Indice
1.
Introducción
2. Estiércol
3. Las Perlas
4. En Resumen
Si nos atenemos a la definición de arte como
actividad que procura a la persona o las
personas que lo practican y a quienes lo observan una experiencia
que puede ser de orden estético, emocional, intelectual o
bien una combinación de estas cualidades, la publicidad es
un arte. Sin duda las obras publicitarias producen en el
público esta suerte de emociones. En
otras palabras, quienes corremos el albur de tropezar con una
creación artística –incluidas las
publicitarias (un corto televisivo, una tanda radiofónica,
un diseño
gráfico)– estamos "condenados" a experimentar
algún tipo de sensación provocada por el objeto de
observación.
A través de los años los críticos del arte
han ido desarrollando cierto grado de especialización, de
profesionalismo, al punto de que hace rato que se puede hablar de
"el arte de criticar arte". En este sentido, creo, el arte de
criticar el arte publicitario es el
menos ejercitado, aunque desde luego no se trata de una
práctica novedosa.
En este espacio me propongo, entonces, ofrecer al lector una
revisión crítica de algunos cortos publicitarios
televisivos más o menos recientes. No es que las
producciones radiofónicas o gráficas (para englobar en este
término los avisos impresos y electrónicos) escapen
a la crítica, pero es mi intención hacer de este
medio un lugar común para una amplia comunidad de
lectores y, sin entrar en discusiones de otra índole,
quien más quien menos todos vemos televisión
(desde luego, siempre hay quienes declaran "no ver
televisión", pero vamos a ocuparnos de los simples
mortales y dejar que las especies raras se jacten de sus rarezas
como les venga la gana). Por lo mismo, por pensar en el lector
como una persona que puede estar leyendo estas líneas
tanto en Orán como en Ushuaia, he seleccionado las piezas
que se emiten por canales más bien masivos, de alcance
nacional, en un intento por minimizar las posibilidades de que el
lector tropiece con una "obra de arte" desconocida.
Dos aclaraciones más antes de entrar de lleno en materia.
Primero, en este contexto "criticar" no significa
–necesariamente– reprobar la calidad de una
publicidad. La crítica, tal como la concebimos
aquí, puede tanto ponderar como reprobar una pieza de
arte. No obstante, como todo arte, las obras publicitarias son
arbitrarias tanto en su producción como en su disfrute. Es decir,
así como hay películas que gustan a cierta gente
pero que disgustan (y hasta ofenden) a otra, hay publicidades que
algunas personas disfrutan y otras no. Con todo me atrevo a decir
que existe cierto consenso general entre el arte que produce una
sensación agradable y aquel que no lo hace (seguramente
habrá quienes piensen que "La Mona Lisa" ni siquiera
merece un lugar en la pared del baño, pero son los menos).
En segundo lugar, no pretendo hacer un recuento exhaustivo de las
publicidades vistas por TV ni mucho menos: tampoco tenemos tanto
tiempo libre
para dedicar a un tema que, por otro lado, no reporta más
beneficio que… desarrollar un sentido crítico,
¿qué más?.
Por último, prometo que me abstendré de los
análisis de tipo cientificista que tan
aburridos e incompresibles suelen resultar para el público
lego. Los análisis técnicos, psicológicos,
sociológicos, semánticos, inconográficos,
etc., los dejaremos para los estudiantes de publicidad y carreras
afines. Lo que aquí nos interesa, más bien, es el
aspecto estético de la obra de arte. Como cuando sales del
cine o del
teatro y alguien
(tal vez tu amigo o tu pareja) te pregunta si te gustó,
cuál parte te gustó y cuál no, y,
quizá, por qué. La disección y
clasificación de la anatomía de los
sujetos de investigación es algo que interesa a los
científicos de la publicidad.
