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Ética




Enviado por latiniando



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    Indice
    1.
    Introducción Temática

    2.
    Introducción

    3. Principios
    éticos

    4. Prudencia, placer o
    poder

    5. Historia
    6. La temprana ética
    griega

    7. Escuelas griegas de
    ética

    8. Ética
    cristiana

    9. Etica de los padres de la
    iglesia

    10. Ética y
    penitencia

    11. Ética después de la
    reforma

    12. Filosofías
    éticas seculares

    13.
    Conclusión

    14.
    Bibliografía

    1. Introducción Temática

    En el fragmento que se puede leer seguidamente,
    extraído de la obra Ética, su
    autor, el filósofo español
    José Luis López
    Aranguren, analiza el objeto de dicha rama de la
    filosofía.
    Fragmento de Ética.
    De José Luis López Aranguren.
    Segunda parte. Capítulo 1.
    Se suele definir la Ética como la parte de la
    filosofía que trata de los actos morales. entendiendo por
    actos morales los medidos o regulados por la regula morum. De tal
    modo que el objeto material de la Ética serían los
    actos humani (a diferencia de los actos hominis); es decir, los
    actos libres y deliberados (perfecta o imperfectamente). Y el
    objeto formal, estos mismos actos, considerados bajo la
    razón formal de su ordenabilidad por la regula morum. Pero
    dejemos por ahora la regula morum que transporta el problema
    moral,
    demasiado pronto, al plano de su contenido, y digamos
    provisionalmente que el objeto formal lo constituirían los
    actos humanos en cuanto ejecutados por el hombre y
    «regulados» u «ordenados» por él.
    O, dicho de otro modo, los actos humanos considerados desde el
    punto de vista del «fin» o «bien», pero
    tomando estas palabras en toda su indeterminación, porque
    vamos a considerar la moral como
    estructura
    antes de entrar en su contenido. Mas, previamente, debemos hablar
    del objeto material, porque tras cuanto se ha escrito en la
    primera parte, la concepción clásica del objeto
    material se nos ha tornado problemática.
    Hemos visto que la moral surge de la psicología o antropología y, materialmente, acota su
    ámbito dentro de ella. El objeto material de la
    Ética ha de ser, por tanto, aquella realidad
    psicológica que ulteriormente tematizaremos,
    considerándola desde el punto de vista ético. Ahora
    bien, ¿cuál es, en rigor, el objeto material de la
    Ética? ¿Lo constituyen los actos, según se
    afirma generalmente? La palabra ética deriva, como ya
    vimos, de êthos; la palabra moral, de mos. Ahora bien, ni
    êthos ni mos significan «acto». Ethos, ya lo
    sabemos, es «carácter», pero no en el sentido de
    temperamento dado con las estructuras
    psicobiológicas, sino en el de «modo de ser
    adquirido», en el de «segunda naturaleza». ¿Cómo se logra
    esta «segunda naturaleza», este êthos? Ya lo
    vimos también: es la costumbre o hábito, el
    éthos, el que engendra el êthos (hasta el punto de
    que el êthos no es sino la estructuración unitaria y
    concreta de los hábitos de cada persona). En
    latín la distinción entre el carácter o modo
    de ser apropiado y el hábito o costumbre como su medio de
    apropiación (y como su «rasgo» aislado), no
    aparece tan clara, porque la palabra mos traduce a la vez a
    éthos y a êthos. Santo Tomás ya lo
    señala agudamente:

