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DAVID HUME




Enviado por samidejsj



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    Indice
    1.
    Introducción

    2. Investigación sobre el
    conocimiento humano, sección IV

    3. Investigación sobre
    los principios de la moral, apéndice I

    1.
    Introducción

    David Hume nació en Edimburgo en el seno de una
    familia
    acomodada el año 1711 y murió en esta misma ciudad
    en 1766. Su vida transcurrió entre Edimburgo, París
    y Londres.
    En vez de seguir el estudio de las leyes, a lo que
    le orientaba la tradición familiar, quiso probar fortuna
    en el comercio, pero
    sin mucho éxito,
    lo cual le llevó a abandonarlo pronto.
    Tras un período de intensa dedicación a la lectura, en
    1726, durante una estancia de varios años en Francia,
    escribió su obra más importante, el Tratado sobre
    la naturaleza
    humana, que no sería publicado hasta el año 1740 en
    Londres.
    Esta obra no tuvo el reconocimiento que esperaba. Hume tuvo que
    atraerse la atención del público por medio de
    una serie de ensayos
    menores, antes de encontrar alguna consideración.
    Posteriormente, decidió reelaborar los temas y problemas del
    Tratado y así, en 1748 publicó la Investigación sobre el
    conocimiento humano (que refunde la primera parte de su
    primera obra), y en 1751 sacó a la luz la Investigación sobre los principios de
    la moral (en
    la que se vuelven a tratar los temas del libro tercero
    del Tratado).
    Tras aspirar por dos veces, de forma infructuosa, a un cargo
    académico, aceptó un puesto como bibliotecario en
    Edimburgo, donde escribió una Historia de Inglaterra que le
    haría rico y famoso. Más tarde, como secretario de
    legación, vivió en París varios años,
    y allí entró en contacto con varios pensadores
    franceses, como Rousseau.
    Ocupó luego un alto cargo en el gobierno inglés,
    en Londres, pero pronto se cansó de la vida pública
    y se retiró a Edimburgo, donde pasó los
    últimos años de su vida, hasta su muerte,
    ocurrida en 1776, rodeado de sus amigos y seguidores.
    Hume llevó el empirismo de
    Locke hasta sus últimas consecuencias. Según Hume,
    el conocimiento
    humano se compone de impresiones sensibles y de ideas, que se
    forman a partir de los datos de los sentidos. No
    podemos ir, pues, más allá de lo que nos aportan
    los sentidos,
    y la existencia y verdad de las ideas resultan injustificables
    para nosotros.
    El propio Hume reconoció que este análisis del conocimiento
    lleva inevitablemente al escepticismo. Además, su
    filosofía desemboca en un emotivismo moral, dado
    que de las proposiciones o verdades de hecho no pueden deducirse
    los mandatos o recomendaciones morales. En definitiva, los valores y
    las normas morales se
    basan únicamente en el sentimiento y no en la
    razón.
    El primer texto de
    lectura y
    comentario propuesto en el programa es la
    sección IV de la Investigación sobre el
    conocimiento humano. En esta sección se estudian las
    verdades de hecho y nuestro conocimiento de las mismas.
    El segundo fragmento que propone el programa de
    Madrid es el apéndice I de la Investigación sobre
    los principios de
    la moral, en
    el que Hume defiende su tesis de que
    la razón no puede fundar el juicio moral, por lo
    que los valores
    morales sólo se basan en el sentimiento.

    2. Investigación
    sobre el conocimiento humano, sección IV

    Parte 1
    Dudas escépticas acerca de las operaciones del
    entendimiento
    Todos los objetos de la razón e investigación
    humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber:
    relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase
    pertenecen las ciencias de la
    Geometría, Álgebra y
    Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es
    intuitiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la
    hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una
    proposición que expresa la relación entre estas
    partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la
    mitad de treinta expresa una relación entre estos
    números. Las proposiciones de esta clase pueden
    descubrirse por la mera operación del pensamiento,
    independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del
    universo.
    Aunque jamás hubiera habido un círculo o un
    triángulo en la naturaleza, las
    verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su
    certeza y evidencia.
