Se ha dicho muchas veces que la tiranía nazi es
«un pasado que nunca pasará». Hace
aproximadamente 70 años, Adolf Hitler fue
nombrado canciller de Alemania.
Apenas unos pocos supervivientes, y todos ellos ya de una edad
muy avanzada, pueden acordarse de aquel infausto día. Las
personas que tan sólo alcanzaron a vivir los días
finales del régimen de Hitler son
también muy ancianas. Y, sin embargo, parece que no pasa
un solo día sin que Hitler aparezca en periódicos,
películas y libros, en
la radio o en
la
televisión, penetrando permanentemente en nuestra
conciencia
colectiva.
Y éste es un fenómeno que no ocurre
sólo en Alemania, donde se podría esperar, de
alguna manera, que Hitler hubiera dejado una sombra muy alargada,
sino también en otros lugares de Europa, de
América
y de otras partes del mundo. De hecho, de cuando en cuando da la
sensación de que nos sentimos más poseídos
por la Alemania nazi cuanto más nos alejamos en el
tiempo de
ella. Y esto es algo que no ha ocurrido con dictadores como
Mussolini, Franco, Mao, Pol Pot o Stalin. A pesar de lo
nauseabundo de sus respectivos regímenes, todos aquellos
dictadores han dejado una huella muy tenue en nuestra conciencia
actual. ¿Por qué las cosas son tan diferentes en el
caso de Hitler?
Parte de la explicación se fundamenta, sin duda,
en la propia magnitud del legado de Hitler. Muy pocos de los
observadores que asistieron a su momento de triunfo en 1933
-año en que logró hacerse con el poder en todo
el Estado
alemán después de que el partido nazi hubiera
sufrido una severa derrota en las elecciones generales previas-
fueron capaces de advertir el menor indicio de la escalada de
calamidades que se avecinaba. La izquierda interpretó su
figura como la de un hombre de paja
de las grandes empresas y
presumió que habría de durar muy poco tiempo y que
marcaría el comienzo de una crisis
terminal del capitalismo.
El Daily Herald, el diario izquierdista de mayor tirada en Gran
Bretaña, llegó a describirle como un vulgar
«payaso».
En los círculos de la derecha conservadora,
Hitler también fue ampliamente subestimado. En un
principio, se pensó que él «no estaba a la
altura de su cargo». Muchos conservadores llegaron a
suponer que pronto dejaría su lugar a quienes siempre
habían ostentado el poder en Alemania. Incluso
después de los incidentes de junio de 1934, el Ministerio
de Asuntos Exteriores británico temía más al
Prusianismo (el poder de quienes habían llevado a Alemania
a la guerra en
1914) que al propio Hitler. Todos esos errores de
interpretación -que estaban basados en prejuicios y que
impidieron que se adoptaran medidas para dar la debida respuesta
a Hitler en aquellos mismos momentos- suenan hoy como algo
extraño.
Si nos preguntamos por qué el nazismo sigue
alimentando nuestra imaginación mucho más que los
horrores del estalinismo, lo primero que hay que decir es que
ninguna otra dictadura
desencadenó nunca una guerra mundial ni
un genocidio comparable. La II Guerra Mundial configuró el
resto del siglo XX y el Holocausto se interpreta hoy como el
episodio más característico de tan macabro siglo. Y la
figura de Hitler fue la auténtica inspiración para
ambas tragedias. Pero su legado histórico -monumental, a
pesar de la escalada de perversión que supuso- no explica
totalmente nuestra continua preocupación por el III
Reich.
De alguna manera, el nazismo alimenta nuestra
imaginación mucho más que el estalinismo o que
cualquier otra forma de dictadura. Mussolini, Franco e incluso
Stalin aparecen ante nosotros como productos,
más o menos inteligibles, derivados de sus respectivas
sociedades y
de sus sistemas de
Estado. Sin
embargo, para todos nosotros supone un verdadero acertijo
explicar cómo una doctrina tan devastadora, tan carente
del más mínimo humanitarismo, y un régimen
de una brutalidad tan sobrecogedora pudo llegar al poder en una
nación
moderna, económicamente avanzada y culturalmente
sofisticada como Alemania. Todo ello despierta un incesante
interés
y numerosos interrogantes. Porque detrás de todo ello
subyace una ansiedad perenne: ¿podría ocurrir de
nuevo?