    Mos autem duo significat: –quadoque enim
    significat consuetudinem…; quandoque vero significat
    inclinationem quandam naturalem, vel quasi naturalem, ad aliquid
    agendum: unde et etiam brotorom animalium dicuntur aliqui
    mores… Et haec quidem duas significationes in nullo
    distinguuntur: nam ethos quad apud nos morem significat,
    quandoque habet primam longam; et scribitur per h graecam
    litteram; quandoque habet primam correptam, et scribitur per
    e.
    Dicitur autem virtus moralis a more, secundum quod mos significat
    quandam inclinationem naturalem, ad aliquid agendum. Et huic
    significationi moris propinqua est alia significatio, quae
    significat consuetudinem: nam consuetudo quadammodo vertitur in
    naturam, et facit inclinationem similem naturali.
    Sin embargo, hay que anotar que mos, en el sentido de
    êthos, se contamina de mos en el sentido de éthos o
    consuetudo, sentido este que acaba por imponerse; y justamente
    por eso Santo Tomás, pese a su fina percepción, no puede evitar
    –según veremos– la debilitación del
    sentido de êthos que, como se advierte en este texto, pasa a
    significar habitus, que es más que consuetudo o
    éthos, pero menos que carácter o êthos,
    aunque, por otra parte, contenga una nueva dimensión
    –la de habitudo o habitud– ausente en aquellas
    palabras griegas, pero presente, como ya vimos, en héxis.
    La palabra habitudo significa, en primer término igual que
    héxis, «haber» o
    «posesión»; pero en la terminología
    escolástica cobra además explícitamente un
    precioso sentido, que ya aparecía en héxis y que
    conserva el vocablo castellano
    «hábito», por lo cual, para traducirlo, es
    menester recurrir al cultismo «habitud». Santo
    Tomás ha distinguido muy bien ambos sentidos:
    Hoc numen hibitus ab habendo est sumptum: a quo quidem numen
    habitus dupliciter derivatur: –uno quidem modo secundum
    quod homo vel quaecumque alia res dicitur aliquid habere–;
    alio modo secundum quod aliqua res aliquo modo habet se in
    seipsa, vel ad aliquid aliud.
    Habitud significa, pues, primeramente, «haber»
    adquirido y apropiado; pero significa además que este
    «haber» consiste en un
    «habérselas» de un modo o de otro, consigo
    mismo o con otra cosa; es decir, en una
    «relación», en una «disposición
    a» que puede ser buena o mala: la salud, por ejemplo, es una
    buena disposición del cuerpo para la vida; la enfermedad,
    al revés, mala disposición. Pero ¿en orden a
    qué dispone la habitud moral? En orden principalmente al
    acto. Los hábitos son habitudes en orden a la naturaleza
    y, a través de ella, a su fin, la operación.
    Consisten, pues, en disposiciones difícilmente admisibles
    para la pronta y fácil ejecución de los actos
    correspondientes. Los hábitos se ordenan, pues, a los
    actos, y, recíprocamente, se engendran por
    repetición de actos. Ahora comprendemos la enorme
    importancia psicológica, y por ende moral, de los
    hábitos: determinan nuestra vida, contraen nuestra
    libertad, nos
    inclinan, a veces por modo casi inexorable: «Virtus enim
    moralis agit inclinando determinate ad unum sicut et
    natura», puesto que la costumbre es, en cierto modo,
    naturaleza. Y así puede llegar un momento de la vida en
    que la responsabilidad moral del hombre
    radique, mucho más que en el presente, casi totalmente
    comprometido ya, en el pasado; mucho más que en los actos,
    en los hábitos.
    Tras los anteriores análisis –los de este capítulo
    y todos los de la primera parte– vemos que la Ética
    o Moral, según su nombre, tanto griego como latino, debe
    ocuparse fundamentalmente del carácter, modo adquirido de
    ser o inclinación natural ad agendum; y puesto que este
    carácter o segunda naturaleza se adquiere por el
    hábito, también de los hábitos debe tratar
    la Ética.

    Ahora bien: en este nuevo objeto material
    –carácter y hábito– queda envuelto el
    anterior, los actos, porque, como dice Aristóteles, έ
    ω όµίω
    έιώ
    ί έι
    ίι. Hay, pues,
    un «cνrculo» entre estos tres conceptos, modo
    ιtico de ser, hábitos y actos, puesto
    que el primero sustenta los segundos y estos son los
    «principios
    intrínsecos de los actos», pero,
    recíprocamente, los hábitos se engendran por
    repetición de actos y el modo ético de ser se
    adquiere por hábito. Estudiemos, pues, a
    continuación, y en general, los actos, los hábitos
    y el carácter, considerados como objeto material de la
    Ética.
    Empezando por los actos, lo primero que debemos preguntar es
    cuáles, entre los actos que el hombre puede ejecutar,
    importan a la Ética. La Escolástica establece dos
    divisiones. Distingue, por una parte los actus hominis que el
    hombre no realiza en cuanto tal, sino ut est natura quaedam y los
    actus humani o reduplicative, es decir, actos del hombre en
    cuanto tal hombre. Sólo estos constituyen propiamente el
    objeto de la Ética, porque sólo estos son
    perfectamente libres y deliberados. Mas, por otra parte, parece
    que también ciertos actos no bien deliberados son
    imputables al hombre. Entonces se establece una segunda
    distinción entre actos primo primi, provocados por causas
    naturales y ajenos por tanto a la Ética; actos secundo
    primi, imputables, por lo menos a veces, o parcialmente, en los
    cuales el hombre es movido inmediatamente por representaciones
    sensibles; y los actos secundo secundi, que son los únicos
    plenamente humani en el sentido de la división
    anterior.
    Naturalmente, sólo un análisis casuístico y
    a la vez introspectivo podría establecer la imputabilidad
    de cada uno de esos actos que se mueven en la frontera indecisa
    de la deliberación y la indeliberación. Lo que en
    una teoría
    de la Ética nos importa señalar es el contraste, a
    este respecto, entre la época moderna por un lado y
    Aristóteles, el cristianismo y
    la Escolástica antiguos y la psicología actual de
    la moralidad por el otro. En la Edad Moderna,
    época del racionalismo y
    también del apogeo de la teología moral, se
    tendía a limitar la imputabilidad a actos que proceden de
    la pura razón, porque desde Descartes se
    había afirmado en realidad una mera unión
    accidental del alma y el cuerpo y se pensaba que el alma y la
    razón son términos sinónimos. Por tanto,
    sólo los actos «racionales» (no ya
    deliberados, sino discursivamente deliberados) serían
    propiamente humanos.