    No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho,
    los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra
    evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma
    naturaleza que la precedente. Lo contrario de cualquier
    cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque
    jamás puede implicar una contradicción, y es
    concebido por la mente con la misma facilidad y distinción
    que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el sol no
    saldrá mañana no es una proposición menos
    inteligible ni implica mayor contradicción que la
    afirmación saldrá mañana. En vano, pues,
    intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera
    demostrativamente falsa, implicaría una
    contradicción y jamás podría ser concebida
    distintamente por la mente.
    Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de
    qué naturaleza es la evidencia que nos asegura cualquier
    existencia real y cuestión de hecho, más
    allá del testimonio actual de los sentidos, o de los
    registros de
    nuestra memoria. Esta
    parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido
    poco cultivada por los antiguos y por los modernos y, por tanto,
    todas nuestras dudas y errores, al realizar una
    investigación tan importante, pueden ser aún
    más excusables, en vista de que caminamos por senderos tan
    difíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resultar
    útiles, por excitar la curiosidad o destruir aquella
    seguridad y fe
    implícitas que son la ruina de todo razonamiento e
    investigación libre. El descubrimiento de defectos, si los
    hubiera, en la filosofía común, no
    resultaría, supongo, descorazonador, sino más bien
    una incitación, como es habitual, a intentar algo
    más completo y satisfactorio que lo que hasta ahora se ha
    presentado al público.
    Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho
    parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan
    sólo por medio de esta relación podemos ir
    más allá de la evidencia de nuestra memoria y
    sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en
    una cuestión de hecho cualquiera que no esté
    presente —por ejemplo, que su amigo está en el campo
    o en Francia—, daría una razón, y
    ésta sería algún otro hecho, como una
    carta recibida
    de él, o el conocimiento de sus propósitos y
    promesas previos. Un hombre que
    encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla
    desierta sacaría la conclusión de que, en alguna
    ocasión, hubo un hombre en
    aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos
    son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente
    que hay una conexión entre el hecho presente y el que se
    infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la
    inferencia sería totalmente precaria. Oír una voz
    articulada y una conversación racional en la oscuridad,
    nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué?
    Porque éstas son efectos de producción y fabricación humanas,
    estrechamente conectados con ellas. Si analizamos todos los
    demás razonamientos de esta índole, encontraremos
    que están fundados en la relación causa-efecto, y
    que esta relación es próxima o remota, directa o
    colateral. El calor y la
    luz son
    efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede
    acertadamente inferirse del otro.
    Así pues, si quisiéramos llegar a una
    conclusión satisfactoria en cuanto a la naturaleza de
    aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos
    hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la
    causa y del efecto.
    Me permitiré afirmar, como proposición general que
    no admite excepción, que el conocimiento de esta
    relación en ningún caso se alcanza por
    razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la
    experiencia, cuando encontramos que objetos particulares
    cualesquiera están constantemente unidos entre sí.
    Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de
    razón y luces naturales. Si este objeto le fuera
    enteramente nuevo, no sería capaz, ni por el más
    meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de describir
    cualquiera de sus causas o efectos. Adán, aun en el caso
    de que le concediésemos facultades racionales totalmente
    desarrolladas desde su nacimiento, no habría podido
    inferir de la fluidez y transparencia del agua, que le
    podría ahogar, o de la luz y el calor del
    fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela
    por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que
    lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede
    nuestra razón, sin la asistencia de la experiencia, sacar
    inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de
    hecho.
    La siguiente proposición: las causas y efectos no pueden
    descubrirse por la razón, sino por la experiencia, se
    admitirá sin dificultad con respecto a los objetos que
    recordamos habernos sido alguna vez totalmente desconocidos,
    puesto que necesariamente somos conscientes de la manifiesta
    incapacidad en la que estábamos sumidos en ese momento
    para predecir lo que surgiría de ellos. Si presentamos a
    un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía
    natural, dos piezas de mármol pulido, nunca
    descubrirá que se adhieren de tal forma que para
    separarlas es necesaria una gran fuerza
    rectilínea, mientras que ofrecen muy poca resistencia a una
    presión
    lateral. No hay dificultad en admitir que los sucesos que tienen
    poca semejanza con el curso normal de la naturaleza son conocidos
    sólo por la experiencia. Nadie se imagina que la
    explosión de la pólvora o la atracción de un
    imán podrían descubrirse por medio de argumentos a
    priori. De manera semejante, cuando suponemos que un efecto
    depende de un mecanismo intrincado o de una estructura de
    partes desconocidas, no tenemos reparo en atribuir todo nuestro
    conocimiento de él a la experiencia. ¿Quién
    asegurará que puede dar la razón última de
    que la leche y el pan
    sean alimentos
    adecuados para el hombre,
    pero no para un león o un tigre?

    Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no
    tiene la misma evidencia cuando concierne a los acontecimientos
    que nos son familiares desde nuestra presencia en el mundo, que
    tienen una semejanza estrecha con el curso entero de la
    naturaleza, y que se supone dependen de las cualidades simples de
    los objetos, carentes de una estructuración en partes que
    nos sea desconocida. Tendemos a imaginar que podríamos
    descubrir estos efectos por la mera operación de nuestra
    razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si
    de improviso nos encontráramos en este mundo,
    podríamos desde el primer momento inferir que una bola de
    billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que no
    tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con
    certeza acerca de él. Tal es el influjo del hábito
    que, donde es más fuerte, además de compensar
    nuestra ignorancia, incluso se oculta y parece no darse meramente
    porque se da en grado sumo.
    Pero, para convencernos de que todas las leyes de la
    naturaleza y todas las operaciones de
    los cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por
    la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes
    reflexiones: si se nos presentara un objeto cualquiera, y
    tuviéramos que pronunciarnos acerca del efecto que
    resultará de él, sin consultar observaciones
    previas, ¿de qué manera, pregunto, habría de
    proceder la mente en esta operación? Habría de
    inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera
    considerar como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta
    invención ha de ser totalmente arbitraria. La mente nunca
    puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio
    o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente
    distinto a la causa y, en consecuencia, no puede ser descubierto
    en él. El movimiento ,
    en la segunda bola de billar, es un suceso totalmente distinto
    del movimiento en
    la primera. Tampoco hay nada en el uno que pueda ser el
    más mínimo indicio del otro. Una piedra o un trozo
    de metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae
    inmediatamente. Pero, considerando la cuestión
    apriorísticamente, ¿hay algo que podamos descubrir
    en esta situación, que pueda dar origen a la idea de un
    movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro
    movimiento en la piedra o en el metal?
    Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la
    invención o la representación imaginativa iniciales
    de un determinado efecto son arbitrarias, mientras no consultemos
    la experiencia; de la misma forma también hemos de estimar
    el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que
    los une y hace imposible que cualquier otro efecto pueda resultar
    de la operación de aquella causa. Cuando veo, por ejemplo,
    que una bola de billar se mueve en línea recta hacia otra,
    incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola
    me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un
    contacto o de un impulso, ¿no puedo concebir que otros
    cien acontecimientos distintos podrían haberse seguido
    igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse
    quedado quietas ambas bolas? ¿No podría la primera
    bola volver en línea recta a su punto de arranque o
    rebotar sobre la segunda en cualquier línea o dirección ? Todas esas suposiciones son
    congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces,
    hemos de dar preferencia a una, que no es más congruente y
    concebible que las demás? Ninguno de nuestros
    razonamientos a priori nos podrá jamás mostrar
    fundamento alguno para esta preferencia.
    En una palabra, pues, todo efecto es un suceso distinto de su
    causa. No podría, por tanto, descubrirse en su causa, y su
    hallazgo inicial o representación a priori han de ser
    enteramente arbitrarios. E incluso después de haber sido
    sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer
    igualmente arbitraria, puesto que siempre hay muchos otros
    efectos que han de parecer totalmente congruentes y naturales a
    la razón. En vano, pues, intentaríamos determinar
    cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o
    efecto, sin la asistencia de la observación y de la experiencia.
    Con esto podemos descubrir la razón por la que
    ningún filósofo, que sea razonable y modesto, ha
    intentado mostrar la causa última de cualquier
    operación natural o exponer con claridad la acción
    de la fuerza que
    produce cualquier efecto singular en el universo . Se
    reconoce que el mayor esfuerzo de la razón humana consiste
    en reducir los principios productivos de los fenómenos
    naturales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos
    particulares a unos pocos generales por medio de razonamientos
    apoyados en la analogía, la experiencia y la observación . Pero, en lo que concierne a
    las causas de estas causas generales, vanamente
    intentaríamos su descubrimiento, ni podremos satisfacernos
    jamás con cualquier explicación particular de
    ellas. Estas fuentes y
    principios últimos están totalmente vedados a la
    curiosidad e investigación humanas. Elasticidad ,
    gravedad, cohesión de partes y comunicación del movimiento mediante el
    impulso: éstas son probablemente las causas y principios
    últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza.
