es que no me gusten los chinos, -me decía, -son como las hormigas, viene una y descubre una hojita y al poco viene el enjambre completo y dejan el árbol pelado. -Eso es lo que temía, por lo cual me apoyaría en mi misión, y para quitármelos de encima iba a poner a mi disposición los recursos necesarios y la persona más idónea para emprender la tarea, su principal enemigo, Pedro Ambrosio Cardoso, que desde la escuela sentía su admiración por el bando político contrario y que se fue para la "mata" (selva) semanas después de irme yo de Angola, por lo que la conocía como la palma de su mano y si no era amigo de los enormes cuadrúpedos, sabía en que lugares localizarlos y me podría guiar por todos los alejados rincones de la zona en que habitan los rinocerontes negros, especie en peligro de extinción, pero donde yo iba a buscar uno diferente, uno completamente blanco, el único de este color del que se tenia noticias.

    Esa noche regresé al Hotel acompañado por Mei-Yin que me miraba con censura, como si hubiese cometido un pecado capital. Al parecer se había dado cuenta de lo de Arlinda.

    Al día siguiente, entrada la mañana, uno de los hombres del Gobernador vino a buscarme a mi solo, no dejando que me acompañara mi equipo asiático. Me condujeron a una amplia oficina de uno de los edificios emblemáticos de la ciudad donde me esperaba un negro fuerte aunque de complexión delgada, que pese a los años pude reconocer como Pedro Ambrosio uno de mis mejores alumnos, al igual que Joao pero de ideas políticas contrarias y que tan pronto abandoné Angola se unió a sus fuerzas hasta la tregua de los 90. En estos momentos realizaba las funciones de Delegado del Medio Ambiente y Director a la vez del parque natural y protegido de Iona con una extensión de más de 15 000 Km. cuadrados por lo que ostentaba casi el poder de un Presidente de país

    -Maestro, Maestro, Camarada Torres.-Nos dimos un fuerte abrazo, como si de padres e hijos se tratasen. Sí, él unido a Joao habían sido mis mejores alumnos y juntos los tres andábamos y desandábamos por las dunas de arena de Namibe, evitando destruir las plantas de welvitschia mirabilis, casi en extinción, y que algunos hasta creían que eran carnívoras y capaces de vivir más de dos mil años. Corríamos detrás de las avestruces y después nos sentábamos a descansar y saborear aquella carne en lata tan apreciada en los hogares de los nativos y que yo podía disponer con generosidad pues era uno de los alimentos básicos de los cooperantes donados por los países nórdicos europeos.

    Ese día se repitió lo de Joao pero por suerte para mi no en su residencia, aunque al finalizar tuvimos la sorpresa de la visita de éste, preocupado por su maestro y con el propósito de que a partir de ahora, debería por mi seguridad pernoctar con ellos, lo que por poco provoca un conflicto bélico con Ambrosio, que quería lo mismo. Al final, todo lo determinó Arlinda que acompañaba a su yerno y como con las fuerzas femeninas no se puede, ella me llevó para la casa del Gobernador y me alojó en un cuarto contiguo al suyo con el que por casualidad, o por intención había una puerta de acceso a su propia habitación.

    Pese a las discrepancias entre los dos líderes angolanos y con mi mediación quedaron en verse al día siguiente y elaborar un plan de acción no solo para salvar a su maestro y el preciado rinoceronte blanco, sino también quitarse a los asiáticos de encima.

    Ya en mi nuevo aposento y después de comunicarme por teléfono con Mei-Yin, la que por supuesto no aprobó en nada que me desprendiera del grupo, me dispuse a descansar pues había tenido una intensa actividad los días anteriores, pero de hecho no fue por mucho tiempo ya que a medianoche recibí el asalto de la fogosa caboverdiana que lo repetiría noche tras noche durante la semana que duró mi estadía en aquella casa antes de partir para el parque natural de Iona en busca del rinoceronte blanco. Sí, al parecer aquel amor primaveral hacia años y ahora no se sabe si otoñal o invernal dada la edad de ambos, tomó unos bríos increíbles que preocuparon incluso a Joao por mi salud que podría verse afectada por tanto darle al sexo.

    Pero quien verdaderamente acabó con el romance fue Mei-Yin que se apareció sollozando, con los ojos amoratados, al parecer al ser golpeada por el mastodonte Xiong. (oso en chino). Ella ante la mirada atónita y reprobatoria de Arlinda se arrojó llorando en mis brazos y comenzó a desvelar el sentido real de aquel viaje y su triste papel en él.