    Aristóteles, por el contrario, pensaba que los
    malos movimientos que surgen en el alma constituyen ya una cierta
    imperfección, aunque sean reprimidos por ella: justamente
    por esto, tal sojuzgamiento o egkrateia no constituye virtud,
    sino solamente semivirtud. Le falta aquietamiento de la parte
    racional del alma, le falta la armonía interior o
    sofrosin.
    Para el cristianismo, el problema era más difícil,
    porque tenía que contar con el fomes peccati, secuela del
    pecado original, rescoldo de movimientos desordenados que, sin
    embargo, en sí mismos, no constituyen pecado. Y, por otra
    parte, tenía que contar también con las
    tentaciones. A pesar de todo, el gran sentido ascético y
    el gran sentido de la unidad humana inclinaban a juzgar que el
    hombre asistido de la gracia puede, mediante una vigilancia
    elevada a hábito, prevenir un movimiento
    desordenado antes de que nazca.
    Los estudios actuales a que nos hemos referido en el
    capítulo 8 de la primera parte, el psicoanálisis, la psicología de la
    moralidad, nos han mostrado, en primer lugar, que la vida
    espiritual no siempre, ni mucho menos, se desarrolla en forma de
    «debate»
    discursivo, como acontece en los autos
    sacramentales; pero que esto no empece a la libertad y la
    imputabilidad. El hombre sabe manejar con gran destreza su
    subconsciente, remitir allí lo que no quiere
    «ver», no preguntarse demasiado, no cobrar conciencia de lo
    que no le conviene, producir previamente una oscuridad en el alma
    para no poder advertir
    luego lo que allí ocurre, etcétera. Por otro lado,
    los movimientos desordenados no surgen aisladamente, sino que se
    van preparando, mediante mínimas claudicaciones, una
    atmósfera
    de disipación en la que consentimos entrar, una lenidad
    interiormente tolerada, etc. Los actos, por pequeños que
    sean, no nacen por generación espontánea, ni
    existen por sí mismos, sino que pertenecen a su autor, el
    cual tiene una personalidad,
    unos hábitos, una historia que gravitan sobre
    cada uno de estos actos. El gran error de la psicología
    clásica ha consistido en la atomización de la vida
    espiritual. Los actos de voluntad se tornaban aisladamente, como
    si se pudieran separar de los otros actos, precedentes y
    concomitantes, como si se pudieran separar de la vida
    psicobiológica entera y de la
    personalidad unitaria. La vida espiritual forma un conjunto
    orgánico.
    Pero la psicología clásica no sólo ha
    atomizado la vida en actos, sino también cada acto. El
    análisis del acto de voluntad, llevado a cabo por Santo
    Tomás, está justificado. Distingue en él
    diferentes momentos o actos, unos respecto al fin, velle, frui e
    intendere, y otros con respecto a los medios, la
    electio, el consilium, el consensus, el usus y el imperium.
    Entiende por velle o amare la tendencia al fin en cuanto tal y
    sin más, y por frui la consecución del fin.
    Intendere no es una mera inclinación al fin como velle,
    sino en cuanto que ella envuelve los medios necesarios para
    alcanzarlo. La electio es la decisión –siempre de
    los medios–; el consilium, el acto de tomar consejo o
    deliberar; el consensus o «applicatio appetitivae virtutis
    ad rem», es decir, la complacencia o delectación
    («si se ha consentido o no», como nos suelen
    preguntar en el confesionario); y el imperium o praeceptam, que,
    como se sabe, discuten los escolásticos si es acto de la
    razón, como piensan Santo Tomás y los tomistas, o
    de la voluntad. Quienes se han dedicado a la
    «explotación» de estas indicaciones de Santo
    Tomás, que han sido principalmente Gonet y Billuart, y
    posteriormente Gardeil, han ordenado cronológicamente
    estos actos, añadiendo de su cosecha algunos para
    completar la serie, como la aprehensión o prima
    intellectio, el último juicio práctico, el juicio
    discrecional de los medios o dictamen práctico,
    distinguiendo entre uso activo y uso posesivo de los medios y
    hasta entre adeptio finis y fruitio, señalando, entre
    todos ellos, los que son actos del entendimiento y los que son
    actos de la voluntad y haciendo que unos y otros se alternen
    rigurosamente (esto último es la razón de que haya
    sido menester arbitrar actos nuevos). Decía antes que el
    análisis de Santo Tomás es legítimo. Pero
    ¿quiere decir que pueden aislarse cada uno de estos
    momentos? ¿No se pierde así la esencia unitaria del
    acto de voluntad, paralelamente a como aislando cada acto
    unitario se perdía de vista, según veíamos
    antes, la esencia unitaria de la vida espiritual? Es
    lícito analizar teoréticamente los momentos que
    constituyen o pueden constituir un acto, pero siempre que no se
    pierda de vista que todos esos momentos están embebidos
    los unos en los otros, que se interpenetran y forman una unidad
    en la realidad de cada acto in concreto.