Empezaremos con un peso pesado. Un médico
veterinario recibe un llamado a mitad de la noche que lo obliga a
abandonar intempestivamente su cálido hogar rural. Su
esposa, en bata y chinelas, prepara a los dos niños
para que acompañen a su padre en tan arriesgada –y
aún incierta– empresa. Los
chicos, soñolientos, se acurrucan bajo sus ponchos
mientras papá conduce la camioneta a través del
follaje como si la llevara el demonio (no el demonio que
está al volante y que ha despertado a sus hijos a mitad de
la noche para obligarlos a presenciar un espectáculo…
bueno, por ahora vamos a dejarlo en "inusual", sino el otro
demonio, el de cola larga y cuernitos). A todo esto, mientras la
pick–up abre surcos en el frondoso pastizal, en la parte
baja de la pantalla van apareciendo mensajes que enumeran todas
las cosas que el campo no entiende (más que nada, excusas
inexcusables por las que un hombre
–no un campo– no haría o postergaría
tareas que son su responsabilidad). Finalmente, la camioneta llega a
un claro donde un peón le hace señas con una
linterna. Echada de lado junto al peón, en un estado que a
primera vista parece agonizante, hay una vaca con los ojos a
punto de reventar. El héroe de la camioneta se baja de un
salto y corre hacia el animal portando en su mano un
maletín de –ahora es claro– primero auxilios.
"Ya está" –piensa el desprevenido
telespectador–, "el tipo viene a curarla". Nones. De fondo,
los violines recrean una atmósfera más
propicia para bostezos que para actos heroicos. Los niños
emponchados bajan del vehículo y se aprestan a ver a su
padre en acción. Sin embargo, la vaca no está
enferma. No necesita de un pinchazo salvador, ni un entablillado,
ni siquiera una curita. La vaca, amigos míos, está
dando a luz. Sí,
ahí, en vivo y en directo. Ahora mismo pueden ver
cómo un escuálido y asustado ternerito sale de sus
cuartos traseros envuelto en una chorreante bolsa de
placenta.
¿Que no te gusta? ¿Que justo estabas cenando y tu
estómago comenzó una danza
frenética? ¿Que no había necesidad de pasar
la parte truculenta con tanto detalle? Pues aprende de los hijos
del veterinario, que jamás se inmutaron ante la vista de
semejante espectáculo.
Cada vez que comienza esta propaganda
(afortunadamente su melodía, ya que no alegra, alerta), mi
hijo de siete años corre al televisor y cambia de canal (o
lo apaga, el botón que vea primero). Su madre, mi esposa,
odia que alguien cambie de canal sin consultarla, pero no lo
desaprueba en este caso específico. Por mi parte, he
tomado nota de la marca de la
pick–up en cuestión y sabré qué hacer
si algún día necesito (y puedo) comprarme una.
"Imagine que conducir un [aquí la marca del
automóvil que quizá tengas "un day"] pudiera
detener el tiempo, y que toda su vida se tradujera en un solo
minuto. ¿No sería su viaje confiable, cómodo
y seguro?"
A lo largo de la historia de la humanidad
muchos filósofos y pensadores jugaron con la idea
de detener el tiempo, ¿pero a que ninguno se le
ocurrió que el secreto estaba en conducir determinado
coche? En este caso, los pensadores anteriores a la
invención del automóvil corrieron con evidente
desventaja frente a sus colegas del siglo XX.
En primer lugar, si se pudiera detener el tiempo y la humanidad
entera quedara suspendida como estatuas de parque, los viajes
sería igual de seguros manejando
un lujoso auto japonés que un cacharro. Está bien,
la idea es que el cliente potencial
piense que al conducir ese auto se va a sentir tan seguro como si
el tiempo (y, con él, todas las personas y cosas del
mundo) se hubiera detenido. Por otra parte, ¿qué
diferencia hay entre "confiable" y "seguro"? Si la hay, siempre
en este contexto, es tan leve que a mí se me escapa.
Los textos en castellano con
que las marcas
internacionales promocionan sus productos (no
sólo autos), muchas
veces parecen elaborados por traductores que no saben cómo
se habla en el país en el que emitirán el aviso.
Hay otra, por ejemplo, que en inglés
dice: "prepare to want one" (prepárese para querer uno),
lo que el locutor refiere como "prepárese para tenerlo".
No es lo mismo, aunque de todos modos el televidente piense que
ya está listo (tanto para querer como para tener ese
auto).
