Indice
1.
Introducción
2. La condena.
3. La Cruz
4. La Caída
5. El Encuentro con
María.
6. La Ayuda.
7. Un Consuelo
8. Caer de
nuevo
9. Lagrimas
10.
Desaliento
11.
Desnudez
12.
Crucifixión.
13. El
Testamento
14. Los Amigos del
Final.
15. Los
Decepcionados
16.
Jesús
Comentador:
Jesucristo, camino del calvario, camino hacia la muerte, es
el Señor de la vida. El calvario es el lugar de la
misericordia, del perdón y de la vida. Ese camino de dolor
es la garantía de nuestro gozo, el camino de la vuelta a
la casa paterna.
El camino de la muerte es el
camino de la vida, el camino que nos conduce al Padre, fuente de
la Vida. Es el signo sangriento del amor
misericordioso. Cargando la cruz de nuestra miseria y de nuestro
pecado, caminemos concientes de aquello en que hemos fallado, del
peso que el Señor cargó por nuestras culpas
personales.
Vamos a escucharlo y contemplarlo cargando el madero de la cruz y
muriendo en ella por nosotros; vamos a apreciar el inmenso
amor con que
se ofrece por nosotros y con el que nos llama a seguirle y nos
guía hacia el Padre y Señor de la vida.
Si sabemos escuchar la voz de la cruz, la voz del Calvario, la
voz del sufrimiento redentor, si somos capaces de contemplar este
drama con admiración y afecto, entonces aprenderemos a
descubrir el misterio enorme del amor de Dios, Padre de
misericordia que nos ha reconciliado en su Hijo Jesucristo quien
nos ha dado la Vida con su muerte.
Necesitamos encontrarnos con Jesús, en cada hombre que
sufre; necesitamos caminar con Jesús para volver al Padre;
necesitamos descubrirlo, a cada momento, cargando con su cruz,
camino del Calvario, el enorme Calvario del mundo en el que todos
vamos con el peso de nuestra propia cruz.
Descubrir el lenguaje de
la cruz es descubrir que muchos de nuestros caminos no van por el
de Jesucristo, quien, a pesar de su derrota, es el camino de
vida.
El dolor, el sufrimiento, la cruz y la muerte se
presentan en todos nuestros caminos, en todos los caminos del
hombre.
"Jesús no inventó la cruz", se la impusimos
nosotros, le salimos con ella a su paso. Y seguimos saliendo al
paso de nuestro hermano el hombre,
para obligarle a cargar el peso del sufrimiento. Continuamos sin
respeto ni
aprecio suficiente a la vida
El Calvario no tiene sentido para quien no quiere darle lugar al
lenguaje del
amor, de un amor que se entrega así: sin medida.
Este día, estamos frente a la cruz en el Calvario. Esa
cruz nos invita a la amistad y a la
vida, a amar y a vivir. Jesucristo siempre se presentó y
actuó como amigo entregado y fiel, hasta dar la vida por
nosotros, conforme a su propia enseñanza, a su propio compromiso.
Jesús:
Mi mandamiento es éste: Que se amen unos a otros como yo
los he amado. (Sean amigos como yo he sido amigo de ustedes). No
hay amor más grande que dar la vida por los amigos. (Dense
unos a otros, unos por otros, como yo doy mi vida por ustedes)
Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su
Señor. A ustedes les llamo amigos porque todo lo que
oí de mi padre se lo he manifestado (Jn 15, 12 – 15) A
ustedes les he manifestado los misterios del Reino (Mt 13,
11)
Comentador:
Jesucristo nos llama a amar como Él. En su amor evaluemos
hoy nuestro amor. Él es el rostro humano del amor del
Padre. Vamos, pues a contemplar el sufrimiento de Jesús, y
los sufrimientos de todos los hombres. En Él vamos a ver
nuestros propios sufrimientos, pero con una visión
especial: El camino de la cruz es el camino del hijo
pródigo cuando vuelve al Padre. Sí, Jesús
"se convierte en el hijo pródigo" para nuestra
salvación. Abandonó la casa del Padre celestial, se
vino a un país lejano, derrochó dada día,
misericordiosamente, todo lo que tenía. Y volvió
con su cruz, de regreso hacia el Padre.
Ese es nuestro camino, el camino que hemos de recorrer todos
nosotros, en nuestro regreso al Padre misericordioso.
Narrador:
"Era ya de día cuando los soldados de la guardia de los
sacerdotes sacaron a Jesús del calabozo en que
había pasado las últimas horas. A empujones lo
echaron de nuevo al patio de la casa de Caifás, donde le
esperaba un buen grupo de los
sanedritas, de aquellos que por la noche le habían
juzgado. Los discípulos no se habían movido y
así se les habían esfumado a los jefes del pueblo,
quienes, de hecho, experimentaban un gran temor en su interior,
por lo que pudieran hacer los seguidores de Jesús. De
cualquier manera le sacaron atado. Jesús respira el
aire libre del
ambiente muy
distinto al de aquella asfixiante prisión.
Una multitud de curiosos, entre ellos muchos de los que
indudablemente le aclamaron apenas unos días antes y le
aclamaron como Rey, ahora se agolpan a la puerta del palacio de
Caifás. De ahí partieron a la Torre Antonia, para
encontrarse con Pilato.
Hombre:
Señor, déjame caminar hoy contigo. Yo soy quien
merece esta cruz. Yo soy quien he pecado. Dame tu luz para
contemplar el misterio de tu amor, el que nos quieres revelar
hoy, camino del Calvario.