    Por consiguiente, frente al abuso del anterior
    análisis, hay que decir por de pronto que la serie
    cronológica –no establecida por Santo
    Tomás– es completamente abstracta y convencional,
    propia de una psicología asociacionista (el asociacionismo
    no es exclusivo de la teoría que se conoce con tal
    nombre). Por otra parte, y como tendremos ocasión de ver
    más adelante, la distinción de fines y medios es
    mucho más cambiante y problemática de lo que tal
    psicología supone. Finalmente, ese análisis del
    acto de voluntad será válido en el mejor de los
    casos y con todas las reservas señaladas cuando la
    voluntad procede reflexivamente. Ahora bien: ¿procede
    siempre así? La experiencia introspectiva nos muestra que no.
    Pero entonces es indudable que mucho más que la
    descomposición après coup de un unitario nos
    importa descubrir cuál es la esencia de ese acto unitario
    de voluntad o, dicho con otras palabras, averiguar qué es
    querer.
    Esta esencia no puede consistir en el mero y voluble velle, en lo
    que los escolásticos llaman prima volitio y que no es
    todavía más que un puro «deseo», una
    «veleidad». Tampoco en la intención, que es
    sólo una vertiente del acto –su vertiente
    interior– frente a la plena realización. Ni tampoco,
    como quiere el voluntatista decisionismo moderno, en la
    elección, porque siempre se resuelve, como dice Santo
    Tomás, «ex aliquo amore».
    Preguntémonos, pues, de nuevo, ¿qué es
    querer? Reparemos en que, como hace notar Zubiri, la palabra
    española «querer» significa a la vez
    «apetecer» y «amar» o deleitarse en lo
    querido; es decir, que funde en una sola palabra, velle y frui,
    hace consistir el velle en frui. La palabra frui suele traducirse
    por disfrutar; pero antes de disfrutar significa, como
    escribió San
    Agustín, «amore alicui rei inhaerere propter se
    ipsam», en contraste con uti, «propter aliam».
    En este sentido primario se fruye mucho antes de disfrutar, se
    fruye desde que se empieza a querer porque hay una
    fruición anticipada o proyectiva (el día más
    feliz es siempre, como suele decirse, la víspera) y una
    fruición de lo conseguido y poseído, que es el
    disfrute. La fruición en el orden de la ejecución
    (in exsecutione) está ya al principio, como motor del acto y
    en el proceso
    entero. (Dom Lottin ha visto bien que el momento del consensus no
    puede aislarse entre el consilium y el dictamen práctico,
    porque en realidad está penetrado el proceso entero; pero
    esto es así justamente porque el consensus representa la
    fruitio en la distensión temporal del acto.) La
    fruición, como el fin, «se habet in operabilibus
    sicut principium in speculativis». De todo lo cual se
    concluye que, como dice Zubiri, la esencia de la volición
    o acto de voluntad es la fruición y todos los demás
    momentos, cuando de verdad acontecen y pueden distinguirse o
    discernirse, acontecen en función de
    la fruición. De la misma manera que el razonamiento no es
    sino el despliegue de la inteligencia
    como puro atenimiento a la realidad, la voluntad reflexiva y
    prepositiva no es más que la modulación
    o distensión –el deletreo, por así
    decirlo– de la fruición. Esta modulación o
    distensión no siempre entra en juego. Por
    ejemplo –sigo uno del propio Zubiri–, si estoy
    hambriento, sin haberme dado cuenta de ello, y veo de pronto un
    plato apetitoso, inmediatamente se produce en mí una
    fruición –que se manifiesta biológicamente en
    la secreción de jugos salivares, en que «se me hace
    la boca agua»– que culminará en la
    realización del acto de comer, de saborear, paladear y
    deglutir el alimento. Pero si –para continuar con el mismo
    ejemplo–, estando hambriento no tengo alimento a mi
    alcance, entonces sí puede ponerse en marcha el complicado
    proceso al principio descrito, aunque nunca o casi nunca con
    todas sus etapas discernibles y, desde luego si se trata de un
    acto plenario de voluntad, de un auténtico querer, sin que
    quepa separar los fines de los medios. Por ejemplo, cuando nos
    casamos, el matrimonio no es
    un fin para tener hijos ni para ninguna otra cosa, sino que
    el amor lo
    penetra y unifica todo. La complicada teoría de los fines
    primarios y secundarios sólo entra en juego realmente para
    quienes no quieren plenamente el matrimonio, para quienes se
    casan por conveniencia, para los «calculadores». (La
    teología moral de la época moderna ha sido pensada,
    si no con vistas al pecado, sí por lo menos contando con
    la imperfección y la fragilidad: la teología moral
    moderna ha sido Grenzmoral, moral de delimitación entre lo
    que es y lo que no es pecado.)

    Ahora bien, al descubrir que la fruición, como
    acción de fruir, constituye la esencia del acto de
    voluntad, no hemos puesto de manifiesto más que una de las
    dimensiones de éste, lo que tiene de acto, es decir, de
    transeúnte. Pero ya sabemos que haciendo esto o lo otro
    llegaremos a ser esto o lo otro; sabemos que al realizar un acto
    realizamos y nos apropiamos una posibilidad de ser: si amamos,
    nos hacemos amantes; si hacemos justicia, nos
    hacemos justos. A través de los actos que pasan va
    decantándose en nosotros algo que permanece. Y eso que
    permanece, el sistema unitario
    de cuanto, por apropiación, llega a tener el hombre, es,
    precisamente, su más profunda realidad moral.

    2.
    Introducción

    Ética (del griego ethika, de
    ethos, ‘comportamiento’, ‘costumbre’),
    principios o pautas de la conducta humana,
    a menudo y de forma impropia llamada moral (del latín
    mores, ‘costumbre’) y por extensión, el
    estudio de esos principios a veces llamado filosofía
    moral. Este artículo se ocupa de la ética sobre
    todo en este último sentido y se concreta al ámbito
    de la civilización occidental, aunque cada cultura ha
    desarrollado un modelo
    ético propio.

