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Inmigración y literatura. actitudes



     

    Indice
    1.
    Introducción

    2. Aceptación
    3. Intolerancia
    4. El 80
    5. En el siglo XX
    6. Notas

    1.
    Introducción

    En esta monografía
    me refiero a las actitudes que
    los argentinos tuvieron para con los inmigrantes que llegaron a
    nuestro país entre 1870 y 1950, tomando como fuente
    libros,
    material periodístico y relatos al respecto.
    Marcelo Bazán Lazcano señala que la Ley Avellaneda,
    de 1876, proporciona la definición de inmigrante.
    Distingue "entre los inmigrantes ‘sensu stricto’, o
    sea los que venían con pasaje de segunda o tercera clase
    por cuenta del gobierno u otras
    entidades, y los que entre el 25 de mayo de 1810 y el presente
    han arribado a nuestro territorio a su costa, como polizones o en
    cualquier otra forma clandestina o ilegal. Podría
    sostenerse, pues, que los segundos son, prima facie, definibles
    como inmigrantes ‘lato sensu’, aunque hubieran venido
    en primera clase y aunque lo hubiesen hecho con bienes de
    fortuna y hasta con títulos nobiliarios"(1). Cabe destacar
    que –a criterio de Andrew Graham Yooll- "los
    británicos se negaron tenazmente a ser categorizados como
    inmigrantes, lo que significaba un descenso en la clase social"
    (2).
    ¿Qué sucedió con los inmigrantes que
    llegaron a la Argentina?
    ¿Fueron aceptados o rechazados? La actitud que
    toman no será la misma, según el inmigrante sea
    anglosajón o italiano y español, y
    según la clase social a la que pertenezcan nativos y
    extranjeros. Aún dentro de la clase dirigente hay
    divergencia: mientras que Cané (3) y Cambaceres (4)
    alertan sobre el peligro de la inmigración, Ocantos (5) y Zeballos (6) la
    ven positiva. Los personajes de Fray Mocho entablan con el
    inmigrante una relación cordial; los criollos de Arias y
    Burgos lo aborrecen.