Permíteme asumir mi propia responsabilidad en tu humillación y en tu
tortura, la que sufriste allí en Jerusalén y la que
sigues sufriendo en la historia de todos los
hombres. Abre mis oídos, mis ojos y mi corazón,
para atender el llamado que me haces, a reconocerme hijo
pródigo, necesitado de volver al Padre, a descubrirte en
el hermano y a seguirte con mi cruz, con tu cruz, con la cruz que
cargaste por todos los hombres.
Todos:
Señor Jesús, permítenos caminar, hoy,
contigo; danos oportunidad de encontrarte en esta pasión
tuya, en la pasión de todos los hombres y mujeres que
padecen en el mundo. Déjanos valorar en nuestro corazón la
magnitud de tu amor y la triste realidad de nuestro pecado. Haz
que te descubramos entre nosotros en las pruebas de la
vida y que, por ellas, participemos en tu pasión
redentora. A M E N
Narrador: En aquel tiempo,
Jesús compareció ante el Procurador, quien le
preguntó: "¿Eres tú el rey de los
Judíos?" Jesús le respondió: "Tú lo
has dicho". Pero nada respondió a las acusaciones que
hacían los pontífices y los ancianos.
Entonces dijo Pilato: "¿No oyes todo lo que dicen contra
ti?" Pero él, a nada respondió, hasta el punto que
el Procurador se quedó muy admirado. Con ocasión de
la Fiesta, el Procurador solía conceder la libertad del
preso que la multitud quisiera. Tenían entonces un preso
famoso, llamado Barrabás. Dijo pues Pilato a los
allí reunidos: "¿A quién quieren que deje en
libertad, a
Barrabás o a Jesús, que se dice el Mesías?",
pues sabía que lo habían entregado por envidia.
Estando él sentado en el Tribunal, su mujer
envió a decirle: "No te metas con ese justo, porque hoy he
sufrido mucho en sueños por causa de Él".
Mientras tanto, los pontífices y los ancianos convencieron
a la muchedumbre de que pidiese la libertad de Barrabás y
la muerte de Jesús, y así, cuando el Procurador les
preguntó: "¿A cuál de los dos quieren que
les suelte?". Ellos respondieron: "¡A Barrabás!"
Pilato les dijo: "y ¿qué voy a hacer con
Jesús, que se dice el Mesías?"; respondieron todos:
"¡Crucifícalo!" Entonces Pilato, viendo que nada
conseguía y cómo crecía el tumulto,
pidió agua y se
lavó las manos ante el pueblo, diciendo: "¡Inocente
soy de la sangre de este
justo! ¡Allá ustedes!"; y todo el pueblo
respondió: "¡Que su sangre caiga
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" Entonces Pilato puso en
libertad a Barrabás y a Jesús se lo entregó,
después de haberlo hecho azotar, para que lo
crucificaran".
Comentarista: A algunos, Pilato les parece violento, cruel y
sádico, indeciso, que intenta aplicar la justicia y que
está lleno de turbaciones. Sin embargo, siempre es
señalado como un gran responsable de la muerte de Cristo.
Pero, antes de que él se lavara las manos y dejara a la
libre voluntad de la chusma la decisión sobre la vida de
Cristo, ya Jesús había sido juzgado y condenado por
aquel amigo que le vendió y le entregó, por
aquellos que se durmieron y no pudieron velar una hora con
Él. Fue juzgado desde antes, por el abandono cobarde y la
apostasía de los más queridos…
Sin embargo, por amor a nosotros, Dios entrega a su Hijo a la
muerte. Ciertamente no lo entrega como lo hizo Judas o aquellos
que le llevaron a la condena, sacerdotes y ancianos del pueblo;
eso significaría una negación absoluta de su amor
de Padre. Dios entrega a su Hijo, por amor, desde el momento que
llega al mundo para salvarnos.
Desde entonces la existencia de Jesús se realizó
plenamente conforme a su dignidad filial. Los hombres empujamos a
Jesucristo a la muerte para conducirlo a la nada. El Padre lo
recibe en el abrazo eterno de la intimidad divina. Jesús
vive eternamente filial en su condición de Dios y de
hombre. "En la muerte de Jesús acontece el Nacimiento
eterno del Hijo en este mundo, y se manifiesta el misterio de la
paternidad de Dios a quien Jesús no pudo llegar más
que muriendo".
Jesús: Tanto amó Dios al mundo que le
entregó a su Hijo único, para que todo el que crea
en El no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para condenar, sino para que el mundo
se salve por Él. Salí de Padre y vine al mundo. De
nuevo dejo el mundo y vuelvo al Padre.
Comentarista: No es fácil aceptar a Jesucristo, el regalo
del Padre, el Hijo entregado para que no perezcamos. Intentamos
más fácilmente el camino opuesto, el camino de
Pilatos. Estamos, tal vez, entre esos muchos Pilatos que hay en
el mundo, que condenan de una u otra manera, que traicionan su
papel y no les
importa meterse en injusticias. Estamos entre esos Pilatos que
traicionan la verdad, la fidelidad y la amistad, el amor
matrimonial y la vida de familia, porque
no sabemos o no queremos comprometernos en el amor.
Hay Pilatos y hay condenados hoy en el mundo. Muchos que se
sienten irremisiblemente condenados. Algunos porque han perdido
la esperanza ante el problema que les ha surgido. Aquellos que
son despedidos del trabajo y no tienen esperanza de encontrar
otro. Aquellos que en la plenitud de su vida y de su apego a
ella, en plena juventud,
cuando tienen un futuro esperanzador y hasta exitoso, reciben del
médico el anuncio de la muerte en un diagnóstico fatal.