    La ética, como una rama de la
    filosofía, está considerada como una ciencia
    normativa, porque se ocupa de las normas de la
    conducta humana,
    y para distinguirse de las ciencias
    formales, como las matemáticas y la lógica,
    y de las ciencias empíricas, como la química y la física. Las ciencias
    empíricas sociales, sin embargo, incluyendo la
    psicología, chocan en algunos puntos con los intereses de
    la ética ya que ambas estudian la conducta social. Por
    ejemplo, las ciencias
    sociales a menudo procuran determinar la relación
    entre principios éticos particulares y la conducta social,
    e investigar las condiciones culturales que contribuyen a la
    formación de esos principios.

    3. Principios
    éticos

    Los filósofos han intentado
    determinar la bondad en la conducta de acuerdo con dos principios
    fundamentales y han considerado algunos tipos de conducta buenos
    en sí mismos o buenos porque se adaptan a un modelo moral
    concreto. El primero implica un valor final o
    summum bonum, deseable en sí mismo y no sólo como
    un medio para alcanzar un fin. En la historia de la ética
    hay tres modelos de
    conducta principales, cada uno de los cuales ha sido propuesto
    por varios grupos o
    individuos como el bien más elevado: la felicidad o
    placer; el deber, la virtud o la obligación y la
    perfección, el más completo desarrollo de
    las potencialidades humanas. Dependiendo del marco social, la
    autoridad
    invocada para una buena conducta es la voluntad de una deidad, el
    modelo de la naturaleza o el dominio de la
    razón. Cuando la voluntad de una deidad es la autoridad,
    la obediencia a los mandamientos divinos o a los textos
    bíblicos supone la pauta de conducta aceptada. Si el
    modelo de autoridad es la naturaleza, la pauta es la conformidad
    con las cualidades atribuidas a la naturaleza humana. Cuando rige
    la razón, se espera que la conducta moral resulte del
    pensamiento
    racional.

    4. Prudencia, placer o
    poder

    Algunas veces los principios elegidos no
    tienen especificado su valor último, en la creencia de que
    tal determinación es imposible. Esa filosofía
    ética iguala la satisfacción en la vida con
    prudencia, placer o poder, pero se deduce ante todo de la
    creencia en la doctrina ética de la realización
    natural humana como el bien último.
    Una persona que carece de motivación
    para tener una preferencia puede resignarse a aceptar todas las
    costumbres y por ello puede elaborar una filosofía de la
    prudencia. Esa persona vive, de esta forma, de conformidad con la
    conducta moral de la época y de la sociedad.
    El hedonismo es la filosofía que
    enseña que el bien más elevado es el placer. El
    hedonista tiene que decidir entre los placeres más
    duraderos y los placeres más intensos, si los placeres
    presentes tienen que ser negados en nombre de un bienestar global
    y si los placeres mentales son preferibles a los placeres
    físicos.
    Una filosofía en la que el logro
    más elevado es el poder puede ser resultado de una
    competición. Como cada victoria tiende a elevar el nivel
    de la competición, el final lógico de una
    filosofía semejante es un poder ilimitado o absoluto. Los
    que buscan el poder pueden no aceptar las reglas éticas
    marcadas por la costumbre y, en cambio,
    conformar otras normas y regirse por otros criterios que les
    ayuden a obtener el triunfo. Pueden intentar convencer a los
    demás de que son morales en el sentido aceptado del
    término, para enmascarar sus deseos de conseguir poder y
    tener la recompensa habitual de la moralidad.

    5. Historia

    Desde que los hombres viven en comunidad, la
    regulación moral de la conducta ha sido necesaria para el
    bienestar colectivo. Aunque los distintos sistemas morales
    se establecían sobre pautas arbitrarias de conducta,
    evolucionaron a veces de forma irracional, a partir de que se
    violaran los tabúes religiosos o de conductas que primero
    fueron hábito y luego costumbre, o asimismo de leyes impuestas
    por líderes para prevenir desequilibrios en el seno de la
    tribu. Incluso las grandes civilizaciones clásicas egipcia
    y sumeria desarrollaron éticas no sistematizadas, cuyas
    máximas y preceptos eran impuestos por
    líderes seculares como Ptahhotep, y estaban mezclados con
    una religión
    estricta que afectaba a la conducta de cada egipcio o cada
    sumerio. En la China
    clásica las máximas de Confucio fueron aceptadas
    como código
    moral. Los filósofos griegos, desde el siglo VI a.C. en
    adelante, teorizaron mucho sobre la conducta moral, lo que
    llevó al posterior desarrollo de la ética como una
    filosofía.