O mucho me equivoco, o los jóvenes exitosos que al final
de un comercial ofrecen una aspirina a viejos amigos que no son
tan exitosos son muy malos amigos. ¿Desde cuándo la
humillación es un gesto de amistad?
No sé quién ideó este aviso (que para colmo,
al parecer, viene en serie), pero quien quiera que sea de seguro
no anda a la búsqueda de un millón de amigos para
así más fuerte poder cantar.
"Para el argentino –dice Borges– la
amistad es una pasión". Estoy de acuerdo. A mí me
resulta impensable que un muchacho, tras referir a un antiguo
compañero de secundaria lo bien que le está yendo
en la vida (en resumidas cuentas), no se
le ocurra nada mejor que ofrecerle una aspirina porque, cosas de
la vida o simple actitud, al
otro no le ha ido tan bien (es un fracasado). Aún cuando
la intención de Borges al decir que para los argentinos la
amistad es una pasión no era, al menos en ese texto en
particular, resaltar una virtud sino más bien todo lo
contrario, yo pienso que es un valor loable
que los argentinos hemos sabido cultivar y que no debemos dejar
de hacerlo.
Desde la perspectiva de los autores intelectuales de este aviso
(que no es necesariamente gente de la empresa,
aunque sin duda alguien debió poner el sello de "aprobado"
y su firma), puede que la intención del comercial haya
sido promover la idea de que tomando esa aspirina puedes encarar
con éxito
un amplio frente de actividades sin descuidar o abandonar otras.
Es decir, si tienes que estudiar y/o trabajar todo el día
pero también quieres salir de noche, sin que lo uno te
reste energías para lo otro, pues tómate una
aspirina, colega.
Una cortita. ¿Alguien le encuentra el lado
simpático a la propaganda en la que el tío Javier
se toma el yogur de su sobrinito?
Otra aún más cortita: ¿a quién le
importa qué fue de Teo y René?
Conocida es la regla del modelo
capitalista según la cual la libre competencia
propicia beneficios para la sociedad de
consumo,
mejorando la calidad de los bienes y
servicios y
equiparando precios. Las
propagandas argentinas de jabón en polvo no escapan a esta
lógica
liberal, son la excepción que confirman la regla. Que
denoten una deplorable falta de imaginación es lo de
menos, lo mismo puede decirse de una infinidad de avisos, pero lo
que exaspera es que esta mediocridad se mantenga inmutable a
través de los siglos.
Un conocido personaje de la
televisión argentina
peregrina los barrios porteños en busca de amas de casa lo
suficientemente temerarias para atreverse a pasar "el
desafío de la blancura". Tras declarar que su jabón
no es el que promociona el personaje, la señora es puesta
ante una situación límite: ¿se anima a lavar
una prenda (por lo general una media) con este producto y, en
unos días, compararla con otra lavada con el jabón
que usa siempre? La osada señora se anima, desde luego, y
días más tarde -ante la evidencia- reconoce que su
concepto de
"blancura" estaba más errado que la idea de paz de George
Bush.
Otro personaje de la televisión nacional, no menos afamado
que el de la marca anterior, recorre pueblos y parajes del
territorio argentino para comparar la blancura de las prendas
lavadas con tal jabón con los objetos más blancos
que la naturaleza puede
brindar, entre ellos la espuma de las cataratas del
Iguazú. Este personaje es tan conocido como promotor de
esa marca de jabón en polvo que aún cuando no
está "trabajando" las personas desean hacerle saber que
usan ese producto, y para probarlo no tienen más que
enseñarle la destellante blancura de las prendas que
visten.
¿No se parecen, ambos personajes, a los misioneros que en
las mañanas domingueras deambulan por el mundo predicando
alguna doctrina religiosa? No exageren, muchachos; sólo
queremos calidad y precio, no
"conversos".