No hemos aprendido a descubrir a Jesucristo en aquel a quien
condenamos. ¿A cuántos conocemos cargando una
injusta condena? ¿A cuántos hemos condenado
injustamente? Ese es el hoy de la Pasión de Cristo
(Pausa para reflexionar)
Hombre:
Jesús, es cierto que el amor inmenso del Padre te ha
llevado a pagar nuestra salvación a precio de
sangre, la "sangre derramada" que tú entregaste a tus
discípulos en el cáliz de la cena pascual. Te
hiciste ofrenda por nosotros. Quisiste redimirnos amorosamente, a
través de toda tu vida, de tu pasión y de tu
muerte. Y consumaste tu entrega de amor en la cruz. El precio de
nuestro pecado eres Tú mismo, por eso nadie puede pagarlo
sino Tú. Por eso tu condena es el signo más pleno
del amor.
Con todo, nosotros seguimos el camino opuesto, por eso, hoy
siguen las condenas a muerte. Entre nosotros sigue imperando la
calumnia, la crítica, la difamación, la injusticia,
el olvido de los derechos
humanos.
Dentro de nosotros hay cobardías y hay miedos que nos
impiden salir a defender la verdad y la justicia; que
nos impiden sostener nuestras convicciones y mantenernos fieles a
nuestra responsabilidad.
Yo también Señor me descubro condenándote en
mis hermanos cuando tengo miedo de decir la verdad; cuando me
resisto a correr el riesgo de perder
una amistad, si digo la verdad. Yo también he condenado
por debilidad, por cobardía, por malicia o por crueldad. A
veces te he tenido las buenas intenciones de salvarte, pero te he
condenado.
Jesús:
No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no
serán condenados. Amen a sus enemigos, hagan el bien a los
que los odian. Hagan con los demás lo que quieren que
hagan con ustedes.
Todos:
Perdónanos, Señor, el no haber entendido que toda
tu vida, tu pasión y tu muerte, tu condena y tu
crucifixión, son precio de
nuestro pecado, son un pago de amor por nosotros. Perdona que no
haya comprendido tan inmenso amor y te siga condenado
injustamente. Perdónanos tantas veces que te hemos
condenado en nuestro hermano el
hombre.
Narrador:
Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio y
reunieron toda la guardia alrededor de él. Entonces lo
desvistieron y le pusieron un manto rojo; luego, tejiendo una
corona de espinas, la colocaron sobre su cabeza, pusieron una
caña en su mano derecha y, doblando la rodilla delante de
él, se burlaban diciendo: "Salve, Rey de los
Judíos". Y, escupiéndolo, le quitaban la
caña y con ella le golpeaban la cabeza. Después de
haberse burlado de él, le quitaron el manto, le pusieron
de nuevo sus vestiduras y lo llevaron a crucificar.
Temblaba Jesús que por primera vez sentía la
vergüenza de la desnudez. Su cuerpo era el de un hombre. Su
miedo el de un hombre. Su soledad, en medio de aquella
jauría, era la soledad del hombre.
Saltó la primera sangre cuando una correa mal dirigida
cruzó por primera vez su cara. Los golpes siguieron sobre
sus espaldas. Eran las espaldas de un hombre. Apretó los
dientes y aferró sus manos a la argolla a la que le
habían atado. Oía las risas y los jadeos de los que
le golpeaban. Su espalda era ya un campo arado, rajado como por
cuchillos, y la sangre se mezclaba con largos surcos azules y
morados. Era un dolor tan ancho, que comenzaba a no sentir los
golpes en la espalda. Su mirada borrosa no podía ver la
sangre que resbalaba ya hasta sus pies.
Cuando lo desataron, era como un cordero apaleado y cayó
desfallecido como un bulto sobre el suelo.
Alguien propuso la idea de divertirse con él,
coronándolo de espinas como rey de los judíos. Otro
más tuvo la idea de poner sobre su espalda malherida un
manto de púrpura, signo de realeza. Con aquel vestido
Jesús comenzaba a tener un aspecto verdaderamente
ridículo. Lo coronaron con un haz de ramas de espino que
plantaron como un casco sobre su cabeza. Y le saludaron
golpeándole sobre la corona con una caña que luego
ponían en sus manos como un cetro. Le gritaban con burla:
"Salve rey de los judíos".
Pilato había ordenado flagelar al prisionero pero no
imaginó ni el número de golpes, ni el
espectáculo de aquel rey de burla. Pensó que con
este castigo todo terminaría. Se volvió a los
sacerdotes y exclamó a voz en grito: "Vean; lo traigo
aquí fuera para que conozcan que no hallo en él
delito alguno".
Hizo que Jesús se presentará en el balcón
sobre la plaza y gritó nuevamente: "He aquí al
hombre". No sabía Pilato que sus palabras iban a cruzar la
historia como una
profecía, Jesús era verdaderamente el hombre, el
primer brote de la humanidad nueva que sólo Él
podía hacer nueva.
Comentarista: La cruz es el patrimonio de
todos los hombres; está expresada en el mismo cuerpo humano.
Llena y abraza a cada uno de nosotros y nos confía la
misma misión de
Jesucristo con su cruz: redimir, salvar. Nos encarga esa misión en
el ámbito de nuestra vida personal, en el
de nuestra familia, entre
nuestras amistades.
Hay tantas familias resquebrajadas, heridas, divididas,
desintegradas o disueltas; tantas familias golpeadas por la
enfermedad que está amenazando a muerte y no lo pueden
aceptar; tantas familias heridas y bloqueadas en el
corazón por los problemas no
resueltos, por resentimientos amargos, por odios, por torturas
interiores. Todo esto es cruz.
Cada una de esas cruces, suben y bajan por nuestras calles en el
campo y en la ciudad, en los caminos y en las carreteras y se
apretujan ocultas en el corazón de cada uno de los que
sufren. Frecuentemente, son cruces maldecidas o solamente
toleradas; son cruces sin nombre y sin esperanza; llevan a la
desesperación o a la resignación; pero muy pocas
sirven para redención. !Y todas son la cruz de
Cristo!.