    2.
    Aceptación

    .La apertura de nuestro país a la
    inmigración es elogiada por Gabriela Mistral, quien
    escribió: "La Argentina está dando a nuestros
    países una enseñanza que ellos no quieren oír:
    la de que un año de inmigración hace más por
    la raza que diez años de trabajo social
    gastado en mejorar la carne vieja. Ninguna empresa
    educación popular, higiene social,
    etc.- acelera la evolución de un país nuevo como
    ésta del injerto" (7).
    En "La formación de una raza argentina", José
    Ingenieros se alegra de la adaptación al medio
    geográfico que se verifica en los inmigrantes: "Las
    variedades de la raza europea aquí trasplantadas sienten
    ya, en sus hijos argentinos, los efectos de la adaptación
    a otro medio físico, que engendra otras costumbres
    sociales. Los Andes, la Pampa, el Litoral, el Atlántico,
    la Selva, el Iguazú, son cosas nuestras, y solamente
    nuestras. Viviendo junto a ellas, las razas blancas inmigradas
    adquieren hábitos e ideas nuevas, hasta engendrar una
    variedad, distinta de las originarias" (8).
    En una geografía tan vasta, se encontraban
    inmigrantes procedentes de diversas latitudes. "’La
    creencia en que la Argentina era un crisol de razas nunca tuvo el
    ciento por ciento de adhesión, pero fue una creencia
    eficaz: sirvió para que los extranjeros se sintieran
    argentinos’, asegura el antropólogo Pablo
    Semán, especialista en el tema" (9).
    En la familia
    inmigrante -afirma Guillermo Jaim Etcheverry- los niños y
    los jóvenes adquieren un papel
    dominante. Lo hacen al convertirse en el lazo de unión que
    vincula a los mayores con el nuevo entorno que, a menudo, les
    resulta hostil". La función de
    los menores es la intermediación: "Los jóvenes, que
    se adaptan a gran velocidad, son
    los encargados de traducir la nueva cultura a sus
    padres". La familia
    así conformada, cambia su estructura
    original: "Cuando esa tarea de condescendiente
    intermediación se convierte en imprescindible, esos
    jóvenes terminan ejerciendo un poder real
    sobre sus mayores" (10).
    La integración entre argentinos y extranjeros
    suele lograrse armoniosamente. Tal es lo que narra Jorge Luis Borges
    en "El sur": "El hombre que
    desembarcó en Buenos Aires en
    1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de una iglesia
    evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era
    secretario de una biblioteca
    municipal en la calle Córdoba y se sentía
    hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel
    Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que
    murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por
    Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal
    vez a impulso de la sangre
    germánica) eligió el de ese antepasado
    romántico, o de muerte
    romántica" (11).
    Ante la creciente transformación que se va operando en los
    jóvenes, escribe Alberto Gerchunoff en Los gauchos
    judíos: "Bajo el alero, donde se guardan las herramientas,
    Rebeca se sienta, revuelto el cabello por la siesta, y saluda con
    voz ronca. Jacobo, cansado del caballo, afila la daga en el
    alambre del corral, y al oír a Rebeca, comienza a cantar
    como Remigio: Pensamiento
    mío… Vidalitá" (12).
    En sus páginas autobiográficas, se describe a
    sí mismo vestido a la usanza de la nueva tierra: "como
    todos los mozos de la colonia, tenía yo aspecto de gaucho.
    Vestía amplia bombacha, chambergo aludo y bota con espuela
    sonante. Del borrén de mi silla pendía el lazo de
    luciente argolla y en mi cintura, junto al cuchillo, colgaban las
    boleadoras". En la colonia entrerriana a la que se trasladan
    luego de que el padre es asesinado, manifiesta un profundo gusto
    por el folklore: "En
    Rajil fue donde mi espíritu se llenó de leyendas
    comarcanas. La tradición del lugar, los hechos memorables
    del pago, las acciones
    ilustres de los guerreros locales llenaron mi alma a
    través de los relatos pintorescos y rústicos de los