    Y nos podemos considerar suficientemente afortunados si somos
    capaces, mediante la investigación meticulosa y el
    razonamiento, de elevar los fenómenos naturales hasta
    estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más
    perfecta filosofía de corte natural sólo despeja un
    poco nuestra ignorancia, así como quizás la
    más perfecta filosofía de tipo moral o
    metafísico sólo sirve para poner ésta al
    descubierto en proporciones mayores. De esta manera, la
    constatación de la ceguera y debilidad humanas es el
    resultado de toda filosofía, y nos encontramos con ellas a
    cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos por eludirlas o
    evitarlas.
    Tampoco la geometría
    , cuando se la toma como auxiliar de la filosofía natural,
    es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al
    conocimiento de las causas últimas mediante aquella
    precisión en el razonamiento por la que, con justicia , se
    la celebra. Todas las ramas de la matemática
    aplicada operan sobre el supuesto de que determinadas leyes son
    establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y se emplean
    razonamientos abstractos, bien para asistir a la experiencia en
    el descubrimiento de estas leyes, bien para determinar su influjo
    en aquellos casos particulares en que depende de un grado
    determinado de distancia y cantidad. Así, es una ley del
    movimiento, descubierta por la experiencia, que el ímpetu
    o fuerza de un móvil es la razón compuesta o
    proporción de su masa y velocidad ; y,
    por consiguiente, que una fuerza pequeña puede desplazar
    el mayor obstáculo o levantar el mayor peso si, por
    cualquier invención o instrumento, podemos aumentar la
    velocidad de
    aquella fuerza, de modo que supere la contraria. La
    Geometría nos asiste en la aplicación de esta
    ley , al
    darnos las medidas precisas de todas las partes y figuras que
    pueden componer cualquier clase de máquina, pero, de todas
    formas, el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la
    experiencia, y todos los pensamientos abstractos del mundo
    jamás nos podrán acercar un paso más a su
    conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos meramente
    un objeto o causa, tal como aparece en la mente,
    independientemente de cualquier observación, nunca puede
    sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es su
    efecto, ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable
    e inviolable entre ellos. Muy sagaz tendría que ser un
    hombre para poder
    descubrir, mediante razonamiento, que el cristal es el efecto del
    calor, y el hielo del frío, sin conocer previamente el
    modo en que operan estas cualidades.

    Parte 2
    Pero aún no estamos suficientemente satisfechos respecto a
    la primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una
    nueva pregunta, tan difícil como la precedente, y que nos
    conduce a investigaciones
    ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál es la
    naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de
    hecho?, la contestación correcta parece ser: están
    fundados en la relación causa-efecto. Cuando, de nuevo, se
    pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros
    razonamientos y conclusiones acerca de esta relación?, se
    puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si
    proseguimos en nuestra actitud
    escudriñadora y preguntamos: ¿Cuál es el
    fundamento de todas las conclusiones de la experiencia?, esto
    implica una nueva pregunta, que puede ser más
    difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de
    sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea
    cuando se enfrentan con personas de disposición
    inquisitiva, que los desalojan de todas las posiciones en que se
    refugian, y que con toda seguridad los
    conducirán finalmente a un dilema peligroso. El mejor modo
    de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras
    pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos
    sea presentada como objeción. Así podremos
    convertir de algún modo nuestra ignorancia en una especie
    de virtud.
    Me contentaré, en esta sección, con una tarea
    fácil, pretendiendo sólo dar una
    contestación negativa al problema aquí planteado.
    Digo, entonces, que, incluso después de haber tenido
    experiencia de las operaciones de causa y efecto, nuestras
    conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no
    están fundadas en el razonamiento o en proceso alguno
    del entendimiento. Esta solución la debemos explicar y
    defender.
    Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido
    a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado
    sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales
    de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y principios
    de los que depende totalmente el influjo de estos objetos.
    Nuestros sentidos nos comunican el color, peso,
    consistencia del pan, pero ni los sentidos ni la razón
    pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como
    alimento y sostén del cuerpo humano.