Aunque no existe el menor temor a que el estalinismo
pueda volver a despertar ningún atractivo popular, en
nuestro mundo podemos encontrar muchos indicadores de
que algunas de aquellas estúpidas ilusiones que
desembocaron en los fascismos de Entreguerras no han desaparecido
en absoluto. Incluso en Gran Bretaña, la
preocupación implícita que existe actualmente tiene
menos que ver con una vuelta a fascismos como el de la Italia de
Mussolini que a esa suerte de revitalización del racismo, del
antisemitismo y de la agresión imperialista que siempre se
ha relacionado con la Alemania nazi. En realidad, nunca se
dará ninguna vuelta a aquella política propia de
los años 30. Tanto la intolerancia racista como los
atávicos chovinismos nacionalistas no se han erradicado. Y
en la Europa del Este son peores incluso que en la Europa
occidental. Pero existen muy pocas posibilidades, o acaso ninguna
-incluso ahora, en unos momentos en que una nueva guerra ha
golpeado el mundo- de que esa especie de impredecible desastre
apocalíptico, extraído del pasado por elementos
fanáticos, pueda aparecer de nuevo en el centro de la
escena política europea. Es más probable que,
mientras la seguridad se vea
amenazada y crezcan las tensiones sociales, los propios estados
occidentales se conviertan en menos tolerantes y liberales, tal
como podemos apreciar en estos mismos momentos.
Si es verdad que la preocupación por el nazismo
que aún se percibe en nuestra sociedad
desempeña un papel muy
importante a la hora de que Hitler y su régimen
permanezcan como telón de fondo de nuestra atención, a nuestras mentes podría
acudir una especulación sumamente desagradable. Mientras
todas las dictaduras son regímenes sórdidos,
brutales e inhumanos (y ninguno más que el de Stalin), el
nazismo parece, incluso actualmente, estar dotado de un fuerte
atractivo negativo para muchos individuos. Este atractivo
representa una estética del poder absoluto en la que la
grandiosidad de la visión del mal induce, por sí
misma, a una compulsiva y macabra fascinación. La
sensación de poder perfectamente orquestado que
transmitían las SS marchando durante el desfile de El
triunfo de la voluntad es lícitamente atemorizante, pero
la imagen de
aquellos presuntos miembros de una raza superior también
resulta tremendamente intrigante. Y es que la fascinación
y la repulsión no son conceptos que estén demasiado
alejados entre sí.
La memoria es, sin
lugar a dudas, otra rama muy importante de la respuesta a nuestro
acertijo. La II Guerra Mundial y el Holocausto dieron lugar a una
presencia duradera de incontables víctimas del
régimen de Hitler y de sus descendientes en muchos
países del mundo. Ni Mussolini ni Franco ni siquiera
Stalin dejaron tras de sí un legado internacional de tal
magnitud a raíz de sus fechorías. Muchos de los que
sufrieron los rigores de Hitler sienten el deseo de relatar sus
propias experiencias antes de que sea demasiado tarde.
La conciencia que actualmente existe en Alemania a
propósito del nazismo no tiene nada de trivial. Que ha
resultado imposible desprenderse del fantasma de Hitler es un
hecho demostrado en estos últimos años por los
intensos debates públicos que se han dado en los medios
alemanes sobre la complicidad en la comisión de
crímenes contra la Humanidad de soldados que no eran, en
absoluto, miembros de las SS o por la cuestión de las
compensaciones a los obreros esclavizados, obligados a trabajar
para la economía de guerra alemana de aquella
época. Para los jóvenes alemanes de hoy, que
conviven con una pequeña minoría de neonazis, la II
Guerra Mundial no tiene nada que ver con esa propaganda
barata que hizo fortuna a base de eslóganes como arrestos
y gloria, con los que se intentaba dotar de un cierto glamour a
la guerra de masas. Los que sí estuvieron involucrados en
aquellas atrocidades son sus abuelos.
La Historia de la Alemania nazi
todavía interesa, y muy seriamente a los alemanes. En
consecuencia, todos esos debates, tan frecuentes como agrios,
sobre el pasado nazi que se han venido sucediendo casi sin
interrupción desde los años 60 han
desempañado un papel muy importante en la
configuración de la conciencia moral y
política de la actualidad. La afirmación de que los
alemanes no se han enfrentado jamás a su pasado nazi no
puede ser más falsa. La Alemania democrática de hoy
se ha beneficiado, mucho más que la mayoría de
países, de lo que supone aprender de los errores del
pasado.