    gauchos, rapsodas ingenuos del pasado argentino, que abrieron mi
    corazón
    a la poesía
    del campo y me comunicaron el gusto de lo regional, de lo
    autóctono, saturándome de esa libertad
    orgullosa, de ese amor a lo
    criollo, a lo nativo que debió, más tarde, fijar mi
    inclinación mental. En aquella naturaleza
    incomparable, bajo aquel cielo único, en el vasto sosiego
    de la campiña surcada de ríos, mi existencia se
    ungió de fervor, que borró mis orígenes y me
    hizo argentino" (13).
    En 1945, Gerchunoff ya no siente el optimismo de los primeros
    años del siglo. Escribe en "El crematorio nazi en los
    cines de Buenos Aires": "Yo vivo siempre en un campo de
    concentración, pues todo judío, por más que
    ame a su país y por bien que le sirva, con su
    corazón y con su cabeza, resulta, para una parte de los
    que lo pueblan y lo gobiernan a menudo, carne de sus empresas
    inquisitoriales" (14).
    Máximo Yagupsky afirma que "A los colonos, no
    acostumbrados a la vida en esas vastas llanuras, les resultaba
    muy difícil soportar la soledad, lejos de los centros de
    civilización. El único aliento a su angustia era
    ver que el gaucho los acogía con beneplácito. Y se
    estableció una amistad con el
    gaucho y hasta, por momentos, un afecto casi fraternal". Relata
    su experiencia: "Recuerdo que en Entre Ríos (y no
    solamente allí), los colonos prácticamente
    convivíamos con el gaucho. Era, en los hechos, una
    hermandad; no se sentía ninguna hostilidad. Por el
    contrario, los paisanos, los criollos en convivencia con nosotros
    aprendían hasta el ídish. Y don Manuel del Pozo,
    que era el criollo que estaba con su rancho junto a nuestra casa,
    venía todos los viernes a escuchar kiddush. Y cuando
    cierta vez mi padre se había ausentado a Paraguay, llamado
    por menesteres religiosos, vinieron don Manuel y su esposa,
    doña Polonia. Yo le dije: ‘Don Manuel, esta noche no
    hay kiddush porque papá no está’. Me
    replicó: Cómo no hay kiddush? Déme una
    copa’. Le servimos una copa y se hizo toda la
    bendición consagratoria del sábado en hebreo, de
    memoria. Y
    cuando se retiró dijo todavía ‘gut
    shabes’ ". (15).
    En su libro,
    María Arcuschín refleja la gratitud de los
    ucranios: "¡No olvides que estamos en América! –dice uno de los
    personajes-. Acá vivimos en paz. Nuestros hijos pudieron
    haber nacido allá. Pudieron haber sido esclavos. En
    cambio hoy son
    libres. Son el futuro de este país hospitalario que
    recibió a sus padres" (16).
    En un cuento de
    Susana Goldemberg, dice un inmigrante al despedirse de su
    familia: "Argentina. El nombre raro. Otro país. Del otro
    lado del mar. Papá trató de explicarme: -Es un
    país grande, rico, generoso. Allí respetan a todos
    los hombres del mundo que quieran trabajar sus tierras. No
    importa en qué templo o en qué idioma le hablen a
    Dios" (17).
    Darío Lamazares, representante legal del Instituto
    Santiago Apóstol, llegó a la Argentina a los
    catorce años: "Fui un autodidacta, me formé en la
    calle, y como la mayoría de mis compatriotas sufrí
    la falta de instrucción. Este país nos dio
    todo,
    los mismos derechos que sus hijos, y la
    escuela es una
    forma de pagar esa deuda" (18).
    Es en la escuela donde se integran las culturas. Esto sucede, por
    ejemplo, en el Liceo Franco Argentino, donde, para festejar los
    treinta años de la institución, los alumnos "de
    primaria bailaron el pericón y los más grandes
    exhibieron sus investigaciones
    sobre la vida del piloto Jean Mermoz, que prestó su nombre
    a la escuela" (19).
    Los argentinos recibimos el aporte de esos inmigrantes. Lo dice
    Yvonne Fournery, guionista del documental periodístico "La
    otra tierra": "La ideología, tanto en la primera oportunidad,
    en los ’80, como ahora, fue la misma, o sea, no poner el
    acento para nada en la colectividad o comunidad, sino
    en la síntesis
    de las culturas. Es decir, hacer hincapié en el aporte que
    significó a nuestra identidad esa
    cultura. Lo cual enriquece al programa, lo hace