    La vista o el tacto proporcionan cierta idea del movimiento
    actual de los cuerpos; pero en lo que respecta a aquella
    maravillosa fuerza o poder que
    puede mantener a un cuerpo indefinidamente en movimiento local
    continuo, y que los cuerpos jamás pierden más que
    cuando la comunican a otros, de ésta no podemos formarnos
    ni la más remota idea. Pero, a pesar de esta ignorancia de
    los poderes y principios naturales, siempre suponemos, cuando
    vemos cualidades sensibles iguales, que tienen los mismos poderes
    ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos
    experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera
    presentado un cuerpo de color y
    consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente,
    no tendríamos escrúpulo en repetir el experimento y
    con seguridad preveríamos sustento y nutrición semejantes.
    Ahora bien, éste es un proceso de la
    mente o del pensamiento
    cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado
    que no hay una conexión conocida entre cualidades
    sensibles y poderes ocultos y, por consiguiente, que la mente no
    es llevada a formarse esa conclusión, a propósito
    de su conjunción constante y regular, por lo que puede
    conocer de su naturaleza. Con respecto a la experiencia pasada,
    cabe aceptar que da información directa y cierta solamente de
    aquellos objetos de conocimiento y de aquel período
    preciso de tiempo que son
    abarcados por su acto de conocimiento. Pero por qué esta
    experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos,
    que, por lo que sabemos, pude ser que sólo en apariencia
    sean semejantes, ésta es la cuestión en la que
    deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí,
    que me nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas
    cualidades, estaba en aquel momento dotado de determinados
    poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que otro trozo
    distinto de pan también ha de nutrirme en otro momento y
    que las mismas cualidades sensibles siempre han de estar
    acompañadas por los mismos poderes secretos? De
    ningún modo parece la conclusión necesaria. Por lo
    menos ha de reconocerse que aquí hay una conclusión
    alcanzada por la mente, que se ha dado un paso, un proceso de
    pensamiento y una inferencia que requiere explicación.
    Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas:
    He encontrado que a tal objeto ha correspondido siempre tal
    efecto y preveo que otros objetos, que en apariencia son
    similares, serán acompañados por efectos similares.
    Aceptaré, si se desea, que una proposición puede
    correctamente inferirse de la otra. Sé que, de hecho,
    siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia es
    realizada por medio de una cadena de razonamientos, deseo que se
    presente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos
    proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término
    medio que permita a la mente llegar a tal inferencia, si
    efectivamente se alcanza por medio de razonamiento y
    argumentación. Lo que este término medio sea, debo
    confesarlo, sobrepasa mi comprensión, e incumbe
    presentarlo a quienes afirman que realmente existe y que es el
    origen de todas nuestras conclusiones acerca de las cuestiones de
    hecho.
    Este argumento negativo debe, desde luego, con el tiempo, hacerse
    del todo convincente, si muchos hábiles y agudos filósofos orientan sus investigaciones
    en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una
    proposición que sirva de conexión o un paso
    intermedio que apoye al entendimiento en esta conclusión.
    Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector
    confiará tanto en su propia agudeza como para concluir
    que, puesto que un razonamiento se le escapa a su
    investigación, por eso no está fundado en la
    realidad. Por este motivo, quizá sea necesario entrar en
    una tarea más difícil y, enumerando todas las ramas
    de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de
    ellas puede permitir tal razonamiento.
    Todos los razonamientos pueden dividirse en dos clases, a saber,
    el razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las
    relaciones de ideas y el razonamiento moral o aquel que se
    refiere a las cuestiones de hecho y existenciales. Que en este
    caso no hay argumentos demostrativos parece evidente, puesto que
    no implica contradicción alguna que el curso de la
    naturaleza llegara a cambiar, y que un objeto, aparentemente
    semejante a otros que hemos experimentado, pueda ser
    acompañado por efectos contrarios o distintos. ¿No
    puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las
    nubes, y que en todos los demás aspectos se parece a la
    nieve, tiene, sin embargo, el sabor de la sal o la
    sensación del fuego? ¿Hay una proposición
    más inteligible que la afirmación de que todos los
    árboles
    echan brotes en diciembre y en enero, y perderán sus hojas
    en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es inteligible y puede
    concebirse distintamente no implica contradicción alguna,
    y jamás puede probarse su falsedad por argumento
    demostrativo o razonamiento abstracto a priori alguno.
    Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos
    fiásemos de nuestra experiencia pasada, y de que la
    convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios
    posteriores, estos argumentos tendrían que ser tan
    sólo probables o argumentos que conciernen a cuestiones de
    hecho y existencia real, según la distinción arriba
    mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta
    clase si se admite como sólida y satisfactoria nuestra
    explicación de esta clase de razonamiento. Hemos dicho que
    todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la
    relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa
    relación se deriva totalmente de la experiencia, y que
    todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del
    supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado.
    Intentar la demostración de este último supuesto
    por argumentos probables o argumentos que se refieren a lo
    existente, evidentemente supondrá moverse dentro de un
    círculo y dar por supuesto aquello que se pone en
    duda.
    En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia
    están basados en la semejanza que descubrimos entre
    objetos naturales, lo cual nos induce a esperar efectos
    semejantes a los que hemos visto seguir a tales objetos. Y,
    aunque nadie más que un tonto o un loco intentará
    jamás discutir la autoridad de
    la experiencia, o desechar aquel eminente guía de la vida
    humana, desde luego puede permitirse a un filósofo tener
    por lo menos tanta curiosidad como para examinar el principio de
    la naturaleza humana que confiere a la experiencia esta poderosa
    autoridad y
    nos hace sacar ventaja de la semejanza que la naturaleza ha
    puesto en objeto distintos. De causas que parecen semejantes
    esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras
    conclusiones experimentales. Ahora bien, parece evidente que si
    esta conclusión fuera formada por la razón,
    sería tan perfecta al principio y en un solo caso, como
    después de una larga sucesión de experiencias. Pero
    la realidad es muy distinta. Nada hay tan semejante como los
    huevos, pero nadie, en virtud de esta aparente semejanza, aguarda
    el mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después
    de una larga cadena de experiencias uniformes de un tipo,
    alcanzamos seguridad y confianza firme con respecto a un
    acontecimiento particular. Pero ¿dónde está
    el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una
    conclusión muy distinta de la que ha inferido de cien
    casos, en ningún modo distintos del primero? Hago esta
    pregunta tanto para informarme como para plantear dificultades.
    No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento alguno de esa
    clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a
    ponerla en mi conocimiento.
    ¿Debe decirse que de un número de experiencias
    uniformes inferimos una conexión entre cualidades
    sensibles y poderes secretos? Esto parece, debo confesar, la
    misma dificultad formulada en otros términos. Aun
    así, reaparece la pregunta: ¿en qué proceso
    de argumentación se apoya esta inferencia?
    ¿Dónde está el término medio, las
    ideas interpuestas que juntan proposiciones tan alejadas entre
    sí? Se admite que el color, la consistencia y otras
    cualidades sensibles del pan no parecen, de suyo, tener
    conexión alguna con los poderes secretos de nutrición y
    sostenimiento. Pues si no, podríamos inferir estos poderes
    secretos a partir de la aparición inicial de aquellas
    cualidades sensibles sin la ayuda de la experiencia,
    contrariamente a la opinión de todos los filósofos
    y de los mismos hechos. He aquí, pues, nuestro estado natural
    de ignorancia con respecto a los poderes e influjos de los
    objetos. ¿Cómo se remedia con la experiencia?
    Ésta sólo nos muestra un
    número de efectos semejantes, que resultan de ciertos
    objetos, y nos enseña que aquellos objetos particulares,
    en aquel determinado momento, estaban dotados de tales poderes y
    fuerzas. Cuando se da un objeto nuevo, provisto de cualidades
    sensibles semejantes, suponemos poderes y fuerzas semejantes y
    anticipamos el mismo efecto. De un cuerpo de color y consistencia
    semejantes al pan esperamos el sustento y la nutrición
    correspondientes. Pero, indudablemente, se trata de un paso o
    avance de la mente que requiere explicación. Cuando un
    hombre dice: he encontrado en todos los casos previos tales
    cualidades sensibles unidas a tales poderes secretos, y cuando
    dice cualidades sensibles semejantes estarán siempre
    unidas a poderes secretos semejantes, no es culpable de incurrir
    en una tautología, ni son estas proposiciones, en modo
    alguno, las mismas. Se dice que una proposición es una
    inferencia de la otra, pero se ha de reconocer que la inferencia
    ni es intuitiva ni tampoco demostrativa. ¿De qué
    naturaleza es entonces? Decir que es experimental equivale a caer
    en una petición de principio, pues toda inferencia
    realizada a partir de la experiencia supone, como fundamento, que
    el futuro será semejante al pasado y que poderes
    semejantes estarán unidos a cualidades sensibles
    semejantes. Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la
    naturaleza pudiera cambiar y que el pasado pudiera no ser pauta
    del futuro, toda experiencia se haría inútil y no
    podría dar lugar a inferencia o conclusión
    alguna.
    Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la
    experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el
    futuro, puesto que todos los argumentos están fundados
    sobre la suposición de aquella semejanza. Acéptese
    que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular;
    esto, por sí solo, sin algún nuevo argumento o
    inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá
    siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los
    cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su naturaleza secreta
    y, consecuentemente, todos sus efectos e influjos, pueden cambiar
    sin que se produzca alteración alguna en sus cualidades
    sensibles. Esto ocurre en algunas ocasiones y con algunos
    objetos: ¿por qué no puede ocurrir siempre y con
    todos ellos? ¿Qué lógica,
    qué proceso de argumentación le asegura a uno
    contra esta suposición? Mi modo de actuar, dices, refuta
    mis dudas. Pero, al responder así, confundes el alcance de
    mi pregunta. Como agente estoy satisfecho en este punto, pero
    como filósofo tocado de curiosidad, por no decir de
    escepticismo, quiero conocer el fundamento de esta inferencia.
    Ninguna lectura,
    ninguna investigación ha podido solucionar mi dificultad,
    ni satisfacerme en una cuestión de tan gran importancia.
    ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al público
    la dificultad, aunque quizá tenga pocas esperanzas de
    obtener una solución? De esta manera, por lo menos,
    seremos conscientes de nuestra ignorancia, aunque no aumentemos
    nuestro conocimiento.
    Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no
    tiene realidad, porque se le ha escapado a su
    investigación, es culpable de imperdonable arrogancia.
    Debo admitir también que, aun si todos los sabios, durante
    varias edades, se hubieran consagrado a un estudio infructuoso
    sobre cualquier tema, de todas formas podría ser
    precipitado concluir decididamente que el tema sobrepasa, por
    ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos
    todas las fuentes de
    nuestro conocimiento y concluyésemos que son inadecuadas
    para tal cuestión, aún puede quedar la sospecha de
    que la enumeración no sea completa ni el examen exacto.
    Pero con respecto al tema en cuestión, hay algunas
    consideraciones que parecen invalidar la acusación de
    arrogancia o la sospecha de equivocación.
    Es seguro que los
    campesinos más ignorantes y estúpidos, o los
    niños,
    o incluso las bestias salvajes, hacen progresos con la
    experiencia y aprenden las cualidades de los objetos naturales al
    observar los efectos que resultan de ellos. Cuando un niño
    ha tenido la sensación de dolor al tocar la llama de una
    vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela,
    dado que esperará un efecto similar de una causa similar
    en sus cualidades y apariencias sensibles. Si alguien asegurara,
    pues, que el entendimiento de un niño es llevado a esta
    conclusión por cualquier proceso de argumentación o
    raciocinio, con razón puedo exigirle que presente tal
    argumento, y no podría tener motivo para negarse a una
    petición tan justa. No puede decirse que el argumento es
    abstruso, y quizá escape a su investigación, puesto
    que admite que resulta obvio para la capacidad de un simple
    niño. Si dudara por un momento, o si tras reflexión
    presentase cualquier argumento complejo y profundo, él, en
    cierta manera, abandonaría la cuestión, y
    reconocería que no es el razonamiento el que nos hace
    suponer que lo pasado es semejante al futuro y esperar efectos
    semejantes de causas que al parecer son semejantes. Esta es la
    proposición que pretendo imponer en la presente
    sección. Si tengo razón, no pretendo haber
    realizado un gran descubrimiento. Si estoy equivocado, me he de
    reconocer un investigador muy rezagado, pues no puedo descubrir
    un argumento que, según parece, me era perfectamente
    familiar antes de que hubiera salido de la cuna.
    Hume: Investigación sobre el conocimiento humano. Alianza
    Editorial, Madrid.

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