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Ismo




Enviado por ncastro



    El Gran Caribe es teatro de
    encuentros de un plural abanico de culturas, crecientemente
    articuladas por circulaciones, intercambios y convergencias
    creativas cuya legitimidad se ha reconfirmado, en
    oposición a los paradigmas
    coloniales y neocoloniales que las precedieron y segregaron. Su
    desarrollo es
    obra colectiva de múltiples oleadas humanas –antillanas y
    continentales–, que durante medio milenio fecundaron la
    región trasegando y sumando aportaciones entre las
    variadas culturas particulares que la constituyen y dando lugar a
    la intercultura que hoy seguimos elaborando.

    Algunos de los pueblos de la Cuenca han avanzado
    más que Panamá en
    el proceso de
    sintetizar una cultura
    propia. Sin embargo, los panameños hace largo rato
    produjimos una personalidad
    nacional suficientemente robusta para sobrevivir con éxito
    las incontables pruebas
    neocoloniales e intervencionistas que han recaído sobre el
    Istmo donde nacimos. Aún así, esta personalidad
    se caracteriza por tener como base un mosaico de culturas
    más particulares, a diferencia de la relativa homogeneidad
    de otros pueblos de la región. Esa cultura
    expresa la condición pluriétnica del país,
    la progresiva incapacidad de la clase dominante tradicional para
    prolongar su hegemonía cultural, así como las
    solidaridades que paso a paso han venido dándose entre los
    desposeídos y desarticulados de ayer.

    Tal experiencia demuestra que no es la exhumación
    de las antiguas raíces, ni la decantación de los
    diferentes componentes étnicos, ni la supremacía
    socioeconómica y política de un
    grupo
    especial, lo que proporciona singularidad y fuerza
    cultural a la nación,
    sino la convivencia e intercambio de las aportaciones entre todos
    los que concurrimos a constituirla. Confluir alrededor de
    objetivos
    sociales compatibles y concurrentes, con base en una coexistencia
    cultural así enriquecida y productora de expresiones
    comunes, o comúnmente apreciadas por significativas y
    valiosas, puesto que promueven metas sociales comunes.

    Situados en el fondo meridional del Gran Mar, para los
    panameños no hay uno sino varios modos de pertenecer a las
    familias culturales del Caribe, como tampoco hay un solo Caribe
    sino una diversidad de matrices que
    se entrecruzan y renuevan entre sí, componiendo un
    conglomerado de diarias convergencias y diversificaciones. Si la
    enorme heterogeneidad del universo se puede
    contemplar en un grano de maíz,
    Panamá
    lo demostró al acoger y hacer convivir a diversos y hasta
    dispares modos de participar en el conglomerado
    caribeño.

    Paso obligado entre dos océanos, el Istmo de
    Panamá quedó encadenado a la expansión
    europea como cabeza de playa para encontrar el Pacífico y
    conquistar sus riberas; en particular, para la
    colonización española de la Centroamérica
    meridional y, principalmente, para la conquista y
    expoliación del Perú y de sus parajes vecinos.
    Tanto importó este paso interoceánico que durante
    la mayor parte de su historia colonial el Istmo
    fue una dependencia del Virreinato de Lima y luego un Situado de
    sus cajas reales, incluso cuando, ya entrado el siglo XVIII, tras
    el agotamiento de las minas decayó el tránsito
    peruano y la
    administración del territorio fue asignada al
    Virreinato de Bogotá.

    En efecto, hasta el día de hoy un istmo puede
    servir para dos cosas: dejar pasar o impedir pasar. La Corona se
    valió de Panamá tanto para trasladar al
    Atlántico los tesoros peruanos e intercambiarlos por
    mercancías europeas como para impedir que los
    británicos y demás potencias rivales pudieran tener
    acceso a los inmensos dominios de España en
    el Pacífico. La desproporción entre ambas funciones
    aún puede verse: desde los inicios de aquella era, el
    poder
    hispánico gastó mucho más en robustecer el
    sistema de
    castillos y baluartes que en acondicionar el modesto camino de
    herradura con que enlazó ambos océanos.