    Me-Yin y Yan Yan efectivamente eran hermanos que al partir hacia Europa contrajeron una fuerte deuda con Wu (mago en chino) que era jefe de una cruel "Triada" (banda o clan mafioso) y como no habían podido aun reunir el dinero necesario para saldar su compromiso, y era difícil que lo lograran, incluso trabajando unos veinte años más, éste amenazaba con matar a su familia, padre, madre y abuelos, sino lo ayudaban a conseguir un cuerno del rinoceronte blanco que vivía entre los otros de color negro en el África Austral. Ese cuerno, o bien su polvo, lo necesitaba para tratar el cáncer de próstata que lo agobiaba y que según la medicina tradicional china sería con el que únicamente podría curarse por su blancura capaz de clarificar y eliminar el tumor maligno.

    Aunque Arlinda Isabel aborrecía a su joven rival, no pudo menos que estremecerse y llorar y maldecir en portugués, "caboverdiano" y "angolano" a los malvados chinos, máxime cuando Mei-Yin le contó sobre las torturas sangrientas que practicaban, tales como cortar los dedos y las manos con cuchillos japoneses, la lengua, etc., y no se cuantos salvajismos más. De modo que para la antigua y nueva pareja de la próxima tercera edad se había acabado la luna de miel. Al día siguiente se ultimaron los preparativos del viaje, con un plan detalladamente elaborado por Ambrosio según sus viejas tácticas de la guerra.

    Mei-Yin quedaría a cargo de Arlinda y nos acompañaría en la expedición Xiong, el oso chino. Ambrosio, con anterioridad, había oído historias sobre aquel rinoceronte blanco como la nieve que campeaba por sus respetos junto a los rinocerontes negros del parque de Iona. Encontrarlo era una tarea difícil que podía durar semanas y que los asiáticos urgían por el avance del tumor de Wu.

    Durante 10 días dos camionetas con guardas forestales del parque y acompañados por Xiong y yo buscamos y rebuscamos entre los pequeños grupos de rinocerontes negros de la zona, pero no dábamos con el blanco animal, al final Ambrosio decidió incorporarse también a la búsqueda, ya hacia zonas más peligrosas e intrincadas de la extensa área protegida donde abundaban las diabólicas hienas, el leopardo y una mortífera cobra venenosa, que acostumbraba a veces hasta pernoctar en el equipaje de los cazadores. En varias ocasiones nos encontramos con ese reptil llegando incluso a capturarse un par de ejemplares dada las habilidades de mi ex alumno que superaba a las de los demás por el tiempo que había vivido en la selva.

    En los días siguientes tuvimos violentos enfrentamientos con grupos de cazadores furtivos y nos dimos cuenta que lo de Xiong no era de broma, pues llevaba en su equipaje un arsenal de armas automáticas que todos nos preguntábamos cómo las había podido introducir en el país, pero la mayor sorpresa era que las manejaba semejante a los chinos de las películas de gangster, con toda soltura. Esto asustó a los malvados furtivos que huían en desbandada y se abstuvieron en lo delante de andar por la zona por donde nos movíamos. De esto se encontraba muy complacido Ambrosio que lo habría contratado con gusto como jefe de sus guardas, si el chino hubiese aceptado.

    Al final del día 14 unos nativos procedentes de tribus nómadas de la zona nos informaron que cerca del rio Cunene habían visto un animal de esas características además que no era tan grande como los conocidos como rinocerontes blancos (realmente grises), más bien del tamaño y peso de los típicos negros y que era peligroso porque embestía con igual violencia que éstos.

    Redoblamos la búsqueda, dividiendo el grupo en dos, hasta que el día 18 de nuestra aventura, divisamos al raro ejemplar cerca de una de las fuentes de agua de la zona a varios Km del río Cunene. Ante esta situación Ambrosio impuso orden y reglas en la cacería, primero: solo dispararía él por mucho peligro que hubiese y segundo: requisó momentáneamente las peligrosa armas del chino Xiong, dejándolo únicamente con una cámara fotográfica con el objeto de que grabase imágenes para su jefe.