En la cruz de Jesucristo Dios se deja ver como Padre "rico en
misericordia" (Ef. 2, 4) Jesús encarna y personifica esa
misericordia sin límites;
es la epifanía, la manifestación personal de la
misericordia divina; Él mismo es todo misericordia, la
misericordia de Dios. Su misericordia es la señal de que
es el enviado de Dios.
La misericordia de Dios quiso manifestarse por su
participación en la experiencia dolorosa de la vida de los
hombres; Jesús le ha dado a la misericordia divina una
nueva dimensión, haciéndola humana y revelando
así claramente la humanidad de Dios.
(Pausa para reflexionar)
Hombre:
Jesús, bendito seas por tu misericordia divina, esa
misericordia infinita a la que has dado expresión humana.
Bendito seas por esa cruz en que nos dejas el signo de tu
misericordia, de la misericordia infinita del Padre. Dame esa
valentía tuya para abrazar mi cruz, la cruz de cada
día, la cruz que llevo sobre mis hombros y que me duele
más cuando la ponen sobre mí aquellos que
más amo, aquellos de quienes debiera esperar ayuda y
consuelo Ayúdame a conocer en mi propia experiencia tu
misericordia para ofrecerla al menos al menos a aquellos a
quienes amo y quiero liberar del peso de la cruz.
Gracias, por invitarnos hoy, a cada uno de nosotros a poner todas
nuestras cruces en relación con la tuya, para entender y
vivir la misericordia del Padre.
Gracias, porque nos pides, que entendamos el lenguaje
preciso de tu cruz, ese lenguaje que
nos invita a sembrar con tu cruz y nuestra cruz el germen del
amor, la misericordia y la esperanza.
Jesús:
"El que pone la mano en el arado y vuelve la mirada atrás
no es digno de mí. Sean misericordiosos como su Padre del
cielo es misericordioso. Amen a los que los odian. Hagan el bien
a los que los maldicen. Ofrezcan la mejilla izquierda a quienes
les abofetean en la derecha. Perdonen no sólo siete veces,
sino setenta veces siete. Bienaventurados los perseguidos por
la
justicia. Bienaventurados serán ustedes cuando los
maldigan por mi causa. Tomen su cruz de cada día y
síganme".
Todos:
Perdónanos, Señor, por no haber aceptado que tu
Cruz enorme es el camino de la misericordia del Padre.
Perdónanos por la Cruz que no hemos sabido cargar con
valentía.
Perdónanos por esa Cruz que cargamos sobre los hombros
cansados de los demás, sin apiadarnos de ellos.
Perdónanos y dales tu amor y misericordia.
Narrador:
"Ha caído tu mano sobre mí: nada queda intacto en
mi carne por tu furia. Nada sano en mis huesos, debido a
mi pecado. Mis culpas sobrepasan mi cabeza, como un peso harto
grande para mí; mis llagas son hedor y putridez debido a
mi locura; encorvado, abatido totalmente, sombrío ando
todo el día. Me late el corazón, las fuerzas me
abandonan, y la luz misma de mis
ojos me falta. Estoy apunto de caer. No me abandones, oh
Yahvéh, Dios mío, no estés lejos de
mí" (Sal 37).
"Él soportó el castigo que nos trae la paz y con
sus llagas hemos sido curados" (Is. 53, 5).
"Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la
boca. Como un cordero que es llevado al matadero, y como oveja
que ante los que la trasquilan está muda, tampoco
él abrió la boca" (I.s 53, 7).
Comentarista: Jesús camina por las calles de
Jerusalén, jadeante y casi asfixiado por el peso del
madero que le aplasta y le doblega, por la debilidad que
arrastra, a causa de la sangre derramada, de las heridas y los
golpes. Ante sus ojos las paredes de las casas se mueven y se
agigantan; y tiemblan en su mirada los rostros de aquella
multitud que aúlla enfurecida. Todo le parecía
terriblemente lejano. Ante él sólo se presentaba el
horizonte de la muerte que le aterraba como a cualquier ser
humano.
Le gustaba vivir. Se sentía bien en esta tierra que
Él había credo muy hermosa, como habitación
para los hombres sus hermanos. Amaba cuanto le rodeaba: el sol, el agua, las
estrellas, los árboles, los crepúsculos, los
corderos y el hombre. Sin embargo, todo estaba llegando al final.
Le hubiera gustado de otro modo; pero sabía bien que no
había otro. El pecado del mundo había cerrado todas
las otras salidas. Se hizo hombre para esto; lo sabía y,
con todo, hubiera deseado que al menos alguien le
acompañara con amor entre la jauría que le acosaba
y que quería derribarle. Se sentía desoladoramente
solo. Tenía miedo de que tanto dolor no sirviera para
nada. Y esta soledad era la más amarga de las gotas del
cáliz que bebía. Bien dice el refrán:
"Llórate pobre, pero no te llores solo".
Comenzó a temer que perdería el
conocimiento. Tenía la sensación de que sus
pies flotaban. No encontraba el suelo para dar un
paso. Oyó el grito del centurión que le mandaba
seguir adelante, mientras iba viendo el suelo que se precipitaba
sobre su rostro. El madero le golpeó contra la tierra que
Él había creado. Sintió como una quemadura
en las rodillas; cayó…
Jesús: Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama
su vida la pierde; el que pierde su vida para este mundo, la
guarda para la vida eterna.
(Pausa para reflexionar)
Hombre:
Has caído Señor, por la debilidad y la fatiga.