    mucho más vivo y mucho más real. De lo contrario,
    se transforma en una cosa… te diría que pintoresca o
    turística… y no es ésa la intención"
    (20).
    El casamiento es una de las formas en las que el inmigrante se
    integra a la nueva sociedad. En un
    texto de Fray
    Mocho vemos a dos argentinas intentando una alianza matrimonial
    con un inmigrante, mas la misma no se da porque el italiano
    declara estar casado ya en su país. Ante esta
    situación, la tía de la joven lo increpa:
    "-¿Y que más quedrá este condenao?…
    ¡Se necesita ser un gringo afilador, pa crer que una
    muchacha como mi sobrina sea capaz de fijarse en él si no
    es para casarse!… ¿Pa qué estarán los
    criollos?… ¡Aura mismo le habi’avisar al
    escribiento que no habías sido lo que parecés…
    condenao!… ¡Si hasta facha e’criminal en tu tierra
    t’estoy encontrando… verás con quién te has
    metido a tirar tiros al aire!…"
    (21).
    Sabemos que muchos extranjeros regresaron a sus patrias, pero
    otros dejaron atrás su pasado y crearon familias con
    mujeres de nuestra tierra. Alrededor de esta situación
    gira la existencia del protagonista de El mar que nos trajo, de
    Griselda Gambaro, quien se ve obligado a regresar a su
    país de origen (22), y del abuelo de la lombarda Laura
    Pariani, quien abandona a su familia
    italiana, y forma una familia nueva con una mapuche (23).
    Haberse casado con alguien con una historia distinta, puede
    volver difícil la convivencia. En Cuando el tiempo era otro,
    escribe Gladys Onega: "otro dolor eran las peleas entre mis
    padres, y que además los chicos magnificábamos.
    Estaba el choque de culturas entre un gallego y una criolla que
    nunca pudo entender la cultura gallega" (24). No sucedió
    lo mismo a los padres de Patricia Palmer. Dijo la actriz: "Mi
    padre era economista y filósofo, un catalán de
    ideas anarquistas que venía del horror de la guerra. Mi
    mamá, en cambio, era una nena bien de acá, hija
    única, y no había vivido nada. Pero cada uno fue el
    complemento perfecto del otro" (25).
    Algunos extranjeros se casaban por poder, práctica que
    Syria Poletti consideraba un anacronismo. Su novela Gente
    conmigo obtuvo el Premio Internacional de Novela convocado por
    Editorial Losada en 1961, y el Premio Municipal de Buenos Aires
    en 1962. En esa obra, la traductora Nora Candiani expresa:
    "Jamás pueden llevarse bien los que no se conocían
    de antemano y resuelven casarse por poder como quien resuelve
    entre dos males: o eso o la miseria (…) Es una escapatoria, no
    una elección.
    Todas esas muchachas que llegan aquí casadas por poder y
    se enfrentan con la incógnita de un marido desconocido me
    dan la impresión de seres arrojados por algún
    éxodo… No sé… Una especie de aluvión
    acosado por fuerzas oscuras que desborda por el mundo a tontas y
    a ciegas…" (26).
    En Frontera sur, un gallego dice al padre de su novia
    judía: "Si usted lo aprueba y ella lo desea, nos
    casaremos. Entonces Raquel será rica, porque yo soy rico.
    También debo informarle que si usted no lo aprueba, pero
    ella lo desea, nos casaremos sin su bendición. Estamos en
    la Argentina, no en el sur de Polonia. Eso es todo" (27). El
    judío manifiesta no tener prejuicios.
    Para un personaje de Ana María Shua, el casamiento fue el
    origen de conflictos
    familiares: "Tía Judith contó que un día
    estaban todos sentados comiendo y el abuelo se paró y dijo
    que en su mesa no podía comer una hija suya que anduviera
    con un cristiano. Tía Judith le dijo que no pensaba
    levantarse y que tampoco pensaba dejar a su novio. Entonces el
    abuelo Gedalia, que nunca la había tocado para hacerle una
    caricia o darle un beso (según decía la tía
    Judith), se levantó de la silla y la agarró del
    brazo y la llevó al vestíbulo y le pegó, y
    la tiró al suelo
    (según decía la tía Judith) y la
    pateó hasta dejarle todo el cuerpo lleno de moretones y le
    dijo que ya no era su hija (según decía la
    tía Judith)" (28).