    Los panameños, pues, vinimos al mundo –a este
    mundo– engarzados al ámbito colonial de los puertos y
    navegantes, y de los grandes monopolios comerciales y militares.
    Ser la puerta del Pacífico desde los comienzos
    insertó a nuestro país en el mundo caribeño.
    En la cercana Cartagena de Indias fondeaba una parte de la flota
    de galeones mientras otra se encaminaba a la mexicana Veracruz y,
    cuando el tesoro peruano llegaba al puerto ístmico de
    Portobelo, allí atracaban los grandes buques para el
    intercambio de manufacturas europeas por plata americana. La
    fortificada ciudad se tornaba un opulento hormiguero de
    variopintos negociantes, marinos, hombres de armas,
    dignatarios y esclavos en la celebración de las
    renombradas Ferias de Portobelo. Luego, los galeones eran
    escoltados a La Habana, a reunirse con los que retornaban de
    México,
    para volver a Europa juntos y
    bajo redoblada protección a través de un
    Atlántico infestado de guerras y
    piraterías.

    Tenemos pues al Istmo engranado entre el Callao, de una
    banda, y Cartagena y La Habana de la otra. Como corredor para los
    ímpetus de la Conquista, pronto allí se
    asentó la primera modalidad de colonizadores que no
    tenían origen americano: los hombres y mujeres llegados
    del sur de España,
    seguidos luego por los primeros esclavos de origen africano, unos
    y otros con su respectiva cultura a cuestas.

    La conquista y colonización española del
    Pacífico americano empezó por esta estrecha cintura
    continental y se propagó enseguida al Norte y Sur,
    ocupando primero las costas y llanos aledaños y más
    tarde las lejanías y altiplanos. Mientras más
    remoto era su alcance, menos andaluces iban quedando y otros
    peninsulares venían a continuar esa derrama. Así,
    por el vecindario de Panamá menudearían los
    apellidos llegados del sur de la Península, más
    allá los nombres manchegos y castellanos y acullá
    los norteños y vascos (como en Chile y en el
    norte mexicano, que para entonces incluía la California).
    Pero en Panamá no sólo quedaron los apellidos sino
    sobre todo la modalidad dialectal, la idiosincrasia, el gusto
    culinario, la arquitectura
    lugareña y, de sobresaliente modo, el sentido
    musical.

    Todavía se hermanan en su abuelo andaluz el cante
    del montuno blanco o cholo panameño con el del
    jíbaro puertorriqueño y el guajiro cubano y, hasta
    reciente fecha, mientras más recóndito era el
    rincón de monte, más flagrante el parentesco,
    preservado por el añejo aislamiento. Este es el primer
    lazo istmeño con el Caribe y es el mismo cuyas resonancias
    igualmente encontramos hasta Veracruz, por un extremo, y que por
    el otro reverberan a lo largo de la costa y del llano
    colombo-venezolano: es el vivo y persistente Caribe
    hispánico, que no oculta sus ancestros magrebíes y
    desde entonces anudó a todos los hijos de esta mitad de la
    Gran Cuenca.

    El segundo lazo data de los inicios del trasiego
    interoceánico, cuando a Panamá arribaron los
    primeros esclavos "ladinos", procedentes de España y, poco
    más tarde, los oriundos de las costas occidentales de
    África, traídos al Istmo desde las antillas
    hispanohablantes. No obstante, en esto el país se
    diferenció de esas otras colonias: puesto que la principal
    actividad económica era el trasiego interoceánico,
    que la minería
    tuvo corta vida y las haciendas fueron modestas, Panamá no
    fue asiento permanente de grandes dotaciones de esclavos. Las
    Ferias de Portobelo y los períodos de relativo aislamiento
    que mediaban entre una y otra no se repetían a plazos
    cortos ni fijos, así que al cabo de cada uno de esos
    espléndidos eventos gran
    parte de los esclavos eran revendidos a las haciendas peruanas o
    en puntos más cercanos.

    Otros huyeron a los bosques situados al oriente de la
    ruta del tránsito interoceánico donde,
    alzándose en importantes palenques cimarrones, la
    hostigaron hasta que el Imperio se vio precisado a emanciparlos.
    Liberados, se asentaron en parte de la costa atlántica, en
    la región del Darién –que por el Pacífico
    colinda con el Chocó colombiano– y en el
    Archipiélago de las Perlas, sobre este océano,
    donde antes ellos habían sido buceadores de tan codiciadas
    ostras. Los ladinos y libertos colorearon las tradiciones
    criollas "de tambor", vinculadas al nacimiento de la cultura
    nacional en los pueblos del "interior" occidental del
    país; los segundos produjeron la robusta cultura de los
    "congos" y costeños, que la región oriental de
    Panamá comparte con las costumbres, el habla y la música de los negros
    colombianos ribereños de ambos océanos.