    6. La temprana
    ética griega

    En el siglo VI a.C. el
    filósofo heleno Pitágoras desarrolló una de
    las primeras reflexiones morales a partir de la misteriosa
    religión griega del orfismo. En la creencia de que la
    naturaleza intelectual es superior a la naturaleza sensual y que
    la mejor vida es la que está dedicada a la disciplina
    mental, fundó una orden semirreligiosa con leyes que
    hacían hincapié en la sencillez en el hablar, el
    vestir y el comer. Sus miembros ejecutaban ritos que estaban
    destinados a demostrar sus creencias religiosas.
    En el siglo V a.C. los filósofos
    griegos conocidos como sofistas, que enseñaron
    retórica, lógica y gestión
    de los asuntos públicos, se mostraron escépticos en
    lo relativo a sistemas morales absolutos. El sofista
    Protágoras enseñó que el juicio humano es
    subjetivo y que la percepción de cada uno sólo es
    válida para uno mismo. Gorgias llegó incluso al
    extremo de afirmar que nada existe, pues si algo existiera los
    seres humanos no podrían conocerlo; y que si llegaban a
    conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento.
    Otros sofistas, como Trasímaco, creían que la
    fuerza hace el
    derecho. Sócrates
    se opuso a los sofistas. Su posición filosófica,
    representada en los diálogos de su discípulo
    Platón,
    puede resumirse de la siguiente manera: la virtud es
    conocimiento; la gente será virtuosa si sabe lo que es la
    virtud, y el vicio, o el mal, es fruto de la ignorancia.
    Así, según Sócrates, la educación como
    aquello que constituye la virtud puede conseguir que la gente sea
    y actúe conforme a la moral.

    7. Escuelas griegas de
    ética

    La mayoría de las escuelas de
    filosofía moral griegas posteriores surgieron de las
    enseñanzas de Sócrates. Cuatro de estas escuelas
    fueron creadas por sus discípulos inmediatos: los
    cínicos, los cirenaicos, los megáricos (escuela fundada
    por Euclides de Megara) y los platónicos.

    Los cínicos, en especial el
    filósofo Antístenes, afirmaban que la esencia de la
    virtud, el bien único, es el autocontrol, y que esto se
    puede inculcar. Los cínicos despreciaban el placer, que
    consideraban el mal si era aceptado como una guía de
    conducta. Juzgaban todo orgullo como un vicio, incluyendo el
    orgullo en la apariencia, o limpieza. Se cuenta que
    Sócrates dijo a Antístenes: "Puedo ver tu orgullo a
    través de los agujeros de tu capa".
    Los cirenaicos, sobre todo Aristipo de Cirene, eran
    hedonistas y creían que el placer era el bien mayor (en
    tanto en cuanto no dominara la vida de cada uno), que
    ningún tipo de placer es superior a otro y, por ello, que
    sólo es mensurable en grado y duración.
    Los megáricos, seguidores de Euclides,
    propusieron que aunque el bien puede ser llamado
    sabiduría, Dios o razón, es ‘uno’ y que
    el Bien es el secreto final del Universo que
    sólo puede ser revelado mediante el estudio
    lógico.
    Según Platón, el bien es un elemento
    esencial de la realidad. El mal no existe en sí mismo,
    sino como reflejo imperfecto de lo real, que es el bien. En sus
    Diálogos (primera mitad del siglo IV a.C.) mantiene que la
    virtud humana descansa en la aptitud de una persona para llevar a
    cabo su propia función en el mundo. El alma humana
    está compuesta por tres elementos —el intelecto, la
    voluntad y la emoción— cada uno de los cuales posee
    una virtud específica en la persona buena y juega un
    papel
    específico. La virtud del intelecto es la
    sabiduría, o el
    conocimiento de los fines de la vida; la de la voluntad es el
    valor, la capacidad de actuar, y la de las emociones es la
    templanza, o el autocontrol.

    La virtud última, la justicia,
    es la relación armoniosa entre todas las demás,
    cuando cada parte del alma cumple su tarea apropiada y guarda el
    lugar que le corresponde. Platón mantenía que el
    intelecto ha de ser el soberano, la voluntad figuraría en
    segundo lugar y las emociones en el tercer estrato, sujetas al
    intelecto y a la voluntad. La persona justa, cuya vida
    está guiada por este orden, es por lo tanto una persona
    buena. Aristóteles, discípulo de Platón,
    consideraba la felicidad como la meta de la
    vida. En su principal obra sobre esta materia,
    Ética a Nicómaco
    (finales del siglo IV a.C.), definió la felicidad como una
    actividad que concuerda con la naturaleza específica de la
    humanidad; el placer acompaña a esta actividad pero no es
    su fin primordial. La felicidad resulta del único atributo
    humano de la razón, y funciona en armonía con las
    facultades humanas. Aristóteles mantenía que las
    virtudes son en esencia un conjunto de buenos hábitos y
    que para alcanzar la felicidad una persona ha de desarrollar dos
    tipos de hábitos: los de la actividad mental, como el del
    conocimiento, que conduce a la más alta actividad humana,
    la contemplación, y aquéllos de la emoción
    práctica y la emoción, como el valor. Las virtudes
    morales son hábitos de acción que se ajustan al
    término medio, el principio de moderación, y han de
    ser flexibles debido a las diferencias entre la gente y a otros
    factores condicionantes. Por ejemplo, lo que uno puede comer
    depende del tamaño, la edad y la ocupación. En
    general, Aristóteles define el término medio como
    el estado
    virtuoso entre los dos extremos de exceso e insuficiencia;
    así, la generosidad, una virtud, es el punto medio entre
    el despilfarro y la tacañería. Para
    Aristóteles, las virtudes intelectuales y morales son
    sólo medios destinados a la consecución de la
    felicidad, que es el resultado de la plena realización del
    potencial humano.