    3.
    Intolerancia

    En Aventuras de Edmund Ziller, Pedro Orgambide define al
    xenófobo como el "sujeto de apariencia normal que odia a
    los extranjeros" y que "suele creer que los judíos adoran
    la cabeza de chancho y que los negros son una raza inferior, y
    que Dios estaba pensando en su pinche país cuando creaba
    el Universo"
    (29).
    En "La Argentina racista", "el escritor Pedro Orgambide analiza
    el costado más intolerante de los argentinos. Y describe
    cómo han ido cambiando a lo largo de la historia los
    destinatarios de la discriminación: el indio y los mestizos,
    primero, luego los españoles, italianos y judíos
    que llegaron a nuestras tierras y ahora los inmigrantes de los
    países limítrofes" (30).
    Félix Luna explica en un reportaje las razones de esta
    reacción: "Se había soñado con una
    inmigración ideal: anglosajona, o franceses de clase
    más o menos alta, casos que fueron excepcionales. En
    cambio, los que vinieron fueron en su inmensa mayoría
    inmigrantes pobres, personas provenientes de zonas más
    atrasadas de Europa, de
    España
    e Italia,
    fundamentalmente, que huían de la miseria. Por eso, el
    tipo de inmigración provocó alguna resistencia y,
    diría, determinados rezongos en gente como Sarmiento, que
    en algún momento se manifestó con criterios
    antisemitas" (31).
    Una Noticia de la Defensoría del Pueblo acerca de la
    discriminación de los extranjeros latinoamericanos en
    2000, afirma que "Los argumentos son viejos. Podría
    decirse que comenzaron a utilizarse en los últimos
    años del siglo anterior, cuando se responsabilizaba a los
    inmigrantes de origen europeo de haber traído al
    país ideas disolventes. Con esa excusa se dictó la
    ley de residencia que autorizaba a expulsar a aquellos
    extranjeros que desarrollaran actividades sindicales y políticas"
    (32)
    Bien lo dice Mempo Giardinelli, en Santo Oficio de la Memoria. El
    año 1896 fue terrible porque "ése fue en año
    en el que se habló mucho y muy mal de las mafias de
    italianos que llegaban al Río de la Plata, y de la molicie
    y peligrosidad de los inmigrantes en general. Algo que
    después fue una constante de este país: hablar de
    la inseguridad
    fue hablar pestes de los extranjeros" (33).