Nada ha desempeñado un papel tan importante en
relación con el hecho de que Hitler y el nazismo
permanezcan aún bajo escrutinio público que una
creciente conciencia sobre el Holocausto. De manera parcialmente
sorprendente, aquella persecución de judíos en la
Europa ocupada tardó mucho tiempo en penetrar en la
conciencia pública. Tras el final de la guerra, la memoria de
aquella experiencia era, incluso para muchas de las
víctimas que lograron sobrevivir, demasiado reciente y
excesivamente dolorosa como para revivirla y explayarse sobre
ella. El juicio celebrado en Israel contra
Eichmann y el de Auschwitz en Fránkfort atrajeron de nuevo
el interés del público por el Holocausto a principios de los
años 60. Pero este interés había permanecido
enclaustrado durante mucho tiempo, reducido exclusivamente a los
círculos académicos y a los supervivientes de la
tragedia.
A causa de este interés tan ampliamente extendido
por la figura de Hitler, los editores siempre están
dispuestos a publicar libros sobre estos temas, puesto que saben
que se venden muy bien. Y los periodistas, a su vez,
también están dispuestos a escribir
artículos porque saben que las revistas desean
publicarlos. Además, los productores de televisión
quieren rodar documentales y películas sobre este mismo
tema porque saben que existe una importante audiencia para ellos.
Algunos arcanos, como los aspectos más
característicos de la parafernalia militar o las
sórdidas especulaciones (ahora, prácticamente
inexistentes) sobre la vida sexual de Hitler se airean
sólo para el consumo
público. Los nazis son un buen negocio. Póngase una
esvástica en la portada de una revista o de
un libro y
éstos se venderán. Y todo ello no significa sino
que el III Reich sigue presente en el ánimo de la
gente. Y, en consecuencia, la espiral continúa. Los medios de
comunicación de masas explotan ese mismo
interés, a menudo tan espeluznante, que ellos mismos, y en
primer lugar, ayudaron a crear.
¿Supone esto algún perjuicio? En primer
lugar, debemos reconocer el inmenso bien que han producido todas
estas investigaciones.
Desde 1990, la apertura de los archivos del
antiguo bloque soviético ha permitido un lanzamiento real
de las investigaciones sobre el Holocausto en el Este de Europa.
Nos hemos enriquecido en conocimientos y comprensión del
fenómeno.
Pero existe también un lado negativo en esta
persistente preocupación por Hitler y la Alemania nazi. Y
esto nada tiene que ver con las formas académicas de
tratar la Historia y sí con una trivialización del
nazismo en los medios de
comunicación. Y toda esa serie incesante de telefilmes
sobre el III Reich ha contribuido en gran medida a ello.
Ciertamente, hay algunos documentales muy importantes y de una
calidad
excelente. Pero no perderíamos nada si muchas
películas no se rodaran nunca porque con gran frecuencia
no contribuyen a profundizar en la comprensión del
fenómeno. Además, con toda probabilidad,
sirven para reforzar los estereotipos ya existentes y para
continuar expandiendo ciertos prejuicios antialemanes.
Así pues, existen numerosas razones que explican
por qué el pasado nazi pervive aún entre todos
nosotros. Pero algún día pasará
definitivamente a la Historia. Por muy grande que haya sido su
significación, en algún momento del futuro
será posible contemplarlo con absoluta imparcialidad, de
manera muy similar a como hoy en día todos contemplamos la
Revolución
Francesa. Sin embargo, ese día está aún
muy lejano. Es muy probable que, dentro de 10 años, cuando
se cumpla el 80º aniversario de la toma del poder por
Hitler, estemos preguntándonos todavía: ¿Es
que lo de Hitler no se va a acabar nunca?
VICTOR KARADY, "Los judíos en la modernidad
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Editores, 1ª Edición en castellano.
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JOSÉ RAMÓN
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Biblioteca Nueva;
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Autor:
Oliver Galeana Díaz
Nahum Romero Santana
Asael Mercado
Maldonado