    Estos libertos, que así quedaron reducidos a la
    siembra y la pesca de
    autosubsistencia, y vueltos al monte en convivencia con los
    indios, son primos de los mismos afroamericanos cuyos trabajos
    tapizaron de caña de azúcar
    las Grandes Antillas españolas y los enclaves de Veracruz,
    de la costa colombo-venezolana, la ecuatoriana de Esmeraldas y la
    del Perú. Todavía, además de los vestigios
    musicales más directamente africanos, tienden puentes
    vivos entre la marinera, el porro, la plena y el son, y a veces
    hacen difícil distinguir si una cumbia viene de Colombia o es
    panameña.

    Hasta entonces, el ámbito recorrido fue el que
    abarcaron los viajes de
    Colón y las colonizaciones iniciales, en el siglo XVI y
    los albores del XVII. Y fue también, poco más
    tarde, el mundo de los primeros criollos y de los primeros
    cimarrones, así como el de la piratería y el prolífero comercio
    contrabandista que, burlando a vela y hasta a remo las distancias
    y la represión de los monopolios coloniales, ató
    con millares de hilos el universo de
    las islas y recodos continentales que pueblan la Cuenca. Como
    fue, asimismo, el ámbito de varias de las primeras
    imprentas y universidades del Nuevo Mundo.

    Pero, junto a esto, igualmente se dieron grandes
    diferenciaciones y aislamientos. Belicosos poderes coloniales se
    tomaron distintas islas y enclaves desde donde reprodujeron sus
    enfrentamientos. Islas hubo que cambiaron de mano 16 veces entre
    dos o más rivales europeos, dejándonos
    esquizofrenias lingüísticas y culinarias que perduran
    hasta nuestros días. En Panamá, desde que el
    colonialismo cruzó su territorio, el istmo dejó de
    comunicar por tierra las
    anteriores poblaciones de Norte y Sudamérica. A la vez,
    los pueblos indígenas del país fueron despojados de
    las fértiles llanuras, replegándose a
    montañas y bosques que los separaron entre sí y los
    marginaron de los nuevos procesos
    socioculturales que la región experimentó,
    resultando marginados de las agitaciones creativas del Gran
    Caribe, incluso cuando conservaron acceso al mar.

    De modo semejante, durante largo tiempo los
    influjos antillanos y negroides serían más
    débiles hacia el extremo pacífico-occidental del
    país, el "interior" profundamente hispanizado pero de
    escasas relaciones directas con el tráfico
    interoceánico. Esta segregación se refrendó
    mediante feroces represiones contra toda pretensión de
    establecer en esa parte del Istmo cualquier otra ruta
    interoceánica, paralela a la que el monopolio real
    detentaba con sede en la Ciudad de Panamá (como más
    de una vez lo intentaron los audaces criollos interioranos en
    combinación con los mercaderes británicos
    aposentados en Jamaica). Ello demoraría el surgimiento de
    un tercer sistema de lazos
    entre esa parte del país y las profundidades del
    Caribe.

    Así las cosas, entrado el siglo XVIII
    menguó el tránsito peruano y el Istmo entró
    en una hibernación que lo ocupó durante varias
    décadas: languidecieron los intercambios con las Antillas
    y el resto del mundo, ensimismándose el país en la
    gestación de su propia personalidad cultural. Ésta
    nunca fue centroamericana, pero la subsiguiente anexión
    del territorio al Virreinato de Nueva Granada tampoco
    bastó para imprimirle un carácter
    más colombiano, pues los vínculos con Bogotá
    serían menos sustantivos que los antes tenidos con el
    lejano Perú y las antillas españolas. La cultura
    acunada en ese período de relativa desconexión fue,
    pues, netamente panameña y se desplegó a partir de
    los pueblos interioranos de la región central del
    país.

    Ella dio base a la independencia
    de Panamá de España en 1821, la que los
    istmeños lograron por sí solos, decidiendo
    enseguida confederarse al proyecto gran
    colombiano encabezado por Simón Bolívar. Fieles a
    los viejos lazos, los panameños poco necesitaron combatir
    en su propia tierra pero,
    acto seguido, aportaron tropas y oficiales que se distinguieron a
    las órdenes del Libertador y del mariscal Sucre lo mismo
    en Boyacá que en Pichincha, y que en Junín y
    Ayacucho, puesto que la libertad
    propia sólo se podía defender alcanzando la de sus
    demás hermanos.