    4. El 80

    María Esther de Miguel evoca, en Un dandy en la
    corte del rey Alfonso, la actitud de los hombres del 80 ante el
    aluvión inmigratorio. Se trataba de "una tanda de hombres
    intelectuales y bien pensantes que pasarían a la historia,
    según decían, porque se dedicaban a ser
    diplomáticos, escribir libros interesantes y sacar
    adelante el país, sobre todo por el esfuerzo de los
    inmigrantes que habían llegado para ‘laburar’,
    como decían ellos. Aunque los habían confinado en
    fábricas, saladeros y conventillos, los pobres se
    manejaban bien y sacrificadamente, y no pasaría mucho
    tiempo sin que la mayoría de ellos tuvieran, de acuerdo a
    los sueños que los habían transportado a
    América, ‘m’hijo el dotor’ " (34).
    Eugenio Cambaceres parece ajustarse a la definición que da
    Orgambide. El hombre del 80
    dejó en su novela En la sangre testimonio de su repudio a
    los extranjeros, a quienes veía como una fuerza
    poderosa y nociva para la nación.
    Cuando el protagonista busca ascender socialmente, el autor se
    indigna: "Pero cómo, siendo quien era, iba a atreverse
    él, con el padre que había tenido, con la madre,
    una italiana de lo último, una vieja lavandera!" (35).
    A partir de la comparación de un pasaje de En la sangre
    referido al italiano y uno de Sin rumbo referido a un mestizo,
    afirma Gladys Onega: "Por la confrontación de ambos
    ejemplos deducimos que la xenofobia fue sólo una de las
    formas que tomó en la elite el prejuicio racial, siempre
    en su propia defensa; a un objeto se agregó otro, pero el
    desprecio por el inmigrante es el mismo que se tuvo hacia el
    gaucho, en cuanto ambos provocaron sucesivamente la alarma, y
    resulta evidente que Cambaceres no se preocupa por disimularlo
    con elegías" (36).
    En el prólogo a su novela ¿Inocentes o culpables?,
    Antonio Argerich manifiesta: "me opongo franca y decididamente a
    la inmigración inferior europea, que reputo desastrosa
    para los destinos a que legítimamente puede y debe aspirar
    la República Argentina; (…) La intromisión de una
    masa considerable de inmigrantes, cada año, trae
    perturbaciones y desequilibra la marcha regular de la sociedad,
    -y en mi opinión no se consigue el resultado deseado, esto
    es, que se fusionen estos elementos y que se aumente la población. En efecto, si buscamos unidad,
    sería importante encontrarla: se habla de colonias aun
    aquí mismo en la Capital de la
    República y ya tenemos los oídos taladrados de
    oír hablar de la patria ausente, lo que implica un
    estravío moral y hasta
    una ingratitud, inspirada, muchas veces, por el interés
    que azuza un sentimiento exótico y apagado para que se ame
    a una madrastra hasta el fanatismo".
    Argerich sostiene que "para mejorar los ganados, nuestros
    hacendados gastan sumas fabulosas trayendo tipos escogidos, -y
    para aumentar la población argentina atraemos una
    inmigración inferior. ¿Cómo, pues, de padres
    mal conformados y de frente deprimida, puede surgir una
    generación inteligente y apta para la libertad? Creo que
    la descendencia de esta inmigración inferior no es una
    raza fuerte para la lucha, ni dará jamás el hombre
    que necesita el país". Considera que "tenemos demasiada
    ignorancia adentro para traer todavía más de
    afuera" y que "es deber de los Gobiernos estimular la selección
    del hombre argentino impidiendo que surjan poblaciones formadas
    con los rezagos fisiológicos de la vieja Europa" (37).
    La intolerancia se hizo ver en una circunstancia desgraciada: "La
    gran epidemia de fiebre amarilla de 1870 es uno de los episodios
    que conserva vívidamente nuestra memoria nacional. Menos
    conocido es que la inmensa mayoría de las víctimas
    del ‘vómito
    negro’ y del terror subsiguiente fueron los inmigrantes"
    (38). "Se culpó de la epidemia a los inmigrantes italianos
    y se los expulsó de sus empleos. Recorrían las
    calles sin trabajo ni hogar; algunos, incluso, murieron en el
    pavimento" (39).
    Y causó la "Masacre de Tandil". Refiriéndose al
    juez de paz Figueroa, expresó en sus Memorias el
    pionero danés Juan Fugl: "En el fondo de su alma
    sentía odio a los extranjeros y al creciente agro en la
    zona del Tandil, tanto porque él, familiares y amigos
    tenían tierras y grandes estancias lindantes, y se
    sentían molestos por las leyes que los
    obligaban a pagar los daños causados por animales en las
    tierras sembradas, y ahora protegidas. También porque
    repartía tierras entre criollos o nativos, en general muy
    simples y sin ningún ánimo de mejorar, no a
    extranjeros que, aunque vivían pobres con su trabajo y
    amistoso relacionamiento, pronto formaban un capital y
    vivían holgadamente" (40).
    Ocantos no se cierra a la postura común en su
    época, que consistía en combatir la
    inmigración. El advierte los rasgos buenos en los criollos
    y en los inmigrantes, y también sabe ver en ambos grupos los
    procederes que evidencian la decadencia moral y que llevan a una
    existencia desgraciada o, incluso, a la muerte. En
    Quilito escribe que la ola de la emigración europea nos
    aporta periódicamente lo bueno y lo malo,
    afirmación que indica una amplitud de criterio que muchos
    de sus coetáneos no poseen (41).
    Miguelín, uno de los personajes de Julián Martel,
    expresa algo parecido: "Es cierto que la inmigración en
    general nos aporta grandes beneficios, pero también lo es
    que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a
    guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería
    ocuparse de seleccionar…" (42).
    Para Estanislao Zeballos, tanto los nativos como los extranjeros
    se benefician con la apertura a la inmigración, ya que "un
    colono colocado es una fuente de riqueza privada y de renta
    pública". Condena "el sistema de
    promover y reclutar oficialmente la inmigración" y se
    muestra a
    favor de "estimular la inmigración espontánea", la
    que "se mueve por sí misma y paga su viaje, atraída
    por noticias adquiridas de las ventajas que le
    proporcionará nuestro teatro de
    trabajo, ó decidida por consejos o proposiciones y aun
    contratos que
    le brindan sus parientes y amigos establecidos felizmente en la
    República" (43).