En esta misma categoría pueden incluirse las publicidades
de shampoo y detergentes lavavajillas. En relación a este
último producto hay una pieza de estiércol
particularmente maloliente que me gustaría destacar: el
que no cuesta cuatro veces más que los otros detergentes
pero rinde cuatro veces más. En primer lugar, la gota
parlante tiene un exagerado acento de porteño "canchero"
que, al menos en el interior, no resulta simpático sino
desagradable. Por otro lado toda ama de casa sabe que para lavar
diez platos consumirá más o menos la misma cantidad
de detergente cualquiera sea su marca: el agua
escurrirá de la esponja ese detergente en particular con
el mismo democrático criterio que emplea para escurrir
todos los demás.
Como última pieza de estiércol de esta
edición, discutiremos una que se las trae. Lo peor del
asunto, creo yo, es que el desacierto de esta obra de arte es
atribuible no a una agencia de publicidad en particular, sino al
Consejo Publicitario Argentino (redoble de tambores, maestro, por
favor).
Veamos. Dos jóvenes argentinos, tipos simples y agradables
al parecer, acaban de tomarse una cerveza en un pub
de un país que no es el nuestro. Lo que sí se sabe
es que el barman habla un correcto inglés
anglosajón. Puede ser un pub de Inglaterra, de
Escocia, de Estados Unidos…
Incluso de Australia o Nueva Zelanda, no tiene importancia. Lo
que importa, lo que debemos tener en mente, es que los
jóvenes argentinos están en un país
extranjero. Terminan sus cervezas y piden "the account", que no
es la forma correcta de solicitar la cuenta en inglés. El
barman adivina que son forasteros y se acerca a ellos. El
diálogo
va en inglés pero está subtitulado, como en las
películas. Les pregunta de dónde son. De Argentina,
por supuesto. "¿Argentina?", se sorprende el barman,
"¿tango?". Los
chicos sonríen, asienten, "yes", "yes". Entonces el barman
inicia un interrogatorio cuyo humillante propósito
sólo descubriremos al final. "¿Dulce de leche?"
pregunta en castellano, pero pronunciando como si acabara de
salir del dentista con la boca anestesiada. Nuestros compatriotas
vuelven a asentir, entusiasmados: el hombre ha
dado en el clavo, ha reconocido a los argentinos por el dulce de
leche, caramba. ¡Un momento!, el anglosajón sabe
mucho más sobre nosotros. "Fútbol", arriesga; ya no
necesita expresar sus conjeturas en forma de preguntas. "Yes,
yes", dicen los jóvenes argentinos, felices de que se los
reconozca en un lugar tan lejano. El barman intenta aplacar un
poco el entusiasmo de nuestros héroes y entonces, con un
dominio de la
jerga popular que ni por las tapas te esperabas, dice: "And…
¿What about ‘el mano en la lata’?" Los
muchachos bajan la cabeza, avergonzados. Entonces una voz que
impresiona por su melodioso timbre y armoniosa
pronunciación (lo único bueno de la propaganda),
formula la cuestión fundamental que todos los argentinos
(y no sólo nuestros humillados amigos) se supone que
debemos meditar: ¿qué está pasando con
nuestros valores?,
seguido por la inopinada aseveración de que no importa
cómo nos vean afuera sino la miseria que provocamos
adentro.
Mucha tela para cortar, ¿eh? No es para tanto; el video habla por
sí mismo. Un asco, de verdad. En primer lugar, si no
importa cómo nos ven los de afuera, ¿para
qué ambientan el comercial en un pub foráneo y
elaboran un diálogo increíble (sobre todo por "el
mano en la lata") con un extranjero? Ahora bien, si se trata de
"meter la mano en la lata", los protagonistas argentinos de este
corto no deberían ser un par de jóvenes sencillos
con quienes el pueblo argentino puede identificarse, sino que
debieron poner a un par de rechonchos cuarentones de traje y
corbata que se comportan como si media humanidad dependiera de
ellos y no se sienten abrumados por semejante responsabilidad; lo
llevan bien, gracias.