    Sin embargo, poco después de la Independencia
    de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas,
    Panamá tendría un nuevo y drástico proceso de
    reinserción en el Caribe, que surgiría a mediados
    del siglo XIX. El pertinaz interés
    británico por hacerse del control de los
    posibles accesos al Pacífico a través de
    Centroamérica provocó el establecimiento de
    enclaves y protectorados ingleses desde Belice hasta la llamada
    Costa de la Mosquitia y la entrada a los lagos de Nicaragua. Con
    ello, esa larga costa quedaría vinculada a aquella otra
    parte del mundo caribeño, a través del
    establecimiento de poblaciones traídas de las antillas
    anglohablantes.

    A su vez, la apropiación de Nuevo México y
    California por Estados Unidos
    hizo de esta nación
    una potencia
    ribereña del Pacífico y la precipitó en la
    necesidad de obtener su propia ruta interoceánica, cosa
    entonces imposible a través del macizo continental
    norteamericano. Enseguida, Estados Unidos
    procuraría anexarse Cuba –llave
    estratégica del Golfo de México y del Caribe
    occidental– y, poco más tarde, lo intentó en
    Nicaragua mediante fuerzas irregulares o "filibusteras", aunque
    la denodada resistencia
    centroamericana lo impidió, con la colaboración
    inglesa. Durante medio siglo, la rivalidad entre el colonialismo
    británico y el expansionismo estadunidense
    desempeñaría un papel medular
    en la interrelación de los pueblos del Caribe.

    Así, el ventajoso posicionamiento
    inglés
    sobre los ansiados accesos centroamericanos indujo a los
    estadunidenses a fijar sus objetivos en
    Panamá. Se lo facilitó la imprudente aquiescencia
    de los gobernantes bogotanos, interesados en que un aliado
    poderoso los auxiliara a preservar la dominación
    colombiana sobre el Istmo, amenazada tanto por el separatismo
    panameño como por la marina inglesa. Desde 1846,
    Bogotá cedió a Estados Unidos el derecho de
    tránsito de tropas, colonos y mercancías a
    través de Panamá, a cambio de que
    las fuerzas norteamericanas garantizasen el orden público
    y la soberanía colombiana sobre la faja
    interoceánica del Istmo.

    La magna empresa
    norteamericana de aquellos tiempos fue la construcción del ferrocarril
    transístmico, una hazaña de la época
    fatigosamente alcanzada a través de las boscosas colinas
    del trópico húmedo y muy lejos de las fuentes de
    abastecimiento técnico. La superexplotación del
    trabajo aplicada para lograrlo a través de un país
    relativamente despoblado exigió importar grandes
    contingentes de trabajadores. Aunque se emplearon brazos de
    Centroamérica y Colombia, fue
    preciso traer dotaciones de obreros chinos y de las Antillas
    anglohablantes, que tuvieron a su cargo las labores más
    pesadas.

    Muchos miles de unos y otros dejaron su vida en
    Panamá, se dice que tantos como traviesas tiene el
    ferrocarril; con todo, es imposible conocer la cifra verdadera,
    pues las estadísticas de la empresa
    constructora no registraron el número de las
    víctimas "de color". No
    obstante, conocemos la amplia huella cultural aportada por la
    masa de sobrevivientes que allí quedó desempleada
    al concluirse las obras y que con el correr del tiempo se
    incorporaría al historial de las luchas sociales
    panameñas, sobre todo en la terminal atlántica de
    Colón, ciudad nacida del ferrocarril. Este fue el primer
    gran conglomerado angloantillano del país.

    Durante unos veinte años, el corredor
    ístmico atestiguó de cerca la "fiebre del oro"
    californiana, mirando pasar los trenes de la abrupta prosperidad
    norteamericana desde la inicua platea de los hambrientos que,
    concluida la obra, habían quedado sin papel que
    desempeñar en la economía del
    país. Con todo, Panamá volvió a quedar
    comunicada con el mundo y con el Caribe, a través de los
    mayor es y mejores buques a vapor de aquella época, que
    desde ambos extremos del ferrocarril intercambiaban cargas que lo
    mismo se trasegaban entre Valparaíso y Liverpool o, sobre
    todo, entre San Francisco y Nueva York, aparte de otras
    rutas.