Saboreas el cáliz de la amargura hasta las últimas
gotas. Así has querido aceptar
totalmente nuestra condición humana. Tú eres Dios
verdadero que has querido ser hombre verdadero y éste es
el precio: conocer la derrota, la fatiga, la debilidad del
cuerpo, la limitación de las propias fuerzas. Tú el
Dios poderoso, aceptaste ser humillado, aceptaste la burla y
aprendiste a caer.
Yo sé que no has caído por el peso de tu pecado,
sino porque has querido, porque has aceptado ser como nosotros,
ser hermano de todos nosotros, hacerte solidario con nosotros,
para purificarnos y conseguirnos la misericordia y el amor del
Padre.
El sufrimiento pasa, pero no el sentido y la experiencia de haber
sufrido. Nuestro sufrimiento, si descubrimos su sentido y lo
unimos al tuyo, nos purifica, nos lleva a la rectitud, nos hace
madurar. Un hombre que no ha sufrido corre el riesgo de
permanecer inmaduro toda su vida.
Para que entendamos eso te hiciste nuestro ejemplo. El Padre no
te ahorró el paso por la dureza de la vida, tu paso, tu
Pascua, para la maduración de tu ser como Redentor que
culmina en tu ser resucitado.
Porque tu caída me enseña el valor del
sufrimiento, el valor de la
dureza de la vida, porque débil me enseñas a
levantarme por
la fuerza del
Padre, te ruego me perdones el miedo al sufrimiento de la
caída. Perdóname porque te he visto caer en muchos,
y no me he atrevido a detenerte. Perdóname, Señor,
por haber caído. Enséñame a levantarme.
Jesús: Feliz el que cuida del débil y del
pobre,:
Todos:
Perdónanos, Jesús, nuestras debilidades, nuestros
pecados, nuestras caídas. Enséñanos a
levantarnos con valentía y esperanza;
enséñanos a continuar nuestro camino con humildad.
Ayúdanos siempre a levantarnos, acompáñanos
hasta llegar al final.
Narrador:
"Ustedes todos los que van por el camino, deténganse y
vean si hay dolor semejante a mi dolor, al dolor con el que soy
atormentada, con el que Yahvéh me ha herido el día
de su ardiente cólera" (Lam 1, 12).
"¿A quién te compararé, hija de
Jerusalén?
Grande como el mar es tu dolor ¿Quién te
consolará?"
"Su madre conservaba todas las cosas en su corazón" (Lc 2,
15)
"Hijo, ¿por qué has hecho esto con nosotros?" (Lc
2, 48).
Comentador: No hay duda que María salió al paso del
hijo en el camino del Calvario. Una madre no puede permanecer
lejos del hijo que sufre. Los evangelistas nada nos dicen sobre
dónde estuvo María al paso de Jesucristo con la
Cruz, aquel Viernes Santo; pero no podemos dudar que ella
tenía necesidad de estar junto a Jesús,
¡día tremendo para el corazón de una
madre!.
Había llegado la realidad que había temido por
más de treinta años. Simeón le había
dicho, que una espada le atravesaría el alma; pero no
había entendido el dramático destino del
pequeño que ahora, pasados los años, iba cargando
esa cruz. No acababa de entender bien las cosas, pero está
ahora aquí, frente al dolor y la soledad.
María compartió con Jesús estás horas
de redención; pero sólo pudo hacerlo,
acompañándolo en su soledad, experimentando el
desamparo del Padre que también a ella le había
abandonado: "Le pondrás por nombre Jesús, porque
él salvará a su pueblo de sus pecados".
Era otra vez la terrible soledad de los días en que
José desconfiaba de ella, una soledad multiplicada
atrozmente en su corazón ahora que era la madre de un
condenado a muerte.
Nadie sabía mejor que ella, que si su hijo se decía
Hijo de Dios, es porque lo era de verdad.
Sólo una madre que haya visto morir al hijo que
brotó de sus entrañas, puede entender el dolor de
María. Sólo quien haya luchado contra la muerte en
el lecho donde el hijo se agita convulsionado por la fiebre, o
mejor, sólo la madre de un hijo condenado injustamente a
la muerte, podrá entender el dolor de María.
¿Dónde esta la paz de Nazaret, de los días
alegres cuando Jesús era niño?. Llevaba treinta
años preparándose para este momento pero,
aún así, no podía entenderlo. Miró al
hijo. También él la miró, aunque hubiera
querido esconderse a su mirada. Si tuviera las manos sueltas se
habría limpiado el rostro y alisado el cabello para que no
lo viera como estaba. Hace un esfuerzo para enderezarse. Es como
si, ante el dolor de ella, todos sus propios dolores hubieran
desaparecido. Se miran. En la mirada se abrazan sus almas, y el
dolor de los dos disminuye al saberse acompañados, pero
crece y crece al saber y mirar que el otro sufre. Luego los dos
se olvidan de sus dolores, para unirse en una misma
aceptación: "Hágase en mí según tu
palabra".
María:
Yo le acepté en mis entrañas y le llevé en
ellas, nueve meses. Nueve meses mi sangre sostuvo la vida de
Dios.
Yo le llevé en mi seno, como llevan todas las madres a sus
hijos, fruto de su vida y de su amor.
Nació una noche fría de invierno, y lo
recosté en un pesebre; allí derramó sus
primeras lágrimas.
Yo lo llevé en mis brazos al destierro, con el
corazón angustiado a cada instante, pero con el deseo de
protegerle y de liberarle.
¡Hay tantas cosas que pueden matar a un niño!
Yo le eduqué entre las risas y lágrimas, en
el trabajo, la
oración, la alegría, el amor y la vida.