    5. En el siglo
    XX

    Uno de los líderes criollistas que Leopoldo
    Marechal crea en Adán Buenosayres, expresa su punto de
    vista acerca de las consecuencias de la inmigración: "La
    devoción al recuerdo de las cosas nativas
    –tartamudeó Del Solar, pálido como la muerte-
    es lo único que nos va quedando a los criollos, desde que
    la ola extranjera nos invadió el país. ¡Y son
    los mismos extranjeros los que se burlan de nuestro dolor!
    ¡Si es para llorar a gritos!. (…) Es verdad que la ola
    extranjera nos metió en la línea del progreso. En
    cambio, nos ha destruido la forma tradicional del país:
    ¡nos ha tentado y corrompido!". Adán Buenosayres, en
    cambio, piensa "que nuestro país es el tentador y el
    corruptor, que el extranjero es el tentado y el corrompido". El
    filósofo villacrespense Samuel Tesler, exclama: "Estoy
    harto de oír pavadas criollistas (…). Primero fue la
    exaltación de un gaucho que, según ustedes y a
    mí no me consta, haraganeó donde actualmente sudan
    los chacareros italianos" (44).
    La confrontación entre extranjeros y nativos en las
    actividades rurales aparece en varias novelas. Abelardo
    Arias escribe, en Alamos talados, que don Ramón
    Osuna sentía un "desprecio soberano por los gringos, como
    él llamaba a cuantos no hablaran el castellano.
    Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No
    quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca
    el arado rompió sus tierras". La diferencia entre
    terratenientes e inmigrantes es señalada por uno de los
    personajes: "Doña Pancha aún no podía
    comprender cómo abuela había recibido, ‘con
    aire de visita’, a uno de esos gringos bodegueros,
    decía ella recalcando la palabra con retintín. Ella
    no podía entenderlo y menos disculparlo. Entre tener una
    viña y tener bodega para hacer vino había un abismo
    infranqueable. Eran dos castas distintas, y la Pancha se
    había constituido guardián insobornable de esa
    separación".
    Los criollos, que se agrupan bajo la protección de la
    señora y sus descendientes, ven como algo degradante
    el trabajo en
    la viña, pues nacieron para domar potros y para hacer
    tareas que exijan valor y
    destreza: " ‘Los criollos no somos muy guapos pa’
    estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son
    cosas pa’ los gringos y las mujeres –había
    dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar
    tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas
    di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito
    para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la
    faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le
    hacían asco a juerciar un poco’ " (45).
    Fausto Burgos, en El gringo, reitera a lo largo de la novela la
    acusación que los nativos hacen a los extranjeros:
    "’¿No son ustedes los que nos vienen a quitar
    la tierra y el
    vino y el pan y todo? Los peones blancos miran con cariño
    y con lástima a quien esto dice y comentan: ‘Povero
    nero’, ‘povero chino’, ‘é una
    bestia’". Para la familia del protagonista, ser inmigrante
    es una vergüenza que se debe ocultar, tratando de parecerse
    en lo posible a los nativos de clase alta: ‘Usted no es un
    gringo –afirma el yerno que vive a expensas del italiano-;
    usted ya puede llamarse criollo; ya tiene títulos para
    ello’. Uno de los peones asegura también que
    Contadini ya es criollo, pero lo hace en otro sentido: ‘De
    esas cubas hay que sacar el orujo pa’ llevarlo a las
    prensas –explica al yerno. Mire vea, ¿y quién
    saca el orujo?, ¿quién se mete en la cuba sabiendo
    que adentro de ella puede parar las patas? El peón
    criollo, señor; el gringo tiene miedo, el gringo no se
    mete a descubar ni por equivocación. Mi patrón no
    es gringo; mi patrón es ya criollo; él es capaz de
    ponerse a descubar también" (46).
    Guillermo Saccomanno, autor de El buen dolor, afirma en un
    reportaje que "Aquellos tanos y gallegos que venían con
    una mano atrás y otra adelante también eran
    segregados" (47). Ellos, a su vez, despreciaban a los
    provincianos. Cuando muere Evita, la madre de Jorge
    Fernández Díaz, asturiana, "llevó
    crespón y fue conducida en ómnibus escolar hasta el
    Congreso, subió las escaleras y vio de cerca el
    ataúd con aquella fantástica muñeca dormida.
    No entendía mucho, pero veía llorar a los cabecitas
    negras y, a pesar de los desdeñosos comentarios que se
    pronunciaban en el living de su casa, Carmen asociaba a esa
    mujer con el
    esplendor, y supuso que si los pobres morían de pena, ella
    debía acompañarlos en el sentimiento. No siempre
    fue así: los españoles desarrapados despreciaron a
    los ‘negros’ del interior en cuanto pudieron hacer
    pie, y los españoles que se quedaron en la madre patria
    despreciaron a los sudacas que osaban regresar en cuanto la
    economía
    rescató a España del quebranto. Todo es hijo del
    miedo, la estupidez humana también" .
    El padre del narrador, asturiano como su esposa, "odiaba a los
    argentinos, quienes trataban despectivamente a los
    españoles, y también a la República
    Argentina, culpable de no ser Asturias. (…) Durante
    décadas, (…) los argentinos eran los mejores del mundo y
    los españoles unos muertos de hambre. Ese rencor se
    cocinó a fuego lento y mi padre lo tomó como un
    veneno homeopático. Conozco muchísimos
    ‘argeñoles’ envenenados por esa misma
    sustancia sin antídotos" (48).
    Orlando Barone, en "El avance de la intolerancia aldeana", narra
    que algunos italianos segregaban a sus mismos compatriotas, los
    que, a su vez, segregaban a los provincianos: "Mucha gente
    antiperonista, entre ellos mi abuelo, inmigrante del sur de
    Italia, se refería con desdén a los
    ‘cabecitas negras’ venidos del interior y adictos al
    gobierno. Nunca entendí, después, por qué mi
    abuelo que para los italianos prósperos del norte era
    despectivamente uno de tantos africani del sur, discriminaba a
    los correntinos que trabajaban con él en el puerto. Al
    lado de su ataúd al morir, estaban sus dos amigos
    entrañables: uno era de su tierra y el otro era de
    Corrientes" (49).
    A veces –y esto debía ser mucho más doloroso-
    la discriminación venía de los propios inmigrantes,
    avergonzados de su origen, como el portero asturiano del que ya
    hablamos, que prohibía a su hermano tocar la gaita (50). O
    de sus hijos: "mi padre y mi tío (…) habían
    nacido aquí y el 12 octubre jugaban al truco. Estaba
    puesta la radio y el
    locutor hablaba de la raza. ‘Sacá esa
    gallegada’ le dijo mi tío a mi papá y mi
    abuelo se puso furioso. Esta es otra de las pocas
    anécdotas que recuerdo y, sin embargo, mi padre me la
    contó una sola vez" (51)……
    La literatura ha encontrado una salida para estos planteos. En el
    cuento "El ancestro", Jorge Torres Zavaleta brinda un enfoque
    acertado de la cuestión, en el cual nativos e inmigrantes
    quedan hermanados por un mismo origen (52).