    Al Istmo arribaron otras inmigraciones, ahora
    norteamericanas y europeas y lo mismo de corte comercial que
    aventurero. Pero unos decenios después, terminada la
    Guerra Civil
    estadunidense y tras la apertura del primer ferrocarril
    trascontinental norteamericano, en Panamá
    sobrevendría una nueva contracción. Hasta finalizar
    el siglo, Estados Unidos archivaría su interés
    inmediato por nuestro país: como en los tiempos de la
    Corona, el tráfico comercial decayó pero las
    facultades de intervención militar
    permanecieron.

    Empero, a poco de esa crisis del
    ferrocarril, se inició en gran escala el primer
    intento real de cortar el Istmo por la mitad con un canal
    interocepanico, emprendido por el grupo
    francés que recién había cavado exitosamente
    la ruta de Suez. Una briosa influencia francesa se haría
    sentir en Panamá durante las dos últimas
    décadas del siglo XIX. Esta vez, la intensa importación de mano de fuerza de
    trabajo consumió brazos traídos de gran parte del
    mundo, entre ellos numerosos contingentes de casi todas las
    Antillas, aunque los franceses prefirieron, especialmente, a los
    trabajadores de Martinica y Guadalupe, que llegaron en tal
    número que aun hace algunos años, a un siglo de
    cuando aqulla empresa
    quebró, todavía se apreciaba la huella de las
    costumbres de esas dos islas, pese a que el empeño
    francés había significado una mortandad mayor que
    la del ferrocarril.

    Así, en los albores del siglo XX el expansionismo
    norteamericano, enseguida de desplazar a los ingleses de la mayor
    parte del área centroamericana, triunfante en la guerra de
    España y amo de Cuba, Puerto Rico y
    Filipinas, relevó en el Istmo a los franceses, volviendo
    sobre Panamá con todo el poder de sus
    nuevas necesidades. Estas ahora fueron las de terminar el canal
    que los europeos habían dejado inconcluso, aunque pasando
    a concebirlo como un proyecto de
    interés militar más que como un instrumento
    destinado a desarrollar el comercio
    internacional.

    Tras haber empleado por medio siglo a los buques de su
    armada para "pacificar" al país impidiéndole
    separarse de Colombia, tan pronto como Bogotá dejó
    de responder al nuevo género de
    intereses norteamericanos, Estados Unidos volteó los
    cañones e intervino para favorecer la secesión del
    Istmo. Las naves norteamericanas impidieron el arribo de las
    tropas colombianas destinadas a sofocar el siguiente intento
    separatista panameño, esta vez protagonizado por la
    élite más conservadora, que tras el retiro de los
    franceses había quedado urgida de servir a cualquier otro
    que viniese a reanudar las obras. Con todo ello, esta
    intervención subordinó a la naciente
    República a la condición de un virtual
    protectorado.

    En construir el Canal se invirtieron más de diez
    años, durante los cuales trabajaron contingentes de hasta
    50 mil hombres, bajo el régimen de una empresa
    estatal y militarizada que los estratificó y los segregaba
    según su origen nacional y racial. Las mayores dotaciones
    obreras vinieron del Caribe y en especial de las Antillas
    anglohablantes, descollando en número los trabajadores
    procedentes de Barbados y Jamaica.

    De esa forma Colón, la hija del ferrocarril,
    segunda ciudad del país en población y primera en penalidades, crecida
    con el Canal se adornó con todas las características de un puerto de las Indias
    Occidentales y la ciudad capital, a
    orillas del Pacífico, conserva barrios y hábitos de
    ostensible impronta angloantillana. Finalmente, al concluir las
    obras, las empresas
    bananeras establecidas en el extremo atlántico del
    país desde finales del siglo XIX, asimilarían parte
    de la fuerza laboral
    desempleada al terminarse la construcción del Canal, con lo cual aquella
    zona se incorporó al vivaz rosario de enclaves
    angloantillanos que bordea la costa caribeña desde Belice
    hasta Colón. Al cabo, hoy el 16 por ciento de los
    panameños tenemos ese linaje.

    Nuestro pequeño istmo se ha integrado, pues, como
    un complejo mosaico de pueblos; en buena parte, un mosaico de
    enclaves: el enclave colonial norteamericano de la antigua Zona
    del Canal, ya desaparecido, con sus guetos militares y civiles
    para blancos y para negros; los enclaves angloantillanos en las
    dos ciudades terminales del Canal; los enclaves que fueron los
    puertos bananeros en el extremo occidental del Istmo, en el
    Atlántico y el Pacífico; los encalves
    indígenas, que son sedes territoriales de tres robustas
    culturas de diferente raíz; las comunidades chinas,
    indostánicas, hebreas, árabes y europeas, cuyas
    fronteras han venido diluyéndose; y las mayorías
    criollas, blancas y mestizas, regionalmente diversificadas desde
    la capital y los
    llanos extendidos a lo largo de la vertiente del Pacífico,
    hasta la amistosa pero nítida, casi drástica,
    frontera cultural centroamericana.