Yo estuve con él, observando siempre, en su mirada, lo
grande de su misión; descubriendo en sus juegos de
niño y en sus estudios de joven, y en su trabajo
después, cómo juega, y estudia, y trabaja el mismo
Dios en la tierra.
Yo siempre vi en Él al Hijo de Dios, a mi hijo.
Un día se fue a cumplir la última tarea. Era ya
todo un hombre, había hecho su trabajo de hijo y de
carpintero, de amigo y de vecino, de joven alegre y de muchacho
optimista, su papel de
hombre y de Dios.
Pero le faltaba todavía predicar el Reino, enseñar
la verdad, mostrar el camino, entregar la Vida, y se fue.
Yo guardé en mi corazón sus palabras y sus
milagros; yo, que había aprendido a leer sus pensamientos,
supe entonces de sus tristezas, de sus gozos, de sus esperanzas y
de su amor.
Yo presentía que habría de llegar este momento de
encontrarlo en el camino cargando la cruz.
Al mirarlo empujado para continuar, la calle parece más
pendiente, los edificios más altos y el calor se hace
más sofocante. Frente a mí, pasa Jesús.
Lo miré y me miró. Nos dimos cuenta de que era el
final, el duro final: Entregar a la muerte al Hijo de Dios, a mi
Hijo, para que puedan todos los hombres tener la vida.
Comentarista: María es la mujer, la
madre, la esposa, la hija, la novia, la amiga, la hermana.
María es aquella mujer que mira
cómo el hijo de meses se muere asfixiado y
calenturiento.
María es aquella madre que vela al hijo enfermo, y aquella
que le toma la mano para dibujar las primeras letras, la que hace
con los hijos la tarea y la que les sirve en la mesa el pan
amasado con sudor y cariño. Es la madre que reprende al
hijo aunque le duela. Es la madre que lee en los ojos la
inocencia del niño, las inquietudes del adolescente y las
luchas del joven. Es la madre que se entrega día con
día a los hijos, y una mañana cualquiera los ve
partir a la escuela, a la
Universidad, al
taller, al trabajo, al matrimonio, a la
dura lucha de la vida, a cumplir su misión en un puesto
público, en una profesión humanitaria, o en el
sacerdocio, o los mira partir definitivamente con la muerte y se
queda sola, otra vez, como al principio.
Es la mujer que
está en el cimiento de todas las obras del hombre y en el
alma de sus acciones, en
la fuerza de
todas sus convicciones y en la grandeza de todos sus ideales. Es
la mujer que está junto a todas las cruces del mundo.
María, es la esposa que lucha y anima, la que sostiene al
marido ante los duros golpes de la vida, la que le despide con un
beso cuando se va al trabajo y lo recibe con una sonrisa a su
regreso; la que le alienta en los problemas y le
hace dulces los días amargos.
María es aquella viuda, que lucha a brazo partido por
sacar adelante a sus hijos; aquella que recibió a tres
pequeños huérfanos y les entregó sus
bienes, sus
conocimientos, su amor y su vida; es aquella mujer que sirve de
madre, de aliento y de sonrisa. Es aquella mujer abandonada que
sufre y calla. Es… ¡Toda mujer que hace de su presencia
en el mundo una manera de volverlo más agradable!
María se expresa en todo corazón materno que se
llena de misericordia. Dios es a la vez Padre y Madre por
razón de su amor y unifica en su fuente divina el ser
masculino, que se expresa en respeto, lealtad,
fidelidad a sí mismo y al otro, con el ser femenino que se
expresa en el acogimiento y la ternura.
María sabe conocer y aceptar, intuir, esa suavidad materna
de la misericordia divina y la expresa con su afectuosa solicitud
de madre y de abnegada colaboradora de Dios. Ella participa en la
revelación de la misericordia divina por el sacrificio de
su corazón. Ella es quien conoce más a fondo el
misterio del amor y la misericordia. En ella y por ella, el amor
misericordioso del Padre no cesa de revelarse. Ella es la Madre
de la Misericordia por ser Madre de Jesucristo, el amor
misericordioso del Padre.
(Pausa para meditar)
Hombre:
Gracias, Jesús, por María, tu Madre, presente en el
amor limpio y generoso de todas las mujeres del mundo.
Gracias por su amor y su ternura, por su entrega, su dolor, su
sacrificio y su sonrisa.
Gracias por todas las madres, y por todas las esposas, y por
todas las novias que con su cariño y sufrimiento, hacen al
hombre más útil, más fuerte, más
grande, más fecundo, más feliz.
Gracias, María, por todo, porque nos diste a tu hijo, y
porque nos aceptaste como hijos. Bendita Seas.
Todos:
Bendita seas, María, porque has creído;
ayúdanos siempre a encontrar a Jesús en el camino
de la vida, a entender en la fe las circunstancias
difíciles de nuestra existencia, y ven a alentarnos para
poder llevar
nuestra cruz con más valentía. Déjanos ver
en un tu amor, en tu solicitud y ternura de Madre, la
expresión de la misericordia divina.
(Canto Dios te Salve María)
Narrador:
Cuando le llevaban a crucificar, obligaron a uno que pasaba, a
Simón de Cirene que volvía del campo, a que le
ayudara con la cruz.
Jesús está a punto de caer; ha hecho un esfuerzo
sobrehumano por aparecer entero ante su Madre y ahora todo se
resquebraja en su interior. El centurión teme que se le
muera en el camino; pero el reo debe llegar a la cruz y morir en
ella, según lo escrito en la condena. Vuelve los ojos en
derredor. Necesita que alguien cargue con la cruz y que alivie
por unos momentos el peso que va cargando el reo; pero no logra
encontrar ninguna actitud,
ningunos ojos compasivos. Descubre aquel hombre que venía
del campo y le obliga a llevar la cruz.