    6. Notas

    1. Bazán Lascano, Marcelo: en La Nación,
      Buenos Aires, 19 de diciembre de 1999.
    2. S/F: "Los ingleses en la Argentina", en
      Clarín, Buenos Aires, 18 de diciembre de
      2000.
    3. Cané, Miguel: Prosa ligera. Buenos Aires, La
      Cultura Argentina, 1919.
    4. Cambaceres, Eugenio: En la sangre: Buenos Aires, Plus
      Ultra, 1968.
    5. Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid,
      Hyspamérica, 1984.
    6. Zeballos, Estanislao: La rejión del trigo.
      Madrid, Hyspamérica, 1984.
    7. Mistral, Gabriela, citada por Gustavo Cirigliano, en
      El Tiempo, Azul,
    8. Ingenieros, José: "Ensayo de
      identidad", en Clarín, Buenos Aires, 27 de febrero de
      2000.
    9. Rocco-Cuzzi, Renata: Mitos del
      granero del mundo", en Clarín, Buenos Aires, 26 de marzo
      de 2000.
    10. Jaim Etcheverry, Guillermo:
    11. Borges, Jorge Luis: "El sur", en Ficciones. Buenos
      Aires, Sur, 1944.
    12. Gerchunoff, Alberto: Los gauchos judíos, en
      Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL,
      1980.
    13. Gerchunoff, Alberto: "Autobiografía", en
      Alberto Gerchunoff, judío y argentino. Selección
      y prólogo de Ricardo Feierstein. Buenos Aires,
      Milá, 2001.
    14. Gerchunoff, Alberto: "El crematorio nazi en los cines
      de Buenos Aires", en Alberto Gerchunoff, judío y
      argentino.
    15. Diament, Mario: Conversaciones con un judío.
      Buenos Aires, Fraterna, 1986.
    16. Arcuschín, María: De Ucrania a
      Basavolbaso. Buenos Aires, Marymar, 1996.
    17. Goldemberg, Susana: "Papá", en Cuentos de
      la Bobe.
    18. Beltrán, Mónica: "La primera escuela
      gallega que enseña a chicos argentinos", en
      Clarín, Buenos Aires, 25 de abril de 1999.
    19. Beltrán, Mónica: "Un colegio con acento
      francés", en Clarín, Buenos Aires, 26 de
      septiembre de 1999.
    20. Ceratto, Virginia: "Yvonne Fournery. ‘ La
      indiferencia, en un 94%, es falta de conocimiento’ ", en La Capital, Mar del
      Plata, 18 de marzo de 2001.
    21. Alvarez, Sixto (Fray Mocho): Cuentos. Buenos Aires,
      Huemul, 1966.
    22. Gambaro, Griselda: El mar que nos trajo. Buenos
      Aires, Norma, 2001.
    23. Patat; Alejandro: "El país de los
      sueños perdidos", en La Nación, Buenos Aires, 28
      de abril de 2002.
    24. Duche, Walter: "Todos tenemos derecho a escribir
      nuestra historia", en La Prensa, Buenos
      Aires, 18 de julio de 1999.
    25. Madrazo, Cecilia: "10 cosas que sé", en La
      Nación Revista,
      Buenos Aires,
    26. Poletti, Syria: Gente conmigo. Buenos Aires, Losada,
      1962.
    27. Vázquez-Rial, Horacio: Frontera sur.
      Barcelona, Ediciones B, 1998.
    28. Shua, Ana María: El libro de los recuerdos.
      Buenos Aires, Sudamericana, 1994.
    29. Orgambide, Pedro: Aventuras de Edmund Ziller. Buenos
      Aires, Editorial Abril, 1984.
    30. S/F, en Orgambide, Pedro: "La Argentina racista", en
      Clarín Viva, 27 de agosto de 2000.
    31. Gilbert, Abel: Buenos Aires no es sólo Puerto
      Madero", en La Nación, Buenos Aires, 14 de febrero de
      1999.
    32. Noticias de la Defensoría del Pueblo de la
      Ciudad de Buenos Aires: "Los culpables de todo. La historia se
      repite", en Centenario, Buenos Aires, Junio 2000.
    33. Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria.
      Buenos Aires, Seix-Barral, 1997.
    34. Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte
      del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.
    35. Cambaceres, Eugenio: op. cit.
    36. Onega, Gladys: La inmigración en la literatura
      argentina (1880-1910). Rosario, Facultad de Filosofía y
      Letras, 1965.
    37. Argerich, Antonio: ¿Inocentes o culpables?.
      Madrid, Hyspamérica, 1984.
    38. Zengotita, Alejandro Ulises: "Los inmigrantes", en
      Revista Mayores, Año II, N° 11, 1994.
    39. Scenna: El día que murió Buenos Aires,
      citado por Zengotita.
    40. Fugl, Juan: Memorias, citado en Lynch, John: Masacre
      en las pampas. La matanza de inmigrantes en Tandil, 1872.
      Buenos Aires, Emecé, 2001.
    41. Ocantos, Carlos María: op. cit.
    42. Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires,
      Huemul, 1979.
    43. Zeballos, op. cit.
    44. Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos
      Aires, Sudamericana, 1970.
    45. Arias, Abelardo: Alamos talados. Buenos Aires,
      Sudamericana, 1990.
    46. Burgos, Fausto: El gringo. Buenos Aires, Ediciones
      Tor, 1935.
    47. Chiaravalli, Verónica: "Un corazón
      tomado por la memoria", en La Nación, Buenos Aires, 15
      de agosto de 1999.
    48. Fernández Díaz, Jorge: Mamá.
      Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
    49. Barone, Orlando: "El avance de la intolerancia
      aldeana", en La Nación, Buenos Aires, 13 de febrero de
      2000.
    50. Fernández Díaz, Jorge: Mamá.
      Buenos Aires, Sudamericana, 2002.
    51. Pampillo, Gloria: Los gallegos. Novela
      inédita.
    52. Torres Zavaleta, Jorge: "El ancestro", en El hombre
      del sexto día. Buenos Aires, Orión,
      1977.

     

     

     

    Autor:

    Lic. María González Rouco

    Licenciada en Letras UNBA, Periodista Profesional
    Matriculada

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