    Estoicismo
    La filosofía del estoicismo se
    desarrolló en torno al
    300 a.C. durante los periodos helenístico y romano.
    En Grecia los
    principales filósofos estoicos fueron Zenón de
    Citio, Cleantes y Crisipo de Soli. En Roma el
    estoicismo resultó ser la más popular de las
    filosofías griegas y Cicerón fue, entre los romanos
    ilustres, uno de los que cayó bajo su influencia. Sus
    principales representantes durante el periodo romano fueron el
    filósofo griego Epicteto y el emperador y pensador romano
    Marco Aurelio. Según los estoicos, la naturaleza es
    ordenada y racional, y sólo puede ser buena una vida
    llevada en armonía con la naturaleza. Los filósofos
    estoicos, sin embargo, también se mostraban de acuerdo en
    que como la vida está influenciada por circunstancias
    materiales el
    individuo tendría que intentar ser todo lo independiente
    posible de tales condicionamientos. La práctica de algunas
    virtudes cardinales, como la prudencia, el valor, la templanza y
    la justicia, permite alcanzar la independencia
    conforme el espíritu del lema de los estoicos, "Aguanta y
    renuncia". De ahí, que la palabra estoico haya llegado a
    significar fortaleza frente a la dificultad.

    Epicureísmo
    En los siglos IV y III a.C., el
    filósofo griego Epicuro desarrolló un sistema de
    pensamiento, más tarde llamado epicureísmo, que
    identificaba la bondad más elevada con el placer, sobre
    todo el placer intelectual y, al igual que el estoicismo,
    abogó por una vida moderada, incluso ascética,
    dedicada a la contemplación. El principal exponente romano
    del epicureísmo fue el poeta y filósofo Lucrecio,
    cuyo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas),
    escrito hacia la mitad del siglo I a.C., combinaba algunas ideas
    derivadas de las
    doctrinas cosmológicas del filósofo griego
    Demócrito con otras derivadas de la ética de
    Epicuro. Los epicúreos buscaban alcanzar el placer
    manteniendo un estado de
    serenidad, es decir, eliminando todas las preocupaciones de
    carácter emocional. Consideraban las creencias y
    prácticas religiosas perniciosas porque preocupaban al
    individuo con pensamientos perturbadores sobre la muerte y la
    incertidumbre de la vida después de ese tránsito.
    Los epicúreos mantenían también que es mejor
    posponer el placer inmediato con el objeto de alcanzar una
    satisfacción más segura y duradera en el futuro;
    por lo tanto, insistieron en que la vida buena lo es en cuanto se
    halla regulada por la autodisciplina.

    8. Ética
    cristiana

    Los modelos éticos de la edad
    clásica fueron aplicados a las clases dominantes, en
    especial en Grecia. Las mismas normas no se extendieron a los no
    griegos, que eran llamados barbaroi (bárbaros), un
    término que adquirió connotaciones peyorativas. En
    cuanto a los esclavos, la actitud hacia
    los mismos puede resumirse en la calificación de
    herramientas
    vivas’ que le aplicó Aristóteles. En parte
    debido a estas razones, y una vez que decayeron las religiones paganas, las
    filosofías contemporáneas no consiguieron
    ningún refrendo popular y gran parte del atractivo del
    cristianismo se explica por la extensión de la
    ciudadanía moral a todos, incluso a los
    esclavos.

    El advenimiento del cristianismo
    marcó una revolución
    en la ética, al introducir una concepción religiosa
    de lo bueno en el pensamiento occidental. Según la idea
    cristiana una persona es dependiente por entero de Dios y no
    puede alcanzar la bondad por medio de la voluntad o de la
    inteligencia, sino tan sólo con la ayuda de la gracia de
    Dios. La primera idea ética cristiana descansa en la regla
    de oro: "Lo que quieras que los hombres te hagan a ti,
    házselo a ellos" (Mt. 7,12); en el mandato de amar al
    prójimo como a uno mismo (Lev. 19,18) e incluso a los
    enemigos (Mt. 5,44), y en las palabras de Jesús: "Dad al
    César lo que es del César y a Dios lo que es de
    Dios" (Mt. 22,21). Jesús creía que el principal
    significado de la ley judía
    descansa en el mandamiento "amarás al Señor tu Dios
    con todo tu corazón y
    con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu
    prójimo como a ti mismo" (Lc. 10,27).
    El cristianismo primigenio realzó como virtudes
    el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el
    perdón, el amor no
    erótico, que los filósofos clásicos de
    Grecia y Roma apenas habían considerado
    importantes.

    9. Ética de los
    padres de la iglesia

    Uno de los puntos fuertes de la
    ética cristiana fue la oposición al
    maniqueísmo, una religión de origen persa que
    mantenía que el bien y el mal (la luz y la sombra)
    eran fuerzas opuestas que luchaban por el dominio absoluto. El
    maniqueísmo tuvo mucha aceptación en los siglos III
    y IV d.C. San Agustín, considerado como el fundador de la
    teología cristiana, fue maniqueo en su juventud pero
    abandonó este credo después de recibir la
    influencia del pensamiento de Platón. Tras su
    conversión al cristianismo en el 387, intentó
    integrar la noción platónica con el concepto
    cristiano de la bondad como un atributo de Dios, y el pecado como
    la caída de Adán, de cuya culpa una persona
    está redimida por la gracia de Dios. La creencia
    maniqueísta en el diablo persistió, sin embargo,
    como se puede ver en la convicción de san Agustín
    en la maldad intrínseca de la naturaleza humana. Esta
    actitud pudo reflejar su propio sentido de culpabilidad, por los
    excesos que había cometido en la adolescencia y
    puede justificar el énfasis que puso la primera doctrina
    moral cristiana sobre la castidad y el celibato.