¿Qué sucedió en el corazón de
Simón de Cirene? Seguramente, descubrió sus ojos
llenos de mansedumbre y serenidad, que nada tenían que ver
con un condenado a muerte. Sintió curiosidad, piedad e
indudablemente, amor. Con este movimiento
interior, aquel pobre campesino fue ampliamente recompensado y
siguió a Jesús por el camino.
Jesús: Si alguno quiere ser mi discípulo,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Lo que hagan con uno de éstos más pequeños,
conmigo lo hacen. Dichoso el que se apiada del desvalido.
Comentarista: Hay muchos en la vida arrastrando la cruz. Todos
tenemos oportunidad de tomar el papel de Simón de
Cirene.
¡Qué difícilmente puede reconocerse cada uno
de nosotros en este Simón!
El hombre rehuye la cruz, no quisiera tener ni la más leve
parte en el sufrimiento; no quiere probar las humillaciones,
mucho menos compartir los dolores y las humillaciones ajenas. Por
eso descuidamos tanto la ayuda al hermano que sufre.
Jesús nos invita a ser misericordiosos como el Padre. Esto
nos parece imposible, porque no cabe en nuestro limitado
corazón el amor infinito del Padre. Su mensaje sobre la
misericordia de Dios nos dice, no sólo lo que Dios es y lo
que siente por los hombres, sino que nos muestra la
exigencia de ser como Dios, siendo misericordiosos con los
demás, como Dios es misericordiosos con nosotros. Si la
fragilidad del hombre hace que inmediatamente surja en Dios una
actitud de
perdón, lo mismo ha de suceder en el corazón del
hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, Padre misericordioso.
El Cirineo vivió intensamente la misericordia, su
corazón se abrió a un hombre maltrecho, pero lleno
de bondad y de amor, cuya debilidad llamaba a la misericordia.
Simón de Cirene fue la criatura privilegiada que pudo dar
su misericordia a su creador, que tuvo misericordia de Dios.
Hoy, nosotros sabemos que el amor y la misericordia que damos a
nuestro hermano, es amor y misericordia que mostramos al mismo
Hijo de Dios.
¿Quién no ha visto a alguien con su cruz junto al
camino? Es Jesús camino del Calvario. Se busca hoy
también un Cirineo.
¿Quien quiere ayudarle?
(Pausa para reflexionar)
Hombre:
Cirineo es el papel que yo debí haber hecho siempre,
porque siempre lo tengo al alcance de la mano, porque siempre hay
cruces que levantar y espaldas para quitarles su peso, porque
siempre hay algo con qué alivianar su cruz.
Es el papel que nos corresponde cumplir a todos los hombres,
todos los días, hasta la muerte. Toda la vida
debiéramos ser un Cirineo. Un resumen de nuestra vida
podría ser éste: "Fue un Cirineo".
Gracias, Señor, por todos los que ayudan a cargar la cruz
sin presunciones ni egoísmos, en silencio, sinceramente,
porque saben que cualquier cosa hecha en favor de los hombres, es
también hecha a ti.
Gracias, Jesús, por todos los Cirineos que hay en el
mundo, tendiendo la mano al miserable, al ignorante, al
huérfano, a la viuda, al estudiante pobre, al campesino
ignorado, a la familia en
promiscuidad, y al cargador enfermo. Gracias, Jesús, por
todos los Cirineos. Gracias y perdón. Perdón por
todos los egoístas, los que alzan sus hombros y pasan
indiferentes, los que dejan en la cuenta de la vida a los hombres
tirados con sus cruces; los que, a lo más, arrojan sus
limosnas a la salida de sus fiestas; los que alquilan hombres
para caminar ellos más desenvueltos. Por ellos y por los
Cirineos de presunción, los que hacen teatro de su
misericordia y, compran el cielo con el dinero que
les sobra.
Por mí, Señor, con mi atroz egoísmo y mi
apariencia de bondad, por tanta farsa, Señor,
¡Perdón!
Jesús:
El rey les dirá: "Vengan benditos de mi Padre, reciban la
herencia del
Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de
beber; era forastero y me hospedaron; estaba desnudo y me
vistieron; enfermo y me visitaron, en la cárcel y vinieron
a verme. En verdad les digo, que cuanto hicieron a uno de estos
hermanos míos más pequeños a mí me lo
hicieron" (Mt 25, 31). "Felices los que saben hacerse
prójimo del miserable y del abatido, de los que saben
ayudar, comprender y alentar al hermano en los días
amargos… "
Todos:
Perdónanos, Jesús, por la cruz que sólo
tomamos por obligación o por paga, pero sin amor.
Perdónanos, Señor, por la cruz que hemos visto y
hemos dejado con indiferencia en hombros de los demás.
Perdónanos por tantos que caminan por la vida sin
misericordia, por tantos que caminan sin un Cirineo.
Enséñanos a llevar tu cruz, la cruz de todos los
hombres que sufren y que tú pones en nuestro camino porque
es también tu cruz.
Narrador:
Dice de ti mi corazón: "Busca su rostro".
Sí, Señor, tu rostro busco, no me escondas tu
rostro.
(Pausa)
Muchos quedaron espantados al verlo, pues, su cara estaba
desfigurada, y ya no parecía un ser humano… Este hombre
creció ante Dios como un retoño, como raíz
en tierra seca.
No tenía gracia ni belleza para que nos fijáramos
en El, ni era agradable para que pudiéramos apreciarlo.
Despreciado y tenido como basura de los
hombres, varón de dolores, familiarizado con el
sufrimiento, semejante a aquellos a los que se les vuelve la
cara, estaba despreciado y no hemos hecho caso de él.