    Ese mosaico lo es también
    lingüístico. Excluyendo algunas minorías
    demográficas, en Panamá predomina la modalidad
    andaluza del castellano, que
    convive con tres lenguas indígenas y el creole
    antillano, que también llegó a ser una lengua
    panameña; idiomas que hasta hace unos años
    coexistían con el sureño inglés
    de los zonians, oriundos del enclave extranjero que
    envolvía al Canal y partía en dos al territorio
    nacional. Lo mismo puede decirse de la dieta, a la vez mestiza,
    criolla y antillana que se combina con las ya aclimatadas
    aportaciones de la China
    meridional, así como de las tradiciones musicales y
    danzarias, entroncadas a la vez con unas y otras de las Antillas
    y la costa colombo-venezolana.

    Siempre queda al observador la tentación de
    calificar a Panamá como una Antilla. No obstante, un par
    de tecnicismos geográficos se lo impedirán,
    forzándolo a admitir que ese territorio bioceánico
    se ubica en la otra orilla de la Cuenca y atado por una punta a
    Centroamérica y por la otra a América
    del Sur. Junto a la raigal herencia mestiza,
    allí se anudaron por lo menos tres brazos de las
    intercomunicaciones caribeñas: el continental, el de las
    Antillas hispánicas y el angloantillano. Así, al
    cabo es válido afirmar que la nación de los
    panameños queda en algún paraje situado entre la
    cumbia y el calipso.

    En su ámbito geográfico, el rompecabezas
    caribeño fue recortado y repoblado por las rivalidades y
    cambiantes dominaciones de las potencias que se lo habían
    repartido y vuelto a repartir. Se puede trazar el mapa hasta de
    las preferencias deportivas, según la fecha, brutalidad,
    duración e intensidad de esas dominaciones: países
    del fútbol y países del béisbol, así
    como igualmente países católicos (y más o
    menos santeros) y países protestantes, o países de
    guayabera y de cariba, según los tiempos en que los
    reinados europeos se turnaron en las islas y en que la
    expansión estadunidense desplazó de sus dominios a
    España pero debió aceptar que otras potencias
    trasatlánticas permanecieran en el área.

    Dentro del mosaico panameño, tan hondas fueron
    alguna vez las diferencias entre los enclaves puestos a coexistir
    por los poderes foráneos que, en pasados tiempos, tuvieron
    dificultades para cooperar entre sí los hombres y mujeres
    que, más allá de pieles y lenguas, padecían
    idénticos sinsabores y se merecían iguales
    solidaridades y esperanzas. Se les hizo sobrestimar las
    diferencias formales hasta el punto de ocultarse que indio,
    criollo, chino o antillano ahí comparten bajo el mismo sol
    los sudores, sangres y oportunidades a los que los uncieron los
    mismos explotadores. A la postre, ese mosaico ha venido
    articulándose en una sola pieza, al intercambiar y asumir
    como propios los aportes de unas y otras de estas culturas, y
    empezar a reconocer las necesidades y proyectos comunes
    que a todos nos identifican como nación.

    No hay cultura panameña cuando un solo
    cantón étnico domina y subordina a los
    demás; la hay cuando cada grupo hace suyas las
    contribuciones que los otros traen a la misma vida, que es la del
    mismo esfuerzo creador.

    Asimismo, sólo hay Caribe cuando compartimos
    nuestras herencias e innovaciones para un fin común, y no
    cuando las cultivamos por separado. Las diferencias que median
    entre una y otra esquinas del Gran Mar merman en el mismo grado
    en que las cadenas coloniales ceden terreno a las solidaridades.
    Es mucho lo que tenemos en común, a las orillas de esta
    poblada Cuenca, a través de la cual entrelazamos nuestras
    historias e incluso nuestras descendencias. Pero en la medida en
    que superamos los aislamientos y enconos legados por
    hegemonías y subdivisiones importadas y ajenas, y
    enriquecemos nuestras intercomunicaciones, es mucho más lo
    que descubrimos y podemos compartir: el futuro.

     

     

    Nils Castro

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