    Durante la edad media tardía, los
    trabajos de Aristóteles, a los que se pudo acceder a
    través de los textos y comentarios preparados por
    estudiosos árabes, tuvieron una fuerte influencia en el
    pensamiento europeo. Al resaltar el conocimiento empírico
    en comparación con la revelación, el aristotelismo
    amenazaba la autoridad intelectual de la Iglesia. El
    teólogo cristiano santo Tomás de
    Aquino consiguió, sin embargo, armonizar el
    aristotelismo con la autoridad católica al admitir la
    verdad del sentido de la experiencia pero manteniendo que
    ésta completa la verdad de la fe. La gran autoridad
    intelectual de Aristóteles se puso así al servicio de la
    autoridad de la Iglesia, y la lógica aristotélica
    acabó por apoyar los conceptos agustinos del pecado
    original y de la redención por medio de la gracia divina.
    Esta síntesis
    representa la esencia de la mayor obra de Tomás de Aquino,
    Summa Theologiae (1265-1273).

    10. Ética y
    penitencia

    Conforme la Iglesia medieval se hizo
    más poderosa, se desarrolló un modelo de
    ética que aportaba el castigo para el pecado y la
    recompensa de la inmortalidad para premiar la virtud. Las
    virtudes más importantes eran la humildad, la continencia,
    la benevolencia y la obediencia; la espiritualidad, o la bondad
    de espíritu, era indispensable para la moral. Todas las
    acciones,
    tanto las buenas como las malas, fueron clasificadas por la
    Iglesia y se instauró un sistema de penitencia temporal
    como expiación de los pecados.
    Las creencias éticas de la Iglesia medieval
    fueron recogidas en literatura en la Divina
    Comedia de Dante, que estaba influenciada por las
    filosofías de Platón, Aristóteles y santo
    Tomás de Aquino. En la sección de la Divina Comedia
    titulada ‘Infierno’, Dante clasifica el pecado bajo
    tres grandes epígrafes, cada uno de los cuales
    tenía más subdivisiones. En un orden creciente de
    pecado colocó los pecados de incontinencia (sensuales o
    emocionales), de violencia o
    brutalidad (de la voluntad), y de fraude o malicia
    (del intelecto). Las tres facultades del alma de Platón
    son repetidas así en su orden jerárquico original,
    y los pecados son considerados como perversiones de una u otra de
    las tres facultades.

    11. Ética
    después de la reforma

    La influencia de las creencias y
    prácticas éticas cristianas disminuyó
    durante el renacimiento.
    La Reforma protestante provocó un retorno general a los
    principios básicos dentro de la tradición
    cristiana, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e
    introduciendo otras nuevas. Según Martín Lutero, la
    bondad de espíritu es la esencia de la piedad cristiana.
    Al cristiano se le exige una conducta moral o la
    realización de actos buenos, pero la justificación,
    o la salvación, viene sólo por la fe. El propio
    Lutero había contraído matrimonio y el celibato
    dejó de ser obligatorio para el clero
    protestante.

    El teólogo protestante francés y
    reformista religioso Juan Calvino aceptó la doctrina
    teológica de que la salvación se obtiene
    sólo por la fe y mantuvo también la doctrina
    agustina del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se
    adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la
    diligencia, el ahorro y la
    ausencia de ostentación; para ellos la
    contemplación era holgazanería y la pobreza era o
    bien castigo por el pecado o bien la evidencia de que no se
    estaba en gracia de Dios. Los puritanos creían que
    sólo los elegidos podrían alcanzar la
    salvación. Se consideraban a sí mismos elegidos,
    pero no podían estar seguros de ello
    hasta que no hubieran recibido una señal. Creían
    que su modo de vida era correcto en un plano ético y que
    ello comportaba la prosperidad mundana. La prosperidad fue
    aceptada pues como la señal que esperaban. La bondad se
    asoció a la riqueza y la pobreza al mal.
    No lograr el éxito
    en la profesión de cada uno pareció ser un signo
    claro de que la aprobación de Dios había sido
    negada. La conducta que una vez se pensó llevaría a
    la santidad, llevó a los descendientes de los puritanos a
    la riqueza material.
    En general, durante la Reforma la responsabilidad
    individual se consideró más importante que la
    obediencia a la autoridad o a la tradición. Este cambio,
    que de una forma indirecta provocó el desarrollo de la
    ética secular moderna, se puede apreciar en De iure belli
    et pacis (La ley de la guerra y la
    paz, 1625) realizado por el jurista, teólogo y estadista
    holandés Hugo Grocio. Aunque esta obra apoya algunas de
    las doctrinas de santo Tomás de Aquino, se centra
    más en las obligaciones
    políticas y civiles de la gente dentro del
    espíritu de la ley romana clásica. Grocio afirmaba
    que la ley natural es parte de la ley divina y se funda en la
    naturaleza humana, que muestra un deseo por lograr la
    asociación pacífica con los demás y una
    tendencia a seguir los principios generales en la conducta. Por
    ello, la sociedad está basada de un modo armónico
    en la ley natural.

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