    En efecto, con la destreza propia de un cazador profesional, Ambrosio, fusil automático con mirilla telescópica en mano, se acercó sigilosamente al grupo de tres rinocerontes: una hembra negra y un pequeño también de esta tonalidad y el macho de más de 1400 kilos de peso con su blanco color como el de la paloma de la paz, pero nada de pacífico como ésta, tan pronto nos vio emprendió una loca carrera hacia nosotros no dando tiempo a nuestro jefe de parapetarse y disparar, pero si todos ponernos a salvo de la peligrosa galopada, hasta alguno incluso, trepado a un arbusto.

    Al fin, Ambrosio logró ponerse en posición y disparó dos veces al temible mamífero que resbaló y cayó victima de los disparos, todo aquello pudo ser filmado por Xiong, que daba saltos de alegría y que reía de nuevo pues solo lo había hecho cuando disparaba a los cazadores furtivos.

    La alegría de Xiong era tal que tropezó con una de las cajas que contenía una de las cobras venenosa que de un salto lo mordisqueo en el pie lanzando un fuerte grito, que lo hizo soltar la cámara que cayó al suelo junto a él. El chino se retorcía de dolor, mientras Ambrosio recogía el equipo como si nada hubiese ocurrido y se dispuso a realizar más fotos del animal derribado.

    Yo, mientras tanto me sentía fatal, acudí a auxiliar a Xiong y por suerte ya la serpiente había huido por entre las hierbas. A poco llegó la otra camioneta y Ambrosio dispuso que se llevaran al chino lo más rápidamente posible a un hospital, para que le inyectaran un antídoto contra el veneno. -¿Vivirá? – pregunté. –Si, por supuesto, – me contestaron, y vivió pues cuando las víboras fueron capturadas los guardas extrajeron el veneno de éstas, de manera que prácticamente las habían dejado sin su potente arma.

    De todas formas me sentía triste al mismo tiempo culpable por lo acaecido a aquel maravilloso rinoceronte. Me acerqué a él, caído en el suelo y pregunté si estaba muerto, -no, -me respondieron entre risas y burlas los guardas y el propio Ambrosio. Le habían disparado con un fusil dotado de agujas anestésicas para no dañarlo y en breve tiempo podría levantarse, tardó menos de dos horas en ocurrir esto y poco a poco, con algún esfuerzo, se pudo poner en pie. A corta distancia pero protegidos se encontraban mis acompañantes, que se habían mantenido cerca para que las hienas y otros animales no aprovecharan el momento de indefeccion de la bestia. Después que ésta se levantó nos miró con ira, tal vez con rencor, pero se fue alejando lentamente, aun algo tambaleante hacia donde se encontraba la hembra y su cría.

    Pronto Ambrosio y yo comprendimos el misterio del rinoceronte blanco. Se trataba de un caso de albinismo y por eso su cría era tan negra como la madre. Aunque era costumbre cortar el cuerno de éstos grandes cuadrúpedos con el objeto de evitar su caza furtiva, lo impedimos para no afear a la hermosa y única fiera con estas características. Más ahora que tenia insertado un chip con el que poder localizarlo y protegerlo de los cazadores furtivos.

    Una semana después, el malvado Xiong, ya restablecido de la mordida de la víbora, y Mei-Yin abandonaron Namibe, éste portando un hermoso jarrón dorado y adornado con la imagen de un dragón, que contenía polvo de cuerno de rinoceronte, pero no del albino, cosa que no sabía, sino una mezcla con el de otros de animales grises blanqueados con agentes químicos pero que necesariamente contenían al ADN de los rinocerontes, por si los chinos querían realizar alguna prueba más, además de las fotos que llevaban sobre la aparente muerte del precioso animal.

    Me vi obligado, por cortesía, a quedarme algunos días más haciendo de mediador entre mis dos ilustres anfitriones: Ambrosio y Joao y disfrutando de las embestidas nocturnas de Arlinda Isabel, una verdadera rinoceronte morena en las noches australes de África.

    Una vez llegado a Europa, me sorprendí de recibir al día siguiente un mensaje de mi escuela en la que me llamaban de nuevo a trabajar, ahora con mayor salario y una titularidad en la cátedra, pero por orgullo o temor de sentirme protegido de los asiáticos lo denegué, pues al fin y al cabo tenia suficiente dinero en mi cuenta de banco que manos anónimas se habían encargado de rellenar y que pronto vacié para otras cuentas, por si acaso, también desaparecieron todas las deudas por supuestas compras de artículos chinos y el director de la institución me citó personalmente con el propósito de disculparse y ofrecerme todos los créditos, preferentes y acciones que deseara, a lo que por supuesto no hice el menor caso.