A partir de las crisis de
diciembre de 2001 se ha hecho evidente que es la dirigencia
política
argentina, no el pueblo (a quien estos dos muchachos parecen
representar), la que necesita repensar sus valores y su forma de
actuar. No digo que los argentinos seamos más buenos que
la soja, no lo
somos, pero no es la sociedad argentina la que necesita un
tirón de orejas por meter la mano en la lata. Quien
más quien menos todos (incluso los sesudos del Consejo
Publicitario Argentino) sabemos quiénes son los que
aquí meten la mano en la lata. Estos dos chicos que a
mí, como argentino, me representan frente al barman
extranjero, no tenían de qué avergonzarse. En todo
caso, podrían haberle dicho al barman que estamos
trabajando para cambiar a quienes nos han metido las manos en los
bolsillos (la lata) por tanto tiempo. Cuidado, porque los
únicos que pueden meter la mano en la lata son los que
tienen acceso a la lata, y esos dos jovencitos no me lo
parecieron. Para nada.
Desafortunadamente, no hay muchas perlas por discutir.
La mayoría de las publicidades que sobrevive al
estiércol se queda en el "ni fú ni fá".
En todo caso, me gusta un corto de cerveza que puede parecer
anacrónico ahora que terminó el mundial y nos fue
como nos fue. En general las propagandas de esta empresa tienden
a ser más fá que fú, lo que habla muy bien
de su departamento de publicidad o de la agencia que los asesora.
Me refiero a la que muestra el
despertar de un país trabajador del cual todos
quisiéramos ser parte mientras los jugadores de la
selección nacional de fútbol, al
final se descubre, alientan desde la tribuna: "vamos, vamos,
Argentina". Debo confesar que, cuando la vi por primera vez, se
me puso la piel de
gallina.
Un muchacho de apariencia hindú levanta la vista de un
aviso impreso y contempla con gesto apesadumbrado el precario
porte de su coche, pero de pronto esboza la sonrisa feliz y
triunfal de los que experimentan una visión factible. En
un escenario que se adivina como la plaza principal del pueblo,
el muchacho estrella su coche de frente y culata contra los
muros, moldeando la masa. Luego trae un elefante y lo sienta
sobre el capó. Anochece y el joven sigue trabajando, ahora
con una soldadora, en el auto. Por la mañana lo vemos de
espalda; la cámara se asoma por sobre su hombro y
descubrimos que está contemplando el aviso impreso del
día anterior, que contiene una foto de un hermoso auto
deportivo. El muchacho baja lentamente el papel y
entonces ve su propio auto, que es una réplica machacada
del que aparece en el aviso. Ya de noche, el joven y un par de
amigos pasean por las calles de la ciudad "haciendo pinta" en el
auto remodelado.
El chico quería que su auto se viera como el de
la foto y se las arregló para lograrlo, ¿no lo
harías tú?
Otra que no merece un premio pero sí una mención en
este espacio es la de un teléfono celular, no la que al final
pregunta "¿y vos qué harías sin tu
[aquí la marca]?" como si hubieras perdido un brazo y
sufrieras la perspectiva de una vida de lisiado, sino la del
hombre que habla cortando las palabras, simulando problemas de
comunicación, con el objeto de que su
interlocutor lo vuelva a llamar y así ahorrar en el
costo del
teléfono. Es ingeniosa, divertida, y el actor hace muy
bien su papel, lo que en definitiva allanan el camino del
producto a la memoria del
telespectador.
De seguro me he dejado muchas piezas de estiércol
y algunas perlas en el camino. Habrá más de un
lector que recordará determinada obra de arte que le
hubiera gustado ver incluida en esta selección, y siendo
así pido las disculpas del caso por la omisión. No
obstante, recordemos que no se trata de una enumeración
exhaustiva sino, más bien, de casos ejemplares que
permiten desarrollar cierto sentido crítico. El hombre
común no necesita conocer al detalle los elementos ni los
métodos de
análisis mediante los cuales se estudia un producto
publicitario; como obra de arte podemos valorarla desde el
más simple de sus propósitos: ¿gusta o no
gusta? Para profundizar un poco más sólo tenemos
que dar el paso siguiente: ¿por qué gusta o no
gusta?
Finalmente, para evitar la proliferación de obras de arte
de mala calidad no tenemos más que hacer lo que hacemos
frente a las películas, las obras de teatro, los libros o las
pinturas que no nos gustan: no las compramos y comentamos con
nuestros allegados por qué no lo hacemos.
Autor:
Rubén M. Pinus