Un denominador común del mundo
contemporáneo es aquella situación en la que, como
anotaba Gramsci, algo que está muriendo, no acaba de
fenecer, y algo que está naciendo, no ha nacido plenamente
aún. Es decir, hablamos de la crisis, que en
un sentido estricto se genera en el espacio conflictivo entre lo
que aún no ha muerto, pero tampoco ha nacido.
En otras palabras, la crisis no debe
ser vista desde la óptica
del arrasamiento, desde la perspectiva de la negación
total o desde el precepto de la ruptura definitiva con paradigmas,
parámetros o modelos
previos; en realidad, la crisis se genera y se siente en ese
espacio epistemológico de la interpretación y toma
de sentido entre lo que es y lo que debe ser. Una vez resuelto el
dilema, una vez ha muerto por fin determinada situación
para permitir el alumbramiento de otra, la crisis desaparece, por
lo menos en su manifestación primigenia.
Estamos enfrentados a una profunda crisis, que aunque
algunos la ven como algo coyuntural, la percibimos como
profundamente estructural y cuyas predicciones y consecuencias
están todavía por conocerse. Somos victimarios y
víctimas de ella en todos las áreas del desarrollo y
del conocimiento,
como ya lo anticipada Toffler, en su clásico texto sobre el
choque del futuro.
Hay crisis en la economía, en la ciencia, en
las religiones, en
las estructuras
sociales, en las instituciones.
Los modelos
económicos aplicados están perdiendo vigencia
pero no se vislumbran otros que den solución eficiente y
efectiva a los retos de la
globalización; la profundidad de los avances
científicos se enfrentan a graves dilemas éticos y
la velocidad de
los tecnológicos vuelven obsoleto cualquier artefacto en
el instante en que sale al mercado; las
religiones
históricas se ven amenazadas por movimientos
eclécticos, normalmente ideados como sectas, que cada
día les roban fieles en esa carrera desesperada del ser
humano por encontrar respuesta metafísica
a sus agonías; las revoluciones sociales y políticas
se dan dentro de bandazos radicales y giros de 180 grados que
hacen imposible la estructuración de una eticidad política e
ideológica mejor sustentada; el descreimiento generalizado
en las instituciones
o aparatos organizativos (iglesia,
estado,
justicia, …)
confunden a los ciudadanos y los obligan a aislarse.
Ante estas manifestaciones, no podemos ser indiferentes
y menos podemos dejar que nos apabullen, así sea cierto
que es muy poco lo que podemos hacer de modo solitario para
encontrar soluciones
válidas y confiables. Por ello, presentamos un
decálogo de recomendaciones muy simples para que estos
problemas no
nos agobien; estos ‘consejos’ se derivan de las
situaciones cotidianas y, por ello, su posible aplicación
también se da dentro de este marco.
En síntesis,
el propósito de este artículo no es el de presentar
alternativas para la superación de la problemática
social y económica mundial; simplemente, busca ofrecer
pequeñas estrategias para
que de modo individual podamos enfrentar las situaciones
críticas, sin ahogarnos en tal tarea. Es casi seguro que con su
aplicación no todos los problemas se
solucionen; pero es también casi seguro que al
hacerlo no nos ‘suicidará la sociedad’.
Reconozca la existencia y magnitud del problema. El
requisito indispensable para poder superar
un obstáculo , limitación o problema, no importa su
índole, es reconocer su existencia de manera objetiva,
esto es, en sus verdaderas dimensiones, sus causas y
consecuencias. Del análisis de sus dimensiones, depende la
importancia que le demos y el esfuerzo que debamos hacer para
considerar alternativas viables de solución; del
reconocimiento de sus causas, podremos definir si estas pueden
ser controladas por nosotros o nos son ajenas, lo que determina
la estrategias a
seguir y de la visualización de sus consecuencias,
tendremos la oportunidad de generar una especie de ‘planes
de contingencia’ efectivos o, por lo menos, no tan
traumáticos. Pero, insistimos, el primer paso es reconocer
que estamos mal debido a una situación específica
que nos afecta.
Démosle paso a la reacción. En psicología, se habla
mucho de ‘hacerle el duelo’ a una situación
traumática y es eso, precisamente, lo que se propone
aquí. De la misma manera en que no nos da miedo expresar
nuestras alegrías y satisfacciones, debemos actuar con
nuestras tristezas, preocupaciones o frustraciones. Sentir rabia,
tristeza, miedo, no son –bajo ninguna circunstancia-
actitudes
negativas, pero tampoco se deben convertir en óbice para
no perder de vista el horizonte y buscar soluciones.
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