    Por ultimo, me mudé de piso, más que por orgullo con la casera para no estar tan fácilmente localizable. En mi nuevo hogar una noche me sobresalté al sentir que tocaban a la puerta, entreabrí con la cadena puesta por si acaso, pero era el hermoso rostro de Mei-Yin.

    Venia, según me dijo, a saldar una deuda, "en especies", a lo que me opuse rotundamente, porque los sentimientos no se compran, pero esa no era la razón única y verdadera, era por ella misma, de forma voluntaria, por disfrutar de aquel latino veterano, que la había acompañado y protegido en su viaje a África en busca de un cuerno de rinoceronte blanco conque liberarse del compromiso antaño contraído con una "Triada" china mafiosa. Entonces, durante un mes conocí del verdadero amor asiático, dulce y tierno como la miel y con todos sus secretos y placeres, renaciendo en mi interior una intensa pasión invernal incapaz de describir y solo asociarla con aquella preciosa canción del folklore venezolano

    "Caballo le dan sabana

    porque está viejo y cansao'

    pero no se dan ni cuenta

    que a un corazón amarrao'

    cuando le sueltan las riendas

    es caballo desbocao'.

    Y si una yegua alazana

    caballo viejo se encuentra

    el pecho se le desgrana …

    …y no le obedece al freno,

    ni lo paran falsas riendas".

    La vida, sin embargo, nos depara tristes sorpresas y cuando más enamorado y atraído me encontraba de la seductora chinita, ésta desapareció como por arte de magia, sin dejar ningún mensaje, ni una simple pista y no contestar a mis llamadas por el móvil. Pasaban los días y empecé a preocuparme por temer represalias del malvado Wu con la joven. Entonces, me dirigí hacia el bazar donde ella trabajaba, pero no la encontré, me informaron que se había marchado para China, no recuerdo si a Hong Kong o Shanghái y que si necesitaba más información esperara a su hermano Yan Yan que no tardaría en llegar. En efecto en poco menos de una hora llegó éste, alegre y despreocupado como siempre.

    -¡Ah! menos mal que vino Sr. Torres, mi hermana le dejó una carta y un presente.

    En la carta Mei-Yin me pedía mil disculpas y mostraba su más onda pena, porque lo que hacía no era por ella sino por sus ancianos padres que habían acordado casarla con el hijo del dueño de la cadena de bazares donde trabajaban, lo que constituía una alta distinción para su familia. Me suplicaba que no la buscara pero que me amaría por siempre y eternamente. Me dejaba como recuerdo una réplica de espada de las enormes que usaban los soldados durante la dinastía Ming, por mi valentía y me deseaba toda la suerte del mundo ahora y en lo adelante, en lo que me quedara de vida.

    No puedo describir la ira que sentía, me hallaba furioso, perplejo y sorprendido a la vez, desenvainé entonces la enorme espada y amenacé con golpear uno de los atiborrados estantes de la tienda. El chinito Yan Yan se sobresaltó y se mostró muy asustado, pero no lo hice, por el contrario, recobré la calma y me despedí con cortesía de los empleados que habían observado la extraña y pintoresca escena y abracé a Yan Yan y le dije: -No estas a salvo, puede que al final seas mi cuñado.

    Y Yan Yan se lo creyó pues si había sido capaz de buscar un rinoceronte blanco en las lejanas sabanas australes de África, no le parecía extraño que me presentase en la boda de su hermana, espada en mano, para arrebatársela al hijo del dueño de los almacenes chinos en el corazón del Celeste Imperio en el 4713 año del "Mono de Fuego", según el calendario chino.

    Esto es lo que escuché de aquel compatriota sesentón una tarde en la barra de uno de los bares de Madrid, tomando con elegancia y estoicismo, apenas sin inmutarse, el fuerte Ron Caney propio de los cubanos durante la etapa de la guerra en Angola. Nunca más he vuelto a coincidir con él, pero algo creo de su historia, pues al final, sin despedirse, de forma silenciosa, abandonó el local luego de pagar generosamente mi cuenta y una botella de este ron que me entregó el empleado del bar al marcharme y que conservo celosamente sin abrir en un estante, por si alguna vez vuelvo a encontrarlo y me relata otra de las interesantes historias que vivieron estos hombres y que un día formaran parte de la leyenda.

     

     

     

    Autor:

    Rosalía Rouco Leal

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