Sin embargo, eran nuestras dolencias las que llevaba, eran
nuestros dolores los que le pesaban; y nosotros lo
creíamos azotado por Dios, castigado y humillado. Por sus
llagas hemos sido curados.
Comentarista: En esta estación recordamos un gesto
amoroso, misericordioso, espontáneo y valiente de una
mujer. De ella nada dicen los Evangelios. Pero es un personaje
que expresa el deseo de la Iglesia esposa
que, en su piedad y en su ternura, desea y necesita limpiar este
rostro dolorido y ensangrentado. Porque es la esposa enamorada
que desea ver siempre limpia y transparente la imagen del
esposo, surgió esa figura, Verónica, cuyo nombre
eso significa, verdadero Icono, verdadera Imagen.
Ha sido un anhelo del hombre de todos los tiempos ver el rostro
de Dios. Quizá con Felipe, el apóstol, supliquemos:
Muéstranos al Padre! Nuestra súplica dice que
queremos tener la satisfacción de contemplar el rostro
divino: pero lo grandioso es que necesitamos aprender a descubrir
el rostro de Dios en el rostro de cada uno de nuestros
hermanos.
Jesús: "Yo te doy gracias, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y
entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí,
Padre, porque así te ha parecido mejor. Todo me lo ha
entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el
Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar. Hace tanto tiempo que estoy
con ustedes y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a
mí ha visto al Padre. Cómo dices tú:
"Muéstranos al Padre"?. No crees que yo estoy en el Padre
y el Padre está en mí?
Comentarista: Sí, sólo el Hijo conoce al Padre. El,
que "está en el seno del Padre", nos ha acercado este
Padre, nos ha hablado de El, nos ha revelado su rostro, su
corazón
Pero El nos ha dicho también que hemos de descubrir ese
rostro en cada ser humano. En los rostros que vemos a diario en
nuestro caminar, y en los más cercanos, dentro de nuestro
hogar.
Hay muchos rostros golpeados y maltrechos que encontramos cada
día a nuestro paso. Rostros que llevan el polvo del
camino. Rostros llenos de cansancio, de sudor y fatiga, por
el trabajo
abrumador. Rostros marchitos por la vejez, la
soledad, el peso de los años, las penas y la vida.
Rostros de niños
que empiezan a afearse por los ojos, porque en su corazón
se anidó la ponzoña del rencor y la mentira.
Rostros endurecidos en la crueldad, en el egoísmo, la
vanidad o la envidia. Rostros dolidos, amargados, enfermos,
heridos por la ingratitud, la indiferencia o el olvido. Rostros
esqueléticos por el hambre y el descuido.
Todo rostro que sufre está reclamando misericordia. El
Evangelio recoge con amplitud los aspectos que, según
Jesús, implica el amor hecho misericordia. Jesús
nos propone la manera auténtica de ser misericordiosos:
convertirnos en el Padre celestial, siendo misericordiosos como
El.
Ser como el Padre Dios, implica una misericordia que es
comprensión, perdón, compasión, encuentro,
aceptación, que implica también llorar con el
hermano, sufrir por su pecado, compartir y sobrellevar con
él su carga.
¿Cuántos rostros hemos visto en nuestra vida?
¿Qué es lo que en ellos descubrimos? Tal vez una
súplica de ayuda, de comprensión, de apoyo, de
misericordia… ¿Hemos adivinado alguna vez en esos
rostros a Cristo? Quien quiera descubrir hoy el verdadero rostro
de Cristo que haga el papel de Verónica y que lo descubra
en el hermano que sufre. ¿Quién quiere dar apoyo,
alegría, alivio y consuelo al Jesús que va junto a
nosotros en el camino? (Pausa para reflexión)
Hombre:
Cuántas veces, Jesús, se me ha borrado tu rostro,
en los rostros escupidos y golpeados de los que sufren en el
corazón una tortura. No te he visto a mi paso por la
calle, en todo aquel que sufre la humillación, el
desprecio, la vergüenza y la injuria.
Enséñanos tu rostro en los menos importantes, en
los desvalidos, en los que sufren sin saber siquiera quién
los golpea.
Perdónanos y gracias Jesús. Gracias
Verónica, porque en ti encontramos la abnegación y
la ternura, la bondad y la comprensión de todo aquel que
consuela o ayuda a un hermano. Gracias por la abnegación
de la enfermera, la abnegación del médico, el
arrojo del abogado que defiende a aquel hermano ignorante o
inexperto, el cuidado del policía que da la mano al
anciano para cruzar la calle, y la valentía del que lucha
por cambiar el rostro de tantos pueblos oprimidos y hambrientos.
Gracias, Jesús, por aquella hermanita de la caridad, por
aquella religiosa que desde jovencita consagró su vida
para hacer sonreír tu rostro en el rostro surcado de un
anciano, o de un enfermo.
Gracias, Jesús, por aquel sacerdote que lucha por cambiar
tantos rostros entristecidos. Haz que encontremos tu rostro en
todos los hombres y que lo grabemos en nuestros corazones.
Jesús:
Felices los misericordiosos, porque obtendrán
misericordia. Felices los que derraman ternura y cariño,
donde hay angustia y lágrimas. Felices porque desbordan
comprensión amorosa donde hay ofensa y desprecio. Felices
porque su misericordia es un signo de fe y hace presente el amor
de Dios. Felices porque el extremo del amor es la misericordia,
porque en la misericordia es en lo que el hombre se parece
más a Dios.
Todos:
Gracias, Señor, por las manos benditas que saben dar
socorro como una caricia. Gracias porque dejas que alivien tu
fatiga.
Gracias y perdón. Perdón por no haberte descubierto
en los rostros dolidos. Perdón por no haberte transformado
en los rostros deshechos y humillados.
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